XI
Bouthemont fue el primero en llegar aquel día al té de las cuatro, en casa de la señora Desforges. Ésta, sola aún en el gran salón Luis XVI, al que tan alegre claridad prestaban los herrajes de cobre y los brocateles, se puso en pie con expresión impaciente, al tiempo que decía:
—¿Qué hay?
—Pues hay —repuso el joven— que cuando le he dicho que lo más probable era que subiera a saludarla a usted, me ha prometido formalmente que vendría.
—¿Le ha insinuado usted que esperaba hoy al barón?
—Desde luego… Eso es lo que, al parecer, ha hecho que se decidiera.
Se referían a Mouret. El año anterior, éste había comenzado a sentir un repentino afecto por Bouthemont, hasta el punto de admitirlo como compañero de diversiones. Había llegado incluso a presentarlo en casa de Henriette, satisfecho de encontrar siempre allí a un devoto suyo que añadiese cierta animación a aquellos amores que ya empezaban a hastiarlo. Y, de esta forma, el encargado de la seda había acabado por convertirse en confidente de su jefe y de la linda viuda: les hacía los recados, charlaba con cada uno de ellos del otro y, a veces, terciaba en sus enfados. Henriette, cuando sufría ataques de celos, se mostraba con él de una intimidad que lo sorprendía y le causaba cierto embarazo, pues perdía ella su prudencia de mujer de mundo ducha en mantener las apariencias.
Exclamó ahora con tono airado:
—Tenía que haberlo traído con usted. Así habría tenido la seguridad de que venía.
—¡Qué le vamos a hacer! —dijo él con su campechana risa—. No tengo yo la culpa de que esta temporada esté tan escurridizo. Pero la verdad es que me aprecia. Sin él, tendría yo las cosas feas.
Ya que, en efecto, desde el último balance, no tenía seguridad alguna de conservar el puesto en El Paraíso de las Damas. Por mucho que había alegado que la estación había sido muy lluviosa, no le perdonaban las considerables remesas sobrantes de sedas de fantasía. Y, como Hutin sacaba partido a la circunstancia y le iba minando el terreno ante los jefes con creciente y solapado tesón, Bouthemont se daba perfecta cuenta de que el suelo se le iba abriendo bajo los pies. Mouret lo tenía condenado, pues ahora, probablemente, le resultaba fastidioso aquel testigo, que podía suponer una traba a la hora de romper, y se había cansado de un trato familiar del que no sacaba ya nada en limpio. Pero, fiel a su táctica habitual, colocaba a Bourdoncle en primera línea: eran Bourdoncle y los demás partícipes los que exigían, en todos los consejos, el despido. Y él se resistía, mientras tanto, o al menos eso decía, defendiendo a su amigo con gran brío, aun a riesgo de graves contrariedades.
—En fin, esperaremos —dijo la señora Desforges—. Ya sabe que esa muchacha estará aquí a las cinco… Quiero provocar un encuentro. Es menester que sepa lo que me ocultan.
Repasó aquel plan que tanto había meditado; repitió, febrilmente, que había rogado a la señora Aurélie que enviase a Denise para el arreglo de un abrigo que le sentaba mal. Cuando hubiera conseguido meter a la joven en su cuarto, no dejaría de dar con el medio de hacer entrar a Mouret. Y, luego, pasaría a la acción.
Bouthemont, sentado frente a ella, la miraba con sus hermosos ojos risueños, a los que intentaba infundir seriedad. Aquel individuo bienhumorado, de barba negra como el carbón, aquel juerguista bullanguero, a cuyo rostro asomaba la ardiente sangre gascona, estaba pensando que no podía decirse que las mujeres de mundo fueran buenas y que, cuando se atrevían a mostrar lo que llevaban dentro, dejaban al aire muchas miserias. Por descontado que las amantes de sus amigos, empleadas de comercio, no se permitían confidencias tan completas.
—Vamos a ver —se atrevió a decir, por fin—, ¿por qué anda tan pendiente de ese asunto? ¿No le he jurado ya que no hay nada en absoluto entre ellos?
—¡Precisamente por eso! —exclamó ella—. De ésta se ha enamorado…, Me importan un comino las demás, que son simples encuentros, azar de un día.
Citó desdeñosamente a Clara. Le habían contado, desde luego, que Mouret, tras rechazarlo Denise, había vuelto a los brazos de aquella pelirroja alta y con cara de caballo, sin duda por deliberado cálculo, ya que la conservaba en el departamento y la colmaba de regalos para dejar patente la relación que mantenía con ella. Por lo demás, desde hacía casi tres meses, llevaba una vida de desaforados placeres, despilfarrando el dinero con una prodigalidad que daba que hablar. Le había comprado un palacete a una perdida que había conocido entre bastidores y se estaba dejando desplumar, a un tiempo, por dos o tres golfas, que parecían rivalizar en costosos y necios caprichos.
—La culpa la tiene esa mujer —repetía Henriette—. Sé que si se gasta una fortuna con otras, es porque ella lo ha rechazado. ¡Y, además, a mí qué me importa su dinero! Más me habría gustado que fuera pobre. Bien sabe usted, ahora que es amigo nuestro, cómo lo quiero.
Calló, al quebrársele la voz, a punto de dar rienda suelta a las lágrimas; y, con confiado ademán, tendió a Bouthemont ambas manos. Adoraba a Mouret, era muy cierto, porque era joven y triunfaba; nunca se había apoderado de ella tan por completo un hombre, haciendo vibrar a un tiempo su carne y su orgullo; pero, cuando pensaba que podía perderlo, oía también doblar las campanas que anunciaban cuarenta años, y se preguntaba, aterrada, cómo podría hallar un sustituto para aquel gran amor.
—¡Pero me vengaré! —murmuró—. ¡Si se porta mal, me vengaré! Bouthemont seguía teniéndole cogidas las manos. Aún era hermosa. Pero sería una amante incómoda lo que le parecía muy poco conveniente. No obstante, valía la pena tomar el asunto en consideración. Quizá mereciera la pena arriesgarse a padecer algunas complicaciones.
—¿Por qué no se establece usted por su cuenta? —dijo ella de repente, al tiempo que se soltaba.
El se quedó atónito. Luego, respondió:
—Es que harían falta unos fondos considerables… El año pasado, anduve dándole vueltas. Estoy convencido de que en París puede haber clientela para un par de grandes almacenes más. Sólo que habría que escoger bien el barrio. La orilla izquierda es de El Económico, y el centro, de El Louvre; nosotros, con El Paraíso, acaparamos los barrios acomodados del oeste. Queda el norte, en donde se podría hacer la competencia a La Plaza de Clichy. Y yo había dado con un emplazamiento espléndido, cerca de la ópera.
—¿Y bien?
Él soltó una ruidosa carcajada:
—Figúrese que cometí la estupidez de hablarle de ello a mi padre… Sí, fui lo bastante ingenuo para pedirle que buscase accionistas en Toulouse.
