8
NOS costó un buen rato recuperarnos del susto que habíamos pasado. Ni siquiera los batidos que nos tomamos mientras pensábamos en el extraño comportamiento de Jeni nos sirvieron de mucho. Cuando esa tarde nos recogió Katie para la cena en la iglesia de Santa Ana, aún seguíamos desconcertadas.
Venía con ella su hermana, mi entrenadora, que estuvo callada la mayor parte del trayecto. Se la veía disgustada porque Humphrey no había podido venir con nosotras. Mientras pensaba que sería trágico que a Sandra se le desgarrara el corazón, miré por la ventanilla y vi un caballo blanco. Conté rápidamente hasta siete y escupí en mi dedo meñique. Makiko me miró con cara de asombro.
—¿Qué haces?
—Lo mismo que siempre que veo un caballo blanco.
—¿Cómo sabes que superstición funciona?
—Aún estoy aquí, ¿no? Y eso ya es algo, después de lo que ha sucedido en la iglesia —me incliné hacia ella y le susurré al oído—: Quizá sirva para ayudar también a Sandra.
Sonrió y noté que empezábamos a sentirnos mejor. Hice que se fijara en las pequeñas casetas de madera que había a la entrada de los caminos que conducían a las granjas. Le expliqué a Makiko que eran para que los niños se refugiaran en ellas cuando el tiempo era malo, mientras esperaban que los recogiera el autobús escolar. Katie nos habló del primer coche que hubo en la isla.
—Aquí el coche es algo no demasiado bien visto. En muchos sitios está prohibida su circulación. Sus dueños tienen que remolcarlos con un caballo hasta que llegan a una carretera en la que se les permite circular.
Sandra nos contó algunas anécdotas llenas de gracia que le habían sucedido con su horrible coche. Aún seguíamos riéndonos cuando avistamos la iglesia de Santa Ana, que se levantaba en la ladera de una colina algo distante.
—¿Por qué langosta? —preguntó Sandra—. En mi iglesia no se sirven comidas.
—Las mujeres iniciaron la costumbre, hace años, para pagar la hipoteca de la iglesia. Pero la idea tuvo tal éxito que continuaron con aquella iniciativa para recaudar fondos para distintos fines.
—Esto es como haber obtenido un permiso para imprimir billetes de banco —comenté—. Oye, entrenadora, a lo mejor quieren patrocinar nuestro equipo. Podríamos ponernos el nombre de «las invencibles langostas de Manitoba».
—Lo tendré en cuenta, como diría mi madre —me respondió Sandra, con una sonrisa franca; una forma fina de decir «ni hablar».
En cuanto nos sentamos en una mesa de una esquina, se nos acercó una chica sonriente.
—Hola, soy Sherry, su camarera, y…
—Yo soy Liz, su cliente, y estas son unas amigas.
—Me complace darles la bienvenida a la cena de langosta de Santa Ana —Sherry me miró de una forma extraña antes de continuar—. Volveré en seguida para tomar nota de lo que desean.
—Piensa que somos unos bichos raros —dije en voz baja cuando ella se marchó.
—¿Que somos unos bichos raros? —comentó Sandra—. Hasta ahora, la única que ha hablado has sido tú.
—Sólo para divertirme —me fijé en la multitud de parejas jóvenes, familias con niños, ancianos y mesas muy largas ocupadas por turistas—. Dejan entrar a cualquiera —dije en voz baja—. Fijaos en ese tipo que está cerca del órgano.
De espaldas a nosotras había un hombre rechoncho, de barba desaliñada, que comía langosta y bebía café a tal velocidad, que me pregunté si se estaba desquitando de un ayuno de treinta días.
—¡Oye, Makiko! Quizá ese tipo sea la verdadera Mamá Gertrudis —dije de repente.
—¿Quién? —preguntó Sandra.
Me encogí de hombros y me callé. No quería preocupar a Sandra con el relato de nuestra aventura de Charlottetown. Cuando regresó Sherry, todas pidieron langosta, excepto yo.
