X
El balance era el primer domingo de agosto y tenía que estar concluido esa misma noche. Todos los empleados ocuparon sus puestos desde por la mañana, como cualquier otro día, y comenzó la tarea tras las puertas cerradas de los almacenes, vacíos de clientes.
Denise no había bajado a las ocho con las demás dependientes. Aunque no había podido salir de su cuarto desde el jueves anterior, porque se había torcido el tobillo al subir al taller, se encontraba ya mucho mejor. Pero, como la señora Aurélie la mimaba mucho, no se apresuró; empezó a calzarse, no obstante, trabajosamente, con la firme intención de acudir, pese a todo, al departamento. Los cuartos de las señoritas ocupaban ahora el quinto piso de los edificios nuevos, que corrían a lo largo de la calle de Monsigny; había, a ambos lados de un corredor, sesenta habitaciones, más confortables que antes, aunque seguían amueblándolas una cama de hierro, un armario grande y un tocador pequeño, ambos de nogal. En ellas, las dependientes iban añadiendo a su vida íntima nuevas pulcritudes y elegancias; se ufanaban de usar jabones caros y ropa interior fina y, a medida que su suerte iba mejorando, emprendían un lógico ascenso hacia la burguesía, aunque se oyesen aún, como en una pensión, algunas palabras gruesas y algunos portazos durante las prisas tempestuosas que las arrebataban por la mañana y por la noche. Por lo demás, Denise, dada su categoría de segunda encargada, tenía una de las habitaciones más amplias, con dos ventanas abuhardilladas que daban a la calle. Ahora que era rica, se permitía ciertos lujos: un edredón rojo cubierto de guipur, una alfombra pequeña delante del armario y, encima del tocador, dos jarrones de vidrio azul donde se marchitaban unas rosas.
Cuando se hubo calzado, intentó caminar por la habitación. Tuvo que apoyarse en los muebles, pues todavía cojeaba. Pero ya le iría entrando en calor el tobillo. Aunque la verdad era que había hecho bien en no aceptar una invitación a cenar de su tío Baudu para esa misma noche y en pedirle a su tía que llevase a dar una vuelta a Pépé, que estaba otra vez a cargo de la señora Gras. Jean, que había ido a verla el día anterior, cenaba también en casa de su tío. Denise seguía intentado caminar, despacio, prometiéndose meterse en la cama temprano para descansar la pierna, cuando la señora Cabin, la encargada de la vigilancia, llamó a la puerta y le entregó una carta con expresión misteriosa.
Tras cerrar la puerta, Denise, asombrada ante la discreta sonrisa de la mujer, abrió la carta. Se desplomó en una silla: era de Mouret. Se congratulaba de que estuviera restablecida y le rogaba que bajase aquella noche a cenar con él, puesto que no podía salir. Nada hiriente había en aquella nota, escrita en un tono de paternal confianza. Pero no cabía equivocación alguna. Todo el mundo estaba al tanto, en El Paraíso, del verdadero alcance de aquellas invitaciones que tenían ya categoría de leyenda. Clara había cenado con él; otras también; todas aquellas en las que se fijaba el dueño. Después de la cena, venía el postre, como decían los dependientes, bromeando. Y, poco a poco, una oleada de sangre fue tiñendo las blancas mejillas de la joven.
Entonces, con la carta caída entre las rodillas notando los hondos latidos del corazón, Denise permaneció con los ojos clavados en la cegadora luz de una de las ventanas. En aquel mismo cuarto, durante las horas de insomnio, no le había quedado más remedio que hacerse una confesión: aún temblaba al ver pasar a Mouret, pero ahora sabía que no era de miedo. Y su anterior malestar, sus pasados temores no podían ser sino la medrosa ignorancia del amor, la turbación que aportaba a su huraño e infantil retraimiento el alborear de un desconocido afecto. No buscaba razones; se limitaba a darse cuenta de que siempre lo había querido, desde el preciso instante en que, trémula y balbuciente, se halló en su presencia. Ya lo quería cuando lo temía como a un amo despiadado; lo quería cuando su azorado corazón soñaba, inconsciente, con Hutin, sucumbiendo a una necesidad de cariño. Quizá hubiera podido, llegado el caso, entregarse a otro, pero nunca había amado sino a ese hombre, una de cuyas miradas bastaba para aterrarla. Y todo el pasado cobraba nueva vida y desfilaba ante la luz de la ventana. La severidad de los primeros tiempos; aquel paseo tan dulce bajo las oscuras frondas de las Tullerías; y, por fin, aquellos anhelos con que él la rondaba desde el mismo instante de su regreso a los almacenes. La carta resbaló y cayó al suelo. Denise seguía mirando la ventana; y la claridad del sol, que daba de pleno en ella, la deslumbraba.
Llamaron de pronto; se apresuró a recoger la carta y la ocultó en el bolsillo. Era Pauline, que había alegado un pretexto para poder escaparse de su departamento, y venía a charlar un rato.
—¿Estás mejor, querida? Ya no nos vemos casi.
Pero, como estaba prohibido subir a las habitaciones y, sobre todo, encerrarse en ellas de dos en dos, Denise se la llevó al final del corredor, donde estaba la sala de reunión, una fineza del director con las señoritas, que podían instalarse en ella para charlar o dedicarse a alguna labor hasta que dieran las once. La estancia, blanca y dorada, mostraba la trivial desnudez de un salón de hotel; la amueblaban un piano, una mesa central y unos cuantos sillones y sofás cubiertos de fundas blancas. Por lo demás, las dependientes, tras pasar juntas allí varias veladas, en el primer entusiasmo de la novedad, no tardaron mucho en cruzar palabras desagradables cuando coincidían. Estaban todavía sin educar; aquel reducido falansterio carecía de concordia. Por el momento, no solía pasar allí la velada más que la segunda encargada de corsetería, miss Powell, que tocaba desabridamente algunas piezas de Chopin y cuyo talento, que las demás envidiaban, propiciaba la desbandada general.
—Ya ves que estoy mejor del pie —dijo Denise—. Estaba a punto de bajar.
—¡Qué dedicación! —exclamó la lencera—. Si yo tuviera un pretexto, bien que me quedaría en mi cuarto y me dedicaría a cuidarme.
Se habían sentado ambas en uno de los sofás. Desde que su amiga era segunda encargada en confección, la actitud de Pauline había cambiado. Se notaba en su cordialidad de persona campechana un matiz respetuoso, una sorpresa al darse cuenta de que la infeliz dependiente de antaño, tan poquita cosa, había emprendido el camino hacia la fortuna. No obstante, Denise la quería mucho y sólo a ella se confiaba, entre el continuo galopar de las doscientas mujeres que trabajaban ahora en la casa.
—¿Qué te pasa? —preguntó vehementemente Pauline, al notar la turbación de la joven.
—No me pasa nada —le aseguró ésta, con tirante sonrisa.
—Sí, sí, algo te ocurre… ¿Es que ya no te fías de mí y por eso no me cuentas tus penas?
Entonces, Denise cedió, llevada por la emoción que le henchía el pecho y no conseguía calmar. Le tendió a su amiga la carta, balbuciendo:
—¡Mira! Me acaba de escribir.
Nunca hasta entonces habían hablado abiertamente entre si de Mouret. Pero aquel silencio era, precisamente, como la confesión de sus secretas preocupaciones. Pauline estaba al tanto de todo. Tras haber leído la carta, se arrimó a Denise y la cogió por la cintura para susurrarle bajito:
—Querida, para serte sincera, yo pensaba que ya habías dado este paso… No te subleves; te aseguro que todos deben de creerlo, igual que lo creía yo. ¡Qué quieres! Se ha dado tanta prisa en hacerte segunda encargada. ¡Y además salta a la vista que anda siempre detrás de ti!
Le dio un sonoro beso en la mejilla. Luego, dijo:
—Irás esta noche, claro.
Denise la miraba sin contestar. Y, de repente, rompió a llorar, apoyando la cabeza en el hombro de su amiga, que se quedó muy sorprendida.
—Vamos, cálmate. No ha sucedido nada para que te trastornes así.
—No, no, déjame —tartamudeaba Denise—. Si supieras qué pena tengo. Desde que he recibido esta carta, es que no vivo… Déjame llorar, me alivia.
Muy compasiva, aunque sin entender qué motivos tenía, la lencera intentó consolarla. Para empezar, ya había dejado a Clara. Era cierto que decían que estaba con una señora que no era de la casa, pero nadie lo sabía de cierto. Luego, le explicó que no se podían tener celos de un hombre que ocupaba semejante posición. Era demasiado rico y, en último término, era el dueño.
Denise la escuchaba. Y, en el caso de que aún hubiese ignorado que lo amaba, habría adquirido la certidumbre de ello al notar cómo se le retorcía de dolor el corazón ante el nombre de Clara y la alusión a la señora Desforges. Oía la voz aviesa de Clara y se acordaba de cómo la señora Desforges la había llevado arriba y abajo por los almacenes con su despectivo comportamiento de mujer rica.
—¿Así que tú irías? —preguntó.
Pauline exclamó, sin pararse a pensarlo:
—Naturalmente. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Luego, se quedó pensativa y añadió:
—Habría ido antes; ahora, no. Porque voy a casarme con Baugé y la verdad es que no estaría bien.
Efectivamente, iba a casarse a mediados de mes con Baugé, que había dejado hacía poco El Económico para entrar en El Paraíso de las Damas. A Bourdoncle le agradaban muy poco los matrimonios; no obstante, contaban con el permiso oportuno y tenían, incluso, la esperanza de conseguir quince días de permiso.
—Ya lo ves —declaró Denise—. Cuando un hombre quiere a una mujer, se casa con ella… Baugé va a casarse contigo.