Y le refirió jovialmente el enfado del buen hombre, rabiando contra los grandes bazares parisinos en su tiendecita de provincias. Bouthemont padre, que tenía atragantados los treinta mil francos que ganaba su hijo, le había respondido que prefería donar su dinero y el de sus amigos al hospicio antes que participar, aunque sólo fuera con un céntimo, en uno de esos grandes almacenes que eran los prostíbulos del comercio.
—Y, además —concluyó el joven—, se necesitarían millones.
—¿Y si los encontrásemos? —dijo sencillamente la señora Desforges.
El se puso serio de pronto y la miró. ¿Era sólo una frase de mujer celosa? Pero ella, sin darle tiempo para que le preguntase nada, añadió:
—Bien está, ya sabe cuánto me intereso por usted… Volveremos a hablar de esto.
Había sonado el timbre en el recibidor y ella se levantó. Bouthemont, por su parte, apartó instintivamente la silla, como si hubiera entrado ya alguien y pudiera sorprenderlos. Reinó el silencio en el salón de risueñas tapicerías, tan bien surtido de plantas de interior que, entre las dos ventanas, parecía crecer un bosquecillo. La señora Desforges permanecía a la expectativa, atenta a lo que se oía tras la puerta.
—Es él —susurró.
El lacayo anunció:
—El señor Mouret; el señor De Vallagnosc.
Henriette no pudo reprimir un ademán airado. ¿Por qué venía acompañado? Debía de haber ido a buscar a su amigo por temor a un posible encuentro a solas. Luego, sonrió al tender la mano a ambos hombres.
—¡Qué poco se prodiga últimamente, señor Mouret! Y también va esto por usted, señor De Vallagnosc.
Desesperaba a Henriette darse cuenta de que iba engordando. Y se embutía en ceñidos vestidos de seda negra para disimular que estaba cada vez más metida en carnes. No obstante, el bonito rostro, que coronaba la negra cabellera, conservaba una grata delicadeza. Y Mouret pudo, pues, decirle, abarcándola con una mirada:
—No merece la pena preguntarle qué tal está… Tan rozagante como una rosa.
—Huy, demasiada buena salud tengo —repuso ella—. Aunque, si me hubiera muerto, usted ni se habría enterado.
También ella lo sometía a un examen. Y lo encontraba nervioso y cansado, con ojeras y la tez plomiza.
—Pues yo no pienso devolverle el halago —añadió, intentando que el tono fuera festivo—. Esta tarde no tiene usted muy buen aspecto que digamos.
—¡El trabajo! —dijo Vallagnosc.
Mouret hizo un gesto impreciso y no respondió. Acababa de ver a Bouthemont y le estaba dirigiendo una amistosa inclinación de cabeza. En la época en que eran íntimos, iba a recogerlo en persona al departamento y se lo llevaba a casa de Henriette durante las horas de más trabajo de la tarde. Pero ya habían pasado aquellos tiempos; y le dijo a media voz.
—Muy pronto ha salido usted hoy… Sabrá que hay quien se ha fijado en que se iba; los tiene a todos muy enfadados.
Se refería a Bourdoncle y a los demás partícipes, como si él no fuera el amo.
—¿Ah, sí? —susurró Bouthemont, preocupado.
—Sí, tengo que hablar con usted… Espéreme y nos iremos juntos.
Entre tanto, Henriette se había vuelto a sentar; mientras escuchaba a Vallagnosc, que le estaba anunciando la probable visita de la señora De Boves, no apartaba los ojos de Mouret. Éste había vuelto a quedarse callado; miraba los muebles parecía estar inspeccionando el techo. Mas, al quejarse ella, bromeando, de que ya sólo viniesen hombres a su té de las cuatro, se le escapó, en un descuido:
—Creía que iba a estar aquí el barón Hartmann.
Henriette se puso pálida. Sabía, por cierto, que sólo había venido a su casa para coincidir allí con el barón; pero podría haber evitado el arrojarle así su indiferencia a la cara. Precisamente entonces se abrió la puerta y el lacayo se quedó de pie, tras ella. Cuando la señora Desforges le preguntó qué quería con un gesto de la cabeza, éste le dijo en voz muy baja, inclinándose:
—Es por el abrigo. La señora me dijo que la avisase… Está aquí la señorita.
Ella, entonces, alzó el tono de voz para que todo el mundo la oyera. Sus dolorosos celos hallaron desahogo en estas palabras, despectivamente secas:
—¡Que espere!
—¿La paso al tocador de la señora? —No, no, que se quede en el recibidor.
Y, tras irse el lacayo, siguió charlando tranquilamente con Vallagnosc. Mouret, absorto de nuevo en su cansancio, había atendido distraídamente, sin percatarse de lo que sucedía. Bouthemont, al que preocupaba la aventura, estaba pensativo. Pero la puerta volvió a abrirse casi en seguida, e introdujeron a dos señoras.
—Figúrense que estaba bajando del coche cuando vi que venía la señora De Boves por los soportales —dijo la señora Marty.
—Sí —explicó ésta—; hace muy bueno. Y como el médico me dice siempre que ande…
Tras una ronda de apretones de manos, le preguntó a Henriette:
—¿Está usted buscando doncella nueva?
—No —respondió ella, asombrada—. ¿Por qué?
—Es que acabo de ver a una joven en el recibidor… Henriette la interrumpió entre risas:
—¿A que todas esas chicas del comercio tienen traza de criadas? Sí, es una dependiente que ha venido para retocarme un abrigo.
Mouret la miró fijamente, con una leve sospecha. Ella seguía hablando con forzada jovialidad y contaba que se había comprado un abrigo de confección en El Paraíso de las Damas la semana anterior.
—¡Anda! —dijo la señora Marty—. ¿Ya no la viste Sauveur?
—Claro que sí, querida. Pero quise hacer un experimento. Y, además, había quedado bastante satisfecha con una primera compra, un abrigo de viaje… Pero esta vez ha sido un fracaso. Huy, no me ando por las ramas, lo digo aunque esté delante el señor Mouret… Nunca podrán ustedes vestir a una dama a poco distinguida que sea.
En vez de romper una lanza en favor de su establecimiento, Mouret seguía mirando fijamente a Henriette, diciéndose en su fuero interno, para tranquilizarse, que no podía haberse atrevido a tanto. Y fue Bouthemont el que tuvo que salir en defensa de El Paraíso.
—Si todas las mujeres de buena sociedad que se visten en nuestra tienda lo fueran pregonando —replicó con tono alegre—, se quedaría usted muy asombrada al enterarse de con qué clientes contamos… Encárguenos una prenda a medida: no desmerecerá de las de Sauveur y le costará la mitad. Pero, claro está, siempre habrá a quien le parezca peor precisamente por ser más barata.
—¿Así que el abrigo de confección no le sienta bien? —siguió diciendo la señora De Boyes—. Ahora me suena la dependiente… Su recibidor está un poco oscuro.
—Sí —añadió la señora Marty—; me estaba preguntando dónde había visto antes esa cara… Pues atiéndala, amiga mía, por nosotras no se preocupe.
Henriette hizo un gesto de desdeñosa despreocupación.
—Tiempo habrá. No corre prisa.
