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SABES que existen hechos en la vida que enseguida se nos ofrecen como decisivos, memorables; forman tu propia historia, la historia querida, y construyen un camino seguro para futuras y mansas evocaciones: matrimonios, defunciones, largas enfermedades, pequeños amores, algún atardecer, veranos fácilmente intercambiables. Luego existen otros que surgen súbitamente desde el olvido reforzando la idea que tenemos de nosotros mismos: un olor, un sabor, ascienden desde el fondo de la edad y alivian y adornan nuestro camino particular con piedras de colores. Pero existe una tercera clase que no parte del placer, ni del dolor, sino de la amenaza; esos sucesos que se presintieron, que ocurrieron al otro lado, con la puerta cerrada, o estuvieron a punto de ocurrir y fueron evitados a tiempo por una mano más fuerte y poderosa que tú.

—Algo pasó. Va a pasar algo.

La fuente del presentimiento y del temor; cuando se bebe de ella, todo cambia. Pluvilón. El nombre, una marca, te viene una y otra vez a la cabeza. Las letras amarillas en la etiqueta negra cosida al forro granate; angulosas, alargadas como las piezas de madera del juego de construcción. Era un abrigo de tu padre, impermeable, tejido sintético, engañoso a la vista, barato. A veces buscabas la etiqueta cuando tu padre lo llevaba puesto y él nunca sabía lo que buscabas. Una etiqueta grande y llamativa como un galón. Aquello fue lo primero que examinaste cuando una noche tu padre regresó del entierro de tu abuela, allá lejos, e irrumpió, tras los pasos tantas veces reconocidos subiendo las escaleras y el ansiado roer de la llave en la cerradura, en la salita con luz baja para ahorrar; muebles viejos y un enorme cuadro de colores chillones en el que una mujer, dos trazos, con un pañuelo blanco en la cabeza, un trazo más, lavaba a la vera de un río que venía de un bosque y tú te preguntabas qué habría en ese bosque, allá lejos. Tu padre siempre decía que aquel cuadro le recordaba su tierra.

Nunca te has podido acordar de tu abuela; las fotos no dicen nada y sólo ayudan a falsear. Su presencia física no es más que fugaces contactos de un verano cuando tenías tres, cuatro años. Un cuerpo enlutado, inabarcable como una columna, olía a leña quemada y a ajo, el viento batía los eucaliptus; una mano curtida, desagradable, te ofrecía un puñado de cerezas.

La abuela se murió y nunca llegaste a hablar con ella; y aquella noche tu padre volvió con gotas de lluvia pegadas a las hombreras de su Pluvilón, recogiendo el frío de la calle, y creías de una forma absurda que podía arrastrarlos desde allá lejos de la ceremonia que, por supuesto, imaginabas tétrica: oraciones bajo la tormenta y paraguas negros abiertos. Tu padre y tu madre (ella se había quedado a cuidaros) hablaban con voces que iban y venían sigilosamente a través del piso antiguo, mientras tú esperabas, presintiendo. Tu padre abandonó la cocina, te miró y se encogió de hombros como pidiéndote disculpas por su dolor, o por no saber adaptar su rostro a las circunstancias, y luego miró a tu hermano, que durante todo el rato había estado haciendo un solitario sin levantar la cabeza. Mientras miraba a Carlos fijamente, tu padre pensaba en algo que no solía pensar. Entonces su cara compuso una mueca triste, que se convirtió enseguida en otra burlona y en una tercera desafiante. Dio un manotazo en la mesa hasta que Carlos levantó la vista sin comprender. Se cruzaron las miradas, presintiendo. Pero no importaba nada: al cabo de unos años os tocó la lotería.

—¿Te estás dejando bigote? —preguntó Julito Rocamore.

