16. Descubrimiento en el Bar-Baro

—¡Vamos a entrarle!

—¡Estás bien orate, güey! ¿Hablas en serio, Raúl? Yo no me embarco en ese rollo.

—¡No mames, si está de poca madre! No se agüiten ahora que tenemos chance, en dos días nos pelamos de Guadalajara y se nos acaba la cuerda. ¿Quién jala?

Al anochecer, Raúl regresó del centro adonde fue acompañado de Ricardo y llegó agitado, más revolucionado que de costumbre y con una propuesta desmadrosa que prendió los ánimos de unos y otros. En la habitación de las niñas expuso a tropezones su idea:

—Unos chavos que nos encontramos en una plaza nos invitaron a un bar que queda a las afueras de la ciudad y que dicen que está de puta madre, que es único en su tipo. Más que un bar es un antro, pero bien locochón. Me dieron la dirección para que fuéramos en bola a reventarnos.

—¿Y cómo se llama? —preguntó Luigi.

—Bar-Baro

—¿Cómo?

—Bar-Baro… Dicen que hay de todo y le entran a todo y sin medida, en vivo, en directo y a todo color… o sea que en serio. Los chicos con las grandes, los grandes con las niñas, los hombres con los hombres, las viejas con las viejas, los perros con las perras… Hay cuarto oscuro, trampolines y subibajas, encueratrices y encueratroces, sin inhibiciones, a la vista de todos, con barra libre, música bien acá y puro desmadre.

A la hora de apuntarse surgió el desacuerdo: los que no le entraban porque temían que fuese un changarro de tercera para desubicados, los que desconfiaban del lugar porque estaba ubicado en las afueras, donde están los moteles de putas y la raza, y los que se les antojaba conocerlo por curiosidad o deseos de probar algo nuevo y diferente, y ahí fue que surgió la discusión para ponerse de acuerdo.

—¡Vaya nombrecito, así debe estar! —señaló Rómulo, algo desconcertado.

—Suena bien, a mí me late —opinó el parco de Luigi, que pareció entusiasmarse.

A mí me atrajo la idea de conocerlo y observarlo, sin participar de esas bacanales. No tenía pedo y me pareció que era una experiencia que había que vivirla para contarla. En todo caso, si el ambiente se ponía pesado o te asqueaba, pues hacías mutis, dabas las gracias y adiós muy buenas, te salías —pensé— y no pasaba nada. Me interesaba conocer esa modalidad.

—Está cabrón meterse en una guarida de ésas, y más aún si tú no le entras al juego —argumentó con mucha razón el comedido de Carlos, que a raíz de que se ligó a Marcela en Guanajuato dio el cambiazo y por poco hasta se nos hace monje.

—No necesariamente tienes que entrarle si no quieres, nadie te obliga —advirtió Raúl, el promotor.

Finalmente nos apuntamos Rómulo —al que tuve que convencer porque estaba reacio—, Luigi, Raúl y su compinche, Ricardo, Françoise y yo. Se acordó que fuésemos en los tres coches, por si algunos queríamos dejar el antro antes, además de que el lugar quedaba retirado y el taxi nos iba a salir como lumbre, cariñoso el pinche viajecito. Marcela, Adela y Carlos optaron por quedarse a jugar cartas en la habitación de este último, y todos felices y contentos.

Guiados por el experto, que llevaba un plano, lo seguimos por las intrincadas calles de las afueras de la ciudad hasta que entramos a un despoblado, señal de que no estábamos lejos del lugar. De pronto aparecieron en el paisaje los clásicos moteles de cero estrellas y luminosos anuncios en rosa, rojo y morado, muy ad hoc, en los que se leían sugerentes nombres para distinguirlos, como Motel La Lucha, y un sinfín de cantinas, bares con shows, espectáculos de encueradas y restaurantes de chinos y cochinos dispersados a ambos lados de la extensa carretera que comunicaba a otros poblados cercanos. Si ésta no era la zona roja, le hacía la competencia. El hecho es que, a diferencia de otros parajes, éste parecía estar muy concurrido. La gente se desplazaba a pie buscando el sitio que mejor le acomodara, unos entraban y otros salían, y algunos de los especímenes que transitaban parecían más bien salir de una película surrealista de El Santo.

