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HASTA el inspector se sobresaltó. Miró con gesto de extrañeza a Matthew y se dirigió al vestíbulo para responder a la llamada. Cuando volvió, lo hizo con un miembro de la Policía Montada, un hombre casi hercúleo. Llevaba guantes de piel.

—Buenas noches —saludó el policía, quitándose la gorra de uniforme, que dejó al descubierto un corte de pelo casi al rape—. ¿Quién de ustedes ha telefoneado?

Todos se miraron extrañados.

—Supongo que usted forma parte del juego. Por un momento me había asustado —dijo un hombre con una sonrisa.

—¿Qué juego?

—¡No se haga el inocente! ¿Va a interrogarnos como el señor Cameron?

Pero el policía parecía verdaderamente extrañado de la reacción y de las palabras de aquel hombre. Pensé que si no hablaba en serio, era un actor excelente.

—Se acaba de recibir en nuestro Cuartel General una llamada en la que se nos decía que había algún problema aquí —aseguró con mucha seriedad. Clavó en nosotros la mirada de sus ojos azules—. Patrullaba por esta zona y me ordenaron por radio que averiguase lo que pasaba.

—¿Es esto parte del Fin de Semana Policiaco? —le pregunté a Aarón en voz baja.

—Creo que no.

—¿Hay alguien más en esta casa? —el policía se dirigió a Cameron.

—Sólo la señorita Martin. Está arriba, a la espera de que termine de interrogar a todos. Luego, ella…

—Será mejor que vaya y la haga venir aquí —el policía se dirigió a la escalera y se detuvo—. Que nadie se mueva de esta sala. Es una orden.

Cuando subió, miré a los demás. Los rostros de la mayoría denotaban perplejidad. Me fijé en que el joven sacerdote susurraba algo nerviosamente a la mujer de las sandalias. Me acerqué a ellos con intención de escuchar lo que hablaban, pero el sacerdote se puso en pie y se dirigió a la mesa del comedor para servirse una taza más de té. Me senté en el sofá y dije a la mujer:

—Estoy casi convencida de que es usted la asesina, pero no voy a decirle nada a la señorita Martin hasta que esté completamente segura.

—¿Yo asesina? No soy más que una turista —su risa me sonó a falsa.

—¿De dónde es usted?

—Bueno…, de Nueva Escocia. De un lugar llamado, bueno…, Lunenburg. Probablemente usted no habrá oído hablar de esa ciudad.

—¡Lunenburg! He estado allí.

—¡Cuánto me alegra! —me miró sorprendida.

—¿Qué piensa de la escuela? ¿No le parece extraña?

—¿Se refiere a, bueno, al estilo arquitectónico? ¿A esas ventanas tan raras?

—No, me refiero al cementerio que hay al lado de la misma. Resulta aterrador.

—Ah, ya —su rostro se ruborizó ligeramente—. Creo que nunca me he fijado en el cementerio.

—Es raro. Está en el centro de Lunenburg.

Me recosté en el sofá, convencida de que había mentido al decir que era una turista. Me di cuenta de que nadie hablaba. Procuré a toda costa encontrar un tema de conversación.

—Me encantan las cosas antiguas que hay en esta casa —dije—. ¿Cuál es la historia de la máquina de escribir que he visto en el vestíbulo?

—Perteneció a Maud.

—¿Tiene mucho valor?

La mujer de las sandalias asintió.

«Un ladrón podría obtener mucho dinero de un coleccionista poco escrupuloso», pensé.

—Me sorprende que no esté guardada bajo llave. Puede que haya alguna relación entre este Fin de Semana Policiaco y…

No pude terminar la frase. De repente apareció el policía en la puerta con signos de gran preocupación en su rostro.

—La señorita Martin está muerta.

Durante un momento hubo un silencio de incredulidad y, después, el sacerdote se puso en pie.

—¡Usted bromea! ¡Eso es imposible!

—¿Por qué? —la voz del policía era cortante—. ¿Qué sabe usted de eso?

—Nada —el sacerdote se sentó rápidamente—. Nada, por supuesto. Sólo soy un actor. Me llamo Cole. Probablemente habrá oído hablar de mí. Estoy aquí para representar un papel.

