III

 

 

Suena la alarma del reloj. Son las siete de la mañana. Lo paro y me atornillo a la cama. Tengo sueño y hace frío. Cómo me gustaría quedarme en la cama hasta tarde, pero no puedo, tengo que ir a trabajar. He pasado otra noche atormentada por mis demonios, otra noche llena de pesadillas. Bajo de la cama y corro rápidamente hacia el lavabo, sólo tengo tiempo para una ducha rápida, así que me enjabono frenéticamente con el agua exageradamente caliente. Cuando salgo de la ducha, se me hiela todo el cuerpo en este piso frío sin calefacción. Me visto rápidamente: tejanos gastados, camiseta negra y jersey sencillo. Como siempre, voy con el cohete el culo. El reloj me dice que voy demasiado justa de tiempo, así que me trago de un tirón el café con leche muy cargado, que aún quema. Me lavo los dientes con prisa, como todo, y un vistazo al espejo me recuerda que estoy deplorable, que cada día  tengo más mala cara y estoy más delgada, tendría que comer más y mejor. Los cabellos largos me caen mojados por la cara y la espalda, pero no tengo tiempo de secármelos. En el recibidor me calzo las bambas, me cuelgo la bolsa, cojo la chaqueta y las llaves del piso y salgo. Bajo saltando por las escaleras hasta que ya estoy en la calle. Hace un día gris. Oscuro y apagado, como mi estado de ánimo habitual últimamente. Tengo veinte minutos justos para atravesar toda Gerona hasta llegar al otro punto de la ciudad, así que me abrocho la chaqueta y echo a correr.

Llego al trabajo helada de frío pero puntual: las ocho en punto. Entro a la pequeña cafetería y enseguida veo a Pere, que levanta la cabeza y me saluda.

―¡Buenos días, Emma! ―me dice alegre como cada día.

―Buenos días, Pere ―le medio dibujo una sonrisa―. Ahora vengo.

Voy hacia el desordenado almacén, donde dejo la chaqueta y la bolsa en la percha. Salgo y me dirijo a la barra, donde está Pere, y me abrocho el delantal negro con el nombre de la cafetería sobre los vaqueros. Ya estoy lista para una nueva jornada laboral.

―¿Cómo va todo, Pere? ―me sale un tono alegre que a mí misma me sorprende.

―Bien...hay poca gente todavía, poco trabajo... ―parece un poco mustio.

―No sufras, que ya se llenará ―lo intento animar.

―Esto espero... ―me dice, pensativo, parece que no lo he convencido mucho.

Me pongo a recoger las tazas sucias de la pila y paso un trapo mojado por sobre la barra. Hace casi un mes que  trabajo y ya lo tengo todo controlado. Es cierto que todavía hay poca gente, pero aún es pronto. Pere marcha hacia el almacén con la cabeza baja, seguramente preocupado por el negocio.

Tengo la sensación de que será una mañana animada, estamos a final del mes de enero y la gente se cierra en los bares porque en la calle hace frío. Mi jornada laboral es larga pero por suerte cuando hay trabajo se me pasa volando. De todos modos no tengo nada ni a nadie que me espere en casa. Vivo sola y ando por la vida sola.

Observo a Pere saliendo del almacén con su habitual andar lento. Somos muy diferentes, él siempre tan pausado y tranquilo, y yo siempre tan nerviosa. Últimamente tengo la sensación que voy atropellada por la vida, a toda velocidad. Con la monótona rutina, de casa al trabajo y del trabajo a casa, el tiempo se me pasa volando, parece que todo sucede a gran velocidad, como uno tren en marcha a punto de descarrilar.

―Emma, me voy y vuelvo a mediodía, te quedas al cargo. Si ves que hay que comprar algo, avísame.

―De acuerdo, ningún problema.

Abrigado y cargado con la carpeta llena de papeles, se marcha. Es un jefe muy agradable y amable, siempre con buenas palabras y educado, me trata muy bien, a pesar de que me paga poco porque ahora mismo el negocio acaba de empezar y no hay mucho trabajo. Es buena persona, pero no lo es tanto como empresario por algunas malas decisiones que ha tomado. Una de ellas, cerrar la cafetería el fin de semana, cuando más clientes podría tener.

Todos los veranos he trabajado de camarera y, contrariamente a mucha gente, me encanta porque me mantengo activa y trato con gente bastante diferente. Prefiero mil veces estar atareada sirviendo mesas y no pasar las horas derecha doblando camisetas. El sueldo no es gran cosa pero me permite pagar el alquiler del piso y las facturas, así que ya me va bien, y  estoy a gusto, que también  cuenta, y no poco.

