IX

Aquel lunes, 14 de marzo, El Paraíso de las Damas inauguraba los nuevos almacenes con la gran exposición de las novedades de verano, que iba a durar tres días. Fuera, soplaba un agrio cierzo, y los transeúntes, asombrados ante aquel regreso del invierno, pasaban deprisa, abrochándose el gabán. Entre tanto, fermentaba una gran conmoción en los comercios de los alrededores. Podían verse, pegados a las lunas de los escaparates, los rostros pálidos de los pequeños comerciantes, que llevaban la cuenta de los primeros coches que se detenían ante la nueva puerta principal. Daba dicha puerta a la calle Neuve-Saint-Augustin; y era tan alta y tan honda como el pórtico de una iglesia. La remataba un grupo escultórico: la Industria y el Comercio dándose la mano en medio de una compleja abundancia de atributos, y se cobijaba bajo una ancha marquesina, cuyos flamantes dorados parecían iluminar las aceras con un rayo de sol. A ambos lados, corrían fas fachadas, aún de un blanco crudo, que doblaban luego hacia las calles de Monsigny y de la Michodiére y ocupaban toda la manzana, salvo uno de los lados de la calle de Le-Dix-Décembre, en el que el Banco de Crédito Inmobiliario iba a edificar. Cuando los pequeños comerciantes alzaban la vista para abarcar, en toda su longitud, aquel edificio con dimensiones de cuartel, divisaban un cúmulo de mercancías a través de las lunas que franqueaban los locales al paso de la luz desde la planta baja hasta la segunda. Y aquella gigantesca mole cúbica, aquel bazar colosal, al taparles el cielo, les parecía culpable hasta cierto punto del frío que los hacía tiritar tras sus gélidos mostradores.

En tanto, Mouret, que había hecho acto de presencia a las seis de la mañana, estaba dando las últimas órdenes. En el centro de los almacenes, siguiendo el mismo eje que la puerta principal, una larga galería los cruzaba de punta a punta; la flanqueaban, a derecha e izquierda, dos galerías más estrechas: la galería Monsigny y la galería Michodiére Los patios de luces se habían convertido en patios acristalados; se alzaban desde la planta baja unas escaleras de hierro y, en ambos pisos, unas pasarelas salvaban el vacío, de lado a lado. El arquitecto, un hombre joven, casualmente inteligente y prendado de los tiempos modernos, no había recurrido a la piedra sino para los sótanos y los pilares de esquina, y había puesto en pie todo un esqueleto de hierro, en el que vigas y viguetas se asentaban en columnas. Las bovedillas que soportaban los suelos y los tabiques de las divisiones interiores eran de ladrillo. Se había ganado espacio por doquier; el aire y la luz tenían entrada franca; el público transitaba a sus anchas bajo los atrevidos arcos de las elevadas techumbres. Aquel edificio era la catedral del comercio moderno resistente y airosa, construido para todo un pueblo de compradoras. Abajo, en la galería central, nada más dejar atrás las oportunidades de la puerta, estaban las corbatas, los guantes y la seda. La ropa blanca y el ruán ocupaban la galería Monsigny; y en la galería Michodiére se hallaban la mercería, la calcetería, los paños y los géneros de lana. Luego, en la primera planta, estaban la confección, la lencería, los chales, los encajes y otros departamentos nuevos; pero habían desplazado a la segunda planta la ropa de cama, las alfombras, la tapicería y todos los artículos de gran tamaño y manejo dificultoso. Ahora había treinta y nueve departamentos y mil ochocientos empleados, de los cuales doscientos eran mujeres. En la retumbante y vital actividad de las elevadas naves metálicas crecía todo un universo.

Mouret tenía como única pasión la de imponerse a la mujer. Quería que fuera la reina de su casa, le había construido aquel templo para tenerla a su merced en él. En eso consistía su táctica, en embriagarla con galantes atenciones para poder traficar con sus deseos y explotar sus febriles impulsos. Cavilaba, pues, noche y día para dar con nuevos hallazgos. Había instalado, hacía tiempo, dos ascensores tapizados de terciopelo acolchado para evitar a las damas delicadas el cansancio de subir de piso en piso. Acababa de abrir ahora un ambigú en donde se servían gratuitamente refrescos y bizcochos, y un salón de lectura, una monumental galería decorada con abrumadora suntuosidad, en la que se atrevía incluso a organizar exposiciones de pintura. Pero su idea más alambicada apuntaba a las mujeres que no fueran presumidas, y consistía en conquistar a la madre por mediación del hijo. No desperdiciaba fuerza alguna, no había sentimiento con el que no especulase; creaba departamentos para muchachitos y chiquillas y conseguía que las madres se detuvieran brindando a los pequeños estampas y globos. Aquella idea de regalar globos había sido un rasgo de genialidad. A cada compradora se le entregaba un globo rojo en cuya delgada goma figuraba en grandes letras el nombre de los almacenes. Viajaban éstos por los aires, tirando del cordel, y paseaban así por las calles una propaganda dotada de vida propia.

El poder máximo era la publicidad. Mouret gastaba en ella trescientos mil francos, que se invertían en catálogos, anuncios y carteles. Para la venta de novedades de verano, había enviado doscientos mil catálogos, de los cuales cincuenta mil habían viajado al extranjero, traducidos a todas las lenguas. Ahora, los ilustraba con grabados e, incluso, adjuntaba, a título de muestra, retales pegados a las hojas. Era como una desbordante y crecida exhibición. El Paraíso de las Damas se mostraba a los ojos del mundo entero, invadía las paredes, los periódicos y hasta los telones de los teatros. Mouret profesaba la teoría de que la mujer pierde las fuerzas ante la propaganda y acaba, fatalmente, por acudir a los lugares que dan que hablar. Le tendía, por otra parte, las más elaboradas trampas, tras haberla analizado con talento de avezado moralista. Había descubierto, por ejemplo, que no es capaz de resistir a una ganga y compra sin necesidad cuando piensa que está realizando un negocio ventajoso. Basaba en aquellas observaciones su sistema de rebajas. Iba bajando progresivamente el precio de los artículos que no se vendían, pues, fiel al principio de la renovación rápida de la mercancía, prefería, antes que quedarse con ellos, venderlos con pérdida. Ahondando aún más en el corazón de la mujer, acababa de implantar las devoluciones, una obra maestra de seducción jesuítica. «Llévese el artículo sin temor, señora; ya nos lo devolverá si no le agrada.» La mujer propensa a oponer resistencia hallaba en aquel argumento una postrera excusa, la posibilidad de arrepentirse de una locura: y compraba con la conciencia tranquila. Ahora, las devoluciones y las rebajas formaban parte del funcionamiento habitual del comercio moderno.

Pero en lo que Mouret se mostraba como un maestro sin rival era en la disposición interior de los almacenes. Había promulgado con carácter de ley que ni un rincón de El Paraíso de las Damas podía permanecer desierto. Exigía que hubiese por doquier ruido, gentío, vida. Pues la vida, decía, atrae a la vida, pare y crea bullicio. Sacaba de aquella ley todo tipo de normas prácticas. La primera establecía que para entrar había que pasar por apreturas y empujones. Era menester que, vistos desde la calle, los almacenes pareciesen un motín. Y conseguía el deseado barullo colocando en el arco de la puerta las oportunidades: casilleros y cestos llenos a rebosar de gangas. De forma tal que la gente modesta se agolpaba, taponaba la entrada, daba a suponer que en los almacenes no cabía un alfiler, cuando las más de las veces sólo estaban llenos a medias. Tenía, luego, el arte de disimular, en las galerías, los departamentos de escasa concurrencia, por ejemplo, los chales en verano y las indianas en invierno. Los rodeaba de departamentos de gran vitalidad, los anegaba con la algarabía general. Sólo a él se le había ocurrido que había que aposentar en la segunda planta los departamentos de alfombras y muebles, a los que acudían menos clientes y cuya presencia en la planta baja habría creado espacios desiertos y fríos. Si tal cosa hubiera estado en su mano, habría hecho que la calle cruzase por su establecimiento.

Se hallaba precisamente Mouret, por entonces, en pleno ataque de inspiración. El sábado por la noche, al echar el último vistazo a los preparativos de la gran venta del lunes, que los tenía a todos atareados desde hacía un mes, había sido consciente, de súbito, de que había colocado los departamentos de una forma absurda. Era, sin embargo, una disposición completamente lógica: las telas, por un lado; las confecciones, por otro. Un orden inteligente que debía permitir a las clientes orientarse sin problemas. Mouret había soñado con aquel orden hacía tiempo, en el revoltillo del estrecho local de la señora Hédouin. Y, de pronto, ahora que lo había conseguido, le entraban dudas. De repente, empezó a decir a voces que había que «ponerlo todo patas arriba». Tenían por delante cuarenta y ocho horas; era menester cambiar de sitio parte del contenido de los almacenes. El personal, aturdido, azacanado, tuvo que pasar dos noches y el domingo entero en medio de un tremendo estropicio. Incluso el lunes por la mañana, una hora antes de abrir, había aún mercancías sin colocar. No cabía duda de que el patrón se había vuelto loco; nadie entendía nada; cundía la consternación.

—¡Vamos! ¡Deprisa! —gritaba Mouret, con la tranquila seguridad que le daba el estar convencido de su talento—. Estos trajes hay que llevarlos arriba… ¿Están va los artículos orientales en el rellano central?… ¡Un último esfuerzo, muchachos, y ya verán la venta de hoy!

También Bourdoncle llevaba al pie del cañón desde el alba. El tampoco entendía nada y seguía con la vista al director con expresión inquieta. No se atrevía a hacerle pregunta alguna, pues sabía bien qué acogida dispensaba a la gente en los momentos de crisis. Acabó, empero, por decidirse, y le preguntó con calma:

—¿Era realmente necesario desbaratarlo todo la víspera de la exposición?

Mouret empezó por encogerse de hombros, sin contestar. Luego, al permitirse Bourdoncle insistir, estalló:

—Eso, para que las clientes se agolpen todas en la misma esquina, ¿no? Valiente geómetra estaba yo hecho. Nunca me lo habría perdonado… ¿No se da cuenta de que estaba permitiendo que la gente se orientase? Entra una mujer, va en derechura a donde quiere ir, pasa de la enagua al vestido, del vestido al abrigo y luego se marcha, sin haberse extraviado ni un poquito… ¡Ni una habría visto los almacenes enteros!

—Pero ahora que lo ha enredado usted todo —comentó Bourdoncle—, ahora que lo ha desperdigado usted todo por todos los rincones, los empleados van a matarse a andar cuando acompañen a las clientes de departamento en departamento.

Mouret hizo un ademán altanero.

—¿Y a mí qué me importa? Son jóvenes, así estirarán las piernas… Tanto mejor si tienen que ir de un lado para otro. Parecerá que son más; harán bulto. Mientras haya aglomeraciones, todo irá bien.

