Capítulo Cuatro

—¿Nos vamos?

El martes por la tarde, al oír la voz de Adam, Lauryn estuvo a punto de saltar de la silla. Cuando se dio la vuelta, lo encontró en la puerta de la oficina.

Traje oscuro, camisa blanca, una corbata de estampado clásico… Masculino. Magnífico. Siempre había vestido bien, pero raramente lo veía con traje de chaqueta y corbata.

—Llegas muy temprano. Espera, deja que imprima este documento… he redactado un apéndice.

—¿Un apéndice de qué?

—De nuestro acuerdo.

Adam miró la pantalla del ordenador y luego a ella antes de cerrar la puerta de la oficina.

—Nuestra vida sexual no va a aparecer en un documento legal.

—Quiero que los términos de este matrimonio queden bien claros.

—No pienso poner por escrito nada que los periódicos puedan usar contra mí. El acuerdo de confidencialidad ya es suficientemente arriesgado. Borra ese archivo, Lauryn —le ordenó.

Y el tono hizo que ella respondiera como solía hacerlo. No le gustaba que le diesen órdenes. Su padre solía hablarle como si fuera un recluta y ella… en fin, se rebelaba.

Pero eso era antes.

—Adam…

—Hazlo, Lauryn.

Sujetándose a los brazos de la silla, ella contó hasta diez.

—Tú estás protegiendo tus intereses. ¿Por qué no voy a proteger yo los míos?

—Te doy mi palabra de que acepto tus términos… hasta que cambies de opinión.

La última frase, pronunciada con una sonrisa llena de confianza, casi la hizo sonreír. Estaba convencido de que cambiaría de opinión sobre el sexo. No tenía ni idea de que ella controlaba sus hormonas con mano de hierro desde que anuló su matrimonio ni de lo bien que se le daba ignorar al sexo opuesto. Pero ya lo descubriría.

De modo que borró el archivo y metió el documento en la trituradora de papel.

—Ya está.

—Vamos.

—Espera. Tienes que aprobar el anuncio para buscar un ayudante…

—No hace falta poner un anuncio. Tu predecesora está deseando volver a trabajar. Por lo visto, está cansada de cambiar pañales todo el día.

En silencio, Lauryn tomó el bolso y la carpeta con los documentos y salió con él del club.

—¿Tu abogado ha aprobado el acuerdo?

—No conozco a ninguno en Miami y no he tenido tiempo de buscarlo.

Adam la tomó del brazo y ella tuvo que tragar saliva.

—No voy a engañarte, Lauryn. El acuerdo es justo para los dos.

—Lo sé, lo he leído —dijo ella.

Lo había leído cinco veces. Páginas y páginas de términos legales con los que le prometía veinticuatro meses de su vida a un extraño. Un año para que Adam fuese elegido Presidente de la Cámara de Comercio de Miami y un año para que siguiera en el cargo mientras demostraba su valía.

¿Sería capaz de permanecer tan distante cuando compartiese su casa y su vida con aquel hombre? ¿Sería capaz de decirle adiós después, como si no hubiera pasado nada? Lo que sentía cada vez que la tocaba dejaba bien claro que el tiempo no pasaría sin dejar su marca.

Pero podría controlarse. ¿O no?

Tenía que hacerlo.

Al darse la vuelta no vio el BMW descapotable en la puerta como todos los días. En su lugar había un Lexus azul. Adam metió la mano en el bolsillo y sacó unas llaves.

—Creo que te gusta el color azul. Espero que también te guste el coche.

—¿Qué? Lo dirás de broma.

—No, conduces tú —dijo él.

Como Lauryn no aceptaba las llaves, Adam las puso en su mano.

No sabía qué la sorprendía más, el caro vehículo o el escalofrío que sintió al tocarlo. Tendría que esforzarse para controlar esa reacción.

—Yo tengo un coche decente.

—Ahora tienes uno mejor. Vende el otro, me da igual.

—Pero…

—Las apariencias, Lauryn. Estamos hablando de apariencias —suspiró él—. Venga, vamos. Brandon nos está esperando en el despacho.

Lauryn se deslizó sobre el suave asiento de piel y llenó sus pulmones del olor a coche nuevo. El salpicadero del Lexus parecía un ordenador de la NASA, con GPS y radio por satélite. A saber qué más aparatos habría. Le temblaba la mano mientras metía la llave en el contacto.