El día se me pasa rápidamente entre cafés, cortados y algún cigarrillo. Sólo hago una breve pausa cuando vuelve Pere para comer allá mismo, normalmente, un simple bocadillo. A mediodía la cafetería está casi vacía porque no se sirven menús, según mi criterio otra mala decisión empresarial. Pone muchas ganas, pero así no se hará  de oro.

―¿Ha venido mucha gente? ―pregunta en Pere impaciente.

―Pues sí, Pere, ¡mucha! ―le digo, sonriente.

Sin casi ni darme cuenta ha pasado la jornada y ya casi es la hora de salir. Las horas se esfuman, los días se encadenan entre sí. Veo cómo Pere sale del almacén cargado con una caja de provisiones y voy enseguida a echarle una mano.

―Emma, puedes irte, que ya es hora ―me dice, mirando el reloj.

―No sufras, te ayudo a colocar todo esto y me marcho.

―Tú siempre tan trabajadora.

La rutina diaria me permite hacer cosas por inercia y casi sin darme cuenta: colocar los paquetes de café, las bolsitas de azúcar y las servilletas, todo de una, seguido de poner en marcha el lavaplatos y dejar la bandeja en su lugar. Al almacén, cuelgo el delantal, cojo la chaqueta y la bolsa. Rutina diaria. Otro día superado sin ninguna novedad.

―Hasta mañana, Pere ―la educación que nunca falte.

―Adiós, Emma, nos vemos mañana.

Salgo de la cafetería pensativa. Está ya oscuro y hace mucho frío. La calle está llena de coches que vuelven hacia casa después de trabajar y de gente que anda atareada arriba y abajo. A mí me toca andar atravesando media ciudad, pero aun así, me gustan el frío y la distancia, porque así, andando, tengo tiempo para pensar. Me abrocho la chaqueta y arranco a paso ligero ciudad abajo dirección al Barrio Viejo.

Bajo toda la avenida Montilivi y a continuación la avenida Lluís Pericot, la plaza de los Países Catalanes y cruzo el puente hasta llegar a la calle de Carme. Ando toda esta larga calle abajo hasta llegar a la plaza Cataluña y, una vez allí, bajo por la calle de la Rambla de la Libertad. De lejos se ve el precioso campanario de San Félix y la imponente catedral iluminada. Observo las calles, las casas, la gente, me gusta observar estos nuevos paisajes, todo este nuevo contexto.

Después de atravesar casi media ciudad por fin llego al portal, muy bien situado en medio de la Rambla. Justo delante están las antiguas vueltas llenas de bares, tiendas abiertas y gente en movimiento. Me gusta donde está el piso porque es un lugar muy céntrico, en medio de los comercios y el ambiente de gente, en el Barrio Viejo de Gerona, un lugar misterioso, casi mágico, con encanto. De día es uno no parar de gente, de turistas, de tiendas abiertas y animadas terrazas de bares. Por la noche ya es otra historia, porque está todo cerrado, la calle oscura, vacía y apagada, y reconozco que a veces por las noches cuando vuelvo a casa sola a altas horas de la madrugada tengo un poco de miedo.

La puerta de la calle siempre está abierta, parece que nunca nadie la cierra, de hecho, yo nunca lo hago. La empujo y subo los tres pisos de escaleras estrechas hasta que llego a mi piso, mi pequeño refugio. Es un piso viejo, pequeño y frío, pero a mí me encanta porque es mi casa, mi casa y de nadie más. Hace casi un mes que  vivo aquí y todavía lo tengo vacío y desenredado. Prácticamente tengo los cuatro muebles necesarios para vivir y que ya estaban en el piso, y paro de contar.

También parte de la rutina diaria, y casi inconscientemente, cuelgo la chaqueta y la bolsa a la entrada, me saco las bambas, me pongo las zapatillas y voy a la sala. Me encanta la luz que entra a todo el piso desde los grandes ventanales que dan al río Oñar. Me gusta poder ver pasar la gente por el puente de hierro de un lado al otro de la ciudad. A menudo me paso largos ratos mirando por la ventana, sentada allá, observando el hormigueo de gente, la luz que se refleja sobre el agua turbia del río, observando la ciudad desde la ventana. Tengo la sensación de que veo cómo pasa la vida desde la ventana de casa pero sin participar, soy una simple espectadora de la función que espera cautelosa su momento para actuar. Siento que me estoy perdiendo la vida con tanta rutina y obligación. La monotonía de este último mes se lleva los días sin ningún sentido, aunque en cierto modo esperar y simplemente observar me hace sentir segura, en el fondo me muero de ganas de participar, de que pase algo que me haga sentir viva, que me recuerde que todavía soy joven.

