XV

 

 

Nos despertamos pronto. Él se levanta enseguida y se ducha, se viste rápidamente y se marcha contento a comprar el desayuno mientras yo ganduleo todavía en la cama. Despertarse cada mañana con él al lado me encanta, pero todavía me cuesta, él se despierta cada día animado y con energía y yo, bien al contrario, tengo muy mal despertar. Me gusta gandulear en la cama el fin de semana porque son los dos únicos días que puedo dormir hasta tarde, y cuando me hace despertar temprano, refunfuño. Finalmente me levanto y, bostezando, voy a ducharme. Mientras me visto escucho cómo entra a casa con el almuerzo.

―Hola. ¿Qué has comprado? ―le pregunto, animada pero medio adormilada.

―Un café con leche para ti, un café solo para mí, dos cruasanes y dos donuts.

―¡Animal! ―le digo riendo.

Desayunamos tranquilamente en la sala con la música de la radio de fondo. Hace muy buen día, el cielo es de un morado intenso y entra la luz del sol por la ventana, iluminando todo el piso. Estamos los dos de muy buen humor.

―Tenemos que quedar un día para cenar con Judit y Pau, su chico, se lo prometí el otro día.

―Sí, pero antes tú me debes una cena ―me dice con una sonrisa misteriosa.

―¿Yo? ―le pregunto levantando una ceja extrañada.

―Sí, con mis padres ―me dice decidido.

―¡Oh! ―exclamo―. Cuando quieras, vamos ―acepto con una sonrisa.

―Y también te quiero presentar a mis amigos.

―De acuerdo, sí, cuando quieras salimos y me los presentas.

Él sonríe complacido. Sé que le he puesto las cosas difíciles y él, que estaba acostumbrado a que todo se le diera bien, ha demostrado tener mucha paciencia conmigo. Ahora todo forma parte del pasado y poco a poco las cosas fluyen solas. Sé que es importante para él que la familia y sus amigos me conozcan, y ahora que me siento mejor, a pesar de que me da cosa, también tengo ganas.

Cuando acabamos de almorzar, recogemos las cosas y nos preparamos para irnos, y cuando estamos justo ante la puerta a punto de salir, se acerca a mí y me mira a los ojos.

              ―¿Seguro que quieres ir? ―me pregunta con cautela.

              ―Sí, pero con una condición ―le digo con una sonrisa maliciosa.

              ―¿Qué? ―me dice levantando las cejas.

              ―Conduzco yo.

              ―No me habías dicho que tienes carné ―me dice, sorprendido.

              ―No me lo habías preguntado.

              ―Hay cosas de ti que aún no sé...

              ―Tienes mucho tiempo por delante para descubrirlo... ―le digo, misteriosa.

Sonríe y me da un beso a los labios. Yo le sonrío también. Hoy es un gran día, me siento optimista, me siento feliz.

Vamos hasta la dehesa, al aparcamiento. Es verano, el sol brilla intensamente y en Gerona hace mucho calor. Nos paramos ante su coche negro. Le hago un gesto con la mano poniendo la palma hacia arriba, pidiendo que deposite las llaves con una sonrisa. Desaparece su expresión siempre segura y decidida, duda. Lo noto y rio. Finalmente, resignado, me deja las llaves sobre la mano. Abro el coche y entro al asiento del piloto, él, al del copiloto. Me pongo el cinturón y arranco el coche.

―Hace mucho tiempo que no conduzco ―digo, divertida.

―Diciendo eso no me ayudas ―me dice, se ha puesto nervioso.

―No sufras.

―Mi coche es mi templo.

―¡Los hombres y los coches! ¡Si sólo son cuatro ruedas!

Hago maniobra para salir. Conduzco hasta el final del aparcamiento y lo miro un momento antes de salir hacia la rotonda. Veo su expresión nerviosa y atemorizada.

―Tendré cuidado, estate tranquilo ―le digo para tranquilizarlo.

Hacía tiempo que no conducía y me encanta hacerlo otra vez. Dejo detrás Gerona y conduzco hasta coger la autopista dirección Barcelona. Una vez en la autopista, piso fuerte el acelerador, me gusta ir rápido. Observo a Eric de reojo, está nervioso y tenso. Pisa con el pie un pedal imaginario. Me pongo a reír divertida.

―Pareces un profesor de autoescuela ―le digo en tono burlón.

―No lo puedo evitar. No había dejado nunca mi coche a nadie.

―Entonces, es todo un honor ―digo complacida.

Después de poco más de una hora, llegamos a nuestro destino. Aparco con agilidad en el aparcamiento que hay justo delante. Bajamos del coche. Él abre la puerta trasera y coge un ramo de flores mientras yo me he quedado inmóvil mirando el recinto. Él se me acerca y me coge la mano.

―¿Vamos? ―me pregunta con tacto.