Pauline rió sin malicia.
—Pero, querida mía, no es lo mismo. Baugé se casa conmigo porque es Baugé. Somos los dos iguales, y es lo lógico… Mientras que el señor Mouret… ¿Cómo se va a casar el señor Mouret con sus empleadas?
—¡No, no, claro que no! —exclamó la joven, soliviantada ante aquel absurdo—. Y por eso mismo no habría debido escribirme.
Aquel razonamiento acabó de dejar pasmada a la lencera. En el rostro rollizo y los ojillos tiernos se traslucía una maternal compasión. Luego se levantó, abrió el piano y tocó despacio, con un solo dedo, la canción infantil del buen rey Dagoberto, para animar un poco el ambiente, sin duda. Hasta la desnudez del salón, que las fundas blancas resaltaban aún más, subían los ruidos de la calle, la melopea lejana de una vendedora que pregonaba guisantes. Denise, hundida en el sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo de madera, ahogaba en el pañuelo un nuevo ataque de llanto que la hacía estremecerse.
—¡Otra vez! —dijo Pauline, dándose la vuelta—. No eres ni pizca de sensata, la verdad… ¿Por qué me has traído aquí? Deberíamos habernos quedado en tu cuarto.
Se arrodilló delante de ella y siguió con sus sermones. ¡Cuántas otras habrían querido estar en su lugar! Además, si no le gustaba el asunto, la cosa era bien sencilla: que dijera que no, sin llevarse aquel disgusto. Pero tenía que pensarlo bien antes de jugarse la posición que había alcanzado con una negativa que no tenía razón de ser, ya que no estaba comprometida con nadie. ¿Era tan tremendo lo que pasaba? Y estaba cuchicheando jovialmente unas cuantas bromas para rematar la regañina, cuando llegó desde el corredor un ruido de pasos.
Pauline corrió hacia la puerta para echar una ojeada.
—¡Chisss! La señora Aurélie —susurró—. Me voy corriendo… Y sécate los ojos, que no hay por qué dar un cuarto al pregonero.
Cuando Denise se quedó sola, se puso de pie, se tragó las lágrimas y, con manos temblorosas, temiendo que la sorprendieran en aquel estado, fue a cerrar el piano que su amiga se había dejado abierto. Pero oyó que la señora Aurélie llamaba a la puerta de su cuarto y salió del salón.
—¡Cómo! ¡Se ha levantado! —exclamó ésta—. Es una imprudencia, mi querida niña. Subía, precisamente, a preguntarle qué tal estaba y a decirle que no la necesitamos abajo.
Denise le aseguró que estaba mejor y que le sentaría bien hacer algo y distraerse.
—No me cansaré, señora Aurélie. Acomódeme usted en una silla e iré anotando.
Bajaron ambas. La señora Aurélie, muy solícita, obligaba a Denise a apoyársele en el hombro. Debía de haberse fijado en que la joven tenía los ojos enrojecidos, pues la examinaba a hurtadillas. Lo más probable era que estuviese enterada de muchas cosas.
La de Denise había sido una victoria inesperada: había acabado por conquistar al personal del departamento. Tras haber luchado antaño durante cerca de diez meses, con el tormento de ser la víctima propiciatoria, sin conseguir que cejase la mala voluntad de sus compañeras, al fin se había hecho con ellas en pocas semanas; y ahora veía cómo la rodeaban, dúctiles y respetuosas. El repentino afecto de la señora Aurélie le había sido de gran ayuda en aquella ingrata tarea de ganarse los corazones; corría la voz, entre cuchicheos, de que la encargada era la alcahueta de Mouret y lo servía en asuntos delicados. Si protegía tan calurosamente a la joven, debía de ser que alguien se la encomendaba de forma muy especial. Pero, además, Denise había recurrido a todo su encanto para desarmar a sus enemigas. El empeño era tanto más arduo cuanto que tenía que conseguir que le perdonasen su ascenso a segunda encargada. Las otras dependientes ponían el grito en el cielo, diciendo que era una injusticia y la acusaban de haberse ganado el puesto tomando el postre con el patrón. Y llegaban, incluso, a añadir detalles abominables. Pero, aunque se rebelaban, la categoría de segunda encargada les iba haciendo mella; Denise adquiría poco a poco una autoridad que asombraba y doblegaba a las más hostiles. Pronto hubo, entre las recién llegadas, quienes le bailaron el agua. La dulzura y la modestia de su carácter remataron la conquista. Marguerite se pasó a su bando. La única en seguir con su malquerencia fue Clara, que aún se atrevía a veces a aplicarle el antiguo insulto de «desgreñada», que ya no divertía a nadie. Mientras había durado el breve capricho de Mouret, había descuidado el trabajo, abusando de una haraganería charlatana y vanidosa. Luego, al cansarse él en seguida, ni siquiera se quejó; el desorden galante de la vida que llevaba la incapacitaba para sentir celos, y se limitaba a la satisfacción de haber sacado en limpio la ventaja de que la tolerasen aunque no trabajara. Pero opinaba que Denise le había robado la sucesión de la señora Frédéric. Nunca habría aceptado el puesto, que daba demasiados quebraderos de cabeza. Pero la molestaba que le hicieran ese feo, pues tenía los mismos derechos que la otra y, además, los suyos eran anteriores.
—¡Anda! ¡Han sacado a pasear a la recién parida! —susurró al ver que llegaba la señora Aurélie con Denise cogida de su brazo.
Marguerite se encogió de hombros y dijo:
—¡Se creerá usted graciosa!
Daban las nueve. Fuera, el cielo, de un azul abrasador, caldeaba las calles; los coches de punto rodaban hacia las estaciones; todos los vecinos de la ciudad, ataviados con las galas del domingo, se dirigían, en largas filas, a los bosques de los alrededores. En los almacenes, donde entraba el sol a chorros por los ventanales abiertos, el personal, prisionero, acababa de empezar el balance. Habían quitado los pomos de las puertas y la gente se detenía en la acera y miraba por los cristales, asombrada de que, aunque los almacenes estuvieran cerrados, hubiese dentro tanta actividad. De un extremo a otro de las galerías, de un piso a otro, había un continuo discurrir de empleados, se veían brazos en alto y paquetes que pasaban volando por encima de las cabezas. Y todo ello entre una tempestad de gritos, de cifras voceadas, cuya confusión crecía y se quebraba en un ensordecedor escándalo. Cada uno de los treinta y nueve departamentos trabajaba por su cuenta, sin ocuparse de los departamentos colindantes. Por lo demás, apenas si acababan de empezar a vaciar los casilleros; aún no había en el suelo sino unas cuantas piezas de tela. Habría que dar más presión al vapor, si pretendían acabar aquella noche.
—¿Por qué ha bajado? —siguió diciendo Marguerite, solícita, dirigiéndose a Denise—. Va a ponerse peor y tenemos brazos de sobra.
—Eso mismo le he dicho yo —declaró la señora Aurélie—. Pero, a pesar de todo, se ha empeñado en echarnos una mano.
Todas las señoritas se agolparon en torno a Denise, con lo que se interrumpió el trabajo. Le daban la enhorabuena por la mejoría; escuchaban, entre aspavientos, la historia de la torcedura. Por fin, la señora Aurélie la acomodó ante una mesa y quedaron en que se limitaría a ir anotando los artículos que las demás cantasen. Por lo demás, el domingo del balance se echaba mano de todos los empleados capaces de manejar una pluma: de los inspectores, de los cajeros, de los escribientes e, incluso, de los mozos de almacén. Luego, los diferentes departamentos se repartían a aquellos ayudantes de un día para acabar la tarea contra viento y marea y lo antes posible. En consecuencia, Denise quedó instalada al lado del cajero Lhomme y del mozo Joseph, que se inclinaban, ambos, sobre grandes hojas de papel.
—¡Cinco abrigos de paño con vueltas de piel, talla tres, a doscientos cuarenta! —voceaba Marguerite—. ¡Cuatro ídem, talla uno, a doscientos veinte!
Se reanudó el trabajo. Detrás de Marguerite, tres dependientes vaciaban los armarios, clasificaban los artículos, se los entregaban todos juntos. Y ella, tras haberlos cantado, los arrojaba encima de la mesa, en donde se iban apilando poco a poco, formando gigantescos montones. Lhomme anotaba; Joseph confeccionaba otra lista, para cotejar ambas. Entretanto, la señora Aurélie en persona, con la ayuda de otras tres dependientes, iba cantando, por su parte, las prendas de seda, que Denise anotaba en unas hojas. Clara era la encargada de cuidar de los montones, de ordenarlos y afianzarlos, para que ocupasen el menor espacio posible en las mesas. Pero no se esmeraba ni poco ni mucho, y varias pilas de prendas se estaban desplomando ya.
—Dígame —le preguntó a una dependiente joven, que había entrado aquel invierno—, ¿espera usted una subida?… Ya estará enterada de que piensan pagar dos mil francos a la segunda encargada así que, con la participación, se va a sacar cerca de siete mil.
La otra dependiente respondió, sin dejar de descolgar tapados, que si no le daban ochocientos francos se buscaría otra cosa. A los empleados les subían el sueldo al día siguiente del balance; era también por entonces cuando, tras saberse la cifra anual de recaudación, los jefes de departamento cobraban su participación en el incremento de dicha cifra, comparada con la del año anterior. Por lo tanto, pese al zafarrancho reinante, circulaban a buen ritmo comadreos exaltados. Tras vocear un artículo y antes de vocear el siguiente, sólo se hablaba de dinero. Corría la voz de que la señora Aurélie iba a superar los veinticinco mil francos. Y aquella cantidad enorme tenía muy emocionadas a las señoritas. Marguerite, la vendedora más hábil después de Denise, había conseguido cuatro mil quinientos francos: mil quinientos de sueldo fijo y alrededor de tres mil de porcentaje. En cambio, Clara no llegaba, en total, a los dos mil quinientos.
