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El sexo y la sangre

El 24 de marzo de 1976 tuvo lugar el golpe de Estado que dio inicio a la dictadura militar más sangrienta de la historia argentina. El derrocamiento de Isabel Martínez de Perón por parte de la junta militar integrada por Videla, Massera y Agosti, comandantes del ejército, la marina y la aviación, respectivamente, desató la represión más feroz, sistemática y criminal de la que guarde memoria este país. El golpe contó con el apoyo de un arco político que iba desde el Partido Comunista hasta los sectores liberales, conservadores, algunos referentes del radicalismo, una parte del justicialismo ligado al sindicalismo de derecha y la cúpula de la Iglesia Católica. Recibió, además, el respaldo explícito y militante de periodistas tan diferentes como Mariano Grondona y Bernardo Neustadt por un lado, y Jacobo Timerman y su hijo Héctor por otro, y de un amplio espectro de la prensa gráfica y audiovisual. Desde la revista filonazi Cabildo hasta el diario progresista La Opinión, diversas publicaciones celebraron el golpe militar. Pero el autodenominado «Proceso de Reorganización Nacional» no fue generoso ni siquiera con muchos de sus mentores y aduladores: Jacobo Timerman, director de La Opinión, cuya portada del 31 de marzo del 76 caracterizaba al golpe con el benévolo titular «Bajo el signo de la moderación», fue secuestrado, desaparecido y torturado por aquella misma dictadura «moderada».

La razón invocada por aquel abanico cívico-militar para justificar el golpe fue la de poner fin a la violencia de las organizaciones armadas surgidas durante los años anteriores: Montoneros y las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), de filiación peronista; el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), de orientación marxista y los demás grupos armados menores. Sin embargo, el propósito de la dictadura no fue diferente del de sus antecesoras remotas, desde el golpe encabezado por Uriburu hasta el de Onganía pasando por la llamada Revolución Libertadora: otorgar poder irrestricto a los sectores de la oligarquía, sus socios y mandantes de las corporaciones multinacionales y los grupos económicos concentrados. Así, bajo la excusa declarada de la lucha contra la subversión, se estableció un modelo liberal obediente a las directivas del Fondo Monetario Internacional (FMI) que favorecía a los intereses de los sectores más poderosos. Basta revisar la lista de ministros y secretarios para comprobar con qué descaro se benefició a las corporaciones que, de hecho, ya retenían el poder económico: José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía, era presidente del Consejo Empresario Argentino; Jorge Zorreguieta, secretario de Ganadería, era titular de la Sociedad Rural Argentina; Adolfo Diz, designado presidente del Banco Central, era director ejecutivo del FMI y encabezaba la Asociación de Bancos de la Argentina (ADEBA); en tanto, la Secretaría de Programación y Coordinación Económica fue para Guillermo Walter Klein, quien estaba al frente de la Cámara Argentina de Comercio. Es decir, se transfirió de manera desembozada el poder político al poder económico mudando, literalmente, los despachos de los dirigentes de las corporaciones a la administración pública.

El saldo económico que dejó la dictadura significó la destrucción del aparato productivo industrial, la virtual desaparición de la pequeña y mediana industria, la estatización de 45 000 millones de deuda privada fraudulenta en perjuicio de toda la sociedad, el congelamiento de los salarios y su caída relativa al nivel más bajo desde la década de 1930, el crecimiento de la pobreza del 6% en 1975 al 40% de la población en 1983, el remate y la pérdida en masa de las viviendas de miles de argentinos a causa de los créditos hipotecarios que alcanzaron tasas cercanas al 100%. Estas fueron algunas de las consecuencias de la política económica implementada por Martínez de Hoz y sus sucesores.

Por otra parte, no puede sustraerse el golpe militar argentino del mapa político y económico continental regido, a la sazón, por la Doctrina de Seguridad Nacional impartida, fomentada y sostenida por los Estados Unidos. De hecho, todos los gobiernos democráticos de la región ya habían sido derrocados y reemplazados por regímenes de facto. Pinochet en Chile, Geisel en Brasil, Banzer en Bolivia, Bordaberry en Uruguay y la vieja dictadura de Stroessner en Paraguay constituían el marco externo que propició el golpe en la Argentina.

