IV

 

 

Los días pasan sin novedades, sumergida en un mar de rutina y soledad. Cada mañana, entre semana, me levanto a las siete y me voy a la cafetería a trabajar y, por la tarde, me dirijo directamente a casa. Ceno sola, me distraigo sola y me  voy a dormir sola. No tengo vida social. Los fines de semana voy a bailar al club desnudándome a cambio de dinero. No tengo ninguna motivación para nada, sigo el día a día empujada por una leve esperanza de futuro.

El lunes me levanto a disgusto. De nuevo lunes, otro fin de semana se ha desvanecido sin novedades y otra semana cargada de rutina me espera. Me preparo deprisa y corriendo y marcho a trabajar. Fuera en la calle me encuentro con un cielo gris y frío, una mañana húmeda de mediados de febrero.

A primera hora llegan los clientes habituales de cada mañana. Primero, las tres mujeres que siempre vienen bien maquilladas y peinadas, vestidas con sus mejores galas para ir a la oficina. Voy directa a la máquina y me pongo a preparar sus cafés: un cortado descafeinado de sobre con sacarina, un cortado descafeinado de máquina con sacarina y un cortado descafeinado de máquina corto de café, por supuesto, también con sacarina. Se los sirvo y se ponen a hacer su sesión matinal de cotilleo, riendo tan escandalosamente que es imposible no escucharlas. A continuación, empiezan a entrar los habituales tres o cuatro hombres, vestidos con camisa, corbata y americana, que seguramente trabajan en una oficina o un banco. Vienen solos y beben el café mientras leen el diario.

En realidad, no sé de qué trabaja ninguno de estos clientes porque no los conozco, pero uno de mis pasatiempos preferidos es observar a la gente e imaginar cómo es su vida, dónde trabajan, si están casados. Hago volar la imaginación y me divierto pensando cómo deben de ser. Observo a la mujer con mechas rubias e imagino que está casada, tiene dos hijos y trabaja de administrativa, y bebe cada mañana el cortado con sacarina porque así cree que no se salta la estricta dieta cuando se come un bombón en la oficina. También observo al hombre con corbata que se bebe cada mañana el café leyendo el diario con ademán serio de hombre de negocios, que hace ver que lee las noticias de política y economía cuando realmente hojea el horóscopo y los anuncios de contactos.

A mitad de la mañana, vienen a almorzar algunos trabajadores de la obra que están haciendo ante la cafetería. Estos suelen alargar más su estancia y de vez en cuando salen a fumar. También llegan algunos clientes puntuales que no han venido nunca, algunos acompañados, charlando entre ellos, otros solos y con poca conversación. Observo la gente, observo la vida y el movimiento.

Me paso el día sirviendo cafés, bebidas, recogiendo y limpiando las mesas. Casi sin darme cuenta, pasa la mañana. Hacia el mediodía, la cafetería está medio vacía, así que aprovecho para comer, cuando vuelve Pere, sentada en un taburete de la barra. Me como un bocadillo de tortilla hecho en casa y un cortado. Últimamente no tengo mucha hambre y no como nada equilibrado.

―¿Cómo ha ido el fin de semana, Emma? ―me pregunta Pere desde detrás de la barra.

―Aburrido ―contesto, sinceramente.

―¿Aburrido? ¿No has salido ni has hecho nada? ―me pregunta, extrañado.

―Pues no.

―¿Y esto cómo es? Eres una chica joven, tienes que salir.

―Ya, pero aquí en Gerona no conozco nadie.

―Y tan bonita como eres, ¿no tienes novio?

―No ―contesto secamente. Tal vez demasiado secamente, pero no nos conocemos tanto para hablar de cosas personales. No me gusta.

―Vaya... ―dice Pere sin saber qué más decir, creo que lo he dejado un poco cortado con mi rotundo no.

