10. Y la noticia cundió
Tras el reporte inicial que sin pedírselo me facilitó Ricardo, el único sobreviviente de esa desbandada nocturna, opté por retornar a la cama y dormir la mona. Mañana sería otro día, y ya me enteraría de los detalles:
—Deja de andar husmeando por ahí, Ricardo, ¿qué haces a estas horas deambulando por los pasillos del hotelucho? Mejor duérmete y deja para mañana los chismes, güey, yo ya estoy jetón.
Al día siguiente me pude enterar de los pormenores. No hubo necesidad de interrogar a nadie, todos hablaban de lo mismo. En efecto, Rómulo y su protegido se habían pelado a un bar sin avisar a nadie. Marcela y Carlos escogieron un antro que, según ellos, estaba de moda; Adela y Raúl los acompañaron. A este último lo dejó plantado Romina, con la que pensaba echarse un trompo, “a ver si caía”, dijo el pobre. Tenía pensado invitarla a un “bar gótico” que a ella se le antojaba, pero a última hora lo dejó vestido y alborotado. Algo parecido le ocurrió a Adela, que tenía ganas de acercársele a Luigi para ver de qué cuero estaban hechas sus correas, pero el misterioso italianito se le peló antes de tiempo; cuando quiso abordarlo y lo buscó en su habitación después de regresar de la taquiza, el sujeto ya se había escabullido con Rómulo. Ni rastro dejaron de su huida.
Lo que sí me sacó de onda fue enterarme de que cuando arribó la banda al hotel, minutos antes de que Françoise y yo nos despidiéramos de ellos para seguir nuestro rumbo, en la recepción los estaba esperando Nagib acompañado de otro tipo.
Antes de que entraran al hotel, Poncho y Helga se despidieron del resto y se alejaron en su vehículo; tenían que levantarse temprano para seguir dándole a la chamba en el local.
Lo primero que hizo el árabe fue preguntar por Françoise:
—No está, se fue con Santiago —le contestó Ricardo, sin mostrar ningún entusiasmo por verlo, al igual que los demás.
—¿Y adónde fueron? —insistió, en el mismo tono lacónico.
—No sabemos ni le preguntamos —contestó tajante Raúl.
Enseguida subieron a las habitaciones sin despedirse del cabrón al que, después de lo que hizo en Guanajuato, le valió madres preguntar por Françoise y su estado de salud, preguntar por Hilda, ¡si aún vivía!, y por Toño, que se nos había pelado, ¿pues no que era su fiel compañero en el desmadre que armaron allá?… Y ahora se presentaba el descarado en el hotel para preguntar por la niña a la que abandonó por otra vieja, la destrampada de Lucía, facilitando el camino para que otros la violaran.
Menos mal que ni a ella ni a mí nos encontró… porque —pensé— no me lo estarían contando ahora. Pero lo más divertido fue que la Romina y la Cotela se quedaron en la recepción dizque haciéndose las pendejas para que esos güeyes las abordaran, y así fue. Ni cortos ni perezosos, Nagib y su acompañante las invitaron a salir, y las dos putonas no lo pensaron dos veces y se apuntaron. Ricardo estaba enterado de todo… A falta de pan, buenas son las tortillas, deben haber pensado los sesudos machines y, pues, le entraron de lleno al cachondeo con las que sí se prestaban para su juego.
¡Claro que eran buenas para el free!, a eso habían venido, a Raúl sólo lo habían utilizado para sus fines. Romina nos conoció a través de él, y a nosotros también nos utilizó para poder jugar su juego. Hoy serían estos cabrones y mañana otros, de eso se trataba, ¿y Raúl?, sólo era un pendejo ingenuo.
Hacinados en la habitación de las tres niñas comentábamos los acontecimientos de la noche anterior. Eran las 12 del medio día del domingo y a algún sensato se le ocurrió advertir que deberíamos despabilamos y reportamos con Helga y Poncho para echarles una mano. A eso habíamos venido, a ayudarles para que todo estuviera listo el día de la inauguración.
—¿Les hablo por teléfono? —preguntó Marcela.
—No, mejor no —dijo Rómulo—. Si les llamas te van a decir que no hace falta, que no vayamos, ya sabes cómo es Poncho, no le gusta molestar a nadie y nunca te va a pedir un favor, aunque él sí esté dispuesto a hacerlo. Así es de derecho y de buena onda, por eso sugiero que les caigamos en el local sin avisarles y nos pongamos a chambear parejo con ellos, ¿están de acuerdo?
Otra vez la sensatez y el buen juicio distinguían a mi compañero de cuarto que hasta ese momento había guardado silencio, así es que nos dispusimos a abandonar la habitación para trasladamos al Café de Troya, pero una pregunta de Marcela a Françoise nos detuvo:
—Oye, güey, y si Nagib insiste y te encuentra, ¿qué le vas a decir?