―Vamos ―contesto decidida.

Atravieso la puerta de entrada cogiendo con fuerza su mano. Contemplo las paredes de piedra blanca, llenas de nichos ataviados con flores y letras doradas, y los caminitos de tierra, llenos de tumbas de piedra gris con ramos de flores encima. Andamos en silencio por el largo pasillo de tumbas hasta que la encuentro. Me paro delante y leo mentalmente su nombre. Él sigue estrechándome la mano. Lo suelto y me agacho para quitar las flores secas y las hojas de la lápida. Me giro y le cojo el ramo de flores que hemos comprado. Lo pongo encima y toco las letras de su nombre dorado. Me levanto y él me rodea por la espalda con sus brazos. Dos lágrimas me caen mejillas abajo. Respiro fondo.

―No me pude despedir, ¿sabes? ―le digo triste.

―¿Qué quieres decir?

―Estuve a su lado cada día mientras iba apagándose, mientras se consumía, pero el día que murió yo no estaba en casa, murió sola.

Él me abraza en silencio. Dejo que unas cuantas lágrimas más me caigan por la cara. Todavía siento con tristeza su pérdida pero estoy serena, despacio lo estoy superando. Apenas hace medio año que murió. Ahora entiendo cuando me decían que el tiempo todo lo cura, es verdad.

―El día del entierro me sentía tan sola, tan perdida, estaba asustada. Había perdido a mi madre, pero también a mi padre. Sé que soy adulta, pero no estaba preparada para esto. La vida se me derrumbó en unos segundos, lo tenía todo y de repente no tenía nada. No, no estaba preparada.

Él sigue quieto, en silencio, sin soltarme, animándome sin decir nada a seguir hablando.

―No entiendo cómo nos abandonó, cómo desapareció, cómo pudo irse y dejarme sola. Yo le necesitaba, y todavía le necesito.

Me sorprendo a mí misma escuchando mis propias palabras. Le necesito, sólo soy una chica que se siente huérfana, sola, abandonada. Todavía estoy enfadada con él, no le he perdonado.

―¿Y ahora qué harás? ―me plantea.

―Le llamaré. Necesito, como mínimo, que me dé una explicación.

―¿Y le podrás perdonar si te lo pide?

―No lo sé, eso no depende sólo de mí, pero al menos cerraré un capítulo de mi vida, necesito hacerlo.

―¿Te gustaría recuperar el contacto con él?

―No lo sé... siento que todo lo que me ha pasado es culpa suya... dónde he tenido que trabajar, lo que he tenido que vivir y cómo me he sentido por eso.

―Por otro lado, si no hubieras pasado por todo esto no nos habríamos conocido.

―Esto también es verdad ―le digo, y me giro para mirarle a los ojos―. Todo lo que he pasado ha valido la pena sólo por estar a tu lado.

Me mira con los ojos brillantes y me da un beso. Permanecemos un rato allí, abrazados en silencio. Intento evocar recuerdos bonitos, recuerdos familiares de cuando estábamos los tres juntos y éramos felices. Sé que todo esto ya no volverá. Siento tristeza pero no rabia, ya no me siento confundida, escucho con claridad mis pensamientos y ya no los ignoro, ahora los afronto.

―Vámonos ―le digo serena al cabo de un rato.

―¿Seguro?

―Sí, sí ―digo, convencida― Volveré.

Salimos del cementerio en silencio. Yo me dirijo directa al coche dispuesta a marchar, pero él me estira del brazo y me para.

―Quiero que me enseñes tu pueblo.

―¿Por qué? ―dique, extrañada.

―Porque quiero conocer dónde viviste, dónde estudiaste, yo te he enseñado mi ciudad, ahora te toca a ti.             

―Como quieras, pero te aviso de que es un pueblo feo y pequeño.

―Gruñona... ―me dice burlándose.

Levanto una ceja, sorprendida. Miro su expresión divertida y estallo a reír escandalosamente. Me acerco y lo desafío con la mirada.

―Tu gruñona te ama, sobre todo por la gran paciencia que has tenido con ella ―le digo sonriente.

―Sí, me merezco un monumento ―se burla.

―Sí, bien es verdad que sí ―le digo y, cogiéndolo por el culo, le doy un beso.

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Paso un buen corte de cinta adhesiva sobre la última caja. Miro alrededor de mí echando un vistazo a mi piso o, mejor dicho, el que ya es mi antiguo piso. Mis escasas posesiones están en las cajas de cartón amontonadas con letras escritas en los laterales. Estoy nerviosa, hoy es el día, doy el gran paso. De pronto, escucho la puerta, es él. También está nervioso. Me abraza, me sube en brazos y me da un beso.

―Va, niña, el coche ya está abajo. ¡Vamos! ¿Estás preparada?

―Vamos, estoy preparada.

 

 

                         FIN