Hace tanto que no estoy con ningún chico que ni lo recuerdo. Es como si esta posibilidad, de golpe, fuera una gran proeza, cosa que antes era un hecho de lo más natural.

La tarde es el momento que más me gusta porque los clientes cambian, ya no son hombres con corbata y mujeres pintadas que van a la oficina a trabajar, sino chicos y chicas que vienen a hacer la pausa de las clases de la universidad que hay al lado. Es la hora más animada, sobre todo cuando entran chicos guapos, a pesar de que hay que decir que la mayoría vienen para utilizar el wifi gratuito y se pasan el rato enganchados al móvil o al portátil, pero agradezco ver gente de mi edad.

La cafetería, situada estratégicamente cerca de la universidad, está muy llena hoy por la tarde, hay mucho trabajo. Es época de exámenes y muchos estudiantes vienen a hacer la pausa entre examen y examen para desconectar. La mayoría se toman un café mientras repasan a última hora los apuntes o comentan nerviosos la jugada con los compañeros.

En la zona de la derecha, al fondo, hay un grupo de chicas, guapas, que llevan un rato charlando y riendo escandalosamente. Van todas muy arregladas con minifalda, tacones y muy maquilladas. Tienen pinta de ser estudiantes de derecho. Yo, como siempre, sigo imaginando qué hace cada cliente sin tener ni idea. Las observo de reojo y miro mi reflejo al espejo de atrás de la barra. Con los tejanos gastados, jersey sencillo, las bambas viejas y el delantal, al lado de estas chicas parezco un saco de patatas. Los cabellos rubios me caen descontrolados por los hombros y la piel blanca sin ningún rastro de maquillaje delata la falta de sueño. Sí, definitivamente tengo que hacer caso a Judit y arreglarme, aunque sea un poco de maquillaje y el pelo bien peinado.

Entra por la puerta un grupo de cuatro chicos jóvenes. Por sus carpetas azules, también son estudiantes de la universidad. Los observo un momento mientras se dirigen hacia una mesa que hay de espaldas a mí. Los cuatro son bastante altos y visten de manera arreglada pero informal: vaqueros, zapatos y jersey de lana. Cuando sientan, salgo de la barra para ir a preguntar qué quieren beber. Cuando me  acerco veo que uno de los chicos es realmente atractivo. Tiene las facciones masculinas y angulares, barbilla puntiaguda, mandíbula marcada y labios delgados. El cabello, corto y oscuro. Cuando ve que me  acerco, me mira y me recorre un escalofrío por la espalda al notar sus ojos oscuros y penetrantes puestos en mí. Me sube la temperatura y me noto las mejillas encendidas, creo que me he puesto roja.

―Buenas tardes, ¿qué queréis tomar? ―pregunto, evitando su mirada y notándome roja.

―Yo, una cerveza ―contesta uno de los chicos.

―Pues yo una clara ―contesta otro.

―Yo, mejor un cortado ―contesta el tercero.

―Y yo, un café solo ―contesta el guapo, mirándome detenidamente.

―Muy bien, ahora mismo os lo traigo ―contesto aguantándole la mirada mientras me giro hacia la barra.

Cuando llego a la barra me vienen ganas de abofetearme. Me siento totalmente ridícula. Me he puesto roja como una niña de quince años y casi ni le he mirado. Empiezo a servir lo que me han pedido y miro de reojo hacia la mesa. Veo que él me está mirando y casi se me caen las tazas al suelo. Intento calmarme y me concentro al hacer los cafés. Me vienen a la mente las palabras de Judit: «¡Espabila, Emma!». Tengo que comportarme como una persona adulta, con naturalidad.

Pongo la cerveza, la clara, el cortado y el café solo sobre la bandeja, respiro hondo, cuento mentalmente hasta tres y me dirijo segura hacia la mesa. Están charlando los cuatro muy animados, ya no me está mirando, y esto me permite recorrer tranquilamente el reducido trayecto.