Como en ocasiones anteriores, la flamante dictadura disolvió el Congreso Nacional y lo sustituyó por una Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL), destituyó a los miembros de la Suprema Corte de Justicia y los reemplazó por funcionarios adictos, mientras las autoridades provinciales fueron depuestas y, en su lugar, se nombraron gobernadores de facto provenientes, en su mayoría, del Ejército. El país se convirtió en un escenario de operaciones castrenses y se lo dividió en cinco zonas militares, cada una de las cuales se repartió entre los cinco cuerpos del Ejército. Las «zonas», a su vez, estaban subdivididas en «subzonas» y, luego, en «áreas». Esta estructura militarizada se completaba por la acción de los llamados «grupos de tareas» de las diferentes fuerzas. Bajo este esquema se lanzó un plan sistemático de exterminio, que incluyó homicidios, desaparición forzosa de personas, torturas, secuestros, sustracción y apropiación de menores, entre otras tantas figuras aberrantes.

Durante el autoproclamado «Proceso de Reorganización Nacional» hubo cerca de 340 centros clandestinos de detención, por cuyas sórdidas mazmorras pasaron miles de detenidos-desaparecidos. En Capital Federal funcionaban la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el Olimpo, Automotores Orletti y el Club Atlético; en la provincia de Buenos Aires, el Vesubio, COTI-Martínez, el Campito, el Pozo de Banfield y el Pozo de Quilmes; en Córdoba, La Perla, la Polaca, la Cárcel de Encausados, el Embudo y la Perla chica; en Santa Fe, el Batallón Comunicaciones Comando 121, la Brigada de Investigaciones Policía de Santa Fe y la Guardia de Infantería Reforzada; en Tucumán, el Ingenio Bella Vista, la Jefatura Central de Policía y el Comando Radioeléctrico; en Corrientes, el Campo Hípico Goya y el Regimiento de Infantería 9. Éstos eran sólo algunos de los tantos lugares de detención. Numerosas comisarías, cuarteles e instalaciones policiales y militares a lo largo y a lo ancho de todo el país funcionaron como centros clandestinos en los que fueron secuestrados, encarcelados, torturados y desaparecidos miles de personas.

Fiel a la tradición y a los métodos nazi-fascistas, la dictadura militar profundizó la persecución a homosexuales, prostitutas, lesbianas, travestis y transexuales. Impuso una fortísima censura en el cine, en el teatro y en los medios de comunicación gráficos y audiovisuales: estaba terminantemente prohibido tocar cualquier tema que rozara la sexualidad. El Estado totalitario era tal, que ningún asunto, ni siquiera los atinentes al sexo y la reproducción, escapaban de la órbita de la Doctrina de la Seguridad Nacional. En 1977 se sancionó el decreto 3938 cuya normativa pretendía establecer los «Objetivos y Políticas de Población». En su articulado podía leerse:

El bajo crecimiento demográfico y la distorsionada distribución geográfica de la población constituye un obstáculo para la realización plena de la Nación, para alcanzar el objetivo de «Argentina Potencia» y para salvaguardar la Seguridad Nacional.

Dueños de la vida y de la muerte, creyéndose exentos del imperio de la ley, los militares que mantenían presos en forma clandestina, que se apropiaban de los niños nacidos en cautiverio y asesinaban a sus padres, pretendían extender este criterio «demográfico» mediante la nueva norma: el crecimiento de la población debía producirse bajo los designios del «Ser Nacional, Occidental y Cristiano» y extenderse por sobre el germen del «enemigo marxista» en el marco de la «Seguridad Nacional» y en función del ideal de la «Argentina Potencia». Estas palabras, repetidas hasta el hartazgo, eran aplicables a cualquier cosa: al sexo, a la educación, a la música o al fútbol. Nada quedaba afuera de la pretendida «lucha contra la subversión». La ley sancionada por la dictadura eliminaba toda actividad que promoviera el control de natalidad; sin embargo, no puede dejar de señalarse el cinismo de tal afirmación: en los hechos, el control de natalidad se ejercía en forma clandestina en los centros de detención mediante el asesinato, la apropiación y el despojo de la identidad de cientos de recién nacidos.