Se dignó explicar sus teorías, entre risas, al tiempo que bajaba la voz:

—Mire, Bourdoncle, fíjese en los resultados… Para empezar, ese ir y venir continuo obliga a las clientes a dispersarse por doquier, las multiplica y les hace perder la cabeza. En segundo lugar, dado que, por ejemplo, si quieren un forro después de haber comprado el vestido, tendrán que cruzar de punta a punta los almacenes, esos desplazamientos harán que el local les parezca tres veces mayor; además, no les quedará más remedio que pasar por departamentos a los que, de otro modo, no habrían ido; las tentaciones irán surgiendo, según pasan, y sucumbirán a ellas; en cuarto lugar…

Bourdoncle se reía también. Entonces, Mouret, encantado de la vida, se interrumpió para gritarles a los mozos:

—¡Muy bien, muchachos! ¡Ahora se pasa la escoba y estará todo precioso!

Pero, al volverse, vio a Denise. Bourdoncle y él estaban delante del departamento de confección que, precisamente, acababan de desdoblar, al subir los vestidos y los trajes a la segunda planta, en el extremo opuesto de los almacenes. Denise, que había sido la primera en bajar, abría los ojos de par en par, aturdida ante la nueva disposición.

—¿Qué pasa? —susurró—. ¿Nos mudamos?

Aquella sorpresa pareció divertir a Mouret, al que encantaban los golpes aparatosos. Denise había regresado en los primeros días de febrero a El Paraíso, en donde había tenido la grata sorpresa de encontrarse con unos compañeros corteses y casi respetuosos. La señora Aurélie sobre todo, la trataba con benevolencia. Marguerite y Clara parecían resignadas; e incluso el tío Jouve doblaba el espinazo con expresión apurada, como si quisiera borrar el feo recuerdo de tiempos pasados. Había bastado con que Mouret dijera una palabra; todos cuchicheaban mientras la seguían con los ojos. Y lo único que la tenía un tanto disgustada, entre aquella generalizada amabilidad, eran la singular tristeza de Deloche y las inexplicables sonrisas de Pauline.

Mouret, entre tanto, seguía mirándola con cara de satisfacción.

—¿Qué busca, señorita? —le preguntó al fin.

Denise no lo había visto. Se ruborizó levemente. Desde que había regresado, Mouret le daba muestras de interés que le llegaban al alma. Pauline le había contado por lo menudo, sin que Denise entendiese por qué, los amores del jefe y de Clara: dónde se veían, cuánto le pagaba él… Sacaba el tema a colación con frecuencia; y añadía, además, que Mouret tenía otra amante, esa señora Desforges que tan bien conocían todos en los almacenes. Tales historias hacían mella en Denise; volvía a sentir el temor de antaño, un malestar en el que el agradecimiento luchaba contra la ira.

—Es que está todo cambiado —susurró.

Entonces, Mouret se le acercó para decirle en voz baja:

—Tenga la bondad de pasar por mi despacho esta noche, después de la venta. Deseo hablar con usted.

Ella, turbada, bajó la cabeza sin decir palabra. Entró, luego, en el departamento, al que estaban llegando ya las demás dependientes. Pero Bourdoncle había oído a Mouret y lo miraba, sonriente. Se atrevió, incluso, a decirle, cuando se quedaron a solas:

—¡Otra vez anda a vueltas con ésta! ¡No se fíe, que al final la cosa va a acabar en algo serio!

Mouret se defendió con vehemencia, disimulando la emoción tras una expresión de despreocupada superioridad.

—No se preocupe. Todo es broma. No ha nacido la mujer que me cace a mí, amigo mío.

Y, como ya estaban abriendo los almacenes, se apresuró a ir a echar un último vistazo a las diferentes secciones. Bourdoncle movía la cabeza. Aquella Denise, tan sencilla y dulce, estaba empezando a preocuparlo. La primera vez había ganado él, despidiéndola brutalmente. Pero aquí estaba de nuevo; y ahora la tenía por enemiga de consideración. Callaba ante ella y esperaba que le llegase el turno.

Se reunió con Mouret, que estaba dando voces abajo, en el patio Saint-Augustin, frente a la puerta de entrada.

—¿Es que me están tomando el pelo? Había dicho que pusieran las sombrillas azules en la parte de fuera… ¡A cambiarlo todo, y deprisita!

No quiso atender a razones. Una cuadrilla de mozos tuvo que modificar la exposición de sombrillas. Mandó incluso cerrar las puertas por unos instantes al ver que llegaban clientes. Y repetía que prefería no abrir antes que dejar las sombrillas azules en el centro, porque le mataban la composición. Los escaparatistas de prestigio, Hutin, Mignot, algunos otros, acudían a ver qué sucedía. Ponían los ojos en blanco, pero fingían no entender el problema, pues eran de una escuela diferente.

Volvieron, por fin, a abrir las puertas y entró una oleada de gente. Ya desde el principio, antes de que se hubieran llenado los almacenes, hubo en la entrada unas apreturas tales que no quedó más remedio que llamar a los guardias para que restableciesen la circulación en la acera. Mouret estaba en lo cierto: todas las amas de casa, una prieta tropa de pequeñas burguesas y mujeres con cofia, tomaban por asalto las oportunidades, las rebajas y los retales, que llegaban hasta la calle. Se veían de continuo manos alzadas, que palpaban los géneros colgados ante la puerta: un calicó a treinta y cinco céntimos, una mezclilla gris de lana y algodón, a cuarenta y cinco céntimos, y, sobre todo, una mezclilla inglesa a treinta y ocho céntimos que era la ruina de las bolsas humildes. Había empujones, hombro con hombro, un febril tumulto en torno a los casilleros y los cestos llenos de saldos: puntillas a diez céntimos; cintas a veinticinco céntimos; ligas a quince céntimos; guantes, enaguas, corbatas, calcetines y medias de algodón, en montones que se desplomaban y desaparecían, como si se los tragase el gentío voraz. Pese al frío, los dependientes que vendían al aire libre no daban abasto. Una mujer gruesa lanzó varios chillidos. Dos niñas estuvieron a punto de morir asfixiadas.

La aglomeración fue creciendo a medida que transcurría la mañana. A eso de la una, había colas y la acera estaba cortada, como en tiempo de disturbios. Estaban precisamente la señora De Boves y su hija Blanche de pie en la acera de enfrente, sin saber qué hacer, cuando se les acercó la señora Marty, a la que también acompañaba su hija Valentine.

—¿Ha visto cuánta gente? —dijo aquélla—. Se están matando ahí dentro. Yo no pensaba venir, estaba en la cama. Pero me he levantado para tomar el aire.

—Lo mismo que yo —manifestó su interlocutora—. Le prometí a mi marido que iría a ver a su hermana a Montmartre… Y claro, al pasar, me acordé de que necesitaba una pieza de cordón. Tanto da que la compre aquí que en otro sitio, ¿verdad? ¡Desde luego que no pienso gastarme ni una perra! Además, no me hace falta nada.

No obstante, ninguna de ellas apartaba la vista de la puerta; la violenta corriente del gentío se había apoderado de ellas y las arrastraba.

—No, no, no entro; me da miedo —murmuró la señora De Boves—. Vámonos, Blanche, nos van a triturar.

Pero se le iba debilitando la voz y sucumbía, poco a poco, al deseo de entrar donde entraba todo el mundo. Su temor se desvanecía ante la irresistible atracción del tumulto. También la señora Marty había cedido. Y repetía:

—No te sueltes de mi vestido, Valentine… Nunca he visto cosa igual. La llevan a una en volandas. ¡Lo que debe de haber dentro!

Atrapadas en aquel flujo, las señoras no podían ya retroceder. De la misma forma que los ríos atraen las aguas errabundas de los valles, era como si el caudal de clientes que entraba a raudales se tragase a los transeúntes, atrajera a cuantos moraban en las cuatro esquinas de París. Avanzaban muy despacio, con el resuello perdido en aquellas estrecheces; las mantenían de pie hombros y vientres, cuya blanda tibieza notaban. Y, satisfecho el deseo, disfrutaban con aquel trabajoso progreso que hostigaba aún más su curiosidad. Había allí una mezcolanza de señoras vestidas de seda, de pequeñas burguesas con ropas modestas, de muchachas sin sombrero; y a todas las enardecía, las enfebrecía la misma pasión. Algunos hombres, perdidos entre las rebosantes espeteras, lanzaban en torno medrosas miradas. En lo más denso del gentío, una nodriza alzaba cuanto podía a su rorro, que reía de gusto. Y la única en mostrar enfado era una mujer flaca, cuyo mal genio estallaba en una parrafada agria en la que acusaba a su vecina de echársele encima.

—Me parece que voy a perder las enaguas —repetía la señora De Boves.

Sin decir nada, con el frío de la calle aún en el rostro, la señora Marty se ponía de puntillas para anticiparse a sus acompañantes y divisar, por encima de las cabezas, cómo se ahondaba la perspectiva de los almacenes. Tenía las pupilas grises contraídas, como una gata que viniese de la claridad exterior, y descansados el cuerpo y la mirada, como si acabara de despertarse.

—¡Vaya, al fin! —dijo, lanzando un suspiro.

Las señoras acababan de salir del barullo. Estaban en el patio Saint-Augustin. Quedaron muy sorprendidas al verlo casi vacío. Y las invadió una sensación de bienestar. Les parecía que salían del invierno de la calle para penetrar en la primavera. Mientras soplaba fuera el helado viento de los aguaceros, el buen tiempo cuajaba ya su tibieza en las galerías de El Paraíso, entre las telas finas, el floral destello de los tonos tiernos, el campestre júbilo de la moda de verano y las sombrillas.

—¡Fíjense en esto! —exclamó la señora De Boves, que se había quedado inmóvil, con la vista clavada en las alturas.

Era la exposición de sombrillas. Abiertas todas ellas, combadas como escudos, cubrían el patio, desde la cristalera del techo hasta la gola de roble barnizado. Dibujaban festones alrededor de las arcadas de las plantas superiores; bajaban en guirnaldas por las columnas; corrían en apretadas filas por las balaustradas de las galerías e, incluso, por las barandillas de las escaleras. Estaban por doquier, simétricamente alineadas, pintando las paredes de rojo, de verde, de amarillo; parecían farolillos enormes que alguien hubiera encendido para una fiesta de gigantes. En las esquinas, había diseños complicados, estrellas realizadas con sombrillas de un franco con noventa y cinco, cuyos tonos claros, azul pálido, crema, rosa pálido, brillaban con la suave luz de una lamparilla. Y, más arriba, enormes quitasoles japoneses, en los que grullas doradas volaban por un cielo púrpura, llameaban con reflejos de incendio.

