VII
Por unos instantes, Denise se quedó quieta y aturdida en plena acera, bajo el sol, aún abrasador, de las cinco de la tarde. Julio ardía en la calle. La luz color de tiza de cada verano iluminaba París con sus cegadoras reverberaciones. La catástrofe había sido tan repentina, la habían echado con tal rudeza, que no era capaz sino de manosear, en el fondo del bolsillo, los veinticinco francos con setenta, mientras se preguntaba adónde ir y qué hacer.
Una larga fila de coches de punto le impedía alejarse de El Paraíso de las Damas. Cuando pudo por fin aventurarse entre las ruedas, cruzó la plaza de Gaillon como si se dirigiera a la calle de Louis-le-Grand, aunque luego, cambiando de parecer, bajó hacia la de Saint-Roch. Seguía, no obstante, sin un proyecto concreto, pues se detuvo en la esquina de la calle Neuve-des-Petits-Champs, por la que echó a andar finalmente, tras haber lanzado una ojeada indecisa a cuanto la rodeaba. Al pasar por delante del pasaje de Choiseul, se metió en él y fue a dar, sin saber cómo, a la calle de Monsigny, para ir a parar de nuevo a la calle Neuve-Saint-Augustin. La cabeza le zumbaba; se acordó de repente del baúl, al ver a un mozo de cordel. Pero ¿adónde iba a decir que lo llevasen? ¿Y por qué aquella situación angustiosa, cuando una hora antes tenía aún un techo bajo el que pasar la noche?
Entonces, alzando los ojos hacia las fachadas de las casas, recorrió con la vista las ventanas. Iban pasando rótulos. Los veía confusamente, pues se apoderaban de ella, una y otra vez, las arremetidas de aquel trastorno interior que la hacía temblar de pies a cabeza. ¿Cómo era posible? ¡Había bastado un minuto para dejarla sola, extraviada en aquella gran ciudad desconocida, sin apoyo, sin recursos! Pero había que comer y alojarse en algún sitio. Pasaba de una calle a otra: la calle de Les Moulins, la calle de Sainte-Anne. Recorría el barrio entero, volviendo sobre sus pasos, regresando siempre a la única encrucijada que le era familiar. Súbitamente, se detuvo, estupefacta. Estaba otra vez enfrente de El Paraíso de las Damas. Y para escapar a aquella obsesión, se metió a toda prisa por la calle de la Michodiére.
Por fortuna, Baudu no estaba en la puerta de El Viejo Elbeuf, que parecía muerto tras los oscuros escaparates. Denise nunca hubiese tenido valor para presentarse en casa de su tío, que fingía no conocerla, ni quería sobrellevar a su costa la desgracia que él ya le había anunciado. Pero, al otro lado de la calle, un letrero amarillo la hizo detenerse: «Se alquila cuarto amueblado». Tan pobre le pareció la casa que fue el primer anuncio que no la amedrentó. No tardó, luego, en reconocer las dos plantas achaparradas, la fachada de color óxido, encajada entre El Paraíso de las Damas y el antiguo palacete de Duvillard. En el umbral de la tienda de paraguas, el viejo Bourras, con su melena y su barba de profeta y las antiparras caladas, contemplaba absorto el marfil del puño de un bastón. Tenía arrendado todo el edificio y, para cubrir parte del gasto, alquilaba, amueblados, los cuartos de los dos pisos.
—¿Tiene usted habitación, señor Bourras? —preguntó Denise, dejándose llevar por un impulso instintivo.
El alzó la mirada, torva bajo las enmarañadas cejas, y se quedó muy sorprendido al verla. Le sonaba la cara de todas las dependientes de El Paraíso de las Damas. Y, tras fijarse en el aseado y humilde vestido y la apariencia de mujer decente de Denise, respondió:
—Esto no es para usted.
—¿Cuánto cobra? —insistió Denise.
—Quince francos al mes.
Entonces Denise quiso ver la habitación. Entraron en el angosto local y, como él seguía mirándola con cara de sorpresa, le contó que la habían echado y que no quería importunar a su tío. El anciano se resolvió, al fin, a ir a buscar una llave colgada en una tabla de la trastienda, un cuarto lóbrego que le hacía las veces de cocina y dormitorio; al fondo, detrás de unos cristales polvorientos, se divisaba la claridad verdosa de un patio interior de apenas dos metros de ancho.
—Iré delante para que no tropiece —dijo Bourras, al llegar al húmedo callejón que corría paralelo a la tienda.
Tropezó con un escalón y comenzó a subir, avisándola a cada paso: tenga cuidado; el pasamanos está pegado a la pared; en aquel recodo hay un agujero; los inquilinos dejan a veces el cubo de la basura en la escalera. Denise, en aquella cerrada oscuridad, no veía nada; sólo sentía la fría humedad del yeso viejo. No obstante, a la altura del primer piso, un ventanuco que daba al patio le permitió distinguir confusamente, como a través de las aguas quietas de un estanque, la escalera torcida, las paredes negras de mugre, las puertas astilladas y con la pintura saltada.
—¡Si al menos tuviera libre uno de estos dos cuartos! —prosiguió Bourras—. Aquí estaría usted bien… Pero los tienen siempre alquilados las mismas señoras.
En el segundo piso entraba más claridad, iluminando con cruda palidez la miseria de la vivienda. Un oficial de panadería vivía en el primer cuarto; estaba libre el otro, el del fondo. Bourras lo abrió y tuvo que quedarse en el descansillo para que Denise pudiera verlo con comodidad. La cama, que estaba junto a la puerta, apenas dejaba espacio suficiente para que pasara una persona. Al fondo, había una cómoda de nogal pequeña, una mesa de pino renegrido y dos sillas. Los inquilinos que se hacían la comida de vez en cuando tenían que arrodillarse delante de la chimenea, donde había un hornillo de barro.
—La verdad es que no es precisamente lujoso —decía el anciano—, pero la ventana resulta alegre, se ve pasar a la gente por la calle.
Y al fijarse en que Denise miraba, sorprendida, el rincón del techo que estaba encima de la cama, en el que una inquilina de paso había escrito su nombre, Ernestine, con la llama de una vela, añadió con tono campechano:
—Si anduviera reparando los desperfectos, no me alcanzaría para nada. Bueno, pues esto es lo que tengo.
—Estaré muy bien aquí —afirmó la joven.
Pagó un mes por adelantado, pidió la ropa, un juego de sábanas y dos toallas e hizo la cama, feliz y aliviada por tener dónde dormir aquella noche. Una hora después, ya había mandado a un mozo a buscar el baúl y estaba instalada.
Los dos primeros meses fueron de estrecheces terribles. Como no podía seguir pagando la pensión de Pépé, se lo llevó a vivir consigo; el chiquillo dormía en una poltrona vieja que le había dejado Bourras. Necesitaba inexcusablemente un franco y medio diario, incluyendo el alquiler; así podía darle algo de carne al niño, siempre y cuando ella se conformase con vivir de pan duro. Durante la primera quincena, fue tirando: había empezado con diez francos y tuvo la suerte de localizar a la dueña del taller de nudos de corbata, que le pagó los dieciocho francos con treinta céntimos que le debía. Pero llegó un momento en que no le quedó recurso alguno. De nada le sirvió presentarse en todos los almacenes, en La Plaza de Clichy, en El Económico, en El Louvre: en todas partes la temporada baja tenía paralizadas las ventas; la emplazaban para el otoño; más de cinco mil empleados de comercio, a los que también habían despedido, recorrían la ciudad en busca de empleo. Procuró entonces conseguir trabajos de poca monta, pero conocía tan mal París que no sabía adónde ir; aceptaba las labores más ingratas e, incluso, en ocasiones, se quedaba sin cobrar. Algunas noches, preparaba una sopa para que cenara Pépé y le decía que ella ya había tomado algo en la calle; y luego se acostaba, con la cabeza llena de zumbidos y, por todo alimento, la fiebre que le abrasaba las manos. Cada vez que irrumpía Jean entre tanta pobreza, se insultaba a sí mismo con tan violenta desesperación, llamándose bandido, que a Denise no le quedaba más remedio que mentirle; se las apañaba, incluso, muchas veces para darle una moneda de dos francos y demostrarle así que tenía algunos ahorros. Nunca lloraba delante de sus niños. Los domingos en que podía guisar un trozo de ternera en la chimenea, de rodillas en los baldosines del suelo, retumbaba en el cuartito una alegría de chiquillos despreocupados. Y, tras volverse Jean a casa de su maestro, cuando Pépé ya estaba dormido, Denise pasaba una noche espantosa, angustiándose por el día siguiente.
