5
A mediados de abril volvió a tener noticias de Carlos. Sonó el teléfono y Rosaura fue a cogerlo. Desde hacía unas semanas, y cuando se quedaban solos, Ignacio y Rosaura jugaban a cartas en la larga mesa de la cocina entre hervores y pausas para los quehaceres culinarios. Ella le había enseñado un juego de su tierra que consistía en deshacerse, con métodos que a Ignacio aún le parecían un tanto herméticos, de un mazo de veintiséis naipes. Concentrada en el juego, Rosaura movía con rapidez sus dedos mulatos, rollizos como salchichas calientes, entre los diversos montones, mientras murmuraba palabras ininteligibles. Rosaura parecía una santera. Rosaura le dejaba sin semanada.
—Nació, la señolita Cala lapalato.
Ignacio se dirigió al teléfono intentando descifrar el nombre femenino mencionado por Rosaura y recordar las cartas, muchas, que aún le quedaban en su mazo.
—Muy buenas. Me estoy comiendo una galleta de limón. Oye, ¿qué le pasa a mamá en la boca?
—Es Rosaura, la chica. Ellos están fuera.
—¡Caray…! ¿Te parece que quedemos? Vamos a cenar a casa de un amigo y luego nos corremos una juerga.
Su hermano parecía no acordarse del plantón de hacía unos meses; además, no creía que le llamara por un motivo que no fuera aprovecharse de él de la forma más ladina posible.
—Venga, va. Ya sé que un día no me presenté. Estaba pasando la aduana.
—¿Qué es eso?
—Ya te lo explicaré. Estoy en el bar del Paralelo donde quedamos siempre. Tú tarda lo que quieras que yo no me muevo.
Ignacio se dirigió al lugar de la cita envuelto en dudas. Ese sábado, como tantos otros desde la fiesta de Vicky, no había quedado con nadie. Se limitaba a esperar su marcha a Los Angeles, ultimar algunos detalles con un transoceánico Mr. Wilkins de cuyo tableteante discurso entendía la mitad de la mitad, acudir a sus clases de inglés (idea sugerida por las originales conversaciones con el invisible Mr. Wilkins), rechazar invitaciones a la reconciliación con su antigua novia que llegaban a través de mediadores (después de hacer daño, Arnau debería haber partido con muy buenas palabras y barrocos gestos hacia uno de aquellos lugares místicos y lejanos), holgar y fingir, fingirse, que trabajaba en el proyecto que habría de dinamitar las puertas del éxito americano: «Fandango.» Lo que tarda uno en descubrir que es idiota, pensaba a veces; aunque también sabía que el asco que le daban aquellos planos a medio dibujar era producto de una desidia mental previa, la facilidad de ser correcto y mantenerse ahí, al amparo de malos momentos y aplaudido por todos, rechazando la duda y el negro horizonte de lo insano.
¿Por qué tenía miedo y por qué cuidaba sus miedos? Era un asunto de proporciones. La cuadratura del círculo. El orden básico del cosmos. Trabajar en un orden proporcional a la medida de tu capacidad como existen estrictas disposiciones entre la unidad y el todo a la hora de diseñar aquellos edificios que, esperaba, algún día cualquier constructor adiposo, cualquier millonario a la moda, ordenaría levantar. Ignacio recordaba con una extraña mueca, aunque sólo eran unas pocas gotas en la probeta de la memoria áspera, cómo se había interesado con fenomenal júbilo por la cuadratura del círculo en sus primeras clases de facultad. Lápices afilados y cuadernos vírgenes, yupi, yupi. Aquellos ilustres apellidos a los que atribuía una estampa rigurosa, una mirada feroz en la galería de retratos, y una manera de trabajar aguda, limpia, inspirada: Crane, Groot, Behrens, Lawericks, Wagner. Se empapó del espíritu proporcional como quien comulga con una nueva religión. Esos eran los adjetivos: agudo, limpio, inspirado. Sólo quedaba dar brincos por la calle proporcionando proporciones proporcionales a ladrillos y almas. Unas semanas de adolescente frenesí hasta que topó con el folleto «Solución a la cuadratura del círculo». Lo firmaba el profesor E. S. G. Todas las tragedias deberían titularse con iniciales.
Una portada de realismo casi soviético, pero llena de alegres colorines: rascacielos inclinados, fábricas por estrenar, el gancho de una grúa. Progreso. Faltaba el tractor. Vivacidad y alegría por el fenomenal descubrimiento, por la solución:
«Sólo Dios puede hacer el milagro de iluminar la mente de un hombre mediocre utilizándola como elemento transmisor de su divina sabiduría. Dios ha querido que fuese un español quien descifrara el recóndito y apasionante problema de la cuadratura, pues loemos a Dios y a nuestra amada España, que así se ve ungida por la gracia divina.»
Así se presentaba el buen hombre. Ignacio rió entre dientes. Se dispuso a leer la dedicatoria: «A la que fue y sigue siendo, dulce compañera de mi vida, Covadonga del Llano.»