La señora Marty andaba buscando una frase que expresase su arrobo y sólo se le ocurrió esta exclamación:

—¡Parece un cuento de hadas!

Intentó, luego, orientarse:

—Vamos a ver; el cordón estará en la mercería… Lo compro y me voy corriendo.

—La acompaño —dijo la señora De Boves—. Sólo vamos a dar una vuelta, ¿verdad, Blanche?

Pero, nada más cruzar la puerta, las señoras se perdieron. Giraron a la izquierda. Y, como habían cambiado de sitio la mercería, se encontraron en los encañonados y, después, en los puños y los cuellos a juego. Hacía mucho calor en las galerías cubiertas, un calor de invernadero, húmedo y opresivo, que el insípido olor de las telas impregnaba y en el que se amortiguaba el ruido de pasos de la muchedumbre. Volvieron, entonces, hasta la puerta, donde se formaba una corriente de salida, una interminable procesión de mujeres y niños por encima de cuyas cabezas flotaba una nube de globos rojos. Habían preparado cuarenta mil globos, que repartían unos mozos que no tenían más cometido que ése. Al mirar esa retreta de compradoras, hubiérase dicho que, prendida de invisibles hilos, volaba por el aire una bandada de enormes pompas de jabón en las que se reflejaba el incendio de las sombrillas. Y aquel fulgor iluminaba por completo los almacenes.

—Es todo un mundo —afirmaba la señora De Boves—. Ya no sabe una ni dónde está.

Pero a las señoras les resultó imposible seguir paradas en el remolino de la puerta, entre los empujones de quienes entraban y quienes salían. Por fortuna, el inspector Jouve acudió en su ayuda. Estaba a pie firme en el vestíbulo, serio, atento, observando a todas las mujeres que pasaban. Tenía a su cargo de forma muy especial la vigilancia interior; intuía a las mecheras y seguía, de preferencia, a las mujeres encintas cuando la fiebre que leía en sus ojos le infundía sospechas.

—¿La mercería, señoras? —dijo, muy servicial—. Tienen que ir a la izquierda. Miren, allí, detrás de la calcetería.

La señora De Boves le dio las gracias. Pero la señora Marty al darse la vuelta, se había percatado de que no veía a su Valentine. Estaba empezando a alarmarse cuando la diviso muy alejada ya, al fondo del patio Saint-Augustin, absorta frente a una mesa sobre la que se apilaban corbatas de mujer, a noventa y cinco céntimos, que un dependiente pregonaba. Mouret aplicaba la técnica de los artículos ofrecidos en voz alta, para hacer picar a la clientela y limpiarle los bolsillos. Pues recurría a todos los reclamos y le importaba muy poco la discreción de algunos de sus colegas, que opinaban que la mercancía tenía que hablar por sí misma. Los especialistas en esa modalidad de venta, parisinos holgazanes y bromistas, daban así salida a considerables cantidades de baratijas menudas.

—¡Ay, mamá! —susurró Valentine—. Fíjate en estas corbatas… Llevan un pájaro bordado en una esquina.

El dependiente elogiaba la mercancía, juraba que era pura seda, que el fabricante había quebrado y que nunca volvería a presentarse ocasión como aquélla.

—¡Noventa y cinco céntimos! ¡Si parece mentira! —decía la señora Marty, tan encantada como su hija—. ¡Bah! Bien puedo llevarme dos. No nos vamos a arruinar por tan poco.

La señora De Boves se mostraba desdeñosa. Aborrecía que le ofreciesen los artículos; si un dependiente la llamaba, salía huyendo. Esto sorprendía a la señora Marty, que no conseguía entender aquella nerviosa repulsión por los charlatanes, pues ella tenía otra forma de ser y era de las mujeres a las que deleita que les fuercen la voluntad, que gozan sumergiéndose en las caricias de la oferta al público, tocándolo todo y perdiendo el tiempo en inútiles palabras.

—Y ahora —añadió—, voy corriendo a buscar mi cordón… No quiero ya ni mirar siquiera.

Empero, al cruzar por los pañuelos de cuello y los guantes, volvió a desfallecer. Había allí, bajo la luz difusa, una exposición de colores fuertes y alegres que arrobaba. Los mostradores, simétricamente dispuestos, parecían arriates y convertían el patio en un jardín a la francesa en el que sonreía una gama de tiernos colores florales. Directamente encima de la madera, en cajas desfondadas, rebosando de los casilleros repletos, lucían, en una cosecha de pañuelos de cuello, el rojo intenso de los geranios, el blanco lechoso de las petunias, el oro amarillo de los crisantemos, el azul celeste de las verbenas; y, más arriba, corrían, sobre varillas de cobre, las guirnaldas de otra floración: pañoletas al desgaire, cintas desenrolladas, un friso deslumbrador que se prolongaba, trepando por las columnas, y se multiplicaba en los espejos. Pero lo que más aglomeraciones provocaba era, en la guantería, un chalé suizo hecho sólo con guantes, una obra maestra de Mignot, que había tardado dos días en llevarla a cabo. Los guantes negros formaban la planta baja; venían luego, repartidos por el decorado, rodeando las ventanas, trazando los balcones, haciendo las veces de tejas, guantes de color paja, de color reseda, de color sangre de toro.

—¿Qué desea la señora? —preguntó Mignot al ver a la señora Marty parada delante del chalé—. Tenemos guantes de piel de Suecia de primera calidad a un franco con setenta y cinco…

Era un charlatán empedernido; desde el mostrador, llamaba a las señoras que pasaban por allí, importunándolas con sus modales corteses. Al ver que la señora Marty decía que no con la cabeza, añadió:

—Guantes del Tirol, a un franco con veinticinco… Guantes de Turín para niños; guantes bordados de todos los colores…

—No, gracias. No necesito nada —declaró la señora Marty.

Pero él notó que le fallaba la firmeza de la voz y la atacó con más rudo ahínco, metiéndole por los ojos los guantes bordados. No tuvo ella fuerzas suficientes para resistirse y compró un par. Luego, al ver que la señora De Boves la miraba, sonriendo, se ruborizó:

—¡Hay que ver! ¡Qué chiquilla soy! Si no me doy prisa en comprar mi cordón y marcharme corriendo, estoy perdida. Por desgracia, había tal aglomeración en la mercería que no consiguió que la atendiesen. Llevaban esperando las dos señoras diez minutos, y ya empezaban a irritarse, cuando vino a distraerlas el encuentro con la señora Bourdelais y sus tres hijos. Ésta explicaba, con su sosegado tono de mujer bonita y práctica, que había querido que los niños vieran el espectáculo. Madeleine contaba diez años; Edmond, ocho, y Lucien, cuatro. Iban riendo de contento; era aquélla una distracción barata, que les tenía prometida su madre hacía mucho.

—Tienen gracia estas sombrillas. Voy a comprar una roja —dijo, de repente, la señora Marty, que no acertaba a estarse quieta y perdía la paciencia al estar allí esperando, sin hacer nada.

Escogió una de catorce cincuenta. La señora Bourdelais, tras haber mirado cómo la adquiría con ojos de censura, le dijo, en tono amistoso:

—Hace usted mal en no esperar. Dentro de un mes, la habría comprado por diez francos… No será a mí a quien pesquen.

Y expuso una completa teoría de concienzuda ama de casa. Ya que los almacenes rebajaban los precios, lo aconsejable era esperar. No estaba dispuesta a que la explotasen; era ella quien se aprovechaba de sus oportunidades cuando lo eran de verdad. Rivalizaba, incluso, con los almacenes en malicia y se jactaba de no haberles dado nunca a ganar ni una perra.

—Bueno —dijo, por fin—, he prometido a mi gente menuda que les iba a enseñar unas estampas arriba, en el salón. Vengan conmigo, tienen tiempo de sobra.

Entonces la señora Marty echó por completo al olvido el cordón y se rindió sin tardanza. Pero la señora De Boves rehusó, pues prefería dar primero una vuelta por la planta baja. Por lo demás, las señoras contaban con volver a reunirse en la planta alta. Estaba la señora Bourdelais buscando las escaleras cuando se fijó en uno de los ascensores. Se apresuró a meter en él a los niños para que la diversión fuera completa. La señora Marty y Valentine entraron también en la angosta cabina, donde se encontraron todos muy estrechos. Pero tan interesados los tenían los espejos, los asientos corridos de terciopelo, la puerta de cobre labrado, que llegaron a la primera planta sin haber notado el suave deslizarse del aparato. Otros deleites esperaban a las señoras, por cierto, ya desde la galería de los encajes. Como tenían que pasar delante del ambigú, la señora Bourdelais aprovechó para atiborrar de refrescos a su familia. Era dicho ambigú una estancia cuadrada, en la que había un ancho mostrador de mármol. En ambos extremos, sendos hilillos de agua manaban de unas fuentes plateadas; detrás, en unos anaqueles, se alineaban las botellas. Tres camareros fregaban y llenaban los vasos sin cesar. Para contener a la sedienta clientela, había que obligarla, mediante una barrera forrada de terciopelo, a guardar cola, como a la puerta de un teatro. La muchedumbre se agolpaba en aquel lugar y personas había que, perdiendo la compostura ante aquellas golosinas gratuitas, abusaban de ellas hasta ponerse enfermas.

—¡Anda! ¿Dónde se han metido? —exclamó la señora Bourdelais, cuando consiguió salir del barullo, y tras limpiar a los niños con el pañuelo.

Pero divisó a la señora Marty y a Valentine muy lejos, al fondo de otra galería. Seguían comprando, sumergidas entre montones de enaguas. Ya estaba todo consumado y la madre y la hija desaparecieron, arrastradas por una fiebre de despilfarro.

Cuando la señora Bourdelais llegó al fin al salón de lectura y correspondencia, instaló a Madeleine, Edmond y Lucien ante la gran mesa; luego, fue personalmente a coger de las estanterías unos álbumes de fotos y se los llevó. Múltiples dorados recargaban la bóveda de la alargada estancia; en ambos extremos, había, frente por frente, dos chimeneas monumentales; cubrían las paredes cuadros mediocres en suntuosos marcos; y, entre las columnas, delante de cada uno de los vanos cintrados que daban a los almacenes, crecían plantas colocadas en jarrones de mayólica. Un nutrido público se sentaba, en silencio, en torno a la mesa, cubierta de revistas y periódicos y provista también de recado de escribir. Las señoras se quitaban los guantes y despachaban su correspondencia en el papel con membrete de la casa, tras tachar éste con un rasgo de la pluma. Unos cuantos hombres leían la prensa, hundidos en los sillones. Pero muchas personas permanecían desocupadas: maridos que estaban esperando a sus mujeres, mientras éstas recorrían desenfrenadamente los departamentos; señoras jóvenes y discretas que acechaban la llegada de sus amantes; padres ancianos, a los que habían depositado allí, como en un guardarropa, para recogerlos a la salida. Y aquella multitud descansaba, sentada muellemente, y lanzaba ojeadas, por los abiertos vanos, a las galerías y los patios de abajo, cuya lejana voz se alzaba entre el leve chirrido de las plumas y el crujir de los periódicos.