Ignacio lamentó haber doblado la esquina y toparse con la atlética y febril presencia de aquel que no se atormentaba por los avatares de la vida, sino por la estricta fatalidad de la bioquímica y un parto desafortunado. Sí, se estaba dejando bigote contra las amables recriminaciones de las mujeres de su casa y las miradas de las chicas que se cruzaba por la vía pública, el terciopelo de sus ojos convertido en áspero desprecio ante la mínima, fugaz, proximidad callejera. Se estaba dejando bigote como dejaba que su cuerpo permaneciera tumbado en la cama durante horas; las tardes confundiéndose con las noches y las mañanas, el sudor empapando el pijama; reinventando la construcción de esos sueños, historias que sólo él conocería, cómo había remodelado, en la confusa pausa entre un sueño y el siguiente, su «Fandango» colocando una caseta de perro idéntica a la fábrica de naipes Heraclio Fournier; y a su lado, un perro, y frente a éste, otro perro con la simetría de esos mismos naipes: una obra que, según la última opinión del autor, catalizaba el engaño de una vocación forzada, el cansancio por resistirse a una esquizofrenia galopante, la mala uva de los que creyó sus amigos, por derribar la gran viga de hormigón armado, un nuevo elemento, que quería significar el perplejo abandono a un sentimiento amoroso y no era más que el cansancio por decidirse a pensar, el mero cansancio. Se estaba dejando bigote porque se extrañaba al verse en el espejo, porque no había tenido tiempo para hacer muchas cosas que verdaderamente le hubiera gustado hacer; porque no sabía qué significaba ese «verdaderamente».

—No viniste a la verbena de San Juan.

—No, no fui.

—Vicky está deseando verte. ¿Por qué no le coges el teléfono?

Ignacio recordó otra vez las suaves recriminaciones de su madre, ciertos consejos siempre desoídos que atendían a la bondad de amigos y amigas por un tono de voz («¡Qué buena chica parece esta Vicky! ¿De dónde dices que es?») o un giro extremadamente correcto, exento de coloquialismos. Julito Rocamore, por ejemplo, era para su madre la quintaesencia del buen chico y de nada hubiera servido decirle que se encontraba ante un futuro asesino en serie si no careciera de las suficientes cualidades infrahumanas para evitar ser capturado tras suprimir a la primera víctima. Ahora Julito le hablaría de otras fiestas, de los sagrados vínculos de la amistad, le repetiría, cogiéndole por las mangas, extremando una confidencialidad vampirizada de una serie de televisión, por qué no cogía el teléfono a Vicky, por qué no frecuentaba a sus amigos y se había vuelto tan esquivo.

—¿Por qué no quedamos un día?

En el fondo era envidia. Cuando uno no necesita a los demás parece atropellarles, entonces surgen las frases de rigor:

«Lo debe estar pasando muy mal», «Dicen que no sale de casa», «Se le ha atragantado lo de Estados Unidos». Mucha mierda de niños bien.

—Porque tengo que pasar por la aduana —contestó Ignacio sin tener ni idea de lo que hablaba.

—¿Y qué es eso?

—Ya te lo explicaré otro día. Oye, me tengo que ir. He quedado a comer con mi padre.

Aún necesitó gritar «¡Septiembre!» cuando Julito Rocamore iniciaba una carrera en su persecución al tiempo que preguntaba «¿Cuándo te vas?» por enésima vez a lo largo del curso. Ignacio también echó a correr y sólo se permitió un paso normal cuando advirtió que su perseguidor se había detenido, galvanizado por la confusión, hechizado por los misterios de su resuello. Subió la avenida del Tibidabo llena de sol preguntándose por qué su padre le habla dicho que fuera a comer con él.

Hace años comían juntos una vez por semana. Su padre iba a buscarle a la facultad y le llevaba a un buen restaurante. Aprovechaba esas ocasiones para rescatar recuerdos militares, su estancia en la academia, la disciplina y autoexigencia necesarias para salir de los cursos universitarios «disparando» (como solía decir) y no como un manso corderito a punto de partir para el degüello (como también solía decir, mirándole).