—¡A mí me importan un bledo las subidas! —añadió esta última, hablando con la dependiente joven—. ¡A buenas horas iba a seguir yo aquí si mi padre se muriese! Pero lo que me saca de quicio son los siete mil francos de esa menudencia de mujer. ¿A usted qué le parece?
La señora Aurélie interrumpió la charla airadamente, volviéndose hacia ellas con su expresión altanera.
—¡Cállense de una vez, señoritas! ¡Palabra que no hay forma de entenderse!
Y, luego, siguió voceando:
—¡Siete capas, seda siciliana, talla uno, a ciento treinta!… ¡Tres polonesas, surá, talla dos, a ciento cincuenta!… ¿Me sigue, señorita Baudu?
—Sí, señora Aurélie.
En ese instante, tuvo que ordenar Clara las brazadas de prendas que se apilaban en las mesas. Hizo sitio, empujándolas. Pero no tardó en desentenderse de ellas otra vez para ver qué quería un dependiente que la andaba buscando. Era Mignot, el guantero, que se había escabullido de su departamento. Le pidió en voz baja veinte francos; ya le debía treinta, que le había pedido prestados al día siguiente de unas carreras, tras haber perdido el sueldo de la semana apostando a un caballo. Ahora, ya tenía gastada por adelantado la comisión que había cobrado la víspera y no le quedaba ni medio franco para pasar el domingo. Clara sólo llevaba encima diez francos, que le prestó de bastante buen grado. Y se pusieron a charlar, comentando la salida que habían hecho, entre seis, para cenar en un restaurante de Bougival, donde las mujeres habían pagado su parte; era preferible, todo el mundo estaba más a gusto. Luego, Mignot, que no renunciaba a sus veinte francos, fue a hablarle al oído a Lhomme. Éste tuvo que dejar de escribir y pareció muy violento. No obstante, no se atrevió a negarle el dinero y ya estaba buscando una moneda de diez francos en el monedero cuando a la señora Aurélie le extrañó no oír la voz de Marguerite, que había tenido que interrumpir el trabajo. Vio a Mignot y se dio cuenta de lo que sucedía. Lo envió con cajas destempladas a su departamento; no tenía ella necesidad de que viniera nadie a entretener a las señoritas. En realidad, le tenía miedo a aquel joven, el amigo íntimo de su hijo Albert, el cómplice de aquellas vidriosas diversiones que la hacían estremecer de miedo cuando pensaba en que algún día podían acabar mal. En consecuencia, en cuanto Mignot se fue a toda prisa con sus diez francos, no pudo por menos de decirle a su marido:
—Pero ¿cómo es posible que te dejes timar así?
—Mujer, la verdad es que no podía negarle al muchacho…
Ella lo hizo callar, encogiendo los robustos hombros. Luego, como las dependientes, aunque lo disimulasen, estaban disfrutando con aquella bronca familiar, añadió en tono severo:
—Vamos, señorita Vadon, a ver si espabilamos.
—¡Veinte paletós, casimir doble, talla cuatro, a dieciocho cincuenta! —dijo Marguerite con su entonación cantarina.
Lhomme, con la cabeza gacha, se había puesto de nuevo a escribir. Poco a poco, le habían ido subiendo el sueldo hasta nueve mil francos. Pero no había perdido su humildad ante la señora Aurélie, que seguía aportando casi el triple a la economía familiar.
La tarea progresó, durante un rato. Las cifras volaban, las brazadas de prendas caían encima de las mesas como una lluvia prieta. Pero a Clara se le había ocurrido otra diversión y empezó a gastar bromas a Joseph, el mozo, acerca de la pasión que todas le atribuían por una joven que trabajaba en el servicio de muestras. Dicha joven, flaca y pálida, que había cumplido ya los veintiocho años, era una protegida de la señora Desforges. Ésta se había empeñado en que Mouret la contratase como dependiente y le había contado, para conseguirlo, una conmovedora historia: se trataba de una huérfana, la última descendiente de los Fontenailles, familia de rancio abolengo del Poitou, que se había encontrado de la noche a la mañana en París con la carga de un padre borracho; aunque venida a menos, seguía siendo decente, y poseía una educación excesivamente rudimentaria para poder colocarse de institutriz o vivir dando clases de piano. Mouret solía indignarse cuando le recomendaban a muchachas pobres de buena familia, pues decía que no había criaturas más inútiles, más insoportables y con ideas más erradas. Y, además, una dependiente no se podía improvisar. Era menester haber pasado por un aprendizaje, pues se trataba de una profesión compleja y delicada. No obstante, contrató a la protegida de la señora Desforges, pero la destinó al servicio de muestras, de la misma forma que había colocado anteriormente en el servicio de publicidad, para complacer a unos amigos, a dos condesas y a una baronesa, dándoles el cometido de escribir fajas y sobres. La señorita De Fontenailles ganaba tres francos diarios, con los que vivía precariamente en una diminuta habitación de la calle de Argenteuil. A fuerza de verla con aquella cara de tristeza y humildemente ataviada, Joseph, que ocultaba un corazón sensible tras su callada rigidez de ex soldado, había acabado por enternecerse. No admitía el interés que le inspiraba, pero se ruborizaba cuando le gastaban bromas las dependientes de confección, pues, como el servicio de muestras estaba en un sala próxima al departamento, ellas se habían fijado en que rondaba continuamente por la puerta.
—Joseph anda muy distraído —susurraba Clara—. Se le van los ojos hacia la lencería.
Habían echado mano de la señorita De Fontenailles para que ayudase en el balance de la sección de canastillas de novia. Y como era cierto que el mozo lanzaba continuas ojeadas hacia esa sección, las dependientes se echaron a reír. Y él, azorado, se embebió en sus hojas, en tanto que Marguerite, para ahogar el risueño torrente que le cosquilleaba en la garganta, voceaba aún más alto:
—¡Catorce chaquetas entalladas, paño inglés, talla dos, a quince francos!
Al hacerlo, ahogó la voz de la señora Aurélie, que estaba cantando unos tapados y dijo, molesta, con majestuosa lentitud:
—No grite tanto, señorita, que no estamos en el mercado de abastos… ¡Qué poco sensatas son ustedes! Perder el tiempo en chiquilladas, cuando andamos con tantos apuros.
Precisamente en ese instante, como Clara no atendía a las pilas de ropa, se produjo la catástrofe. Unos abrigos, al desplomarse, arrastraron todas las prendas amontonadas en la mesa, que cayeron al suelo, unas encima de otras, cubriendo la alfombra.
—¡Si ya lo decía yo! —exclamó la encargada, fuera de sí—. ¡Tenga un poco de cuidado, señorita Prunaire! ¡Esto no hay quien lo aguante!
Hubo entonces una leve conmoción: Mouret y Bourdoncle, que estaban haciendo la ronda, acababan de aparecer. Se reanudaron las voces, chirriaron las plumas y Clara se apresuró a recoger las prendas. La aparición del dueño no interrumpió el trabajo. Se quedó allí unos minutos, mudo, sonriente; sólo los labios palpitaban, con un temblor febril, en el rostro risueño y triunfante de los días de balance. Al ver a Denise, estuvo a punto de escapársele un gesto de asombro. ¿Así que había bajado? Su mirada se cruzó con la de la señora Aurélie. Luego, tras una breve vacilación, entró en las canastillas.
No obstante, el leve murmullo había avisado a Denise, que alzó la cabeza. Y, tras reconocer a Mouret, volvió a inclinarse, sin más, sobre las hojas. Desde que había empezado a escribir maquinalmente, atendiendo al regular anuncio de los artículos, se había ido serenando. Siempre la agobiaba así el primer y excesivo desbordamiento de su sensibilidad: la ahogaban las lágrimas, la pasión doblaba su tormento; y luego le volvía la sensatez, recobraba un admirable y sosegado coraje, una fuerza de voluntad suave e inexorable. Ahora, con la mirada limpia y la tez pálida, no la estremecía ni el menor escalofrío y se entregaba por completo a la tarea, resuelta a refrenar el corazón y no hacer sino su propia voluntad.
Dieron las diez. El ruidoso jaleo del balance iba creciendo en los revueltos departamentos. Y, bajo cuerda, entre las incesantes voces que se entrecruzaban por doquier, circulaba la misma noticia, con sorprendente rapidez. Todos los dependientes estaban enterados ya de que Mouret había escrito por la mañana a Denise para invitarla a cenar. La indiscreción era obra de Pauline. Al bajar, muy trastornada aún, se había encontrado, en los encajes, con Deloche. Y, sin reparar en Liénard, que estaba hablando con el joven, había dado rienda suelta a su preocupación:
—Ya está, querido amigo… Acaba de recibir la carta. La invita esta noche.
Deloche se puso lívido. Había entendido a la primera, pues, con frecuencia, le hacía preguntas a Pauline y ambos hablaban a diario de su común amiga, del arrebato de ternura de Mouret, de la famosa invitación que no podría por menos que dar remate a la aventura. Y ella, además, lo reñía por estar enamorado en secreto de Denise, de la que nunca conseguiría nada, y se encogía de hombros cuando él opinaba que la joven hacía bien en resistirse al patrón.
—Está mejor del pie; va a bajar ahora —siguió diciéndole Pauline—. Pero no ponga esa cara de funeral… Es una suerte que le pase algo así.
Y se apresuró a regresar a su departamento.