Otros temores la tenían también en vela. Las dos señoras del primero recibían hasta altas horas de la noche; a veces, algún hombre se equivocaba y subía a aporrear su puerta. Bourras le había dicho, con cachaza, que no respondiera; y ella metía la cabeza debajo de la almohada para zafarse de los denuestos. Estaba, luego, el vecino de al lado, que andaba con ganas de broma. Éste, que no volvía hasta por la mañana, acechaba a Denise cuando bajaba a buscar agua y hasta hacía agujeros en el tabique para verla lavarse, con lo cual la obligaba a cubrir la pared de ropa colgada. Pero la hacía padecer más aún que la importunasen por la calle las incesantes obsesiones de los transeúntes. No podía ni bajar a comprar una vela en aquellas calles embarradas, por las que rondaban las sórdidas perversiones de los barrios viejos, sin notar que la seguía un aliento abrasador y tener que oír crudas palabras de avidez. Los hombres la perseguían hasta el fondo del oscuro callejón, alentados al ver el aspecto mísero de la casa. ¿Cómo es que no tenía un amante? Todo el mundo se asombraba, a todo el mundo le parecía ridículo. Tarde o temprano, tendría que pasar por el aro. Ni siquiera ella habría podido explicar cómo lograba resistir, bajo la amenaza del hambre y presa de la turbación que el ardor de aquellos deseos que la rodeaban despertaba en ella.
Una noche en que Denise no tenía ya ni pan siquiera para la sopa de Pépé, la siguió un caballero que lucía una condecoración en la solapa. Al llegar al callejón, se mostró tan brutalmente soez que la joven, con soliviantada repugnancia, le cerró violentamente la puerta en las narices. Ya en el cuarto, se sentó, con las manos temblorosas. El niño estaba dormido. ¿Qué le contestaría si se despertaba y le pedía de comer? Y, sin embargo, le habría bastado con decir que sí para dejar atrás la miseria y tener dinero, vestidos, una habitación confortable. ¡Era tan fácil! Decían que todas las mujeres acababan así, pues, en París, les resultaba imposible vivir de su trabajo. Pero todo su ser se encrespaba en una protesta en la que no había indignación alguna para con las demás, sino, sencillamente, una espontánea repugnancia por las cosas sucias e insensatas. Para ella, la vida era sentido común, decencia y coraje.
En reiteradas ocasiones se hizo Denise ciertas preguntas. Una antigua romanza cantaba en su memoria: la novia del marinero, a la que el amor protegía de los peligros de la espera. En Valognes, solía tararear el sentimental estribillo mientras miraba la calle desierta. ¿Qué tierno amor albergaba, pues, su corazón, que tan valiente la hacía? Aún la desazonaba acordarse de Hutin. Día tras día, lo veía pasar bajo su ventana. Ahora que era segundo encargado, iba solo, entre el respeto de los simples dependientes. Nunca miraba hacia arriba. Creía ella que la soberbia de aquel joven la hacía sufrir; lo seguía con la vista, sin temor a que la sorprendiera. Y, en cuanto divisaba a Mouret, que también pasaba por allí al atardecer, se echaba a temblar y se metía dentro a toda prisa, con el pecho palpitante. No había necesidad alguna de que él supiera dónde vivía; se avergonzaba, además, de aquella casa y, aunque nunca habían de volver a encontrarse, le dolía lo que pudiera haber pensado de ella.
Por lo demás, Denise no se había librado del tráfago de El Paraíso de las Damas. Un simple tabique separaba su cuarto de su antiguo departamento; y, desde por la mañana, volvía a vivir sus jornadas de trabajo, oía cómo subía el gentío, cómo iba creciendo el zumbido de la venta. El más leve ruido repercutía en las ruinosas paredes de la vieja casa pegada al costado del coloso, como si formara parte de los latidos de aquel pulso gigantesco. Por añadidura, Denise no podía eludir ciertos encuentros. En dos ocasiones, se topó cara a cara con Pauline, que se puso a su disposición, consternada ante su desgracia; no le quedó, incluso, más remedio que mentir para no tener que recibir a su amiga o ir a visitarla, algún domingo, a casa de Baugé. Pero le resultaba aún más difícil defenderse del cariño desesperado de Deloche, que la acechaba, estaba al tanto de todos y cada uno de sus disgustos y la esperaba metido en los portales; una noche, había pretendido, con gran empeño y poniéndose muy encarnado, prestarle treinta francos, los ahorros de un hermano, como él decía. Y tales encuentros mantenían viva su añoranza de los almacenes, la tenían pendiente de cómo transcurría allí la vida, igual que si siguiera en ellos.
Nunca subía nadie a la habitación de Denise. Una tarde, se quedó muy sorprendida al oír que llamaban a la puerta. Era Colomban. No le ofreció una silla. Él, muy violento, le preguntó, tartamudeando, qué tal le iba y habló de El Viejo Elbeuf. Quizá venía de parte de su tío Baudu, arrepentido de haberse mostrado tan severo; pues seguía sin saludar siquiera a su sobrina, aunque era imposible que ignorase la miseria en que vivía. Pero cuando Denise preguntó al dependiente sin rodeos si era aquél el motivo de su visita, él pareció aún más apurado: no, no, no lo enviaba el dueño; y terminó por pronunciar el nombre de Clara. Lo único que quería era hablar de Clara. Poco a poco iba cobrando confianza, pedía consejos, pensando que Denise podría serle de utilidad para acercarse a su antigua compañera. Ella intentó disuadirlo en vano, reprochándole el daño que le hacía a Geneviéve por culpa de una muchacha sin corazón. Colomban volvió otro día; aquellas visitas se convirtieron en costumbre. Su tímido amor se conformaba con hablar una y otra vez de lo mismo, sin poder evitarlo, tembloroso de dicha por conversar con una mujer que había tenido trato con Clara. Y Denise, entonces, vivió aún más vinculada a El Paraíso de las Damas.
Fue durante los últimos días de septiembre cuando la joven conoció la miseria más negra. Pépé estaba enfermo, aquejado de un catarro grave y de muy malas trazas. Necesitaba tomar caldos, y Denise no tenía siquiera para pan. Sollozaba una noche, derrotada, sumida en una de esas desesperaciones sombrías que arrojan a las jóvenes al arroyo o al Sena, cuando el viejo Bourras llamó suavemente a su puerta. Traía una hogaza y una lechera llena de caldo.
—Tenga, esto es para el chico —dijo, con su brusquedad habitual—. Y no llore tan alto, que molesta a los demás inquilinos.
Y al darle ella las gracias presa de un nuevo ataque de llanto, añadió:
—¡Pero cállese, mujer!… Venga mañana a hablar conmigo. Tengo trabajo para usted.
Bourras, desde el terrible golpe que le había asestado El Paraíso de las Damas al abrir un departamento de paraguas y sombrillas, ya no tenía operarias. Lo hacía todo él, para reducir costes, y también limpiaba, zurcía y cosía. Por lo demás, le quedaban tan pocos clientes que, a veces, incluso, le faltaba trabajo. De modo que, al día siguiente, tuvo que inventarse tareas cuando instaló a Denise en un rincón de la tienda. Pero ¿cómo iba a consentir que la gente se muriera de hambre en su propia casa?
—Le pagaré dos francos diarios —dijo—. Y, cuando encuentre algo mejor, me deja.
Denise le tenía miedo. Despachó el trabajo tan deprisa que el anciano se vio muy apurado para darle algo más que hacer. Le mandaba coser paños de seda y remendar encajes. Durante los primeros días, la joven no se atrevió a levantar la cabeza; la intimidaba que anduviera dando vueltas por la tienda, con aquella melena de león viejo, aquella nariz ganchuda, aquellos ojos penetrantes bajo la tiesa maraña de las cejas. Tenía la voz dura y ademanes de loco; las madres del barrio les decían a los niños, para asustarlos, que iban a llamarlo, como quien llama a los gendarmes. Y, aún así, los chiquillos nunca pasaban por su puerta sin gritarle alguna maldad, que él ni siquiera parecía oír. Reservaba su maniática furia para los miserables que deshonraban el oficio vendiendo mercancía barata, artículos de pacotilla que, según decía, no habrían querido ni los perros.