—Has llevado documentos al bufete de Brandon otras veces. ¿Recuerdas dónde está? —preguntó Adam.

—Sí, claro.

Pero no le apetecía mucho maniobrar un coche nuevo durante la hora punta en el centro de Miami.

Adam le dio unos minutos para que se acostumbrase a manejar el Lexus antes de seguir hablando:

—Las leyes de Bahamas exigen que estemos en el país veinticuatro horas antes de solicitar la documentación necesaria para casarnos. Nos iremos mañana por la mañana, nos casaremos el jueves y volveremos el lunes.

—¿Tan pronto? —preguntó ella, tragando saliva.

—¿Para qué esperar?

—¿Y vas a estar fuera del club tantos días?

—Sobrevivirá sin mí, no te preocupes. Y Sandy se encargará de todo por ti.

—¿Sandy es mi predecesora?

—Así es.

—Pero entonces no tendré tiempo de hacerme ese cambio de imagen…

—Hazlo en la isla. Cassie puede decirte dónde ir.

Pronto llegaron al edificio de Washington y Asociados. Y como muchos de los empleados salían de la oficina a esa hora, Lauryn encontró un sitio donde aparcar. Pero el nudo que tenía en las cervicales pronto se extendió a su estómago mientras subía con Adam en el ascensor. Una mujer de unos sesenta años los esperaba en recepción.

—¿Qué es eso que he oído sobre un compromiso? Primero tus hermanos, luego Brandon y ahora tú. ¿Qué ocurre, los hombres de Miami han recuperado el sentido común?

—Hola, Rachel —Adam abrazó a la mujer—. Te presento a Lauryn Lowes, mi prometida. Rachel Suárez, la secretaria de Brandon.

—Encantada.

—Lo mismo digo. Pero voy a darte un consejo: Adam será un buen marido… mientras lo lleves con una correa.

—Gracias —dijo ella, sorprendida.

Brandon Washington apareció enseguida. Era un hombre de la estatura de Adam, un atractivo afroamericano. Lauryn había hablado con él en numerosas ocasiones y siempre le había parecido muy agradable.

—¿Sigue llevando tu bufete? —preguntó Adam, señalando a Rachel.

—Eso dice ella —sonrió Brandon—. Vamos a mi despacho.

Lauryn tragó saliva, preguntándose si estaba haciendo lo correcto. Pero si se marchaba ahora, nunca descubriría nada sobre su madre. Y seguramente también perdería su trabajo.

—¿Estáis seguros de que queréis hacer esto? —preguntó Brandon, mirando de uno a otro.

—Yo estoy seguro —respondió Adam.

—¿Y tú, Lauryn?

—Pues… —ella se aclaró la garganta mientras le entregaba la carpeta—. Sí, yo también.

—¿Tienes alguna pregunta? ¿Alguna cuestión que necesites clarificar?

«¿Hay otra manera?», pensó.

—No.

—No le ha pedido a otro abogado que lea el acuerdo —le informó Adam.

—¿Quieres que lo haga uno de mis socios? —preguntó Brandon.

—No, no. Está bien.

El abogado asintió con la cabeza.

—Una vez en Bahamas, tendréis que ir al consulado norteamericano para solicitar los papeles. Ah, y Adam me ha dicho que vais a haceros un análisis de sangre mañana por la mañana. Una decisión inteligente.

Lauryn lo miró, sorprendida. Debía de estar convencido de que iba a convencerla para que se acostase con él.

«Pero eso no va a pasar», le dijo con los ojos.

«¿Quieres apostar algo?», parecía decir Adam.

—Lauryn, ¿has estado casada antes? —preguntó Brandon.

—Pues… no.

Le habían dicho que una anulación no contaba. Legalmente era como si nunca hubiera estado casada, lo cual estaba bien porque ni siquiera se acordaba de la ceremonia. Sí, mejor no contarle a nadie lo tonta que había sido.

—Entonces, éste es todo el papeleo que necesitáis. Cassie ha preparado un búngalo en la playa y también ha contratado al oficiante, al fotógrafo, la cena… La ceremonia tendrá lugar el jueves por la noche en la playa. Cassie y yo seremos los testigos y al día siguiente enviaré un comunicado de prensa. ¿Tenéis alguna pregunta?

