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La lengua de asfalto se abría camino entre los verdes árboles que dibujaban el hermoso paisaje. Larga y oscura, alterando el orden de la naturaleza, dividía en dos el bosque que rodeaba Lagos del Pino, un pueblo de Huesca. Un bello rincón de nuestra geografía que en la última década había triplicado su población gracias al turismo, sobre todo en verano. A lo largo de ese tiempo, habían proliferado los alojamientos rurales y los hoteles; de hecho, hacía tan solo unos meses que había abierto sus puertas el último, perteneciente a una importante y lujosa cadena hotelera. Lo leí en Internet, en la página oficial del Ayuntamiento de dicha localidad. Había hecho los deberes antes de empezar a recorrer los más de quinientos kilómetros que separaban mi Madrid de Lagos del Pino.
Siempre me ha gustado conocer el terreno que voy a pisar antes de poner los pies en él, pero en esta ocasión no me había dado tiempo a empaparme tanto como me hubiera gustado. Veinticuatro horas antes no habría imaginado estar aquí, a punto de llegar a un pueblo que había perdido la paz de años atrás y hoy era víctima de unos cruentos asesinatos. Yo no venía a hacer turismo, sino a ejercer las labores de inspectora de Homicidios, pese a llevar más de siete meses de baja en el cuerpo debido a una crisis emocional. Porque a estas alturas de mi vida, habiéndome plantado en los cuarenta, tenía serias dudas de querer seguir ejerciendo mi profesión. Me dio por hacer balance, por reflexionar, y sopesé todo lo que me había robado el Cuerpo Nacional de Policía. Por su culpa, mi padre apenas me hablaba, terminé perdiendo a casi todos los amigos, había vivido un corto y fallido matrimonio y desde entonces pocos hombres habían calentado mi cama, menos aún calado en mi alma. Quitando a tres: mi ex, un embustero, y alguien a quien no quería recordar, nunca más hubo un hombre importante o especial en mi vida, aunque, paradójicamente, estuviera rodeada de ellos, inmersa en un mundo de hombres debido a mi profesión. Y eso era lo que más echaba en falta: compañía, alguien en quien apoyarme en los momentos difíciles. Un amigo, un confidente, una persona con quien compartir las penas y las alegrías, una cerveza o una tila, un abrazo, un beso, el calor, un intercambio de ideas, el amor, un hijo… No tenía nada de eso. Tenía cuarenta años y mi profesión; solo eso. Hasta hacía poco mi trabajo me había llenado mucho, del todo, pero debía ser sincera y reconocer que había llegado a un punto en el que precisaba más. Necesitaba fundar una familia, mi propia familia. Uno no es nada sin eso. Tenía que ser egoísta y pensar en mí. Eso me decía siempre Martina, y estaba en lo cierto. Sabía que no le faltaba razón porque en la balanza de mi vida no había equilibrio alguno.
Según el psicólogo del departamento ese tipo de crisis eran habituales a mi edad, pero mi desmotivación se hizo tan fuerte que me vi obligada a coger la baja laboral para no poner en peligro a nadie mientras debatía sobre mi futuro profesional, o sobre mi vida en general. Andaba muy perdida, del todo descentrada. Pero eso no era lo peor, lo grave era que me había vuelto envidiosa. Sí. Sentía envidia de Martina, mi buena y gran amiga, la única que me había soportado, la única que me quedaba. Envidiaba el calor de su hogar, de la familia que ella sí había conseguido crear, de cuanto tenía y yo anhelaba.
Por suerte, en cuanto escuché la voz del comisario Torres al otro lado del teléfono, pidiéndome que lo ayudara con esta investigación, la envidia se desvaneció. De súbito afloró el sabueso que llevaba dentro, emergió, removiéndome las entrañas y dándome un toque de atención…, y solicité el alta. O quizá fue mi lacerado orgullo profesional el que se alzó en armas tras escuchar la conexión que el comisario Torres establecía entre esos crímenes y mi único caso sin resolver: el asesinato de Gonzalo Montero Pérez. Dicen los expertos que siempre hay un caso que deja una huella indeleble en un inspector de Homicidios, y ese fue el mío. El caso de Gonzalo me había marcado y quitado el sueño durante este largo año. Con él, la prensa me acribilló, se cebó conmigo. Bautizado como «El caso del asesino fantasma», durante meses tuve que oír verdaderas barbaridades que ponían en tela de juicio mi profesionalidad. Denominarlo «fantasma» fue una de tantas ocurrencias mordaces de la viuda de la víctima, que, en vista de la falta de avances, se dedicó a decir que la policía tendría que indagar en el más allá para ver si daba con el asesino de su marido. Cada día que salía, llorando y generando dudas sobre la gestión policial, los periódicos y los telediarios se llenaban de crueles titulares que salpicaban el buen hacer de la policía y, sobre todo, de mi persona, la inspectora de Homicidios Dolores Velázquez Romero, responsable de la investigación. No dar con el culpable de aquel violento asesinato hizo mella en mí y me condujo a la situación actual, a una crisis de identidad laboral y personal.
Pero ahora estaba aquí. Y había venido porque, según Torres, los dos asesinatos de Lagos del Pino estaban aparentemente relacionados con aquel que mermó mis aptitudes policiales. El comisario estaba convencido de que el asesino era el mismo, y por eso quería que yo estuviera al mando de la investigación: porque yo era quien más sabía del caso. Había estudiado las pruebas con tanto detalle que pagué un alto peaje, y mi alma y mi razón se vieron afectadas. Quizá por eso no me costó nada decidirme a venir, porque necesitaba curar mi infestada herida para dejar de sentir dolor.
«Solo puedes esperar a que la fastidien y aprovecharte de sus errores para dar con ellos».
La frase entró en mi mente como un rayo. Era una de tantas que le había oído decir al comisario Torres, y me aferré a ella con fuerza; no quería perder la esperanza. Dos crímenes en menos de un día eran mucho hasta para el asesino más hábil, o eso quería pensar yo. De seguro que esta vez el cabrón habría dejado algún cabo suelto que nos llevase hasta él, con el que poder arrestarlo y darle la justicia que requería. Porque desde que portaba la placa de inspectora de Homicidios no había visto una muerte tan cruel como la de Gonzalo Montero Pérez. Por eso no podía olvidarla, por eso sentía la imperiosa necesidad de atrapar a su autor. Había llegado el momento de cambiar aquel titular con el que casi me lapidaron, deseaba que los periodistas que tanto me dañaron escribieran: «Al fin ponemos rostro al fantasma y se encuentra entre rejas». Debía cogerlo, aunque fuera lo último que hiciera en mi vida.