4

AQUELLA tarde, la puesta de sol fue espectacular. El gran disco rojo se fue hundiendo en el mar, mientras una capa de nubes de un rojo púrpura abrasaba la línea del horizonte. Poco después de dejar la granja, empezó a enseñorearse del cielo el disco plateado de una luna creciente, que dibujó mil sombras misteriosas, inquietantes, en el cementerio. El bosque siguió con su música de ruidos extraños. Respiré algo más tranquila al llegar a una pasarela y ver Tejas Verdes en lo alto de la colina. Sucedió entonces algo terrible.

Durante un segundo atravesó la línea del horizonte, aparentemente a escasa altura, una ráfaga plateada. ¡Una estrella fugaz! Sin dudarlo, repetí «¡dinero, dinero, dinero!», esperando poder cambiar el mal augurio que suponía aquella aparición en buena suerte. Pero, a pesar de todo, mi corazón latía apresuradamente al acercarme a la casa. Estaba convencida de que la estrella fugaz significaba la muerte de alguien.

La señorita Martin nos aguardaba en la puerta principal. Se había puesto de nuevo aquella vestimenta suya pasada de moda. Procuré que mi saludo resultara natural, alegre, pero no me olvidé de cruzar los dedos mientras levantaba la vista al cielo. El mal presagio me había puesto de mal humor, aunque este mejoró algo al acercarse un coche por una carretera lateral, del que descendió Makiko.

—Por favor, Austen-san —me dijo—. Quiero presentarte a honorable padre.

El señor Tanaka tenía una sonrisa afable, gafas con montura de oro y un pelo negro en el que ya se notaban claramente algunas canas. Nos saludamos ceremoniosamente y luego se marchó en el coche. Me volví hacia Makiko. Le brillaban los ojos de pura satisfacción, tanto que no me atreví a hablarle de la estrella fugaz. En lugar de eso, y mientras nos encaminábamos hacia la casa, le expliqué la puesta de sol.

—Austen-san, esta noche campeonas detectives, ¿verdad?

—¡Seguro! Pero seamos prudentes para que no nos descalifiquen por sacar alguna conclusión precipitada.

Al aproximarnos a la puerta principal, salieron de ella tres jóvenes que se acercaron a la señorita Martín. Reconocí inmediatamente a Katie. Vestía, de acuerdo con el personaje de Diana Barri, con cintas en las coletas, un delantal de cuadros sobre un vestido blanco y botas abotonadas. A su lado había una chica que no podía ser otra que Ana de Tejas Verdes. Pero lo que más me encantó fue volver a ver a Aarón. Y eso a pesar de que seguía algo molesta con él por la forma en que nos había dejado plantadas por la tarde. Me disponía a saludar a todos, cuando la señorita Martin alzó la mano.

—Señoritas, quiero presentarles a Ana, a Diana y a su amigo Gilbert Blythe.

—Bienvenidas a Tejas Verdes —nos saludó Ana—. Entrad a tomar un té.

—¿Por qué no un licor de frambuesa? —se le ocurrió a Makiko, soltando una risa discreta.

—Marilla no me dejaría volver a cometer esa equivocación.

Sonrió a la señorita Martin. Esta no correspondió a aquel gesto simpático. Sus ojos tenían una expresión desagradable. Las luces de un coche, que llegaba en ese instante, alumbraron su rostro. Pensé que se trataría de otro invitado que llegaba en aquel momento, pero vi con sorpresa que era el hombre que había arbitrado el partido de béisbol.

Sentí un hormigueo en la piel y vi que se acercaba llevando un cartel en el que podía leerse: ¡No a la explotación en Tejas Verdes!

—¿Qué sucede? —pregunté en voz baja a Aarón.

—Hay personas del pueblo que se sienten molestas por el hecho de que la señorita Martin haya conseguido permiso para utilizar la casa para su Fin de Semana Policiaco. Lo consideran como algo demasiado comercial.

—Ese individuo no tiene sentido alguno de la justicia —exclamé, y lancé una mirada poco amistosa al árbitro—. La señorita Martin sólo trata de hacer una cosa original y de sacar adelante una idea bonita. No hace daño a nadie.

El árbitro comenzó a pasear arriba y abajo con el cartel. Aarón retrocedió hasta casi desaparecer en las sombras.

—El año pasado inauguró un museo sobre L. M. Montgomery —murmuró—. Me figuro que le molesta esta nueva competencia para sacarles dólares a los turistas. Probablemente piensa que deberían ser los habitantes de la isla los que se beneficiaran de todo lo que se organice en ella.