Lauryn negó con la cabeza porque no le salía la voz.

Y después de firmar los papeles estaba hecho.

—Os enviaré una copia a cada uno —dijo luego Brandon—. Nos vemos el jueves, ¿no?

El jueves.

En cuarenta y ocho horas sería una mujer casada. Otra vez.

Y esa vez no podría llamar a su papá para que arreglase el desaguisado.

 

 

—¿Quieres casarte conmigo, Lauryn?

Ella se volvió, atónita. De repente, no podía oír el murmullo de las conversaciones en el exclusivo restaurante. O quizá todo el mundo se hubiera callado, esperando su respuesta.

Ella no sabía mucho de diamantes, pero estaba segura de que el que Adam tenía en la mano costaba una fortuna. La piedra, en corte marquesa, debía de tener al menos dos quilates. Y brillaba tanto como sus ojos.

—Pues…

Aunque no lo habían ensayado, sabía lo que tenía que decir. Pero no era capaz de articular palabra.

Flores, velas, un violinista, la mejor mesa del restaurante frente al mar… Adam había planeado el momento romántico perfecto.

Y todo era falso. Tan falso como lo sería su matrimonio.

—Cariño, no me hagas sufrir. Tú sabes que tenemos que estar juntos.

Lauryn se llevó una mano al corazón. Aquello no estaba bien. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer si quería descubrir la verdad?

—Sí —se oyó decir a sí misma—. Sí, me casaré contigo.

Adam sonrió mientras le ponía el anillo en el dedo. Y luego se inclinó para buscar sus labios. El beso había sido tan repentino que Lauryn no supo reaccionar. No había esperado que la besara en público y tampoco que sus labios fueran tan suaves. Ni tan cálidos. Ni tan persuasivos. Ni tan deliciosos.

—Échame los brazos al cuello —le dijo al oído.

Lauryn hizo lo que le pedía y Adam la envolvió en sus brazos. Estaba aplastada contra el torso masculino y un escalofrío de deseo la recorrió entera. Nerviosa, bajó las manos y apartó la mirada… para encontrarse con la de Helene Ainsley unas mesas más allá.

«Son sólo apariencias», pensó.

Y no debía olvidarlo. Era una charada, una actuación. Una oportunidad para él de conseguir la presidencia de la Cámara de Comercio. Nada más.

Adam se llevó su mano a los labios antes de inclinar la cabeza para besarla tiernamente en el cuello, haciendo que se le pusiera la piel de gallina.

No podía ser. Ella no quería desearlo.

—Muy convincente. Buen trabajo —le dijo al oído.

El camarero llegó inmediatamente con una botella de champán y presentó la etiqueta para la inspección.

Oh, sí, Adam definitivamente había planeado aquello… incluso la botella de Salon Blanc.

Lauryn sabía que era su favorito porque guardaba varias cajas en el club y, según los rumores, cuando pedía una botella era porque ya había elegido acompañante para la noche.

Ella no quería ser sólo otra mujer en su cama. Y no debía olvidar que los Adam Garrison de este mundo compraban todo lo que querían.

Él podía haber comprado su participación en aquel matrimonio, pero no podía comprar su dignidad. Y para conservarla debía alejarse de su cama… por mucho que despertara en ella deseos que había creído dormidos. Porque cuando la hedonista salía a jugar, su sentido común se iba por la ventana.

Y se negaba a ser el títere de otro hombre.

 

 

Lauryn se detuvo en medio de la pista.

—¿Qué es eso?

—Una Columbia 400, turbo —contestó él—. Mi avioneta.

Lauryn lo miró, aterrada. Debería haber imaginado que algo así iba a pasar cuando vio que no tomaba la autopista que llevaba al aeropuerto de Miami.

—¿Por qué no podemos ir en un avión de línea regular? Ya sabes, un avión grande con un experto piloto, copilotos, azafatas…

—No, demasiado lento —contestó él, colocándose las gafas de sol sobre la cabeza—. Soy piloto, Lauryn. Tengo licencia desde los dieciséis años. No va a pasar nada.

—Yo no quiero morir.

—Yo tampoco —dijo él.