—¡Acabáramos! —susurró Liénard, que lo había oído todo—. Se trata de la señorita de la torcedura… ¡Pues hizo usted bien en no dejarlo para más adelante cuando la estuvo defendiendo anoche!
Y él también se fue a toda prisa; pero, cuando regresó al departamento de géneros de lana, ya había contado la historia de la carta a cuatro o cinco dependientes. Y, en menos de diez minutos, la noticia acababa de recorrer todos los almacenes.
La última frase de Liénard se refería a algo que había sucedido la víspera en el café Saint-Roch. Deloche y él eran ahora íntimos. El primero se había quedado con la habitación de Hutin en el Hotel de Esmirna, pues este último, al ascender a segundo encargado, había alquilado una reducida vivienda de tres habitaciones. Y ambos dependientes venían juntos, por la mañana, a El Paraíso y se esperaban, por la tarde, para volver juntos. Tenían habitaciones contiguas, que daban al mismo patio tenebroso, un angosto pozo cuyos olores apestaban la pensión. Se llevaban bien, pese a ser muy diferentes: uno despilfarraba despreocupadamente el dinero que le sacaba a su padre; el otro no tenía un céntimo y sufría mil torturas en su empeño por ahorrar. Pero ambos tenían en común, no obstante, la poca maña para la venta y, por tal motivo, seguían vegetando en sus respectivos departamentos, sin conseguir nunca que les subieran el sueldo. Cuando salían de los almacenes, vivían, como quien dice, en el café Saint-Roch, en donde apenas había clientes durante el día; pero, a eso de las ocho y media, lo llenaba a rebosar una oleada de empleados de comercio, la misma que vomitaba la alta puerta de la plaza de Gaillon. A partir de aquel momento, reinaba, entre la densa humareda de las pipas, un ruido ensordecedor de fichas de dominó, de risas, de chillonas exclamaciones. La cerveza y el café corrían a mares. En el rincón de la izquierda, Liénard pedía consumiciones caras, mientras que Deloche se conformaba con una jarra de cerveza, que tardaba cuatro horas en beberse. Allí era donde había oído a Favier, en una mesa vecina, referir abominaciones acerca de Denise y de la forma en que se «había trasteado» al patrón, remangándose las faldas cuando subía por una escalera delante de él. Se había contenido para no abofetearlo. Luego, como el otro insistía, diciendo que todas las noches la chiquita bajaba a reunirse con su amante, se volvió loco de rabia:
—¡Qué sinvergüenza!… Está mintiendo; está mintiendo, ¿me oye?
Y, trastornado por la emoción, se le escapaban confesiones que balbucía dando rienda suelta a cuanto le rebosaba del corazón:
—La conozco y lo sé muy bien… Nunca le ha interesado más que un hombre: sí, el señor Hutin; y, encima, él ni se llegó a enterar. No puede alardear siquiera de haberla rozado con la yema de los dedos.
El relato de aquel enfrentamiento, corregido y aumentado, andaba ya divirtiendo al personal de la casa cuando empezó a circular la historia de la carta de Mouret. Al primero al que contó Liénard la noticia fue, precisamente, a un sedero. En el departamento de la seda, el balance transcurría sin contratiempos. Favier y dos de los dependientes, subidos en unos escabeles, vaciaban los casilleros y le iban pasando las piezas de tela a Hutin; éste, de pie en el centro de una mesa, voceaba las cifras, tras haber consultado las etiquetas, y arrojaba, luego, las telas sobre el entarimado, que éstas iban cubriendo poco a poco, subiendo como una marea de otoño. Otros empleados escribían; Albert Lhomme los ayudaba, con el rostro macilento, pues no había dormido, sino que había pasado la noche en un baile del barrio de La Chapelle. Por las cristaleras del patio, que permitían ver el ardiente azul del cielo, entraba el sol a raudales.
—¡Que echen los toldos! —gritaba Bouthemont, que vigilaba afanosamente el trabajo—. ¡No hay quien aguante este sol!
Favier rezongó por lo bajo, mientras se ponía de puntillas para alcanzar una pieza.
—¡Debería estar prohibido tener encerrada a la gente con un tiempo tan estupendo! ¡Todavía está por ver que llueva un día de balance! ¡Y nos tienen aquí, presos como galeotes, mientras todo París anda de paseo!
Le pasó la pieza a Hutin. En la etiqueta constaba la cantidad de metros, de la que iban restando las ventas, con lo cual se simplificaba mucho el trabajo. El segundo encargado voceó:
—¡Seda de fantasía, de cuadritos, veintiún metros, a seis cincuenta!
Y la seda fue a engrosar el montón del suelo. Hutin reanudó acto seguido la charla que mantenía con Favier, preguntándole:
—¿Así que quiso pegarle?
—Pues, sí. Yo estaba bebiéndome una jarra de cerveza, tan tranquilo… Lástima de trabajo que se tomó en desmentirme. La chiquita acaba de recibir una carta del patrón, que la invita a cenar. No se habla de otra cosa.
—¿Cómo? ¿No era ya cosa hecha?
Favier le alargó otra pieza.
—¿A que cualquiera hubiera puesto la mano en el fuego? Si parecía un apaño antiguo…
—¡Idem, veinticinco metros! —voceó Hutin.
Se oyó el golpe sordo de la pieza, al caer al suelo. Y el encargado añadió, bajando la voz:
—Ya estará usted enterado de que se dio a la vida alegre cuando vivía en casa de ese viejo chiflado de Bourras.
Ahora, el asunto era la comidilla de todo el departamento, sin que, por ello, se interrumpiera la tarea. El nombre de la joven iba de boca en boca, en voz baja; corrían los cuchicheos entre espaldas inclinadas y caras con expresión de gula. El propio Bouthemont, que disfrutaba con las historias picantes, no pudo por menos de soltar una broma de tan mal gusto que se quedó encantado de su hallazgo. Albert se despabiló y juró que había visto a la segunda encargada de la confección en un cafetín con dos militares. En ese preciso momento, volvía Mignot con los veinte francos que acababa de pedir prestados; se detuvo para meterle diez francos en la mano a Albert y concertar una cita para la noche, para una juerga que tenían planeada y con la que no habían podido seguir adelante por falta de dinero; ahora ya era posible, pese a la modestia de la suma. Y cuando el lindo Mignot se enteró del envío de la carta, hizo un comentario tan soez que a Bouthemont no le quedó más remedio que tomar cartas en el asunto.
—Ya está bien, señores. No es asunto que les importe… Venga, adelante, señor Hutin.
—¡Seda de fantasía, de cuadritos, treinta y dos metros, a seis cincuenta! —gritó éste.
Las plumas volvían a rasgar el papel, las piezas caían al suelo con regularidad, la marea de tejidos seguía subiendo, como si se vertiese en ella el caudal de un río. Y no acababan nunca de cantar sedas de fantasía. Favier comentó entonces, a media voz, que iba a quedar un bonito remanente. Contenta se iba a poner la dirección. Aquel simple de Bouthemont era quizá el primer comprador de París, pero nunca se había visto un vendedor más inútil. Hutin sonreía, satisfecho, dándole la razón con una amistosa mirada. Pues, tras haber llevado a Bouthemont a El Paraíso de las Damas para desplazar a Robineau, ahora le estaba minando el terreno, con la idea fija de quitarle el puesto. Volvía la misma guerra de antaño: las insinuaciones pérfidas susurradas al oído a los jefes; el celo excesivo, para darse a valer; toda una campaña llevada a cabo con afable y solapada perfidia. Y, mientras tanto, Favier, al que Hutin trataba con redoblada condescendencia, lo miraba con disimulo, flaco y frío, con expresión biliosa, como si calibrase de cuántos mordiscos podría zamparse al rechoncho hombrecillo; con trazas de estar esperando a que su colega se merendase a Bouthemont para, luego, merendarse él a Hutin. Si éste llegaba a jefe de sección, Favier contaba con obtener el puesto de segundo encargado. Y, luego, ya se vería. Y ambos, presas de la fiebre que prendía de punta a punta en los almacenes, hablaban de las probables subidas, sin dejar, por ello, de cantar el remanente de sedas de fantasía; era de prever que, aquel año, Bouthemont llegase a los treinta mil francos; Hutin pasaría de los diez mil; Favier calculaba que, entre el fijo y el porcentaje, alcanzaría los cinco mil quinientos. Las ganancias del departamento crecían de temporada en temporada y los dependientes ascendían y duplicaban los ingresos, como los oficiales en tiempos de campaña.
—Pero ¿hasta cuándo van a durar estas seditas ligeras? —dijo, de pronto, Bouthemont, irritado—. Es que hay que ver qué primavera hemos tenido. ¡Venga agua! Sólo se han vendido sedas negras.
Mirando cómo crecía el montón en el suelo, se le iba ensombreciendo el rostro lleno y jovial; en tanto, Hutin repetía más alto, con sonora voz, en la que apuntaba un tono triunfal:
—¡Seda de fantasía, de cuadritos, veintiocho metros, a seis cincuenta!
Todavía quedaba un casillero lleno. Favier, con los brazos rendidos, iba despacio. Mientras le daba, al fin, las últimas piezas a Hutin, siguió diciendo, en voz baja:
—¡Hombre! ¡Se me estaba olvidando!… ¿Le habían contado que la segunda encargada de confección estuvo una temporada por los huesos de usted?
El joven pareció muy sorprendido:
—¡Caramba! ¿Cómo es eso?
—Pues sí; la confidencia viene del pánfilo de Deloche… Ya me acuerdo de que, hace tiempo, hubo una temporada en que no le quitaba a usted los ojos de encima.
Desde que era segundo encargado, Hutin desdeñaba a las artistas de café cantante, y se lo veía con maestras. Aunque muy halagado en el fondo, repuso con tono de desprecio:
—A mí me gustan más llenitas, querido amigo. Y, además, uno no se va con cualquiera, como hace el patrón.