Denise se echaba a temblar cada vez que le decía, con furiosas voces:
—El arte se va al garete, ¿me oye?… Ya no se ven puños decentes. Se hacen muchos palos, pero puños, ¡ni uno! ¡Si me trae usted un puño como es debido, le doy veinte francos!
Era aquél su orgullo de artista; no había artesano en todo París capaz de hacer puños como los suyos, resistentes y livianos. Se lucía sobre todo en los redondos, que esculpía con exquisita fantasía, recurriendo siempre a nuevas formas: flores, frutas, animales, cabezas, con un estilo rebosante de vida y libertad. Le bastaba con una navajita de bolsillo; pasaba días enteros, con las antiparras caladas, tallando el boj o el ébano.
—No son más que un hatajo de ignorantes —decía—, que se conforman con pegar la seda a las varillas. Compran los puños al por mayor, puños hechos de antemano… ¡Y venden hasta hartarse! ¡Le digo que el arte se va al garete!
Con el tiempo, Denise fue tomando confianza. El anciano había querido que Pépé bájase a la tienda a jugar, pues le encantaban los niños. Cuando el chiquillo andaba por allí a cuatro patas, apenas si podían revolverse; Denise cosía al fondo de la tienda y Bourras tallaba la madera con su navajita, junto al escaparate. Ahora, todos los días traían consigo las mismas tareas y la misma conversación. Mientras trabajaba, el anciano acababa siempre arremetiendo contra El Paraíso de las Damas, explicando incansablemente en qué punto estaba aquel terrible duelo. Llevaba en la casa desde 1845, y la tenía arrendada por treinta años, con un alquiler anual de mil ochocientos francos; como las cuatro habitaciones amuebladas le reportaban alrededor de mil francos, el local sólo le costaba ochocientos, lo cual no era demasiado; y, como no tenía gastos, aún podía aguantar mucho tiempo. Cualquiera que lo oyese podía creer que tenía la victoria asegurada y acabaría comiéndose vivo al monstruo.
De repente, se interrumpía:
—¿A que no tienen cabezas de perro como ésta?
Y, guiñando los ojos tras los lentes para poder apreciarla mejor, contemplaba la cabeza de dogo que estaba esculpiendo, cuyas fauces se abrían para enseñar los colmillos en un gruñido rebosante de vida. Pépé, extasiado ante aquel perro, se ponía de puntillas, apoyando los bracitos en las rodillas del viejo.
—Mientras pueda ir saliendo del apuro, todo lo demás me importa un bledo —proseguía éste, esbozando delicadamente la lengua con la punta de la navajita—. Los muy bribones me han dejado sin beneficios; pero, aunque ya no gano nada, todavía no tengo pérdidas o, al menos, son pequeñas. Pero fíjese en lo que le digo: antes que ceder, estoy dispuesto a dejarme el pellejo en el empeño.
Y blandía su herramienta, mientras una ráfaga de ira agitaba su blanca melena.
—Sin embargo —se arriesgaba a replicar con dulzura Denise, sin alzar los ojos de la aguja—, si le ofrecieran una cantidad razonable, lo más sensato sería aceptarla.
—¡Eso nunca! —exclamaba él, dando rienda suelta a su feroz obstinación—. Aun con la cabeza en el tajo seguiría diciendo que no, ¡rediós! Todavía me quedan diez años de arrendamiento y no conseguirán la casa antes, aunque tenga que reventar de hambre yo solo entre estas cuatro paredes… Ya han intentado enredarme dos veces. Me ofrecían doce mil francos por el comercio, más los años de arrendamiento que me quedan, es decir, otros dieciocho mil francos. Treinta mil en total… ¡Ni por cincuenta mil se lo daría! ¡Los tengo cogidos; quiero ver cómo se arrastran a mis pies!
—Treinta mil francos es una bonita suma —insistía Denise—. Podría establecerse en otra parte… ¿Y si compran la casa?
Bourras permanecía absorto unos instantes, mientras terminaba la lengua del dogo, con una expresión infantil y risueña flotando en su nevado rostro de Padre Eterno; y, luego, volvía en seguida a la carga:
—¡Por la casa no hay cuidado!… Ya hablaron de comprarla el año pasado, ofrecían ochenta mil francos, el doble de lo que vale ahora. Pero el casero, que es un frutero retirado tan bribón como ellos, quiso apretarles las clavijas. Y, además, no se fían de mí, saben de sobra que me pondría aún más intransigente… ¡No, no, aquí estoy y aquí me quedo! Ni el mismísimo emperador con todos sus cañones lograría echarme.
Denise no se atrevía a decir nada más. Continuaba con su labor, mientras el anciano seguía soltando frases entrecortadas, entre muesca y muesca de la navajita: aquello no había hecho más que empezar, pero se avecinaban acontecimientos extraordinarios; tenía unas cuantas ideas que iban a dar al traste con el departamento de paraguas de los vecinos; y, en lo más hondo de aquel empecinamiento, clamaba la rebelión del modesto fabricante artesano contra la invasora vulgaridad de los artículos de bazar.
Entre tanto Pépé, que había terminado por subirse al regazo de Bourras, tendía hacia la cabeza del dogo sus manecitas impacientes.
—Dámelo, señor.
—En seguida, hijito —contestaba el viejo, cuya voz se tornaba tierna—. No tiene ojos; antes hay que hacerle los ojos.
Y mientras perfilaba un ojo, proseguía, dirigiéndose a Denise:
—¿Los oye usted?… ¡Qué ronquido el de ahí al lado! Es lo que más me irrita, ¡a fe mía!, tenerlos siempre encima, con ese maldito rugido de locomotora.
Aseguraba que, con las vibraciones, se movía incluso la mesa pequeña en que trabajaba. Toda la tienda se estremecía; pasaban las tardes entre el trepidar de la muchedumbre que se agolpaba en El Paraíso de las Damas, sin que allí entrara un solo cliente. Y Bourras insistía machaconamente. Menudo jaleo se traían ahí detrás, otro día de los buenos; en la sedería debían de haber sacado por lo menos diez mil francos. O, por el contrario, se regodeaba: la pared había estado hecha un témpano; un chaparrón había dado al traste con la venta. Y, de esta forma, el más leve rumor, el roce más tenue, le daban pie para interminables comentarios.
—¿Ha oído? Alguien ha pegado un resbalón. ¡Ojalá se partieran todos el espinazo!… Eso, querida, son unas señoras que se están peleando. ¡Mejor, mejor!… ¿Qué, oye usted cómo caen los paquetes en los sótanos? ¡Qué asco!
Más le valía a Denise no contradecir aquellas explicaciones, pues, entonces, Bourras le recordaba amargamente de qué forma indigna la habían despedido. Y, luego, la obligaba a contarle por centésima vez su trabajo en el departamento de confecciones, los padecimientos de los primeros tiempos, los cuartitos insalubres, la comida infame, la continua pugna que enfrentaba a los dependientes. Y, de esta forma, lo único que hacían los dos de la mañana a la noche era hablar de los almacenes, impregnándose de ellos, hora tras hora, hasta con el aire que respiraban.
—Dámelo, señor —repetía, ansioso, Pépé, con las manos aún tendidas.
Bourras retiraba y acercaba la cabeza de dogo, ya concluida, con ruidoso regocijo.
—Cuidado, que te muerde… Toma, juega con ella y procura no romperla, si es posible.
Pero volvía a apoderarse de él su idea fija y exclamaba, amenazando la pared con el puño:
—Ya podéis empujar, ya, a ver si se cae la casa… ¡Nunca será vuestra, ni aunque os apoderéis de la calle entera!
Ahora Denise tenía pan a diario y sentía un hondo agradecimiento hacia el viejo comerciante, cuyo buen corazón intuía tras aquellas airadas excentricidades. No obstante, anhelaba ardientemente encontrar otro trabajo, pues se daba cuenta de que se inventaba las tareas menudas que le encomendaba, de que el negocio se desmoronaba y Bourras no necesitaba operaria alguna, de que la empleaba por pura caridad. Habían transcurrido seis meses; la temporada baja de invierno acababa de empezar. Denise había perdido ya toda esperanza de poder colocarse antes de marzo, cuando, una tarde de enero, Deloche, que la estaba acechando en un portal, le dio un consejo. ¿Por qué no se presentaba en el establecimiento de Robineau, donde quizá necesitasen gente?
