6

—LA música, ése no ha oído la música. No ésta, la de aquí, la que se oye en la cabeza. No tiene ni idea, es tan… como el tapete debajo de un florero. Flores amarillas de puta mierda de plástico. Como esos imbéciles que ni siquiera te miran a los ojos y te dicen: «Pero tú, Carlos, ¿en qué mundo vives?» Esos que dicen: «De las cosas que haces sólo te ríes tú.» «Joder, tío, yo he venido al mundo para reírme yo, no para hacerte reír a ti.» Mierda…

Carlos hundía la cabeza entre los hombros, resoplaba, taconeaba, escrutaba la pista. Ignacio sabía que aquello era un monólogo y sólo miraba a su hermano de tanto en tanto para dar a entender que se mostraba solidario:

—¡Coge tus fichas y desaparece! Paleto… ¿Sabes qué me pasó aquella madrugada cuando salí de allí, de aquel café de pueblo? La calle. Tienes que fijarte bien. La calle. Amanecía. Alguien derramó un cubo de agua en alguna parte y me asusté. El agua bajando por la acera de cemento. —Carlos parecía renacer poco a poco siguiendo con la vista la lenta trayectoria de su mano—: Camino cuesta abajo y cuando el café desaparece, cuando desaparecen dos o tres calles conocidas, me quito las gafas, las tiro al suelo y les pego un pisotón, las estrujo contra el suelo. Grito en la esquina. Siempre se grita, y el que me diga que no, es un gilipollas. Se lo merecían por no pasarse las noches en vela buscando el sonido, la punta, tío, el pellizco de la uña arañando el canto de la baraja, buscando el puto as. Horas y horas, joder. Me había tenido que morder la lengua y ahora pisoteaba las gafas. Si todo acababa bien, pasábamos del millón largo por barba. Pensé en alquilar un avión que sobrevolara el pueblo. —Carlos se incorporaba conforme la mano ascendía por los aires—:

¡Chiuuu! Que cruzara el cielo al día siguiente con un cartel que les dijese lo burros que eran. Pero da igual. Eso no es importante. Tapa, tapa… Fui a la pensión, busqué mis cosas y me preparé para coger el tren de las ocho. Bajé a la calle y fue entonces cuando escuché la música. Una mierda de música, tío. Como un organillo, dando vueltas y vueltas, lo justo para no marearte. Y vi la carretera. La recta más larga que he visto en mi vida. Y la música seguía dando vueltas, haciendo escalas, Frére Jacques o algo así, como cuando te aburres de pequeño. Y empecé a correr por aquella recta como no he corrido en mi vida. Amaneció. Los camiones empezaron a pasar zumbando por mi lado, y el aire aquel y el ruido casi me tiran por la cuneta. Y no estaba ni contento, ni triste, ni asustado. Sólo corría. Correr…

Carlos le dio un sorbo a su copa. Miraba a la gente que bailaba en la pista.

—Mira qué imbéciles.

—¿Y qué pasó? —preguntó Ignacio, no sin curiosidad.

—¿Qué pasó…? Nada, no pasó nada. Un camión paró y me dijo que si iba a algún lado. Yo ya estaba hecho polvo, empapado, le dije que volvía a casa y desaparecí.

De pronto, una voz solemne:

—Hablarán un lenguaje secreto y dejarán a su paso documentos no de edificación, sino de paradoja.

—¿Y qué es eso?

—Ni puta idea. Me lo enseñó un burla, que era poeta. Se quedó bocas y… —volvía la voz solemne—… sin edificación, sólo con su paradoja. Fíjate en la rubia del vestido verde.

—Oye —preguntó Ignacio—. ¿Qué es lo que te pasa?

—¿A mí?

—Lo que ha contado Orozco.

—¡Nada…! Ése no sabe de lo que habla. Lo importante es que te fijes en la rubia.