—¡Qué indeseable! Primero me expulsa del partido y ahora quiere cargarse el Fin de Semana Policiaco de la señorita Martin. Es él quien debería desaparecer de la isla.

Supongo que hablé demasiado fuerte, porque el árbitro me lanzó una mirada de pocos amigos mientras continuaba sus paseos arriba y abajo. Aarón iba a decir algo, pero en ese momento se abrió la puerta principal y salió un grupo de personas para ver qué pasaba. Entre ellas reconocí a Cameron, de Scotland Yard, al hombre mayor y grueso del bastón de puño de plata, que me había obligado a ir despacio la noche anterior, a la mujer pelirroja y a algunos otros. Había uno nuevo, un sacerdote joven de traje negro y cuello desteñido. Aunque el maquillaje debía de haber alterado su aspecto, estaba segura de reconocerle y quise comentar mi idea con Makiko. Pero cuando me acerqué a ella, la señorita Martin me cogió del brazo y me llevó hacia la puerta.

—Vamos dentro y no hagamos caso de ese estúpido.

En el vestíbulo aguardaba un hombre que vestía un pantalón con peto y tirantes y una camisa de cuadros, y que fumaba en pipa.

—Seguro que es usted Matthew —dije, estrechándole la mano.

El entarimado del suelo crujió cuando entramos en el salón. Una lámpara de petróleo proyectaba una luz amarillenta sobre la mujer pelirroja, sentada en un sofá de raso negro. De pie, junto a ella, se encontraba la mujer de las sandalias de la noche anterior. Al bajar la vista, ¡vi que aún seguía llevándolas! No podía creerlo. Hojeaban una gruesa biblia familiar, que vi al pasar a su lado, para contemplar un cuadro que colgaba de la pared.

—¿Sabes lo que es esto, Makiko? Una guirnalda tejida con pelo de toda la familia y luego enmarcada.

—Una auténtica maravilla.

—¿Sabes una cosa realmente curiosa? Tejían también coronas fúnebres con el pelo del difunto.

—Por favor, no hablar de cosas fúnebres —dijo, estremeciéndose.

—Tienes razón, lo siento.

Pasamos a la sala, que hacía de cocina-comedor, en la que se escuchaba el tictac de un reloj, colocado sobre la repisa de la chimenea. En la sala estaba preparado el té, servido en una gran mesa de madera de arce. De la pared colgaba el cuadro auténtico de los niños en el momento de ser bendecidos, descrito en el libro de Maud. Estas cosas eran las únicas que me recordaban el relato de la obra. Por eso me decidí por buscar la habitación de Ana. Al dirigirme a la escalera que arrancaba del vestíbulo, vi a la señorita Martin hablando tranquilamente con Matthew. En ese momento se abrió la puerta principal y entró el hombre que me había dirigido la palabra después del partido de béisbol. Sus ojos azul claro se orientaron en un principio hacia donde yo estaba. Vio entonces a la señorita Martin y me pareció que en su cara se dibujó un gesto de disgusto. La saludó inclinando ligeramente la cabeza y pasó al salón.

—¡Descarado! —murmuró la señorita Martin con un tono despreciativo. Al verme, me indicó con la mano el salón—: Entre ahí. Voy a explicar lo que viene a continuación —dijo algo en voz baja a Matthew y dio unas palmadas para llamar la atención de algunos de los participantes, que seguían aún en la cocina—. Vengan todos. Vamos a empezar.

El salón estaba lleno de gente, pero Makiko y yo encontramos sitio cerca de la puerta que daba a la sala anterior.

—Estoy segura de que ese sacerdote es Cole disfrazado —dije.

—Es cierto, Austen-san. ¿Podría ser desconocido asesino?

—Quizá, pero sigo sospechando de la mujer de las sandalias. Fíjate lo sucias que lleva las uñas de los dedos de los pies. Seguro que se las ensució al arrodillarse anoche junto al cuerpo del capitán —sonreí al acercarse Aarón desde el comedor. Cuando le tuve a mi lado, le dije—: Exijo una explicación. ¿Por qué nos dejaste plantadas esta tarde?

—Lo siento. Cuando la señorita Martin me contrató para representar el papel de Gilbert, me dio órdenes estrictas de no salir hoy de la casa. Pero todos los sábados colaboro en las pruebas infantiles. Por eso fui, a pesar de todo, confiando en que no se enterara.