—¿Cómo? ¡Pero si es usted! —dijo la señora Bourdelais—. No la había reconocido.

Cerca de los niños, una señora se ocultaba tras las páginas de una revista. Era la señora Guibal, a la que pareció contrariar el encuentro. Pero se recobró en el acto y explicó que había subido a sentarse un rato para librarse del barullo. Al preguntarle la señora Bourdelais si andaba de compras, le respondió con su habitual aire lánguido, sofocando tras los párpados la avidez egoísta de la mirada:

—De ninguna manera… Al contrario, he venido a devolver unos portiers que no me gustaban. Pero hay tanta gente que estoy haciendo tiempo hasta que pueda acercarme al departamento.

Comenzó a charlar, diciendo que resultaba muy cómoda aquella modalidad de las devoluciones. Antes, nunca compraba nada; ahora caía a veces en la tentación. La verdad era que devolvía un artículo de cada cuatro y ya empezaban a conocerla en todos los departamentos, pues los dependientes se maliciaban alguna maniobra turbia tras aquella eterna disconformidad que la impulsaba a devolver sus compras, una tras otra, tras haberlas tenido en casa varios días. Mientras hablaba, no perdía de vista, sin embargo, las puertas del salón. Y pareció aliviarla que la señora Bourdelais regresara al lado de sus hijos para comentarles las fotos. Casi en ese mismo instante entraron el señor De Boves y Paul De Vallagnosc. El conde, que, en apariencia, estaba enseñando al joven los nuevos almacenes, cruzó con la dama una rápida e intensa mirada. Y luego ella volvió a absorberse en la lectura, como si no lo hubiera visto.

—¡Hombre, Paul! —dijo una voz a espaldas de ambos caballeros.

Era Mouret, que estaba echando una ojeada a los diferentes servicios. Los tres se estrecharon la mano y Mouret preguntó acto seguido:

—¿La señora De Boves nos ha hecho el honor de venir?

—La verdad es que no —dijo el conde—, aunque lo ha sentido mucho. Está indispuesta. Nada grave, por descontado.

Pero, de pronto, fingió ver a la señora Guibal. Se zafó de sus interlocutores para acercarse a ella, quitándose el sombrero, mientras que los otros dos se limitaban a saludarla de lejos. También la señora simulaba sorpresa. A Paul se le escapó una sonrisa. Acababa de comprender lo que sucedía y le contó al oído a Mouret cómo se había empeñado el señor De Boves, con el que se había encontrado en la calle de Richelieu, en evitar dicho encuentro, para tomar luego el partido de hacerlo entrar en El Paraíso de las Damas, so pretexto de que era cosa que no podía dejar de verse. La señora Guibal llevaba un año tomando del conde cuanto dinero y gusto podía, sin escribirle nunca, citándose con él, para ponerse de acuerdo, en lugares públicos: iglesias, museos o almacenes.

—Tengo entendido que cambian de habitación de hotel en cada cita —cuchicheaba el joven—. El mes pasado, anduvo de gira de inspección y escribía a su mujer cada dos días desde Blois, Liorna o Tarbes. Y, sin embargo, estoy seguro de haberlo visto entrar en una pensión burguesa del barrio de Les Batignolles… Mira, fíjate bien. ¡Qué prestancia muestra ante ella, con su corrección de funcionario! ¡La Francia añeja, amigo mío, la Francia añeja!

—¿Y tú cuándo te casas? —preguntó Mouret.

Paul, sin quitarle ojo al conde, respondió que seguían esperando a que se muriese la tía. Añadió, luego, con expresión de triunfo:

—¿Qué te decía? ¿Has visto? Se ha agachado y le ha dado una dirección. Y mira cómo la acepta ella con su cara más virtuosa. Esa pelirroja frágil de modales despreocupados es una mujer terrible. ¿Sabes que pasan unas cosas muy poco serias en tus dominios?

—Ah —dijo Mouret—, éstos no son mis dominios, sino los de las damas.

Añadió luego, bromeando, que el amor era como las golondrinas: traía suerte a las casas. Por descontado que estaba al tanto de las busconas que recorrían las secciones; de las señoras que se encontraban aquí, por casualidad, con un amigo. Pero, al menos, si no compraban, hacían bulto y caldeaban los almacenes. Sin dejar de hablar, se fue llevando a su antiguo condiscípulo hasta el umbral del salón, de cara a la gran galería central, cuyos sucesivos patios tenían a sus pies. Detrás de ellos, el salón conservaba el recogimiento; seguían oyéndose en él leves crujidos de plumas nerviosas y periódicos arrugados. Un señor anciano se había quedado dormido encima de El Monitor. El señor De Boves contemplaba los cuadros con la evidente intención de perder, entre el gentío, a su futuro yerno. En aquel sosiego, sólo la señora Bourdelais entretenía a sus hijos hablando a voces, como en tierra conquistada.

—Ya ves que éstos son sus dominios —repitió Mouret, abarcando con amplio ademán la aglomeración de mujeres que llenaba a reventar los departamentos.

Precisamente entonces cruzaba el primer patio la señora Desforges, tras haber estado a punto de que le arrebatase el abrigo el gentío de la entrada. Al llegar a la gran galería, alzó la vista. Era como estar en la nave central de una estación, que rodeaban las barandillas de las dos plantas, que interrumpían las escaleras colgantes, que cruzaban las pasarelas. Las escaleras de hierro de doble espiral subían en atrevidas curvas y múltiples rellanos. Las pasarelas de hierro, proyectadas sobre el vacío, lo franqueaban en línea recta, a gran altura. Y todo aquel hierro trazaba, entre la luminosa claridad de las cristaleras, una liviana arquitectura por la que se filtraba la luz; era aquélla la moderna plasmación de un palacio de ensueño, de una torre de Babel en la que se acumulasen pisos, se ensanchasen salas, se abriesen perspectivas hacia otros pisos y otras salas, hasta el infinito. Por lo demás, el hierro era rey por doquier; el joven arquitecto había tenido la honradez y el coraje de no ocultarlo tras una capa de pintura que simulase piedra o madera. Abajo, para no hacer sombra a las mercancías, la decoración era sobria: grandes paneles lisos de colores neutros. Luego, a medida que la estructura metálica iba subiendo, los capiteles de las columnas se tornaban más complicados, los remaches eran florones, las cornisas y los modillones se cargaban de esculturas; y, por último, en la parte más alta, florecían rutilantes pinturas de tonos verdes y rojos, en medio de una profusión de dorados, de oleadas de dorados, de cosechas doradas, hasta alcanzar las cristaleras, esmaltadas y nieladas en oro. Bajo las galerías cubiertas, las bovedillas de ladrillo visto estaban también vitrificadas en colores vivos. Mosaicos y azulejos formaban parte de la ornamentación, alegraban los frisos, iluminaban con sus toques refrescantes la severidad del conjunto. Y franjas de hierro calado y bruñido, relucientes como el acero de una armadura, adornaban las escaleras, cuyas barandillas eran de terciopelo rojo.

Aunque había visto ya la nueva instalación, la señora Desforges se detuvo, sobrecogida por la ardiente vida que animaba aquel día la gigantesca nave. Abajo, a su alrededor, proseguían los remolinos de la muchedumbre, cuyo doble flujo, de entrada y de salida, se percibía incluso desde el departamento de la seda. Era aún una muchedumbre muy variopinta, aunque en las primeras horas de la tarde acudían más damas, que se mezclaban con las pequeñas burguesas y las amas de casa. Seguían viéndose muchas mujeres de luto, luciendo largas penas; siempre había nodrizas, que andaban extraviadas y abrían los codos para amparar a sus rorros. Y corrían de un extremo a otro las olas de aquel mar, aquellos sombreros de mil colores, aquellas cabelleras al aire, rubias o morenas, borrosas y descoloridas entre el vibrante resplandor de las telas. La señora Desforges no veía por doquier sino grandes pancartas con gigantescos números, cuyas manchas crudas destacaban sobre los tonos fuertes de las indianas, el lustre de las sedas, los oscuros géneros de lana. Las cabezas tropezaban con montones de cintas apiladas; una muralla de franela destacaba como un promontorio; por todas partes, los espejos daban profundidad a los almacenes, reflejaban mostradores y retazos de clientes, cabezas echadas hacia atrás, hombros y brazos partidos por la mitad. Y, en tanto, las galerías laterales abrían nuevas perspectivas: nevados callejones en la ropa blanca; hondos pasadizos moteados en la calcetería; perdidos horizontes que iluminaba el ramalazo de luz de alguna vidriera y en los que la muchedumbre no era ya sino un polvillo humano. Luego, al alzar la vista, la señora Desforges veía, por las escaleras, por las pasarelas, rodeando las barandillas de cada una de las plantas, un ascenso zumbador e ininterrumpido, una multitud que cruzaba por los aires, que viajaba por los calados de la gigantesca armazón metálica y cuyas siluetas se recortaban en negro contra la luz difusa de los esmaltados cristales. Grandes arañas doradas colgaban del techo, del que caían, a modo de festivos pendones, alfombras, sedas bordadas, tejidos de lamé de oro, que cubrían las balaustradas de banderas resplandecientes. Cruzaban, de parte a parte, bandadas de encajes, palpitaciones de muselina, trofeos de seda, apoteosis de maniquíes a medio vestir; dominando toda aquella confusión, el departamento de ropa de cama parecía suspendido en las alturas, con sus colchones colocados en estrechas camas de hierro envueltas en cortinas blancas, y recordaba el dormitorio de un internado de jovencitas, dormido entre el ruido de pasos de la clientela, cada vez más escasa a medida que los departamentos iban estando más arriba.

—¿Le interesan a la señora unas ligas muy baratas? —dijo un dependiente a la señora Desforges, al verla allí parada—. Pura seda, a un franco cuarenta y cinco.

Ésta no se dignó siquiera responder. A su alrededor, retumbaban las ofertas bulliciosas, cada vez más febriles. Quiso ella orientarse entonces. Tenía a la izquierda la caja de Albert Lhomme, que la conocía de vista y se permitió dirigirle una amable sonrisa, calmoso entre el oleaje de facturas que lo tenía asediado, mientras, detrás de él, Joseph andaba a vueltas con la caja del cordel y no daba abasto haciendo paquetes. Se dio cuenta ahora la señora Desforges de dónde estaba. La seda tenía que hallarse de frente. Pero necesitó diez minutos para llegar al departamento, pues el gentío crecía sin cesar. Tensando sus invisibles hilos, los globos rojos se habían multiplicado por los aires: se aglomeraban en nubes púrpura, se encaminaban despacio hacia las puertas, seguían fluyendo en dirección a París. Cuando los niños eran muy pequeños, llevaban el hilo enroscado en las manecitas y la señora Desforges tenía que agachar la cabeza para no tropezar con el vuelo de aquellos globos.