El policía le miró con fijeza un buen rato y luego clavó su mirada alternativamente en todos los demás. Algunas personas, como la pelirroja y el hombre de los ojos claros, miraron al suelo, pero otros le devolvieron la mirada. Oía el ruidoso tictac del reloj y los latidos de mi corazón. ¿Seguíamos metidos en el juego o estaría muerta de verdad la señorita Martin?

—Voy a llamar por radio al Cuartel General para que envíen más agentes —se puso la gorra—. Que todo el mundo permanezca exactamente donde está.

En cuanto salió el policía y cerró la puerta, se produjo primero un largo silencio; luego, todo el mundo se puso a hablar a la vez. Algunas personas miraron al techo y deduje que querrían subir a ver a la señorita Martin. Pero el policía se había expresado tan autoritariamente que nadie se atrevió a moverse. Pocos minutos después se abrió la puerta y todos miramos hacia ella. Esperábamos ver entrar por ella a más agentes de policía. En vez de eso asomó su cara el hombre mayor. Sus ojos brillaban de excitación.

—¿Es verdad? He hablado con ese policía y dice que la señorita Martin está muerta. ¿Cómo es posible?

—No sabemos nada —contestó la mujer de las sandalias—. Nos han ordenado permanecer aquí. Así que será mejor que haga usted lo mismo y se acomode en algún asiento.

Me senté junto a Makiko y le sonreí con gesto preocupado. Aunque en el fondo, confiaba en que la señorita Martin estuviera a salvo. Pero, de repente, recordé la nota en que aparecía escrita la palabra VENGANZA. Me quedé helada y supe, en lo más profundo de mi corazón, que era verdad que estaba muerta.

—Es horrible —suspiré—. No puedo creerlo.

Todo el mundo empezó a preocuparse seriamente ante la situación que se había creado. Cuando, al cabo de un rato oímos las sirenas de los coches de policía que estaban a punto de llegar a la casa, formábamos un cuadro casi patético. Pensé que el policía hercúleo sería el que dirigiría la investigación policiaca, pero la primera persona que entró fue una policía joven que llevaba sombra de ojos y unos labios muy pintados. La seguían otras dos agentes. El salón pareció atestado de gente cuando se escuchó a Cameron, de Scotland Yard, y a Matthew explicar que eran actores y que participaban en el Fin de Semana Policiaco.

Luego, los agentes nos pidieron que les explicáramos lo que había sucedido. Mientras se escuchaba el ulular de más sirenas, una de las agentes subió al piso de arriba. Cuando regresó, su rostro era serio.

—Creo que la señorita Martin ha muerto de una sobredosis.

—¿Qué? —exclamó con gesto de horror Cole—. No puede ser.

—¿Por qué?

—Porque la señorita Martin —levantó la mano Matthew—, no tomaba ni siquiera aspirinas. ¿A qué tipo de droga se refiere usted?

—Hablo de heroína.

—No puedo creerlo.

—Puede haber sido un suicidio, pero sospecho que se trata de un asesinato.

Una sensación, mezcla de miedo y horror, invadió a los presentes. Cole pegó un respingo en su asiento mientras miraba con fijeza a la mujer policía y luego volvió a dejarse caer pesadamente en él, con la boca abierta. Su reacción fue la más llamativa, quizá porque era actor, pero otras personas se mostraron no menos impresionadas que él.

—¿Asesinato? —el color había desaparecido del rostro casi pétreo de Cameron, de Scotland Yard, que estaba más blanco que su bigote—. Desde el momento en que ella subió al piso superior, hasta que se ha encontrado su cuerpo, ninguno de nosotros ha salido de aquí.

—Yo me fui fuera, a mi coche —levantó la mano el hombre mayor.

—Es cierto, pero nadie ha subido por esa escalera. La señorita Martin estaba completamente sola.

—Quizá hubiera alguien escondido en un guardarropa —apuntó el hombre de los ojos claros—, y la agredió luego.

—En esta casa no hay guardarropas —aclare yo—. El único armario que hay está vacío. Puedo asegurarlo.

—¿Y el desván? —preguntó Katie.