Después, largos silencios entre bocado y bocado. Siempre lo mismo, una liturgia implacable. Ignacio veía en todo aquello un intento de tierna aproximación metódicamente calculada y esperaba con cierta ansiedad y mucha vergüenza el momento en que cada uno de los comensales tuviera que volver a sus asuntos. Más tarde, cuando Ignacio dejó la carrera para caer en sus devaneos con la historieta y las agendas cargadas de teléfonos, nada de nada. En los dos o tres últimos años su padre salía poco de casa y no parecía preocuparse por su formación moral. Había dejado de querer entenderle, pero daba la impresión de que con la guía de la suerte las cosas habían salido bien; ahora se encargaba, sin que nada ni nadie pudiera impedírselo, y con el entusiasmo del ocioso al que no le gustan las reparaciones caseras (esa bendición para el sexagenario), de los aspectos burocráticos en torno al inmediato futuro de su hijo menor. Hablar con Fulanito sobre si Menganito podría hacer algo en lo de la concesión de las becas; intentar buscar una buena residencia en Los Angeles, ya que el niño se empeña.

—Ignacio, hijo, por favor, que Mr. Wilkins ha llamado tres veces…

Y una crónica semanal sobre catástrofes sísmicas y las violentas calles californianas donde todo el mundo gasta pistola y la utiliza con la misma facilidad con que respira. Aquella mañana había quedado a comer con él porque se marchaba de vacaciones con su madre y el muchacho que en otras zonas del planeta ya podría ser un jefe de tribu o un digno guerrero jubilado se iba a quedar solito; además, Rosaura, su protectora en casos de alerta roja, se había ido a la República Dominicana: por fin le habían arreglado los papeles y quería pasar unas semanas con su hija. Permiso concedido por la magnanimidad de los Losada tras (por remedar a su hermano, del que intuía una risa entre dientes mientras observaba en secreto) la «operación veraneo»: retirada de alfombras entre tararear de merengues y rumboso cubrir con sábanas zonas pérdidas para dotar a la casa de una frescura muy adecuada también a los más famosos panteones, mientras la rítmica antillana decía haber tenido una vela que le alumbraba, venía una brisa, fuf, y se la apagaba una y otra vez hasta el desmayo. Luego el gran llanto.

—Señolito Nació, pensal que estalemos en el mismo continente y no le velé. Me dan ganas de molilme. ¡Qué bueno es!

¡Qué bueno es! —exclamaba la caribe. Rosaura apretaba con la mano derecha una fotografía de Ignacio que, juraba, iba a enseñar a su numerosa parentela. Rosaura besaba la fotografía como quien besa la estampa de un santo. Rosaura apretaba con la mano izquierda un billete de diez mil pesetas que Ignacio acababa de darle. Rosaura besaba a Ignacio en ambas manos.

El coche estaba aparcado en la puerta del restaurante. El viejo Mercedes que su padre compró cuando «lo de la lotería». En aquella época ya no era un último modelo; con el tiempo, Ignacio adivinó que ése era el automóvil con que su padre había soñado una vez, al pasar cientos de veces por un concesionario de lujo, y en cuanto tuvo oportunidad corrió a comprarlo. El tiempo le había otorgado una cierta dignidad, y el dinero que su padre gastaba en evitar el fallecimiento por desintegración del antediluviano aparato estaba justificado (o así al menos pensaba Ignacio que pensaba su padre) en que le otorgaba una pincelada de rico de toda la vida que no necesita cambiar de coche para demostrar su aristocracia; era una suerte de orgullo heráldico.

El maître examinó su bigote y le condujo al interior a través de una marquesina acristalada. Las mesas ocupadas por ejecutivos de mediana edad con coleta; gente seria que reía mucho y tenía la rara habilidad de cargar con tres nombres de pila y dos palabras terminadas en «ing» los estrechos maleteros de sus frases descapotables. Idiotas último modelo; a veces, su padre tenía razón. En el interior, en su mesa preferida, un rincón bajo un cuadro de la Alhambra que tenía la extraña magia de los dibujos en los billetes, distinguió la nuca brillante de su progenitor inclinándose a comer un aperitivo. Su padre le hizo sentarse, le palmeó cariñosamente la cara («No te vayas aún, Ignacio», decidió el propio Ignacio) y comunicó al maître con orgullo que el del bigote era su hijo. El maître pareció respirar aliviado y fingió el ademán de estar pensando que no era necesario un dato tan evidente.