—¡Cómo, señora! Se ha arriesgado usted a venir —exclamó jovialmente Bouthemont en cuanto la vio.

Ahora, el encargado, que el propio Mouret había presentado en casa de Henriette, iba a veces a tomar el té. A ella le parecía vulgar pero muy correcto; su temperamento sanguíneo la sorprendía y le hacía gracia. Por lo demás, éste le había referido, dos días antes, los amores de Mouret y de Clara, sin intención alguna, una necedad de joven sano y aficionado a la risa. A ella la habían mordido los celos y, ocultando la herida tras su expresión desdeñosa, había acudido para intentar enterarse de quién era la joven, pues Bouthemont se había limitado a decirle que se trataba de una señorita de confección, sin querer revelarle el nombre.

—¿Quiere usted algo de aquí? —añadió.

—Naturalmente. Si no, no habría venido. ¿Tiene usted fular para una bata?

Albergaba la esperanza de sacarle el nombre de la dependiente, pues se había apoderado de ella la necesidad de verla. Bouthemont llamó enseguida a Favier y siguió dándole conversación mientras éste acababa de atender a una cliente, a la «belleza», precisamente, aquella preciosa mujer rubia de la que hablaba, a veces, todo el departamento sin saber nada de ella, ni cómo vivía, ni siquiera cómo se llamaba. En esta ocasión, la «belleza» iba de luto riguroso. ¡Anda! ¿Habría perdido a su marido o a su padre? A su padre no, seguramente, pues se la habría visto más compungida. Hay que ver qué cosas se inventa la gente. Estaba bien claro que no era una mujer alegre, puesto que había estado casada. A menos que fuera de luto por su madre. Pese a que no faltaba el trabajo, el departamento anduvo unos minutos cruzando hipótesis.

—A ver si se da usted un poco de prisa. Esto no hay quien lo aguante —dijo a voces Hutin a Favier, que regresaba, tras haber acompañado a una caja a su cliente—. Cuando viene esta señora, se eterniza usted con ella. ¡Si se cree que le importa usted ni poco ni mucho!

—¡Bastante más de lo que me importa ella a mí! —respondió el dependiente, muy ofendido.

Pero Hutin lo amenazó con dar parte a la dirección si no se mostraba más respetuoso con la clientela. Se había vuelto temible; tras coaligarse el departamento para conseguirle el puesto de Robineau, había empezado a hacer gala de una rencorosa severidad. Y, tras todas las promesas de buen compañerismo con las que, antaño, había calentado la cabeza a sus colegas, se mostraba tan inaguantable que éstos, ahora, se habían vuelto contra él y apoyaban, en la sombra, a Favier.

—Y no me replique —añadió con tono severo—. El señor Bouthemont le está pidiendo que saque los fulares, los de dibujos más claros.

En el centro del departamento, una presentación de sedas veraniegas iluminaba el patio con claridad de aurora. Parecía como si envolviesen el amanecer de un astro los tonos más delicados de la luz: el rosa pálido, el amarillo claro, el limpio azul, el ondeante chal de Iris al completo. Había allí fulares tan sutiles como una nube, surás más livianos que la pelusilla que vuela desde los árboles, pequines satinados como la epidermis flexible de una doncella china. Y también pongis del Japón, tusores y corás de la India, por no mencionar las finas sedas francesas, de mil rayas, de cuadritos, de flores, de cuantos estampados puede imaginar la fantasía, que evocaban un paseo de emperifolladas damas, una mañana de mayo, bajo los altos árboles de un parque.

—Me llevo éste, el Luis XIV con ramos de rosas —dijo, por fin, la señora Desforges.

Y, mientras Favier medía la tela, hizo un último intento para conseguir alguna información de Bouthemont.

—Voy a subir a las confecciones, a ver un abrigo de viaje… ¿Esa señorita que usted dice es rubia?

El encargado, al que tanta insistencia empezaba ya a preocupar, se limitó a sonreír. En ese preciso instante, pasó por allí Denise. Volvía a su departamento tras haber dejado en manos de Liénard, en los merinos, a la señora Boutarel, aquella provinciana que se presentaba dos veces al año en París para dejarse a manos llenas en El Paraíso todo cuanto iba sisando durante el año del gasto de la casa. Favier se había hecho ya cargo del fular de la señora Desforges, pero Hutin lo detuvo, pensando que así lo contrariaría.

—No se moleste. La señorita tendrá la bondad de acompañar a la señora.

Denise, turbada, no tuvo inconveniente en coger el paquete y el talón de venta. Le era imposible encontrarse cara a cara con el joven sin que la invadiese la vergüenza, como si la presencia de éste le recordase una antigua falta. Y, no obstante, sólo había pecado en sueños.

—Dígame —preguntó en voz baja la señora Desforges a Bouthemont—, ¿no es ésta aquella chica tan torpe? ¿Así que la ha vuelto a admitir? ¿No será ella la protagonista de la historia?

—Podría ser —respondió el encargado, sin dejar de sonreír y firmemente decidido a no decir la verdad.

Entonces, la señora Desforges subió despacio la escalera, en pos de Denise. No le quedaba más remedio que detenerse cada tres segundos para que no la arrastrase consigo la corriente que bajaba. Entre la trepidante vibración del edificio entero, se dejaba sentir la oscilación de las limoneras de hierro, como si las estremeciese el aliento del gentío. En cada peldaño, se erguía inmóvil, sólidamente sujeto, un maniquí que exhibía un traje, un paletó o un bata. Hubiérase dicho que una doble fila de soldados cubría la carrera de algún desfile triunfal; y parecían mangos de puñales los listones de madera clavados en el muletón rojo, sangriento como el corte de un cuello recién rebanado.

Estaba llegando la señora Desforges a la primera planta cuando un envite más fuerte que los demás la obligó a detenerse por un instante. Veía ahora desde arriba los departamentos de la planta baja, toda la dispersa muchedumbre de mujeres entre la que acababa de cruzar. Era un espectáculo nuevo, un océano de cabezas que, vistas en escorzo, ocultaban los torsos, un denso barullo de hormiguero. Las pancartas blancas no eran ya sino delgadas líneas, los montones de cintas parecían más chatos, el promontorio de la franela cortaba la galería como un tabique estrecho. Flotaban ahora a sus pies las alfombras y las sedas brochadas que engalanaban las barandillas, como si fuesen los pendones de una procesión colgados del coro de una iglesia. Divisaba, a lo lejos, algunos rincones de las galerías laterales, de la misma forma que, desde la techumbre de un campanario se divisan las esquinas de las calles, por las que pasan las manchas negras de los transeúntes. Pero lo que más la sorprendía era que, cuando cerraba los ojos cansados, que cegaba la deslumbrante mezcolanza de colores, sentía aún en mayor grado la presencia del gentío por su sordo rumor de pleamar y el calor humano que de él se desprendía. Subía desde el entarimado un fino polvillo cargado de efluvios de mujer, del aroma de la ropa interior de la mujer y de su nuca, del de su falda y su cabello, un aroma penetrante, invasor, que parecía el incienso de aquel templo edificado para rendir culto al cuerpo femenino.

Mouret, entre tanto, seguía a pie firme ante la puerta del salón de lectura, en compañía de Vallagnosc; y se embriagaba con los efluvios de aquel aroma, al tiempo que repetía:

—Ésta es su casa; sé de algunas que se pasan el día aquí, comiendo pasteles y escribiendo su correspondencia… Lo único que me falta por proporcionarles es cama.

Aquella broma hizo sonreír a Paul, quien, con el fastidio de su pesimismo, seguía encontrando estúpida la turbulencia que despertaba en aquella humanidad el ansia por los trapos. Cuando venía a visitar a su antiguo condiscípulo, se iba casi molesto al verlo tan repleto de vibrante vitalidad en medio de su pueblo de coquetas. ¿No habría alguna, de cerebro y corazón huecos, que le enseñase que la existencia era una necedad inútil? Precisamente aquel día parecía fallarle un poco a Octave su estupendo equilibrio. Solía ser él quien encendía la fiebre de sus clientes con el apacible encanto de un ejecutante; pero ahora parecía estarse contagiando del ataque de apasionado entusiasmo en que se iban consumiendo poco a poco los almacenes. Desde que había visto a Denise y a la señora Desforges subir juntas la escalera principal, hablaba más alto, gesticulaba sin querer, y, mientras se empeñaba en no volver la cabeza hacia ellas, crecía en él el nerviosismo a medida que notaba que se iban acercando. La sangre le coloreaba el rostro y le asomaba a los ojos un poco del enloquecido arrobo que, antes o después, palpitaba en las miradas de las compradoras.

—Os deben de robar una barbaridad —susurró Vallagnosc, a quien le parecía ver entre el gentío muchas caras de delincuentes.

Mouret abrió los brazos de par en par.

—Amigo mío, mucho más de lo que puedas imaginarte.

Y, excitado, alegrándose de dar con un tema de conversación, le suministró incontables detalles, narró sucesos, sacó de ellos un sistema de clasificación. Citaba, en primer lugar, a las mecheras profesionales, que eran las menos dañinas, porque la policía sabía quiénes eran casi todas. Venían, luego, las maniáticas, que padecían una perversión del deseo, un nuevo tipo de neurosis que había descrito un alienista, comprobando que se trataba de la consecuencia aguda de las tentaciones de los grandes almacenes. Y estaban, por fin, las mujeres encintas, que se especializaban en determinados robos; en casa de una de ellas, por ejemplo, el comisario de policía había encontrado doscientos cuarenta y ocho pares de guantes rosa, robados en todos los establecimientos de París.

—¡Así que por eso tienen aquí las mujeres una mirada tan extraña! —murmuraba Vallagnosc—. Me he estado fijando en esas expresiones glotonas y avergonzadas de hembras en celo… ¡Bonita escuela de honradez!

—Es que, caramba, por muy en sus dominios que queramos que estén, no podemos consentir que se lleven la mercancía debajo de los abrigos… Y sabrás que pescamos a señoras muy distinguidas. La semana pasada, a la hermana de un boticario y a la mujer de un magistrado del Tribunal Supremo. Nos las ingeniamos para arreglar las cosas.

Se interrumpió para indicar al inspector Jouve, que, precisamente, andaba siguiendo, por la planta baja, a una embarazada que se hallaba entonces ante el mostrador de cintas. Su abultado vientre tenía mucho que temer de los empellones del gentío y la acompañaba una amiga cuyo cometido era, sin duda, el de protegerla de los encontronazos demasiado rudos. Cada vez que se detenía en un departamento, Jouve no la perdía de vista, mientras ella permanecía al lado de la amiga, que revolvía en los casilleros.