Ceno cualquier cosa calentada sentada al sofá mientras veo un absurdo programa de la televisión. Me gusta tenerla encendida porque me hace compañía y me distrae, pero sobre todo porque rompe el silencio y acalla los demonios de mi cabeza. Sé que me tendría que parar a escucharlos y resolverlos, pero prefiero acallarlos y lo dejo aparcado. No tengo ganas de angustiarme, no tengo ganas de llorar.

Vuelve a sonar el teléfono, quizás es Judit, que ha estado llamando antes. Dejo que suene, no tengo ganas de hablar con nadie, ni siquiera con ella. El teléfono para de sonar y al cabo de unos segundos escucho el tono de mensaje. Al mirar la pantalla, lo veo.

 

“Emma, no me coges el teléfono. Sólo te quería  felicitar, espero que hayas tenido un buen día de aniversario”.

 

Me quedo boquiabierta mirando la pantalla. Hoy hago 21 años. Ni siquiera lo había pensado, había olvidado que hoy era mi cumpleaños.

Me acerco a la ventana, pensativa. Es por la noche y las luces de los pisos que hay al otro lado del río se reflejan sobre el agua oscura. La ciudad, tranquila, parece que ya está a punto para ir a dormir. He pasado el peor aniversario de mi vida y no me importa porque ni me  he dado cuenta. A veces pienso en dormir y no despertar.

                       __________

 

Me quedo inmóvil ante la puerta del local tratando de reunir coraje para entrar. Respiro tan a fondo como soy capaz y cierro los ojos durante unos segundos. Finalmente, nerviosa,  entro. Hay una gran sala, de colores rojos, poco iluminada y cargada de espejos a las paredes, que todavía está vacía. A la entrada, a la derecha, hay una barra larga, llena de botellas detrás, con taburetes viejos de terciopelo color rosa delante. Al fondo hay un gran escenario cuadrado, un poco elevado, con cuatro columnas rodeadas de lucecitas de color naranja, algunas fundidas. A los lados del escenario y esparcidos por la sala hay pequeños sofás rojos con mesas pequeñas delante.

Veo a un chico joven detrás la barra que coloca las botellas y me  acerco. Es alto y delgado, debe de tener unos veinticinco años.

―Hola... querría hablar con el encargado ―le digo, francamente nerviosa.

―¿Por qué? ―me contesta, seco.

―Eh... quiero trabajar aquí ―me cuesta decirlo pero no lo dudo.

―¡Ah! Pues sígueme ―me dice mientras sale de la barra.

Lo sigo hasta una puerta que hay al fondo de la sala. Entra pero entorna la puerta dejándome a mí afuera.

―José, hay una chica que quiere trabajar aquí ―escucho claramente lo que dice el chico.

―Que pase ―escucho la voz de otro hombre, parece más mayor.

El chico sale, me hace una señal para que entre y se marcha hacia la barra. Entro dudosa a un pequeño despacho donde hay un hombre sentado detrás una mesa. El hombre pasa de los cuarenta. Trae los cabellos negros y largos engominados para atrás, brillantes por el exceso de gomina, y una camisa estampada llamativa medio arrugada. Diviso en su muñeca un reloj de oro exageradamente grande.

―Hola... he visto en un anuncio que necesitáis gente para trabajar aquí ―digo, con un hilo de voz.

―¿Eres mayor de edad? ―me pregunta, todavía más seco que su compañero de la barra.

―Sí.

―Da una vuelta para que te vea bien ―me dice, mientras levanta los ojos de la mesa.

Sorprendida por su respuesta, me quedo parada bajo su mirada impaciente. De repente, reacciono y doy una vuelta delante de él.

―Empiezas este fin de semana, de prueba. Si funcionas, te cojo, si no funcionas, nada.

―¿Y las condiciones? ―pregunto, absolutamente cohibida.

―Viernes y sábado noche de once a cinco de la madrugada, 80 euros por noche. Sólo la prueba de momento, ¿eh? Si no me gustas, a la calle ―me dice bruscamente mientras se enciende un cigarrillo―. Ven el viernes. Pero no vengas vestida así ―dice, y me señala.

―De acuerdo.