Prudencia, virtudes cardinales y «trázate un plan, proyectos sencillos, pero concretos», sentencias y consejos estructurados, dichos casi al dictado (una reminiscencia de sus tiempos profesorales), rodeando la elección de los platos. «Eso no alimenta nada, hijo.» Lo decía él, que en otros tiempos había cultivado una desmedida afición a la comida hasta convertirla en asunto exclusivo de conversación (de ahí la cara de viejo bisonte, observando antes de asentir) en idéntica proporción con que ahora predicaba la frugalidad sin entender, sin querer entender, o habiendo olvidado obstinadamente, que la vida son repeticiones y sólo el cuerpo dicta las normas. Después del postre pidió una copa de coñac (una excepción) y se concentró en sus pensamientos como si recordara una lista. Ignacio estuvo a punto de preguntarle qué ocurría, pero cuando su padre volvió a extender la mano a lo largo de la mesa, no para buscar la suya, sino simplemente para dar a entender que quería tocarla, mientras en el dorso de aquella mano peluda retirándose Ignacio advertía que alguien agujereaba los cimientos de su vida, comprendió que quería contar algo.

—Estas cosas no las puedo contar delante de tu madre. Ella ya sabes cómo es, está muy atenta a las cosas puntuales y no le gustan las filosofías. Tiene razón. A mí tampoco. Por lo menos no me gusta contarlas en voz alta. Hay individuos que se pasan la vida diciendo lo que creen del mundo y, la verdad, habría que fusilarlos al amanecer.

«Fusilarlos al amanecen) era una broma de los tiempos militares no pronunciada en mucho tiempo. Una frase con ecos del piso antiguo, cuando aquel hombre que tenía enfrente no dominaba sus prontos o quizá, simplemente, aún los tenía. Ignacio y Carlos habían sido condenados muchas veces a esa ejecución en particular.

Su padre se instaló en los tópicos (públicos y privados) como se sentaba en el sofá del salón; por fin Ignacio, y muy brillantemente, había entendido que era necesario abrirse camino en la vida, cumplir con su deber, y no creerse que a todos nos toca la lotería una vez en la vida. Y como siempre:

«Yo no sé si eso hizo más mal que bien.» Repeticiones, se repetía con la misma, molesta, pero lejana dejadez (y puede que egoísmo) con que en ese momento tintineaban los cubiertos contra la vajilla en aquel restaurante. Como en las mesas adyacentes se mencionaban una y otra vez los mismos platos; los mismos clientes levantaban la cabeza y ante su vista pasaban los mismos camareros sonriendo con profesionalidad, aproximándose a la mesa con movimientos plásticos que les debían de llenar de orgullo y justificaban un simultáneo desprecio por la clientela y por su amo. Su madre se lo decía: «Me lo has contado mil veces», Ignacio se lo decía: «Ya lo sé, papá», hasta Rosaura: «¡No me diga, qué solplesa!» Dichos: «El que al andar caderea y al mirar los ojos mece, yo no digo que lo sea, pero a mí me lo parece»; poemas: «Nunca supe lo que es miedo / soy de Oviedo. / Aunque me ves sin diadema / y mútil mi flanco enhiesto / no supo arrancarme el gesto / esa metralla blasfema»; y chistes; y notas políticas, y la actualidad californiana, sobre todo, la actualidad californiana: balas y terremotos. Es posible que ésa fuera la causa de que cuando se apartaba de la norma y explicaba algo inédito, Ignacio pusiera una desmedida atención, no tanto por curiosidad como para dignificar y alentar su esfuerzo.

