CAPITULO II
Era una agradable mañana, matizada por el frescor y coloreada por los vivos rayos del sol, majestuoso, espléndido, irguiéndose despacio horizonte arriba con la magnitud de su enorme disco ígneo, brillante, cegador incluso,
Jim Forrester, satisfecho, montando un estupendo ejemplar que el banquero señor Teller le había regalado en recompensa al trabajo que desinteresadamente él efectuaba en el Banco, clavó las espuelas en el vientre del animal para avivar su trote.
Prescott ya quedaba atrás.
Cabalgaba ahora por una región de abrupta orografía, ribeteada al fondo por un agreste paisaje de dispar y cambiante tonalidad.
Reverberaba la luz del sol, filtrándose por el compacto matiz de un cielo azul, sobre las rocas de escarpadas montañas arrancando reflejos de tonalidad ocre que se estrellaban contra los verdes rayos que el astro rey hacía brotar del verde que coronaba poderosos arbustos y contra el espejismo de una lluvia opalina que brotaba del tronco de aquéllos.
De repente, aquel iris acariciante se convertía en un fulgor de chispeante tonalidad rojiza para, de inmediato, cambiar a un violáceo fuerte, cardenalicio, que surgía como la lengua de un monstruoso animal del interior de los cañones donde se erguían pinos y enebros, enzarzados en lianas y helechos.
Jim Forrester sentíase libre, feliz, satisfecho de la vida, contemplando aquel artístico ensamblaje a que la Naturaleza sometía caprichosamente a sus más destacados elementos.
Los cascos del animal chocaban con sonoridad contra el piso escabroso de profundas hondonadas, a cuyo alrededor, bosques intrincados con robles, encinas y álamos, parecían brotar con salvaje brusquedad, con inesperada violencia.
De trecho en trecho, por entre la hierba alta y tupida, aparecían cantarinos arroyuelos de aguas celestes, trasparentes, insospechadamente azules.
Sí, la Naturaleza era hermosa. Fragante. Deliciosa.
Todos aquellos placenteros pensamientos que discurrían por la mente jovial del jinete viéronse truncados de un modo brusco, alarmante. Porque por un momento, Jim Forrester, se dio cuenta de que las noticias de que era portador para una mujer llamada Pamela distaban mucho de ser agradables, deliciosas, fragantes.
En realidad, eran trágicas, siniestras.
Y se preguntó cómo podía sentirse feliz siendo embajador de una nueva tan lúgubre.
¿Cómo reaccionaría la muchacha?
Bueno..., a fin de cuentas, él no tenía nada que ver, absolutamente nada, en aquel asunto aciago del que, no obstante, le tocaba realizar la más triste tarea. El señor juez así se lo había encomendado y él se limitaba a cumplir sus órdenes. Fuera cual fuese la razón que costara la vida a Perry Lasron..., él estaba al margen, sí, lo estaba.
Forrester, pese a todo, no pudo desterrar aquella extraña sensación que le había invadido súbitamente. Y lo peor, que tampoco pudo deshacerse de un moral sentimiento de culpabilidad.
¡Diablos! ¿Por qué tenía que pensar tanto en ello?
El terreno fue haciéndose más llano paulatinamente, y el cuadrúpedo, complacido de que así fuera, imprimió a sus patas un ritmo mucho más veloz sin que el jinete se lo pidiera. Eso hizo que Forrester escapara momentáneamente a sus tribulaciones, y percatándose de que habían transcurrido varias horas desde que saliera de Pescott, tiró con fuerza de las riendas y palmeó el lustroso cuello del noble animal.
—¡Detente, «Inquieto»! —exclamó con una sonrisa—. Es tiempo de que te des un respiro, ¿eh?
Como si comprendiera las explicaciones de su amo, «Inquieto» lanzó un sonoro relincho, agitó varias veces su cabeza majestuosa y se detuvo con evidente alegría.
Jim desmontó.
Tomando las riendas con la zurda condujo al animal hasta un cercano arroyo que estaba rodeado de encinas y luego de asegurarse que el agua era potable dejó que «Inquieto» bebiera a su albedrío.