—Lo registraremos —contestó la policía—, pero no es lógico que alguien se esconda allí después de cometer un asesinato, porque es un sitio que, evidentemente, iba a ser uno de los primeros que tendríamos que registrar.

—¿No podría haber huido por una ventana?

—Las ventanas y la puerta trasera están protegidas por sistemas de seguridad —Aarón hizo un gesto negativo con la cabeza—, ya que hay muchos objetos valiosos en Tejas Verdes. La señorita Martin me explicó esos sistemas mientras preparábamos las pruebas de esta noche.

—Todo indica que se trata de un asesinato —las policías se miraron evidentemente perplejas—, pero el asesino ha tenido que bajar por esa escalera delante de todos ustedes. Y nadie ha visto nada, ¿no es así?

—Como ya he dicho antes —asintió Matthew—, todos estábamos reunidos aquí. Nadie podría haberse ausentado de la sala sin saberlo el resto.

—Acabo de recordar algo —dije, dirigiéndome a la agente.

Le conté seguidamente lo de la nota de venganza y la reacción de la señorita Martin. La agente dijo que ya había visto la nota en el piso superior. Aseguró que podía ser importante, pero no pareció interesarles a los demás. Cole, incluso, lo consideró como una pura fantasía mía.

—Probablemente, la nota formaba parte del juego —opinó—. Ya le dije a la señorita Martin que no debía permitir que se inscribieran en el Fin de Semana Policiaco crías como vosotras. Pienso…

—¿Dice usted que un policía descubrió el cuerpo? —preguntó a Matthew la policía que llevaba el interrogatorio.

—Sí.

—De acuerdo, lo comprobaré en el Cuartel General —nos miró—. Tendrán que quedarse aquí hasta que hayan prestado declaración. Luego podrán irse a sus casas. Aunque, evidentemente, deberán permanecer en la isla hasta nueva orden.

Pasó algún tiempo antes de que pudiera irme de la casa con Makiko. Su padre esperaba fuera, al igual que distintos representantes de los medios de comunicación. Tejas Verdes aparecía iluminada por los focos de la televisión, y los periodistas estaban al acecho. Uno de ellos se acercó a mí, pero seguí al pie de la letra lo que nos había pedido la mujer policía. «No tengo nada que decir», contesté a sus preguntas. A continuación, subí apresuradamente al coche con Makiko y su padre. Al arrancar y alejarnos de Tejas Verdes pensaba, horrorizada, en la señorita Martin.

Nadie había previsto tener que enfrentarse esa noche con un asesinato real.

Durante la noche intenté resolver el misterio de cómo podría haber llegado alguien al piso superior, donde estaba situada la habitación de la señorita Martin. Tenía que haber una explicación, pero era incapaz de encontrarla. Cuando amaneció, todavía seguía despierta. Aquella mañana no me molestaron el canto de los gallos, los ladridos de Rusty, ni los horrorosos gruñidos de los cerdos, que parecían una manada de elefantes haciendo gárgaras.

Mi reloj digital marcaba las 6.33 cuando empezó a trabajar el tractor. Aún adormilada, me puse los vaqueros y una camiseta y salí de la casa para ayudar a traer las vacas desde un terreno cercano hasta el establo para el ordeño. Probablemente, mi ayuda no sirvió de mucho, pero sonreí animosamente a mi anfitrión Alvin y a sus hijos mientras las vacas se dirigían calmosamente a la casa. El vaho de su respiración formaba unas nubes de vida efímera al condensarse en el aire fresco de la mañana. A continuación, mientras miles de pájaros cantaban alegremente, muchos de ellos posados en las líneas del tendido eléctrico, y la bandera de la isla Príncipe Eduardo ondeaba en el jardín, los chicos trajeron la primera leche tibia del establo para mimo de los gatos.

Después de un buen rato, llegó la hora de nuestro desayuno. Fuimos a la cocina, donde Eleanor, la mujer de Alvin, freía unas gruesas salchichas. Una vez sentados todos, les conté la muerte de la señorita Martin. Alvin cogió inmediatamente el periódico local y nos leyó una «Carta al director», anónima, excesivamente crítica respecto a los Fines de Semana Policiacos de la señorita Martin, en la que se la calificaba de egocéntrica y se la acusaba de habérselas arreglado para conseguir la utilización de Tejas Verdes.