—Uno nunca sabe mucho. Bueno, dos o tres cosas sí que tienes claras, y una es que el mundo está lleno de cantamañanas. Pero me gustaría contarte algo más. Tú siempre has sido un chico alegre, tranquilo, no como «el otro». —Así era conocido Carlos las escasas veces que era mencionado. Y Carlos debería seguir riendo en algún lado—: Pero es posible que cuando estés allí, en América, te sientas solo sin nuestro apoyo y pienses cosas. Cosas malas. A veces, has tenido tus momentos y tu madre y yo te hemos visto triste. Yo estuve solo la mayor parte de mi juventud, hasta que me casé con tu madre. Bueno… Me gustaría contarte que estuve en Africa, ya lo sabes, en Ifni, cuando la guerra. Y aunque era militar y creo que tenía vocación, una vez allí no quería estar en guerra y ya no quería ser militar. Después del primer ataque de los moros, bueno, yo era teniente y me encargaba del correo. Cruzábamos una zona peligrosa en un jeep. Todos teníamos mucho miedo, pero yo tenía que disimular, imponerme. Subimos una colina, un cambio de rasante que daba a una llanura, y yo y un soldado bajamos un momento para reconocer el terreno. Otro soldado, el chófer, se quedó en el auto. Cuando estábamos a cierta distancia comenzaron los disparos. El soldado que iba conmigo llevaba el arma montada y se asustó tanto que empezó a disparar también, sin ton ni son, y me dio a mí. Ya sabes, lo de la rodilla, que cuando llueve… Me caí y rodé por un barranco y eso me salvó la vida de momento, porque, bueno, hubiera dado igual, pero el caso es que nos disparaba el chófer. Había decidido desertar y quería liquidarnos. Al otro chico le mató y se debió creer que yo también estaba muerto…

Aunque había visto fotos de su padre con uniforme, sonrisas satisfechas en la graduación, con otros jóvenes oficiales con bigote y camisa remangada pasándose la mano por el hombro, sosteniendo unos gemelos y apoyando la pierna sobre una roca, a Ignacio le costaba imaginarle sumido en una refriega. Toda actividad física, más esperpéntica que violenta, pasaba por inoperantes partidas de tenis en las costas tarraconenses, hace años. Unas piernas peludas y escuálidas bajo el pantalón blanco y maldiciones que perseguían pelotas amarillas. A veces le daba gracias a Dios por no haber tenido que asistir a una de sus clases de gimnasia, brazos en cruz y flexión de tronco, un, dos, respirar, cuando el ex militar Losada impartía esa ridícula asignatura. Pero en aquel solemne discurso había algo peor que Ignacio recordó de pronto y le hizo arrastrar otra vez una mirada que era incapaz de sostener la de su padre por el tópico bullicio del restaurante. Conversaciones captadas a través de las paredes. Su tío no era militar, pero pertenecía a una familia castrense hasta el vómito (por eso se habían conocido sus padres: «¿Te he presentado a la hermana de mi mujer?»), y aquel individuo bigotudo, guasón y quisquilla que desde hace mucho no era mencionado en el ámbito familiar había contado una vez algo que no debía. Fue durante aquellas visitas aisladas, pero inevitables y crueles en su implacable periodicidad, que revolvían la rutina y empujaban a Ignacio a su habitación, de donde sólo salía para comer, sonreír, afirmar y contestar a las preguntas de siempre con las respuestas eternas, las del solucionario de «El perfecto adolescente, aunque sin pasarse». Se comió, se bebió y se siguió bebiendo y de pronto las voces de los dos matrimonios, altas y distorsionadas, rieron, explicaron y discutieron hasta que se hizo el silencio. Ignacio se acercó y sin llegar a asomarse percibió la tensión. No ocurría nada igual desde que su hermano se fue de casa. Los mismos protagonistas y la cuerda de violín a punto de romperse. Su tío seguía hablando:

—Tú dirás lo que quieras, pero a mí me lo ha contado más de uno. Te emborrachaste, te metiste en una caja enorme y pegaste un cartel que ponía «A la Península». Te encontraron al día siguiente con los pies por fuera. Si no tiene importancia. Es gracioso, sólo eso. No sé por qué te pones así.

—Te lo paso porque estás borracho.

—Y porque es verdad. Ahora, como vives a lo grande, parece que lo quieras pintar todo de color de rosa. Pero si no pasa nada…

La cuerda de violín estalló.