El, acto seguido, preparó un frugal desayuno.
Olvidó sus... sí, absurdos pensamientos de antes, mientras saboreaba las sabrosas tortas de maíz que su hermana Vivian le había preparado.
Sintióse de nuevo feliz. Incluso convino en que aquella clase de vida al aire libre era en realidad lo que siempre había apetecido, la que había deseado.
Tenía un atractivo del que estaba totalmente desprovista su sedentaria ocupación en Prescott.
Sin saber el cómo ni el porqué, Forrester se encontró meditando, estúpidamente meditando, en los cinco mil dólares de que era portador junto con la carta... Cinco mil dólares, sin duda, constituían una respetable suma. No consiguió zafarse a la tentación, extraña tentación, de imaginar las muchas cosas que él podría hacer con aquellos cinco mil dólares...
Sonriendo ambiciosamente, Jim se alzó de la piedra en que se hallaba acomodado para alcanzar el pote de cinc que contenía café, sin separarse de la extraña, absurda, estúpida tentación.
¡No¡ —se gritó, sobresaltado, de repente, para sus adentros.
El no podía defraudar al señor Aston, a la confianza por éste depositada en su persona, a las bondades recibidas... Tampoco podía defraudar a Vivian, a la hermanita cariñosa para quien lo era todo en la vida.
Suspiró, aliviado, al darse cuenta de que había vencido la peligrosa tentación.
Alzó el recipiente que contenía la fría, negra infusión, llevándoselo a los labios.
También se alzaron sus ojos.
Para tropezar con los del otro.
Los del hombre que retrepado contra el tronco de un arbusto le miraba fijamente.
Con extrañas, penetrantes pupilas.
* * *
Verdes, sí.
Extraordinariamente verdes, rasgadas, penetrantes, inquisitivas.
Como el pedernal.
Así eran aquellas pupilas de mirada estremecedora.
Lo mismo que la persona en cuyas órbitas estaban alojadas.
Un hombre.
Poderoso. Alto. De arrolladora personalidad.
Con seis pies y alguna pulgada de estatura, con anchos y fornidos hombros, con brazos largos, ágiles y musculosos, caídos lánguidamente a lo largo del cuerpo. Broncínea la tez, de piel dorada y ennegrecida a un tiempo. Rasurado el cutis como si acabara de afeitarse. Espesas las cejas que daban marco a sus ojos fijos, verdes, de pedernal. Sensual la boca de labios carnosos, en los que se leía un rictus tan inquietante como el de sus pupilas. Duro, pronunciado, severo el mentón. Algo salidos los pómulos.
Sus piernas, largas, ligeramente arqueadas, estaban embutidas en un pantalón tejano de brillante color negro. Y negra era también la camisa que ceñía el poderoso, amplio tórax. De idéntica tonalidad el pañuelo anudado al cuello con negligencia.
Pulido el cuero de su cinto-canana, salpicado de metálicos cartuchos, del que pendía, sujeta al delgado muslo izquierdo por una fina correílla, la funda de un revólver, de un «45», cuya ganchuda y brillante culata asomaba hacia fuera.
Como solían llevarlo los tiradores de cruce.
Los que sacaban con la mano opuesta al costado del que colgaba el arma.
Jim Forrester, luego de examinar minuciosamente al desconocido que probablemente llevaba varios minutos observándole a él, sintió que una ráfaga de viento helado azotaba su espinazo haciéndole estremecerse.
Despacio, retiró el pote que había llevado a sus labios.
—Bue... Buenos días, amigo.
El que se hallaba retrepado contra el tronco del árbol íe sonrió con brevedad.
—Hola —respondió—. ¿Viene de muy lejos?
Forrester pensó de nuevo en los cinco mil dólares. Y no para imaginar los anteriores espejismos, sino todo lo contrario. Aquel hombre... No, él no era torpe con las armas. Pero tenía la absoluta certeza de no poseer la habilidad que adivinaba en el otro. Si estaba allí para robarle...
