4.
El silencio de los insolentes
Siempre fue sugestiva la obsesión con que la Iglesia se encargó de la sexualidad a lo largo de la historia. Desde las épocas de la Conquista hasta la actualidad, el poder eclesiástico ha condenado públicamente las diversas prácticas sexuales y, de hecho, se ha valido de la excusa de las supuestas costumbres licenciosas de los pueblos autóctonos para justificar el sojuzgamiento de éstos al poder imperial español. Desde entonces en adelante, este mismo pretexto, con diferentes argumentos según las épocas, no ha dejado de tener vigencia. Sin embargo, la Iglesia casi nunca se ha ocupado de hablar de los usos que ha hecho del sexo y, sobre todo, de los abusos que han cometido sus propios miembros. Tal vez ninguna otra institución ha tenido en su haber semejante cantidad de abusadores. ¿Por qué? Quizá no haya una única respuesta, aunque las que podamos encontrar no sean excluyentes y sí complementarias. Por un lado, la castidad forzosa y la abstinencia autoimpuesta no parecen ser las mejores condiciones para una vida saludable. La resistencia a caer en los deseos de la carne, planteada en términos de lucha contra la tentación, implica la posibilidad cierta de ceder al pecado. Si a esto se suma la convivencia con personas del mismo sexo y, en el caso de los ámbitos educativos, con menores de edad, no parece difícil deducir que las víctimas de la tentación frente al pecado son siempre los más indefensos, es decir, los niños. Pero además, se suma otro elemento: ¿cuántos perversos, violadores en potencia, sexópatas de diferente catadura que mantienen una lucha interna entre el vicio y la contención, encuentran en el sacerdocio la justificación dogmática a esta disyuntiva patológica? Todas estas razones parecen coadyuvar para encontrar una explicación al elevadísimo número de violadores con sotana. La enorme cantidad de casos de abusos sistemáticos alrededor del mundo, revelan, además, la complicidad de las máximas autoridades y el pacto de silencio entre los miembros de la Iglesia. Pero lo más sorprendente del caso es que no se trata de un pacto tácito.
En el año 1962 el Vaticano emitió un documento confidencial que daba instrucciones precisas a cada obispo para ocultar los casos de abuso sexual que se produjeran en cada diócesis. El instructivo se titulaba Crimine Solicitacionis y su carácter secreto implicaba el castigo de la excomunión a quien lo diera a conocer. El documento se refería particularmente al «sacerdote que mantenga relaciones sexuales con otro hombre o con jóvenes de ambos sexos o animales brutos». Hubiera resultado conmovedora la franciscana piedad hacia los animales si no hubiese sido porque los equiparaba con los niños. Sin embargo, el carácter secreto del documento hacía sospechar que, en realidad, la Iglesia consideraba que la verdadera víctima a la que debía protegerse con el silencio era el sacerdote. ¿Qué culpa podía tener un pobre pastor de haber caído ante los encantos de una vaca voluptuosa o de un tierno monaguillo?
Por supuesto, la Iglesia argentina no ha estado exenta de cumplir con el documento secreto emitido por el Vaticano. De hecho, tan obediente ha sido que, para mostrar su acatamiento a las órdenes surgidas de Roma, muchos de sus miembros se han esforzado al máximo para justificar la existencia de las directivas expresadas en Crimine solicitacionis. Los casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes en la Argentina han sido tantos que merecerían varios volúmenes. Pero el que más repercusión tuvo en la opinión pública fue, sin dudas, el que terminó con la condena judicial del «padre» Grassi.
Julio César Grassi era un sacerdote que durante la década de los 90 tenía estrechos vínculos con diversos funcionarios y personajes de la farándula local. Gozaba de una amplia difusión en los medios y solía aparecer en programas televisivos con muchísima audiencia. Dirigía la Fundación Felices los Niños, una institución que albergaba a menores carecientes y recibía generosos aportes gracias a su dilatada exposición pública. A tono con la época, el sacerdote no dudaba en participar de cuanta reunión social le asegurara al menos una foto en las páginas de las revistas de espectáculos junto a políticos, actores, vedettes y conductores televisivos, siempre con la excusa de recaudar dinero para su fundación.