—Tomaré un filete con patatas, pero sólo si son las famosas patatas de la isla.
—Se lo garantizo, señora.
—¡Señora! —se rio Sandra con todas sus ganas cuando se retiró la camarera—. Debe de pensar que eres una jubilada disfrazada o alguna persona absolutamente extraña.
Sin hacer caso de las risitas de las otras, seguí con las palmas una pieza de claqué ejecutada al órgano, que había solicitado alguien de Carolina del Norte. Cuando llegó Sherry con nuestros platos, se me hizo la boca agua.
—La langosta tiene un aspecto fabuloso. Hay también mantequilla fundida para rebozar en ella los trozos de langosta. Creo que me he equivocado al pedir carne.
—Puedes tomar un trocito de la mía, Liz —se rio Katie, mientras se anudaba la servilleta al cuello en forma de babero.
—Estupendo, pero me gusta ser equitativa. Te regalo todos los nabos que me han servido con la carne.
Me impresionó la habilidad de mi entrenadora para arrancar las pinzas de la langosta, partirlas y sacar la carne de dentro con una especie de tenedor largo y estrecho.
—¡Madre mía! —dijo, y puso los ojos en blanco—. ¡Está deliciosa!
—Esa pobre langosta seguramente se pasearía ayer mismo por el fondo del océano, sin ningún problema, escucharía pacíficamente su Walkman y pensaría salir a la playa para darse un garbeo por ella. En lugar de eso, la despedazas. ¿Cómo puedes hacer eso, Sandra?
—Y eso era una vaca —miró mi filete—, que hace no muchas horas rumiaría tranquilamente al sol —sonrió, me dio un poco de langosta y le preguntó a Makiko—: ¿Cómo está la tuya?
—¡Riquísima! Japoneses comen cola de langosta cruda con soja y wasabi, pero cocida también buena —a continuación añadió, y se dirigió a mí—: Cuando visitar Japón, viajar en famoso tren bala. En estaciones servir ekiben, comida en caja. Pescado y vegetales y arroz con ciruelas amargas. Muy delicioso.
—Querrás decir muy sabroso —mientras comía el trozo de langosta, me fijé en la gente que llenaba el gran salón y vi a una hermosa pelirroja en la entrada—. Eh, ahí está Breanne. Quizá quiera unirse a nosotras.
Le hice señas con la mano, pero no me vio. Se le acercó una camarera, pero ella se limitó a hacerle un gesto negativo con la cabeza. Se mordió una uña y miró al organista. Supuse que esperaría a que su marido aparcara el coche. Pero ocurrió algo extraño. El hombre de la barba y la camiseta raída se levantó de la mesa y le dijo algo a Breanne. Ella asintió con la cabeza y salieron los dos fuera.
—Ahora vuelvo —dije.
—¡Liz! —exclamó Sandra—. ¿Qué pasa?
—Te lo diré dentro de un minuto.
Cuando llegué al aparcamiento, vi a Breanne y al barbudo. Estaban de pie junto a un coche que me resultó familiar, quizá porque una de cada dos personas de la isla tenía un coche de esa marca. En un principio pensé que sería de ella, pero estaba tan sucio que tenía que ser de él. Como para demostrarme que estaba en lo cierto, metió el brazo por la ventanilla abierta y sacó algo que brillaba a la luz del sol.
Una impresionante, larguísima jeringuilla hipodérmica. La escena me pareció tan aterradora que retrocedí hasta el muro de la iglesia. El hombre le habló a Breanne y ella negó airadamente con la cabeza. En ese momento se abrió la puerta de la casita antigua y salió de ella un sacerdote de pelo blanco y gafas. Llevaba un perro de Terranova de color castaño, que echó a correr hasta el aparcamiento para hacer fiestas a Breanne y al hombre. Como no le hicieron caso, continuó su camino hasta donde yo estaba, y me arrodillé para acariciarle la cabeza.
—Creo que le gustas a Belle —se me acercó el sacerdote sonriente.