Las señoras siguieron hablando de la ropa de los grandes almacenes. Luego, la señora De Boves sacó a colación a su marido, que, al parecer, acababa de irse de gira de inspección al depósito de sementales de Saint-Lô. Y, como por casualidad, Henriette comentó que la señora Guibal había tenido que salir la víspera hacia el Franco Condado para atender a una tía enferma. Por lo demás, tampoco esperaba esa tarde a la señora Bourdelais, que, todos los fines de mes, se encerraba con una costurera para pasar revista a la ropa blanca de su gente menuda. En tanto, a la señora Marty parecía tenerla soliviantada una sorda preocupación. El señor Marty estaba a punto de perder el puesto en el Liceo Bonaparte, pues el infeliz había estado impartiendo clases en centros de dudosa reputación, que traficaban con los títulos de bachiller; se dedicaba febrilmente a sacar dinero de donde fuera para hacer frente a los rabiosos despilfarros que asolaban su hogar. Y a su mujer, al verlo llorar una noche, temiendo que lo despidiesen, se le había ocurrido la idea de recurrir a su amiga Henriette para que intercediese ante un director del Ministerio de Instrucción Pública, conocido suyo. Henriette la tranquilizó, al fin, en pocas palabras. Por lo demás, el señor Marty iba a venir luego a enterarse de qué suerte iba a ser la suya y a dar las gracias.
—Parece usted indispuesto, señor Mouret —comentó la señora De Boves.
—¡El trabajo! —repitió Vallagnosc, con su flemática ironía.
Mouret se puso en pie en seguida, como un hombre que lamenta haber bajado la guardia. Ocupó su sitio de costumbre, entre las señoras, y recobró por completo su habitual encanto. Andaba preparando las novedades de invierno; dijo que había llegado una gran remesa de encajes. Y la señora De Boves le preguntó por el precio del punto de Alenzón. Quizá comprase unos cuantos metros. Había llegado al extremo de tener que ahorrar el franco y medio que costaba un coche, y volvía a casa descompuesta, tras haberse detenido ante tenderetes y escaparates. Envuelta en un abrigo que tenía ya dos años, soñaba que colocaba en sus hombros de reina cuantas telas caras veía; y, al despertar y verse con aquellas ropas remozadas, sin esperanza alguna de poder satisfacer nunca su pasión, sentía como si le arrancasen aquellas telas de la piel a tirones.
—El señor barón Hartmann —anunció el lacayo.
Henriette se lijó en el gozoso apretón de manos con que recibía Mouret al recién llegado. Éste saludó a las señoras y miró al joven con la expresión sutil que iluminaba a ratos su tosco rostro de alsaciano.
—Seguimos a vueltas con los trapos —susurró, sonriente.
Luego, como persona de la casa, se permitió añadir:
—¿Quién es esa jovencita tan encantadora que he visto en el recibidor?
—¡Bah! ¡Nadie! —respondió la señora Desforges con su acento más cruel—. Una dependiente que está esperando.
Pero la puerta había quedado entreabierta, pues el lacayo estaba sirviendo el té. Salía, volvía a entrar, colocaba en el velador el juego de porcelana china, luego, unas fuentes con emparedados y pastas. En el amplio salón, una luz radiante, que suavizaban las plantas, encendía los cobres, inundaba de tierno júbilo la seda de los muebles; y, cada vez que se abría la puerta, se vislumbraba una esquina oscura del recibidor, que sólo iluminaban unos cristales esmerilados. Allí, en la sombra, se perfilaba una silueta inmóvil y paciente. Denise permanecía de pie; cierto era que había allí un asiento corrido tapizado de cuero. Pero un sentimiento de orgullo la apartaba de él. Era consciente del feo que le hacían. Llevaba allí media hora, sin hacer un gesto, sin decir una palabra. Las señoras y el barón se habían quedado mirándola al pasar; ahora, llegaban hasta ella las voces del salón, en ráfagas ligeras; la indiferencia de todo aquel confortable lujo era como una bofetada. Y seguía sin moverse. De pronto, por la rendija de la puerta, reconoció a Mouret. El acababa, al fin, de intuirla.
—¿Es una de sus empleadas? —le preguntó el barón.
Mouret había conseguido disimular cuán turbado se hallaba. Sólo la voz le tembló de emoción.
—Lo más probable; pero no sé de quién se trata.
—Es la rubita de confección —se apresuró a contestar la señora Marty—; la segunda encargada, me parece.
Ahora era Henriette la que lo miraba.
—¡Ah! —dijo él, sin más.
E intentó orientar la conversación hacia los festejos que se estaban organizado en honor del rey de Prusia, que había llegado la víspera a París. Pero el barón, malicioso, volvió a sacar el tema de las dependientes de los grandes almacenes. Fingía que quería informarse y hacía preguntas: ¿de dónde solían proceder? ¿Eran tan desvergonzadas como se decía? Y se entabló una animada charla.
—¿De verdad opina usted que son muchachas decentes? —repetía el barón.
Mouret las defendía, proclamando que eran jóvenes virtuosas, con una convicción que despertaba la hilaridad de Vallagnosc. Entonces intervino Bouthemont, para sacar del apuro a su jefe. El caso es que había de todo: viciosas y buenas chicas. Y, además, iban teniendo cada vez mejores costumbres. Al principio, nada más se presentaban para esos puestos las desclasadas del comercio; sólo las muchachas débiles y pobres iban a dar a los establecimientos de novedades. Mientras que ahora, por ejemplo, era un hecho que las familias de la calle de Sévres criaban a sus hijas, desde pequeñas, para colocarlas en El Económico. En resumidas cuentas, si querían ser decentes, podían serlo, pues se Hallaban libres de la carga de tener que buscarse alojamiento y manutención, como les sucedía a las operarias humildes de París. Estaban mantenidas y alojadas; tenían la vida asegurada; una vida muy dura, eso sí. Lo peor era su situación intermedia, poco clara, entre la tendera y la señora. Arrojadas de esta forma a un mundo de lujos, sin poseer las más de las veces, la instrucción más elemental, formaban una clase aparte, que aún no sabía nombrar nadie. De ahí nacían sus miserias y sus vicios.
—Pues yo no he visto nunca criaturas más desagradables —dijo la señora De Boves—. A veces entran ganas de abofetearlas.
Y las señoras no ocultaron ya su rencor. Ante los mostradores, había enfrentamientos sangrantes; las mujeres se devoraban entre sí en cruentas luchas por el dinero y la belleza. Las dependientes sentían una hosca envidia hacia las clientes bien vestidas, aquellas señoras cuyo aspecto y comportamiento se esforzaban en remedar; y más agria aún era la envidia de las clientes modestas, de las pequeñas burguesas, ante las dependientes, aquellas muchachas vestidas de seda, de las que, sólo por una compra de cincuenta céntimos, pretendían obtener una humildad de sirvientas.
—Para qué seguir —zanjó Henriette—. Son todas unas desdichadas, tan en venta como lo que despachan.