—No me extraña que te largaras cuando dije que ella estaba en Tejas Verdes. ¿Participas también en la comedia musical del festival?

—No —me contestó con un signo negativo de su cabeza—, aunque esta noche trabajaré en la comedia porque el chico que hace el papel no podía venir hoy.

—¡Silencio todo el mundo! —la señorita Martin dio unas palmadas—. Presten atención. Dentro de un momento les entregaré unas tiras de papel. En algunas de ellas aparecen pistas que les ayudarán a encontrar al asesino, pero otras pueden confundirles. El objetivo del criminal es asesinar a cada uno de ustedes antes de que él o ella sea descubierto. Algunos de ustedes pueden morir esta misma noche —se dibujó en sus labios una sonrisa extraña y se volvió a Matthew—. Mi ayudante repartirá ahora las tiras. Pero, por favor, recuerden que entre ustedes hay alguien con instintos asesinos. ¿Quién es esa persona?

A medida que Matthew distribuía las tiras de papel, algunos participantes ponían cara de perplejidad después de haber leído lo que ponía en ellas. Otros, en cambio, salían a toda prisa de la habitación para iniciar sus investigaciones. Sentí un hormigueo de emoción al darnos, a Makiko y a mí, una sola tira, que leyó ella en voz alta:

«Encuentra algo negro. Una vez se hizo añicos

en la cabeza de G. B con gran ruido.

Encima del marco, muy bien a la vista,

hay alguien que puede ofrecerte una pista.»

Nos miramos unos instantes y luego chasquee los dedos.

—G. B. tiene que ser Gilbert Blythe.

—¡Es verdad! Y algo negro es pizarra que rompió la pelirroja Ana sobre la cabeza de Gilbert.

—Buen trabajo, pero ¿dónde vamos a encontrar la pizarra? Ana y Gilbert la utilizaban para escribir en clase, pero por aquí no hay ninguna escuela —hice una pausa para pensar, procurando que no me inquietara el hecho de que otros participantes pudieran estar ya muy cerca de descubrir la identidad del asesino—. La pizarra tiene que estar en esta casa, pero ¿dónde?

—Quizá en dormitorio de Ana.

—¡Eres un genio!

Subimos apresuradamente la estrecha escalera. Algunos participantes buscaban en otras habitaciones, pero en la de Ana, en la que había una cama de latón con mullidas almohadas y un edredón blanco, no había nadie. De una percha colgaba el precioso vestido que le regalara Matthew y también una colección de conchas marinas en la repisa de la ventana. Pero mis ojos estaban ciegos para todo lo que no fuese la pizarra que buscaba. La vi en ese momento, apoyada contra la pared, junto a la bolsa de viaje del orfanato. Era la que usó Ana en su tiempo. Cogí la pizarra. En seguida vi un nombre escrito en una cinta adhesiva, pegada a la parte superior del marco.

—¡Es Matthew! Pero ¿qué hacemos ahora?

—Encima del marco, muy bien a la vista, hay alguien que puede ofrecerte una pista —Makiko repitió aquella frase.

—Vamos a buscar a Matthew.

Se hallaba en la cocina, sentado en una mecedora, con un pie apoyado en una gran batidora de mantequilla. Sonreía amablemente mientras observaba a la mujer pelirroja que buscaba algo en un viejo fogón. Ella nos miró recelosamente. Seguro que pensaba que íbamos a aprovecharnos de su pista. Se tranquilizó al ver que nos dirigíamos a Matthew.

—Su nombre aparece en el marco de la pizarra —dije en voz baja—, así que ¿cuál es la pista que tiene que darnos?

Retiró de sus labios la pipa, se rascó con ella la cabeza y recitó:

«La estrecha escalera sube otra vez.

Busca algo oscuro en que nunca llover.

Pista en paredes habrás de buscar.

¡Cuidado! Astillas podrás encontrar.»

Makiko y yo nos miramos desconcertadas y luego dijo ella:

—Mejor subir y explorar. Quizá entonces la respuesta clara.

Salimos de la cocina, pasamos junto a dos personas que examinaban una antigua máquina de escribir en el estrecho vestíbulo, y no habíamos hecho más que empezar a subir la escalera, cuando apareció arriba el hombre de ojos claros.

—Trae mala suerte cruzarse en la escalera —dije a Makiko, y la obligué a retroceder hasta el vestíbulo.

