Al siguiente mediodía, «Silencioso» Larson y Pamela. Kester llegaron a Flagstaff.
Se dirigieron a la insegura mansión del doctor Reinhard Hennige.
Y a juzgar por el rictus que ofrecía el rostro del médico al franquearles la entrada, Bill supuso que las nuevas que en un principio suponía nefastas, habíanse trocado en agradables.
Pasaron a la sala donde el día anterior estuviese el hombre de negro y la señora Hennige, solícita y amable, les obsequió con unas tazas de humeante y oloroso café,
—Señor Larson, como advierto que es usted un sagaz observador —habló el médico tras ingerir un sorbo de la infusión—, no hará falta que le diga que el estado de su amigo Forrester, más que esperanzador, es altamente satisfactorio. De todas formas, he llegado a creer que no pasaba de esta noche. La temperatura era francamente alarmante y en varias ocasiones entró en el clásico delirio agónico, con fuerte excitación, gritos y extrañas conversaciones. Ahora, si lo desea, está en condiciones de hablar. Pero con brevedad. No es prudente ni conveniente; fatigarlo.
Bill, con pausados ademanes, dejó la tacita de orientales ornamentos sobre la mesa que había en el centro de la estancia.
Sonriendo a Pamela, le dijo:
—Discúlpame un momento. Es necesario que hable con Forrester.
El doctor Hennige, tan inseguro su andar como la estabilidad de la casa, le precedió hasta el interior de la habitación.
Jim Forrester se hallaba tendido en el lecho, cubierto su tórax por un tosco, pero eficaz vendaje.
Bill, volviéndose al doctor, interrogó suavemente:
—¿Le importaría dejarnos solos unos minutos?
—No hay inconveniente en ello... siempre y cuando sean de verdad unos minutos.
—¿Me cree capaz de cometer una imprudencia que perjudique al hombre cuya vida, en parte, me debe a mí?
—Es cierto, señor Larson —sonrió el anciano médico afablemente—. Les dejo.
Y salió al instante del cuarto.
Bill, con paso quedo, se acercó a la cama.
El herido parecía dormir.
—¡Jim! —susurró—. ¡Jim...! ¿Puede oírme?
Le vio descorrer los párpados.
—¡Ah...! —gimió—. Es usted, Larson. El... El doctor Hennige me ha explicado que me trajo aquí. Se... Se lo agradezco de veras, amigo.
—Olvide eso, Forrester. Nada tiene que agradecerme. Mi obligación era hacer todo lo posible por salvar su vida.
—No... —respiraba fatigosamente y hablaba con notoria dificultad—. No pensaban igual quienes dispararon contra mí.
—De eso precisamente quena hablarle, Forrester. Encontré la carta y los cinco mil dólares de que usted era portador. Todo ha sido entregado a su destinataria...
—Gracias, gracias de nuevo, Larson.
—Olvídelo, Jim. Se lo ruego. Ahora... —vaciló un fugaz segundo— quisiera saber si conoce a quienes intentaron asesinarle y los motivos que les impulsaron a hacerlo.
Brillaron intensamente los mortecinos ojos del herido. Y poniendo en su voz una energía, insospechada de acuerdo con su débil estado, tralló:
—¡Son pistoleros... unos malditos pistoleros! —de nuevo, era lógico, se apagó el exaltado tono de voz. Balbuciente ahora, susurró—: Kersey, Ison... Frazier, Jack Frazier, él me disparó. Es... un pistolero, un gun-man, un despiadado asesino que mata...
Bill, un tanto nervioso, le atajó:
—Veo que conoce a sus agresores. ¿Pero por qué trataron de asesinarle?
—Frazier... dijo que el juez Aston se lo había ordenado. ¡Eso es imposible!
Tras una fugaz pausa, Jim Forrester, de manera un tanto incoherente, deshilvanada, empezó a narrar los hechos desde el principio. Ofreció a Larson la versión «oficial» que los magnates de Prescott habían dado de la muerte de Perry Lasron. Habló también de ciertas, apagadas murmuraciones. Seguidamente explicó quiénes eran el terceto de canallas que estuvieron a punto de matarlo y para quién trabajaban en Prescott.
«Silencioso» Larson sonrió de manera fría, apagada, al término del desconectado relato.
Era suficiente, sí.
—Bien, Forrester —dijo tras unos segundos de silencio—. Yo le aseguro que esos pistoleros serán castigados. Partiré esta misma tarde hacia Prescott... Procuraré, no obstante, estar en contacto con usted por medio del doctor Hennige.
Una vez más, los labios incoloros de Jim se descorrieron para musitar:
—Gracias. Es usted un hombre justo y honrado, Larson.
Bill le apretó una mano con suavidad y salió de la estancia.
—Creo que he sido considerado con su paciente... ¿No es así, doctor Hennige? —dijo, avanzando por la sala, con fugaz sonrisa.
—En efecto —asintió el médico—. Me consta que es usted un hombre de extraña?, pero buenas costumbres. Hubo un tiempo en que se habló mucho de la labor de «Silencioso» Larson en Phoenix. Sinceramente, lo imaginaba de un modo muy distinto a como es.
—Algo que sucede con frecuencia, doctor. De los nombres hacemos ídolos, de los ídolos concebimos una imagen tan perfecta que, raramente, puede coincidir con la realidad.
Reinhard Hennige, estudiando con la cansada mirada de sus ojos castaños la bronceada, curtida faz del hombre de negro, refutó:
—No, Larson. No es eso con exactitud. Ni de hombres ni de nombres he hecho nunca ídolos. Tenía referencias de un «Silencioso» Larson pacificador, justo, noble, pistolero al fin y al cabo. Usted, en verdad, es un hombre inteligente, de fuerte personalidad que puede imponer fácilmente a cuantos le rodean.
Bill ignoró los halagos del médico. Hizo un gesto a Pamela y la bella mujer se puso en pie.
Vestida con blusa ranchera de color rojo y ajustados pantalones grises con rodilleras de cuero, sus formas escultóricas, magistrales, destacaban en toda su explosiva exuberancia.
—Debemos partir —anunció Bill, tendiendo la mano al médico.
—¿Puedo saber si volverá, Larson? —inquirió Hennige al tiempo que estrechaba la vigorosa diestra del otro.
—Es posible, doctor. Por el momento, trataré de mantenerme en contacto con usted para saber noticias acerca del estado de Forrester. ¡Ah...! —exclamó—. Le ruego que procure ocultar la permanencia de él en su casa, pero si se ve obligado a decirlo, no dé su verdadero nombre. ¿De acuerdo?
Cabeceó el médico.
—De acuerdo, Larson. Buena suerte y feliz viaje.
Luego se despidió Pamela, y ambos lo hicieron por último de la bondadosa señora Hennige.
Les acompañaron hasta la puerta.
Bill, cuando hubo alzado a Pamela sobre la solía de su brioso alazán y hecho él lo propio, le preguntó:
—¿Estás firmemente decidida?
Una fragante sonrisa iluminó las perfectas facciones femeninas.
—A ir contigo hasta el fin del mundo, Bill.
—El fin del mundo... se llama Prescott.