En septiembre, Robineau se había decidido a comprar los fondos de Vinçard, aunque con el temor de estar arriesgando los sesenta mil francos de su mujer. El traspaso de la sedería le había costado cuarenta mil francos y contaba, para empezar el negocio, con los veinte mil restantes. No era mucho, pero lo respaldaba Gaujean, que iba a ayudarlo con créditos a largo plazo. Tras haber roto con El Paraíso de las Damas, la ilusión de éste era crearle competidores al coloso; estaba convencido de que era posible vencerlo abriendo en la vecindad comercios especializados que ofrecieran a las clientes una amplísima variedad de artículos. Los únicos que podían aceptar las exigencias de los grandes almacenes eran los fabricantes acaudalados de Lyón, como Dumonteuil, que se conformaban con mantener en funcionamiento los telares gracias a aquellos encargos, aunque tuvieran que buscar, luego, los beneficios aceptando los de casas de menor envergadura. Pero Gaujean no tenía, ni con mucho, la solidez de Dumonteuil. Durante mucho tiempo había ejercido como simple comisionista; apenas si hacía cinco o seis años que tenía sus propios telares y, aun así, seguía empleando a muchos destajistas, a quienes proporcionaba la materia prima y pagaba por metros. Era precisamente aquel sistema el que aumentaba los costes de producción y le impedía competir con Dumonteuil en la fabricación de la París-Paraíso. De ahí el rencor que lo incitaba a buscar en Robineau el arma con que dar la batalla decisiva contra aquellos bazares de novedades, a los que acusaba de arruinar la producción francesa.
Cuando Denise se presentó en la tienda, sólo encontró en ella a la señora Robineau. Ésta, que era hija de un sobrestante e ignoraba todo lo referente al comercio, conservaba aún una deliciosa cortedad de interna educada en un convento de Blois. Era muy morena y muy bonita y tenía una dulzura risueña que le confería gran encanto. Por lo demás, adoraba a su marido y aquel amor era lo único que necesitaba para vivir. Denise se disponía a dejarle su nombre cuando regresó Robineau, que la tomó al instante, pues precisamente el día anterior una de sus dos dependientes se había despedido para entrar en El Paraíso de las Damas.
—Se nos llevan lo mejor —dijo—. En fin, con usted me quedo tranquilo, pues le sucede como a mí, no debe de tenerles mucha simpatía… Venga mañana.
Por la noche, Denise tuvo que pasar el mal trago de anunciarle a Bourras que iba a dejarlo. Él, como era de esperar, la tachó de ingrata y puso el grito en el cielo; y cuando ella se defendió, con los ojos llenos de lágrimas, dándole a entender que nunca la había engañado con sus caridades, el anciano se enterneció también, tartamudeó que tenía mucho trabajo, que lo dejaba en la estacada ahora que estaba a punto de lanzar al mercado un modelo de paraguas que había inventado.
—¿Y Pépé? —preguntó.
El niño era quien más preocupaba a Denise. No se atrevía a llevarlo otra vez a casa de la señora Gras, ni tampoco podía dejarlo encerrado en el cuarto de la mañana a la noche.
—Bueno, pues yo lo cuidaré —prosiguió el viejo—. Este mocoso se lo pasa muy bien conmigo en la tienda… Nos haremos la comida los dos juntos.
Y al decir Denise que no, temiendo causarle demasiadas molestias, exclamó:
—¡Rediós! ¿Acaso no se fía de mí?… ¡Que no me voy a almorzar a su dichoso niño!
Denise fue más feliz con Robineau. El sueldo era pequeño: sesenta francos al mes; sólo estaba mantenida, no cobraba comisiones sobre las ventas, al uso de las casas tradicionales. Pero la trataban con cariño, sobre todo la señora Robineau, siempre risueña tras el mostrador. Él, más nervioso, preocupado, se comportaba a veces con brusquedad. Al cabo de un mes, Denise formaba parte de la familia, al igual que la otra dependiente, una mujercita tísica y silenciosa. Su presencia ya no incomodaba a los dueños, que hablaban de negocios durante las comidas en la trastienda, que daba a un amplio patio. Y allí fue donde una noche se decidió el inicio de la campaña contra El Paraíso de las Damas. Gaujean había ido a cenar. Sacó el tema al tiempo que servían el asado, una sencilla y sabrosa pierna de cordero, con aquella voz clara de lionés, que las brumas del Ródano habían enronquecido.
—La cosa se pone cada vez más difícil —repetía—. Llegan a la factoría de Dumonteuil, ¿saben?, se quedan con la exclusiva de un dibujo y compran de una vez trescientas piezas, exigiendo una rebaja de cincuenta céntimos por metro; y, como pagan al contado, se aprovechan además del descuento del dieciocho por ciento… Muchas veces, Dumonteuil no gana ni veinte céntimos. Trabaja para mantener en marcha los telares, pues un telar parado es un telar muerto… En semejantes circunstancias, ¿cómo quieren ustedes que los demás sostengamos el pulso, con menos maquinaria y, sobre todo, con los destajistas?
A Robineau, ensimismado, se le olvidaba comer.
—¡Trescientas piezas! —murmuró—. Pensar que a mí me entran sudores cuando cojo doce, y a noventa días… Pueden marcar la mercancía a un franco, a dos francos menos que nosotros. He calculado que los artículos de su catálogo, comparados con los nuestros, tienen un precio inferior de al menos un quince por ciento… Eso es lo que está acabando con el pequeño comercio.
Se encontraba en pleno ataque de desaliento. Su mujer, inquieta, lo miraba con ternura. A ella no le interesaban los negocios, todos aquellos números le daban dolor de cabeza y no entendía que nadie se preocupara tanto, con lo fácil que era reír y quererse. Sin embargo, si su marido tenía el empeño de vencer, para ella no había más que hablar: compartía su apasionada empresa y estaba dispuesta a morir tras el mostrador.
—Pero ¿por qué no se ponen de acuerdo todos los fabricantes? —prosiguió Robineau, con vehemencia—. Podrían imponerles su propia ley, en lugar de someterse.
Gaujean, que había pedido otra ración de cordero, masticaba calmosamente.
—¡Ah, por qué, por qué!… Los telares no pueden estar parados, ya se lo he dicho. Cuando se tienen factorías muy repartidas, en los alrededores de Lyón, en Gard, en Isére, no se puede detener la producción ni un solo día sin padecer enormes pérdidas… Nosotros, que a veces empleamos destajistas con quince o veinte telares, podemos controlar mejor la producción, en lo tocante a las existencias; pero a los grandes manufactureros no les queda más remedio que dar salida continuamente a la mercancía y tener donde colocar todo lo que puedan, y lo más rápidamente posible… Y por eso los grandes almacenes los tienen de rodillas. Conozco yo a tres o cuatro que se pelean por sus encargos, que están dispuestos incluso a perder dinero con tal de conseguirlos. Y se resarcen con casas modestas, como ésta. Así es, existen gracias a ellos, pero ganan gracias a usted… ¡Sólo Dios sabe cómo acabará esta crisis!
—¡Qué situación más odiosa! —concluyó Robineau, que, tras este estallido de ira, se sintió más aliviado.
Denise escuchaba en silencio. Ella estaba, en secreto, a favor de los grandes almacenes, porque se lo dictaba su amor instintivo por la lógica y la vida. Todos callaban, mientras comían unas judías verdes en conserva. Finalmente, se arriesgó a decir con tono alegre:
—¡En cambio, el público no se queja!
