Capítulo Uno

Lauryn Lowes sería una esposa perfecta para él porque ni la quería ni se sentía atraído por ella, pensó Adam Garrison.

En realidad, apenas la conocía.

Sus reuniones semanales desde que empezó a trabajar para él siete meses antes nunca les habían dejado tiempo para charlas personales. Ella trabajaba de día, cuando el club estaba cerrado, y él trabajaba por las noches, cuando Estate estaba abierto. De modo que sabía muy poco de ella salvo lo que estaba incluido en su currículum.

Un golpecito en la puerta le indicó que la mujer en cuestión acababa de llegar.

—¿Quería verme, señor Garrison?

—Entra, Lauryn. Siéntate, por favor.

Ella se sentó en una silla frente a su escritorio, tan seria como siempre.

Según su abogado, que era su mejor amigo y en cuyo sentido común confiaba por completo, Lauryn era la candidata perfecta para ser su esposa. Y no era una chica fea. Un poco sosa, sin maquillar, pelo rubio que siempre llevaba sujeto en un moño…

Pero también era una mujer inteligente e independiente. De no ser así, no la habría contratado para llevar las cuentas de un club nocturno multimillonario.

—¿Ocurre algo? Hoy no es el día de reunión habitual —Lauryn se colocó las gafas sobre el puente de la nariz antes de estirar primorosamente su aburrida falda azul marino.

Adam nunca se había fijado en sus manos, pero tenía unas manos muy bonitas. Claro que nunca había imaginado esas manos tocándolo. Íntimamente. Sus uñas cortas, naturales, no tenían nada que ver con las uñas largas y pintadas de rojo de las mujeres con las que él solía salir.

Pero además de una buena manicura necesitaba ropa nueva para hacer su papel. Y lentillas. Quizá un cambio de imagen. De no ser así nadie creería que la había elegido a ella como esposa cuando estaba acostumbrado a salir con las modelos y actrices que frecuentaban el Estate y su cama.

Él conocía a muchas chicas, pero ninguna de ellas era el tipo de mujer que necesitaba. En la Cámara de Comercio lo consideraban un playboy y una equivalente femenina no lo ayudaría nada. Lauryn, en cambio, no era una chica alegre. Adam había preguntado, discretamente, y nadie en el club sabía nada sobre su vida privada.

Lauryn carraspeó, recordándole que no había contestado a su pregunta. Eso era algo que siempre había admirado de ella: sabía cuándo permanecer en silencio en lugar de charlar incesantemente.

—No pasa nada, Lauryn. De hecho, me gustaría ofrecerte un aumento de sueldo… una especie de ascenso —contestó por fin, con una sonrisa destinada a tranquilizarla. O a él mismo.

La verdad, no estaba convencido de que aquél fuera el mejor plan. Sólo tenía treinta años y le gustaba ser soltero. Entre la mala relación de sus padres y lo que veía todas las noches en el club nunca había pensando en casarse, pero no veía otra manera de conseguir su objetivo.

Él quería tomar parte en la dirección del negocio familiar y la única manera de conseguirlo, aparte de asesinando a sus dos hermanos mayores, era ganarse su respeto. Su padre había muerto inesperadamente en el mes de junio y ahora, en noviembre, Parker y Stephen seguían sin ofrecerle una posición de responsabilidad en Garrison Inc. porque no lo tomaban en serio.

Lauryn arrugó el ceño.

—No lo entiendo. Siendo la única contable de Estate no sé cómo va a darme un ascenso… ¿piensa contratar un ayudante? Porque le aseguro, señor Garrison, que puedo hacer mi trabajo sin ayuda.

—Adam —la corrigió él, no por primera vez.

Nunca parecía relajada a su lado. De hecho, siempre parecía un poco incómoda y no sabía por qué. Él se llevaba bien con todo el mundo, en particular con las mujeres. Más de un crítico había atribuido el éxito de Estate a su encanto personal. Él sabía cómo tratar con la gente, cómo hacer que los clientes se sintieran bienvenidos y quisieran volver.