Me mira de arriba abajo, hoy traigo unos vaqueros gastados, jersey con capucha y las zapatillas destartaladas. Veo que el hombre me mira, alza la mirada y me hace un gesto para indicarme que ya me puedo marchar. Salgo de allá todavía cohibida y con la cabeza baja. Necesito este trabajo para poder volver a estudiar, lo que gano a la cafetería me permite sobrevivir pero no ahorrar.

 

El viernes al atardecer, llego de la cafetería a casa casi corriendo. Tengo unas cuantas horas para descansar y tengo que volver a marcharme al nuevo trabajo. Estoy nerviosa. Ceno a toda prisa, como siempre y me doy una ducha rápida. Me visto con unos texanos, un jersey ancho con bolsillos y las zapatillas, y cojo la vieja mochila de la ropa y el estuche de maquillaje, ya me cambiaré y me maquillaré allá. Me miro de paso al espejo, estoy desastrosa. Me voy con paso rápido, sin ganas pero con determinación, cargada con la mochila de ropa a las espaldas y un buen puñado de nervios en el estómago.

Llego al nuevo trabajo con el frío clavado a los huesos, el contraste de temperatura hace que al entrar al local me salga vapor de la boca. El local, pequeño, sencillo y bastante viejo,  está en las afueras de la ciudad, en el barrio de Puente Mayor, en una zona donde no hay casas ni tiendas, sólo una gasolinera y la vía del tren. Definitivamente, no es un buen barrio. Las luces fluorescentes iluminan las letras del nombre del local y la fachada pintada de color naranja, que destaca en el conjunto gris y apagado que hace la calle. Estoy nerviosa, hoy es el primer día y no sé cómo irá. No me gusta este trabajo pero es la única cosa que he encontrado. La crisis, dicen. Por suerte, sólo tengo que ir viernes y sábado por la noche.

Entro por la puerta de atrás, directamente a los vestuarios. Escucho la música, que suena fuerte. En los vestuarios hay las tres compañeras de trabajo arreglándose ante el espejo. Las saludo con la cabeza y las observo un instante.

―¡Hola guapa! ¿Eres nueva? ―me dice una de las chicas, y se me acerca.

―Sí ―vergonzosa, no me sale decirle nada más.

―Yo soy María.

―Yo, Emma.

Me sonríe y me da dos sonoros besos. Es una morena exuberante, con los cabellos rizados teñidos de color negro y un pecho generoso. Debe de tener unos treinta años.

―Aquellas dos son Paula y la Romina ―me dice, y las señala.

Las observo un momento, detenida y disimuladamente. Paula, también con muchas curvas, tiene los cabellos mal alisados y teñidos de un color extraño, como un rubio mal oxigenado. Parece la más mayor, de unos treinta y cinco años. La otra chica, Romina, que debe de tener aproximadamente mi edad, es alta y delgada como yo, con la cabellera castaña y larga hasta el culo.

Me giro hacia el espejo dispuesta a prepararme. Me visto rápidamente con la ropa que he traído en la mochila: falda corta negra y camiseta blanca de tirantes, ajustada. Me pongo ante el espejo decidida a maquillarme, aunque nunca he tenido traza.

Me perfilo los ojos con una línea negra muy gruesa que no consigo que sea del todo recta, sombra de ojos gris oscuro sobre el párpado, difuminada con el dedo, capa espesa de rímel negro sobre las pestañas. Miro detenidamente mi reflejo en el espejo. Así, oscuros y perfilados, resalta el color azul intenso de mis ojos y parecen más grandes. Todavía tengo que hacer algo con mi piel, apagada y blanca. Estiro las cejas y me paso la brocha untada con colorete por la cara, dándole color. Los labios, color rosa muy vivo. Mi boquita de piñón ahora parece más gorda y carnosa. Me levanto y cojo de un estante donde hay unas cuantas pelucas una roja y corta. Me recojo la cabellera rubia y despeinada en un moño sobre la nuca y me la pongo. Haciendo equilibrios para no caer, me calzo las botas, negras, altas y de tacón. El espejo me devuelve una imagen que no reconozco. Estoy lista para salir.

