9
LA comedia musical fue para mí una experiencia maravillosa.
Humphrey me acompañó hasta dejarme entre bastidores, cerca de donde aguardaban los actores para salir al escenario. Era un sitio único para ver el espectáculo. Fue una lástima que Sandra no pudiera venir.
—¿Cómo está Sandra? —me preguntó Humphrey en voz baja.
Se le veía preocupado. Se notaba en él una cierta inquietud, reflejada en sus ojos azules. Eso me llevó a pensar que las flechas de Cupido habían hecho blanco en él.
—Seguro que no es más que un enfriamiento que le va a durar veinticuatro horas. Mañana se encontrará perfectamente recuperada.
—Así lo espero, porque tenemos una cita. Voy a llevarla a ver la Cueva de la Vaca Marina. A ella le encanta ese nombre.
—Humphrey, Sandra es una persona fabulosa, y te aseguro que sé lo que me digo.
—¿Piensas que alguna vez lo he puesto en duda?
Hizo girar la manivela de un extraño aparato, se encendieron las luces del escenario y vi a Matthew y a Ana al pescante de una calesa. Mientras ella cantaba, Matthew hacía restallar el látigo y gritaba unos «¡arres!» sonoros y apremiantes. No había caballo alguno. Humphrey tiraba de una cuerda que hacía que la calesa se desplazara por el escenario. Cuando el pequeño carruaje desapareció entre bastidores, Humphrey ayudó a Ana a bajar de él. Luego, y ahora ya a pie, los dos viajeros simulados de la calesa se dirigieron a un decorado que representaba la fachada principal de la casa.
—Es Tejas Verdes —susurró Humphrey—. Bonito, ¿no?
No se me escapaba detalle alguno de lo que pasaba en el escenario. No veía al público, pero pude oír sus risas cuando Ana acabó sus oraciones con un «de usted, respetuosamente». El mismo público se rio a carcajadas cuando una mujer de aspecto desagradable dio un puntapié a una cuna para acallar a un bebé que lloraba sin parar. Yo también me reí, aunque en el fondo me pareciera horrible la reacción de la mujer. La tuve a mi lado unos momentos después, y me sorprendió con una sonrisa amabilísima.
—¿Sabes una cosa? —dije, en voz baja a Humphrey—. Es desconcertante cómo los actores pueden ocultar su verdadera personalidad tras cualquier disfraz.
En el espectáculo se multiplicaron los bailes. Era divertido ver cómo los bailarines calentaban fuera del escenario. Desentumecían todos sus músculos, sobre todo los de las piernas. Aunque lo más interesante fue hablar con los niños que aguardaban para intervenir en la escena de la escuela. Una chica que llevaba un gran lazo color violeta en el pelo sabía que yo había estado en Tejas Verdes. Me dijo que todo el mundo se preguntaba por la misteriosa desaparición de Cole.
—Un tío tan guapo no puede estar nunca enfermo —dijo con una risita—. Me imagino que se habrá fugado con alguna mujer rica.
—¿Quién asesinó a la señorita Martin? —me preguntó un chico con aire de mucho misterio.
—Esa noche había mucha gente en la casa —le respondí, encogiéndome de hombros—. Aunque, evidentemente, tuvo que ser una de las personas que se encontraban allí.
En ese momento alguien me dio un golpecito en el hombro. Levanté la vista. Era Cameron, de Scotland Yard, aunque ya no parecía él. Tenía una cara tan rechoncha como siempre. Pero habían desaparecido su gran bigote y las gruesas cejas. Se había transformado, como por arte de magia, en un simple granjero, tocado con un sombrero de paja.
—¿Te diviertes? —me preguntó. Luego, sacó un tirachinas que llevaba el chico en el bolsillo y me apuntó con él.
—Es imprudente apuntar a alguien con cualquier arma —me sonreí y di un paso atrás—. Es la frase que repite machaconamente mi padre, oficial de policía.