Claro que nunca había intentado ser encantador con Lauryn Lowes. Ella era una empleada y ésa era una línea divisoria que no cruzaba nunca. Pero lo haría aquel día.

—El presidente de la Cámara de Comercio de Miami se retira el año que viene. Y, como imagino que sabrás, es un grupo muy conservador.

—Sí, lo sé.

—Yo soy miembro activo desde hace años, pero al Consejo de la Cámara no le gusta la idea de que un hombre soltero, especialmente uno que dirige un escandaloso club nocturno en South Beach, se convierta en presidente… por muy cualificado que esté.

—¿Quiere ser presidente de la Cámara de Comercio? —preguntó Lauryn.

La sorpresa que había en su tono fue como sal en una herida abierta.

—Pues sí. Y la única manera de entrar en la terna de nominaciones es convertirme en un hombre maduro y estable. Y para eso necesito una esposa.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Tú eres la candidata perfecta.

Ella parpadeó un par de veces.

—¿Para ser su esposa?

—Eso es.

—Pero… ah, lo está diciendo de broma, ¿verdad? —sonrió Lauryn.

Bonitos labios, pensó Adam. Limpios, nada de carmín. Y sin colágeno.

Natural. Exactamente, Lauryn era natural.

Una pena que tuviese que cambiarla.

—No, no estoy de broma —le dijo, mostrándole una carpeta—. Brandon Washington, mi abogado, se ha encargado de organizar todo el papeleo. Te pagaré quinientos mil dólares al año durante dos años… más los gastos. Después de eso, nos divorciaremos discretamente. Firmaremos un acuerdo de separación de bienes, naturalmente. Lo que es tuyo seguirá siendo tuyo, excluyendo los regalos que yo te haya hecho, y lo que es mío seguirá siendo mío.

Adam sacó los documentos de la carpeta y los empujó hacia el otro lado de la mesa, pero ella no se movió.

—Puedes pedirle a tu abogado que los revise.

Lauryn, agarrada a los brazos de la silla, miraba los papeles como si fueran una cobra.

—¿Espera que acepte esta… proposición?

—Te pagaré un millón de dólares por no hacer nada. ¿Por qué no ibas a aceptar?

—¿Porque no lo quiero?

Un poco sorprendido, Adam se encogió de hombros. Conocía a una docena de chicas que habrían saltado de alegría ante esa proposición, pero no eran el tipo de mujer que necesitaba.

—Yo tampoco te quiero, pero sería una unión ventajosa para los dos. Vivirías en mi ático y te compraría un coche nuevo. Quizá un Mercedes o un Volvo. Hay que dar la impresión de que queremos formar una familia.

Lauryn lo miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Una familia?

—No vamos a hacerlo, claro, pero es parte del plan.

—¿Parte del plan? —repitió ella.

Que fuese rápida con los detalles era una de las cosas que siempre le había gustado de su contable, pero no estaba siendo muy rápida aquel día.

—La viva imagen de la felicidad doméstica: estables, maduros, pilares de la comunidad.

Ella sacudió la cabeza, atónita.

—Lo siento, es que no puedo creerlo. ¿Me está pidiendo de verdad que me case con usted?

—Sí.

—Señor Garrison… Adam. Lo siento, pero yo no soy la persona adecuada para ese… puesto.

—Yo creo que sí. Eres inteligente, seria y conservadora. Exactamente lo que yo necesito.

Adam había pensado que así la convencería pero, en lugar de eso, ella se levantó de la silla.

—Me siento muy halagada por su… proposición, pero me temo que debo declinar.

—Lauryn…

—La negativa no me costará mi puesto de trabajo, ¿verdad?

—No, claro que no. ¿Pero qué clase de imbécil crees que soy? Pero si te casas conmigo estarás demasiado ocupada haciendo… lo que hagan las señoras de la alta sociedad de South Beach como para trabajar aquí.

Adam se levantó para acercarse a ella y, por primera vez, notó que olía muy bien. Olía como las parras que crecían en el patio de su vecino. Y algo más… algo picante y atractivo.