La señora Robineau no pudo contener una risita, que molestó sobremanera a su marido y a Gaujean. Qué duda cabía, los clientes estaban satisfechos, ya que a fin de cuentas, eran los clientes quienes se beneficiaban de la bajada de los precios. Pero todos tenían que vivir: ¿adónde iríamos a parar si, con la excusa de la felicidad general, se cebase a los consumidores a costa de los productores? Y se entabló una discusión. Denise aparentaba hablar en broma, pero aportaba argumentos contundentes: cuando desaparecían los agentes de los fabricantes, los representantes, los comisionistas, es decir, los intermediarios, esta circunstancia redundaba en gran proporción en el abaratamiento de los precios. Por lo demás, los fabricantes no podían ya vivir sin los grandes almacenes, pues en cuanto uno de ellos dejaba de tenerlos por clientes, la quiebra era inevitable. Por último, tal era la evolución natural del comercio, nadie podría impedir que las cosas sucedieran como debían suceder, y menos cuando todo el mundo, de grado o por fuerza, contribuía a ello.
—¿Así que está usted a favor de quienes la han puesto de patitas en la calle? —preguntó Gaujean.
Denise se puso muy encarnada. Incluso ella estaba sorprendida de aquella vehemente defensa. ¿Qué albergaba, pues, su corazón, para que le ardiera semejante llama en el pecho?
—¡Dios mío, claro que no! —contestó—. Quizá me equivoque; usted entiende más… Pero lo digo como lo pienso. Los precios ya no los fijan medio centenar de casas, como antes, sino tan sólo cuatro o cinco, que han logrado abaratarlos gracias a la cuantía de sus capitales y a la fuerza de su clientela… Pues mejor para el público, qué le vamos a hacer.
Robineau no se enfadó. Se había quedado muy serio, con la vista clavada en el mantel. Él también había sentido a menudo el potente aliento del comercio moderno, aquella evolución de la que hablaba la joven; y, en los momentos de mayor lucidez, se preguntaba por qué se empeñaba en oponerse a una corriente tan avasalladora, que se lo llevaba todo por delante. Incluso la señora Robineau, al ver a su marido meditabundo, aprobaba con la mirada a Denise, que había vuelto a su modesto silencio.
—Bueno —añadió Gaujean, queriendo atajar aquella conversación—, todo eso no son sino teorías… Volvamos a lo nuestro.
Habían tomado el queso y la criada acababa de traer confituras y peras. Gaujean se sirvió confitura y se la comió a cucharadas, con su inconsciente glotonería de hombre grueso que no puede resistirse al azúcar.
—Lo que tiene que hacer usted es batir en brecha esa París-Paraíso que ha sido su gran éxito de este año… He llegado a un acuerdo con varios colegas de Lyón y le traigo una oferta excepcional: una seda negra, una faya, que podrá vender a cinco cincuenta… Ellos venden la suya a cinco sesenta, ¿verdad? Pues bien, diez céntimos menos bastarán para hundirlos.
A Robineau volvieron a iluminársele los ojos. En el estado de continuo sufrimiento nervioso en el que vivía, a menudo saltaba así del temor a la esperanza.
—¿Tiene usted una muestra? —preguntó.
Y cuando Gaujean sacó de la cartera un retalito de seda, acabó de enardecerse y exclamó:
—¡Pero si es mucho mejor que la París-Paraíso! En cualquier caso, tiene mucho más cuerpo y el grano es más grueso… Está usted en lo cierto, merece la pena intentarlo. Fíjese en lo que le digo: quiero verlos arrastrarse a mis pies, aunque sea lo último que haga.
La señora Robineau, sumándose a aquel entusiasmo, opinó que la seda era magnífica. Incluso Denise creyó que el éxito estaba asegurado. La cena terminó pues con gran algazara. Todos hablaban muy alto, diríase que El Paraíso de las Damas estaba ya agonizando. Gaujean, mientras rebañaba el tarro de confitura, explicó los enormes sacrificios que iban a imponerse sus colegas y él para poder suministrarle semejante tela a tan buen precio; pero estaban dispuestos a arruinarse, habían jurado acabar con los grandes almacenes. En el momento de servir el café, apareció Vinçard, con lo que creció el regocijo. Pasaba por allí y había entrado un momento a saludar a su sucesor.
—¡Notable! —exclamó, palpando la seda—. ¡Los dejará usted en mantillas, se lo digo yo!… Ya me puede estar agradecido, ¿eh? ¿Acaso no le dije que ésta era una oportunidad de oro?
Él acababa de comprar un restaurante en Vincennes. Era aquél un sueño antiguo, solapadamente meditado mientras intentaba salirse del comercio de la seda, con el temor de que nadie le comprara el negocio antes de la catástrofe, al tiempo que se juraba meter su humilde peculio en alguna empresa en la que resultara fácil robar. La idea del restaurante se le ocurrió tras asistir a la boda de un primo suyo. Siempre había salida para cuanto tenía que ver con el estómago. Les habían cobrado diez francos por un agua de fregar en la que flotaban unos fideos. Y, al ver a los Robineau, la alegría de haberles endilgado un mal negocio, del que ya no esperaba deshacerse, dilataba aún más aquel rostro de ojos redondos, de boca grande y amistosa, rebosante de salud.
—¿Qué tal sus dolores? —le preguntó, muy atenta, la señora Robineau.
—¿Eh? ¿Mis dolores? —murmuró, sorprendido.
—Sí, ese reuma que tanto lo hacía padecer cuando vivía aquí.
El cayó en la cuenta y se ruborizó levemente.
—¡Ah! Pues me sigue molestando mucho… Aunque el aire del campo, ya sabe usted… Pero qué más da, han hecho ustedes un gran negocio. Si no fuera por el reuma, me habría retirado antes de diez años con una renta de diez mil trancos… ¡palabra de honor!
Quince días después, se entabló la lucha entre Robineau y El Paraíso de las Damas. Dio mucho que hablar y, durante una temporada, tuvo en vilo a todo el comercio parisino. Robineau, recurriendo a las mismas armas que su adversario, había puesto anuncios en los periódicos. Además, cuidaba mucho la presentación, apilaba en los escaparates montones altísimos de la famosa seda, la anunciaba con grandes pancartas blancas, en las que destacaba, en gigantescos números, el precio de cinco cincuenta. Era aquella cantidad la que tenía revolucionadas a las señoras: diez céntimos menos que en El Paraíso de las Damas, y la seda parecía más fuerte. Ya en los primeros días, acudió una oleada de clientes: la señora Marty, con la excusa de mostrarse ahorrativa, compró un vestido que no necesitaba; a la señora Bourdelais le gustó la tela, pero prefirió esperar, maliciándose sin duda lo que se avecinaba. La semana siguiente, en efecto, Mouret bajó de golpe veinte céntimos la París-Paraíso y la puso a la venta a cinco francos cuarenta; había mantenido con Bourdoncle y los demás partícipes una acalorada discusión para lograr convencerlos de que había que aceptar la batalla, incluso a riesgo de vender más barato de lo que compraban: aquellos veinte céntimos eran una pérdida neta, puesto que ya estaban cobrando el precio de coste. Fue un duro golpe para Robineau, que no se esperaba que su rival bajara precios, pues aquellos suicidios en aras de la competencia, aquella forma de vender perdiendo dinero carecían aún de antecedentes. Y hubo un inmediato reflujo hacia la calle Neuve-Saint-Augustin de la oleada de clientes que había acudido, atraída por la ganga, al tiempo que la tienda de la calle Neuve-des-Petits-Champs se quedaba vacía. Gaujean acudió desde Lyón y, después de despavoridos conciliábulos, Robineau y él tomaron al fin una resolución heroica: rebajar el precio de la seda y dejarla en cinco francos con treinta, cantidad por debajo de la cual nadie podría bajar sin correr el riesgo de cometer una locura. Al día siguiente, Mouret puso la tela a cinco con veinticinco. Y, a partir de ese momento, el enfrentamiento fue rabioso: Robineau replicó con cinco francos y quince céntimos; Mouret marcó el género a cinco con diez. Ya sólo peleaban por cinco céntimos de más o de menos, perdiendo considerables sumas cada vez que hacían ese regalo al público. Las clientes se regocijaban, contentísimas de aquel duelo, emocionadas al ver los golpes que se asestaban mutuamente las dos casas para ganarse su favor. Por fin, Mouret se arriesgó a poner la seda a cinco francos; todos los empleados de El Paraíso se quedaron lívidos y helados ante semejante desafío a la suerte. Robineau, aterrado, sin resuello, se detuvo también en cinco francos, sin atreverse a bajar más. Ambos adversarios se inmovilizaron en sus respectivas posiciones, cara a cara, en medio de un devastado campo de batalla.
