10

FUERON seis o siete veranos. A tu madre le convenían los aires marinos después de un parto difícil. Ellos y tu inconsciencia de cachorro indefenso pasasteis largas temporadas en una habitación alquilada a las afueras de un pueblo de pescadores. Te llegan semillas de recuerdos: la casa tenía dos puertas; la duefta era conocida como señora Dolores; una sopera humeante presidía comidas y cenas. Has llegado a ver fotos de tu hermano con una gorra sudista de visera acharolada jugando con una perra que se llamaba Selva. Por las mañanas, un sonido seco se repetía y te despertaba: alguien estaba cortando leña. Un camino lleno de piedras descendía hasta la carretera; cruzabais al otro lado con precaución entre un torbellino multicolor de bolsas, flotadores y toallas. Una pista asfaltada entre maizales conducía hasta la playa, anchísima, en el mar abierto.

—Ponle Nivea al pequeño.

—Se está llenando la cara de arena.

—Que no se acerque a la orilla ni en broma.

—¡Carlos, no te lo repito más! Tienes que esperar dos horas antes de bañarte.

Extraños se acercaban al parasol y sus grandes caras sonreían. Una gran pelota roja y azul se alejaba con largos y lentos botes que apenas rozaban el suelo.

Otro camino iba aproximando casas de campo con jardines frondosos y cabezas que os observaban con curiosidad desde galerías acristaladas antes de ajustarse las gafas y volver a interminables labores de costura. Una calle recta, flanqueada de casas idénticas de un solo piso, blancas y verdes, con tejados de pizarra, desembocaba en el paseo marítimo. Descenso vertiginoso de zigzagueantes bicicletas y sonidos de timbres cruzándose, una larga barandilla de hierro y bancos de piedra, el muelle, barcos de pesca rojos, azules y verdes, el mar. En un extremo de aquel paseo, junto a una precaria construcción de cañas y cemento comida por el salitre desde donde llegaban las sucesivas canciones de moda y el tintineo disonante de una hilera de máquinas de millón, se podían ver los delfines. Tu hermano quería verlos cada tarde.

No aparecían siempre y aquella diaria contribución a la felicidad de tu hermano se fue convirtiendo en un fastidio. No os podíais mover de allí hasta que una intermitente procesión, súbitos arcos en la lejanía, apareciese en el horizonte. Una tradición mantenida por su insistencia, una cabeza con ojos atentos devorando una bolsa de patatas fritas que no siempre llegaban a la boca y le manchaban la cara de aceite. Paseantes curiosos (orondos divertidos, barbudos parlanchines) se sumaban a la estrecha vigilancia.

—Hoy no aparecen.

—Dicen que los vieron ayer por la mañana.

—¿Y son buenos? ¿Son como Flipper?

Que tú recuerdes, saltaban en el horizonte la mitad de los días, la elegante cenefa, y el hecho de que hubiera actuación o no, y su duración, lo que de verdad te importaba, contribuía a endulzar o encabritar a tu hermano las horas siguientes, el aperitivo de tus padres en el bar de carretera con un letrero de Schweppes, hasta que un velo de paz, de nervios o de cansancio rodeaba la sopera humeante, la noche y el sueño.

Un verano, dos veranos, tres veranos, fueron seis o siete veranos. Durante el último de ellos, un recuerdo pleno y redondo. Continuaba la misma tradición, el mismo trayecto de las tardes hasta el paseo marítimo, el mismo tintineo de las máquinas de millón, distintas canciones de moda. Pero los delfines no aparecían. Algún curioso afirmaba que no se les había visto en toda la primavera, ni en las primeras estribaciones del verano. Tu hermano se puso imposible.

—Está imposible.

Eso era lo que decía tu madre, mientras tomaban el aperitivo, los coches pasaban junto al bar de carretera a velocidades supersónicas y tú intentabas esquivar el más ligero pensamiento del «imposible» por hacerte presa fácil de su «imposibilidad».

Una semana, dos semanas, tres semanas. Llegaba septiembre y fue en uno de aquellos últimos descensos hasta el paseo marítimo cuando dejaste de entender. Dejaste de entender porque no sabías qué preguntar. Tu hermano estaba atento al horizonte. Ya era mayorcito.

—Hoy tampoco —era su escueto comentario.

Entonces, uno de los curiosos habituales le guiñó un ojo a tu padre, señaló con decisión el horizonte y dijo:

—Allí están. Por fin, por fin…

Tú no veías nada.

Tu padre te levantó del suelo y lanzó la exclamación:

—Mira, mira, cuatro, cinco, seis…

—Sí, fíjate, fíjate… —dijo tu madre.