Mouret tuvo fuerzas para sonreír. El barón lo miraba atentamente, admirando su elegante forma de contenerse. Desvió, por tanto, la conversación, llevándola de nuevo a los festejos en honor del rey de Prusia Iban a ser espléndidos, todo el comercio parisino pensaba beneficiarse con ellos. Henriette callaba Y parecía pensativa, dividida entre el deseo de seguir dejando a Denise olvidada en el recibidor y el miedo a que Mouret, que ya estaba al tanto, decidiera marcharse. Acabó, pues, por levantarse del sillón.
—Con su permiso…
—¡Faltaría más, querida! —dijo la señora Marty—. Ande, ande, que yo haré los honores.
Se levantó, cogió la tetera y llenó las tazas. Henriette se había vuelto hacia el barón Hartmann.
—¿No se irá usted en seguida?
—No, tengo que hablar con el señor Mouret. Vamos a invadirle a usted el saloncito.
Salió ella entonces; y el vestido de seda negra rozó la puerta como una culebra que se escurriese entre la maleza.
Acto seguido, el barón se las ingenió para llevarse a Mouret, dejando a las señoras a cargo de Bouthemont y Vallagnosc. Se pusieron, luego, a charlar, bajando la voz, ante la ventana del salón contiguo. Tenían entre manos un asunto completamente nuevo. Hacía mucho que Mouret acariciaba el sueño de realizar su antiguo proyecto: que El Paraíso de las Damas ocupase la manzana entera, desde la calle de Monsigny a la calle de la Michodiére, y desde la calle Neuve-Saint-Augustin hasta la calle de Le-Dix-Décembre. Quedaba todavía, en esta última arteria, un ancha franja de terreno que aún no le pertenecía. Y ello bastaba para amargarle el triunfo. Lo atormentaba el deseo de rematar la conquista, de edificar en ella, a modo de apoteosis, una fachada monumental. Mientras la entrada principal se hallase en la calle Neuve-Saint-Augustin, una calle renegrida del París antiguo, su obra estaría tullida y carecería de lógica.
Quería, para exhibirla ante el nuevo París, que se hallase de cara a una de esas avenidas jóvenes por las que pasaba, a pleno sol, el barullo de finales de siglo. Ya se la imaginaba, dominándolo todo, imponiéndose como el gigantesco palacio del comerció, cubriendo la ciudad con una sombra mayor que la del viejo palacio del Louvre Pero, hasta la fecha, se había topado con la obstinación del Banco de Crédito Inmobiliario, que se aferraba a su primitiva idea de competir, en aquel terreno de primera línea, con el Gran Hotel. Los planos estaban concluidos; y, para excavar los cimientos, sólo se esperaba ya a que la calle de Le-Dix-Décembre quedase expedita. En un último esfuerzo, Mouret había conseguido, al fin, convencer casi por completo al barón Hartmann.
—¡Bueno! —empezó a decir éste—. Hubo ayer una reunión del Consejo y he venido, pensando que lo encontraría aquí y deseoso de tenerlo informado. No hay forma de que cedan.
Al joven se le escapó un gesto nervioso.
—Qué insensatez… Pero ¿qué alegan?
—Hombre, pues lo mismo que le he dicho yo, lo mismo que sigo opinando hasta cierto punto… La fachada que usted quiere no es más que un adorno; las nuevas construcciones sólo incrementan en un diez por ciento la superficie de los almacenes; y es mucho dinero para una simple propaganda.
Al oír esto, Mouret estalló:
—¡Conque propaganda! ¡Propaganda! Pues será una propaganda de piedra que vivirá más que todos nosotros. Comprenda que supone duplicar el rendimiento del negocio. En dos años, recuperamos el dinero. ¡Qué más da que se desperdicie terreno, como usted dice, si ese terreno nos aporta un interés enorme! Ya verá qué gentío, cuando nuestra clientela no se quede atascada en la calle Neuve-Saint-Augustin y le demos la facilidad de acudir libremente por una arteria ancha, en la que puedan rodar de frente con holgura seis carruajes.
—No me cabe duda —respondió el barón, riendo—. Pero le repito que usted, en lo suyo, es un poeta. Y los señores del Consejo estiman que sería peligroso que su negocio siguiera creciendo. Quieren tener la prudencia que usted no tiene.
—¿Cómo que prudencia? Ya no entiendo nada… ¿Acaso no están ahí los números? ¿Y acaso no demuestran que nuestras ventas progresan constantemente? Al principio, con un capital de quinientos mil francos conseguía un volumen de negocio de dos millones. El capital circulaba cuatro veces. Luego, fue de cuatro millones, circuló diez veces y produjo cuarenta millones. Y, ahora, tras varios incrementos sucesivos, acabo de comprobar, tras el último balance, que hemos alcanzado una recaudación total de ochenta millones. Y eso que el capital no ha crecido casi, pues nada más es de seis millones, lo cual quiere decir que ha circulado por nuestros mostradores en forma de mercancías más de doce veces.
Subía el tono de voz y contaba los millones como si cascase avellanas, golpeando con los dedos de la manó derecha en la palma de la mano izquierda. El barón lo interrumpió:
—Lo sé, lo sé… Pero no esperará usted seguir progresando siempre así.
—¿Y por qué no? —dijo Mouret candorosamente No hay razón para que ese crecimiento se detenga. Hace ya mucho que vengo augurando que el capital puede circular quince veces. E, incluso, en algunos departamentos lo hará veinticinco o treinta… Y más adelante… bueno, pues más adelante ya se nos ocurrirá algo para que circule aún más.
—¿Y entonces se beberá usted todo el dinero de París como quien se bebe un vaso de agua?
—Por descontado. ¿Es que acaso no pertenece París a las mujeres; y las mujeres, a nosotros?
El barón le puso ambas manos en los hombros y lo miró con expresión paternal.
—¿Sabe que es usted un muchacho encantador y que me agrada muchísimo? No hay quien se le resista. Vamos a profundizar en serio en esa idea y tengo la esperanza de conseguir que se avengan a razones. Hasta ahora, sólo nos ha dado usted motivos de satisfacción. Los dividendos son el pasmo de la Bolsa. Debe de estar usted en lo cierto: es preferible meter más dinero en su invento que arriesgarse a esa competencia con el Gran Hotel, que es un tanto arriesgada.
Mouret se calmó y dio las gracias al barón, pero no puso en este agradecimiento el impulsivo entusiasmo de costumbre. Y éste se fijó en que volvía las miradas hacia la puerta de la estancia colindante, presa de nuevo de la sorda inquietud que se esforzaba en no demostrar. En éstas, se acercó Vallagnosc, que se había dado cuenta de que ya no estaban hablando de negocios. Se quedó de pie, a su lado, y oyó que el barón susurraba, con su expresión pícara de viejo vividor:
—Oiga, me parece que se están vengando.
—¿Quiénes? —preguntó Mouret, azarado.
—Pues las mujeres… Se están cansando de pertenecerle y, en justa correspondencia, ahora es usted el que les pertenece, querido amigo.
Y bromeó acerca de los sonados amores del joven, de los que estaba enterado; le divertía que hubiera comprado un palacete a una actriz de poca monta y dudosa reputación, que dilapidase enormes sumas con mujerzuelas que había conocido en los reservados de los restaurantes, como si con todo aquello quedasen disculpadas las locuras que había cometido él antaño. Se regocijaba como un entendido ya veterano.