—Considéralo unas vacaciones pagadas. Podrías ir de compras, a un balneario…

—Pero a mí me gusta mi trabajo. Lo siento, pero no. Estoy segura de que encontrará a otra mujer que…

—Quiero casarme contigo, Lauryn.

Ella levantó una mano temblorosa para colocarse las gafas, pero Adam la interceptó. Al tocarla le pareció como si saltaran chispas y se dio cuenta de que era porque estaba cruzando la línea divisoria entre jefe y empleada por primera vez.

Cuando le quitó las gafas comprobó que tenía unos ojos verdes extraordinarios, más brillantes que las aceitunas, más oscuros que la hierba. El tono exacto del agua en la costa de Miami.

Y su pulso se aceleró.

Por lo que estaba en juego, se dijo a sí mismo.

Él no se sentía atraído por aquella chica. Pero estaba bien que no le resultase desagradable su contacto.

—Seré un buen marido —la voz le salió más ronca de lo que pretendía y tuvo que aclararse la garganta—. Te garantizo que quedarás satisfecha.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Está diciendo que dormiríamos juntos?

—Dormir… no sé. A mí me gusta tener mi espacio. Tengo un estudio que podríamos convertir en un dormitorio para ti, así tendrás toda la intimidad que quieras. Pero, de cara a los demás, el nuestro debe parecer un matrimonio normal.

—Pero esperaría… sexo —insistió ella.

No parecía gustarle nada la idea y eso lo picó. Él era muy bueno en la cama. Había estado perfeccionando su técnica desde los dieciséis años. Y nunca había dejado a una mujer insatisfecha.

—Definitivamente. Estaríamos juntos dos años y eso es mucho tiempo para ser célibe. Y de ser infiel todo el mundo pensaría que no soy una persona de confianza.

Ella apartó la mano de golpe.

—No, no puedo.

¿Lo estaba rechazando? ¿Cuándo lo había rechazado una mujer? ¿Cuándo había tenido que ser él quien diera el primer paso? Normalmente levantaba una ceja y su elegida hacía lo que le pidiera. Todo lo que le pidiera.

Tenía que hacerle cambiar de opinión. Lauryn era la mujer más adecuada para ser su esposa… una persona que no era de su círculo y no le contaría sus secretos a todo el mundo. Además, no tenía tiempo de buscar otra candidata. La terna final de nominados sería propuesta en seis meses y eso significaba que tenía poco tiempo para demostrar que era un hombre estable y maduro.

—Di la cantidad que quieres, Lauryn.

—No es eso… creo que será mejor que me vaya.

—Te llamaré mañana.

—No, señor Garrison. No me llame. Si quiere volver a hablar de este asunto, no me llame.

Aquello no iba nada bien.

—Además del dinero habría otras ventajas…

—¿Dinero por vender mi cuerpo?

—Perteneciendo a los Garrison de Miami se te abrirían muchas puertas.

Ella emitió un sonido estrangulado.

—Me da igual estar en la lista de VIPS de todos los clubs de esta ciudad. Ni siquiera estoy despierta cuando abren.

Tenía la piel de color porcelana, no morena como la mayoría de las chicas en Miami. ¿Estaría tan pálida por todas partes?

—Supongo que, como es rico, cree que puede comprarlo todo. Incluso una esposa. O la presidencia de la Cámara de Comercio.

—Lauryn…

—No, déjelo. Antes de que esto se convierta en una demanda por acoso sexual. Supongo que su abogado le habrá advertido sobre eso, ¿no?

Oh, sí, Brandon había insistido en ello en cuanto le dijo que Lauryn era la candidata idónea. Y esa advertencia era la razón por la que no la besaba para demostrarle que podía complacerla en la cama. Pero no la convencería tan rápidamente y lo mejor sería una retirada. Por el momento.

—Permíteme recordarte la cláusula de confidencial de tu contrato. Cualquier cosa que tenga que ver con mis negocios, y eso incluye esta proposición o mi deseo de convertirme en Presidente de la Cámara de Comercio, no puede salir de este despacho.