Tú no veías nada. Y Carlos seguía chupando muy despacio el polo de chocolate que había sustituido las patatas fritas. El curioso habitual, tu padre, tu madre y dos señoras que siempre pasaban cogidas del brazo apuntaban al horizonte. Carlos dejó de comer. Adelantó la cabeza por encima de la barandilla.

—¡Qué grandes! —decían todos.

Que encima fueran grandes ya era mucho suponer.

—¿Los ves, Carlos?

—Sí —fue su respuesta—. Ya los veo.

Tus padres comieron tranquilos su aperitivo en el bar de carretera. Cada día se hacía de noche más pronto. Alguien encendió el letrero amarillo de Schweppes. Pasaron cuatro, cinco o seis coches. Carlos no volvió a mencionar los delfines nunca más.

—No puedes dejarlo. Es entonces cuando te asustas de verdad…

Ignacio estiró las piernas para que la espalda se deslizase por la pared de madera astillada; sentía un lejano alivio en las aisladas punzadas del roce. Fuera amanecía con una cadencia oscilante. Escuchaba el grito de las gaviotas, y lo único que se le ofrecía a través de una rendija que dejaban los tablones eran figuras semejantes a cuervos y su graznido, rezagos de la noche que aún corrían, daban vueltas y formaban extraños cuadros, una diversión que ya sólo entendían ellos; un macabro ballet en una playa horadada por la huella insegura de noctámbulos menos tenaces. El rumor del mar, manso y monótono, era a veces una caricia, la reunión de sonidos queridos, un tapiz ondulado que se deshilachaba de pronto para convertirse en un insistente quejido de sepultura. En esa inestabilidad de las sensaciones tenía mucho que ver el cansancio, la resaca, el relato inconexo sobre partidas que duraban horas y la estrechez de la caseta, llena de un vapor de salitre y sudor al que sólo ventilaba de tanto en tanto un movimiento fatigado o las palabras.

Carlos había dicho:

—Cogemos un taxi. Nos vamos hasta Masnou, no vaya a ser que nos enganchen por lo de esta tarde…

—¿Quién?

—Cualquiera. ¿Te crees que la gente no pone denuncias? ¿Te crees que la gente no habla? Y nuestros amiguitos que… —voz de doblador sudamericano—… han puesto presio a mi cabesa. Lo dicho: nos vamos a Masnou y luego a ver a la Bonita. Por lo menos a ésa la conoces bien.

El gesto interrogante que Ignacio dio como respuesta ya empezaba a parecerle una especie de truco.

—Silvia, la Bonita.

El gesto de sorpresa lo tenía menos ensayado.

Tenía ganas de ver a Silvia y despedirse, pero también deseaba volver a casa y ultimar los preparativos de su marcha. De ningún modo: la vuelta a la normalidad, tan sólo su pensamiento, no hacía más que empujarle a una desasosegante zona oscura. Se lo había dicho a Carlos, y él, que parecía instalado desde mucho tiempo antes en esa irrealidad, había tenido un espléndido motivo para otra de sus peroratas en las que no parecía hacer mella ni el cansancio, ni la resaca, ni la vergüenza de la reiteración. Ignacio se dejaba llevar.

—… si vas a casa, donde vayas, sabes que te vas a meter en la cama y sabes que aunque no puedas pensar vas a pensar en que te mueres. Una palabra, la más tonta, se vuelve enorme en la cabeza y te vuelves loco. Por eso pasas la aduana. Bueno, por eso y para seguir jugando.

—¿Eso es la aduana?

—Cuando estás en una partida más de un día. Se ha acabado la electricidad. Vuelas, ganes o pierdas. Es ese momento en que piensas en las cosas que hiciste mal desde el bautizo y sabes que sólo tienes que levantarte de la silla. Pero ahí llegan las cinco cartas y no te levantas. Y ya no piensas. «Todo es ritmo», decía Chester. Ganes o pierdas. Nada volverá a ser como antes. Es como cuando eres pequeño y saltas de una roca a otra. Y la otra roca te parece que está demasiado lejos y estiras las manos y dices «no llego», pero ya has estirado todo el cuerpo. En ese momento, cuando parece que te dejas caer y das el salto, es cuando estás pasando la aduana.

Carlos clavó la vista en la puerta con lo que parecían unos ojos llenos de desafío. Se oyó la sirena de un barco pesquero.