Se miró un rato y luego se alejó. Casi a continuación lo vi en el escenario, cantando y bailando con todos los demás actuantes, en una escena campestre multitudinaria. Al caer el telón, el teatro se vino abajo por los aplausos. Cuando cesaron estos, empezaron a oírse las animadas conversaciones de las personas que se dirigían al vestíbulo durante el descanso. Al terminar la representación, pensaba reunirme en seguida con Makiko y su padre, pero Humphrey me invitó a ir a hablar con los actores.
Unos cuantos charlaban animadamente, en grupos, en el gran vestíbulo. Otros descansaban en sus camerinos. Me sentía un poco fuera de lugar. Pero Humphrey me presentó a algunos. Otros me saludaron amablemente con un gesto de la mano.
—Te recuerdo de Tejas Verdes —se dirigió a mí el hombre que interpretaba a Matthew—. Fue una noche horrible. La señorita Martin no gozaba de grandes simpatías entre nosotros, pero era una buena profesional —se acercó a un espejo para ver cómo estaba su maquillaje—. Me he quedado con su gato.
—¿Sí? ¿El siamés?
—Sí. Oí un anuncio en la radio y fui en seguida al apartamento de esa chica. El gato está ahora instalado cómodamente en mi casa.
—¡Qué alivio! Me había preocupado mucho por él. Intenté llevármelo, pero mis padres me dijeron que ya había metido en casa demasiados animales extraviados.
Pareció que Matthew quiso decirme algo, pero de repente se quedó callado. Se produjo un silencio general. Tanto que llegué a pensar que sería porque yo había dicho algo inconveniente. Todos se volvieron para mirar hacia el vestíbulo. Oí silbar en algún sitio y en seguida se produjo un prolongado «¡psssss!» al que siguió una airada discusión en voz baja. No tenía ni la menor idea de lo que pasaba. Humphrey se dirigió a toda prisa hacía el vestíbulo y yo le seguí.
Cameron, de Scotland Yard, se hallaba a la puerta de un pequeño camerino. Se le veía tan enfadado que tenía el rostro congestionado. Se alejó del lugar, con muestras de una gran indignación. Me acerqué al camerino. Lo ocupaba Breanne, con los ojos arrasados en lágrimas.
—No lo sabía —le dijo a Humphrey—. Jamás lo había oído.
—No te preocupes, Breanne. Los a-a-actores son muy supersticiosos.
—¿Qué ha pasado?
—Los a-a-actores nunca silban en el camerino. Dicen que a-a-acarrea mala suerte. Ya es bastante con lo de la señorita Martin. No queremos que le ocurra a-a-algo a nadie más.
—No soy actriz —me dijo Breanne al verme—, sino cantante profesional. Este es mi primer trabajo en un escenario. Nunca había oído hablar de esa superstición. Lo hice porque estaba muy nerviosa y quería tranquilizarme.
—No te preocupes —traté de animarla con una sonrisa—. Todo irá bien.
Una voz anunció por los altavoces que el descanso iba a terminar dentro de tres minutos. Breanne se arregló el maquillaje y salió de su camerino. Humphrey cogió del tocador un pequeño recipiente que contenía sal.
—A-a-algunos cantantes se ponen un poco de sal en la lengua a-a-antes de cantar para a-a-aclararse la voz —al dejarlo en el tocador, se le cayó al suelo. Vi, horrorizada, cómo se desparramaban por el suelo los cristales blancos. Me puse de rodillas inmediatamente.
—¡Ayúdame, Humphrey! Arroja un poco de sal por encima de tu hombro izquierdo —es lo que hice yo tres veces. Humphrey se agachó a mi lado e hizo lo mismo—. Silbar antes y ahora la sal… —me lamenté con voz en la que se transparentaba mi terror—. Es horrible.
—Sólo los supersticiosos se asustan de una cosa así.