Se interrumpió para decir a voces:
—Pul de seda blanco, treinta y cinco metros, a ocho francos con setenta y cinco.
—¡Vaya! ¡Ya era hora! —susurró Bouthemont con alivio.
Pero sonó una campana. Era el segundo turno, en el que almorzaba Favier. Se bajó del escabel y otro dependiente ocupó su lugar. Tuvo que saltar por encima del caudal de piezas de tela, que había seguido creciendo sobre el entarimado. Ahora, en todos los departamentos, otros tantos aludes semejantes cubrían el suelo y entorpecían el paso. Los casilleros, las cajas, los armarios se iban vaciando poco a poco, en tanto que las mercancías desbordaban por doquier, bajo los pies, entre las mesas, como en una imparable crecida. En la ropa blanca, retumbaba la pesada caída de las pilas de calicó; en la mercería, se oía un leve entrechocar de cajas metálicas; de la sección de muebles, llegaba un tronar lejano. Todas las voces se alzaban juntas: voces chillonas, voces untuosas… Los números silbaban por el aire. Un chisporroteante clamor recorría la gigantesca nave: el clamor de los bosques, en enero, cuando sopla el viento entre las ramas.
Favier consiguió pasar, al fin, y llegó hasta la escalera de los refectorios, que, desde las obras de ampliación de El Paraíso de las Damas, estaban en el cuarto piso de los edificios nuevos. Subió deprisa y alcanzó a Deloche y Liénard, que subían delante de él; esperó entonces, para reunirse con Mignot, que lo seguía.
—¡Demonios! —exclamó, en el corredor de la cocina, ante la pizarra donde estaba escrito el menú—. Ya se ve que estamos de balance. ¡Fiesta completa! Pollo o filetes de pierna de cordero; y alcachofas en aceite. ¡Muy poca salida le van a dar al cordero!
Mignot reía con sarcasmo, mientras decía por lo bajo:
—¿Es que hay alguna epidemia entre las aves de corral?
Entretanto, Deloche y Liénard habían cogido sus raciones y se habían ido. Entonces, Favier se agachó y dijo por la ventanilla:
—Pollo.
Pero tuvo que esperar. Uno de los pinches que cortaban la carne acababa de darse un tajo en un dedo y reinaba cierta confusión. Favier se quedó asomado a la ventanilla, mirando la cocina, una gigantesca instalación, en cuyo centro se hallaban los fogones, hasta los que llegaban, por unos raíles fijados al techo mediante un sistema de poleas y cadenas, las colosales marmitas que cuatro hombres juntos no habrían podido mover. Los cocineros, blanquísimos contra el rojo oscuro de la fundición vigilaban el cocido para la cena, subidos a unas escaleras de hierro blandiendo largos palos que remataban unas espumaderas. Contra la pared, unas parrillas que habrían servido para chamuscar mártires; unas cazuelas, en las que se podía sofreír un cordero; un monumental calientaplatos; una pila de mármol en la que corría un ininterrumpido chorro de agua. Y, a la izquierda, se podía ver también un lavadero, unos fregaderos de piedra del tamaño de una piscina; mientras que, enfrente, a la derecha, estaba la despensa, en la que se divisaban a medias las rojas piezas de carne colgadas de garfios de acero. Un aparato de pelar patatas funcionaba con un tic tac de molino. Cruzaron unos pinches, arrastrando dos carritos llenos de hojas de lechuga; iban a refrescarlas bajo el grifo.
—Pollo —repitió Favier, impaciente.
Luego, volviéndose, dijo:
—Hay uno que se ha cortado. ¡Qué asco! Está chorreando la sangre en la comida.
Mignot quiso verlo también. La cola de dependientes iba creciendo. Había risas y empujones. Ahora los dos jóvenes habían metido la cabeza por la ventanilla y comentaban aquella cocina de falansterio, en la que todos y cada uno de los utensilios, incluso los espetones y las agujas de mechar, eran de tamaño desmesurado. Había que servir dos mil almuerzos y dos mil cenas, sin contar con que el número de empleados iba en aumento cada semana. Aquel abismo se tragaba a diario dieciséis hectolitros de patatas, ciento veinte libras de mantequilla, seiscientos kilos de carne; y, para cada comida, había que espichar tres barricas; casi setecientos litros de vino pasaban por el mostrador de la cantina.
—¡Hombre! ¡Menos mal! —murmuró Favier, cuando el cocinero de turno regresó con un barreño en el que pinchó un muslo para servírselo.
—Pollo —dijo Mignot, cuando le llegó la vez.
Y ambos entraron con sus platos en el refectorio, tras haber cogido su ración de vino en la cantina. Mientras tanto, a su espalda, la palabra «pollo» volvía una y otra vez, con ritmo regular, y se oía cómo el tenedor del cocinero pinchaba los trozos con un leve ruido, una ininterrumpida cadencia.
El refectorio de los dependientes era ahora una gigantesca estancia en donde cabían sin apreturas los quinientos comensales de cada uno de los tres turnos. Los cubiertos y los platos se alineaban encima de largas mesas de caoba, que corrían a lo ancho, en líneas paralelas; en ambos extremos de la sala, se hallaban unas mesas semejantes, reservadas para los inspectores y los jefes de departamento; en el centro, había un mostrador para los extras. Unas amplias ventanas, situadas a derecha e izquierda, iluminaban con blanca claridad aquella galería cuyo techo, pese a los cuatro metros de altura, parecía bajo, pues lo achataba lo desmesurado de las otras dimensiones. En las paredes, pintadas al aceite en un tono amarillo claro, no había más adorno que los casilleros para las servilletas. Tras este primer refectorio, venía el de los mozos de almacén y los cocheros en los que se servían las comidas sin hora fija, a medida que lo permitían las necesidades del servicio.
—¡Cómo! ¿También a usted le ha tocado muslo, Mignot? —dijo Favier, tras sentarse a una de las mesas, frente a su colega.
Otros dependientes iban tomando asiento a su alrededor. No había mantel y los platos sonaban contra la caoba como si estuvieran cascados. Todos lanzaban exclamaciones de asombro, pues la cantidad de muslos era realmente prodigiosa.
—¡Otra vez nos las vemos con aves de corral que no tienen más que patas! —comentó Mignot.
A algunos les habían tocado los huesos de la pechuga y protestaban. La comida, empero, había mejorado mucho después de las reformas. Mouret no le daba ya a un contratista una cantidad fija. Se había hecho cargo también de la cocina y la había convertido en un servicio con la misma organización de los departamentos: un jefe, unos subjefes y un inspector. Le salía más caro, pero el personal, mejor alimentado, rendía más. Era éste un cálculo humanitariamente interesado que había tenido consternado a Bourdoncle durante una larga temporada.
—Pues dirán ustedes lo que quieran, pero el muslo que me ha tocado está tierno —añadió Mignot—. ¡A ver ese pan!
La hogaza daba la vuelta a la mesa. Mignot fue el último en cortarse una rebanada, y volvió a clavar el cuchillo en la corteza. Algunos rezagados acudían y se ponían en la cola; de un extremo a otro del refectorio, pasaba por las largas mesas, como una ráfaga de viento, un apetito feroz, que había duplicado la tarea matutina. Iban en aumento el tintineo de los tenedores; el gorgoteo de las botellas, al apurarlas; el choque de los vasos, al posarlos con excesiva fuerza; el ruido de piedra de amolar de quinientas mandíbulas recias masticando con energía. Se cruzaban pocas palabras en aquellos momentos; y casi no se entendían, pues las pronunciaban con la boca llena.
Deloche, que se sentaba entre Baugé y Liénard, se hallaba casi enfrente de Favier, a pocos puestos de distancia. Ambos habían cruzado una mirada de rencor. Los vecinos de mesa, que estaban al tanto de su enfrentamiento de la víspera, andaban de cuchicheos. Provocó, luego, risas la desventura de Deloche, siempre muerto de hambre y con tan mala suerte que le tocaba, inevitablemente, la peor ración de la mesa. Tenía ahora en el plato un trozo de pescuezo y unos pocos huesos. Dejaba correr las burlas, sin decir nada, comiendo grandes bocados de pan y rebañando el pescuezo con el arte infinito de un muchacho que siente por la carne el respeto que ésta se merece.
—¿Por qué no va a protestar? —le preguntó Baugé.
Pero Deloche se encogió de hombros. ¿Para qué? A él, esas cosas nunca le salían bien. Cuando no se resignaba, todo iba mucho peor.
—¿Se han enterado de que los bobineros ya tienen un club? —dijo de pronto Mignard—. Como se lo cuento: el Bobin-Club… Se reúnen en una bodega de la calle de Saint-Honoré. El bodeguero les alquila una sala los sábados.
Se refería a los dependientes de mercería. Cundió por la mesa una regocijada animación. Con voz pastosa, entre dos bocados, cada cual colocó su frase, añadió un detalle; los únicos que no participaban en la conversación eran los lectores empedernidos, que se hallaban absortos en el periódico, con la nariz metida entre las páginas. Todos coincidieron en que, de año en año, los empleados de comercio iban ganando en distinción. Ahora, cerca de la mitad hablaba inglés o alemán. Lo chic no era ya ir a bailar y a armar escándalo en Bullier o andar rodando por los cafés cantantes para pitar a las artistas feas. Lo que se llevaba ahora era reunir a veinte personas y fundar un círculo.
—¿Tienen piano, como los algodoneros? —preguntó Liénard.
—¿Que si tienen piano en el Bobin-Club? ¡Ya lo creo! —exclamó Mignot—. Y tocan, y cantan… Y hasta hay un jovencito que se llama Bavoux y lee versos.
