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Roberto

En cuanto la policía abandonó mi despacho me senté para no caerme, me temblaban las piernas y les costaba sostenerme. Me sentía acorralado, cercado por una valla que alguien había colocado de repente, sin avisar. Sospechaban de mí. Homicidios me había puesto en su punto de mira y la misma inspectora que llevó el caso de Gonzalo acababa de señalarme con el dedo. Estaba bien empapado, fue un caso muy conocido, la prensa casi lo convirtió en un espectáculo mediático. Los distintos cuerpos de seguridad del Estado protestaron por lo que ellos denominaron asedio. El tema generó gran controversia entre defensores y detractores de la libertad de prensa. Sí, era Dolores Velázquez y acababa de dejar patente que no se iba a andar con chiquitas para conseguir lo que buscaba: mi detención. Por eso casi me pegó la fotografía a la cara, para que me quedase sin aire al verme en ella. Y la verdad es que tuve que hacer un sobresfuerzo para parecer frío y no derrumbarme, para negar que yo formé parte de aquella panda de gamberros, pero la imagen se había quedado grabada en mi retina y actuaba de revulsivo en mi conciencia. Temía que la inspectora hubiera sido capaz de percibir mi nerviosismo, la fisura que de pronto se abrió en mi conocimiento. Estaba seguro de estar cubierto, y por lo tanto a salvo, pero al verlos ante mí me vi en peligro. Cuando sus palabras me apuntaron como único culpable, me sentí solo, aun sabiendo que no lo estaba; delatado, aun habiendo sido leal, y de ahí que brotase mi hostilidad.

Un sudor frío a la par que angustioso me acometió, y el estómago se me hizo un ovillo. La actitud de la inspectora había sido de lo más desafiante, no despegaba sus ojos de los míos, como un lince al acecho de su presa, esperando que cometiera el más mínimo error para abalanzarse sobre mí y darme caza. No iba a desistir en su empeño hasta echarme el guante, lo vi en su expresión, en su mirada llena de rabia y repulsión que se alejaba de lo profesional y llevaba la investigación al terreno personal. Y cómo no hacerlo después del vapuleo al que le sometió la prensa. Fue todo un fenómeno de retroalimentación; adoptaron el papel de buitres y dieron cobertura a la desmedida inquina que la viuda de Gonzalo desarrolló contra la inspectora, porque se consideraba una víctima y, alentada por los carroñeros, escupió auténticas barbaridades. La viuda sustentaba a la prensa y la prensa la nutría a ella. Se creó un círculo vicioso por ambas partes que acabó siendo peligroso para la integridad de la propia inspectora. El Ministerio de Defensa, ante el escarnio del que eran parte y testigo a la vez, tomó medidas al respecto, aunque a mi entender demasiado tarde, cuando ya se habían producido daños irreparables. Cualquiera después de sufrir ese acoso se tomaría el caso de forma personal, así que no se lo reprochaba, pero tampoco alababa su actuación, no podía convertir su frustración en un ataque agresivo y directo a mi yugular. Me había declarado su objetivo a batir, y eso me preocupaba mucho.

De repente me atrapó un pánico desmedido que me dejó inmóvil y sin respiración. Me vi en la cárcel. Hasta noté una mano en mi espalda que me empujaba al interior de una celda e incluso oí cerrar las rejas a mi espalda. Me sentí aterrado, solo y abandonado a mi suerte, sin el apoyo de nadie. Los pelos se me pusieron de punta cuando mi conciencia me formuló la pregunta: «¿Y acaso no te lo mereces?». Tragué saliva, nervioso. «Tuve que hacerlo, tuve que hacerlo, tuve que hacerlo…», me repetí insistente. Pero esa defensa no cambiaba nada. Había matado a tres hombres, había intercambiado tres vidas ajenas por las tres de mi familia, y daba igual el motivo por el que hubiera actuado así, seguían siendo asesinatos. Asesinatos, no homicidios, porque la pena variaba de quince a veinticinco años por delito.

Sentí ganas de vomitar, me di asco de mí mismo al recodar lo que había hecho, lo que nunca iba a poder olvidar. «¿Sigues pensando que no mereces dar con tus huesos en la cárcel?», continuó demandándome mi conciencia. El corazón se me desbocó y comenzó a palpitar con extrema violencia. Me desanudé la corbata y me desabroché los primeros botones de la camisa; me faltaba el aire, no podía respirar. Con urgencia, me levanté del sillón, abrí la ventana de par en par y tomé una bocanada de oxígeno, grande, honda, sin fin… Casi me mareé con ella.