—Puede que tú no lo seas, pero yo, mucho.
—A-a-asegúrate de que la tapa esté cerrada, no sea que vayamos a tener otro a-a-accidente.
En la mesa, bajo el recipiente que contenía la sal, había una nota escrita con letras tan grandes que casi sin quererlo me enteré de lo que ponía en ella, mientras me aseguraba de que la tapa estaba bien cerrada. Buen caballo desembarcó hoy en North Lake.
—Humphrey, ¿cuál es el puerto adonde llevan el atún?
—North Lake. ¿Por qué?
—Bueno, por nada.
Desconcertada, casi angustiada, me fui con Humphrey a mi sitio entre bastidores. La comedia se reanudó con una bonita canción de los niños sobre sus vacaciones de verano. Pero apenas le presté atención. Humphrey notó mi preocupación, porque se dirigió a mí en voz baja:
—¿Te sientes deprimida? Te diré lo que hacían a-a-algunos compañeros para animarme cuando yo era a-a-actor en Toronto. Salía del escenario y tenía quince segundos para cambiarme y ponerme un uniforme militar con unas botas enormes. Ellos las llenaban de a-a-agua y yo tenía que salir a cantar chapoteando, mientras a mi a-a-alrededor se formaba un gran charco.
—¿Y tú vas a gastarme alguna broma parecida para animarme? —me reí—. De acuerdo, prometo no preocuparme —me aproximé al escenario y seguí, con ligeros golpecitos del pie contra el suelo, una espléndida canción.
Luego me reí, totalmente relajada, al ver la brillante actuación de Katie, cuando representó la escena en que Diana Barri se emborracha, por equivocación, al beber licor de frambuesa. El público se divirtió muchísimo con la escena en que Diana lamía el licor derramado en el mantel y se subía a la mesa para apurar la botella en el momento preciso en que entraban las señoras de Avonlea.
Me emocioné al escuchar la ovación que el público dedicó a Katie cuando terminó la representación y salieron los actores al proscenio a saludar.
—¡Qué pena que no haya estado Sandra! —le dije a Humphrey. Me dejé llevar por la imaginación. En ella me sentía toda una actriz. Me ovacionaban largamente y gritaban, presos de histeria, «¡Bravo!», mientras me entregaba un ramo de flores la estrella que, aquejada de laringitis, había tenido que ser sustituida por mí. Luego, cantaba de nuevo el número final de Ana. Y para terminar, me veía rodeada de entusiastas admiradores que me ofrecían sus cuadernos para que les firmara autógrafos.
—Vamos, preciosa soñadora —Humphrey me dio un codazo—, que he prometido a-a-acompañarte al paseo.
—¡Ha sido una noche fabulosa! No sé cómo agradecértelo.
—El placer ha sido mío, Austen —dijo él—. Has dado un poco de a-a-alegría a mi vida.
—¿Por qué no te vas a vivir a Winnipeg? Seguro que a Sandra no le importaría.
—Bien, nunca se sabe lo que puede pasar —me hizo un guiño—. Pero ni una palabra a ella.
—Seré como una tumba sellada, créeme.
Deseaba con toda mi alma contárselo a Makiko, pero una promesa era una promesa. Tuve que limitarme a soñar despierta. Me imaginaba la cara de felicidad que pondría Sandra cuando recibiera su anillo de compromiso.
—¿Verdad que ha sido algo de una belleza increíble? —exclamé, cuando llegaron Makiko y su padre al paseo.
Les conté detalles de lo que había vivido entre bastidores. Pero cada vez que miraba al señor Tanaka, me acordaba de la nota que había visto en el camerino de Breanne. Aquel recuerdo me intranquilizaba. Por eso me alegré cuando se marchó al hotel Shaw después de que Humphrey se ofreciera a llevarnos a casa.
