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Mientras caminábamos para marcharnos del bufete, mis amplias zancadas evidenciaban lo indignada que me sentía. En general, mi cuerpo entero lo rezumaba. La desesperación estaba clavándome cientos de puñales por las entrañas, y tan enojada me encontraba, que no pude evitar dar un fuerte portazo al salir. Dentro del ascensor guardé silencio, no abrí la boca para nada, y eso que las palabras me estaban quemando el paladar. Pero en cuanto abandonamos el portal y pisé la calle, exploté.
—¡Joder, Bruno! —rugí furiosa—. ¿Te pasa factura la resaca o qué? ¿Por qué no me has apoyado?
—¿Y tú por qué lo has atacado? —me devolvió la pregunta, mostrando cierto cabreo.
—Primero lo ha hecho él —contesté, defendiéndome.
—Pero tú eres una profesional, representas a la ley, y lo que has hecho ha sido una estupidez supina.
—Ese tipo me ha sacado de mis casillas.
—Te ha provocado y tú has entrado en su juego; un error de principiantes, Lola.
—Vale, cierto, pero es que… —Resoplé.
—Mira, entiendo tus ganas por cerrar este caso y hacer justicia, sé lo que significa para ti resolverlo y lo mucho que la prensa te ha castigado por él, pero…
—Tú no tienes ni idea de lo que yo he pasado —le corté con gravedad.
—Desde luego que no, pero puedo hacerme una idea, y te aseguro que eso no justifica tu actitud. No puedes insultarle ni abalanzarte sobre él de ese modo, Lola —insistió, riñéndome—. ¿Sabes lo que has conseguido? Ponerle sobre aviso de nuestras intenciones.
—De acuerdo, sí —ratifiqué, vencida, reprendiéndome mentalmente—. Pero si tú me hubieras apoyado cuando le he enseñado la foto, si ambos le hubiéramos presionado con el parecido, igual habría caído en un renuncio.
—Sabes que no podemos afirmar que sea él. No tenemos pruebas.
—Claro que es él. —Subí el tono.
—Es cierto que el muchacho de la foto tiene cierto aire a él, pero de ahí a asegurar que son la misma persona hay un abismo, Lola. Esa fotografía no se admitiría como prueba, y lo sabes tan bien como yo, como lo sabe él. Reconoce que por eso mismo no lo has arrestado.
Tuve la intención de rebatirle. De hecho, las palabras se me quedaron colgando de la punta de la lengua, pero los labios no se atrevieron a despegarse para expulsarlas. No podía contradecirle, por mucho que me molestase; Bruno estaba en lo cierto.
—De acuerdo. —Resoplé, derrotada—. Pero es él, no me digas que lo dudas —insistí, dura en mi convencimiento.
—No te lo discuto, yo no estoy en tu contra. —Me miró con elocuencia—. Pero, como bien has dicho, hay que probarlo. Necesitamos pruebas y solo tenemos indicios.
—¡Puta mierda! —proferí airada, llevándome las manos a la cabeza, deslizándolas hacia atrás por mi coleta hasta reposarlas en la nuca.
—Voy a hacer una llamada, tenemos que averiguar todo lo que podamos sobre Roberto Santos Medina.
—De acuerdo. Yo voy a informar al comisario.
Saqué un cigarro de la cajetilla y me lo encendí con avidez. Las primeras caladas me supieron a gloria. Mientras marcaba el número de Torres, fumé de seguido, a una velocidad pasmosa, a la vez que una idea revoloteaba en mi cabeza causándome zozobra. En cuanto el comisario contestó, lancé la colilla al suelo y empecé a contarle todo. A Torres le faltó tiempo para decirme que la prueba de la fotografía estaba cogida con pinzas; cualquier abogado sería capaz de desmontarla en un par de segundos. No le rebatí, para qué gastar más saliva inútilmente. Aunque sí hice hincapié en pedir una orden de registro para su domicilio.
—No podemos, Lola. Necesitamos algo más sólido.
—Pero…
—No hay peros que valgan —me cortó.
—Señor, insisto, Roberto Santos miente. He percibido su nerviosismo con claridad, ha llegado a ponerse a la defensiva y en algún momento incluso me ha faltado el respeto. Sé que es él, comisario: mismo nombre, misma edad, sin contar el parecido con la foto. Todos los indicios lo apuntan a él. —Mi cabeza también empezaba a apuntarme otras cosas y sabía que debía examinarlas y tenerlas en cuenta.
—Vale, lo mantendremos bajo vigilancia. Veremos qué hace el señor Santos Medina en sus ratos de ocio —declaró con ironía—. Mandaré a Robles a cubrir la guardia. No os vayáis hasta que llegue él, pero sed discretos, no os quiero a la vista.