Si con alma enamorada me diste amor y un aliento tras de la dura jornada vaya a tu triste morada la flor de mi pensamiento.
A continuación, el viudo alegre calculaba y calculaba de una forma un tanto dudosa y hasta tarambana para llegar a la apoteosis final: «He aquí, lector, la solución al problema que durante veinte siglos ha venido apasionando a los geómetras y hombres de ciencia del mundo entero. He aquí, por fin, y en letra impresa, plasmadas mis horas de vigilia en la ciudad de Sabadell, cuna de mi venturoso hallazgo. Benditos sean aquellos encerados de las aulas del edificio número quince de la calle de la Cruz, que se blanquearon para recoger el fruto fecundo de mis investigaciones. Bendito sea el 17 de marzo de 1945.» Y una nota: «Nuestro próximo folleto llevará por título “La cubicación de la esfera”.»
No hay caridad en quien descubre la amargura y ve proyectado su fantasma en un espejo circular y también cuadrado. Una cuestión de gracia, el peligro de trabajar solo y lo cerca que nos encontramos de la locura. De la locura ilusionada. Nunca debemos contar nuestros sueños, porque a nosotros también nos aburren los sueños y las pesadillas de los demás. Era una entrada a la cueva de la desilusión que durante aquellas primeras semanas universitarias Ignacio rechazó ayudado por su ímpetu, pero era una verdad que seguía sumergida y a veces afloraba.
En cuanto a su gran trabajo, a sus propias horas de vigilia en la ciudad de Barcelona, cuna de sus venturosos hallazgos, había encajado en sus bocetos, contra toda teoría propia, las que esgrimió con firmeza en el bar de la facultad meses antes, unos toques art—nouveau, dos torres alambicadas y exportables; después llegaron las cabezas de toro en pilastras que rodeaban la fachada y un as de oros en el frontón. No se podía decir que aquella acumulación de elementos fuese algo natural. Los pasmos ante el diseño de los naipes Heraclio Fournier tenían la culpa. El lápiz que colgaba en difícil equilibrio de su labio superior, caía. La frente se arrugaba. Se imaginaba a sí mismo como una rueda desinflada que aún seguía desinflándose.
También había calculado empezar otro proyecto que le atrajera en serio, algo que fluyera del suelo y diera la sensación de que siempre había estado allí. Era su momento, la hora de la verdad. Un agujero irreparable se abrió en su sentido del ridículo. Cualquier construcción, aun su plan, parecía el nacimiento de una muela del juicio, irreparable, doloroso y a la postre inútil. A él, lo había decidido durante alguno de los últimos insomnios, le gustaban las ruinas. Admirarlas y reconstruirlas. Por eso volvía de tanto en tanto a la casa abandonada.
Rodeada de un seto de casi dos metros, aquella casa había sido el primer síntoma que había tenido de un cambio tras «lo de la lotería». Sólo eran sonidos: una pelota golpeando el cordaje de una raqueta, risas y suspiros de cansancio que parecían anunciar alegría en la cena, twist en la playa, otro mundo tras un enorme cristal que alguna vez le sería dado cruzar sin violencia, una intuición de que la vida podía ser detenida y aprovechada justo en su momento. Una intuición remota. Y equivocada. Los habitantes de la casa eran los Codina. Y los Codina y sus actividades eran debatidas en el hogar de los Losada como si se leyeran titulares de periódico. «Los Codina estuvieron en la fiesta de los Grajal.» «Los hijos de los Codina estarán en Inglaterra este verano.» «La hija de los Codina se casa.» «Los Codina están arruinados.» «Los Codina se divorcian.» A Ignacio se le escaparon los pormenores del suceso por evidente falta de interés, pero no dejó de husmear entre los cipreses. Cuando todos se hubieron ido un boxer encadenado que, según imaginaba, ninguna de las dos partes quería, aullaba en los momentos bajos y tiraba con rabia de su cadena. En cuanto pudo soltarse, también se fue. El encargado de su alimentación, el portero de un edificio cercano, llegó un día y no vio a nadie, arrancó un par de lámparas del jardín, las metió en un saco de plástico amarillo y desapareció para siempre. Ignacio empezó a colarse en aquella ruina familiar y se paseó por la pista de tenis abandonada, pudo palpar la decadencia de la red y de las rayas blancas que limitaban el campo, cómo se llenaba la piscina de agua verdosa. En ocasiones, cuando exploraba aquel jardín, aullaba un teléfono en el interior de la vivienda. Se asustaba. Cuando volvía el silencio, sentado en los escalones de terrazo que llevaban a lo que había sido una amplia vidriera y, quizá, al salón que ahora permanecía clausurado por una rotunda persiana de madera oscura, se ponía a dibujar detalles de la casa y del jardín: los porches, la pista de tenis, la escalera de la piscina. Era su lugar de retiro. En diez años, nadie había comprado la casa y la única referencia acerca de la propiedad eran comentarios de su padre sobre la irresponsabilidad, el abandono y la salud pública. Ultimamente, Ignacio regresaba a los restos saqueados, la valla herrumbrosa volcada como un herido de muerte sobre la pista de tenis cuarteada, el terrazo corroído y la maleza demente de lo que fue un jardín; aún pensaba que el tiempo se podía seguir deteniendo, aunque fuera en soledad, que no tendría que irse a ningún sitio, ni quedarse, era sencillo pensar que las risas y el sonido elástico permanecían allí.