Estoy muy nerviosa y no me siento cómoda. Cojo aire, respiro hondo, cuento hasta tres y salgo hacia el escenario grande. La música suena fuerte y el ambiente está cargado, la sala, llena de gente sentada en los sofás de alrededor. Intento no mirar a la gente para no ponerme más nerviosa, y me concentro sólo en bailar. Empiezo a moverme de manera provocativa. Muevo la cintura de un lado al otro de manera muy sensual. Hago girar el culo haciendo círculos y agachándome ligeramente. Avanzo a lo largo del escenario mientras repito los movimientos lentamente. Las piernas me tiemblan un poco. Me acerco hasta la barra metálica vertical que hay en medio del escenario, la cojo con las manos y la rodeo, me giro de espaldas y  dejo deslizar mi espalda hasta tocar el suelo frío. Me vuelvo a levantar rozando la barra con mi cuerpo. De golpe, casi sin darme cuenta, como si no fuera yo misma, me empiezo a quitar la ropa muy despacio, con movimientos provocadores. Primero, la camiseta blanca, bajando lentamente primero una tira y después la otra, hasta que me la quito y la tiro al suelo. Después, me desabrocho la falda negra y la dejo caer lentamente por las piernas moviendo la cintura sensualmente. Me desabrocho el sujetador negro, haciendo bajar primero una tira y después la otra, alargando el momento, hasta que lo dejo caer. A pesar de que no hace frío, me recorre un escalofrío helado por la espalda. Estoy desnudada sobre el escenario bajo una veintena de ojos. Sólo con un tanga, un pequeño tanga negro de hilo, botas altas y peluca, bailando sobre el escenario de un club de striptease, restregándome por la barra bajo la mirada de ojos vidriosos y encendidos. Intento no pensar y sigo bailando de manera provocativa, cogida de la barra al ritmo de la música, bajo la mirada de un público masculino embriagado y excitado, hasta que por fin acaba la música y me marcho de allí.

En el vestuario, me tapo en seguida con el jersey, para abrigarme, para protegerme. No me siento bien. Me siento humillada, la poca dignidad que me quedaba se acaba de desvanecer sobre el escenario. Encuentro denigrado desnudarme a cambio de dinero, pero lo necesito y no veo ninguna otra opción. Aprieto con fuerza los labios para no llorar, ahora tengo que ser fuerte para continuar, no me puedo desmoronar.

Miro de reojo a mis compañeras y parece que les gusta hacer lo que hacen. Se pasean por el vestuario con los pechos en alto y riendo sin ningún problema. Supongo que también lo aceptaré cuando lleve el mismo tiempo que ellas, no lo sé. Para consolarme, me digo a mí misma que no es para tanto, sólo es bailar, sin ropa pero sólo bailar. La noche es muy larga y, si me cogen, todavía me quedan bastantes bailes por hacer, así que sacudo la cabeza para no pensar y me dispongo a continuar.

―¿Cómo ha ido? ―me pregunta María acercándose a mi lado.

―Bien, supongo... ―contesto, no muy contenta y con mala cara.

―Va, chata, no pongas esa cara, que no es para tanto, hay gente que tiene que hacer cosas peores―. Esto sólo es bailar, no te lo tomes a la tremenda ―me dice, para quitarle hierro a la situación.

―Lo sé, pero no me siento bien ―le digo, reprimiendo las ganas de llorar.

―Mira guapa,  haces una montaña de un grano de arena ―me dice Paula, sumándose a la conversación―. Yo antes trabajaba en un supermercado y cobraba en una semana lo que cobro aquí en una sola noche.

―Ya, eso sí ―contesto estrechando los puños.

―No está nada mal esto. Además, ahora mismo no hay trabajo en ninguna parte, la cosa está muy mal ―añade María.

―Ya... ―digo, sin ganas de seguir con la conversación, y me giro para observar mi reflejo en el espejo.

Tengo ganas de llorar, de salir de aquí, de marcharme. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Me estoy precipitando al vacío y estoy a punto de tocar fondo. Tengo que pensar que sólo es un trabajo, es pura supervivencia.

―Estás contratada ―escucho que me dice una voz tosca detrás de mí.

Me giro y veo a José, el encargado, quieto y esperando una respuesta. No sé si estar contenta o sentirme todavía más desgraciada.

―De acuerdo ―le digo con esfuerzo.

―Que te expliquen las otras como va todo ―me dice, y se marcha sin más.

Llego a casa a altas horas de la madrugada. Las calles están vacías, la ciudad duerme. Estoy muy cansada, dejo la mochila en el suelo con la ropa dentro, ni siquiera me esfuerzo en sacarla, me pongo el pijama y directamente voy a la cama y me encojo. He vuelto a casa con uno sobre lleno de billetes que han minado mi escasa seguridad. Ya no me queda ni siquiera la poca autoestima con que contaba. No puedo evitar llorar amargamente y sollozar con fuerza. Me siento totalmente miserable, creo que he tocado fondo en el pozo en que se ha convertido mi vida, un pozo apartado, oscuro y vacío.