—Le aseguro que no sé de qué me habla —repetía Mouret.
—Lo sabe usted muy bien. Las mujeres tienen siempre, a la postre, la última palabra… No, si ya me decía yo: no puede ser; son faroles; es imposible que sea tan hábil. ¡Y al fin ha caído! Usted le saca el jugo a la mujer, la explota como un filón de hulla; ¡y todo para que acabe ella por explotarlo a usted y lo someta por completo…! ¡Ándese con ojo, porque le sacará más sangre y más dinero de los que usted le ha chupado a ella!
Cada vez se reía con más ganas. Y Vallagnosc, a su lado, sonreía con sorna, sin decir palabra.
—Pues el caso es que no queda más remedio que probarlo todo —reconoció, al fin, Mouret, fingiendo que él también se hallaba de talante alegre—. El dinero es tan soso cuando no se gasta.
—En eso le doy la razón —respondió el barón—. Páselo bien, amigo mío. No seré yo quien le venga con razones morales ni se preocupe por los elevados intereses que fiemos puesto en sus manos. Los jóvenes deben correrla; así tienen luego la cabeza más despejada. Y, además, a un hombre capaz de rehacer su fortuna no le puede desagradar arruinarse… Pero, si bien es cierto que el dinero no tiene importancia, existen padecimientos que…
Se interrumpió y se le entristeció la risa. Por su irónico escepticismo cruzaban penas antiguas. Había ido siguiendo el duelo entre Henriette y Mouret como un curioso al que las batallas del corazón ajenas apasionaban todavía. Y se daba cuenta claramente de que había llegado el momento de la crisis. Intuía el drama y estaba al tanto de la historia de aquella Denise a la que había visto en el recibidor.
—Bah, no soy yo un especialista en sufrimientos —dijo Mouret, con acento desafiante—. Bastante hago con soltar el dinero.
El barón se quedó mirándolo unos instantes, en silencio. No quiso insistir y añadió, despacio:
—No quiera aparentar que es peor de lo que es en realidad. Algo más que el dinero se dejará usted en esto. Sí, amigo mío, se dejará jirones de carne.
Se interrumpió para preguntar, volviendo al tono guasón:
—¿Verdad que son cosas que suelen pasar, señor De Vallagnosc?
—Eso dicen, señor barón —se limitó a responder éste.
Y en ese instante preciso se abrió la puerta de la habitación. Mouret, que iba a responder, se sobresaltó levemente. Los tres hombres se volvieron. Era la señora Desforges, muy risueña, que asomaba nada más la cabeza para llamar con voz apremian te:
—¡Señor Mouret! ¡Señor Mouret!
Luego, al ver a los otros, dijo:
—Señores, ¿me permiten que les robe por unos minutos al señor Mouret? Ya que me ha vendido un abrigo espantoso, lo menos que puede hacer es aportarme sus luces. Esa muchacha es una boba y no se le ocurre ni una sola idea… ¡Vamos! ¡Lo estoy esperando!
Mouret titubeaba, entre la espada y la pared, retrocediendo ante la escena que presentía. Pero no le quedó más remedio que obedecer. El barón le estaba diciendo con su aire entre paternal y burlón:
—Vaya con la señora, querido amigo, vaya, que lo necesita.
Y entonces Mouret salió tras la señora Desforges. Al cerrarse la puerta, le pareció oír la risa sarcástica de Vallagnosc, que ahogaban los cortinajes. Desde que Henriette había salido del salón, desde que sabía que Denise estaba, en algún lugar apartado de la vivienda, en manos de una mujer celosa, se había ido apoderando de él una creciente ansiedad, un atormentado nerviosismo que lo forzaba a permanecer oído avizor, como si lo sobresaltase un lejano rumor de llanto. ¿Qué se le estaría ocurriendo a aquella mujer para atormentar a Denise? Y todo su amor, un amor que lo sorprendía aún, volaba hacia la joven como para servirle de apoyo y consuelo. Nunca había amado así, consciente del poderoso encanto que se encerraba en el sufrimiento. Sus amoríos de hombre atareado, e incluso la propia Henriette, tan exquisita, tan linda, cuya posesión halagaba su amor propio, no eran sino un grato pasatiempo y, en ocasiones, un cálculo, de los que solo pretendía obtener una provechosa satisfacción. Salía tan tranquilo de casa de sus amantes y se iba a la suya, a meterse en la cama, disfrutando de su libertad de hombre soltero, sin echar nada en falta, con el corazón libre de preocupaciones. Mientras que ahora, palpitaba en él la angustia, su vida no le pertenecía y, en su cama, tan ancha y solitaria, no hallaba ya olvido en el sueño. Denise lo tenía continuamente poseído. Incluso ahora, sólo le importaba ella; y mientras seguía a la otra mujer, temiéndose alguna engorrosa escena, pensaba que más valía que estuviera presente para proteger a la joven.
Cruzaron, primero, el dormitorio, silencioso y vacío. Luego, la señora Desforges empujó una puerta y entró en el tocador. Mouret la siguió. Era un habitación bastante amplia, tapizada de seda roja, que amueblaban un lavabo con mesa de mármol y un armario de tres cuerpos con grandes lunas. Estaba ya oscura, porque la ventana daba al patio, y habían encendido dos lámparas de gas, que tendían los finos brazos niquelados a derecha e izquierda del armario.
—Veamos si es posible que ahora vayan mejor las cosas —dijo Henriette.
Al entrar, Mouret había visto, entre el brillante resplandor, a Denise, muy erguida. Estaba palidísima; iba modestamente vestida con una chaqueta entallada de casimir y tocada con un sombrero negro. Tenía, echado al brazo, el abrigo que Henriette había comprado en El Paraíso. Al ver al joven, le temblaron un poco las manos.
—Quiero saber la opinión del señor —siguió diciendo Henriette—. Ayúdeme, señorita.
Denise se acercó y tuvo que volver a ponerle el abrigo.
Durante la primera prueba, había prendido con alfileres los hombros, pues a Henriette le sentaba mal la espalda. Ésta se contemplaba, dando vueltas ante el armario.
—¿Se puede admitir esto? Dígamelo sinceramente.
—Tiene usted razón, señora. Este abrigo está mal cortado —dijo Mouret, para zanjar la cuestión—. Hay una solución muy sencilla: la señorita va a tomarle medidas y le haremos otro.
—No, yo quiero éste. Lo necesito ahora mismo —respondió Henriette con vivacidad—. Lo único que pasa es que, por delante, me aprieta el pecho y, en cambio, por detrás, me hace una bolsa entre los hombros.
Añadió luego, con su tono más seco:
—No se va a solucionar el problema porque se me quede usted mirando, señorita. Piense, dé con una solución. Para eso está usted.