—¿Los Codina? Ni idea. ¿Dices que vivían al lado? Yo conocía a una Laura Codina que era un poco guarra, sí…
Mientras caminaban hacia la casa de un tal Orozco, su hermano daba muestras de una gran sensibilidad. Unos minutos antes, cuando intentaba indagar con preguntas que sonaran a vaguedades cuáles eran las verdaderas intenciones del encuentro, habían pasado por delante del piso antiguo. Ni una seña, ni una mirada. Aunque sus recuerdos eran remotos, a Ignacio le hubiera gustado apoyarse en un coche, fumar un cigarro y recordar cualquier anécdota, inventar una mentira común. Su hermano no había dado el menor indicio de reconocimiento, enfrascado en su monólogo.
—Es, cómo decirte, mi maestro. Bueno, no exactamente. Un socio maestro. Me enseñó algunas cosas y yo ya sabía unas cuantas. Era un jugador. Del tipo quemado, esos que se pasan la vida en los casinos y a veces ganan, pero siempre acaban perdiendo. Les gusta. Yo le di marcha y nos lo pasamos bien. Ahora está retirado. Se pasa la vida en el jardín, al lado del teléfono. Mira la televisión y participa en todos los concursos.
Y saca pasta, el tío, va sobrado. Eso sí que lo tiene, controla un montón. Bueno, eso y la invalidez permanente. Una deuda de juego con un pringado que trabaja en la Seguridad Social y le metió en las listas de matute.
En Pueblo Seco, tras subir una cuesta que a Ignacio le pareció interminable, llamaron a la puerta de una vivienda color hueso, un diminuto residuo de lo que debía de haber sido aquella zona muchos años atrás. Les salió a abrir una pareja.
—¡Ha llegado el Águila!
Él rondaba los sesenta años, tenía una barriga descomunal, los pies muy pequeños y un bigote que le hubiera hecho parecer un bandido mejicano si cierta flaccidez en la cara y unos ojos brillantes no dejaran entrever una cualidad de duende y un secreto y satisfactorio acuerdo con la vida. Ella era mucho más joven, rondaba los cuarenta, esbelta, parecía alegrarse de todo aquello que le alegrara a él; circulaba por los pasillos con el aire de ama de casa de un país nórdico, que hacía pensar en cocinas con electrodomésticos de avanzada tecnología y un concepto higiénico del sexo; sonreía a menudo y descubría unos dientes pequeñísimos y la cinta rosada de las encías; aquella concatenación de sonrisas parecía querer evitar una violencia oscura y misteriosa pero que se cree inminente. Ignacio pensó que la vida la había tratado mal y la seguridad y la armonía con las cosas que transmitía el hombre eran, por lo menos, un consuelo. Enseguida 'se arrepintió de haberlo pensado.
—Éste es mi hermano Ignacio. Es arquitecto, tío. Éste es Orozco y ésta es Carmina.
Orozco comparó escéptico los dos rostros como si cotejara el parecido de un paisaje con un cuadro.
—¿No ves que son clavados? —dijo Carmina.
—Desde luego, Águila, eres una caja de sorpresas.
Su condición de arquitecto, el supuesto interés que debía sentir por los interiores y exteriores de toda edificación, llevaron a la pareja a enseñarle su hogar. Un piso y un sótano exactamente iguales, un sistema de vida racional de cuya planificación Orozco no disimulaba el orgullo. Carmina sonreía. Vivían en el sótano en invierno y ocupaban la planta el resto del año. Idénticas habitaciones, idénticas camas gemelas, idénticos edredones estampados con rosas amarillas; floreros multicolores vacíos en la zona de invierno y también vacíos en la de verano; sillas en las que nadie se sienta nunca ocupando los rincones. No le enseñaron la cocina, ni el lavabo. Una casa sin olor; un orden glacial de hogar sin hijos. La visita concluyó en un pequeño jardín (hortensias y una higuera no muy cuidadas, una mata de hierbabuena) desde el que se oía ininterrumpidamente la máquina de discos de un bar cercano y las disputas ahogadas de sus merodeadores; libretas y bolígrafos en un velador, un teléfono portátil y una gran televisión indicaban que aquél era el «lugar de trabajo» del propietario. Cuando Ignacio estaba a punto de llorar por tanta tristeza, se sentaron algo apretados en el velador del jardín. Dos pollos al horno recién encargados, una fuente de patatas fritas y vino en porrón. La televisión con el volumen desconectado parecía una presencia más. Parejas de rostros intercambiables se sentaban, tan apretados como los comensales, en una tribuna ridicula. Cuatro morenos perseguían a un rubio entre calles, atropellaban a los indefensos extras, volaban bolsas de la compra; Ignacio echaba otro vistazo y el rubio perseguía a los cuatro morenos, patinaban los vehículos, un niño estaba a punto de ser atropellado. Orozco, mientras hablaba, solía dirigir la vista al aparato como si se viera arrastrado por un poder magnético.