—¿Era verdad lo de anoche, mamá? Y tras un gesto de sorpresa.

—No, cariño, el tío, que es un bromista.

Así se acabaron las visitas de la única familia de sus padres con la que tuvo algún contacto. Alguna felicitación, alguna llamada de su tía. Y cierta sensación de desarraigo al fijarse en los demás y comparar. Ahora la verdadera historia de «lo que pasó en Ifni» volvía para ilustrar los tumbos que da la vida y aquello era más de lo que Ignacio podía soportar. Y la historia continuaba:

—… me pasé dos días allí tirado esperando que vinieran a buscarme o que los moros me encontraran y acabasen conmigo. El cadáver del chico estaba a unos veinte metros de mí, descomponiéndose, era de Aranjuez, un poco bruto. Bueno, el caso es que tuve tiempo de pensar mucho y una de las cosas que decidí es que si seguía vivo cuando acabara todo aquello dejaría el ejército, no por cobarde, por tener que estar herido por un soldado de tu propio ejército y tirado al sol esperando, sino porque me estaba pudriendo por dentro y no sabía tener paciencia, no había aprendido a tenerla. Y estar dos días allí tirado me salvó.

Ignacio se aclaró la garganta.

—Debió ser muy duro.

—Se te olvida. El dolor se te olvida. Lo que no se te olvida es saber quién vendrá a buscarte o a matarte, la espera, y tampoco se te olvida cómo has llegado a parar allí.

Ignacio recordó los ojos atentos de su padre cuando hacían algún documental sobre el norte de Africa y les indicaba, señalándoles la tele y moviéndose inquieto en el sillón: «Allí, mira, Clara, allí estuve yo. Mira, Nacho, el Draa.» Y su madre torcía el gesto de forma misteriosa, mientras los demás habían olvidado.

—Con esto quiero decir que si crees que vas cuesta abajo, no te dejes convencer de que ya toda la carretera va a ser siempre cuesta abajo. Se pueden superar hasta las desgracias más terribles. No se olvidan, nunca dejan de ser terribles, pero se superan. —Su padre dejó de mirarle—. Lo de «el otro». A mí la gente me ha dicho siempre que hubiera sido peor que se muriera. —Estaba hablando solo, y por primera vez ante él de su hermano, contempló la servilleta y empezó a doblarla con cuidado—: A mí no se me ha muerto ningún hijo, por mucho que antes lo sintiera. Terrible. Muy terrible. Pero no sé si en estas cosas hay grados. Se te muere un hijo y por lo menos sabes… Bueno, tenías un hijo. Yo tengo por lo menos cien hijos, porque no sé cómo es, qué hace, si está vivo o… Cualquier día vienen y te cuentan… A mí que no me digan, pero es mucho peor saber que te han estado odiando todo el tiempo. Y despreciando, despreciando a tus padres. —Se quedó pensativo, frunció los labios en un perfecto mohín Losada y finalmente lanzó la servilleta sobre la mesa. La servilleta quedó desmadejada formando la silueta de una extraña pareja de bailarines—: Si por lo menos hubiera dicho algo…

Ignacio se dedicó a mirar a otro lado; quería dejar a su padre en aquella intimidad difusa. Creyó volver la cabeza y vio cómo los comensales repetían los nombres de los platos una y otra vez y repetían los apellidos y las sonrisas corrían por los pasillos a la luz de la luna. Nada grave. Su hermano corriendo al amanecer, pero no porque alguien le siguiera; tan sólo por escuchar una música de monótona melodía: los platos se repetían y los camareros iban y venían y los coches se alejaban y descendían hasta la ciudad en una espléndida tarde de principios de julio. Las historias iban, se retorcían, volvían, se olvidaban. El olor a comida y «los encantado de verte» y «los quedamos así». Nada grave. Miró a su padre. Su padre le estaba mirando.

—Eres muy buen chico. Eso es lo que quería decirte. Escríbenos, que estaremos aquí. Y haz el favor de cortarte el pelo, que pareces un húngaro.