Denise, sin despegar los labios, siguió poniendo alfileres. Tardó mucho; tenía que pasar de un hombro a otro, e, incluso, en una ocasión, tuvo que agacharse, que arrodillarse casi, para tirar del abrigo por delante; la señora Desforges, de pie, la dominaba y se dejaba atender con la expresión dura de un ama difícil de contentar. Disfrutaba al rebajar a la joven a aquella tarea de sirvienta y le daba breves órdenes, al tiempo que acechaba en el espejo las más imperceptibles contracciones nerviosas del rostro de Mouret.
—Póngame un alfiler ahí. No, ahí no, aquí, cerca de la manga. ¿Es que no entiende lo que le digo? No, no hemos hecho nada, otra vez se ahueca la espalda… Y tenga cuidado, que me está pinchando.
Mouret intentó en vano intervenir en dos ocasiones más, para terminar con la escena. Al ver cómo humillaban su amor, el corazón le brincaba en el pecho. Y quería a Denise más y más, con emocionada ternura, al ver con cuánta dignidad callaba. Cierto era que a la joven le seguían temblando un poco las manos, al ver cómo la trataban en su presencia; pero aceptaba las imposiciones del oficio con la orgullosa resignación de una muchacha valiente. Cuando la señora Desforges comprendió que ninguno de los dos se traicionaría, decidió cambiar de táctica; se le ocurrió sonreírle a Mouret, alardear de que era su amante. Como se habían acabado los alfileres, le dijo:
—A ver, querido Octave, busque en la caja de marfil de encima del tocador… ¿Que está vacía? ¿En serio?… Pues tenga la bondad de ir a mirar en la repisa de la chimenea del dormitorio. Ya sabe dónde le digo, en la esquina del espejo.
Y daba a entender que el joven estaba en su casa; le hablaba como a un hombre que ha dormido en ese cuarto, que sabe dónde encontrar los peines y los cepillos. Cuando él le trajo un puñado de alfileres, los fue tomando de uno en uno para obligarlo a quedarse de pie a su lado, para mirarlo y poder hablarle en voz baja:
—No irá a decirme que soy cargada de hombros… A ver, ponga aquí la mano, pásemela por la espalda, para mayor seguridad… ¿La tengo contrahecha?
Denise había alzado los ojos poco a poco, cada vez más pálida, y había seguido prendiendo alfileres en silencio. Mouret sólo veía la abundante cabellera rubia, sujeta sobre la frágil nuca; pero, al fijarse en el temblor que la estremecía, creía estar contemplando la turbación y la vergüenza del rostro. Ahora lo rechazaría, le diría que volviera con esa mujer que ni siquiera ante extraños ocultaba sus relaciones. Y sentía brutales impulsos en las muñecas; le habría gustado golpear a Henriette. ¿Cómo hacerla callar? ¿Cómo decirle a Denise que la adoraba, que ahora sólo existía ella, que le sacrificaba todos sus antiguos amoríos de un día? Una mujerzuela no habría caído en las equívocas confianzas de aquella burguesa. Retiró la mano y repitió:
—Hace usted mal en obstinarse, señora; si ya le estoy diciendo yo que el abrigo está mal cortado.
Una de las luces de gas silbaba y, en el ambiente ahogado y húmedo de la habitación, sólo se oía ya ese ardiente soplo. Las lunas del armario proyectaban anchas franjas de brillante claridad, en las que danzaban las sombras de ambas mujeres sobre el telón de fondo de los cortinajes de seda roja. De un frasco de verbena, que se había quedado destapado por olvido, brotaba un tenue y remoto aroma de ramo marchito.
—No puedo hacer nada más, señora —dijo, al fin, Denise, incorporándose.
Se sentía exhausta. Se había pinchado dos veces las manos con los alfileres, como si algo la cegase, con la vista turbia. ¿Tenía Mouret arte y parte en el complot? ¿La había hecho venir para vengarse de su rechazo, mostrándole que había otras mujeres que lo amaban? Ese pensamiento la helaba; no recordaba que en ninguna otra ocasión, durante aquellas terribles horas de su existencia en que había carecido de pan, hubiera necesitado tanto valor como ahora. Que la humillasen así no tenía gran importancia. ¡Pero verlo casi en brazos de otra mujer, como si ella no estuviera presente…!
Henriette se contemplaba en el espejo. Y volvió a estallar en duras palabras:
—¿Se está riendo de mí, señorita? Me queda peor que antes… Mire cómo me aprieta el pecho. Parezco un ama de cría.
Entonces, Denise, al límite de su resistencia, cometió una torpeza:
—La señora es algo corpulenta… Lo que no está en nuestra mano es que la señora sea menos corpulenta.
—¡Corpulenta! ¡Corpulenta! —repitió Henriette, palideciendo a su vez—. Y ahora se pone usted insolente, señorita… ¡Pues sí que es usted la más indicada para juzgar a las demás!
Ambas se miraban de frente, cara a cara, vibrantes. Ya no había ni señora ni dependiente. No eran ya sino dos mujeres, como si la rivalidad las igualase. Una se había quitado con violencia el abrigo y lo había arrojado encima de una silla; la otra, en tanto, tiraba encima del tocador los escasos alfileres que tenía aún en la mano.
—Lo que me tiene asombrada —siguió diciendo Henriette— es que el señor Mouret tolere semejante insolencia… Yo creía, caballero, que era usted más exigente con su personal.
Denise había recuperado su sereno coraje. Y contestó, sin alzar la voz:
—Si el señor Mouret no me despide es porque no tiene nada que reprocharme… Si me lo ordena, estoy dispuesta a presentar mis disculpas a la señora.
Mouret escuchaba, sobrecogido ante aquel enfrentamiento, y no encontraba la frase precisa para darlo por concluido. Lo horrorizaban los ajustes de cuentas entre mujeres, cuya saña resultaba hiriente para su continua necesidad de armoniosa gracia. Henriette pretendía arrancarle una palabra de condena hacia la joven. Y, al ver que permanecía mudo, dividido entre ambas aún, lo fustigó con un último insulto:
—Bien está, señor mío; por lo visto, no me queda más remedio que soportar en mi propia casa las insolencias de sus amantes… Una mujer que habrá usted recogido de cualquier arroyo…
Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos de Denise. Llevaba mucho conteniéndolas, pero, ante el insulto, la invadía un desfallecimiento de todo el ser. No vaciló más Mouret, al verla llorar de aquella forma, sin responder con alguna frase violenta, tan muda y desalentadamente digna; una inmensa ternura arrastraba su corazón hacia ella. Le tomó las manos, al tiempo que balbucía:
—Váyase en seguida, pequeña; olvídese de esta casa.
Henriette, estupefacta, lo miraba, ahogándose de indignación.
—Espere —añadió Mouret, doblando personalmente el abrigo—; llévese esta prenda. Ya se comprará la señora un abrigo en otra parte. Y no llore más, se lo ruego. Bien sabe en cuánta estima la tengo a usted.
La acompañó hasta la puerta, que cerró luego Denise no había pronunciado ni una palabra; sólo le había subido a las mejillas una llamarada de color de rosa, mientras le humedecían los ojos nuevas lágrimas, deliciosamente dulces.