—Nadie me creería si les dijera que Adam Garrison está intentando comprar una esposa. Pero no se preocupe, no diré nada… a menos que usted me obligue a hacerlo.

Después de decir eso salió del despacho y cerró la puerta tras ella.

Dejando escapar un suspiro, Adam se dejó caer en el sillón. Él estaba acostumbrado a que las mujeres lo persiguieran, no a que salieran corriendo como si tuviera la gripe aviar.

Como uno de los herederos de la fortuna Garrison, que consistía en hoteles y locales de entretenimiento, era un partidazo. Las columnas de sociedad y su declaración de Hacienda lo dejaban bien claro. Su familia estaba forrada y sus propias inversiones habían aumentado de valor con los años. Además, recientemente había heredado el quince por ciento del imperio familiar y decir que era un hombre acomodado sería decir poco.

Y se había mirado en un espejo. No era feo precisamente.

Entonces, ¿por qué Lauryn no mordía el anzuelo?

Debía haber algo… algo que pudiera usar para convencerla.

Lo único que tenía que hacer era encontrarlo.

 

 

Aquel hombre tenía que estar loco.

Lauryn soltó el bolso, las gafas y las llaves sobre la encimera de la cocina y se dirigió al dormitorio de su minúsculo apartamento quitándose las horquillas del pelo.

Un matrimonio de conveniencia.

¿Qué era aquello, una novela romántica? Ella era aficionada a leerlas, pero no pensaba que pudieran hacerse realidad.

Claro que se había ido a Florida específicamente para conocer a Adam Garrison.

Pero no quería casarse con él.

Era un famoso mujeriego que salía con una modelo o una actriz diferente cada noche. Y con su pelo negro, sus ojazos azules y su sonrisa devastadora, invariablemente elegía mujeres tan atractivas como él.

Pero el atractivo físico, y eso era algo que ella había aprendido de la manera más dura, a veces escondía una fea personalidad. Y atraía una atención indeseada. Por eso había empezado a vestir de forma que pasara desapercibida.

Lauryn se quitó el traje, que colgó en una percha, y luego los zapatos, que guardó en el armario.

—Dice que a él le gusta tener su espacio, pero seguro que nunca se va a la cama solo —murmuró mientras se ponía un viejo pantalón de chándal y una camiseta de su padre—. Seguramente después del orgasmo las manda a casa en un taxi.

Como contable no podía dejar de pensar en todo lo que podría hacer con un millón de dólares… empezando por engordar una cuenta corriente que había vaciado para pagar el viaje a Miami desde el otro lado del país con objeto de trabajar en el club de Adam; un trabajo que había buscado cuando su investigación reveló que él era el nuevo propietario de cierta mansión.

¿Pero casarse con él? No, de eso nada. Ella tenía un desastroso matrimonio a sus espaldas y no era una experiencia que quisiera repetir.

Aunque fuese un matrimonio de conveniencia.

Y muy lucrativo.

«Olvídate de eso».

Suspirando, sacó de la nevera los restos de comida china de la noche anterior y los metió en el microondas. El olor de las gambas con guindilla se mezcló con el de la naranja que estaba pelando.

«Si vivieras con él lo conocerías bien».

¿Lo suficiente como para convencerlo para que la dejase levantar unas cuantas tablas del suelo de la finca de quince millones de dólares que había comprado dieciocho meses antes?

¿Por qué había gastado una fortuna en esa casa si no iba a vivir en ella? Al principio pensó que querría remodelarla, pero no había pedido permisos de obra y, por lo que había visto en sus frecuentes visitas a Sunset Island, la casa estaba igual desde que ella se mudó a Florida.

Una empresa se encargaba de cuidar el jardín y la piscina. Y le había parecido ver una pista de tenis al otro lado de la verja de hierro forjado, pero la mata de buganvillas era demasiado espesa como para estar segura y en la exclusiva zona de Sunset Island uno no podía ponerse a escalar verjas sin que le detuvieran.