—El vino me lo traen de Teruel. Y perdona, chaval, pero yo si no es con porrón es que ni pruebo el vino.
Orozco y Carlos no hablaban más que de las supuestas excelencias de la cena, se rieron de los lamparones que la inoperancia de Ignacio en el manejo del porrón habían hecho nacer y expandirse en la pechera de su camisa. Orozco contó que en tiempos había sido músico y su falta de talento le había hecho conocer muchas carreteras comarcales y acabar sus días en la profesión amenizando bodas y banquetes.
—Se come bien, te pagan regular y se hacen malas amistades. —Luego reía.
Anécdotas de aquel barrio. Desde las Olimpiadas, mucha delincuencia había cruzado el Paralelo y se había establecido por aquellas calles.
—Los únicos que nos enteramos somos nosotros, los pobres vecinos —parecía quejarse Orozco, pero luego se puso a reír. Y (Carmina también. Debía de ser muy gracioso estar informado de que puedes ser acuchillado con sólo bajar a la calle.
Alguna separación. Alguna defunción. Cierto cruce de miradas entre Carlos y Orozco hacía que las historias no llevaran de un asunto a otro; las frases se llenaban de puntos suspensivos. Cuando acabó la cena, Carmina recogió la mesa, besó a los presentes y advirtió a Orozco que no se acostara muy tarde. Ella se fue por ahí, riendo. Fabuloso. Las suposiciones de Ignacio, su compasión de niño pijo de safari, por los suelos. Al cerrarse la puerta de la calle, Orozco les guiñó un ojo, se adentró con un caminar pesado en la fronda de hierbabuena y hortensias y volvió con una botella de licor y una gran sonrisa.
—El asunto funciona así. Un chaval entra en el café de un pueblo. Tienes que imaginarte al chaval y tienes que imaginarte el pueblo. Bien peinado, bien vestido, cocodrilo en el pecho, sus gafitas, tímido. Ése es el chaval. El pueblo es uno de esos donde hay dinero, que suelen ser feos. Esos que tienen almacenes pintados de plata sucia en las afueras y montones de camiones de doble remolque en los bares de carretera. Ahí hay dinero. Un problema. Quien más y quien menos se conoce. Pero ay, amigo, no se conocen tanto como ellos creen: o se tienen un odio que ni te lo cuento…
Orozco dio un trago, se ajustó el enorme estómago sobre el cinturón, aumentó el brillo de sus ojos, los proyectó sobre Ignacio, siguió hablando:
—Está bueno el coñac, ¿eh? Pues es de granel, aunque no
te lo creas, una ganga. Lo que te decía, se conocen porque si la familia de tal en la guerra no sé qué, si aquélla, o su abuela, vete a saber, se acostaba con fulanito, que si el hijo de éste es drogadicto y el del alcalde también. Si saludas y te han visto dos veces acabarán saludándote.
»Ya tenemos al chaval en el café. Comidas, carajillos y timbas de baratillo a la hora de la siesta, la humareda, la partidita. El chaval entra un día y otro día. Come despacio, le echa un vistazo al periódico, es educado con el dueño, no mira el culo de su hija, o lo mira de reojo, que ésos son los buenos partidos. Ya se sabe que en los pueblos la gente es abierta, son como pajaritos, vamos, y ya tenemos aquí al mirón del puro, el que nunca falla.
Carlos soltó una carcajada y se echó hacia atrás en la silla de lona para escuchar un relato que quizá había oído cientos de veces pero seguía haciéndole gracia. Orozco ladeó la cabeza y alzó las cejas, parecía un gesto de juego. Ellos sabían de qué se estaba hablando. Ignacio desconfiaba de aquellas señas como se desconfía de algo demasiado exótico; un paso atrás ante lo que no es del todo ajeno pero parece opuesto. Le hubiera gustado preguntar desde el principio adonde querían ir a parar, un indicio de que no era tan tonto como parecía, pero no encontraba el modo y prefirió escuchar y callar.
—Ese típico tío que nunca se gasta un duro, pero sabe más que nadie. «El que mira, calla y da tabaco.» Ese. Pues ese tío es un regalo del cielo, un cazatalentos. Un día el chaval cruza una mirada con él, el otro le dice que si se anima, que ya se debe saber de memoria el periódico y el otro sonríe así, como si ya conociera la astucia de los de tierra adentro. Si el otro le sigue preguntando le cuenta cómo se murió su gatito o una cosa parecida para que se calle de una vez. Ahora, y supongo que tú, Aguila, estarás de acuerdo conmigo, viene lo más difícil, porque todavía no hay emoción, es puro teatro y encima hay que aguantar a una cuadrilla de imbéciles. «¿A qué juegan?» —Orozco simuló una voz casi femenina, y enseguida una cavernosa—: «Julepe.»