—No te quepa duda de que la pillará con las manos en la masa —siguió diciendo Mouret—. Jouve conoce de sobra todas las tretas.

Pero le tembló la voz y soltó una risa molesta. No había dejado de acechar a Denise y Henriette, y éstas, al fin, estaban pasando por detrás de él, tras haber salido con muchos apuros de la aglomeración. Se dio la vuelta y saludó a la cliente con el ademán discreto de un amigo que no quiere comprometer a una mujer deteniéndola en público. Pero a ésta, ya sobre aviso, no se le escapó la mirada con la que, previamente, había abarcado a Denise. Estaba claro que aquella muchacha debía de ser la rival que había tenido la curiosidad de venir a conocer.

En el departamento de confección, las dependientes no daban abasto. Dos de las señoritas estaban enfermas y la señora Frédéric, la segunda encargada, se había despedido la víspera, sin más consideraciones, y había pasado por caja a cobrar lo que se le debía, dejando plantado El Paraíso de la misma forma que El Paraíso dejaba en la calle a sus empleados. No se hablaba de otra cosa desde por la mañana, entre el febril ajetreo de la venta. A Clara, que seguía en el departamento por capricho de Mouret, le parecía «muy chic» aquel comportamiento; Marguerite refería la exasperación de Bourdoncle, y la señora Aurélie, muy ofendida, declaraba que la señora Frédéric debería haberla avisado al menos a ella y que tales disimulos eran inconcebibles. Aunque la segunda encargada nunca había hecho confidencias a nadie, se sospechaba, no obstante, que dejaba el ramo de las novedades para casarse con el dueño de unos baños que estaban en el barrio de Les Halles.

—¿La señora quiere un abrigo de viaje? —preguntó Denise a la señora Desforges, tras haberle ofrecido una silla.

—Sí —respondió ésta con tono seco, decidida a mostrarse descortés.

La nueva decoración del departamento era de una suntuosa severidad: elevados armarios de roble tallado, entrepaños cubiertos de lunas, una moqueta roja que amortiguaba el continuo tránsito de las clientes. Mientras Denise iba a buscar abrigos de viaje, la señora Desforges lo recorría con la vista y, al hacerlo, se vio en un espejo. Y se quedó mirándose. ¿Estaba envejeciendo, acaso, puesto que la engañaban con la primera que pasaba? En el espejo se reflejaba todo el ajetreo del departamento, pero ella sólo veía su rostro pálido; y no oía a Clara que, detrás de ella, estaba contando a Marguerite una de las tretas de la señora Frédéric, quien, por la mañana y por la tarde, daba un rodeo para meterse por el pasaje de Choiseul, con la intención de que si alguien la veía creyera que, a lo mejor, vivía en la orilla izquierda del Sena.

—Aquí están nuestros últimos modelos —dijo Denise—. Los tenemos en varios colores.

Había extendido cuatro o cinco abrigos. La señora Desforges los miraba con desdén y, a medida que los examinaba con mayor detenimiento, se mostraba cada vez más dura. ¿A qué venían aquellos frunces, que le quitaban vuelos a la prenda? Y aquel otro, de canesú cuadrado, parecía cortado a hachazos. Ni siquiera para viajar era cosa de ir hecha una facha.

—Enséñeme otra cosa, señorita.

Denise desdoblaba las prendas, las volvía a doblar, sin permitirse ni un gesto de desagrado. Y era aquella paciente serenidad la que exasperaba cada vez más a la señora Desforges. Volvía los ojos continuamente hacia el espejo que tenía enfrente. Ahora se estaba viendo en él al lado de Denise y se comparaba con ella. ¿Era posible que alguien prefiriese a aquella criatura insignificante? Ya estaba segura de que era la misma muchacha que había visto, hacía tiempo, en sus comienzos de dependiente, haciendo el ridículo, torpe como una pastora de ocas recién llegada de la aldea. Cierto era que ahora tenía mejor aspecto, tan tiesa y tan correcta, con su vestido de seda. Pero, pese a todo, ¡qué pobre chica, qué vulgar!

—Voy a traerle a la señora otros modelos —estaba diciendo Denise con voz tranquila.

Cuando regresó, se repitió la escena. La señora Desforges se ensañó luego con los paños, que eran demasiado pesados y no valían nada. Se daba la vuelta, alzaba la voz, intentaba llamar la atención de la señora Aurélie, con la esperanza de que riñese a la joven. Pero ésta, desde su regreso, había ido conquistando poco a poco al personal del departamento. Ahora tenía allí su puesto e, incluso, a la encargada le parecía que poseía cualidades poco frecuentes para la venta: una obstinada dulzura y un risueño convencimiento. Por lo tanto, la señora Aurélie se encogió levemente de hombros y se guardó muy mucho de intervenir.

—Si la señora tuviera a bien indicarme qué estilo le gusta —decía ahora Denise, con aquella cortés insistencia que no cedía ante ningún obstáculo.

—¡Pero si es que no tienen ustedes nada! —exclamó a voces la señora Desforges.

Se interrumpió, sorprendida, al notar una mano en el hombro. Era la señora Marty, que, presa de uno de sus ataques de despilfarro, recorría de arriba abajo los almacenes. Tantas cosas había comprado, desde la adquisición de las corbatas, los guantes bordados y la sombrilla roja, que el último dependiente que se había hecho cargo de aquel cúmulo de compras había tomado la decisión de colocarlo en una silla para que no le rindiera los brazos. Caminaba delante de ella, tirando de la silla, en la que se apilaban enaguas, toallas, visillos, una lámpara, tres felpudos.

—¡Anda! —dijo la señora Marty—. ¿Está usted comprando un abrigo de viaje?

—¡No, por Dios! —repuso la señora Desforges—. Son horrorosos.

Pero la señora Marty se había fijado en un abrigo de rayas que no le había parecido mal. Su hija Valentine ya lo estaba mirando de cerca. Entonces, Denise llamó a Marguerite, viendo la ocasión de que el departamento se librase de aquel artículo, un modelo del año anterior. Y la dependiente, interpretando la ojeada que le lanzaba su compañera, presentó el abrigo como una ocasión excepcional. Cuando le hubo jurado a la señora Marty que ya lo habían rebajado de precio dos veces, que de ciento cincuenta francos había pasado a ciento treinta y que ahora estaba a ciento diez, ésta no tuvo fuerzas para resistirse a la tentación de la baratura. Se quedó con él, y el dependiente que la acompañaba dejó la silla y todos los talones de venta junto con la mercancía.

Entre tanto, a espaldas de las señoras y entre las prisas de la venta, el departamento seguía comadreando acerca de la señora Frédéric.

—¿Así que de verdad estaba liada con alguien? —preguntaba una dependiente joven y recién llegada.

—¡Toma, pues con el individuo de los baños! —contestaba Clara—. No hay que fiarse de esas viudas tan apacibles.

Volvió entonces la cabeza la señora Marty, mientras Marguerite hacía el talón del abrigo; señalando a Clara con un leve parpadeo, le dijo al oído a la señora Desforges:

—Mire, ahí tiene al capricho del señor Mouret.

Henriette, sorprendida, miró a Clara y, volviendo luego la vista hacia Denise, le respondió:

—¡No, la alta no; la bajita!

Y al no atreverse ya la señora Marty a asegurar nada, la señora Desforges añadió, en voz más alta, con el desprecio de una dama hacia unas doncellas:

—A lo mejor, la alta y la baja. Y todas las que se dejen.

Denise la había oído. Alzó los grandes y limpios ojos hacia aquella señora que no conocía y la ofendía así. Debía de ser la persona de quien le habían hablado, aquella amiga del dueño. Y, cuando se cruzaron sus miradas, había en la suya una dignidad tan triste, una inocencia tan sincera que Henriette se sintió violenta.

—Ya que no tiene nada decente que enseñarme, acompáñeme a los vestidos —dijo con brusquedad.

—¡Anda! ¡Voy con usted! —exclamó la señora Marty—. Quería ver un traje para Valentine.

Marguerite cogió la silla por el respaldo y la fue arrastrando, volcada hacia atrás, apoyada en las patas traseras, que aquellos acarreos acababan por desgastar. Denise llevaba sólo los pocos metros de fular que había comprado la señora Desforges. Ahora que los vestidos y los trajes estaban en el segundo piso, en el otro extremo de los almacenes, era toda una peregrinación llegar hasta allí.

Comenzó el largo recorrido por las galerías abarrotadas. Caminaba en cabeza Marguerite, tirando de la silla como de un carrito y abriéndose paso con dificultad. La señora Desforges empezó a protestar ya desde la lencería: qué absurdos eran aquellos bazares en que había que recorrer dos leguas para dar con cualquier artículo. También la señora Marty se quejaba de estar muerta de cansancio. Y no por ello dejaba de disfrutar de ese cansancio, de esa lenta extinción de sus fuerzas entre aquella interminable exposición de mercancías. Había sucumbido por completo al genial hallazgo de Mouret. Todos los departamentos la retenían al pasar. Empezó por detenerse en las canastillas de boda, después cayó en la tentación de unas camisas, que le vendió Pauline. Pudo, pues, Marguerite dejar la silla, y fue Pauline la que tuvo que cargar con ella. La señora Desforges habría podido seguir andando, para dejar antes libre a Denise, pero parecía disfrutar sabiéndola a sus espaldas, quieta y paciente, mientras se demoraba para aconsejar a su amiga. En las canastillas infantiles, las señoras lo admiraron todo, pero no compraron nada. Menudearon, luego, las debilidades de la señora Marty: cedió, sucesivamente, ante un corsé de raso negro, unos manguitos de piel rebajados por ser un artículo fuera de temporada y unas puntillas rusas, que estaban de moda en ese momento para adornar la ropa de mesa. Todo se iba apilando encima de la silla, el montón de paquetes crecía, haciendo crujir la madera; y a los sucesivos dependientes cada vez les costaba más trabajo tirar de ella a medida que la carga se iba haciendo más pesada.

—Por aquí, señora —decía Denise, sin una queja, después de cada parón.

—¡Pero esto es ridículo! —exclamaba la señora Desforges—. No llegaremos nunca. ¿Por qué no están los vestidos y los trajes al lado de la confección? ¡Qué revoltillo!

La señora Marty, cuyas pupilas se dilataban con la embriaguez de aquel desfile de suntuosidades que bailaban ante su vista, repetía a media voz:

—¡Dios mío! ¿Qué va a decir mi marido?… Tiene usted toda la razón. En estos almacenes no hay ni orden ni concierto. Una se pierde y hace tonterías.