—He oído antes ese calificativo de egocéntrico —le dije a Eleanor—. ¿Qué significa?

—Se aplica, por ejemplo, a una persona a la que no le preocupa el bien común.

—Es horrible llamar eso a la señorita Martin.

—Se habló muy desfavorablemente de sus planes sobre Tejas Verdes, pero no puedo creer que fuera asesinada por eso.

—Ese reptil ni siquiera ha tenido el valor de firmar la carta —indignada, golpeé el periódico con la mano.

Mi indignación me dio cuerda para hacer unos comentarios muy duros sobre el tema. Pero una llamada a la puerta principal anunció la llegada de Makiko. Hubo algunas bromas amables sobre ella, al calificarla de persona «de fuera». Alvin hasta se permitió decirme que yo también lo era, ya que tenía un acento claramente distinto al de los habitantes de la isla. Luego se dirigió a Makiko:

—¿Te gustaría visitar el sitio exacto en que Maud escribió Ana de Tejas Verdes?

—Todas las guías turísticas dicen que ya no existe.

—No es del todo cierto. Si te apetece, aún puedes ver los cimientos de la casa.

—¡Claro que me apetece! —afirmó Makiko con un brillo de entusiasmo en sus ojos—. Sí, por favor.

A salir, vimos que se amontonaban rápidamente sobre el mar unas nubes oscuras.

—Va a ser un mal día —aseguró al poner en marcha la camioneta, al mismo tiempo que miraba por el espejo retrovisor, y se fijaba con desagrado en el humo azul que salía por el tubo de escape—. Este trasto quema demasiado aceite.

Mientras recorríamos el corto trayecto hasta Cavendish, habló orgullosamente de los cincuenta y seis tonos de verde que se daban en su hermosa isla y nos señaló una casita que hacía de oficina local de Correos.

—Si envías tus postales desde ahí, los sellos que ponen reproducen el lugar donde vivía Maud cuando escribió su libro sobre Ana. Llevan la inscripción «Tejas Verdes. Isla Príncipe Eduardo». Sus abuelos regentaban la oficina de Correos y ella les ayudaba.

—Es segunda oficina de Correos más emocionante que he visto —dijo Makiko—. La otra está encima de monte Fuji, tras varias horas de escalar con amigos.

—¿Puedes enviar cartas desde lo alto de ese volcán?

—¡Sí! —aseguró Makiko y se rio—. Además, visita lugar sagrado y tiendas de recuerdos.

—¡Qué maravilla!

Cruzamos una verja de alambre de espino oxidado y nos abrimos paso entre gruesos árboles y abundante maleza. Alvin señaló los restos de unos manzanos secos que rodeaban la finca, y en seguida llegamos al lugar. Resultó algo decepcionante. Donde antes estuvo la casa de Maud, ya sólo quedaba un montón de grandes piedras cubiertas de musgo. Tras sacar una foto del sitio, me dispuse a marcharme. Pero vi que Makiko estaba como extasiada, con los ojos cerrados y las manos fuertemente apretadas sobre el estómago.

—¿Qué te pasa?

—Austen-san, es momento de alegría —me entregó su cámara fotográfica y se encaramó a los restos de los cimientos—. Por favor, fotografiar con recuerdo de famosa Maud. En este sitio exacto nació pelirroja Ana —al disparar la cámara, miró a un pajarillo que cantaba alegremente en un árbol—. Ahora, este lugar conmigo para siempre.

—Seguro que a los japoneses —le dijo Alvin con una sonrisa— os encanta esa historia. El éxito de Maud es admirable.

—Es bueno que los sueños de la gente se hagan realidad —sentencié, pensando en la señorita Martin. Me parecía mentira que el día anterior hubiera estado con nosotras—. El Fin de Semana Policiaco fue un gran sueño. En medio de la tragedia de su muerte me consuela la idea de poder averiguar quién ha sido el responsable de esa tragedia.

—Puede que sea así, Liz, pero ten cuidado. Ya no se trata de un juego. Si te involucras demasiado en tus investigaciones, podrás llegar a verte envuelta en serios problemas.