Henriette, tras quedarse sin respiración, había sacado el pañuelo y se lo estrujaba contra los labios. Todos los planes le habían salido al revés y se veía atrapada en su propia trampa. Sentía el desconsuelo de haber llevado las cosas demasiado lejos y el tormento de los celos. ¡Que la abandonasen por una mujerzuela como ésa! ¡Verse desdeñada en su presencia! Padecía más en ella el orgullo que el amor.
—¿De modo que es de una mujer así de quien está usted enamorado? —dijo, con esfuerzo, cuando se quedaron solos.
Mouret tardó en responder; caminaba de la ventana a la puerta, probando a dominar su violenta emoción. Se detuvo al fin y, con tono cortés y voz que intentaba tornar fría, dijo sin más:
—Eso es, señora.
La luz de gas seguía silbando en el recoleto aire del tocador. Ahora que ningún baile de sombras cruzaba ya las lunas, reflejándose en ellas, era como si la habitación estuviese desnuda y sumida en una agobiante tristeza. Henriette se desplomó entonces, con abandono, en una silla, retorciendo el pañuelo con dedos febriles y repitiendo entre sollozos:
—¡Dios mío! ¡Qué desgraciada soy!
Mouret la estuvo mirando unos segundos, sin moverse. Luego se fue, sin mostrar emoción alguna. Henriette se había quedado sola y lloraba en medio del silencio, ante los alfileres desparramados por el tocador y caídos sobre el entarimado.
Cuando Mouret entró en el saloncito, sólo encontró en él a Vallagnosc. El barón había ido a reunirse con las señoras. Como estaba conmocionado aún, fue a sentarse en un sofá, al fondo de la estancia. Su amigo, al verlo tan alterado, se le acercó, caritativamente, para ocultarlo, interponiéndose entre él y los ojos curiosos. Se miraron, primero, sin cruzar ni una palabra. Luego, Vallagnosc, que parecía sentir un regocijo interno ante la turbación de su amigo, acabó por preguntarle con su usual tono guasón:
—¿Qué? ¿Te diviertes?
Mouret, en apariencia, no entendió al pronto a qué se refería. Pero, al acordarse de sus antiguas charlas acerca del estúpido vacío y el inútil tormento de la existencia, respondió:
—Desde luego. Nunca he vivido con tanta intensidad… Mira, querido, no te burles. Cuando está uno muriéndose de dolor es cuando se le hacen más cortas las horas.
Bajó la voz y siguió hablando jovialmente, pese a que aún no se le habían secado del todo las lágrimas.
—Estás al tanto de todo, ¿verdad? Pues sí, acaban de desgarrarme el corazón entre las dos. Pero también las heridas que ellas nos hacen sientan bien, ¿sabes?, casi tan bien como las caricias… Estoy rendido, no puedo más. Pero ¡qué más da! No te puedes hacer idea de cuánto me gusta la vida… ¡Y esta chiquilla que no quiere ser mía, acabará por serlo!
Vallagnosc dijo, sencillamente:
—¿Y después?
—¿Después?… ¡Anda!, ¡pues que la tendré! ¿Es que no basta? Si te crees que eres fuerte porque te niegas a portarte como un tonto y a sufrir… Lo que haces es engañarte. ¡Ni más ni menos! ¿Por qué no pruebas a desear a una mujer y a conseguirla al fin? Es algo que, en un instante, compensa de todos los malos ratos.
Pero Vallagnosc exageraba su pesimismo. ¿Para qué trabajar tanto, si con el dinero no se conseguía todo? El, en su lugar, estaba seguro de que habría echado el cierre el día en que se hubiera dado cuenta de que los millones no valían siquiera para comprar a la mujer deseada, y se habría quedado tumbado mirando al techo, sin mover ya ni un dedo. Mouret se iba poniendo serio mientras lo escuchaba. Luego, rompió a hablar con vehemencia. El estaba convencido de que su voluntad lo podía todo.
—La quiero y la conseguiré… Y, si se me escapa, ya verás qué tinglado organizo para curarme. Pase lo que pase, será algo espléndido… Tú, querido, no puedes entenderme cuando te digo estas cosas, porque, de lo contrario, sabrías que la acción encierra en sí su propia recompensa. Actuar, crear, llevarles la contraria a los acontecimientos y vencerlos, o que te venzan ellos: ¡en eso radican toda la alegría y todo el bienestar del hombre!
—No deja de ser una forma de aturdirse —dijo, a media voz, su amigo.
—Está bien; pues prefiero aturdirme… ¡Si hay que reventar de algo, prefiero hacerlo de pasión que de hastío!
Se echaron a reír ambos, pues todo aquello les recordaba sus debates en el internado. Vallagnosc, con voz apática, se deleitó en subrayar la insipidez de las cosas. Parecía alardear, con cierta fanfarronería, de la pasividad y el vacío de su existencia. Sí, al día siguiente iba a aburrirse en el ministerio tanto como el día anterior. En tres años, le habían subido el sueldo seiscientos francos; ahora ganaba tres mil seiscientos. Ni siquiera le llegaba para fumar puros decentes. Todo le parecía cada vez más estúpido y si no se mataba era por simple pereza, por no tomarse tal molestia. Al mencionar Mouret su boda con la señorita De Boves, le respondió que, aunque la tía de ésta seguía empeñada en no morirse, el asunto era ya cosa hecha, o, al menos, así lo creía. Los padres estaban de acuerdo y él, a lo que decía, no ponía empeño ni a favor ni en contra. ¿Para qué querer algo, o dejar de quererlo, si las cosas no salían nunca a gusto de uno? Y puso como ejemplo a su futuro suegro, que había pensado encontrar en la señora Guibal a una rubia indolente, un capricho pasajero. Y ahora, ella lo llevaba a punta de látigo, como a un caballo viejo cuyas últimas fuerzas hay que aprovechar. Mientras todo el mundo pensaba que andaba pasando revista a los sementales de Saint-Lô, ella estaba acabando de exprimirlo en una casita que el conde había alquilado en Versalles.
—Es más feliz que tú —dijo Mouret, poniéndose de pie.
—¡Ah, eso desde luego! —declaró Vallagnosc—. Es posible que sea el mal lo único que resulta un poco divertido.
Mouret se había repuesto ya. Estaba pensando en irse cuanto antes; pero no quería que nadie creyera que salía huyendo. Se resolvió, pues, a tomar una taza de té; y volvió al salón principal con su amigo, bromeando ambos. El barón Hartmann le preguntó si el abrigo le sentaba bien, por fin, a Henriette; y Mouret contestó que, por lo que a él se refería, había renunciado a esa empresa. Todo el mundo metió baza. Mientras la señora Marty se apresuraba a servirle, la señora De Boves acusaba a los grandes almacenes de hacer siempre la ropa demasiado estrecha. Mouret pudo sentarse, al fin, al lado de Bouthemont, que seguía en el mismo sitio. Tras haberlos dejado los demás fuera de la conversación, y ante las ansiosas preguntas de éste, que quería enterarse de su suerte, Mouret no esperó a estar en la calle y le informó de que los miembros del consejo habían decidido prescindir de sus servicios. Entre frase y frase, sorbía cucharaditas de té, al tiempo que afirmaba que estaba desconsolado. Sí, había sido un enfrentamiento del que apenas se había recobrado, ya que había salido de la reunión fuera de sí. Pero ¿qué le iba a hacer? No podía romper con aquellos caballeros por una simple cuestión de personal. A Bouthemont, muy pálido, no le quedó más remedio que darle las gracias una vez más.