—Pero yo nunca he viajado en una avioneta…

—Entonces, será tu primera vez —dijo Adam sonriendo, y abrió una de las portezuelas.

—Mi padre murió en un accidente de avión.

—Lo siento —dijo él entonces—. No lo sabía. Pero no te preocupes, en serio, soy un buen piloto. Además, según las estadísticas es mucho menos probable morir en un accidente de avión que en uno de coche. Vamos, sube.

—Es que yo me mareo en los barcos…

—Pero aquí no te vas a marear, te lo aseguro —Adam tomó su mano y la apretó con fuerza—. Confía en mí.

Iba a obligarla a subir a aquella cosa de lata.

—Con dos condiciones. Una, si lo paso mal, volveremos en un avión normal. Y dos, nada de acrobacias.

—Nada de acrobacias, de acuerdo —sonrió él—. Venga, sube.

Una vez en el asiento de la avioneta, Adam la ayudó a ponerse el cinturón de seguridad antes de colocarse frente a los mandos. Diez minutos después, cuando había comprobado lo que a Lauryn le parecieron miles de botones, se inclinó para ponerle unos auriculares.

—¿Me oyes ahora?

—Sí.

Mientras Adam se comunicaba con la torre de control, ella se dedicó a hacer cuentas para no pensar en lo que estaba a punto de hacer. ¿Cuántos intereses darían un millón de dólares pagados en veinticuatro plazos durante cinco años?

La avioneta empezó a moverse, saltando suavemente sobre la pista, y Lauryn cerró los ojos. Pero unos minutos después, notó que Adam tocaba su mano.

—Ya puedes abrirlos.

Ella abrió un ojo y vio… el cielo azul. Y cuando se arriesgó a mirar hacia abajo no se mareó como había imaginado. Al contrario, quería ver más, acercarse más a la ventanilla.

—El agua es tan verde…

—Preciosa, ¿verdad? Como el color de tus ojos.

Ella lo miró, sorprendida.

«No le des importancia, es un seductor nato», pensó. Pero saber eso no diluía el impacto del piropo.

—Gracias.

—¿Quieres que pasemos por encima de mi casa antes de dirigirnos al este?

Lauryn lo pensó un momento.

—Muy bien.

Adam no tenía que ser agradable con ella. La tenía donde la quería, la había contratado para que hiciera exactamente lo que deseaba.

Pero le gustaba que hiciera un esfuerzo.

 

 

Como un ciervo cegado por los faros de un coche, Adam no podía apartar la mirada. Unas curvas de escándalo, unas piernas interminables…

Lauryn estaba hablando con Cassie en la puerta del búngalo.

«Es preciosa».

¿Cómo no se había dado cuenta antes?

El material tenía que haber estado ahí porque era imposible que Lauryn hubiese hecho maravillas quirúrgicas en cinco horas, desde que Cassie fue a buscarlos al aeropuerto de Nassau para llevársela de compras mientras él iba al búngalo.

Adam, saliendo del trance, se dirigió a la puerta, pero se le doblaban las piernas mientras bajaba la escalera. Lo achacó al análisis de sangre que se habían hecho esa mañana, aunque sabía que era mentira.

Cuando llegó a su lado tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar la voz. La luz del sol iluminaba su pelo rubio, suelto por primera vez. Tenía una melena preciosa, larga y lisa… unas pestañas larguísimas, unos labios de pecado.

—Hola, Adam.

Él tuvo que hacer un esfuerzo para mirar a su hermanastra, que parecía disfrutar de su estupefacción.

—Ah, hola. Gracias por todo, Cassie.

—De nada. ¿Qué te parece?

Adam devoró a Lauryn con la mirada, desde el pelo brillante a las uñitas de los pies, pintadas de rosa. ¿Cómo había podido creer alguna vez que era una mujer sosa? ¿Estaba tan ensimismado que no había visto que había una mujer bellísima frente a él?

Aparentemente, sí.

—Este búngalo es uno de mis favoritos —siguió diciendo Cassie.

—Es muy agradable, sí —murmuró Adam, sin dejar de mirar a Lauryn.

—Genial. Bueno, yo tengo que irme. Tengo una cita esta noche con vuestro padrino. Nos vemos mañana.

—Adiós, Cassie, y gracias otra vez —se despidió Lauryn.

—De nada. Lo he pasado muy bien.