En octubre de 2002, un joven de 19 años denunció en los tribunales de San Isidro que, cuatro años antes, el cura «lo había llevado a practicar sexo oral». El 23 de octubre, en el programa televisivo Telenoche Investiga, la periodista Miriam Lewin presentó una investigación en la que dos jóvenes pertenecientes a la Fundación Felices los Niños denunciaron al sacerdote por abuso sexual. La emisión del programa provocó el asombro y la indignación de muchos de los personajes que hasta entonces solían mostrarse con el «padre» Grassi. Unos pocos, en cambio, mantuvieron una cerrada defensa del religioso, mientras la Iglesia, obediente al documento Crimine solicitacionis, mantenía el mismo silencio cómplice con el que había amparado a otros religiosos en diversas denuncias semejantes. El fiscal Adrián Flores, ante las evidencias y los testimonios de los jóvenes protegidos bajo los nombres ficticios de Gabriel y Ezequiel, pidió la detención de Julio César Grassi. El 24 de octubre, el cura se entregó en la fiscalía y fue detenido. Sin embargo, un mes después recuperó la libertad bajo una caución juratoria que le impedía permanecer a solas con los menores en la fundación. A pesar del otorgamiento de la libertad, el proceso judicial en su contra siguió adelante. Quienes se atrevían a defender a Grassi en público eran cada vez menos. La Iglesia mantenía un hermético mutismo.
Julio César Grassi, valiéndose de sus poderosos contactos en los medios, sus vínculos con el poder y de su pertenencia a la Iglesia, aprovechó la libertad para iniciar una frenética campaña mediática. Las apariciones del cura en televisión clamando su inocencia y denunciando una improbable campaña para perjudicarlo, sumadas a las presiones menos visibles de ciertos oscuros personajes ligados al mundo de los negocios, la política, los medios de difusión y el poder eclesiástico, finalmente dieron sus frutos: el 12 de diciembre, el defensor de Grassi, el abogado Miguel Ángel Pierri, en una teatral conferencia de prensa, hizo público un hecho que sorprendió a la sociedad: el muchacho conocido como Ezequiel había resuelto retractarse de sus acusaciones ante el juez de menores Ricardo Oyama. Sin embargo, ante la evidencia de serias irregularidades, el abogado de la querella, Juan Pablo Gallego, planteó la nulidad de la presentación de la defensa del cura. Todo se había hecho con tanta torpeza y alevosía, que el propio Pierri terminó preso y al juez le fue pedido el juicio político.
El 18 de noviembre de 2003, Julio César Grassi, ante los sucesivos reveses, decidió recusar a la totalidad del Poder Judicial de la Provincia de Buenos Aires, aunque semejante pretensión le fue denegada. A partir de ese momento comenzaron a sucederse una serie de amenazas e inclusive atentados contra varios testigos de la causa. El poder oculto detrás del religioso era tan fuerte que llegó a torcer el curso del juicio: en febrero de 2006, el Tribunal Oral Criminal N.º 4 de Morón impuso una cantidad de trabas arbitrarias a la querella, llegando a impedir que el abogado de los jóvenes abusados participara de las audiencias, a la vez que desestimaba pruebas fundamentales y rechazaba testigos clave de la acusación. El mismo tribunal se negó a incorporar a la causa otras actuaciones iniciadas en la provincia de Santa Cruz por acusaciones semejantes. En el año 2006 la causa recayó en el Tribunal Criminal de Morón y en 2008 se inició el juicio oral contra Julio César Grassi luego de seis años de tortuosas actuaciones.
Por fin, el 14 de septiembre de 2010, la Cámara de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires confirmó la condena a 15 años de prisión de Julio César Grassi dictada en 2009 por el tribunal de Morón. Sin embargo, para indignación de las víctimas, en detrimento de la igualdad ante la Ley y demostrando el enorme poder que se mantiene oculto detrás del religioso, el abusador con sotana permanecerá libre hasta que se expida la Corte bonaerense, lo cual podría demorar años.