La respuesta fue contundente y dejó a todos con la boca abierta, incrédulos. Con toda la calma del mundo, sin inmutarse, contestó:
—Que si me invita a salir, iré con mucho gusto.
—¿…Lo dices en serio? —le preguntó Adela asombrada.
—Muy en serio, y lo cumplo, ya van a ver.
—¡Váaamonos! —corté por lo sano.
Los demás se quedaron friqueados, como aturdidos, no lo podían creer.
Bajamos a la planta baja y ahí esperamos a los que todavía se daban unos retoques antes de salir, sobre todo las mujeres, que para eso se pintan solas… frente al espejo. Los güeyes no nos complicamos tanto la vida, somos más prácticos y alivianados, con lo que traíamos puesto nos bastaba y nos sobraba para todo el día. Ellas no, tienen que acicalarse el pelo, encremarse, ponerse esto y quitarse lo otro para estar pimpantes… ¡Puta, qué bueno que no nací vieja, qué chinga es eso!
El último en bajar fue Rómulo, que nos advirtió:
—Lo siento, pero Luigi todavía no está listo. Al tarado le dio por cambiarse y en ésas anda. Mejor váyanse ustedes y nosotros los alcanzamos.
Y así lo hicimos.
Para no mover los coches optamos por irnos en taxi. Aunque el centro comercial donde se ubicaba el local estaba relativamente cerca, nos daba hueva caminar a esas horas, en pleno calor. La noche anterior nos había dejado a todos para el arrastre, bueno… menos a Ricardo.
En el trayecto pensé: y este mamón de Luigi, ¿qué se cree? Está dañado el cabrón, mira que arreglarse para salir… No chingues, ¿pues de dónde lo habrá sacado Rómulo? Me saca de onda este pendejo. Adela tendría que estar aún más desconcertada que yo al ver que el Luigi no daba color y se le escabullía con mucha facilidad. No podía pescarlo ni por casualidad. Le dije:
—¿Qué te parece el güey?
—¿Quién, Luigi?
—Ese mero.
—Es muy raro, no sé qué decirte, y yo no voy a andar detrás de él, no es mi estilo, tú lo sabes.
—A lo mejor es frígido —le insinué en plan de guasa.
—Puede ser… No entiendo a los hombres, unos por cabrones y otros por pendejos, pero no hay término medio; los auténticos, los de verdad, ya son una especie en extinción, me cae.
—¿Y a mí en dónde me sitúas? —le pregunté en plan de broma.
—¿A ti?, entre los especiales.
—¡Hombre, gracias!
—Sí, entre los idiotas, por preguntar estupideces a cada rato —y nos echamos a reír los dos.
Estábamos a dos días de la inauguración y ya el local lucía flamante. Pude recorrerlo con tranquilidad y observé que lo habían decorado con buen gusto. Disponían de un tapanco o medio piso para la cafetería, con una barra, mesas con sillas y rinconcitos con sofás de una y dos plazas, muy acogedores. Ni una revista ni periódico asomaba por ahí, menos aún cachivaches para vender, que si tacitas, que si cafeteritas, que si mamada y media… nada que no fuese café y sólo café en todas sus modalidades y gustos.
Abajo estaba la librería repleta de libros colocados en estanterías de baja altura e inclinadas de forma que podías acceder a los libros sin dificultad, ¡ah!, y eso sí, expuestos de frente, no de canto, como tenía que ser, para que se viesen las portadas. Un pequeño y discreto mostrador era ocupado por la caja registradora. Al fondo, en un desnivel, se exhibía la literatura infantil y juvenil entre cojines arrinconados que invitaban a desparramarse en ellos para leer, como a los pequeños les gusta. Colores pastel en las paredes y carteles que invitaban a leer adornaban el recinto que no dejaba ningún detalle al azar, ¡hasta la música de fondo, tranquila y relajante, se antojaba escuchar!
Le entramos a la talacha, sin estorbar, y les servimos de compinches al pinche Poncho y a su amada Helga, que no paraban de hacer y deshacer, poner y quitar, llevar y traer, siempre apurados y, claro que sí, ilusionados. El martes a las 7 p. m. sería el estreno mundial de esta maravillosa obra levantada a pulso por ese par de gandallas que se decían nuestros amigos… ¡Y lo eran, a mucha honra!
La noticia, que nos cayó de sorpresa, nos la dieron al final, cuando ya se disponían a cerrar el local, a eso de las 8 de la noche. Estábamos exhaustos, en nuestra vida habíamos cargado tantas cajas que contenían libros o ladrillos, ¡ve tú a saber!, y merecíamos un respiro. Helga salió en nuestra defensa, y para compensarnos de la chinga que nos habíamos puesto nos propuso:
—Se ganaron a pulso un cafecito, muchachos, ahora ya saben lo que es trabajar, ¿se les antoja?