Me preguntó de dónde era. Me aseguró ser un gran admirador del equipo de hockey de Winnipeg. Mientras hablábamos, oí el rechinar de unos neumáticos y vi salir del aparcamiento a Breanne en un bonito deportivo. Segundos después la siguió el barbudo en su coche cochambroso.
—Eso es un auténtico quemador de aceite —comentó el sacerdote, mientras se fijaba en el coche, que se alejaba dando tumbos por la verde campiña—. La gente debería cuidar mejor sus cosas.
—Usted desde luego trata con esmero a Belle. Es una belleza.
—Gracias, jovencita —mantuvo la puerta abierta para que pasara y entramos—. Disfruta con la langosta, pero deja sitio para el postre.
Era un buen consejo. Las demás ya estaban dando buena cuenta de la tarta de fresa.
—Es nata batida auténtica —me informó Katie, que me dio a probar un poco mientras esperaba a que Sherry anotara lo que deseaba como postre. Me incliné hacia las otras y les conté lo que había presenciado.
—¿Una jeringuilla? —preguntó Sandra—. ¿No la emplean los que se inyectan heroína?
—Es lo que yo pensé. Ese tipo de la camiseta raída me pareció que era de los que «asan» la droga.
—¿Pero Breanne? Seguramente…
—Sé que es raro, pero es lo que he visto.
—¿Debemos avisar a la policía?
—Desde luego que no —aseguró Sandra, ante las dudas de su hermana—. No hay ninguna prueba. Esas jeringuillas tienen muchos usos en medicina. Puede que ese hombre sea médico.
—¿Un zafio como él?
—¿Es que necesariamente tendría que haber llevado bata blanca para comer langosta?
—Tienes razón. Será mejor que lo olvides, Liz —me aconsejó Sandra.
Miré a Makiko, pero mi amiga era una persona excesivamente educada como para disentir de ellas. Me sumí en un silencio muy cercano al abatimiento hasta que terminé el postre. Luego sucedió algo, fuera ya de la iglesia, que me hizo sentirme aún peor. Mientras cruzábamos el aparcamiento, vi bajar de un coche a Sabrina, la mujer de las sandalias, que se autodenominaba princesa. Iba acompañada por un hombre de aspecto desagradable, que llevaba chaqueta negra de cuero y al que Sabrina presentó como hermano suyo. Hubo un momento tenso al pedirme que le pagara los veinte dólares que según ella le debía por no haber adivinado su edad. Me limité a marcharme sin hacer comentario alguno. Eso, desde luego, no contribuyó a mejorar mi estado de ánimo. Subí al coche de Katie, deprimida y decepcionada.
Sabía que había sido testigo de algo importante en Santa Ana, pero ¿de qué? Me volvía loca estar tan cerca de la verdad y, no obstante, tener la sensación de encontrarme a leguas de la respuesta.
El sol calentaba tanto al día siguiente que le dije a Alvin que rompiera unos huevos a ver si se hacían sobre la chapa de su furgoneta. No pareció hacer caso de la broma. En vez de eso, Eleanor propuso cocer unos huevos en la cocina e irnos de excursión a la playa. Como me pareció una idea excelente, llamé por teléfono a Makiko y a Aarón para quedar en un sitio.
La cesta de la comida era pesada. Tuve que cargarla en la bicicleta de la granja y me dirigí hasta Cavendish. Jadeaba por el esfuerzo del pedaleo, y por el calor que parecía querer derretir el asfalto de la carretera. Al norte de la ciudad divisé las dunas cubiertas de hierba que dominaban la playa, como si fueran cabezas de gigantes de cabellos verdes desgreñados, que se asomaban curiosos al mar. El aroma salado del océano me hizo cosquillas en la nariz mientras empujaba la bicicleta por unas escalinatas de madera y por las dunas.
