5.
El marqués de Saadi

El poder y la sexualidad se relacionan de diferentes maneras, en ámbitos diversos y en circunstancias muchas veces tortuosas. Como hemos visto hasta aquí, durante los años noventa estos resortes, generalmente ocultos, se hicieron evidentes. Pero acaso sólo en su faceta más frívola. No todo estaba a la vista; al contrario, podría afirmarse que detrás de aquel exhibicionismo festivo existía una red de complicidades y silencios destinados a echar un manto de sombra sobre las aristas más lóbregas de no pocos personajes poderosos. El inicio del reinado neoliberal habría de coincidir con un hecho que conmocionó al país. El sexo, el poder, el dinero y la sangre se fundieron para convertirse en la sustancia con la que se construyó uno de los crímenes más aberrantes del último tramo del siglo.

La madrugada del 10 de septiembre de 1990 una cuadrilla de obreros de Vialidad Nacional que trabajaba en el puente del Río Valle, en la capital de Catamarca, encontró el cuerpo inerte de una mujer joven en medio de un descampado. La sangre se mezclaba con el barro en el que solían alimentarse los cerdos y la cara de la muchacha, deliberadamente mutilada, estaba irreconocible. La noticia no tardó en hacerse pública y la sombría certeza de los vecinos de Catamarca se adelantó a las pericias. Dos días antes había desaparecido María Soledad Morales, una adolescente de diecisiete años que cursaba el quinto año del Colegio del Carmen de Catamarca. Había sido vista por última vez en dos locales bailables: primero en Le Feu Rouge, durante un baile organizado para recaudar fondos para el viaje de egresados, y más tarde en Clivus, en compañía de un hombre misterioso del que nadie ofrecía datos precisos.

Los exámenes forenses no sólo confirmaron que el cuerpo pertenecía a María Soledad: además pudo establecerse que antes de ser ferozmente asesinada, había sido violada. A pesar de la conmoción que produjo este brutal episodio en la opinión pública local y luego nacional, la justicia actuaba con una morosidad pasmosa; de hecho, se tomó más de sesenta días para iniciar las pesquisas y dar curso a las actuaciones. Pronto quedó en evidencia no ya la falta de voluntad de indagar por parte de los funcionarios policiales y judiciales, sino también el ánimo de obstruir, ocultar y encubrir. Los nombres de los personajes a los que comenzó a vincularse con el asesinato estaban directamente relacionados con el poder: Guillermo Luque, hijo del diputado nacional Ángel Luque, aparecía seriamente involucrado en el caso. Ante las crecientes versiones acerca de su participación en el crimen, su padre, el diputado y referente del «saadismo», haciendo ostentación de su poder e impunidad, declaró: «Si mi hijo hubiera sido el asesino, el cadáver no habría aparecido, tengo todo el poder para eso».

La indignación popular y la firme resolución de la familia Morales, de las compañeras de María Soledad y, sobre todo, de Martha Pelloni, rectora del colegio, consiguieron encauzar el espíritu de justicia que, desde mucho tiempo atrás, latía silenciosamente en la provincia. Las célebres Marchas del silencio fueron convocando cada vez más gente. Alrededor de 25 000 personas llegaron a marchar en un una ciudad de 80 000 habitantes. Era realmente sobrecogedor presenciar el paso de semejante multitud enmudecida, cuya consigna era, precisamente, el silencio. No se escuchaban cantos, ni lemas, ni gritos exaltados; sólo se oían los pasos firmes y resueltos de aquella procesión unánime.

Conforme se renovaban las Marchas del Silencio, los jueces a cargo de la causa se iban sucediendo uno tras otro. En sólo cuatro meses pasaron tres magistrados diferentes: el primero pidió licencia por enfermedad y los dos que le siguieron fueron recusados. Mientras tanto, se iban sumando los nombres de otros personajes vinculados al poder: a Guillermo Luque se agregaron Luis Tula, Miguel Ángel Ferreyra (hijo del jefe de Policía), los mellizos Pablo y Diego Jalil (hijos del entonces intendente de la capital catamarqueña, Antonio Jalil), Arnoldo Saadi (sobrino del gobernador), Luis Eduardo Méndez y Hugo Ibáñez. El caso María Soledad no sólo empezaba a erosionar el ya maltrecho prestigio del poder catamarqueño, sino que las profundas sospechas sobre el gobierno dinástico encabezado por los Saadi proyectaban una sombra ominosa sobre la administración nacional. A comienzos de 1991, en un número de sobreactuación manifiesta, Menem decidió enviar al subcomisario Luis Patti, célebre por su afecto a la «mano dura» y acusado por torturas y violaciones a los derechos humanos, para que se hiciera cargo de la investigación. El jefe de la temible policía bonaerense simuló una depuración de la policía local, hizo declaraciones rimbombantes ante las cámaras de televisión, prometió la resolución del crimen y, finalmente, regresó a Buenos Aires con su mano tan dura como vacía. El cuarto juez que debía entender en la causa parecía, en rigor, mucho más hábil para desentenderse por completo y mirar para otro lado.