―Aquí tenéis ―digo cuando llego ante ellos.

Le sirvo a cada uno la bebida que ha pedido, dejándole a él el último deliberadamente. Cuando lo sirvo lo miro descaradamente a los ojos y él me vuelve su mirada oscura. Sus ojos atraviesan los mías y nos quedamos un pequeño instante así, desafiándonos, como en un duelo.

―Gracias ―dice él, serio finalmente.

―De nada ―contesto, y me giro sobre mis talones.

Me voy hacia la barra sintiéndome satisfecha y sonrío triunfal. Esta vez me he comportado mejor, no me he puesto nerviosa e incluso lo he intentado provocar con la mirada. ¡En el fondo todavía soy una ligona!

Sigo trabajando con aparente normalidad, pero por dentro estoy nerviosa y pendiente de él. De vez en cuando, hecho una mirada rápida a la mesa, los cuatro están hablando animados entre ellos y ni se dan cuenta de mi presencia. Me miro disimuladamente al espejo de atrás de la barra y me paso la mano por la cabeza en un intento de peinarme los cabellos. Me ajusto el jersey y me bajo un poco el delantal para marcar algo más la cintura. Ojalá hoy me hubiera arreglado un poco.

Pasada una hora sin que haya habido ninguna otra interacción entre nosotros, los cuatro se levantan de las sillas y cogen las chaquetas. Me pongo otra vez nerviosa esperando que él venga hacia mí. Uno de los chicos, el más gordo, viene hasta la barra con la cartera a la mano dispuesto a pagar y, para mi sorpresa, los otros van hacia la puerta, entre ellos el guapo también, claro. Observo, azorada, cómo sale a la calle con su andar decidido y seguro sin decir nada, ni tanto sólo dedicarme una mirada. Le cobro a disgusto al chico que ha venido a pagar y cuando sale afuera veo que se marchan los cuatro, calle abajo. Ni un adiós, ni una mirada, nada. Me siento decepcionada. Es culpa mía, me había hecho ilusiones para nada, ningún chico se fijará en mí con la pinta que llevo y menos uno tan atractivo. Soy una ilusa.

Sigo trabajando el resto de la tarde con  cierto aire de mal humor. Cuento las horas y los minutos para poder irme, hoy tengo más ganas de las habituales de salir y andar. A las cinco llega Pere de la gestoría.

―Emma, ya te puedes marchar ―me dice mirando el reloj.

―Bien, sí. ―contesto, todavía ofuscada en mí misma.

Me quito el delantal y en el almacén cojo la chaqueta, la bolsa y me voy.

Salgo de la cafetería perdida en mis pensamientos y, sin darme cuenta, con las cejas fruncidas. Ya se ha hecho oscuro y hace mucho frío. Me estrecho la chaqueta con fuerza y me pongo a andar a paso ligero.

 

Por la noche, sola en casa después de cenar, todavía de mal humor, mis demonios me vienen a molestar. Intento ignorarlos, pero finalmente me ganan la batalla. Últimamente los mecanismos de defensa que los paran me fallan demasiado a menudo. Apago la televisión, me levanto del sofá y voy hasta la habitación a buscar la caja que tengo sobre el armario, donde guardo algunos recuerdos.

Miro con nostalgia las fotografías del grupo de amigas del instituto, a la mayoría hace mucho tiempo que no las veo. Estábamos muy unidas durante los años de instituto y después algunas nos habíamos continuado viendo en la universidad hasta que las circunstancias hicieron que yo me distanciara. Cuando tuve que dejar de estudiar y volví al pueblo, ellas siguieron estudiando en Barcelona, siguieron con sus vidas y yo me quedé atrapada en el mismo lugar. Judit es la única que ha hecho el esfuerzo para no perder del todo el contacto. Ahora que me he marchado del pueblo y que he vuelto a empezar, todo ha cambiado con ella también, ha pasado mucho tiempo, demasiado tiempo. Ellas han hecho su vida y yo ya no formo parte. Además, yo ahora estoy en otra ciudad y la distancia es grande.