Había mucha gente en aquella playa que parecía extenderse hasta el infinito. Por eso parecía estar vacía. No pude llegar a ver con claridad el extremo de la playa en ninguna de sus dos direcciones. El mar era de color azul fuerte y se extendía hasta el horizonte, donde parecía que dos barcos iban a precipitarse al abismo por aquel precipicio imaginario y lejano. Decidida a tomar un baño, extendí la toalla y me erguí en el momento preciso en que apareció Aarón sobre las dunas.
—¡Es un sitio fabuloso! ¡Qué suerte tienes de vivir aquí!
—Quizá —se sonrió—, pero, sin duda, tú haces que el paisaje sea aún más bello.
—Eres un adulador —me limité a decirle, al mismo tiempo que me sonreía—. Espero que no tarde Makiko. Su padre va a traerla en coche.
—Una chica con suerte. No me la imagino viniendo del hotel Shaw en una bicicleta como esa.
Sonreí mientras miraba mi bicicleta, pintada de un amarillo fluorescente, que formaba unos dibujos extraños.
—Algo raro, ¿verdad? La pintó así uno de los chicos de la granja para el desfile del Día de Canadá. Me olvidé de preguntarle si consiguió algún premio.
Abandonamos la arena ardiente en dirección a la línea de la playa donde rompían las olas. Nos zambullimos en una enorme. Durante unos instantes se produjo a mi alrededor un silencio espumoso. Luego salí a la superficie y me quité el agua salada de los ojos.
—Esto es estupendo —grité, y me sumergí una y otra vez hasta que mis pulmones parecieron a punto de estallar.
Me quedé luego flotando un rato, con la cara al sol. Fue un momento de suprema felicidad, algo que jamás hasta entonces había experimentado.
Poco después se reunió con nosotros Makiko y permanecimos largo rato en el agua. Cuando salimos, teníamos la piel arrugada y los labios amoratados. Mientras nos secábamos, vi un animal diminuto que avanzaba a saltitos por la playa. Me incliné para verlo mejor.
—Es una pulga de playa —dijo Aarón—. Debe de estar hambrienta, porque normalmente permanecen escondidas en la arena hasta la noche.
—¿Quiere nuestra comida?
—No, sólo come algas. Una pena para ellas, ¿no?
—En Japón, algas son alimento apreciado. Alargan la vida y buenas para la salud.
—Eso he oído —comentó Aarón. Abrió la cesta y olisqueó como un gato—. Huele bien, pero no oigo el chisporroteo de las hamburguesas al freírse.
Me reí, extendí sobre una manta el banquete que nos había preparado Eleanor, y en seguida la emprendimos con él.
—¿Sabéis una cosa? —habló Aarón entre dos bocados—. El mar parece vacío, cuando en realidad está lleno de vida. En cierta ocasión acerqué el dedo a la boca de una medusa y dejé que me mordiera.
—¿Te hizo daño?
—Son unos animales muy ingeniosos, ¿sabes? —hizo un gesto negativo con la cabeza a mi pregunta—. Si se las parte en trozos, cada uno de ellos se convierte en una nueva medusa, igual que pasa con esas películas de monstruos en las que cada ser de esos se multiplica y amenaza con apoderarse del mundo —sonrió y añadió con voz profunda—: Y sólo Austen la Grande puede salvar la civilización.
—¡Es verdad! —intervino Makiko con mucha animación—. Austen-san resolverá enigma de Tejas Verdes.
—Lo resolveremos juntas —le aseguré, y luego miré tímidamente a Aarón—. ¿Te gustaría ayudarnos?
—Ya lo creo que sí —se zampó un gran trozo de tarta de chocolate y se echó hacia atrás suspirando—. ¿Sabes cuál es mi comida preferida? Ostras. Las abres y las tragas como si fuera un huevo crudo.
—¡Uf!
—Espera a probarlas, Liz —miró al mar, y tuvo que protegerse los ojos del sol—. Es difícil imaginarse una gran tormenta en esta costa, ¿no creéis? Sin embargo, os aseguro que cuando se estropea el tiempo, el mar se enfurece de una forma increíble. Hace años, cientos de pescadores americanos se vieron sorprendidos en sus barcas por una tormenta que duró casi cincuenta horas. Muchos de ellos perecieron ahogados.