—«Julepe, claro» —intervino Carlos con voz aflautada. Las palmas se juntaron en un gesto amanerado: el seminarista equívoco se dispone a entonar sus salmos—: «Me habían enseñado de pequeñito.»
Orozco volvió a reír con ganas. Estaba empezando una representación.
—Esa es tu especialidad, nen. Otro dice eso y le calan rápido. Bueno, ya tenemos al chaval en la partida. A estas alturas ya no hace falta decirte quién era.
—Tienes razón. Ese punto es difícil. Porque además hay que poner careto de primo, pero no demasiado. Vas jugando. Pierdes un poco, ganas un poco, pierdes más que ganas. —Carlos parecía haber tomado el relevo de la narración—, «Mi madre es de un pueblo de por aquí cerca, no sé, no me acuerdo muy bien. Se fue de pequeña a Barcelona. A ella no le gusta hablar de estas cosas.» «Ya, ya», te dicen, y tú no tienes ni idea de por qué te lo dicen, pero adelante con los faroles. Tienes que seguir con esa puta rutina cinco o seis días. Te ríes como un conejo con los chistes y vas explicando, poquito a poco. Eres ingeniero. «¡Oooh!», te dicen todos como si se les apareciera Cristo, mientras te pulen el dinero. Estás tanteando unos terrenos para una multinacional. ¡Antenas fuera! «No, no puedo decir el nombre. Es una posibilidad remota.» Más manos a ese juego de viejas. Tú yéndote siempre a tu hora. Un día pagas las consumiciones de todos, pero sólo un día. Y otro día te entonas un poco y miras con mayor franqueza el culo de la hija del dueño. Entonces te cuentan lo de las ferias.
—Que pronto habrá ferias y diversión —dijo Orozco—. La verdad es que podrías pedirles precio por sus hijas directamente. Son unos hijos de puta.
—Las ferias traen todo tipo de gente. Ricos y pobres, gente que va a negociar, gente que va a entretenerse, locos de la vida y una cierta clase de capullos. Representantes, comisionistas, toda esa ralea. Ahí tienes a uno, en la barra.
Ignacio estaba sorprendido. Orozco y Carlos parecían degustar la historia con una intensidad inusitada. Todo se ajustaba, todo giraba. Proporciones. La cuadratura del círculo.
—El típico gordo rompepelotas. Ese soy yo. Mi barriga, oro en los dedos, mis zapatos de rejilla y mis malos modales.
—Tampoco te tuviste que esforzar mucho.
—Y tú tampoco te pases.
—¿Sabes qué mote te pusieron?
—El «Tentetieso», me lo has contado mil veces. Pues Tentetieso. En el fondo es un halago, estaban despistadillos, los pobres. Ya me tienes ahí, dando la bronca. Comento el fútbol que echan por la tele y siempre tengo razón. Le digo al camarero, así, de colega a colega, que no hará mucha pasta con las partidas de peseta que se juegan esos agricultores, que el póquer y con horas por delante, que eso es jugar. En fin, le intento romper las pelotas hasta que se las rompo y me dice que en el piso de arriba unos señores suelen jugar con horas por delante.
—Y entra la fase dos.
—Un par de días o tres para la fase dos. Yo ya he subido arriba y he perdido algo. Me he puesto más serio, he ido conociendo a la gente, que si dos hermanos que trabajan con materiales para la construcción y están forrados, que si un guardia civil que pegó el braguetazo del siglo, que si el delegado de la caja de ahorros. Las fuerzas vivas, vamos. Juegan con dinero ganso, pero ganso. Y o tengo un defecto y estoy seguro de que los de las fuerzas vivas no me lo van a contar: juego demasiado, voy casi siempre, se nota que no quiero aburrirme.
—Es muy dinámico.
—Soy muy dinámico. Un cabrón dinámico.
—Yo, por mi parte, voy haciendo lo mío. Les explico a mis amigos del julepe que mis días en el pueblo están contados y que me voy al día siguiente. Y esa noche, hop, aparezco en el café con una castaña mediana.
—Son las ferias.
—Y hay que divertirse. Y ahora viene lo grande, la patada, el redoble de tambores.
—Lo improvisamos en el momento. Yo sabía que el Águila no me fallaría, que este chico es un tesoro.
—Entro, me apalanco en la barra y pido un whisky. A mi lado tengo al Tentetieso, que está mirando una película en la tele, mientras apoya el vaso en la barriga.
—Vete a… Una película. Y digo: «¡Qué buena estaba Ava Gardner!» Y ya estoy empezando a contar una historia que más o menos viene a decir que Ava Gardner y yo tuvimos lo nuestro.
—Y yo, que soy un pajarito que nunca digo una palabra más alta que otra, interrumpo: «Perdone, pero ésa es Rita Hayworth.»
—«Es Ava Gardner.»
—«Es Rita Hayworth, señor.» Yo, educado.