—Pues... no, no de muy lejos, amigo. Me llamo Jim Forrester y vengo de Prescott en donde trabajo como ayudante del señor juez. Precisamente... me dirijo a Winslow para cumplir un encargo del juez. ¿Es... Es usted de por aquí?
—No —negó el otro, acercándose al claro donde se encontraba Forrester—. Soy de Texas. ¡Ah! He olvidado presentarme. William, Bill para los amigos. Bill Larson. Es una coincidencia que ambos nos dirijamos a Winslow. ¿No cree, Jim?
—¿También va usted a Winslow? —la pregunta era por demás absurda, puesto que el hombre de negro acababa de manifestarlo así. Forrester, consciente de su torpeza, causa y efecto del nerviosismo y temor que le dominaban, se apresuró a decir con sonrisa forzada—: Sí... Sí, es una... una agradable coincidencia.
Bill Larson, sin pronunciar palabra, alzó sus magnéticos ojos al cielo.
—Forrester —anunció tras un silencio—, si desea llegar a Flagstaff antes de que oscurezca para pasar allí la noche, y si no le importa viajar en mi compañía, le sugiero que se ponga en marcha.
Jim, alzándose de tierra, hizo un gesto de fingida satisfacción que no le salió nada bien.
—¡Por supuesto que no me importa! Uno... Uno se aburre viajando solo por esos senderos. Incluso podemos sernos de utilidad mutuamente en caso de peligro...
—Los peligros, amigo Forrester —le cortó el imponente sujeto de negra indumentaria, clavando en él la más penetrante mirada de sus escrutadores ojos verdes—, no me preocupan en absoluto. Y suelo hacerles frente yo solo.
—¡Sí, sí..., claro, naturalmente! Bueno... no ha sido mi intención molestarle.
—No me ha molestado.
Hubo un fugaz silencio.
—Esto... —tartajeó Jim Forrester, que a cada segundo que transcurría la imagen de cinco mil dólares con «alas» cobraba mayor fuerza y realidad en su mente—, prepararé mis cosas para emprender la marcha. ¿Y... Y su caballo, señor Larson?
Bill sonrió.
—No hace falta que me llame «señor». ¡Ah! Y para aclarar las cosas desde un principio, amigo Jim Forrester, sepa y entienda que no soy ningún salteador de caminos. Puede estar absolutamente tranquilo y convencido de que no voy a robarle un centavo. Le vi desde el camino cuando cruzaba frente al arroyo y despertó mi curiosidad. Por eso me he acercado. Es todo, amigo. Mi caballo está en el linde del bosque. Le aguardo allí.
Forrester, pasándose el dorso de la zurda por la frente, asintió:
—En seguida me reúno con usted, Larson.
Así fue.
Pocos minutos más tarde, Jim y el enigmático jinete de oscura indumentaria, cabalgaban uno junto a otro al paso de sus respectivas monturas.
Dos cosas sorprendieron enormemente a Forrester.
Una, el hecho de que recorrieran el trecho que les separaba de Flagstaff sin que su improvisado compañero despegara los labios apenas dos veces, y ambas, para efectuar triviales e intrascendentes comentarios.
Otra, el que no le formulara una sola pregunta con respecto a los motivos que le llevaban a Winslow. Y mucho menos que hiciera el menor amago de agresión o robo.
—Ya estamos llegando —dijo el jinete de negra vestimenta, tras un largo paréntesis de silencio, señalando la vía del tren.
—Sí, sí, es cierto —cabeceó Forrester, más confiado ahora—. Cuando rebasemos la estación ya estaremos en Flagstaff.
Era aquél un poblado de escasa importancia. Tras el apeadero, donde se detenía un tren cada siete días, se iniciaba la calle más grande, la Mayor, como la llamaban, salpicada de construcciones de tablas deficientemente unidas, que componían el núcleo principal de casas.
Destacaba el edificio de Correos y Telégrafos y la oficina de la «Sell Wargo & Co Express».