—Descuide, comisario.
En cuanto colgué, Bruno se acercó a mí.
—Los compañeros me han dicho que cuando tengan algo sobre Roberto Santos me llamarán.
—El comisario dice que no va a pedir una orden de registro hasta que tengamos pruebas más sólidas, pero lo vamos a tener vigilado. En un rato vendrá un compañero. Mientras tanto, Torres nos ha ordenado esperar pero sin que se note nuestra presencia.
—Muy bien. ¿Tomamos un café? —preguntó, señalando una cafetería que estaba en la acera de enfrente.
—Vale —contesté, y echamos a andar hacia ella.
Bruno abrió la puerta de la cafetería y me invitó a pasar. Nada más entrar tomé una honda bocanada de aire para aliviar la desazón que me corroía por dentro, pues la idea que se había despertado en mí no dejaba de pulular por mi sesera. Observé el moderno local; era de diseño vanguardista y muy agradable, decorado en colores negros y grises y con algún detalle en rojo. De pronto pensé en Germán, él adoraba el blanco y no opinaría lo mismo que yo. Germán. Su recuerdo se hundió en mi cuerpo y actuó como un bálsamo sobre la piel irritada; me alivió. Me sorprendió lo que sentí, llevaba un día sin verlo y ya lo echaba de menos. Germán paliaba mi tormento, mis frustraciones y dudas. Era comprensivo y sabía escuchar, tenía un aura magnética que me atraía sin remedio, y además era adictivo, como la droga. Porque, sin lugar a dudas y en un tiempo récord, me había hecho adicta a sus besos y caricias, a su piel morena y sedosa con aroma a brisa fresca, a su cuerpo y a su inteligencia. Germán. Un chute de él y podía olvidarme de todo. Alejé su recuerdo de mi cerebro; debía centrarme en el caso, solo en eso. Me ayudó el olor a café que inundó mis fosas nasales. Me encantaba ese aroma. Cerrando los ojos, lo aspiré en profundidad hasta notar que todos mis sentidos se activaban.
Un agradable camarero nos saludó y nos tomó nota, y en dos minutos ya teníamos nuestras tazas de café exprés entre las manos. Fue antes de dar el primer sorbo cuando la cara de Bruno me hizo intuir que quería decirme algo alejado de lo profesional.
—Lola, respecto a lo de anoche…
—Creí que ya habíamos finiquitado el tema esta mañana —lo interrumpí, pensando que mi intuición no se había equivocado.
—Necesito que me escuches, y será la última vez, te lo juro —declaró.
Tomé una gran bocanada de aire antes de claudicar.
—Adelante. La última vez, Bruno —le recordé, y no pude evitar que sonara a orden amenazante.
—Lola, lo que te dije anoche es la verdad, sigo enamorado de ti, por eso mi matrimonio no funcionó —susurró, clavando sus ojos en los míos—. Busqué formas para engañarme a mí mismo y terminé acallando mis sentimientos, aunque no pude anularlos. Con los años traté de reemplazarte y me casé con una compañera de profesión, pero no me enamoré de ella, era imposible porque seguía amándote de ti. —Suspiró con pesadumbre—. Nos divorciamos hace casi un año, y desde entonces no hago más que pensar en ti. —Esperó mi respuesta, pero yo me había quedado muda con su revelación—. ¿No vas a decir nada? —me preguntó.
—¿Y qué quieres que diga? ¿Piensas que contándome todo eso voy a caer rendida en tus brazos? —Lo observé confundida.
—No, por supuesto. Solo necesitaba que lo supieras, nada más —contestó, con un timbre que bordeaba la desesperanza y mirándome con una tibia angustia en los ojos.
—Y ya me lo has contado, Bruno —dije con templanza, y, apelando a su mirada, añadí—: Debes entender que ya da igual lo que pasó, lo que importa es que tu vida y la mía ya no tienen posibilidad de confluir. Permíteme un consejo: tienes que dejar de vivir de los recuerdos, debes anclarte a la realidad y afrontar de una vez que nuestro tiempo pasó. —Mis palabras no podían ser más sinceras; no había hablado yo, sino mi corazón. Bruno pareció comprenderlo y, sin separar los labios, agachó la cabeza. Cabizbajo, terminó asintiendo repetidas veces, dándome la razón. Me alivió esa respuesta, unida a su mutismo, que indicaba que el tema por fin estaba zanjado, pero a la vez sentí cierta inquietud que me pidió distancia, un poco de espacio para mí sola—. Y ahora, con tu permiso, voy a salir fumar, necesito un cigarro y un poco de aire. —Él permaneció callado y yo, compartiendo su silencio, me levanté. Arranqué a andar y, ligera, abandoné la cafetería.