Encuentro también unas fotografías familiares de hace unos años y no puedo evitar mirarlas con tristeza. Son imágenes de momentos felices, que ya se han desvanecido y que no volverán nunca. Miro la imagen de mi madre unos instantes. La mirada se me empieza a hacer borrosa y una lágrima orgullosa intenta inútilmente aferrarse al ojo para no caer mejilla abajo. Cojo el papelito que tengo guardado con el teléfono de mi padre, lo miro detenidamente intentando decidir si llamarle o no, hasta que me invade la rabia, arrugo el papelito, lo tiro con rabia dentro de la caja y cierro la tapa con fuerza. Ha pasado mucho tiempo y él no me ha telefoneado, así que yo tampoco pienso llamarle, al menos hoy no, quizás otro día pero hoy, no. Dejo la caja a su lugar y me pongo dentro de la cama.

Intento dormir enfrascada en mis pensamientos y, como un flash, me viene a la cabeza la imagen del chico de la cafetería. Es realmente atractivo, muy atractivo. Pero hay algo de él que me llama mucho la atención, no son sólo sus facciones masculinas y angulares. Son sus ojos negros clavándose sobre mis ojos azules, la intensidad de la mirada, el ademán serio y misterioso y, sobre todo, la gran seguridad con él mismo que desprende. Todo ello me ha hecho sentir como una niña pequeña y vergonzosa que no sabe qué decir ni qué hacer. De todos modos, lo más posible es que no lo vuelva a ver más.

Yo antes no era así, era una persona alegre, animada, feliz. Recuerdo cuando iba al instituto y los dos años que estuve estudiando en la universidad, que salía por las noches a divertirme con las amigas, muy arreglada, y tenía bastante éxito entre los chicos. La autoestima y la seguridad que tenía se han ido esfumando. Me he ido apagando y me estoy consumiendo como una vela que se queda despacio sin cera hasta que desaparece. Me siento sola en este mundo, cansada y sola. He ocupado mi mente con la rutina para no pensar, para reprimir los sentimientos, como me propuse, pero no me siento bien, y desde que trabajo en el club de striptease este mecanismo me empieza a fallar.

Me quedo un largo rato rodeada de estos pensamientos, de estos demonios míos a quienes no puedo acallar, hasta que finalmente, abatida, me adentro en un sueño amargo.

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Ando sola por el camino de tierra. Las piedras se me clavan a los pies. No llevo zapatos, voy descalza. Hay una hilera de árboles muy altos a cada lado del camino, como una gran muralla verde que lo protege. Hay algo al final. Intento llegar pero por más que ando no llego, el camino cada vez es más largo. Empieza a hacerse de noche. Fuerzo la vista para ver qué hay al final y de repente lo veo, todo está lleno de tumbas, es un cementerio. La noche cae y cada vez está más oscuro. Sola en el camino de tierra, corro para llegar al cementerio, pero cada vez se encuentra más lejos. Me despierto con un grito. Abro los ojos y busco desesperadamente el interruptor. Enciendo la luz y me tranquiliza ver que estoy en mi habitación. Un sudor frío me recorre la espalda. Ha sido una pesadilla, cargada de significado, eso sí. Muevo la cabeza para que se esfume e intento seguir durmiendo, todavía es demasiado temprano para levantarme.

 

Suena la alarma y la paro rápidamente, de mal talante. Llevo más de una hora despierta porque el mal gusto que me ha dejado la pesadilla no me ha permitido seguir durmiendo. Soy consciente de que la pesadilla me la provoqué yo misma mirando las fotografías justo antes de ir a dormir. Suelto un fuerte suspiro y salgo de la cama.