Algunos tabernuchos de mala muerte y una sola posada, sita en la calle más grande.
La posada del tío Tulli, como en Flagstaff la llamaban.
Frente a ella desmontaron los dos jinetes sin intercambiar nuevas frases.
Un viejo quinqué que colgaba del soportal, arrojó sobre ellos una mortecina y amarillenta mancha de oscilante luz.
Se adelantó Larson, luego de que hubieron sujetado las monturas a un poste vertical, para empujar la puerta de sucios cristales.
Y sólo aparecer su impresionante silueta en el interior del local, se registró una pequeña conmoción en la mesa más cercana a la puerta.
Un tipo se puso en pie.
Con el rostro pálido, demudado.
Tembloroso el cuerpo.
Muerto de miedo.
* * *
Era pelirrojo. De alborotado cabello. Larguirucho y desgarbado.
—Te dije hace un par de semanas que no quería tropezarme de nuevo contigo, Axel.
Los que hasta entonces estuvieran sentados a la mesa en compañía de Axel Forsberg disputando una partida de poker, saltaron de las sillas huyendo hacia los rincones más próximos.
Jim, detrás de Larson, se quedó inmóvil.
El pelirrojo engulló una buena dosis de saliva.
—Yo... —articuló con voz cortada, asomando sus ojos de sucio azul al borde de las cuentas—. Yo... «Silencioso», te juro..., ¡te juro que ignoraba que pasarías por aquí!
Bill Larson, a quien en muchas partes se conocía por el sobrenombre de «Silencioso», separó ligeramente sus arqueadas piernas.
Apoyó la palma de la zurda sobre la brillante cacha de su «45».
—Algo está gritando en mi interior —pronunció con un tono helado, sin matiz, que sonaba a sentencia—, cobarde y tramposo Axel Forsberg, que debería matarte ahora mismo.
Que a un hombre le llamaran cobarde y tramposo sin que hiciera el más ligero ademán de responder a los insultos como solía contestarse en aquella región, era señal inequívoca de cobardía, o evidencia de que su antagonista le imponía hasta el extremo de inmovilizar todos los músculos de su cuerpo.
Lo cierto es que el pelirrojo de alborotada cabellera siguió en pie, enhiesto, con la suela de las botas clavadas contra el entarimado.
Sin moverse.
—«Silencioso»... —acertó a hilvanar finalmente—, no..., te lo suplico, ¡no me mates! Me marcharé ahora mismo y te juro que no volverás a verme... ¡Te lo juro!
Bill Larson, mirándole con una fuerza de penetración auténticamente estremecedora, movió los labios con lentitud y brotó de ellos su voz clara, firme, sentenciosa, pronunciando:
—Vete, Axel. Ahora. Y pide a Dios que no te cruce de nuevo en mi camino. Sería fatal para ti. ¡Rápido!
—Sí...
Recogió unos billetes y un cartucho de monedas que estaban sobre el mugriento tapete que cubría la mesa y con paso torpe, vacilante, se dirigió a la puerta.
De cara a Larson, con su mirada sucia prendida en los ojos verdes del hombre de negro. Como hipnotizado. Igual que el débil pajarillo que no puede sustraerse a los ojos de la serpiente hechizadora que sabe va a devorarlo.
Trastabillando pasó frente al «Silencioso» y se dio de bruces contra Jim Forrester, quien se apresuró a dejarle paso.
Se oyó el estrépito de la puerta al cerrarse.
—Sigan jugando, muchachos. No ha ocurrido nada. Simplemente les he librado de la presencia de un tahúr tramposo.
Nadie objetó una palabra.
Forrester atrevióse a preguntar:
—¿Se... Se conocían?