Arribamos y, para fortuna nuestra, pudimos estacionar los vehículos frente al local, que no lucía tan rascuache como esperábamos, al menos en su fachada. Eso sí, el dueño no se quedaba atrás de los demás, así es que también hacía gala de su excelso gusto para la decoración, en la que predominaban las lucecitas intermitentes en verde, blanco y colorado… ¡muy patriótico! El interior quería ser elegante, pero el intento se frustró porque dominaba el rococó, ese estilo francés amanerado de siglos pasados, que tan acertadamente copian en México los cultos y refinados empresarios de los bajos fondos cuando se lanzan a la tarea de decorar tan dignos lenocinios que pululan en un país de muchos machos…

El norteño era el más emocionado y quería quedar bien con sus invitados, así es que le echó porras al lugar y nos animó a que le entráramos a la diversión y al espectáculo… ¡y vaya que si era un espectáculo aquello! Atiborrado de gente, el antro, de grandes dimensiones, parecía un circo de tres pistas con payasos, malabaristas, animales enjaulados, domadoras y enanos, nada más que los artistas eran los espectadores y los espectadores los artistas, y se mezclaban en un juego sin reglas ni árbitros… Por ahí un par de gays semidesnudos se manoseaban sabrosamente, más allá, una chiquilla como de 14 años se contorneaba encima de su galán, un septuagenario al que había dejado en calzoncillos y tenía en el suelo aprisionado. En otro rincón, un trío de lesbianas se comían a mordiscos, pecho a tierra, mientras otras emborrachaban a un par de estúpidos gringos quinceañeros…

El espectáculo era realmente kafkiano, aunque eso sí, nadie se metía con nadie… lo único que se metían era coca, seguramente mezclada con turbosina, talco para bebés y algunos metales ferrosos en polvo, como ya es costumbre; se trata de sacarle jugo al tóxico para obtener más ganancias, que haga efecto más rápido, que cambie de color si es tu gusto y, de paso, que te lleve al otro mundo en tiempo récord.

—¡Ni se te ocurra meterte eso, Luigi! No vayas a hacer pendejadas de las que te arrepientas. Tampoco te vayas a juntar con esa gente, es de armas tomar y no se anda con pedos, te pueden chingar, ¿de acuerdo? —le soltó la perorata Rómulo, como si el otro fuera su hermanito menor.

—¡No me sueltes tus rollos ni me estés controlando! ¡Yo hago lo que se me hinche el huevo!, ¿okey? —le contestó el aludido, que le salió respondón.

El niño malcriado hizo su berrinche y se alejó del grupo, perdiéndose entre el tumulto de desbocados.

Rómulo, encabronado, lo siguió, desapareciendo también entre la masa de gente que se expresaba de manera abierta y despreocupada, asumiendo sus roles, vomitando sus ansias y desfogando sus impotencias hogareñas.

Françoise descubrió en esa selva a una pareja —de hombre y mujer, tenía que aclarármelo, dadas las circunstancias— que había convertido una mesita en cama y sin recato alguno estaban cogiendo, mientras una decena de güeyes aplaudían a rabiar la hazaña y conminaban a los dos calenturientos a culminar exitosamente la agitada proeza… Otra pareja —esta vez sí de hombres o algo parecido— entraba a un cuarto oscuro al momento en que otros dos salían del mismo; se disponían a encubrir su intenso amor entre cuatro estrechas paredes reservadas en esta ocasión para los más recatados.

—¿Adónde van ustedes? —le preguntó Françoise a Raúl y Ricardo cuando se apresuraban a dejar la bebida que estaban tomando en la barra para seguir a alguien.

—¡Por un par de chavas que andan solitarias o perdidas por allá! —le aclaró Ricardo.

—¡Perdidas deben ser! —les advertí—. No la vayan a cagar y en lugar de chavas se levanten chavos. ¡Ojo, mucho ojo, güeyes!, como dicen en la tele, que si van por lana pueden salir trasquilados o, lo que es peor, desvergados.

—¡No mames! Tan pendejos no somos —me reclamó Raúl.

—Pero van camino de serlo… Allá ustedes, ya están grandecitos para que los estemos educando.

Dejamos que el par de almas solitarias se enredara en esas faldas, si es que las traían puestas, y nos fuimos a buscar a Rómulo y Luigi, los otros perdidos, que no daban señales de vida. Nos abrimos paso entre la flora y la fauna que se mecía al compás de la estridente música que acallaba todos los gemidos, ladridos y maullidos que imperaban en la selva y nos dimos a la tarea de ubicarlos.

Localizamos primero a Raúl y Ricardo, que ya negociaban con la Lola y la Lela de turno, me le acerqué al primero y le dije al oído, susurrándole:

—¿Traen condones, pendejo?

—¡A huevo!

—Pues recuerda que no se comen, se ponen, abusados.

Más allá hacían su número dos encueratrices entradas en años y carnes; era un espectáculo deprimente, no el que realizaban las pobres mujeres, sino el que representaban los embobados mirones, poniendo cara de what mientras les chorreaba la baba y hacían muecas de desbordada satisfacción; era triste verlos enajenarse. Seguimos recorriendo el mercado popular hasta que nos topamos con Rómulo y Remo, los extraviados hermanitos en permanente conflicto de intereses. Por lo visto ya habían hecho las paces y se les veía sumamente tranquilos y en amena charla.