Estaban situados en el rincón de una de las barras de la discoteca, la más próxima a la pista. Chicos y chicas de veinte años bailaban junto a elementos mucho mayores que intentaban exhibir un estilo de baile frío y distante hasta que se aburrían de ser parodias de sí mismos y se unían a aquellos que se agolpaban en la barra, saludaban a los conocidos, empujaban a los desconocidos, se besaban con unos y otros, reían a pleno pulmón como si intentaran que su fingida felicidad fuera del dominio público. Una rubia con un ajustado vestido verde destacaba entre los bailarines. Una de esas mujeres que parecen no existir durante el día y, en lo que se refería a Ignacio, son descubiertas en el vagón de enfrente la noche más pueril, y ya derrotado. La rubia miraba a los hombres mejor vestidos, los evaluaba, sorprendía su mirada, giraba de repente, y cuando ellos se acercaban se desplazaba unos metros, los suficientes para seguir manteniendo la atención y el empeño guerrero. Rompía las proporciones con el mismo descaro con que se mantenía compacta y comprometedora para los territorios más hambrientos de la imaginación. Realmente, eran las mujeres de esa exuberancia, ese aspecto e impudor las preferidas de Ignacio. Al contrario de lo que le ocurría con las cosas relacionadas con el gusto, que eran valoradas para confirmarse a sí mismo como perceptivo, inteligente y esencialmente bueno, había algo en el sexo que le hacía sentir una atracción por lo que él no consideraba estético, quería perderse y quería ser cruel. Individuos dispersos entre la multitud que ponían cara de pasar la mejor noche de su vida en dura competencia con otras muchas parecían compartir su opinión en ese terreno: pelo engominado al estilo banquero, sonrisa de escualo, encorvaban y estiraban la espalda sin seguir el ritmo en absoluto, mientras agitaban unas maracas invisibles como si llamaran a la Gran Serpiente. Parte del cuerpo de Ignacio empezaba a vibrar desde la distancia y sus ojos, era plenamente consciente de ello, requerían inútilmente la atención de la hembra. Inmerso en relatos sórdidos, preguntándose de vez en cuando cuál era la amenaza que se cernía sobre Carlos, consideraba más cómodo seguir el trayecto mental que su hermano le imponía a descifrar cómo había llegado hasta allí.

La Discoteque, el local de moda, les había abierto sus puertas con la sola mención de Silvia; al llegar, exploraron un salón—coctelería y un pequeño restaurante que a esas horas estaban desiertos. Silvia no estaba; no se oía la voz ronca que Ignacio había imaginado saludando de mesa en mesa y riendo. Un camarero de mirada reprobadora interrumpió su exploración (una pareja como aquélla no buscaba a Silvia para mejorar el balance del negocio) y les informó que la flamante relaciones públicas estaba fuera el fin de semana.

—La relaciones públicas… ¡Vaya tela! Es la dueña. ¿No lo sabes? En fin, la dueña… Esas cosas no las cuenta nunca. La tía sólo critica.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que tampoco hay mucho trigo limpio por aquí. ¿Se te ha follado? —preguntó Carlos, mientras encendía un cigarro—. Me refiero a Silvia, no a la rubia, ésa es una buscona.

Mientras Carlos se reía de su chiste, Ignacio se limitó a seguir los movimientos de la pista sin contestar. Le hubiera gustado ser ingenioso, duro, y dar una idea más exacta de su propia personalidad. Después de escuchar pacientemente aquellos desvaríos, lo menos que se le podía otorgar era un mínimo de dignidad.

—Menos mal. —Ignacio sentía la mirada de Carlos clavada en él—. No me extrañaría que lo intentara. Tío, la verdad es que no sé por qué me tiene tanta manía. Yo todavía la quiero.

Y ella… no sé. No estoy alucinando. Te hablo en serio, de hombre a hombre.

—Menos mal.

—Es como si tuviéramos una cuenta pendiente y ella está esperando a que se la pague. En cuanto lo haga, «adiós». Pero entretanto se limita a tenerme manía, a hacerme putaditas, a contármelas y, eso hay que reconocerlo, a echarme un cable de vez en cuando. Si se queda sin enemigo se muere de aburrimiento. Llevamos así seis o siete años. Me extiende un dedito como si fuera una princesa haciendo una obra de caridad. Y yo me callo. Y ella luego me lo echa en cara. Eso que está liada con lo peor y va a tener un disgusto cualquier día.

—¿Qué quieres decir?

—No mucho. —Carlos se quedó pensativo un momento—. Yo la puedo entender. Soy el que mejor puede entenderla. Pero la gente cuando cambia se da cuenta de que cambia, pero no se da cuenta de todo lo que cambia. ¿Te estoy dando la paliza?

—No mucho.

—Vete a la mierda. Esa tía me quería, pero no me quería de verdad. Te voy a parecer un poco imbécil, pero, coño, es la verdad. Yo iba por los bares, así de pijos modernos, y ni siquiera me fijaba en ella. Estaba en la edad esa que parece que están infladas, no gordas, infladas. Y de repente se transforma y se vuelve, vamos, la hostia. Y yo me fijé y vi cómo se fijaba y me acerqué v esas cosas. La llevo para un rincón, empiezo con el camelo y se me pone a llorar. Que estaba enamorada de mí desde hacía tiempo. ¿Tú qué harías? Guapa, simpática, lista y enamorada de ti: un chollo, colega. Un chollo un tanto pavo. Y yo la cambié. Y después volvió a cambiar, porque tuvo miedo, se volvió cuerda, porque yo ya me doy cuenta de que no soy, en fin… Además la tía se dio cuenta de que había gastado unos años, los mejores, en un capricho, porque eso era yo para ella, un capricho raro que se vuelve obsesión, y entonces hay que tenerlo como sea y aguantarle lo que sea. Y al cabo del tiempo quiso volver a lo que se imaginaba que había sido si no fuera por mí. Y no pudo, tío. Se cree que controla la situación. Y se está enredando. Porque yo puedo ser un cabrón y una rata, pero, tío, también escucho cosas. Como el imbécil del Orozco. —Carlos dio un nuevo trago a su copa—. En resumen, que Silvia tiene cosas buenas. Me voy a bailar.