Mas, aunque tanto uno como otro habían logrado dejar el honor a salvo, la situación de Robineau no podía ser peor. El Paraíso de las Damas tenía reservas y una clientela, y ambas cosas le permitían equilibrar los beneficios; mientras que él, cuyo único apoyo era Gaujean, había quedado exhausto y no podía compensar las pérdidas con otros artículos, con lo que resbalaba cada día un poco más por la pendiente de la quiebra. Su temeridad le estaba costando la vida, pese a haber conseguido abundante clientela durante las peripecias de la lucha. Lo atormentaba en secreto ver cómo dicha clientela lo iba abandonando lentamente para regresar a El Paraíso, después de haber perdido tanto dinero y haber desplegado tantos esfuerzos para conquistarla.
Y, cierto día, se colmó su paciencia. Una cliente, la señora De Boves, había acudido a ver abrigos, pues Robineau había añadido a la sedería una sección de confecciones. No acababa de decidirse y se quejaba de la calidad de los tejidos.
—La París-Paraíso tiene mucho más cuerpo —dijo, al fin.
Robineau se contenía y le aseguraba que estaba en un error, con amabilidad de comerciante tanto más respetuoso cuanto que teme que se trasluzca su rebelión interna.
—¡Pero fíjese en la seda de este tapado! —insistió ella—. Parece una telaraña… Por mucho que diga, caballero, la seda de cinco francos de El Paraíso parece cuero comparada con ésta.
Robineau, con el rostro congestionado y los labios prietos, había dejado de contestarle. Precisamente se le había ocurrido el ingenioso truco de comprarle la seda para las confecciones a su rival. De este modo, era Mouret quien perdía dinero. Él se limitaba a cortar el orillo.
—¿De veras cree la señora que la París-Paraíso es más tupida? —dijo a media voz.
—¡Huy, cien veces más! —repuso la señora De Boves—. No tiene ni punto de comparación.
Aquella injusticia de la cliente, que no cejaba en su desprecio de la mercancía, lo colmaba de indignación. Y al seguir ella manoseando el tapado con cara de asco, un diminuto trozo del orillo azul y plata, que se había librado de las tijeras, asomó por debajo del forro. Entonces, Robineau no pudo contenerse más y confesó la verdad. Habría sido capaz de cualquier cosa:
—Pues bien, señora, esta seda es la París-Paraíso. Yo mismo la compré, ¡como lo oye!… Fíjese en el orillo.
La señora De Boves se fue, muy ofendida. Robineau perdió muchas clientes al correr la historia de boca en boca. Y, en medio de aquella ruina, cuando lo invadía el espanto del mañana, tan sólo temía por su mujer, que se había criado en una apacible felicidad y era incapaz de vivir en la pobreza. ¿Qué sería de ella si una catástrofe los dejaba en la calle, cargados de deudas? El tenía la culpa; nunca debería haber tocado aquellos sesenta mil francos. Y a ella no le quedaba más remedio que consolarlo. ¿Acaso aquel dinero no era tan suyo como de ella? Le bastaba con que él la quisiera y se lo daba todo: el corazón y la vida. Se los oía besarse en la trastienda. Poco a poco, se fue estableciendo un ritmo regular: las pérdidas crecían cada mes, despacio, demorando el fatal desenlace. Una tenaz esperanza los mantenía en pie, y seguían augurando la inminente derrota de El Paraíso de las Damas.
—¡Bah! —decía Robineau—. Nosotros también somos jóvenes… El futuro es nuestro.
—Y, además, ¿qué nos importa? Has hecho lo que querías hacer —proseguía ella—. Con tal de que tú estés contento, yo también lo estoy, querido mío.
Denise se iba encariñando con ellos al ver cuánto se querían. Estaba asustada; intuía la caída inevitable, pero ya no se atrevía a decir nada. Allí acabó de comprender la fuerza del comercio moderno y de entusiasmarse con aquel poder que estaba transformando París. Le iban madurando las ideas; tras la chiquilla indómita que había llegado un buen día desde Valognes, empezaba a aflorar un grácil encanto de mujer. Por lo demás, llevaba una vida muy tranquila, pese al cansancio y las apreturas de dinero. Tras pasarse el día a pie firme, tenía que volver a casa a toda prisa para ocuparse de Pépé, a quien el viejo Bourras, por fortuna, se empeñaba en seguir manteniendo. Pero tenía también otras tareas: lavar una camisa, coser una blusa. Sin contar con el alboroto del niño, que le hacía estallar la cabeza. Nunca se acostaba antes de las doce de la noche. El domingo era un día muy ajetreado: limpiaba el cuarto y daba un repaso a su ropa. Tenía tanto que hacer que, en muchas ocasiones, no se peinaba hasta las cinco de la tarde. Sin embargo, se forzaba, sensatamente, a salir de vez en cuando: se llevaba al niño a dar un largo paseo a pie hasta Neuilly, y ambos disfrutaban tomando allí un tazón de leche, en una vaquería en cuyo corral podían sentarse. Jean no participaba en aquellas excursiones; se dejaba ver de tarde en tarde, alguna noche entre semana, para esfumarse luego so pretexto de que tenía que hacer otras visitas. Ya no pedía dinero, pero llegaba siempre con unos aires tan melancólicos que su hermana, preocupada, siempre le tenía guardada una moneda de cinco francos. Aquél era el único lujo que se permitía.
—¡Cinco francos! —exclamaba siempre Jean—. ¡Caray, qué buena eres!… Precisamente, la mujer del papelero…
—Cállate —lo interrumpía Denise—. No hace falta que me cuentes nada.
Pero él creía que lo acusaba de estar presumiendo.
—¿No te digo que está casada con un papelero? ¡No sabes qué cosa más estupenda!
Transcurrieron tres meses. Volvía la primavera. Denise no quiso volver a Joinville con Pauline y Baugé. A veces se encontraba con ellos en la calle de Saint-Roch, al salir del comercio de Robineau. Pauline, durante uno de esos encuentros, le confesó que a lo mejor se casaba con su amante; era ella quien estaba demorando la boda, pues en El Paraíso de las Damas no gustaban mucho las dependientes casadas. Aquella ocurrencia sorprendió mucho a Denise y no supo qué aconsejar a su amiga. Un día que Colomban la había parado cerca de la fuente para hablarle de Clara, ésta cruzó la plaza en aquel preciso instante. Y Denise tuvo que salir huyendo, porque el joven le rogaba que preguntase a su antigua compañera si quería casarse con él. Pero ¿qué les sucedía a todos? ¿Por qué pasar por aquellos malos ratos? Y opinaba que ella tenía mucha suerte de no estar enamorada de nadie.
—¿Sabe ya la noticia? —le preguntó una noche el vendedor de paraguas, cuando volvió del trabajo.
—No, señor Bourras.
—Pues que los muy bribones han comprado el palacete de Duvillard… ¡Me tienen rodeado!
Y movía los brazos como aspas de molino, presa de un ataque de furia que alborotaba su blanca cabellera.
—¡Un chanchullo de lo más enrevesado! —prosiguió—. ¡Al parecer, el palacete pertenecía al Banco de Crédito Inmobiliario, cuyo presidente, el barón Hartmann, acaba de cedérselo al dichoso Mouret!… Ahora me tienen cogido por la derecha, por la izquierda y por la espalda. Fíjese, igual que tengo yo agarrado el puño de este bastón. ¿Lo ve?
Era cierto, debían de haber firmado la cesión la víspera. La casucha de Bourras, encajonada entre El Paraíso de las Damas y el palacete de Duvillard, prendida en aquel hueco como un nido de golondrina en la grieta de un muro, parecía condenada a perecer aplastada por obra y gracia de los almacenes el día en que éstos se posesionasen del palacete; y ese día había llegado. El coloso había circunvalado el nimio obstáculo, lo tenía apresado entre sus cúmulos de mercancías, amenazaba con tragárselo, con sorberlo al tomar aire con la gigantesca fuerza de sus pulmones. Bourras notaba el abrazo de tenaza que hacía crujir su local. Le parecía ver cómo mermaba. La espantosa máquina rugía tan fuerte ahora que temía que lo succionara y verse del otro lado de la pared, junto con sus paraguas y bastones.