Después de unos largos e inmisericordes minutos respiraba con normalidad, el ritmo cardiaco volvía a ser acompasado y su velocidad la habitual, el ataque de ansiedad había pasado. Me abotoné la camisa, me coloqué la corbata, cerré la ventana y encendí el aire acondicionado. Me senté y medité. Debía hablar con el Cerebro. Debía avisarle de lo ocurrido. Debía hacerlo cuanto antes. De inmediato tomé mi maletín y saqué el teléfono desechable. Marqué y esperé, pero nadie descolgó y la llamada expiró. Parecía que el Cerebro estaba ocupado, como si yo no lo estuviera. Yo tenía la mierda hasta el cuello; mi culo era el centro de atención de los de Homicidios. Desde luego que estaba de lo más ocupado pensando en qué iba a hacer, qué pasos debía dar. Decidí mandarle un mensaje, tenía que conocer la situación y tenía que ayudarme a salir de ella.

La poli de Homicidios que llevó el caso de Gonzalo ha estado husmeando en el bufete. Sospecha de mí, me ha estado haciendo preguntas. Te estoy llamando, ponte en contacto conmigo.

09:38

Intenté trabajar, tenía la mesa hasta arriba de papeles y no podía permitirme el lujo de seguir acumulando causas, debía ponerme al día lo antes posible. Hojeé distintos casos. Mi cerebro no estaba para contenciosos, así que me decanté por un acuerdo de divorcio, algo fácil para empezar. Mientras lo repasaba no podía alejar mi problema de la mente y cuanto leía me parecían gilipolleces, preocupaciones de gente podrida de dinero cuyo mayor dilema era decidir si se quedaban con la casa del Valle de Arán o con el chalé de Ibiza. Inquietudes banales; nada comparado con lo mío, con el lío de tres pares de narices en el que me había metido.

Una angustia me sobrecogió de nuevo y, nervioso, volví a mandarle un mensaje al Cerebro.

Llámame, es urgente.

10:16

Esperé a recibir su respuesta, pero no llegaba.

—Contéstame, cabrón, contéstame de una vez —escupí furibundo.

Me marché un momento al baño a refrescarme la cara y la nuca. También trataba de calmar el estado de desasosiego e inquietud que se había apoderado de mí, una ardua tarea para la que me veía incapacitado. En mi mente solo había cabida para la imagen de la puñetera inspectora repitiéndome una y otra vez lo mismo: «Demostraré que es usted». «Es usted sospechoso de haber cometido unos asesinatos». «Demostraré que es usted». «Demostraré que es usted»…

—Maldito desgraciado, ponte en contacto conmigo de una puta vez —susurré mirándome en el espejo, mi cara denotaba la zozobra que estaba soportando.

Regresé a mi despacho y de nuevo intenté ponerme al día con el trabajo, pero la misma preocupación recurrente me distraía de continuo. Tuve que dejarlo por imposible, no podía concentrarme. Me quité las gafas y me pellizqué el puente de la nariz. Después me froté las sienes con las yemas de los dedos. Sudaba. Mi cuerpo seguía reaccionando al estado de nervios que estaba sufriendo. No me sentía con fuerzas de seguir en el bufete, no me encontraba bien ni mi mente estaba en condiciones para tomar decisiones laborales. Quería irme a casa. Me marcharía antes de lo debido, pondría cualquier pretexto y sobre las doce abandonaría el trabajo.

El reloj del ordenador indicaba que eran cerca de las once de la mañana y el Cerebro seguía sin dar señales de vida. Una vez más, cogí el teléfono desechable y, con la rabia que da la desesperación, comencé a escribir otro mensaje, el tercero.

Mira, no voy a comerme esto yo solo. Tú me has obligado a hacer lo que hice, tú eres el puto enfermo, el asesino, a mí no me quedó más remedio que obedecerte para salvar a mi familia. Llámame.

10:55

—Llama, hijo de puta, no me vas a colgar el muerto así de fácil. Por supuesto que no. Si yo caigo, tú caes —sentencié.

En ese instante, como si Dios hubiera oído mis plegarias, sonó el móvil desechable; por fin el Cerebro contactaba conmigo. Descolgué con urgencia.