Makiko había aceptado mi invitación para dormir en Parkview Farm. Pude hablar con ella a mis anchas mientras tomábamos un batido de chocolate, hasta que llegó Aarón del acto celebrado en la iglesia. Fue una lástima que también se invitara a sí misma Sabrina, la princesa en sandalias. No salió a relucir la apuesta de los veinte dólares, pero estropeó la noche con su monólogo sobre su niñez en Ontario. Al final tuvo que cortarla Humphrey.
—No dudo que todo eso sea muy interesante, señorita Sabrina, pero me gustaría preguntarle a Liz cómo van sus investigaciones policiacas —se volvió hacia mí—. Necesito que me a-a-aconsejes. ¿Crees que debería a-a-avisar a la policía sobre una cuchara ennegrecida que vi en la taquilla que Cole tiene en el teatro?
—Yo creo que sí. Mi padre me ha hablado más de una vez de que los drogadictos ponen la heroína en una cucharilla y luego la calientan con una llama.
—Eso me han a-a-asegurado.
—También se emplea otra palabra para referirse a la heroína —añadí, y procuré evitar la mirada de Makiko—. Caballo.
—Buenas noches a todos —Sabrina se levantó bruscamente.
—Oye —se dirigió a ella Aarón—, no has terminado de comer.
—¿Por qué no te lo tomas tú, querida? —Sabrina me miró sonriente—. Puede que así mejores tu figura.
Su desagradable comentario me molestó de veras, pero vi que se acercaban Breanne y su marido y no quise perder la compostura. Era mejor olvidarlo. Se sentaron, contentos al ver que todos dábamos mil parabienes a Breanne por su actuación.
—¿Te fijaste en que llevaba los ojos iguales esta noche? —me preguntó—. Encontré mis lentillas —sacó una cajita con un bonito dibujo en la tapa y la abrió. Dentro había dos diminutas lentillas azules—. He traído las de repuesto por si acaso. No podría haber representado el papel de Marilla si no hubiera visto bien. Aunque quizá hubiera estado más tranquila al no haber visto al público.
—Con todos mis respetos a la memoria de la señorita Martin —dijo Humphrey—, debo decir que con su a-a-actuación la ha superado en el papel de Marilla —mientras Breanne rebosaba de satisfacción, se dirigió a mí—: Ojalá pudieras resolver ese a-a-asesinato, Liz.
—¿Hablas en serio, Humphrey, o todavía piensas que necesito la ayuda de mi hermano?
—Me a-a-arrepiento de mis comentarios a-a-anteriores. Estaba equivocado respecto a ti.
—¡Gracias! —animada por aquella confesión de Humphrey, volví al tema del asesinato—. ¿Sabes una cosa? —dije a Makiko—. No hemos vuelto a Tejas Verdes para investigar.
—La policía ha registrado la casa hasta el último palmo, de arriba abajo.
—No lo dudo, pero ¿ha hecho lo mismo fuera, en los alrededores de la misma? El asesino pudo perder algo en la hierba o en el bosque. ¿Sabías que mi padre es oficial de policía? Hoy me ha llamado por teléfono y me ha hablado de un caso que acaba de resolverse gracias a que alguien encontró un clavo pequeño entre unas flores. Eso es lo que me ha dado la idea —me animaba visiblemente—. ¿Sabes qué te digo? Creo que voy a ir esta noche a echar un vistazo. ¡No puedo esperar a mañana!
—¿Y la oscuridad?
—No te preocupes. Estaremos juntas —me dirigí a Aarón—: ¿Quieres venir?
—Claro, pero ¿qué vamos a buscar?
—No lo sé en este momento. Puede que una cartera o incluso algo más pequeño todavía —me dirigí a Humphrey—: ¿Quieres venir tú también?
—No puedo. Lo siento. A-a-aún me quedan a-a-algunas cosas que hacer entre bastidores —habló a Breanne—. ¿Podrías dejar a las chicas en Cavendish a-a-al volver a casa?
