1. Una escena dantesca

—¡¡¡Nooo!!!

Sentí enloquecer y lancé un grito que retumbó en las cuatro paredes, cimbrándolas.

—¿Qué es esto, por qué? ¡No es posible, no es verdad!

Me abracé a su cuerpo, me amarré a sus piernas, que colgaban, clavé mi mirada en su rostro, sin expresión, inerte, y traté infructuosamente de hacer que reaccionara, que despertara. Fue inútil.

—¡Contesta, habla, dime algo, por favor, maldita sea! ¿Qué hiciste?

Hasta que ya no pude contenerme y me dejé vencer. Lloré como un chiquillo, otra vez, me aferré a su cuerpo, lo apretujé con rabia y con amor, y ahí me quedé, prendido a su humanidad por un largo rato.

Pendía de la cuerda que le sujetaba el cuello, ahora alargado, como si quisiera arrancarle la cabeza de un tajo. Era una escena dantesca. Sujeta a uno de los barrotes superiores de la ventana, que lucía abierta, estaba la maldita cuerda de la que pendía, a poca distancia del piso. El techo era tan alto como para que la ventana estuviera a la altura suficiente para poder colgarse de ella… y así lo había hecho.

A unos cuantos centímetros de sus extremidades inferiores se encontraba tirado un banquillo de madera de color verde, bajo, que parecía haber sido pateado, y más allá, a su derecha, estaba el mullido sillón sobre el que reposaban algunos discos compactos fuera de sus fundas, una pluma y una cajetilla de cigarrillos semivacía. Las cortinas estaban abiertas y atadas con un listón amarrado a un gancho en cada lado. Y en medio de todo eso, estaba su figura descompuesta. Se había ahorcado…

—¿Por qué, carajo, por qué? —me pregunté muchas veces ese día y lo sigo haciendo, por qué quitarse la vida, por qué acabar con ella de esa grotesca manera. El papel hallado, escrito de su puño y letra, no lo aclaró, no entró en detalles. Sólo contenía un escueto mensaje de dos líneas: “Para mí, mejor así. Acabar con todo es mi solución. Soy yo y sólo yo quien toma esta decisión”.

El mensaje era tan lacónico, tan breve, que ocultaba todo y, una vez más, se guardaba su motivo, se lo llevaba consigo para siempre. ¿Un acto de cobardía o de valentía? ¡Qué sé yo! Algunas religiones satanizan el hecho, otras lo premian con el cielo cuando se realiza como un acto de “heroísmo”, pero hay quienes se aferran a la idea de que desprenderse de lo más valioso que tenemos, la vida, es un acto de valor.

He divagado. Mi cabeza le ha dado vueltas sin ton ni son a los porqués de esta estúpida, ¿consciente?, decisión de buscar la muerte. A Hilda la perdí hace dos años y medio y aún no me lo explico. Hoy tampoco entiendo este nuevo suceso.

Nunca me repuse de ese “asesinato”, así lo califico, que esos energúmenos, esas bestias que se hacían llamar sus hermanos, cometieron a mansalva con Hilda. La mataron, y con ella murió también una parte de mí.

La noticia de que ella había muerto fue para mí un golpe mortal, todos lo saben, pero intenté luchar para salir adelante a pesar de mis carencias y debilidades. “Has madurado, hijo”, me dijo mi madre, una mujer sabia e inteligente que me conoce bien, lo sé. Pero ahora, cuando trataba de levantarme… me he vuelto a hundir. Es demasiado.

¿Qué hice yo, chingaos, para que ahora tú también me abandones? ¿Qué pedo? ¿Por qué razón, si es que hay alguna, otro ser que amo se va de mi lado? Fue la pregunta que me hice una y mil veces ese día, mientras quería decirle: ¡despierta, no mames, dime algo, no te quedes ahí, reacciona, puta madre, reacciona!

No supe cuándo se llevaron su cuerpo ni cómo lograron zafarme de lo que era mío, de lo que me pertenecía. Hay lagunas en mi mente que me impiden recordar detalles y desentrañar todos los misterios en torno a su muerte, antes y después de que ocurriera. Toda la banda, y sus padres, claro está, tenemos que ver con su suicidio. No se vale, no es justo que nos haya dejado, menos aún a mí. Por eso estoy enojado y me encabrona este dolor, pero también el hecho de saber que no hice nada para impedir que eso sucediera, es más: que contribuí a que pasara, y eso me corroe y me destroza por dentro.