—«Es Ava Gardner. Me lo vas a decir tú, niñato.»
—Y ya tienes a todo el mundo pendiente de nosotros.
—Y le digo: «Estás un poquito verde, pero me parece que ya debes tener arrestos para jugarte diez mil pesetas a ver si es Ava Gardner o Rita Hayworth.»
—Y yo dudo, que para eso soy un poco carcamal, pero acabo aceptando.
—Y al dueño le falta tiempo para sacar una revista de esas que llevan la programación de la tele y decirnos que es Rita Hayworth. Él gana y le doy diez mil pesetas poniendo cara de gilipollas.
—Y yo me las guardo. Y al guardarlas saco un fajo de billetes que un niñato como yo no tendría que llevar.
—Me doy cuenta y todo el café se da cuenta de cómo me doy cuenta. Y luego, para no echar más leña al fuego y dármelas de buen perdedor, me presento y sigo con la historia de Ava Gardner, que si el tiempo confunde las caras, que si los toros, que si Chicote, que si cuando era joven me tendrías que haber visto tú…
—Nos tomamos un whisky más vendiéndole los detalles a todo el café.
—El niño ya empieza a estar borracho y yo soy un cabrón, no nos olvidemos. Entonces, así, como quien no quiere la cosa, le digo que me cae bien y que si sabe jugar al póquer.
—Yo le contesto que como Dios.
—Yo le pregunto al dueño que si no le importaría que el chico subiera esa noche a echar unas manos.
—Fíjate, Nacho. —Carlos levantaba los brazos y movía las manos como si estuviera a punto de clavar unas banderillas imaginarias—. Ése es el momento. Aquí ya estás flotando. Porque sientes detrás de ti a la gente del café, que no te quita ojo. Sabes que están pensando que alguien tendría que decir algo, que es una injusticia. Pero esa historia la estirarán hasta bien entrado el invierno. Se acerca el dueño, te mira como si te hubieran echado veinte años de talego, pero al muy canalla también le gusta comentar las jugadas y, así, no muy convencido, dice que seguro, que no hay ningún problema.
—Y cuando llegan los de los materiales de construcción, el del braguetazo y el de más allá subimos. Éste, se supone, con una taja importante, pero controlada.
Se hizo una larga pausa. Orozco y Carlos volvieron a intercambiar miradas secretas.
—¿Y?
—Pues que al amanecer tu hermano les había soplado un millón, o más, se despedía cordialmente y se iba. Yo me pongo como un energúmeno. Tu hermano se excusa. Los demás me dicen que me calle. Tu hermano se va. Y yo, ansioso, les pregunto a los demás si quieren seguir jugando. «Claro, claro…»
—Y en menos que canta un gallo, aquí, Tresmanos Orozco, el Tentetieso, les saca casi dos millones.
—No te vamos a contar la partida, aunque hubo dos o tres maniobras muy buenas.
—Estupendos.
—Aún se están preguntado qué pasó. Esa fue la primera vez. Tres millones en una sola noche.
—Sin pasar la aduana.
—¿Qué es la aduana? —preguntó Ignacio.
—¿Sabes una cosa, Aguila? Tu hermano parece uno de esos que sube al escenario cuando se lo pide un mago.
Hablaron durante horas. Ante las historias, y los comentarios que Orozco y Carlos extraían de ellas, a Ignacio se le fue olvidando que su presencia allí tuviera una oculta segunda intención. Sin embargo, todo era posible (por lo visto, el gran talento de su hermano era la improvisación), y esas mismas historias y aquellos comentarios hacían flotar en el aire la sospecha. Ignacio y Orozco seguían mirándose cada vez que uno ponía una ficha en el rompecabezas que iba componiendo el relato. Lo que Ignacio no sabía era qué imagen tendría el rompecabezas completo; daba la impresión de que en algún momento alguno de los dos mencionaría algo o a alguien que llevaría la conversación hacia otros derroteros. Se acabarían los puntos suspensivos, las risas que camuflaban información, los sorbos de coñac.
Carlos y Orozco se habían conocido cuando su hermano repartía tarjetas de propaganda de una tienda de empeño en las puertas de un Monte de Piedad.
—Por las mañanas, en la acera de sol, un agobio.
Una mañana se encontró con Orozco, mirando la puerta con su habitual gesto de serenidad, y le tendió una tarjeta. «Compro Oro—Joyas—Muebles.» Orozco le pidió que le acompañara hasta allí y hablaron. Orozco le preguntó si estudiaba, si hacía aquello para ganarse un dinerito, todas esas cosas, y Carlos le contó que era huérfano.
—Sabía que no lo eras, sino que habías decidido serlo. Me pareció una cabronada, pero no una gilipollez.
Le hizo un par de preguntas sobre la tienda, cómo se llamaban los que manejaban los asuntos, y él le contestó con vaguedades. Finalmente, Carlos le dijo que no hiciese el primo, sabía otro lugar donde le pagarían más. Orozco rió y le propuso que empeñara las joyas por él. Luego Carlos se enteró de que eran ganancias de juego y la cara del músico bastante conocida. La operación se repitió varias veces y Carlos se llevaba una pequeña comisión. Orozco le propuso otro trabajo: controlar la puerta de un garito clandestino.