Me lavo la cara con el agua muy fría para ver si espabilo y me miro detenidamente al espejo. Arrugo las cejas las cejas al descubrir la imagen que me devuelve el espejo, piel pálida y ojeras marcadas, cabellos despeinados y ojos totalmente apagados. Quizás si me esforzara un poco podría estar mejor. Cuando voy a trabajar al club me maquillo, y antes, pero de esto ya hace mucho tiempo, me arreglaba cada día. Necesito verme guapa, así que rápidamente cojo el estuche de maquillaje y me perfilo los ojos con una línea fina, marco las pestañas con rímel y las mejillas con un toque de colorete. Me gusta el resultado, no es gran cosa pero hace su efecto. Así, parece que tenga mejor cara, con las mejillas coloradas y los ojos azules más despiertos. Me peino los cabellos a conciencia hasta que compruebo que me caen por la espalda y sobre el pecho algo más disciplinados. Una última visita al espejo me deja satisfecha, más o menos he conseguido el resultado esperado y estoy bastante bien, aunque los ojos no me brillan, están opacos. Voy hacia la habitación y me visto con mis mejores tejanos.

Voy camino a la cafetería observando el ritmo de la ciudad que como yo, despacio, se va despertando. Las tiendas están todavía cerradas, los bares van abriendo, los coches se afanan a desplazarse y la gente empieza a salir a la calle. Todavía hace frío y el cielo vuelve a estar nublado. Parece que una gran nube gris, allí arriba, me acompaña.

De golpe, me asalta la imagen de él. En el fondo, aunque no lo quiero reconocer, me he intentado arreglar por si hoy también viene a la cafetería. Estoy decidida a causarle mejor impresión, hoy voy más arreglada y pienso intentar mantener una actitud más coqueta sin ponerme nerviosa. Sólo de pensarlo me pongo roja y me siento del todo ridícula: estoy pensando en un chico que ni conozco, que sólo he visto una sola vez y con quien no he intercambiado más de dos palabras. Sacudo la cabeza y veo que, sin darme cuenta, ya estoy ante la cafetería. Al entrar, me encuentro con Pere:

―¡Caray, Emma! Hoy estás muy guapa ―me dice cuando me ve entrar.

―¡Gracias! ―le contesto con una gran y sincera sonrisa mientras voy de camino al almacén para dejar mis cosas.

Empiezo la mañana trabajando muy animada y, a pesar de que hay mucho trabajo, por primera vez la mañana se me pasa muy lentamente. Veo cómo pasan las horas y me pongo francamente nerviosa. A pesar de que no lo quiero admitir, no dejo de mirar esperanzada la puerta cada vez que se abre.

Hacia el mediodía el corazón me da un salto. Entran por la puerta dos de los chicos que vinieron ayer. Él no está. Se Sientan a la mesa del fondo mientras hablan animadamente. Me  acerco y les pregunto qué quieren. Estoy decepcionada, pero tengo una pizca de esperanza, quizás venga más tarde. Les sirvo y sigo trabajando mientras echo miradas a la puerta de vez en cuando, cada vez más impaciente.

Después de una hora larga, los dos amigos se marchan. No ha venido. Soy una ilusa por pensar que tenía que venir hoy. Había hecho un esfuerzo para intentar estar guapa pero ha sido en vano. Me siento desanimada, hoy me hubiera venido muy bien obtener una alegría. Me pongo un mechón de cabello detrás la oreja.

―Tienes mala cara, Emma. ¿Estás bien? ―me pregunta Pere.

―Sí, ¡no sufras! ―evidentemente, miento.

Acabo de trabajar las horas que me faltan de mal humor y enfadada conmigo misma. Cuando termino salgo a la calle y noto una gota de agua que me cae sobre la frente. Miro el cielo y veo que está gris y empieza a llover. Lo que faltaba, empieza a llover y yo sin paraguas. Me pongo la capucha de la chaqueta con la mirada triste y bajo corriendo por las calles de una Gerona gris y lluviosa.