El hombre no nos quitó la vista de encima mientras bajaba. En seguida salimos disparadas hacia arriba. Conduje a Makiko a un dormitorio en el que había algunas alfombras extendidas en el suelo de madera. Las paredes estaban empapeladas con un motivo floral casi agobiante, pero no vimos cosa alguna que pudiera servirnos para descifrar la pista en clave de Matthew.

—¿Y la comida? —examiné el dibujo tallado en la madera que servía de marco a un espejo—. ¿Se podrán sacar astillas de esto?

—Quizá, pero Matthew hablar de algo oscuro, y en esta habitación la luz entra por ventanas todo el día.

—Tienes razón, y las otras habitaciones también tienen ventanas. El único sitio que está siempre oscuro es un guardarropa, pero estas casas viejas no los tenían.

—¿Y dónde guardar la ropa?

—La gente la colgaba en perchas que había en las paredes —me fijé en un gran jarrón y en una palangana de porcelana—. En aquellos tiempos tenían que llevar el agua al dormitorio en una jarra y lavarse en una palangana como esta. Tenía que ser algo muy molesto, pero supongo que… ¡Eh!

—¿Qué pasa?

—¡Algunas casas tenían armarios!

—¿Qué?

—La gente guardaba la ropa en armarios. Muebles de madera, parecidos a guardarropas. ¡Siempre oscuros y con astillas!

—Austen-san, eres detective de primera.

—Gracias, Makiko —le sonreí—; pero aún queda un problema. En esta habitación no se ve armario alguno.

Exploramos a fondo, pero sin éxito, la habitación de Ana, y luego volvimos a bajar al vestíbulo. El hombre mayor del bastón con puño de plata salía en aquel momento de una habitación. Le pregunté si había descubierto algo importante.

—Creo que no —contestó, sonriendo amablemente—. Y yo no soy el asesino desconocido, si es eso lo que piensas. Estaba en la habitación de Marilla buscando astillas.

Me quedé consternada al darme cuenta de que también le habían dado a él la pista de Matthew, y crucé una mirada abatida con Makiko. En el dormitorio de Marilla sólo había perchas en las paredes, así que nos apresuramos a ir a otra habitación en la que había un gran armario en una esquina.

—¡Bingo! ¡Lo hemos conseguido, Makiko!

Recordamos las instrucciones de Matthew de que debíamos buscar una pista en las paredes, y empezamos a examinar la parte exterior del armario. Luego Makiko abrió las puertas.

—Matthew hablar también de algo oscuro. Aquí dentro está negro como un jarro.

—Querrás decir negro como boca de lobo —dije, sonriendo—. De acuerdo, miremos, pero espero que no haya arañas dentro.

El armario era lo bastante grande como para que cupiéramos las dos dentro, pero, de repente, se apoderó de mí una extraña inquietud. ¿Y si alguien cerraba las puertas y nos dejaba atrapadas dentro? Rápidamente pasé las manos por las paredes. Quería salir de allí cuanto antes, pero Makiko fue más paciente que yo y consiguió su recompensa.

—¡Aquí está pista, Austen-san! —se arrodilló y examinó una tira de papel, grapada en la pared interior del armario—. Está muy oscuro para leer.

Abrí del todo ambas puertas para que entrara más luz en el armario y me arrodillé. Entrecerré los ojos y leí en voz alta la pista:

«Entre vosotros acecha uno con fines que son

esta noche malvados y ruines.

Un corazón tan vil que se agita asustado

porque de la verdad estás ahora al lado.»

—¡Nos aproximamos al final, Makiko! —le sonreí.

—Eso espero sinceramente, pero ¿y la pista? ¿Qué significa?

—La verdad es que no lo sé —leí otra vez la pista y luego cerré las puertas del armario. Saqué un papel del bolsillo, rasgué un trocito y lo metí en el espacio que había entre las puertas—. Más tarde comprobaremos esto.

—¿Por qué razón?

—Si el papel sigue donde lo hemos puesto, estaremos seguras de que no han abierto las puertas y de que nadie ha encontrado esta pista.

Nos quedamos unos minutos más en el dormitorio, completamente confusas sobre cuál sería el siguiente paso que tendríamos que dar. Nos decidimos por bajar a ver cómo les iba a los demás. En el salón, Aarón servía el té a varias personas, que estaban sentadas con rostro apesadumbrado.

—¿Qué les pasa? —le pregunté en voz baja.

—Están muertas —dijo con una sonrisa.

—¿Qué?