A propósito de semejante arbitrariedad, Paula Litvachky, directora del Programa Justicia Democrática del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), sostuvo:
En la provincia de Buenos Aires no hay igualdad ante la ley. El 73% de la población de los penales (unas 22.400 personas) está presa sin sentencia firme. Y lo que es peor, más de la mitad de esa gente ni siquiera tuvo todavía un juicio oral (…) Este caso es una manifestación evidente de la aplicación desigual del derecho penal en la provincia.
Para entender los motivos de tanta impunidad, no basta con los hechos que están a la vista, las crónicas periodísticas y los centenares de fojas judiciales. Existen otras razones.
La Fundación Felices los Niños recibía sumas astronómicas de dinero. Por parte del Estado cobró 2 millones de pesos desde su fundación. Pero además, contaba con la colaboración de empresas y particulares como Soldati y Grondona, entre otros, según admitió el propio Grassi. Por otra parte, no puede desvincularse del caso y sus derivaciones una serie de sucesos al menos poco transparentes. Los hechos turbios que rodearon a Grassi no sólo estuvieron relacionados con los escándalos sexuales, sino, además, con negociados no demasiado claros de la fundación dirigida por Grassi con personajes como Rodolfo Galimberti (uno de los más altos dirigentes de Montoneros), Jorge Born (primero víctima de su secuestro por parte de Montoneros y luego socio de Galimberti en otros negocios), Susana Giménez y Jorge «Corcho» Rodríguez (por entonces, pareja de la conductora de televisión), todos ellos vinculados directa o indirectamente, a la empresa Hard Communication.
Hacia fines de los noventas, en el programa de Susana Giménez se había organizado un concurso «solidario» para que los televidentes colaboraran con la fundación Felices los Niños por medio de llamados pagos a una línea telefónica vinculada a la empresa Hard Communication. En agosto de 1998 Julio César Grassi aseguró haber sido «estafado»; según declaró, nunca había recibido la suma del dinero recaudado que habían acordado. En 1999 Jorge Rodríguez y Galimberti fueron procesados por defraudación; el primero resultó absuelto y el jefe montonero no llegó al fallo, ya que murió en febrero de 2002. Según informó Clarín el 6 de julio de 2000, los procesados y el «padre» Grassi habrían arribado a un acuerdo extrajudicial. Este pacto secreto habría sido fundamental para el resultado del proceso judicial: ante el juez, Grassi declaró que había cobrado «lo correcto». En un artículo publicado en Página/12 el 19 de septiembre de 2002, se sostiene:
El propio Grassi reconoció que la liquidación que recibió, por un monto de 1.080.000 pesos, «era la correcta, según dijo el contador» que lo representó en las negociaciones «extrajudiciales». Ni los jueces ni el fiscal llevaron a fondo el tema que había sido señalado como crucial durante la instrucción: ¿es legal que a Grassi le hayan pagado el 7 por ciento de los 15 millones recaudados o debía recibir más de 7 millones de pesos, como surge de un decreto ley vigente en esos años? El interrogante sigue abierto.
Julio César Grassi, a pesar de haber sido condenado, sigue siendo sacerdote. El caso del «padre» Grassi ilustra de qué manera la Iglesia ha estado involucrada en abusos sexuales y negociados poco transparentes.
Pero, como hemos dicho, el de Grassi constituye apenas un mínimo ejemplo. En noviembre de 2004 el sacerdote Luis Sierra fue condenado a ocho años de prisión por abusar sexualmente de tres monaguillos que asistían como alumnos a un colegio religioso de Claypole. En 1993, el exarzobispo de Santa Fe, Edgardo Gabriel Storni, fue acusado de abuso sexual contra un seminarista, pero no fue juzgado sino hasta el año 2003 muy poco tiempo antes de que la causa prescribiera. En noviembre de 2007, la Justicia sentenció al «padre» Mario Napoleón Sasso a diecisiete años de prisión por considerarlo culpable del abuso sexual de un grupo de niñas menores de 14 años que concurrían al comedor de Pilar que estaba bajo su dirección. En fin, la lista es verdaderamente extensa y no alcanzaría sólo con un capítulo para referir cada caso.
A la luz de los numerosos abusos sexuales, se entiende con claridad por qué el Vaticano consideró necesario el documento secreto redactado en 1962 para otorgar silencio e impunidad a sus miembros en problemas.