—¡Cómo estaba montado aquello! Fue entonces cuando me di cuenta de que este tío era un genio —dijo Carlos, levantándose de la silla, preguntándose mentalmente qué hacía levantado y volviéndose a sentar.
Aprovecharon que unos grandes almacenes de muebles del Paralelo estaban vacíos. Orozco los había visitado fingiéndose un comprador y se dio cuenta de que tenían fácil acceso por un solar del Barrio Chino. El individuo que le enseñó las diferentes plantas, el estado de los materiales, le confesó que había pocas posibilidades de venderlo: juicios pendientes, pleitos… Si no llegaba una oferta astronómica que se hiciera cargo de algunas deudas, aquello se quedaría igual durante años. Orozco ya tenía negocio.
—Importé un juego que había visto jugar en la provincia de
León. Excitante, nuevo, el mayor espectáculo del mundo. Se tiran dos chapas, dos monedas o lo que sea. Si caen las dos de cara, ganas, si caen de cruz, pierdes, si cae una de cada lado, te quedas igual.
—Dio el aviso a varios jugadores y éstos trajeron a más. Era un juego en el que era imposible que la casa hiciera trampas. Yo hacía de baratero y el Aguila controlaba a los matones de la entrada y traía cada noche un cajón con las bebidas. A veces se ganaba, y nunca podías perder, porque cuando se acababa el dinero, se acababa la sesión. En el Paralelo aún se están acordando. Aquello parecía un castillo encantado. Burlangas desesperados corriendo por los pasillos. La mayoría eran tíos que se habían cansado de hacer el primo en la parada de taxis del Arnau con los que manejan los montones. Veían el resplandor de los mecheros a través de la fachada de cristal y saltaban los muros que daban al descampado. Yo siempre me lo imagino a la luz de la luna, tío. El ruido de las pisadas en la primera planta, caminando como gatos, cuchicheando, el sonido de los mecheros al encenderse, los tipos subiendo por la escalera con la barandilla rota, los batacazos y de repente bultos corriendo por los pasillos, desenfilándose de los pipas que les pudieran ver desde la calle. Yo, sin verles el careto ni nada, les paraba, les daba número y luego les hacía pasar a la habitación. Tenía que controlar todas las caras, tío, como un puto fisonomista de casino, y casi sin verlas. Encendía también mi mechero y ahí tenías al primo, como un aparecido, poniendo cara de legal. Aprendí un montón.
—A los tres meses, cuando ya se empezaba a picar la sema, nos fuimos con unas ganancias enormes. Y entonces decidí enseñar a jugar al póquer a tu hermano y me di cuenta de que ya sabía. Y de que era un actor tremendo. Tenías que haberle visto. Hacía todo lo que no se debe hacer, todos los defectos de los pringados, hasta ponía cara de póquer. Siempre hacia variaciones sobre el mismo personaje. El tipo «Estoy convencido de que sé jugar mucho, pero no tengo ni puta idea», el que ha visto demasiadas películas. Llegaba en plan chuleta y cortaba hi baraja a la americana, así, zas, zas, y luego el acordeón. Todo el mundo chasqueaba la boca, miraba a otro lado y se frotaba las manos mentalmente. Si ganaba, y siempre ganaba, nadie podía decirle nada. Si el tío abría una baraja, si hacía el mecánico con los ases, cualquier cosa, nadie se enteraba, y se creía que era un idiota con suerte, un novato en racha. Sólo faltaba practicar y volver a la carretera. Yo tenía muchas ganas.
Hablaron de la «Operación Telesilla».
—Eso sí que fue genial. Bueno, mientras duró. Nos íbamos con dos pavas a Baqueira Beret, a La Molina. El mismo hotel, el mismo bar y tampoco nos conocíamos. Enseguida roncábamos donde había partida y acabábamos en el chalet de algún pardillo pastoso y sus amigotes de caché. Un fueguecito, whisky de marca y alguna querida durmiendo. Perdían hasta quedarse bocas, los cabrones. Y cuanto más se acercaba el amanecer, más perdían, porque a las nueve tenían que estar con la familia en el telesilla. Hasta tenían ganas de perder. En el fondo, llenábamos su vida de color.
—Una vez nos tuvimos que ir de estampida, porque un cabrón se puso pesado con éste. Un notas de esos que te pueden amargar la vida. Nos fuimos sin la compañía. Ya las llamaríamos. O ya espabilarían, que tampoco eran unas niñas… Joder, de Baqueira a Viella caminando con un frío que pelaba.
—Y también había luna llena.
—Qué va a haber. Si estaba todo más oscuro que… Es que se nos hizo de día.
Citaron algunos pueblos; cómo habían ganado muchísimo dinero sin aparecer por los casinos. Pero la nostalgia, el remordimiento o una hiriente combinación de ambas cosas iba amargando los silencios, las pausas. Las impresiones de cada uno, cada nuevo recuerdo, ya eran sustancia íntima y excluían al otro.