—¿Sucedió de verdad?
—Sí, pero ¿queréis que os cuente algo verdaderamente espeluznante? Vino un hombre para recoger los cuerpos de sus hijos y los subió a bordo de un barco que salía con destino a Maine. El capitán debería haber esperado a que pasara el temporal, pero estaba tan enfurecido con todas aquellas muertes, que quiso desafiar a la naturaleza. El barco se hizo a la mar y nunca más se supo de él.
—En esta isla hay demasiadas historias de fantasmas —me froté los brazos y luego le conté nuestra aventura en la iglesia.
—Es una iglesia muy especial —admitió Aarón—. Nuestro coro va a cantar allí mañana por la noche en un recital extraordinario. ¿Os gustaría ir?
—Claro, pero el horario es malo. Mañana vamos a asistir a la comedia musical.
—¿Y por qué no nos vemos después, en el paseo de la calle Queen? Os invito a un batido doble de chocolate y, quizá, también a una hamburguesa.
—No es mala idea —dejé resbalar la arena rojiza entre mis dedos y miré a un grupo de personas que colocaba una red de balón volea. En uno de los saques vi consternada cómo el balón iba a parar al lado de una figura conocida.
—¡Otra vez ese árbitro! No hace más que cruzarse en mi camino.
—Mi… el señor Lodge no es mala persona.
—¿Te juegas algo? Me expulsó del partido.
—Cuando te enfadas, estás más guapa —sonrió Aarón.
—Pero ¿qué está haciendo ese tipo? Se detiene junto a los diferentes grupos de personas. Algunas le dicen que no con la cabeza, pero otras asienten.
—Sí —dijo Makiko—. Y mira, por favor, Austen-san. Algunas dan dinero a malvado árbitro.
—Me gustaría haber traído unos gemelos. ¿Qué se trae realmente con esa gente?, ¿qué les da?
—Ves criminales en todas partes —sonrió Aarón—. Probablemente les venderá entradas para su museo sobre Maud. Es un hombre muy espabilado. Tienes que concederle algún mérito.
—¿Está museo en el campo? —preguntó Makiko.
—Sí —le respondió Aarón—, está fuera, en la carretera de la costa, pasado el almacén de Jake.
—¿Museo está en piso superior de casa habitada por malvado árbitro?
—Sí. ¿Has estado allí?
—Sí —respondió Makiko. Luego añadió tímidamente—: No ser buen museo. Muy decepcionante. Una silla donde quizá se sentó famosa Maud y una pluma, posiblemente suya. Muy decepcionante. No como lugar de nacimiento, donde vi juego de té de plata, autentico regalo de boda, o Park Corner, donde hombre me enseñó labor de tejido hecha por Maud.
—Él no deja de buscar recuerdos auténticos, pero se lo han llevado todo. ¿Habéis visto esa máquina de escribir que hay en Tejas Verdes, con la que Maud escribió sus libros? La ha solicitado varias veces, ya que tenerla sería una excelente adquisición para su museo, pero el Gobierno se niega a prestársela. No es justo, porque no necesitan la máquina de escribir para que la gente vaya a Tejas Verdes.
—¿Qué va a ser de la casa? —pregunté—. Está cerrada a causa de la investigación policiaca, pero ¿crees que volverán a abrirla? Puede que el Gobierno no quiera que vaya un montón de gente morbosa para ver la habitación en que murió la señorita Martin.
—¿En ese caso máquina de escribir iría a museo de malvado árbitro?
—Pudiera ser —vi que el árbitro se alejaba lentamente por la playa—. Me preocupa ese tipo. ¿Qué venderá a la gente?
—¡Heroína! —aseguró Makiko con una sonrisa.
—Probablemente no, pero te aseguro que me gustaría saber algo más de él. Por ejemplo, si aún estaba en Tejas Verdes cuando asesinaron a la señorita Martin.