—Pero qué engorro de abrigo —comentó la señora Marty—. Henriette no acaba de solucionarlo.
Efectivamente, su prolongada ausencia empezaba a resultar embarazosa para todos. Pero, en ese preciso instante, apareció la señora Desforges.
—¿Usted también renuncia? —exclamó alegremente la señora De Boves.
—¿Cómo que si renuncio?
—Sí; el señor Mouret nos ha dicho que no conseguía usted solucionar el problema.
Henriette se mostró muy sorprendida.
—El señor Mouret estaba de broma. El abrigo va a quedar perfectamente.
Parecía muy tranquila y sonriente. Debía de haberse lavado los ojos, pues no los tenía ni llorosos ni encarnados. Todavía trémula y herida en lo más hondo, hallaba fuerzas para ocultar su martirio tras la máscara de su amabilidad mundana. Cuando le ofreció los emparedados a Vallagnosc, lo hizo con la sonrisa acostumbrada. Sólo el barón, que la conocía bien, notó el leve fruncimiento de los labios y el sombrío fuego de la mirada, que Henriette no había conseguido apagar aún. Y adivinó toda la escena.
—La verdad es que cada cual tiene sus gustos —decía la señora De Boves, mientras tomaba también ella un emparedado—. Sé de algunas mujeres que no comprarían ni una cinta a no ser en El Louvre. Y otras sólo se fían de El Económico… Debe de ser cuestión de temperamento.
—El Económico es bastante provinciano —murmuró la señora Marty—. ¡Y hay que ver las apreturas de El Louvre!
La charla había vuelto al tema de los grandes almacenes. Y Mouret tuvo que opinar. Volvió al centro del corro de mujeres e hizo gala de imparcialidad. El Económico era un establecimiento estupendo, sólido y respetable; aunque la clientela de El Louvre era, desde luego, más elegante.
—Pero usted prefiere El Paraíso de las Damas, vamos —dijo el barón, sonriendo.
—Sí —respondió apaciblemente Mouret—. En nuestra tienda, nos gustan las clientes.
Todas las señoras allí presentes le dieron la razón. Así era, efectivamente. En El Paraíso se sentían como en una cita galante, notaban en torno una caricia continua, una amorosa efusión que rendía incluso a las más honestas. A aquella amorosa seducción debían los almacenes un tremendo éxito.
—Por cierto —dijo Henriette, que quería hacer gala de gran despreocupación—, ¿qué ha sido de mi protegida, señor Mouret?… Ya sabe a quién me refiero, a la señorita De Fontenailles.
Y, volviéndose hacia la señora Marty, explicó:
—Una marquesa, amiga mía, una pobre joven con apuros económicos.
—Pues se gana sus tres francos diarios cosiendo cuadernillos de retales y creo que voy a casarla con uno de mis mozos de almacén.
—¡Quite usted! ¡Qué horror! —exclamó la señora De Boves.
El la miró y siguió diciendo, con su tono reposado:
—¿Y eso por qué, señora? ¿Acaso no le valdrá más casarse con un muchacho bueno que se mata a trabajar que correr el riesgo de que unos holgazanes la recojan por las esquinas?
Vallagnosc quiso intervenir y dijo, bromeando:
—No siga, señora, porque el señor Mouret acabaría por decirle que todas las familias de rancio abolengo de Francia deberían meterse a horteras.
—Pues para muchas sería al menos una salida honrosa —manifestó Mouret.
Todos acabaron riéndose, pues la paradoja parecía un tanto atrevida. Mouret, en tanto, seguía cantando las alabanzas de lo que él llamaba la aristocracia del trabajo. Un leve rubor teñía las mejillas de la señora De Boves, que rabiaba con los apuros que la hacían malvivir. Y la señora Marty, entre tanto, asentía, rebosante de remordimientos, acordándose de su pobre marido. En ese preciso instante, introdujo el lacayo al profesor, que venía a recogerla. Sus duras tareas lo tenían cada vez más seco, más amojamado, y vestía una raída levita llena de brillos. Tras haber agradecido a la señora Desforges que hubiera intercedido por él en el ministerio, lanzó a Mouret la medrosa mirada de un hombre que se encara con la enfermedad que acabará por matarlo. Y se quedó sobrecogido al oír que éste le dirigía la palabra:
—¿No es cierto, señor mío, que el trabajo abre todas las puertas?
—El trabajo y el ahorro —respondió, tiritando levemente—. Diga también el ahorro, caballero.
Bouthemont, entre tanto, no se había movido de su sillón. Aún le retumbaban en los oídos las palabras de Mouret. Se puso en pie, al fin, y se acercó a Henriette, para decirle al oído:
—Sabrá usted que me acaba de decir, con mucha amabilidad, eso sí, que estoy despedido. ¡Pero voto al diablo que se arrepentirá! Se me acaba de ocurrir el nombre de mi establecimiento: Las Cuatro Estaciones. ¡Y me instalaré al lado de la ópera!
Ella lo miró con ojos ensombrecidos:
—Cuente conmigo para participar en el asunto. Espere, no se vaya.
Y se llevó al barón Hartmann al hueco de una ventana. Sin más rodeos, le recomendó a Bouthemont, le habló de él como de un barbián al que le había llegado el turno de revolucionar París instalándose por cuenta propia. Cuando le habló de una comandita con su nuevo protegido, el barón, aunque ya no se asombraba de nada, no pude contener un gesto de pasmo. Era el cuarto joven de talento para el que le pedía protección y estaba empezando a sentirse ridículo. Pero no se negó en redondo. No dejaba de agradarle la idea de propiciar la aparición de un rival de El Paraíso de las Damas, pues, en el ámbito de la banca, ya se le había ocurrido la idea de darse a sí mismo competidores, para desanimar a otros de convertirse en tales. Y, además, la aventura le parecía graciosa. Se comprometió a estudiar el asunto.
—Es preciso que hablemos esta noche —dijo por lo bajo Henriette a Bouthemont, tras regresar a su lado—. A eso de las nueve… No me falte… Tenemos al barón de nuestra parte.
En aquellos momentos, la amplia estancia retumbaba de voces. Mouret, que seguía de pie en medio del corro de señoras, había recuperado el talante afable y negaba, jovialmente, que las arruinase vendiéndoles trapos. Se brindaba a demostrarles, con las cifras por delante, que hacía que ahorrasen un treinta por ciento del importe de sus compras. El barón Hartmann lo miraba, y volvía a invadirlo una fraternal admiración de calavera veterano. Estaba visto que había acabado el duelo y Henriette había mordido el polvo. No era ella, con toda seguridad, la mujer que acabaría por llegar. Y le pareció estar viendo de nuevo el discreto perfil de la joven que había entrevisto al cruzar por el recibidor. Allí estaba, paciente, sola, temible en su dulzura.