—¡Ya vas! —exclamó Raúl.
—Pues vamos a preestrenar el área de la cafetería con ustedes, así es que suban al tapanco y ahora mismo Poncho y yo les servimos lo que ustedes quieran, con galletitas y todo.
Cuando estábamos subiendo apareció Rómulo, que venía muy serio. Le pregunté:
—¿Y a ti qué te pasó, por qué traes esa cara?
—Me encabroné con ese pendejo.
—¿Pues qué pasó?
—Es un huevón, más apachurrado que nada. Que se sentía mal, que estaba muy cansado, que quería quedarse en el hotel a dormir y no sé qué más pendejadas —me aclaró.
—¿Y desde entonces hasta ahora se la pasaron discutiendo? ¿Sabes qué hora es Rómulo? —lo confronté.
—Me sacó de quicio el muy cabrón y me fastidió a mí también la tarde. Al final lo dejé ahí con su berrinche y me vine. No quiero saber nada de ese mamón, ¡parece niño!
Nadie lo cuestionó, fui discreto al interrogarlo y nadie se dio por enterado. Subió conmigo a la cafetería y se unió al grupo, que ya disfrutaba de los cafecitos y esperaba impaciente la noticia que nos iban a anunciar. Françoise protestó con toda razón: —Y bueno, ahora que ya estamos todos reunidos, ¿se puede saber qué demonios nos tienen que comunicar?
Desde el mostrador donde preparaban el café y atendían a sus invitados, la pareja se dirigió a la selecta concurrencia ahí reunida. Helga, que era la mayor de las mujeres del grupo, tomó la palabra:
—Está a punto de concretarse nuestro sueño. Desde que volvimos de Guanajuato, en donde conocimos a algunos de ustedes, Poncho y yo tuvimos la idea de abrir un café de este estilo, ahora que están de moda estos establecimientos, pero quisimos hacerlo digno, de buen nivel, y para eso teníamos que incluir los libros, que van de la mano de un buen sorbo de café…
Poncho tomó la palabra y continuó:
—El viaje al Festival Cervantino nos trajo muchas desgracias, como el perder a dos buenos amigos, a Toño, quien sabemos que a pesar de todo era un buen muchacho, y a Hilda, un ser poco común, además del riesgo de perder también a Françoise y a Santiago…
Françoise, que estaba a mi lado, me abrazó y escondió su rostro en mi pecho. Yo jalé a Adela, la tomé de la mano y se la apreté. Poncho prosiguió:
—… Pero no vamos a agüitarnos, como dice Raúl, ya lo hemos hecho todos y tenemos que levantarnos de ese mal trance por el que hemos pasado. En ese agitado viaje también ocurrieron cosas positivas: las viejas amistades se reforzaron y se formaron otras. Aquí están casi todos…
En ese momento Helga lo interrumpió y le hizo el quite:
—Como ya deben suponer, de ese viaje surgió algo más: se consolidó nuestra relación, después en México Poncho y yo nos unimos formalmente como pareja y decidimos trasladarnos a Guadalajara, donde viví un tiempo cuando era pequeña, y emprender una nueva vida. Hoy están ustedes aquí y eso nos emociona, porque son nuestros amigos más queridos y con ustedes y entre ustedes fue que Poncho y yo nos enamoramos…
—… Nos dejamos de ver por un tiempo, es cierto —advirtió Poncho—, teníamos que pensar también en nosotros mismos y, al alejarnos, al venirnos para acá, nos entregamos a este proyecto en cuerpo y alma. Pero hoy que es una realidad y dentro de pocas horas lo celebraremos, queremos comunicarles que, finalmente, nos casaremos… lo que muchos de ustedes estaban demandando. Sí, les vamos a dar gusto: nos vamos a casar.
—¿Cuándo? —preguntó Marcela.
—En septiembre, y por supuesto están invitados.
Y explotó la algarabía. Los brincos, los abrazos, las felicitaciones y los vivas no se hicieron esperar y aquello se convirtió en una fiesta para todos:
—¡Ya era hora, huevones!
—¡Por fin reconocerán a sus hijos!
—¡Padres desobligados!
—¡Tendremos que celebrarlo en grande, carajo!
Y así fue, esa noche, a pesar de lo cansados que estábamos, nos fuimos a la casa de la pareja y nos pusimos una peda de padre y muy señor mío. Esa noche bebimos como cosacos y la “mora” circuló entre unos cuantos precavidos que ya venían armados, “por si las moscas”.
Y nos amanecimos…