—¿Qué, los oye? —gritaba—. ¡Cualquiera diría que se están comiendo las paredes! Y en el sótano, y en la buhardilla… por todas partes se oye el mismo ruido de sierra cortando el yeso… ¡Qué más da! No pueden aplastarme como una hoja de papel. ¡De aquí no me muevo, aunque me revienten el techo y me caigan chuzos de punta en la cama!
Fue entonces cuando Mouret decidió hacerle a Bourras nuevas ofertas. Ahora había subido la cantidad; le compraban los fondos de comercio y la licencia de arrendamiento por cincuenta mil francos. Tal oferta duplicó la indignación del anciano, que la rechazó entre injurias. ¡Lo que le estarían robando a la gente aquellos bribones para poder pagar cincuenta mil francos por algo que no valía ni diez mil! Y defendía su tienda igual que una joven decente defiende su virtud, en nombre del honor y por respeto a sí mismo.
Durante quince días, le llamó la atención a Denise ver a Bourras muy preocupado. No paraba de dar vueltas, medía las paredes de la casa, la miraba desde el centro de la calzada, poniendo cara de arquitecto. Y una buena mañana llegaron unos obreros. Era la batalla definitiva: había tenido la temeraria ocurrencia de derrotar a El Paraíso de las Damas en su propio terreno, haciendo concesiones al lujo moderno. Las clientes, que le reprochaban al local que era lóbrego, no podrían por menos de volver al verlo tan flamante. Primero, taparon las grietas y remozaron la fachada; luego, pintaron las maderas del escaparate de verde claro; llevaron incluso el boato hasta dorar la muestra. Los tres mil francos que Bourras tenía ahorrados como recurso para una necesidad suprema se esfumaron. El barrio, por lo demás, estaba revolucionado; la gente venía a ver al anciano en medio de aquel lujo; y él ni sabía dónde tenía la cabeza ni conseguía recobrar sus hábitos. Parecía hallarse en corral ajeno, barbudo, melenudo y aturullado en aquel flamante escenario, con aquel telón de fondo de colores suaves. Quienes pasaban por la acera de enfrente se quedaban pasmados al verlo bracear desordenadamente mientras tallaba los puños. Y él, con febril apresuramiento, temiendo ensuciar la tienda, naufragaba más y más en aquel comercio de lujo que le era tan poco familiar.
Al igual que Robineau, Bourras había declarado la guerra a El Paraíso de las Damas. Acababa de lanzar su invento: el paraguas de cazoleta, que, más adelante, habría de hacerse popular. Pero El Paraíso perfeccionó en el acto el invento. Entonces, se entabló la batalla de los precios. Bourras vendió un modelo que costaba un franco con noventa, de zanella, con montura de acero e irrompible, según rezaba la etiqueta. Aunque el arma con la que él pretendía vencer a su competidor eran los puños: de bambú, de cornejo, de olivo, de arrayán, de mimbre, todas las variedades de puños que imaginarse puedan. El Paraíso, menos artístico, se esmeraba más en las telas, elogiaba sus alpacas y mohairs, sus sargas y sus tafetanes cocidos. Los almacenes se alzaron con la victoria; el anciano, presa de desesperación, repetía que el arte se iba al garete, que tendría que dedicarse a tallar puños para entretenerse, sin esperanza de venderlos.
—¡La culpa la tengo yo! —le decía a Denise, a voces—. ¿Cómo he podido vender esas birrias que cuestan un franco noventa?… Ahí tiene adónde pueden conducir las ideas modernas. ¡Si me hundo, lo tendré bien merecido por querer seguir el ejemplo de esos bandidos!
El mes de julio fue muy caluroso. A Denise le resultaba insufrible su exiguo cuartito, bajo el tejado de pizarra. De modo que, cuando salía de trabajar, recogía a Pépé en la tienda de Bourras y, en lugar de meterse en casa en seguida, se lo llevaba a tomar un poco el aire al jardín de las Tullerías, hasta la hora de cerrar las verjas. Un atardecer, cuando se encaminaba hacia los castaños, se quedó sobrecogida, pues le pareció que el hombre que se dirigía en derechura hacia ella, y se encontraba ya a pocos pasos, era Hutin. Luego el corazón empezó a latirle con violencia. Se trataba de Mouret, que había cenado en la orilla izquierda e iba a pie, y a buen paso, a casa de la señora Desforges. El brusco ademán de la joven para apartarse le llamó la atención. Y, aunque ya era casi de noche, la reconoció.
—Así que es usted, señorita.
Ella no contestó, confusa y turbada de que se hubiese dignado detenerse. Él, sonriente, disimulaba su desasosiego bajo una expresión de paternal amabilidad.
—¿Conque sigue usted en París?
—Sí, señor —dijo ella, al fin.
Retrocedía despacio, buscando el modo de despedirse para seguir el paseo. Pero él deshizo espontáneamente lo andado y la acompañó bajo las densas sombras de los frondosos castaños. Comenzaba a ceder el calor; a lo lejos se oía reír a unos niños, mientras corrían tras sus aros.
—Es su hermano, ¿verdad? —volvió a preguntar él, mirando a Pépé.
Éste, al que intimidaba la inaudita compañía de un caballero, caminaba muy serio junto a su hermana, dándole la mano.
—Sí, señor —respondió ella de nuevo.
Se había ruborizado, al acordarse de las abominables mentiras de Marguerite y de Clara. Mouret debió de percatarse del motivo de aquel rubor, pues añadió con vehemencia:
—Mire, señorita, le debo una disculpa… Sí, me hubiese gustado haberle dicho antes lo mucho que lamenté el error cometido con usted. Se la acusó con demasiada ligereza de cierta falta… En fin, el mal ya está hecho. Lo único que quería que supiera es que, en la actualidad, todo el mundo está al tanto en nuestros almacenes del afecto que usted profesa a sus hermanos…
Y continuó hablando; hizo gala de una respetuosa cortesía que nunca empleaba con las dependientes de El Paraíso de las Damas. La turbación de Denise iba en aumento; pero el corazón le rebosaba de alegría. ¡Así que él sabía que nunca había pertenecido a nadie! Callaron ambos; él caminaba a su lado, acomodando el paso a los pasitos del niño; y los lejanos rumores de París se desvanecían bajo las oscuras sombras de los frondosos árboles.
—Sólo puedo ofrecerle un desagravio, señorita —prosiguió Mouret—. Por descontado que si desea usted volver con nosotros…
Denise lo interrumpió, rechazando la oferta con febril premura.
—No puedo, señor Mouret… Se lo agradezco pese a todo, pero ya estoy colocada en otra casa.
Mouret estaba al tanto. No hacía mucho que le habían contado que trabajaba para Robineau. Y, sin alterarse, con un gratísimo trato de igual a igual, le habló de este último, cuyos méritos reconocía: un muchacho muy inteligente, aunque excesivamente nervioso. Estaba abocado a la catástrofe; Gaujean lo había embarcado en un asunto demasiado espinoso, que iba a acabar con ambos. Entonces Denise, dejándose llevar por aquella cordialidad, se mostró más abierta, dio a entender que, en la batalla que enfrentaba a los grandes almacenes y al pequeño comercio, ella estaba a favor de aquéllos. Se iba entusiasmando; daba ejemplos; demostraba estar al tanto del asunto; y aportaba incluso ideas propias, de gran alcance y originalidad. Mouret la escuchaba, encantado y sorprendido. Se volvía hacia ella, intentando distinguir sus rasgos en la creciente penumbra. Parecía la de siempre, vestida con sencillez y con la misma expresión dulce; pero de aquella modesta discreción brotaba un penetrante aroma cuya fuerza se iba adueñando de él. No cabía duda de que aquella chiquilla se había amoldado al ambiente de París y se estaba convirtiendo en una mujer cautivadora, tan sensata, con aquel precioso pelo de grávida ternura…
—Ya que está usted en nuestro bando —dijo Mouret, riendo—, ¿por qué sigue con nuestros adversarios?… Porque, según me han contado, está usted viviendo en casa de ese Bourras. ¿Me equivoco?
—Una bellísima persona —murmuró Denise.