Costó trabajo que la silla cruzase por el ancho rellano de la escalera principal, en donde Mouret acababa de mandar, precisamente, que colocasen unos tenderetes de fruslerías que entorpecían el paso: copas con pie de zinc dorado, neceseres y licoreras de poco precio, ya que, en su opinión, la gente circulaba por aquel lugar muy a sus anchas, en vez de agolparse hasta la asfixia. Había autorizado a uno de sus dependientes para que expusiera allí, en una mesa pequeña, curiosidades de la China y el Japón, unas cuantas chucherías baratas que las clientes se quitaban de las manos. Era un éxito inesperado y Mouret ya estaba pensando en ampliar aquella oferta. La señora Marty, mientras dos mozos subían la silla a la segunda planta, compró seis botones de marfil, unos ratones de seda y una cerillera de esmaltes tabicados.

Reanudaron la caminata por la segunda planta. Denise, que llevaba paseando clientes desde por la mañana, estaba rendida; pero seguía mostrando la misma corrección, la misma dulzura cortés. Tuvo que volver a esperar a las señoras en las tapicerías, en donde la señora Marty se prendó de una cretona deliciosa. Más adelante, al llegar a los muebles, se le antojó una mesa de labor. Le temblaban las manos y estaba suplicando, entre risas, a la señora Desforges que le impidiese seguir gastando dinero cuando un encuentro con la señora Guibal le proporcionó una excusa. Coincidieron con ella en el departamento, de alfombras, al que había subido, al fin, para devolver todo un lote de portiers orientales que se había llevado cinco días antes. Estaba de pie, hablando con el dependiente, un mocetón con brazos de luchador que manejaban, de la mañana a la noche, cargas que hubieran reventado a un buey. Como es lógico, se sentía muy contrariado con aquella devolución, que lo dejaba sin el correspondiente porcentaje. Estaba, pues intentando pillar a la cliente en algún renuncio, pues se maliciaba algo turbio, probablemente un baile durante el que se habían usado los portiers de El Paraíso, para devolverlos luego, ahorrándose así alquilárselos a un tapicero. Sabía que las burguesas miradas con el dinero solían hacer cosas semejantes. Alguna razón tendría la señora para devolverlos; si es que no le agradaban los dibujos o los colores, podía enseñarle otros, disponían de un surtido muy completo. A cuantas insinuaciones le hacía el dependiente, la señora Guibal respondía con mucha calma, con su seguridad de reina, que los portiers ya no le gustaban, sin dignarse añadir ninguna explicación. Se negó a ver otros, y el dependiente tuvo que resignarse, pues todos ellos tenían orden de aceptar las mercancías aunque notasen que estaban usadas.

Las tres señoras se alejaron juntas; la señora Marty seguía dándole vueltas, presa de remordimientos, a la compra de la mesa de labor, que no necesitaba para nada. Entonces, la señora Guibal le dijo con su voz tranquila:

—Pues ya la devolverá usted… ¿No se ha fijado en lo fácil que es? Usted deje que se la lleven a casa. La pone en el salón y la mira; luego, cuando se aburra de ella, la devuelve.

—¡Qué buena idea! —exclamó la señora Marty—. Si mi marido se enfada demasiado, lo devuelvo todo.

Habiendo hallado la excusa suprema, dejó de echar cuentas y siguió comprando, con la sorda necesidad de quedarse con todo, pues no era de las mujeres que devuelven lo que adquieren.

Llegaron por fin a los vestidos y trajes. Pero, cuando Denise iba a entregar a una de las dependientes el fular de la señora Desforges, ésta cambió, al parecer, de opinión y declaró que, bien pensado, se iba a llevar uno de los abrigos de viaje, el gris claro. Y Denise tuvo que esperarla, respetuosamente, para volver a acompañarla a la confección. La joven notaba en aquellos caprichos de cliente despótica el empeño de tratarla como a una sirvienta. Pero se había jurado a sí misma no faltar a sus obligaciones y seguía conservando la misma actitud reposada, aunque el corazón le daba brincos y su amor propio se rebelaba. La señora Desforges no compró nada en el departamento de vestidos y trajes.

—¡Ay, mamá! —decía Valentine—. ¡Si fuera de mi talla ese trajecito de ahí!

La señora Guibal le estaba explicando su táctica en voz baja a la señora Marty. Cuando le gustaba un vestido en una tienda, hacía que se lo enviaran, sacaba el patrón y, luego, lo devolvía. Y la señora Marty le compró el vestido a su hija, en tanto que susurraba:

—¡Qué buena idea! ¡Cuánto sentido práctico tiene usted, querida amiga!

No había quedado más remedio que dejar atrás la silla. Había naufragado en el departamento de muebles, junto a la mesa de labor. El peso era excesivo y las patas de detrás amenazaban con quebrarse. Habían llegado al acuerdo de centralizar todas las compras en una de las cajas, para bajarlas luego al servicio de expedición.

Comenzaron entonces a vagabundear las señoras, a las que Denise seguía sirviendo de guía. Volvieron a verlas en todos los departamentos. Subieron mil veces las escaleras, recorrieron otras tantas las galerías. Se detenían a cada momento, al encontrarse con personas conocidas. Fue así como, en las inmediaciones del salón de lectura, volvieron a toparse con la señora Bourdelais y sus tres hijos. Los niños iban cargados de paquetes: Madeleine llevaba, bajo el brazo, un vestido para ella; y Edmond, toda una colección de zapatitos, mientras que el más pequeño lucía una gorra nueva.

—¡Tú, también! —dijo, riendo, la señora Desforges a su amiga de internado.

—¡No me hables! —exclamó la señora Bourdelais—. Estoy furiosa… ¡Ahora recurren a estas criaturitas para hacernos caer! Bien sabes que nunca me compro nada para mí. Pero ¿quién puede decirles que no a estos chiquillos, a los que se les antoja todo? Los había traído a que dieran un paseo y aquí me tienes, desvalijando la tienda.

Mouret, que aún se encontraba allí en compañía de Vallagnosc y del señor De Boves, la escuchaba, sonriente. Ella lo vio y se quejó, con tono risueño, en el que podía adivinarse una irritación real, de aquellas trampas que le tendía al amor materno. Se indignaba ante la idea de haber sucumbido a la fiebre de la propaganda Y él sin dejar de sonreír la saludaba respetuosamente, saboreando el triunfo. El señor De Boves había maniobrado para acercarse a la señora Guibal; se fue, al fin, tras ella, intentando, por segunda vez, despistar a Vallagnosc. Pero éste, cansado del barullo, se apresuró a alcanzar al conde. Denise se había detenido de nuevo para esperar a las señoras. Estaba de espaldas, y Mouret, por su parte, fingía no verla. A partir de ese momento, el fino olfato de mujer celosa de la señora Desforges barrió con todas sus dudas. Mientras él le decía palabras amables y caminaba a su lado un breve trecho, en su papel de galante anfitrión, ella reflexionaba sobre la forma de declararlo convicto y confeso de su traición.

Entre tanto, el señor De Boves y Vallagnosc, que abrían la marcha con la señora Guibal, habían llegado al departamento de encajes, que ocupaba un lujoso salón colindante con el de confecciones. Lo amueblaban unos casilleros cuyos cajones de roble tallado tenían un frente abatible. En torno a las columnas, tapizadas de terciopelo rojo, trepaban en espiral los encajes blancos. Y, de un extremo a otro de la estancia, volaban bandadas de guipur. Se amontonaban en los mostradores los grandes cartones en los que se enroscaban prietas madejas de Valenciennes, de Malinas, de puntos de aguja. Al fondo, estaban sentadas dos señoras, ante un viso de seda malva sobre el que Deloche extendía puntillas de Chantilly. Y las miraban en silencio, sin acabar de decidirse.

—¡Anda! —dijo Vallagnosc, muy sorprendido—. ¿No decía usted que la señora De Boves estaba enferma?… Pues allí la tiene, de pie ante ese mostrador, con la señorita Blanche.

El conde no pudo por menos de sobresaltarse, al tiempo que miraba de reojo a la señora Guibal.

—¡A fe mía que es verdad! —dijo.

Hacía mucho calor en aquel salón. A las clientes que se agolpaban en él les faltaba el aire y tenían el rostro pálido y los ojos relucientes. Era como si todas las seducciones de los almacenes culminasen en aquella tentación suprema, como si fuera aquélla la oculta alcoba del pecado, el lugar de perdición en el que sucumbían las más fuertes. Las manos se hundían en el desbordamiento de piezas y, al retirarse, conservaban un embriagado temblor.

—Me parece que las señoras lo están arruinando a usted —añadió Vallagnosc, al que el encuentro divertía.

El señor De Boves puso el gesto de un marido tanto más seguro del sentido común de su mujer cuanto que nunca le da un céntimo. Ésta, tras haber recorrido todos los departamentos con su hija, sin comprar nada, acababa de embarrancar en los encajes sus rabiosos deseos insatisfechos. Pese a estar rendida de cansancio, se hallaba de pie ante un mostrador, revolviendo en los montones. Se le aflojaban las manos, le subía un sofoco por la espalda. De repente, al ver que su hija había vuelto la cabeza y que el dependiente se alejaba, intentó meterse debajo del abrigo una pieza de punto de Alenzón. Pero se sobresaltó y soltó el encaje al oír la voz de Vallagnosc, que le, decía en tono jovial:

—¡La hemos pillado in fraganti, señora!

Se quedó sin habla durante unos segundos, palidísima. Luego, explicó que se había sentido mucho mejor y le había apetecido tomar el aire. Por último, al fijarse en que su marido se hallaba en compañía de la señora de Guibal, se repuso por completo y los miró con expresión tan digna que ésta se sintió obligada a decir:

—Estaba con la señora Desforges, y nos hemos encontrado con estos caballeros.

En aquel momento llegaban las otras señoras. Las acompañaba Mouret y se quedó con ellas unos instantes más, instándolas a que se fijasen en el inspector Jouve, que seguía vigilando a la mujer encinta y a su amiga. Era algo muy curioso, no podían ni imaginarse la cantidad de ladronas que detenían en los encajes. La señora De Boves, al oírlo, se veía ya entre dos gendarmes, con sus cuarenta y cinco años, su lujo, la elevada posición de su marido. Y no sentía remordimiento alguno, sino que pensaba que debería haberse metido la pieza en la manga. Entre tanto, Jouve acababa de decidirse a interpelar a la embarazada, renunciando ya a sorprenderla con las manos en la masa y sospechando, por lo demás, que había ido llenándose los bolsillos con tal maña que él no había sido capaz de darse cuenta. Pero, tras llevarla aparte y registrarla, tuvo que pasar por el mal rato de no encontrarle nada encima, ni una corbata, ni un botón. La amiga había desaparecido. Y, de pronto, lo entendió todo: la embarazada sólo estaba allí para distraerlo; la que robaba era la amiga.