—Por supuesto —repuso Larson, escueto—. En Phoenix, hace algún tiempo, Axel desvalijó a un pobre colono valiéndose de su extensa gama de trampas. Presencié la partida. Al final «convencí» a Forsberg para que devolviese el dinero que había ganado ilegalmente, advirtiéndole que no me gustaría tropezarme otra vez con él. Y eso precisamente sucedió quince días atrás en Campo Verde. Axel había arruinado a la mitad del pueblo, con sus trampas de costumbre, y se disponía a «pelar» al resto. Fue providencial mi llegada. Le obligué a reintegrar lo robado, luego de golpearle duro, asegurándole que nuestro próximo encuentro sería el último— sonrió granítico antes de agregar—: No he querido matarle porque sólo se trata de un cobarde tramposo.
Forrester procuró sonreír y expresarse lo más halagador posible.
—Es... Es usted un hombre justo, Larson.
—Trato simplemente de estar en paz con mi conciencia.
—¡Oh, sí, claro! Entiendo. Ahora..., si usted no tiene inconveniente, trataré de que Tulli me dé habitación. Estoy... Estoy cansado, de veras.
Bill Larson, avanzando hacia el interior del local, cuyos concurrentes habíanse reintegrado a la normalidad, musitó:
—Perfectamente, Forrester. Mañana le espera una dura jornada. Que descanse.
Y propinándole una suave palmada en la espalda, Larson se alejó hacia una mesa solitaria, aislada, que se encontraba al fondo, en la derecha, en la conjunción de los resquebrajados tablones que formaban el ángulo entre dos paredes.
Jim Forrester, suspirando quedamente, avanzó hacia el mostrador.
—¡Eh, Tulli!
Se llamaba Tulio Capelli, era italiano, inmigrante cuando aquello del oro... Habíase quedado con una mísera cantina en Flagstaff, sin oro ni sueños... Le llamaban Tulli.
Feo.
Tulli era horrorosamente feo.
Tenía toda la cara de una foca, bigote de caídas guías incluido, con dos ojos que miraban cada uno a distintos extremos, con una boca pequeña,, asquerosa, de labios que recordaban a un caníbal africano. Tampoco podía decirse que tuviera buen tipo, porque amén de bajo, rechoncho, de tórax hundido y vientre adiposo, era patizambo
No.
Tulli, desde luego, no se había casado. Documento fehaciente e inequívoco de que hasta el «hambre» de marido atendía a unas normas y reglas bastante respetadas.
—¡Hola, Jim! —Tulli se agitó como un asado de manteca—. ¿Qué te trae por acá?
Se conocían debido a que Forrester, con cierta frecuencia, efectuaba viajes a Winslow y a Denver, este último en Colorado, para cumplimentar encargos del señor Teller, director en Prescott de la sucursal del «Banco Agrícola y Ganadero Parkington», cuya central se ubicaba en Denver.
—Voy de paso hacia Winslow.
—¿Como siempre...?
—No —negó Jim—. Esta vez se trata de un encargo del señor juez. Bueno, en realidad soy portador de aciagas noticias.
Tulli, más que curioso chafardero, se inclinó hacia delante, compuso la peor de sus torcidas miradas y preguntó con desmedido interés:
—¿De qué se trata, Jim, de qué se trata? Ya sabes que soy un prodigio de discreción, ¿eh?
—Antes, sírveme una cerveza.
Espoleado por la curiosidad, Tulli le sirvió de inmediato.
—¿Y ahora...?
Forrester paladeó el líquido de dorada espuma y, tras limpiarse los labios con la manga de su camisa, dijo:
—Voy a comunicarle a una bella jovencita que se ha quedado viuda antes de casarse. Se llama Pamela y reside en Winslow. Claro que, en compensación a la pérdida de su futuro marido, le llevo cinco mil dólares.
—¡Sopla! —silbó el cantinero, pasándose ambas manos por su reluciente y pelada cabeza. Agregando con una lividinosa sonrisa—: ¿Sabes, Jim...? ¡Vale la pena quedarse viudo a cambio de la herencia! ¡Ja, ja, ja, ja!
Luego de corear con una estridente risotada su propio y desagradable chiste, Tulli fue hacia el otro extremo del mostrador para atender a un nuevo cliente.