Frente a la creciente indignación popular y a la lucha irrenunciable de la hermana Martha Pelloni y de la madre de María Soledad, Ada Morales, el poder provincial comenzaba a dar muestras de debilidad. Resultaba conmovedor ver a aquellas mujeres de aspecto endeble, calmo y paciente encabezando la resistencia frente al inmenso aparato político del partido más grande del país. El desgaste de la administración era tan contundente y había salpicado tanto al gobierno nacional, que Carlos Menem decidió soltarle la mano al gobernador Ramón Saadi y dispuso la intervención de Catamarca. Pero el deterioro ya era tal que en las elecciones de abril de 2001 el «saadismo» cayó derrotado a manos del Frente Cívico encabezado por la UCR.

Sin embargo, la Justicia no parecía dispuesta a remover el pesado velo que cubría al histórico poder feudal catamarqueño. Uno tras otro, los jueces caían como hojas otoñadas. A seis años del asesinato nada había sucedido. En 1996, la apertura del juicio oral alentó algunas esperanzas; pero inmediatamente pudo advertirse la complicidad de dos de los tres jueces: las cámaras de televisión de Canal 13 pudieron plasmar en detalle los gestos que intercambiaban los magistrados para comunicarse en silencio y acordar decisiones que entorpecían el normal desenvolvimiento del juicio. Frente a las evidencias de parcialidad de los jueces, se anularon las actuaciones.

Ada Morales, Martha Pelloni y la mayor parte del pueblo catamarqueño resistieron heroicamente cada uno de los embates y los golpes bajos lanzados desde el poder. La memoria de María Soledad fue nuevamente ultrajada al ponerse en duda su honestidad. Como sucede siempre en estos casos, intentaron culpar a la víctima acusándola de salir con hombres casados. Pretendían que la joven de 17 años había corrompido al virtuoso y casto Luis Tula, en razón de lo cual, su esposa despechada había decidido matar a la lujuriosa adolescente. Estas versiones inverosímiles no hacían más que sumar indignación y avivar la hoguera de la protesta popular.

Finalmente, después de más de ocho años de lucha, en febrero de 1998, el fiscal Gustavo Taranto pudo unir los eslabones de la cadena de hechos que condujo al crimen: María Soledad, luego de la fiesta en Le Feu Rouge, se cruzó con quien había sido su novio, Luis Tula. Él la invito a Clivus y luego la dejó con el grupo de amigos encabezado por Guillermo Luque. Fueron ellos quienes más tarde la intoxicaron con cocaína y luego la violaron, hasta que sufrió un shock mortal. Intentaron reanimarla primero en la casa de Ángel Luque y luego la llevaron al Sanatorio Pasteur. Al comprobar que María Soledad no respondía a ninguna maniobra, decidieron deshacerse del cuerpo. Guillermo Luque viajó ese mismo día a Buenos Aires para inventar la coartada que jamás pudo comprobar: que cuando se produjo el asesinato él no estaba en Catamarca.

Guillermo Luque fue sentenciado a 21 años de prisión al ser encontrado culpable de los cargos de «violación seguida de muerte agravada por el uso de estupefacientes», mientras Luis Tula fue condenado a 9 años de prisión como «partícipe secundario». Sin embargo, la causa por encubrimiento que ordenó el fallo jamás fue iniciada. Al cumplir los dos tercios de la condena, a Luque le fueron concedidas salidas laborales y en abril del 2010 se le otorgó la libertad condicional.

El caso María Soledad Morales fue emblemático. Pero no fue el primero ni el último de los numerosos crímenes cometidos por el poder, al amparo de las instituciones cuya función no debería ser otorgar impunidad, sino, al contrario, velar por la integridad y la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Pero demuestra, además, que la fiesta menemista no era sólo la que se exhibía en las tapas de las revistas frívolas, sino también la que se ocultaba en los pliegues más recónditos del corazón del poder.