La aventura divirtió a las señoras. Mouret, un tanto molesto, se limitó a decir:

—El tío Jouve se ha quedado esta vez con tres palmos de narices. Pero ya se tomará la revancha.

—¡Bah! —dijo Vallagnosc, a modo de conclusión—. Yo creo que no da la talla… Y, además, ¿por qué exponéis tantas mercancías? Os está bien empleado si os roban. No hay que tentar de esta forma a pobres e indefensas mujeres.

Fue aquélla la última palabra, que sonó como la nota más aguda del día, entre la creciente fiebre de los almacenes. Las señoras ya se estaban despidiendo y cruzaban por última vez las secciones abarrotadas. Eran las cuatro de la tarde. Los rayos del sol poniente penetraban, sesgados, por los amplios ventanales de la fachada, iluminando oblicuamente las cristaleras de los patios. Y, en aquella rojiza claridad de incendio, flotaba, como un vapor de oro, el denso polvo que los pasos de la muchedumbre había levantado desde por la mañana. Una capa de luz recorría la gran galería central, recortaba sobre un fondo de llamas las siluetas de las escaleras, las de las pasarelas, todo aquel encaje aéreo de hierro calado. Los mosaicos y los azulejos de los frisos espejeaban, el resplandor de los pródigos dorados avivaban los tonos verdes y rojos de las pinturas. Ahora, era como si los artículos expuestos estuviesen ardiendo en aquellas prendidas brasas: los palacios de guantes y corbatas; las girándulas de cintas y encajes; las elevadas pilas de géneros de lana y de calicó; los arriates de mil matices en los que florecían las finas sedas y los fulares. Las lunas relumbraban. La exposición de sombrillas, combadas como escudos, tenía reflejos de metal. A lo lejos, más allá de algunas franjas oscuras, se veían secciones remotas, luminosas, en las que bullía una muchedumbre que envolvía el rubio sol.

En aquella hora final, en aquel ambiente sobrecalentado, las mujeres eran reinas. Habían tomado por asalto los almacenes y acampaban en ellos como en tierra conquistada, igual que una horda invasora que hubiera tomado posiciones entre las devastadas mercancías. Los dependientes, sordos y aturdidos, no eran ya sino las herramientas que utilizaban con tiranía de soberanas. Las señoras gruesas empujaban a todo el mundo. Las delgadas se crecían, se tornaban arrogantes. Y todas ellas, irguiendo la cabeza, con ademanes bruscos, estaban en sus dominios, no se respetaban entre sí, abusaban de la casa cuanto podían, hasta llevarse consigo el polvo de las paredes. La señora Bourdelais, queriendo resarcirse del gasto, había vuelto a llevar a sus hijos al ambigú; ahora, la clientela se abalanzaba hacia él con apetito rabioso; incluso las madres se atiborraban de vino de Málaga. Desde la hora de apertura, iban consumidos ochenta litros de refrescos y setenta botellas de vino. Tras comprar el abrigo, la señora Desforges había pedido en la caja que le regalasen unas estampas. Y ya se iba, pensando en la forma de llevar a Denise a su casa para poder humillarla allí en presencia del propio Mouret, para ver qué cara ponían ambos y arrancarles una certidumbre. Mientras el señor De Boves conseguía, al fin, perderse entre el gentío y desaparecer con la señora Guibal, la señora De Boves, tras la que caminaban Blanche y Vallagnosc, tuvo el capricho de pedir un globo rojo, aunque no había comprado nada. Al menos tendría algo, no se iría con las manos vacías, se granjearía la amistad de la niña de sus porteros. En el mostrador en el que los repartían, estaban empezando a entregar el cuadragésimo millar. Cuarenta mil globos rojos habían alzado el vuelo en el aire cálido de los almacenes, toda una bandada de globos rojos que, en aquellos momentos, flotaban de un extremo a otro de París, elevando hasta el cielo el nombre de El Paraíso de las Damas.

Dieron las cinco. La señora Marty se había quedado sin más compañía que su hija en el espasmo final de la venta. No conseguía irse de allí, derrengada de cansancio, prendida en unos lazos tan fuertes que volvía sin cesar sobre sus pasos, sin necesidad alguna, recorriendo los departamentos con insaciable curiosidad. Era la hora en que la muchedumbre, a la que hostigaba la propaganda, perdía por completo el tino. Los sesenta mil francos de anuncios invertidos en los periódicos, los doscientos mil catálogos puestos en circulación, tras haber vaciado los bolsillos a las mujeres, les dejaban los nervios tocados de embriaguez; y no se iban, conmocionadas aún por cuanto ideaba Mouret: los precios rebajados, las devoluciones, todas aquellas incesantes galanterías. La señora Marty se demoraba ante las mesas en que pregonaban la mercancía, entre las roncas llamadas de los dependientes, entre el ruido del oro en las cajas y el estruendo de los paquetes al desplomarse en el sótano. Volvía a cruzar la planta baja: la ropa blanca, la seda, los guantes, los géneros de lana; luego, subía una vez más, entregándose a la vibración metálica de las escaleras y las pasarelas, regresaba a las confecciones, a la lencería, a los encajes; llegaba a la segunda planta, la zona alta donde estaban los muebles y la ropa de cama; y, por doquier, los dependientes, Hutin y Favier, Mignot y Liénard, Deloche, Pauline, Denise, hacían un último esfuerzo, aunque ya no notasen las piernas, y ganaban batallas al último ataque de fiebre de las clientes, de aquella fiebre que había ido creciendo despacio desde por la mañana, como si fuera la ebriedad misma que se desprendía de aquel continuo movimiento de telas. El sol de las cinco consumía ahora al gentío en su incendio. La señora Marty tenía el rostro animado y nervioso de una niña que hubiese bebido vino puro. Había entrado con ojos reposados y, en la piel lozana, el frío de la calle; y la mirada y el cutis se le habían ido agostando con la contemplación del espectáculo de aquel lujo, de aquellos colores, cuyo incesante y acelerado desfile exacerbaba sus pasiones. Cuando se fue al fin, tras haber dicho que abonaría las compras en su domicilio, aterrada por el importe de la factura, tenía los rasgos demacrados, los pupilas dilatadas de una enferma. Tuvo que pelear para salir de la tenaz aglomeración de la puerta, en la que la gente batallaba a muerte por los desbaratados saldos. Cuando estuvo ya en la acera, tras haber perdido y recuperado a su hija, se estremeció en el aire frío y se detuvo, aturdida, presa del trastorno neurótico de los grandes bazares.

A última hora de la tarde, cuando Denise volvía de cenar, la llamó un mozo.

—Señorita, la esperan en dirección.

No se acordaba va de que Mouret le había ordenado, por la mañana, que pasase por su despacho al acabar la venta. La estaba esperando, a pie firme. Ella, al entrar, no empujó la puerta, que se quedó abierta.

—Estamos muy satisfechos con usted, señorita —le dijo Mouret—, y queremos demostrárselo. Ya sabe con qué falta de consideración nos ha dejado la señora Frédéric. Desde mañana ocupará usted su puesto de segunda encargada.

Al oírlo, el pasmo inmovilizó a Denise. Susurró con voz temblorosa:

—Pero, señor Mouret, si hay dependientes mucho más antiguas que yo en el departamento…

—Muy bien. ¿Y qué? —dijo él—. Usted es la más capaz y la más responsable. Y la escojo a usted, es lo más natural… ¿No se alegra?

Ella, entonces, se ruborizó. La invadían una dicha y una turbación deliciosas que disipaban su temor inicial. ¿Por qué había pensado, antes que nada, en las hipótesis con que los demás iban a recibir aquella inesperada muestra de favor? Pese a su impulsivo agradecimiento, no salía de su confusión. Él, sonriente, la miraba, con su sencillo vestido de seda, sin una joya, sin más lujo que su regia cabellera rubia. Se había ido puliendo; tenía el cutis blanco y una expresión delicada y seria. La endeble insignificancia de antaño se había transformado en un encanto penetrante aunque discreto.

—Es usted muy bueno, señor Mouret —balbució—. No sé cómo decirle…

Pero se interrumpió. En el marco de la puerta estaba Lhomme, asiendo con la mano sana una gran bolsa de cuero. El brazo mutilado oprimía contra el pecho una gigantesca cartera. Y a su espalda, su hijo Albert iba cargado con unos sacos que lo derrengaban.

—Quinientos ochenta y siete mil doscientos diez francos con treinta céntimos —voceó el cajero, cuyo rostro fofo y ajado resplandecía como si lo iluminase, como un rayo de sol, el reflejo de aquella suma.

Era la recaudación del día, la mayor de cuantas había alcanzado El Paraíso. A lo lejos, de las profundidades de los almacenes por los que Lhomme acababa de cruzar despacio, con la pesadez de un buey que arrastra una carga excesiva, se alzaba la algarabía, el remolino de sorpresa y júbilo que había ido dejando, a su paso, aquella recaudación enorme.

—¡Espléndido! —dijo Mouret, encantado—. Amigo Lhomme, póngalo aquí y descanse, porque está usted agotado. Voy a mandar que lleven este dinero a la caja central… Sí, sí, déjelo todo encima de mi mesa. Quiero ver lo que abulta…

Estaba alegre como un niño. El cajero y su hijo dejaron la carga. En la bolsa sonó el claro tintineo del oro; dos de los sacos soltaron, al reventarse, sendas corrientes de plata y cobre, en tanto que de la cartera asomaban los picos de los billetes de banco. Uno de los extremos de la mesa quedó cubierto por completo, al desplomarse sobre él aquella fortuna, recogida en un plazo de diez horas.

Tras retirarse Lhomme y Albert, enjugándose el sudor del rostro, Mouret permaneció inmóvil un instante, absorto, clavando los ojos en el dinero. Luego, al alzar la vista, vio a Denise, que se había apartado. Recobró entonces la sonrisa, la obligó a acercarse y acabó por decirle que le regalaba cuanto le cupiera en la mano cerrada. Y, más que una broma, era aquello un deseo de comprar amor.

—Ahí, en la bolsa. Apuesto a que saca menos de mil francos. ¡Tiene usted una mano tan pequeña!

Pero ella retrocedió aún más. ¿Acaso la quería? Lo comprendía todo, de repente, notaba la creciente llama del arrebatado deseo en que Mouret la envolvía desde que había regresado al departamento de confección. Y lo que más la turbaba era notar que su propio corazón latía alocadamente. ¿Por qué la ofendía con aquel dinero, si se sentía rebosante de agradecimiento y Mouret habría podido hacerla desfallecer con una única palabra de afecto? Él se le iba acercando, sin dejar de bromear; pero, para mayor descontento de Mouret, se presentó en el despacho Bourdoncle, so pretexto de informarle de las cifras de asistencia: aquel día había acudido a El Paraíso la enorme cantidad de setenta mil clientes. Y Denise se fue, presurosa, tras haber dado otra vez las gracias.