El regocijo fue en aumento. Todos se reían de Bavoux, pero, tras las risas, había un gran respeto. Se habló luego de una obra que estaban poniendo en el Vaudeville, en la que desempeñaba un papel no muy airoso un hortera. Varios se mostraban molestos y, mientras, a otros lo que les preocupaba era a qué hora los soltarían por la tarde, pues tenían que asistir a la velada de alguna familia burguesa. Y, por doquier, en el enorme local, se oían conversaciones semejantes, entre el creciente estrépito de platos y cubiertos. Para ventilar la sala y que se fuese el olor a comida, el caliente vaho que subía de quinientos platos desperdigados, habían abierto las ventanas, cuyos toldos bajados recalentaba el ardoroso sol de agosto. Llegaban de la calle calurosas bocanadas de aire; daba en el techo la amarilla claridad de unos reflejos dorados, que envolvían en un resplandor rojizo a los sudorosos comensales.
—¡Debería estar prohibido tener encerrada a la gente en domingo y con un tiempo tan estupendo! —repitió Favier.
Aquel comentario los hizo acordarse del balance. El año había sido espléndido. Y salieron a colación los sueldos, las subidas, el tema eterno, la apasionante cuestión que conmocionaba a todos. Siempre pasaba lo mismo los días en que había pollo para comer; todos acababan sobreexcitados y, al final, el jaleo resultaba insoportable. Cuando llegaron los camareros con las alcachofas en aceite, ya no había quien se entendiera. El inspector de turno tenía órdenes de mostrarse tolerante.
—Por cierto —dijo a voces Favier—. ¿Están enterados ya de la aventura?
Pero otras voces taparon la suya. Mignot estaba preguntando:
—¿A quién no le gustan las alcachofas? Vendo el postre por una ración de alcachofas.
Nadie contestó. A todos les gustaban las alcachofas. Aquel almuerzo estaba en la lista de los buenos, porque habían visto que, de postre, había melocotones.
—La ha invitado a cenar, amigo mío —decía Favier al vecino de la derecha, concluyendo su relato—. ¿Cómo? ¿Que no lo sabía?
Toda la mesa lo sabía. Ya estaban hartos del tema, tras hablar toda la mañana de lo mismo. Volvieron a correr de boca en boca las mismas bromas. Deloche se estremecía y acabó por clavar la vista en Favier, que repetía de forma insistente:
—¿Que aún no había estado con ella? Bueno, pues ahora sí que va a estar… Y no será función de estreno. Desde luego que no será función de estreno.
El también miraba a Deloche. Y añadió con tono provocador:
—Si a alguno le gustan los huesos se los puede permitir por cinco francos.
De pronto, agachó la cabeza. Deloche, cediendo a un impulso irresistible, acababa de tirarle a la cara el vino que le quedaba en el vaso, al tiempo que balbucía:
—¡Toma! ¡Cochino embustero! ¡Te tenía que haber remojado ayer!
Fue un escándalo. A Favier sólo se le había humedecido ligeramente el pelo, pero algunas gotas habían salpicado a sus vecinos de mesa. Deloche le había tirado el vino con excesiva brusquedad y el líquido había saltado por encima de la mesa. Pero todos se enfadaron. ¿Por qué la defendía así? ¿Es que se acostaba con ella? ¡Menudo salvaje! Se merecía un par de bofetadas, a ver si aprendía modales. Los voces se fueron aplacando, no obstante, pues avisaron de que se acercaba el inspector y no era cosa de que la dirección tomara cartas en el enfrentamiento. Favier se limitó a decir:
—¡La que se hubiera armado si llega a mojarme de lleno!
Y la cosa terminó en bromas. Cuando Deloche, tembloroso aún, quiso beber para ocultar la turbación y cogió con mano trémula el vaso vacío, corrieron unas risas. Volvió a dejar el vaso con gesto torpe y empezó a chupar las hojas de alcachofa que ya se había comido antes.
—Deloche tiene sed —dijo Mignot con mucha calma—. Que alguien le pase la jarra.
Las risas fueron en aumento. Los comensales estaban cogiendo platos limpios de las pilas que había, de trecho en trecho, encima de la mesa, en tanto que los camareros circulaban con el postre: unas cestas de melocotones. Y todos se desternillaron cuando Mignot añadió:
—Cada cual tiene sus gustos. Deloche el melocotón lo toma al vino.
El aludido permanecía inmóvil, con la cabeza gacha, como si fuera sordo. No parecía oír las bromas y lo invadía un desesperado arrepentimiento por lo que había hecho. Tenían razón. ¿Quién era él para defenderla? Todo el mundo iba a pensar mil cosas soeces. Se habría dado de bofetadas por haberla comprometido de aquella forma al querer proclamar su inocencia. Siempre tenía mala suerte. Más le habría valido reventar de una vez, ya que ni siquiera podía entregar el corazón sin cometer inconveniencias. Se le iban llenando los ojos de lágrimas. ¿Acaso no era también culpa suya si todos, en los almacenes, comentaban la carta del patrón? Oía sus risotadas sarcásticas al referirse, con crudas palabras, a aquella invitación, de la que sólo había oído hablar confidencialmente Liénard. Y se culpaba; no debería haber consentido que Pauline le contase nada estando el otro delante. Se sentía responsable de la indiscreción.
—¿Por qué lo ha ido diciendo? —le preguntó al fin, en un susurro, con voz dolida—. Ha estado muy mal.
—¿Yo? —repuso Liénard—. Pero si sólo se lo he comentado a una o dos personas, y eso exigiéndoles que guardaran el secreto… ¡Nunca se sabe cómo van corriendo estas cosas!
Cuando Deloche se decidió a beber un vaso de agua, los comensales volvieron a soltar la carcajada. Se estaba acabando el almuerzo; los empleados, recostados en las sillas, esperaban a que sonase la campana, se llamaban a voces, con la confianza que les daba la intimidad del comedor. En el amplio mostrador central se habían servido pocos extras, tanto más cuanto que aquel día era la casa la que invitaba a café. Humeaban las tazas y los rostros sudorosos relucían entre los livianos vapores, que flotaban como azuladas humaredas de cigarrillo. Ante las ventanas, colgaban los toldos, quietos, sin un latido. Al alzarse uno de ellos, cruzó la sala una oleada de luz, que incendió el techo. El guirigay de voces rebotaba en las paredes con tal fuerza que, al principio, sólo oyeron la campana las mesas próximas a la puerta. Todo el mundo se levantó y la desbandada de la salida abarrotó durante un buen rato los corredores.
Deloche, no obstante, se rezagó para librarse de los chistes, que aún seguían. Incluso Baugé salió antes que él; y eso que Baugé solía irse el último, para poder dar un rodeo y encontrarse con Pauline, cuando ésta iba al refectorio de señoras. Habían concertado esa maniobra, pues era la única forma de verse unos minutos durante las horas de trabajo. Pero aquel día, cuando se estaban besando ávidamente en un recodo del corredor, los sorprendió Denise, que iba también a almorzar. Caminaba con dificultad, debido a la torcedura.
—¡Ay, por Dios! —balbució Pauline, muy azorada—. No dirás nada, ¿verdad?
Baugé, tan robusto, alto y cuadrado como un gigante, temblaba como un niño. Y susurró:
—Es que serían capaces de ponernos en la calle… Por mucho que se sepa que vamos a casarnos, esos mastuerzos no entienden que la gente se bese.
Denise, muy nerviosa, fingió no haberlos visto. Y ya se iba Baugé a toda prisa cuando se presentó Deloche, que había tomado el camino más largo. Quiso disculparse y pronunció, tartamudeando, unas cuantas frases que la joven no entendió al principio. Luego empezó a reprocharle a Pauline que hubiera hablado delante de Liénard y, al dejar ésta traslucir su apuro, la joven supo al fin el porqué de las palabras que todo el mundo cuchicheaba a su espalda desde por la mañana. Lo que andaba de boca en boca era la historia de la carta. Volvió a apoderarse de ella el escalofrío que la había turbado al recibirla. Era como si todos aquellos hombres la estuvieran desnudando.
—Fue sin querer —repetía Pauline—. Y además no es nada malo… ¡Que hablen! ¡Menuda rabia tienen todos!
—Querida, no te guardo rencor —dijo por fin Denise, con su tono sensato—. No has contado sino la verdad. He recibido una carta y tendré que dar una contestación.
Deloche se fue, consternado; había creído comprender que la joven aceptaba la situación y acudiría esa noche a la cita. Cuando las dos dependientes hubieron almorzado en una sala pequeña y más cómoda, que estaba al lado de la grande, y en donde servían a las mujeres, Pauline tuvo que ayudar a Denise a bajar, pues el pie se le iba resintiendo.
Abajo, roncaban los motores del balance con más brío que por la mañana. Era el momento de la tarde en que se ponía toda la carne en el asador al ver que la tarea había avanzado poco durante la mañana, y todas las fuerzas estaban en tensión para poder acabar por la noche. Las voces iban subiendo de tono; no se veía sino un gesticular de brazos, que seguían vaciando casilleros y arrojando al suelo la mercancía; ya no se podía pasar por ningún sitio, y las crecidas aguas que inundaban el entarimado con bultos y montones de artículos llegaban ya al ras de los mostradores. Un oleaje de cabezas, de puños enarbolados, de brazos que parecían volar, se difuminaba hasta el fondo de los departamentos, simulando un confuso horizonte de algarada. Era el febril colofón del zafarrancho, la maquinaria a punto de explotar. Y mientras, junto a los almacenes cerrados, siguiendo las transparentes lunas de los escaparates, pasaban todavía algunos transeúntes, con las caras macilentas y hastiadas del agobio dominical. En la acera de la calle Neuve-Saint-Augustin, se habían plantado tres muchachas sin sombrero y muy desastradas, que pegaban desvergonzadamente la cara a los cristales para ver las tareas tan peculiares con que andaban azacanados allí dentro.