—Desde luego —le contestó ella. A continuación, me dijo, frunciendo el ceño—: Creo que tu idea es una locura. Aguarda al menos hasta mañana —al ver que yo no respondía, hizo un gesto negativo con la cabeza—. Muy bien, pero puedes meterte en líos.
Nunca habría podido cruzar sola el cementerio. Las lápidas proyectaban sobre la hierba sus sombras a la luz de la luna. Además, animales invisibles llenaban aquel recinto de ruidos extraños.
—Esto es aterrador —susurré—. Menos mal que habéis venido conmigo.
—No te preocupes —me tranquilizó Aarón—. Hasta ahora sólo he sufrido un ataque cardiaco sin importancia.
—Liz-san, tengo mucho miedo.
—Oye, que has cambiado mi nombre —miré a Makiko.
—La amistad se hace más fuerte —asintió.
—¿Me llamarás algún día Liz a secas?
—Eso espero, pero sólo cuando ser verdaderamente amigas del alma.
—Si sobrevivimos a esto —miré hacia el bosque tenebroso—, nos unirá de verdad un vínculo para toda la vida.
Al salir del cementerio, contemplé la vieja cabaña y los árboles que nos rodeaban. Mientras avanzábamos con mucho sigilo por el sendero en medio de la oscuridad, los ruidos de la noche sonaban de forma extraña.
—¿Verdad que estamos completamente locos? —pregunté en voz baja—. ¿Deberíamos abandonar?
—Sí, estamos locos —contestó Aarón—. Pero no, no vamos a abandonar.
No hacía más que mirar hacia atrás y di un brinco al oír el crujido de una rama al romperse bajo uno de los pies de Aarón.
—¿Recordáis que Ana creía que este bosque estaba encantado? Decía que poco antes de que ocurra una muerte en una familia, se pasea por él de noche una señora, que se retuerce las manos y lanza gemidos lastimeros.
—Por favor, Liz-san, no traer esos recuerdos ahora.
—Hay también un hombre sin cabeza, y esqueletos —me estremecí—. ¿Y si nos encontramos el espíritu de la señorita Martin?
—¡Basta ya! —ordenó Aarón, a quien todos aquellos comentarios le iban poniendo también nervioso.
—Lo siento.
El bosque se aclaró poco a poco. Cuando menos lo esperábamos, nos encontramos con la casa, iluminada por la claridad de la luna. Mientras subíamos la cuesta que llevaba a Tejas Verdes, casi esperaba ver a Ana saludando a Diana desde la ventana de su dormitorio. De repente, Makiko me sujetó por el brazo.
—¡Peligro!
Miré hacia la casa y divisé una sombra de límites imprecisos en el momento en que desaparecía tras una esquina.
—¿Quién está ahí? —grité—. Le hemos visto.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —susurró Aarón.
—Seguir adelante —respiré profundamente.
—Ganbatte —era la palabra de Makiko, para decirme que estaba de acuerdo conmigo.
Cruzamos bien juntos el césped, para mirar en la esquina de la casa.
—¿Y el pozo? —sugerí en voz baja—. Es un buen sitio para esconderse. Debemos echarle una ojeada —levanté la linterna que habíamos pedido prestada en Parkview Farm. Esperaba que no nos fallaran las pilas. Seguimos la dirección que nos señalaba su débil resplandor amarillento, nos aproximamos con mucha cautela al pozo y miramos dentro.
—Nada —dijo Aarón—. ¿Qué hacemos ahora?
—¿Crees que esa persona está dentro? —miré en dirección a Tejas Verdes.
—Lo dudo. Habría funcionado el sistema de alarma.
—¿Quién era, entonces? ¿Un partidario de emociones fuertes?