La finca no estaba cerca del club, como su ático, pero incluso en hora punta y con todas las obras que se estaban haciendo en South Beach, no tardaría más de veinte minutos en llegar.

Mientras la cena se calentaba en el microondas, Lauryn puso la mesa. Su madre… su madre adoptiva, siempre insistía en poner formalmente la mesa. Era una de las muchas cosas que solían hacer juntas. Pero todo eso cambió once meses antes, cuando su padre murió y su «madre» le había enseñado las cartas.

Cartas que habían estado guardadas en una caja de seguridad durante años.

Cartas de la amante de su padre.

Cartas que habían puesto su mundo patas arriba, enviándola en un viaje de seis mil kilómetros para encontrar a la mujer que la había querido lo suficiente como para tenerla, pero no tanto como para quedarse con ella.

Adrianna Laurence.

Su madre biológica.

¿Cómo podía haber vivido su padre con ese remordimiento?, se preguntó por enésima vez. ¿Y por qué lo había soportado Susan?

Cuando sonó el timbre del microondas, Lauryn echó el contenido en un plato y sacó una coca-cola sin calorías de la nevera.

¿No había pensado su padre en la sorpresa que se llevaría ella al descubrir que no era quien creía haber sido durante veintiséis años?

¿No se le había ocurrido pensar que, al saber que era el resultado de la aventura que mantuvo con una chica de la alta sociedad de Miami, Lauryn dudaría de todo?

¿Por qué no se le había ocurrido pensar que casarse sólo para darle una madre a su hija haría que Lauryn se cuestionara la relación de sus padres? ¿O que algún día descubriría que el bebé que había en la barriguita de su madre en todas las fotografías no era ella?

¿Por qué Susan no le contó la verdad antes de que Adrianna muriese? De haberlo hecho, Lauryn habría tenido la oportunidad de conocer a su verdadera madre. Podría haber oído su voz, haber visto su cara… habría descubierto algo sobre la relación que mantuvo con su padre. ¿Qué los había atraído el uno al otro? ¿Por qué se habían separado? ¿Por qué Adrianna no había querido criar a su hija y por qué había muerto tan joven?

Incluso su nombre era parte del misterio. Laurence. Lauryn. Según su madre adoptiva, Adrianna Laurence había insistido en que la llamaran así. ¿Era porque pensaba buscarla algún día? ¿O porque no soportaba no ser parte de la vida de su hija aunque sólo fuera de nombre?

Quizá nunca descubriera la razón, pero no dejaría de intentarlo.

Si su padre le hubiera contado la verdad, no tendría que usar subterfugios para encontrar las repuestas.

Respuestas que, según las cartas, estaban en unos diarios escondidos en un compartimento secreto bajo el suelo de un vestidor en la casa que ahora pertenecía a Adam Garrison.

¿Estarían los diarios allí todavía o alguien los habría encontrado? Sabía que su abuela, la última superviviente del clan Laurence, había muerto poco antes de que Adam comprase la propiedad…

«Se te abrirían muchas puertas», le había dicho él.

La única puerta que Lauryn quería abrir era la de esa casa, la casa de su madre biológica. Pero no podía pedirle que la dejase entrar. Si lo hacía y Adam le decía que no, nunca encontraría las respuestas que buscaba.

Y por eso había empezado el engaño. Se había ido desde California a Florida planeando hacerse amiga de su nuevo jefe. Había creído que una vez que se hubiera ganado su confianza, la dejaría hacer algo tan absurdo como levantar parte del suelo del vestidor de su casa.

Pero las cosas no estaban saliendo como ella había esperado. Adam y ella sólo se veían una vez a la semana y no había nada personal en sus conversaciones. Además, siempre había otros empleados cerca.

Y ahora…

Lauryn miró su cena sin apetito alguno.

Ahora, el absurdo plan de Adam y su negativa a participar en él seguramente habían arruinado cualquier posibilidad. Tendría suerte si conservaba su puesto de trabajo.

Pero tendría que encontrar la manera de solucionarlo o podía despedirse de las repuestas.