Adam observó el coche alejándose por la carretera de la playa y luego se volvió hacia Lauryn, maldiciendo los meses de celibato tras la muerte de su padre. A pesar de lo que dijeran las revistas, no había estado de humor para acostarse con nadie. Por muy furioso que estuviera con su padre por haberlo dejado fuera de la dirección de la empresa, seguía echándolo de menos.

Lauryn, con unas sandalias de tacón alto que realzaban sus piernas, se dirigió hacia la casa con un montón de bolsas en la mano.

—Espera, deja que te ayude.

Adam tomó las bolsas y las llevó al dormitorio que había elegido para ella. En realidad, había menos bolsas de las que esperaba. Su futura esposa no parecía querer llevarlo a la ruina.

Lauryn entró tras él y miró alrededor. Su ropa de estilo conservador no decía a gritos «estoy disponible» como ocurría con muchas chicas en el club. Pero había una sutil sensualidad en cómo el vestido acariciaba sus curvas. Pues bien, el beso de la noche anterior en el restaurante había sido como un tsunami… y eso antes de ver a su futura mujer así.

La deseaba. Mucho. Pero había prometido aceptar la condición de no mantener relaciones sexuales hasta que ella cambiase de parecer.

Y, maldición, él se enorgullecía de ser un hombre de palabra.

Pero esperaba que Lauryn cambiase de opinión cuanto antes. Claro que no lo haría antes de la boda. Y, a juzgar por el cansancio que había en sus ojos, se quedaría sin novia si intentaba seducirla esa noche.

—Mi dormitorio está al otro lado del salón —dijo con voz ronca.

—Muy bien.

Si quería dormir esa noche mejor que la noche anterior tenía que salir de allí y no imaginar a Lauryn desnuda en la bañera. Con él a su lado.

—¿Dónde están tus gafas?

Ella arrugó la nariz.

—Pues… la verdad es que no las necesito.

—¿Y por qué escondes unos ojos tan bonitos detrás de unos cristales?

No tenía sentido. Las mujeres que él conocía mostraban sus encantos descaradamente. Incluso pagaban buen dinero por hacer que esos encantos aumentasen de tamaño.

—Aprendí hace mucho tiempo que era mejor no llamar la atención. Los hombres creen que las mujeres guapas son tontas y, además, están disponibles.

—¿Y tú no lo estás?

—No, por el momento no.

—Y no lo estarás hasta que nos hayamos divorciado.

—Exactamente.

La seguridad que había en su tono despertó una alarma. ¿Sería homosexual? ¿Explicaría eso que nadie la hubiera visto con un hombre? En South Beach vivían muchos homosexuales. ¿Sería ésa la razón por la que se había ido a Florida? Porque mudarse a seis mil kilómetros de su casa sólo para ver un sitio en el que había estado su padre de joven…

No, Lauryn no era lesbiana. No había imaginado la atracción que había entre ellos ni el brillo de sus ojos cuando la besó.

Y quería besarla otra vez para demostrar su teoría.

Pero no lo haría. Aún no.

Aunque sus hormonas lo estaban volviendo loco.

Debía olvidar el champán, las velas y la cena que le había pedido a Cassie que organizara en el porche. No, él necesitaba un sitio lleno de gente y de ruido. Una distracción. Cualquier cosa menos una cena íntima.

—Vamos a cenar fuera esta noche. ¿Estarás lista a las diez?

—Pero Cassie me ha dicho que había llenado la nevera —comentó Lauryn, sorprendida.

—Sí, es verdad.

Lauryn se echó la melena hacia atrás y los músculos del abdomen de Adam se pusieron tan tensos como si hubiera pasado los dedos por su piel.

—Yo prefiero posponer el numerito hasta mañana, si no te importa. Sé que tendremos que hacerlo tarde o temprano, pero es nuestra primera noche aquí y estoy agotada. Cassie es una máquina de comprar. Y si alguien ha prestado atención a nuestro itinerario, esperarán que queramos estar solos.

Sí, iba a ser una noche muy larga.

—Muy bien, elige lo que quieras de la nevera y mételo en el microondas, yo voy a correr un rato por la playa. Volveré dentro de una hora.

Y entonces Adam hizo algo que no había hecho nunca: salió huyendo de una mujer.