—¡Quite, por Dios! ¡Un viejo chalado, un loco que quiere obligarme a dejarlo en el arroyo, cuando yo estoy dispuesto a pagar una fortuna para librarme de él!… Y, antes que nada, no debería usted vivir en esa casa, que tiene malísima fama y algunas inquilinas que…
Pero, percatándose de la turbación de la joven, se apresuró a añadir:
—En cualquier parte se puede ser decente. Y, cuando se es pobre, resulta, incluso, mucho más meritorio.
Anduvieron otro trecho en silencio. Pépé parecía escucharlos, con su expresión atenta de niño precoz. A ratos, alzaba los ojos para mirar a su hermana, sorprendido al notar que le ardía la mano, que leves estremecimientos agitaban.
—¡Oiga! —añadió Mouret con tono alegre—. ¿Querría ser mi embajadora? Tenía intención de hacerle a Bourras mañana una oferta aún mayor: ochenta mil francos… Dígaselo usted primero, hágale ver que está cometiendo un suicidio. Quizá la escuche, ya que está encariñado con usted, y le haría un gran favor.
—¡Acepto! —respondió Denise, sonriendo a su vez—. Transmitiré su recado, pero dudo mucho que tenga éxito.
Volvió a reinar el silencio. Ninguno de los dos tenía ya nada que decir. Mouret intentó referirse al tío de Denise, pero desistió, al ver el malestar de la joven. Continuaron, sin embargo, paseando juntos hasta desembocar en un paseo donde todavía había luz, frente a la calle de Rivoli. Al salir de la penumbra de los árboles, fue como un brusco despertar. Mouret comprendió que no podía seguir reteniéndola.
—Buenas noches, señorita.
—Buenas noches, señor Mouret.
Pero no se iba. Al alzar los ojos, acababa de divisar, en la esquina de la calle de Alger, las ventanas iluminadas de la señora Desforges, que estaba esperándolo. Y se volvió hacia Denise, a la que ahora veía con claridad, en la palidez del crepúsculo: resultaba tan insignificante, en comparación con Henriette. ¿Por qué lograba caldearle así el corazón? No era sino un capricho estúpido.
—Este muchachito parece muy cansado —añadió, por decir algo—. Y, por favor, recuerde que tiene usted las puertas de El Paraíso abiertas. Bastará con que llame a ellas y le daré todas las compensaciones que sea menester… Buenas noches, señorita.
—Buenas noches, señor Mouret.
Cuando Mouret se hubo marchado, Denise volvió a la oscura sombra de los castaños. Durante largo rato caminó sin rumbo, entre los gruesos troncos, con la sangre quemándole las mejillas y aturdida por las confusas ideas que le zumbaban en la cabeza. Pépé, siempre colgado de su mano, estiraba las piernecitas para poder seguirla. Se había olvidado de él.
—No andes tan deprisa, madrecita —le dijo al fin.
Entonces, Denise se sentó en un banco; y el niño, cansado, se le durmió en el regazo. Denise lo sostenía, lo apretaba contra el seno virginal, con la mirada perdida en las hondas tinieblas. Cuando, una hora más tarde, regresaron despacito a la calle de la Michodiére, había recuperado su apacible rostro de muchacha sensata.
—¡Rediós! —le gritó Bourras, en cuanto la vio aparecer de lejos—. Ya es cosa hecha… El muy canalla de Mouret acaba de comprar mi casa.
Estaba fuera de sí, forcejeaba él solo, en medio de la tienda, con desordenados gestos que ponían en peligro los escaparates.
—¡Menudo sinvergüenza!… Me ha escrito el frutero ¿Y sabe por cuánto la ha vendido? ¡Por ciento cincuenta mil francos, cuatro veces más de lo que vale! ¡Otro que roba como le da la gana!… Imagínese que se ha valido de las reformas que yo hice, ha alegado que la finca estaba recién restaurada… Pero ¿es que no van a dejar nunca de tomarme el pelo?
Se exasperaba al pensar que el frutero se había aprovechado de sus inversiones en enlucido y pintura. ¡Y ahora se encontraba con que Mouret era su casero y tendría que pagarle el alquiler a él! ¡En adelante, iba a vivir en casa de aquel enemigo al que tanto aborrecía! Semejante idea lo sacaba por completo de sus casillas.
—Con razón los oía yo perforar la pared… ¡Puede decirse que ya están aquí, es como si me comiesen dentro del plato! Y daba puñetazos en el mostrador, con lo que vibraba toda la tienda y brincaban los paraguas y las sombrillas.
Denise, aturullada, no había podido meter baza. Permanecía inmóvil, esperando el final del ataque; mientras, Pépé, muy cansado, se había quedado dormido en una silla. Por fin, cuando Bourras se hubo calmado un poco, decidió que había llegado el momento de cumplir la misión que Mouret le había encomendado. No cabía duda de que el anciano estaba furioso, pero tanto aquel extremoso enfado como el callejón sin salida en el que se hallaba podían determinarlo a aceptar, contra todo pronóstico.
—Precisamente me he encontrado con cierta persona —principió— que trabaja en El Paraíso y está muy bien informada… Al parecer, mañana tienen intención de ofrecerle a usted ochenta mil francos…
Bourras la interrumpió con voz terrible:
—¡Ochenta mil francos! ¡Ochenta mil francos!… ¡Ahora, ni por un millón!
Denise intentó razonar con él. Pero, de repente, se interrumpió y retrocedió, muy pálida, al abrirse la puerta de la tienda para dar paso a su tío Baudu, muy avejentado y con el rostro tan amarillo como siempre. Bourras, enardecido por su presencia, lo agarró por los botones del gabán y le gritó a la cara, sin dejarle articular palabra:
—¿Sabe lo que me ofrecen esos indeseables? ¡Ochenta mil francos! ¡Fíjese a lo que han llegado, los muy bandidos! Se creen que estoy en venta, como una mujerzuela… ¡Ay, si se piensan que por haber comprado la casa me tienen cogido! ¡Pues se acabó, no la conseguirán! Antes, a lo mejor habría cedido. Pero, como ahora es suya, ¡que vengan por ella!
—Entonces, ¿es cierto lo que dicen? —preguntó Baudu, con su voz calmosa—. Acaban de contármelo y venía para cerciorarme.
—¡Ochenta mil francos! —repetía Bourras—. ¿Y por qué no cien mil? Lo que más me indigna es todo ese dinero. ¿Acaso creen que si me pagan me volveré un pillo?… ¡No conseguirán la casa, rediós! En jamás de los jamases, ¿me oye?
Denise rompió su mutismo para decir, con tono sosegado:
—La conseguirán dentro de nueve años, cuando expire el contrato de arrendamiento.
Y, aunque estaba presente su tío, conminó al anciano a que aceptara. Aquel enfrentamiento no podía seguir; estaba luchando contra una fuerza superior. Si estaba en su sano juicio, era imposible que rechazara la fortuna que le ofrecían. Pero él seguía contestando que no. Dentro de nueve años, tenía la esperanza de haberse muerto ya, para no tener que presenciar todo aquello.
—¿La oye usted, señor Baudu? —prosiguió—. Su sobrina está con ellos; le han encargado el cometido de corromperme… ¡A fe mía que está con esos bandidos!
Hasta ese momento, el tío parecía no haberse fijado en Denise. Tenía la cabeza erguida con el mismo gesto hosco que adoptaba cuando la veía pasar desde el umbral de su tienda. Pero, esta vez, se volvió despacio, la miró y le temblaron los gruesos labios.
—Ya lo sé —respondió a media voz.
Y continuó mirándola. Denise apenas podía contener las lágrimas al ver cuánto lo habían cambiado los disgustos. A él lo corroía el sordo remordimiento de no haberla socorrido y se acordaba, quizá, de la miseria de la que acababa de salir. Mas, al ver a Pépé dormido en la silla, entre las voces, pareció conmoverse.
—Denise —dijo, sencillamente—, ven mañana con el niño a cenar… Mi mujer y Geneviéve me han pedido que te invitase si te veía.
La joven se puso muy encarnada y le dio un beso. Y, según se iba Baudu, Bourras, feliz por aquella reconciliación, añadió, a voces:
—A ver si la enmienda. No es mala chica… Yen lo que a mí se refiere, el día en que se hunda la casa, me encontrarán debajo de los escombros.
—Nuestras casas ya se están hundiendo, vecino —dijo Baudu, con acento sombrío—. Con todos nosotros dentro.