Jim Forrester, mientras apuraba el resto de la cerveza, tuvo, de súbito, la certeza escalofriante de que un inminente peligro le amenazaba.
Y tan intenso fue el angustioso presentimiento, que por instinto, volvió la cabeza.
Lo vio, sí.
Y un latigazo de aire helado fustigó su cuerpo haciendo que se estremeciera.
Fue una fracción de tiempo fugaz, diríase que inexistente, que no llegó tan siquiera a alcanzar un segundo.
Pero lo vio.
Uno de los tres individuos que estaban jugando en la mesa vecina que hasta entonces quedara a su espalda.
¡Era Jack Frazier!
No podía equivocarse. Allí, tras él, se encontraba el gun-man de fríos ojos azules tan temido por el pueblo de Prescott. Y le acompañaban sus inseparables Jess Kersey, Merril Ison... ¿Qué estaban haciendo allí?
Trató de ahogar sus temores, pensando que nada malo podían hacerle a él. A Jim Forrester, ayudante del juez, enviado por éste a Winslow. No. Nada podían hacerle. Porque el señor Aston dispoma de un poder muy superior al de Frezier. Sí, muy superior.
No obstante, ¿qué estaban haciendo en Flagstaff aquellos tres hombres del señor Henrickson? La gente... La gente decía que eran tres pistoleros, tres malditos pistoleros. Pero lo decían en voz baja, queda, ahogada.
—¡Eh, Jim, estás blanco! ¿Qué diablos te ocurre?
Forrester viose sobresaltado por la exclamación y presencia del cantinero.
—¡Maldita sea tu estampa, Tulli! ¡Uf! Menudo susto me has dado. ¿Qué dices...? ¡Oh, nada, nada! No me ocurre absolutamente nada.
Hablando, Jim, por el rabillo del ojo, captó la presencia de su improvisado compañero de viaje, Bill Larson, «Silencioso», acodado en la mesa del fondo, sombrío, severo, fruncido el ceño, hosco su aspecto.
Extraño tipo aquel Larson, sí. Muy extraño.
—¿Te pongo otra cerveza, Jim?
—No, no, ya he calmado mi sed. Dame la llave de mi habitación... La de siempre, si puede ser. Estoy cansado del viaje.
—Sí, claro. La de siempre.
Forrester recogió la enorme llave que le entregaba el repulsivo Tulli y desapareció, presuroso, inquieto, por una puertecilla situada a la derecha del mostrador.
Ya en su habitación, después de haber cerrado la puerta, se ocupó de atrancarla con las dos sillas que había a los pies de la cama.
Luego, seguro de que había tomado cuantas precauciones estaban al alcance de su mano, se tendió encima del catre sin desnudarse.
Fue hundiéndose lentamente en el manto oscuro de un sueño denso, pesado, pleno de mortal angustia, de aterradora congoja, por el que desfilaron extrañas, horrendas imágenes.
Unos ojos surgieron repentinamente de la oscuridad. Eran verdes, fulgurantes, inquisitivos. Vivos en un rostro broncíneo de acusado mentón, de labios gruesos, sensuales... Verdes, sí. Con un enorme iris de chispeante profundidad, de inaudito fulgor..., como el de aquellas sagradas estatuas del misterioso oriente.
De improviso, la verde tonalidad sufría una radical mutación.
Ahora, las pupilas eran azules.
Translúcidas.
Plenas de malignidad, frías, duras.
Y debajo de ellas unos labios de rictus sádico reían, reían, reían, reían...
—¡NOOOO!
Jim Forrester saltó de la cama restregándose los ojos desesperada, furiosamente.
Un suspiro de alivio huyó de su garganta al comprender que sólo se había tratado de una pesadilla.
Se dijo que con los primeros albores del nuevo día reanudaría el viaje hacia Winslow.
Era grande, enorme, la prisa que le acuciaba por llegar al pueblo y cumplir el encargo del señor juez.
Luego, sin duda, se sentiría más tranquilo.
Recostóse en el camastro, pero ya no consiguió conciliar el sueño.
Mejor.
Antes partiría.