Me acuerdo que ese día me levanté temprano y animado. Iba dispuesto a hacer las paces, a romper el silencio, a vomitar lo que llevaba dentro, sin reparos ni contemplaciones. Ese día me impulsaba el inmenso deseo y la voluntad de no perder todo eso ¡maravilloso y único! que habíamos construido hasta ese momento, y que nos pertenecía, de no echar por la borda nuestros sueños. Si lo hubiera hecho un día antes… Si me hubiera adelantado unos minutos, unos cuantos nada más. “… A tiempo, hermano, a tiempo”, decía un verso que alguna vez leí.

Pero lo hice demasiado tarde.

Esa relación era un respiro para mí, un volver a creer en mis posibilidades, porque… ¡me estaba enamorando otra vez y eso era fantástico! Lo sabía quien ahora también se me iba. ¿Por qué entonces se fue cuando más falta me hacía? Su compañía me había ayudado a volver a creer y a querer, pero aún la necesitaba, por eso no le perdonaré jamás que me haya dejado.

Le he reprochado el que se haya ido. Empezaba a ver la luz después de haber estado en el fin del mundo tiempo atrás, cuando en las calles de Polanco fui arrinconado por esas bestias salvajes. Me acuerdo que escuché los disparos antes de caer al suelo y arrastrarme con enorme dificultad hasta mi coche para emprender la huida. Estuve en el fin del mundo cuando me desangré hasta perder el conocimiento en esa vetusta casona que me sirvió de refugio.

Antes, no sé cómo tomé el teléfono y le hablé a Rómulo, mi fiel amigo, para pedirle auxilio:

—¿Rómulo? ¡Ayúdame! ¡No puedo más… me estoy muriendo! —exclamé—. ¡Hazme el paro!

Y no supe más. Me desvanecí. Después, días después, eternas horas de eternos días de inconsciencia en el hospital, recibí el estocazo, la puntilla que al revivir me mató: la noticia de la muerte de Hilda… ¡el asesinato vil de una niña que me amaba y me amaba bien! Murieron los dos, ella y nuestro hijo, y yo con ellos.

Tiempo después, un sinfín de acontecimientos se fueron dando sin que los de la pandilla, la banda, pudiésemos detenerlos, y menos aún evitarlos. La vorágine, el torbellino que envolvió a unos jóvenes con ansias de devorarse rápidamente al mundo a pedazos, nos condujo a un inesperado desenlace más: el suicidio.

De nuevo estuve en el fin del mundo. De aquel grupo de muchachos que nos aventuramos al Festival Cervantino, en Guanajuato, a la locura, dos no podrán contar la historia. Nos hace falta Hilda, mi morena de ojos negros como capulín, y nos haces falta tú, que ahora tampoco estás para contarla. Te encontré en la habitación, no me esperaste, tenía que hablarte con urgencia, pero no pudiste aguardar unos minutos, sólo unos cuantos…

—¿Por qué, puta madre? ¿Qué pasó?

No quiero recordarte como te vi entonces, no me da la puta gana. Ese día trato de borrarlo de mi mente, pero no los motivos que te orillaron a tomar tan drástica decisión. Voy a recordar todo lo que he vivido a partir de ese año en el que renací enfundado en las sábanas de ese maloliente hospital en el que estuve confinado, y en el que estuve rodeado por todos, menos ella, y contigo, que tuviste mucho que ver en mi vida. ¿Te acuerdas?

Recordaré, y lo haré para tratar de olvidar ese interminable grito que aún retumba en mis oídos y vuelve a hacer mella en mi voluntad. Te quiero en vida y así te recordaré, para no volver a escuchar ese grito tormentoso y doliente que lancé a los cuatro vientos negándome a aceptar tu absurda decisión. Nunca me dijiste lo que pensabas hacer y, ¿sabes?, tu ausencia hoy es mi negación. Cuando abrí la puerta y te vi, lo sentencié:

—¡¡¡Nooo!!!

Esa historia tuvo un comienzo…