—Puede que sí y puede que no —contemplé la masa oscura de árboles y arbustos, consciente de que cualquiera, desde allí, podría estar viéndonos en aquel mismo momento—. Salgamos de aquí y sigamos buscando —examinamos despacio la zona de césped hasta que mandé hacer un alto—. Esto no nos lleva a ningún sitio; usemos la cabeza. Si al asesino se le cayó algo, debió de ser en un sitio donde la policía no haya podido encontrarlo.
—¿En el pozo? —insinuó Aarón.
Volvimos a él y Aarón se asomó al brocal. Como no era un pozo de verdad, sino una simple imitación, había poca altura hasta una rejilla de hierro en el fondo. Aarón bajó y la examinó cuidadosamente con ayuda de la linterna. Ni rastro de cosa alguna que pudiera ser interesante.
—Está bien —dije, mientras le ayudábamos a salir—, y ahora ¿qué?
—Liz-san, tengo teoría. Estoy segura que policías han buscado en todas partes, pero policías son corpulentos. Nosotras, delgadas. ¿Habrá sitio para mirar donde sólo quepa cuerpo pequeño?
—Buena idea, Makiko —recorrí con la vista el exterior de la casa a la débil luz de la linterna—. Nada en la parte de atrás. Veamos el otro lado.
Junto a la puerta principal crecían unos tupidos arbustos espinosos. Me pinché en la mano al intentar apartar unas ramas. Makiko se arrodilló.
—Yo soy más delgada y puedo entrar por debajo.
—Ten cuidado.
—No preocuparte.
Makiko se coló con cierta dificultad por el pequeño hueco que había entre la tierra y el arranque de los arbustos. Cuando desapareció dentro, miré intranquila hacia las sombras negras de los árboles, y me pregunté si nos estaría viendo alguien. Oí a Makiko refunfuñar entre dientes a causa de la linterna, y, unos segundos después, una exclamación triunfal.
—¡Liz-san! Hay algo enganchado en ramas. Por favor, mueve arbusto.
Aarón apoyó un pie en una gruesa rama y la sacudió con fuerza. Un minuto después salía Makiko cubierta de polvo y tierra, pero con una cara radiante.
—¡Es pista! Tengo la seguridad —en su mano llevaba un estuche de plástico—. Color negro lo hacía invisible en arbusto, pero linterna reflejar letra plateada.
—Parece una I. Quizá sea la inicial de alguien.
—Eso es un estuche de lentillas —aseguró Aarón—. Ábrelo.
Dentro había dos huecos, marcados con las palabras derecho, izquierdo. Creí que estaban vacíos, hasta que la luz de la linterna se reflejó en las diminutas lentillas colocadas en cada hueco.
—¡Mirad! —exclamé—. Aquí aparece el nombre de la óptica que las vendió y también el número de serie. Seguro que la tienda podrá informar a la policía de a quién pertenecen las lentillas.
—Es cierto —afirmó Aarón—, pero a lo mejor se le cayó el estuche a un turista. Podría llevar ahí años.
—Pero no tiene polvo. ¡Buen trabajo! —sonreí a Makiko.
—Es sólo…
Se quedó cortada en el momento en que unos potentes rayos de luz iluminaron la noche. Nos volvimos hacia la carretera, vimos la luz deslumbrante de unos focos y escuchamos un portazo.
—Liz —se oyó una voz—. ¿Estás ahí?
—Claro que estamos, Alvin. Makiko acaba de encontrar un estuche de lentillas. Dentro aparece el nombre de la óptica y el numero de serie, así que la policía podrá encontrar al propietario. ¿No es magnífico?
—Evidentemente, pero es tarde —apareció Alvin delante de los focos, y agitó una mano—. Vamos. Mañana podrás llevar el estuche a la policía, pero ahora tienes que irte a la cama. No debimos dejarte venir aquí cuando nos pediste la linterna.
—Pero ha valido la pena —dije, mientras nos dirigíamos a su camioneta—. ¡Este hallazgo hace que el asunto tome un giro absolutamente nuevo!