—Los evitábamos para no ser fichados por jugadores. Eres como un fantasma. Algunos creen en tu existencia, porque te ven ir y venir. Y otros no creen. Y nadie sabe —explicó Orozco, como en un balbuceo, mientras miraba la tele.
—Es verdad, lo malo de esto es que, por muy bueno que seas, nunca te haces famoso.
—Sólo cuando pierdes. —Orozco miraba a Carlos; estaba poniendo el dedo en la llaga.
Se hizo un tenso silencio que olía a café enfriado y aliento de coñac. Ignacio pensó que ya se había puesto la última ficha en el rompecabezas; sin embargo, aún no podía descifrar la imagen.
—¿Qué quieres decir? Orozco señaló el teléfono.
—Ya sabes cómo va. Hablas con uno y te dice una cosa. Entonces otro te dice otra cosa. Al final resulta que has oído cosas.
El aire seguía congelándose. Parecía la discusión de un matrimonio. Todo eran sobrentendidos y frases no pronunciadas. Ignacio oyó cantar a un borracho; la canción fue engullida por el estruendo de un camión de la basura subiendo la calle. Carlos encendía un cigarro, se retrepaba nervioso en su silla, miraba a Orozco con despecho.
—Antes podías disimular… Ahora ya no —sentenció Orozco, la mirada ya fija en el televisor.
—¿Qué disimulaba?
—Lo que llevas dentro.
—Eso quiere decir que no vas a ayudarme.
—¿Cómo quieres que te ayude? No puedo hacer nada. He dejado de existir. Nadie me conoce. Soy un inválido permanente.
—Yo te ayudé.
—No me vengas con hostias. Tú sabías lo que hacías y lo hacías porque te iba bien. Luego te fue mejor y ahora te va fatal. Por ahí pirulando y burlando de mala manera con ese bigote y esa perilla que pareces un mosquetero. «¡Miradme, soy el Aguila! ¡Soy imbécil y me hago notar! ¡Miradme!»
—Pero si a ti te habían echado de todos lados. No me jodas. Que tú y yo sabemos la verdad. «De esa manera no nos fichaban en los casinos.» Pero si tenían una foto tuya así de grande, como esas que tienen en las hamburgueserías para el empleado del mes. «El fullero del mes.» Del siglo. Si te ponías a llorar y te hincabas de rodillas delante de la puerta cada vez que perdías.
Orozco guardó silencio durante un rato y luego miró el teléfono.
—Me voy a cambiar el número de teléfono. Estoy harto de que me llamen contándome cosas. De que la gente se invite a cenar. Pensé: «No se atreverá. A mí me tiene aprecio y sabe que no me puede meter en un lío. Vendrá a cenar. Nos soltaremos unas risas y adiós muy buenas.»
—No te he llegado a pedir nada.
—¿Me tomas por imbécil?
Ignacio casi se puso a reír cuando se dio cuenta de que había pensado en la posibilidad de cambiar de conversación.
—Mira, chaval. El asunto está claro. Yo no sé si estoy quemado o podía haber seguido haciendo el bobo por ahí toda la vida. Ni puta idea. Pero siempre, cuando veía que no me controlaba, y ya sabes a lo que me refiero, cogía mis fichas y me iba a otro lado. Por fin, un día, hace dos o tres años, había pasado la aduana en una peña taurina y me di cuenta de que no podía más. Todos los tíos que jugaban conmigo tenían mi cara y esa cara no me gustaba. ¡Y no le debía un céntimo a nadie! O seguía siendo yo, o desaparecía. Esa era la alternativa. Cogí mis fichas y he desaparecido. Pero tú no desaparecerás nunca porque no eres un jugador, no lo llevas en la sangre. Tú eres un ladrón que disfruta robando y eso es cosa muy distinta. Ahora te has metido con esa gente extraña, ¿no? Pues te jodes. Si te pillan en una de esas historias que te montas y te envían a un talego muy lejos, créeme, te harán un favor.
Ignacio ya veía la imagen del rompecabezas y ésta contrastaba de una forma grotesca con la expresión altiva, la mirada desafiante de su hermano.
—No me llames más —dijo Orozco, y subió el volumen de la tele. Un humorista contaba un chiste entre muecas rodeado de bellezas que se reían a destiempo. Carlos se levantó y puso una mano sobre el hombro de Ignacio indicándole que hiciera lo mismo.
Cuando cerraron la puerta escucharon una carcajada del público de la televisión y otra de Orozco.
—Bueno, no lo he hecho a propósito. La idea era otra. ¿Te apetece ver a Silvia? —Carlos caminaba a grandes zancadas, bajando las calles de Pueblo Seco. Ignacio recordó las idas y venidas del colegio, cuando no tenía más remedio que ponerse a correr para seguirle y llegaba a casa sin aliento.
—¿Tú crees que le gustará?
—Claro, hombre…