—¿Un pesquero? ¡Qué raro…! Hoy es domingo. Hace calor. Como todos los domingos. Calor y no saber qué hacer. Bueno, eso los demás… —Carlos cogió el disco de Chester Winchester y empezó a abanicarse, los dedos con las extrañas cicatrices engarfiados en el borde de la tapa. Se detuvo. Contempló la portada del disco y de repente pasó el tiempo, sin un pensamiento ni una alteración, hasta que Carlos miró a Ignacio, que a su vez le miraba.

—Venga, vete a casa —le dijo.

—No puedo irme.

Carlos recostó el disco sobre las piernas dobladas. Sacó el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo tras ofrecerle otro a Ignacio. Ignacio sintió la mirada de Carlos, mientras crepitaba la punta del pitillo, más materia que nunca, diáfano en su contorno, magnético en su tacto y con la tentación del extremo ardiente. Alzó la vista y creyó ver lo que parecía una mirada cruel. «Me equivoco», pensó, «me estoy equivocando. Simplemente algo le duele y no sabe componer un gesto.»

—Haz lo que quieras. —Una pausa, un suspiro—: Te obsesiono, ¿verdad? Tienes algún agobio conmigo.

—Ya no. Pero durante un tiempo… Hacías lo que querías y… No sé explicarlo.

—Pues no te agobies, que ya ves. Chester —señaló el disco— sí hacía lo que quería. Pero ése…, Me dijo que cuando era joven apareció en una película y todo el mundo le palmeaba la espalda. Entonces se lo creyó y se fue a Hollywood. Así, como te lo cuento. Como un loco. Allí nadie le hizo puto caso y no tuvo más remedio que buscarse la vida. Nada. Y a seguir buscándosela. Hizo de todo y como, además, el tío burlaba, pues a jugar. Yo le conocí en Madeira. Una vez que estuve allí seis meses. Me contaba algunas cosas de su vida, pero nunca te podías hacer idea de cómo había sido. Principio, la mitad y fin, quiero decir. —Carlos dejó de realizar los tajantes ademanes que subrayaban lo impreciso de la biografía. Luego dijo—: El fin, desde luego, ya lo sé. Se suicidó en Las Vegas. Demasiadas aduanas.

—¿Y cómo lo sabes?

—La O.I.B. La Organización Internacional de Burlangas. Siempre te encontrarás a uno que te dé la vara con una historia y siempre acabarás conociendo a uno de los protagonistas. Me contaron que un enano español, porque al final resultó que era español, claro, se había suicidado en Las Vegas. Que alguien se suicide en Las Vegas no es novedad, por lo visto. La novedad es que sea enano y que se suicide después de ganar. Iba ganando, tío. Por allí gastan, o gastaban, unas chaquetas que se llaman Las Vegas Winner. Son de colorines, como las de Elvis. Tienen unos bolsillos interiores muy profundos para que ningún descuidero te meta mano en las ganancias. La leyenda es ésta: nadie había llenado nunca los putos bolsillos de una Las Vegas Winner con ganancias. Hasta que llegó Chester. Noches y noches sin dormir. Y ganando. Contra los grandes: Big Sid Wyman de San Luis, Tommy Hargan de Chicago, Maxie Welch de Dallas. Y Chester Winchester que ha salido de debajo de una seta gallega. Y Chester gana, gana y gana. Y sale un rato para distraerse, se pone a jugar a los dados y gana, gana y gana. Y prueba con el black jack. Sin memorizar las cartas, sin método, sólo para suavizarse, y gana, gana y gana. Vuelve a la mesa de póquer y gana, gana y gana. Y como encima era enano, acabó llenando los bolsillos de su Las Vegas Winner. Pero ya no pudo dormir nunca más. Había roto el tiempo, tío. ¡Bum! Lo había destrozado. El tiempo ya no tenía ni gusto ni olor. Había tocado… había tocado lo eterno, tío. Había engañado a Dios. Y era Dios en ese puto infierno en la Tierra. Las cartas y los dados y la ruleta brillando. Era tiempo, tío. Había roto la barrera del tiempo sin dejar de ganar. —Carlos tomó aliento—: Las Vegas, quisiera que lo entendieras.

Ignacio no entendía. «¡Qué pena!», pensó. Se puso a reír. Y dijo:

—Lo entiendo.

—Entonces ya no hay nada más que hablar.

Fuera había cambiado el panorama. Individuos de ambos sexos correteaban por la orilla embutidos en relucientes prendas deportivas. Alguien instaló un parasol. Demasiados colores. Demasiada luz.

—Anda, vamos. Tengo que llamar a Silvia. Se va a poner contenta, la Bonita.