—Tú también estarías triste si hubieras recibido una nota que te declarara oficialmente muerta, así que anda con cuidado.

Intenté conseguir más detalles, pero Aarón se alejó con la tetera, mientras Katie ofrecía trozos de pastel. Cogí uno ávidamente y acepté una taza y un plato de la chica que hacía de Ana. Mientras esperaba que Aarón volviera con la tetera, vi que a Makiko le habían dado una taza boca abajo. En mi interior sonó la señal de alarma. Pero antes de que pudiera decir nada, Makiko levantó la taza y vio una nota.

—¡No! —dijo al leerla—. La muerte ha llegado.

Me sentí completamente desolada, al tiempo que Makiko se sentaba abatida. Había perdido a mi amiga y compañera en mi trabajo de detective. Me había quedado sola. Yo era una de las pocas participantes que quedaban para tratar de desenmascarar al asesino. Mientras pensaba tristemente qué es lo que iba a hacer a continuación, vi que la señorita Martin se dirigía a la escalera.

Su actitud me pareció tan sospechosa que decidí seguirla. Una vez arriba, la observé a hurtadillas en el dormitorio de Marilla. Se limitaba a contemplar la oscuridad exterior de la noche desde la ventana. Me fui a echar un vistazo al armario y comprobé que aún seguía en su sitio el trozo de papel.

Miré entonces hacia el vestíbulo y me di cuenta de que algo iba mal.

La señorita Martin se había acercado a la cómoda y miraba fijamente una tira de papel que había cogido. Le temblaba todo el cuerpo y tenía el rostro lívido. Mientras la observaba, se llevó una mano a la garganta.

—¿Qué pasa, señorita Martin?

—Yo… por favor, necesito…

Entré apresuradamente en la habitación y la ayudé a sentarse en una silla. Observé durante un instante su rostro, preguntándome si no estaría sufriendo un ataque cardiaco y miré el papel que tenía en la mano. Escrita con letra de imprenta había en él una sola palabra: VENGANZA.

—¿Qué significa esto, señorita Martin? ¿Forma parte del juego?

—No —dijo, negando con la cabeza—, no. Esta nota no tiene nada que ver con mi Fin de Semana Policiaco.

—Entonces, ¿quién la dejó aquí?

—Yo… —suspiró profundamente—. Debemos continuar el juego. No permitiré que nadie estropee la noche.

—Pero ¿qué pasa con esa nota?

—Déjame sola —dijo bruscamente—. Baja a la sala donde están los demás. Matthew te espera para continuar el juego.

No había forma de negarse a lo que ella me exigía. Tuve que obedecerla. Quizá debería haberle dicho algo a Matthew de mis sospechas de que las cosas empezaban a dejar de ser un juego. Pero en el momento en que entré en el salón, hizo una seña a Cameron, de Scotland Yard, que comenzó a hablarnos, a los que aún continuábamos vivos, sobre las notas mortales recibidas por otras personas, lo mismo que le había pasado a Makiko. Creo que intentaba dar a entender que había una pauta en la forma de entregar las notas, pero yo estaba demasiado preocupada por la señorita Martin para concentrarme. Me dirigí a Makiko, y le pregunté si me dejaría hablar con ella, ahora que estaba oficialmente muerta. El hombre mayor, apoyado en su bastón de puño de plata, se cruzó en mi camino.

Le miré recelosamente, pero sus ojos verdes parecían tan inocentes que pensé que el juego estaba a punto de trastornarme.

—Matthew será el próximo de quien sospeche —dije, sonriente—. ¿En qué puedo ayudarle, señor?

—Acompáñeme hasta mi coche, por favor. Allí descansaré un rato. Mi mujer ya me advirtió que esta agitación no sería buena para mi corazón, pero no quería perderme el Fin de Semana Policiaco. Es divertido, ¿no?

Al salir al exterior, busqué con la vista al árbitro, pero no había rastro alguno de él. Una vez que el anciano se dejó caer en el asiento del coche, con un suspiro de alivio, regresé apresuradamente a Tejas Verdes, deseosa de reanudar mi labor policiaca. Al entrar, vi que los participantes seguían aún abajo, y contestaban a las preguntas del inspector. Este me pidió que me uniera a ellos. Escuché atentamente lo que decía sobre las pistas. Sabía que sus palabras encerraban indicios importantes para la solución del problema. Cuando más atenta estaba a sus palabras, pegué un brinco sobresaltada.

Alguien aporreaba desesperadamente la puerta desde fuera.