Cuando regresó Denise al departamento de confección, la señora Aurélie dejó que Marguerite acabase de cantar las prendas. Quedaba por hacer una tarea de comprobación; y, como quería realizarla sin las molestias del alboroto, se retiró a la sala del servicio de muestras, llevándose consigo a la joven.
—Venga conmigo y cotejaremos… Luego, hará usted las sumas.
Pero, como no consintió en cerrar la puerta, para poder vigilar así a las señoritas, entraba todo el vocerío y, aunque estuvieran al fondo de la estancia, apenas si se oía un poco mejor. Era aquélla una sala cuadrada y espaciosa, amueblada sólo con unas cuantas sillas y tres mesas alargadas. En una esquina, se hallaban las grandes guillotinas para cortar los retales de los muestrarios, que se tragaban piezas completas de tela. Los almacenes enviaban cada año más de sesenta mil francos de tejidos hechos tiras. Desde por la mañana hasta por la noche, las guillotinas, con ruido de guadaña, tajaban la seda, la lana, el hilo. Luego, había que componer los cuadernillos, pegarlos o coserlos. Y había también, entre las dos ventanas, una imprentilla para las etiquetas.
—¡Pero hablen más bajo! —voceaba de vez en cuando la señora Aurélie, que no oía a Denise leer la relación de artículos.
Cuando estuvieron cotejadas las primeras listas, dejó sola a la joven, sentada ante una de las mesas y absorta en las sumas. Volvió casi en seguida para acomodar en la sala a la señorita De Fontenailles, un préstamo de las canastillas, que ya no la necesitaban. Si ella también se ponía a sumar, ganarían tiempo. Pero la aparición de la marquesa, como la llamaba Clara con maldad, causó un revuelo en el departamento. Todas reían y gastaban bromas a Joseph; se colaban por la puerta gracias de malintencionada ferocidad.
—No se aparte, que no me estorba en absoluto —dijo Denise, presa de gran compasión—. Mire, con mi tintero bastará; moje usted también la pluma en él.
La señorita De Fontenailles, cuya condición de venida a menos mantenía en estado de pasmo, no fue capaz de dar con palabra alguna de agradecimiento. Debía de beber; el cutis del flaco rostro mostraba un tono plomizo y sólo las manos, blancas y finas, daban fe aún de su noble cuna.
Cesaron entonces, de repente, las risas y se pudo oír el ronroneo regular de la reanudada tarea. Había entrado Mouret, que estaba haciendo otra ronda por los departamentos. Se detuvo, buscando a Denise, sorprendido de no verla. Llamó, con una seña, a la señora Aurélie; y cuchichearon ambos, en un breve aparte. Debía él de estarle preguntando algo; y ella indicó con la mirada la sala del servicio de muestras; a continuación, pareció que le estaba rindiendo cuentas. Lo más probable era que le estuviera notificando que la joven había llorado por la mañana.
—¡Muy bien! —dijo en voz alta Mouret, reanudando la marcha—. Enséñeme las listas.
—Por aquí, señor Mouret —respondió la encargada—. Hemos salido huyendo de este jaleo.
El la siguió hasta la estancia contigua. El pretexto no engañó a Clara, que dijo por lo bajo que más valdría que alguien trajese una cama sin más demora. Pero Marguerite le lanzaba las prendas de ropa cada vez más deprisa, para tenerla ocupada y cerrarle la boca. ¿No era acaso buena compañera la segunda encargada? No tenía nadie por qué meterse en sus asuntos. Crecía la complicidad en el departamento; las dependientes se mostraban más activas; Lhomme y Joseph inclinaban cada vez más sobre su tarea su discreta espalda. Y el inspector Jouve, que se había fijado desde lejos en la táctica de la señora Aurélie, acudió y se puso a dar paseos por delante de la puerta del servicio de muestras con el ritmo regular de quien monta guardia, custodiando los caprichos de un superior.
—Déle las listas al señor Mouret —dijo la encargada, al entrar.
Denise se las entregó y no volvió a bajar la vista. Se había sobresaltado levemente, para dominarse luego; y permanecía noblemente serena, con las mejillas pálidas. Por unos momentos, Mouret pareció absorto en la relación de artículos; no había mirado a la joven ni una sola vez. Reinaba el silencio. Entonces, la señora Aurélie, tras acercarse a la señorita De Fontenailles, que ni siquiera había vuelto la cabeza, fingió descontento al ver las sumas de ésta y le dijo a media voz:
—Vale más que vaya a ayudar con los montones de ropa… No tiene usted costumbre de andar con números.
Ella se puso de pie y volvió al departamento, donde la recibieron con cuchicheos. Los maliciosos ojos de las señoritas hacían que Joseph se trabucase al escribir. Clara, aunque encantada de contar con ayuda, la trató sin miramientos, dejándose llevar por el odio que le infundían todas las mujeres que pasaban por aquellos almacenes. ¡Tenía gracia que una marquesa se rebajara hasta consentir en que se enamorase de ella un mozo de carga! Y le envidiaba a la otra aquel amor.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —repetía Mouret, que seguía haciendo como si leyera.
Entretanto, la señora Aurélie no sabía cómo hacer mutis y conservar, a un tiempo, las apariencias. Andaba dando vueltas, se acercaba a las guillotinas para examinarlas, rabiosa de que su marido no cayese en la cuenta de llamarla con cualquier pretexto. Pero aquel hombre nunca estaba en lo que se celebraba; se habría muerto de sed a la orilla de una charca. Fue Marguerite la que tuvo la buena ocurrencia de solicitarle una información.
—¡Voy ahora mismo! —dijo la encargada.
Y, con su dignidad a salvo, contando con una justificación ante las dependientes, que la acechaban, dejó por fin a solas a Mouret y a Denise, tras haberlos reunido. Salió con andares majestuosos y tan noble expresión en el rostro que las señoritas no se atrevieron a permitirse ni una mala sonrisa.
Mouret había dejado con mucha calma las listas encima de la mesa. Miraba a la joven, que seguía sentada y sin soltar la pluma. Ésta no desvió los ojos; pero se puso aún más pálida.
—¿Vendrá usted esta noche? —preguntó él a media voz.
—No, señor Mouret —respondió ella—. Me es imposible. Mis hermanos van a casa de mi tío y les he prometido cenar con ellos.
—Pero ¿y su pie? Si le cuesta a usted mucho andar…
—No está tan lejos. Me siento mucho mejor desde esta mañana.
Ahora era él quien se había puesto pálido al oír aquella sosegada negativa. Le temblaban los labios en un nervioso arrebato de rebeldía. No obstante, se contuvo y volvió a poner cara de jefe benevolente que se interesa, sin más, por el bienestar de una de sus empleadas.
—Vamos a ver… ¿Y si se lo pido por favor? Ya sabe cuánto la estimo.
Denise perseveró en su respetuosa actitud.
—Valoro en mucho lo bondadoso que es conmigo, señor Mouret, y le agradezco la invitación. Pero le repito que no puede ser. Esta noche, me están esperando mis hermanos.
Se obstinaba en hacer como si no entendiera. Pero la puerta seguía abierta y ella sentía como si los almacenes se volcasen al completo para forzar su decisión. Pauline le había dicho amistosamente que no se podía ser más tonta; los demás se reirían de ella si rechazaba la invitación. La señora Aurélie, que los había dejado solos; Marguerite, cuya voz estaba oyendo la espalda de Lhomme, que veía desde allí, quieta y sigilosa: todos querían que cayese, todos la arrojaban en brazos del dueño. Y el remoto zumbido del balance, todos esos millones de mercancías que las bocas nombraban según se iban presentando, que los brazos alzados cambiaban de sitio, eran como un viento ardiente que llevaba hasta ella ráfagas de pasión.
Hubo un silencio. De vez en cuando, el ruido cubría las palabras de Mouret y les prestaba la música de fondo del formidable escándalo de una fortuna regia ganada en el campo de batalla.
—Y, entonces, ¿cuándo vendrá usted? —siguió preguntando él—. ¿Mañana?
Aquella pregunta tan sencilla turbó a Denise. Perdió la calma por un momento y tartamudeó:
—Yo no sé… Yo no puedo…
Él sonrió e intentó cogerle una mano, que ella retiró.
—¿De qué tiene miedo?
Pero ella ya había alzado la cabeza para mirarlo cara a cara; y dijo, sonriente, con su expresión dulce y valerosa:
—No tengo miedo de nada, señor Mouret… Cada cual hace lo que quiere hacer, ¿verdad? Yo no quiero. Y no hay más.
Calló, tras decir esto; pero la sorprendió oír un crujido. Se volvió y vio que la puerta se estaba cerrando despacio. La iniciativa había partido del inspector Jouve. Las puertas eran de su competencia y no debían estar abiertas. Siguió, luego, montando guardia, muy serio. Nadie pareció fijarse en aquella puerta, cerrada con tanta sencillez. Clara fue la única en decirle al oído una palabra cruda a la señorita De Fontenailles, que siguió con la misma cara lívida y muerta.
Pero Denise se había levantado. Mouret le decía, en voz baja y temblorosa:
—Escúcheme; yo la quiero… Hace mucho que lo sabe. No juegue el juego cruel de fingir que no me entiende… Y no tema nada. Veinte veces he sentido tentaciones de hacerla venir a mi despacho. Habríamos estado a solas y me habría bastado con correr el cerrojo. Pero no quise hacerlo; ya ve que estoy hablando con usted aquí, donde cualquiera puede entrar… La quiero, Denise…
Ella seguía de pie, y, con el rostro blanco, lo escuchaba, lo seguía mirando cara a cara.