Uga—chaka. Uga—chaka. Uga—chaka…

Carlos se ubicó en la pista como quien se lanza a un piélago bullicioso, decidido a celebrar con el resto de bailarines la emisión estereofónica de la canción de moda.

Uga—chaka. Uga—chaka. Uga—chaka…

El público más joven bramaba y aceleraba sus movimientos como si por fin hubiese estallado la revolución o el equipo local acabara de conquistar el trofeo definitivo. Alguien, incapaz de acercarse a la pista pero rendido al ritmo, propinaba a Ignacio codazos sincronizados; Ignacio no tuvo otro remedio que deslizar su borrachera y guarecerse en lo más remoto de la barra, encajado a la pared, como si una locomotora de gran potencia estuviese pasando muy cerca. Mientras miraba la pista, a sus contemporáneos, pensaba en la nostalgia general por los pastizales, carreras por la campiña, ordalías en torno al fuego, dientes incrustados en el venado humeante, la caverna.

Uga—chaka. Uga—chaka. Uga—chaka…

Carlos estaba con ellos; también gritaba, y abrazaba, provocando respingos de distinta índole, a las chicas más entusiastas, mientras fingía llorar de emoción y voceaba «¡Viva Las Vegas!». Sus movimientos como su vida, odiando repetirse para acabar envuelto en una madeja de repeticiones, saliéndose de sí mismo.

Uga—chaka. Uga—chaka. Uga—chaka…

Extrañas zancadas que pisoteaban los charcos de luz roja, amarilla, azul que creaban los focos en la superficie de la pista. Bultos y sombras desapacibles. Carreras bajo una luz lunar en edificios abandonados. Carreras sobre la nieve con los bolsillos repletos de dinero. Carreras al amanecer, mientras muy cerca zumban camiones de doble eje. «Mete la mano en el cajón que le voy a pegar una patada.» Los bultos quieren hacerle daño. Los bultos levantan los brazos a su alrededor. Carlos corre por los pasillos desiertos, con el revoque cuarteado, teñidos de luna llena. La silueta amenazadora de contornos nítidos, su propio hermano a la luz de la luna.

Uga—chaka. Uga—chaka. Uga—chaka…

—Queríamos encontrar la ciudad perfecta.

Coches alquilados y la entrada en ciudades desconocidas, un cielo de verano lleno de luz que hace brillar chapas de automóviles y resalta los vivos colores de los anuncios.

—Pon la mano ahí, en el cajón metálico.

Al día siguiente amanece y la luz vuelve a llenarlo todo.

Alguien grita y mira la mano vendada; alguien conduce, las dos manos al volante, el pitillo en la boca. Y se alejan.

La cara de mosquetero, las manos sujetando las puntas de la cazadora de piel, la boca moviéndose. Uga—chaka. Uga chaka… Vergüenza ajena. No sé cuál es su dolor, sólo lo temo, sólo conozco el mío. La amenaza. Está amenazado y baila cerca de la rubia del vestido verde. Qué buena está. Las tetas suben y bajan, la boca se cierra y se abre. Me duele allá lejos. Carlos está con ella y los dos ríen. Le dice que ha estado en mil sitios o en ninguno, no ha tenido tiempo, cruza la aduana. Abren y cierran los brazos, los jóvenes y los viejos, los niños y las niñas, la gomina y las sonrisas de tiburón, mueven las maracas imaginarias que ni te lo imaginas. Uga—chaka. Uga chaka… Y se acercan y se alejan de la rubia. Y abren y cierran la boca y se alejan y se acercan y mueven sus maraquitas sin enterarse de que alguien se las ha robado. Corren por pasillos abandonados y encienden los mecheros para ver las monedas, las manos peludas se apoyan en el suelo. Y abren y cierran los brazos. Cara, cara. Cara, cruz.

Uga—chaka. Uga—chaka.

Carlos susurró algo al oído de la rubia y ésta volvió a reír. Levantaba la cabeza y hacía palpitar el escote un instante, el tiempo suficiente para que Carlos llevara a cabo una fugaz pero importante exploración. Carlos lanzó un rápido beso a los labios de la rubia y la rubia amagó una esquiva. Carlos volvió al cuchicheo fervoroso, mientras iban y venían los tiburones de las maracas, giraban en torno a ellos, círculos de gomina. Carlos cogió la mano de la rubia y la rubia desapareció con él entre el tumulto. Los de la sonrisa de tiburón dejaron de tocar las maracas.

Uga—chaka. Uga—chaka. Uga—chaka…

—No te olvides de mí —le dijo el payaso blanco.

Ignacio volvió la cabeza, pero nadie estaba allí, salvo la turba.