—¿Ya se perdonaron el uno al otro? —los interrumpí.

—Sí, ya estamos de acuerdo —contestó Rómulo— y vamos a votar en contra de Bush.

—O sea, demócratas. Eso me parece bien, porque yo creo que ya es hora de irnos —los conminé.

—¿Adónde? —preguntó Luigi.

—A la chingada. Ya vimos suficiente y estoy asqueado.

—Pero yo no… ¿me preguntaste? —me reclamó el hermanito menor.

—No, a ti no tengo que consultarte nada, eres demasiado idiota para que opines, ¿lo sabías? —le refuté molesto.

—Tranquilo, Santiago, no te excedas, creo que te estás pasando de la raya —interfirió Rómulo.

—Pues para que no me pase, ahí se quedan, porque nosotros nos vamos… ¡ah!, y les encargo mucho a los otros dos idiotas que andan jugando a los encantados con un par de putas. Nos vemos.

—Ellos también se fueron, ya nos despedimos de ambos —me dijo Rómulo.

… Y nos fuimos. Camino a la salida nos topamos de nuevo con los conquistadores y uno de ellos, Ricardo, nos preguntó:

—Qué, ¿a poco ya se van?

—¿Tú qué crees?

—Que se asustaron —aseguró Raúl, el anfitrión.

—El susto te lo vas a llevar tú cuando de un plumazo les quiten hasta la risa en este lugar —le advertí.

—No, porque también ya nos vamos —me corrigió el norteño—, pero nos vamos con ellas, ¡oh!, ya sabes adónde. Santiago, somos rápidos.

—Pues que sea niño y te lo apadrino, mamón. Ahí se ven.

Estábamos ya en la puerta cuando se me ocurrió echar un último vistazo a mi alrededor, recorriendo todos los espacios de aquel antro surrealista para que no se me olvidara. De pronto, detuve la mirada en un punto y, para mi sorpresa, descubrí el gran espectáculo de la noche, el estelar, el que nunca me esperé que pudiera escenificarse en ese antro ni en ningún otro. Me quedé pasmado, inmóvil. Françoise me jaló de la manga para que nos retiráramos, pero al ver que no reaccionaba me reclamó:

—¡Qué esperas para salir, vámonos!

—Aguanta un poco, sígueme y calla —le indiqué, después de comprobar que Raúl y Ricardo abandonaban el local llevándose a sus dos presas.

Después, jalando del brazo a Françoise, a la que no solté en ningún momento, volví a internarme en el lugar abriéndome paso entre la gente. Nos ubicamos en un rincón desde donde se podía ver mejor una parte del aforo, localicé la escena que me interesaba e instruí a la güera para que observara con detenimiento lo que mis ojos estaban viendo y no podía ni quería creer:

—Mira allá, en esa dirección, en ésa… —le señalé con el dedo índice el lugar preciso en el que se llevaba a cabo un acto que, por inesperado, me dejó perplejo y sin habla. Françoise lo captó y su rostro se transformó: levantó las cejas, arrugó la frente e hizo una mueca de espanto, como si hubiera visto a un fantasma; abrió la boca, se mordió los labios inferiores y clavó la mirada en la pareja que muy quitada de la pena se abrazaba y besaba una y otra vez, desinhibidamente y con pasión desenfrenada.

Esperábamos encontrar en ese lugar de todo y al por mayor. En realidad era lo más degradante, sin chiste y de mal gusto que había conocido, era un sucio vertedero de las más bajas pasiones, no tanto porque las expresaran, sino porque las exhibían, sin un ápice de recato o vergüenza, como un espectáculo por el que pagaban a pesar de que ellos mismos eran los actores del drama… Sin embargo, no pasaba de producir molestia e incomodidad, pero a nosotros nos produjo más que eso, nos dolió verlos actuar. Lo que estábamos viendo era un auténtico reality show, jamás llevado a las decadentes pantallas de la televisión, era la representación de un auténtico engaño y de una traición al amigo, al confidente y al hermano de la infancia, porque el actor a quien estábamos viendo era Rómulo, con Luigi, su fogosa escapatoria…

¿Por qué se había guardado su verdad? ¿Por qué tenía que descubrirlo yo de esa forma? ¿Por qué no había confiado en mí y en mi comprensión y me lo había ocultado?

Dejamos el lugar, tomamos el coche y nos dirigimos al hotel. En todo el trayecto Françoise y yo no dijimos ni una sola palabra…