—Dígame por qué me rechaza… ¿Es que acaso no necesita nada? Sus hermanos son una carga muy pesada. Todo cuanto usted me pidiese, todo cuanto exigiese de mí…
Ella lo detuvo con una palabra.
—Gracias. Ahora gano más de lo que necesito.
—Pero si es que lo que le estoy ofreciendo es la libertad, una existencia de placeres y lujo… Le pondré una casa, le proporcionaré una pequeña fortuna.
—No, gracias, me aburriría sin nada que hacer… Antes de cumplir los diez años, ya me ganaba la vida.
Él hizo un ademán como si se volviera loco. Era la primera vez que alguien se le resistía. Para tener a las demás, le había bastado con un ademán; todas estaban a la espera de su capricho como sumisas sirvientas; y ésta le decía que no, sin alegar siquiera un pretexto sensato. Aquel deseo que llevaba mucho conteniendo se le exasperaba cada vez más al atizarlo la resistencia. A lo mejor es que se estaba quedando corto en lo que ofrecía. Y dobló las ofertas, se mostró más y más acuciante.
—No, no, gracias —respondía la joven a todas ellas, sin desfallecer nunca.
Entonces, a él le salió un grito del alma:
—¿Pero es que no ve lo que estoy sufriendo?… Qué estupidez, ¿verdad? ¡Sufro como un niño!
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Otro silencio. Volvió a oírse, más apagado tras la puerta cerrada, el zumbido del balance. Era como un moribundo rumor de triunfo; el acompañamiento se tornaba discreto ante aquella derrota del amo.
—¡Y pensar que si yo quisiera…! —dijo con voz ardiente, tomándole las manos.
Ella no las apartó; se le nublaba la vista y las fuerzas la abandonaban. La invadía la calidez de las manos tibias de aquel hombre y una deliciosa cobardía se apoderaba de ella. ¡Cuánto lo amaba, Señor, y qué dulce le habría parecido colgársele del cuello y descansar sobre su pecho!
—Y es que quiero que venga, lo quiero —repetía él, desalentado—. La espero esta noche; y, si no viene, tomaré medidas…
Ahora se había vuelto brutal. Ella lanzó un leve grito; y el dolor que notó en las muñecas le devolvió el coraje. Se soltó, con una sacudida. Luego, muy erguida, creciéndose en su debilidad, dijo:
—No; déjeme… Yo no soy una Clara cualquiera, a la que se puede dejar plantada al día siguiente. Y, además, señor Mouret, usted está enamorado de otra persona, de una señora que viene por aquí… Quédese con ella. Yo no soy de las que comparten.
La sorpresa dejó parado a Mouret. Pero ¿qué estaba diciendo? ¿Qué era lo que quería? Las muchachas que había ido recogiendo por los departamentos nunca habían pretendido que se enamorase de ellas. Habría debido tomarlo a broma; y aquella actitud tiernamente orgullosa le trastornaba por completo el corazón.
Vuelva a abrir la puerta, señor Mouret —añadió ella—. No es decoroso que estemos aquí juntos.
Mouret obedeció y, zumbándole las sienes, no sabiendo cómo disimular la angustia, volvió a llamar a la señora Aurélie, se enfadó por el remanente de tapados, dijo que habría que rebajarlos y seguir rebajándolos hasta dar salida a todos. Era la norma de la casa: había que liquidarlo todo cada año; valía más vender con un sesenta por ciento de pérdidas que quedarse con un modelo antiguo o una tela ajada. Precisamente, Bourdoncle, tras haber estado buscando al director, llevaba un rato esperándolo ante la puerta que había cerrado Jouve; éste le había dicho algo al oído con cara de circunstancias. Se le estaba agotando la paciencia, pero, aun así, no tenía atrevimiento para interrumpir aquella entrevista a solas. ¿Sería posible? ¡En un día así! ¡Y con aquella poquita cosa! Y, cuando por fin volvió a abrirse la puerta, Bourdoncle sacó a colación el tema de las sedas de fantasía, de las que iba a quedar una remesa enorme Fueron aquellas palabras un alivio para Mouret, que pudo dar rienda suelta al enfado. Pero ¿dónde tenía la cabeza Bouthemont? Se alejó, tras declarar que no admitía que a un comprador le fallase el olfato hasta el punto de adquirir género en cantidades superiores a las necesidades de la venta.
—¿Qué le pasa? —susurró la señora Aurélie, inmutándose ante aquellos reproches.
Y las señoritas se miraban, sorprendidas. A las seis, había concluido el balance. Aún lucía el sol, un rubio sol de verano, cuyo dorado reflejo entraba por las cristaleras de los patios. Ya regresaban de los suburbios, por las calles bochornosas, familias cansadas cargadas de ramos de flores y con los niños a rastras. Los departamentos habían callado, uno a uno. Ya no se oía, al fondo de las galerías, más que las voces rezagadas de algunos dependientes que vaciaban el último casillero. Luego, incluso esas voces callaron, y del clamor que había durado todo el día sólo quedó un temblor flotando por encima del gigantesco desorden de los géneros. Ahora, no quedaba nada en los casilleros, los armarios y las cajas: ni un metro de tela, ni el menor objeto habían permanecido en su sitio. El anchuroso recinto no era ya sino un esqueleto, una armazón. Los estantes estaban tan vacíos como el día en que los instalaron los carpinteros. Tal desnudez era la prueba visible de la completa y exacta consumación del balance. Y, en el suelo, se apilaban dieciséis millones en artículos, una marea creciente que había acabado por tragarse mesas y mostradores. Los dependientes, hundidos en ella hasta los hombros, estaban empezando a colocar cada cosa en su sitio. Se contaba con que acabasen alrededor de las diez.
Al volver del refectorio la señora Aurélie, que cenaba en el Primer turno, trajo consigo la información de la recaudación anual, que podía saberse en el acto tras sumar las de los diferentes departamentos. El total era de ochenta millones, diez millones más que el año anterior. Sólo habían bajado las sedas de fantasía.
—Si el señor Mouret no está satisfecho, pues ya no sé qué más quiere —añadió la encargada—. ¡Fíjense! Ahí lo tienen, en lo alto de la escalera principal, con cara de pocos amigos.
Las señoritas fueron a mirar. Estaba solo, de pie, con expresión sombría, dominando los millones desplomados a sus pies.
—Señora Aurélie —dijo en ese momento Denise, que se había acercado—, ¿tendrá la bondad de dejar que me retiré? La torcedura no me permite ya hacer nada de provecho, y como ceno en casa de mi tío, con mis hermanos…
Cundió el pasmo. ¿Así que no había cedido? La señora Aurélie vaciló, pareció estar a punto de prohibirle que saliera. Se le puso un tono de voz imperativo y enfurruñado. Entretanto, Clara se encogía de hombros, rebosante de incredulidad. ¡No le den más vueltas! ¡Es muy sencillo! ¡Lo que pasa es que él ha cambiado de opinión! Pauline estaba con Deloche en las canastillas de recién nacido cuando se enteró de aquel desenlace. El repentino júbilo del joven la indignó. ¿Qué ganaba él con aquello, a ver? A lo mejor es que se alegraba de que su amiga fuera lo bastante boba para dejar que se le escapase la suerte. Y Bourdoncle, que no se atrevía a interrumpir el hosco aislamiento de Mouret, se paseaba entre los rumores, desconsolado también él, presa de inquietud.
Entretanto, Denise se dirigía a la planta baja. Llegó despacio a los últimos peldaños de la escalera pequeña de la izquierda, apoyándose en la barandilla, y se topó con un grupo de dependientes, que reían con sorna. Sonó su nombre, se dio cuenta de que seguían comentando su aventura. Nadie se percató de su presencia.
—¡Hay qué ver! ¡Qué remilgada! —decía Favier—. No será por falta de vicio… Si conozco yo a uno que tuvo que defenderse de sus ardores.
Y miraba a Hutin que para mantener su dignidad de segundo encargado, permanecía a unos cuantos pasos de distancia, sin intervenir en las bromas. Pero lo halagó tanto la cara de envidia con que lo miraban los demás que se dignó decir a media voz:
—¡La lata que me dio la mujer esa!
Denise, herida en lo más hondo, se aferró a la barandilla. Debieron de verla, pues el grupo se deshizo entre risas. Tenía razón Hutin; y ella, al acordarse de él, se reprochaba sus ignorancias de antaño. ¡Pero qué cobarde era y cómo lo despreciaba ahora! Sintió una inmensa turbación. ¿No era extraño, acaso, que hubiera tenido fuerzas, poco antes, para rechazar a un hombre al que adoraba y que, no obstante, se hubiera sentido tan débil tiempo atrás, ante aquel miserable cuyo amor eran sólo ensueños suyos? Su sentido común y su coraje naufragaban en aquellas contradicciones de su corazón, que ya no conseguía interpretar con claridad. Se apresuró a cruzar el vestíbulo.
La llamada del instinto le hizo alzar la cabeza mientras un inspector le abría la puerta, cerrada desde por la mañana. Y divisó a Mouret. Seguía en la parte superior de la escalera, en el amplio rellano central que dominaba la galería. Pero no se acordaba ya del balance, no veía su imperio, aquellos almacenes repletos de riquezas. Todo había desaparecido, las ruidosas victorias de ayer, la colosal fortuna de mañana. Sus ojos desesperados iban siguiendo a Denise; y cuando ésta hubo cruzado el umbral de la puerta, todo desapareció y el recinto se sumió en la oscuridad.