31 de julio de 1921
Es domingo y, como el hospital no tiene capilla, Galeb nos ha llevado por turnos hasta la iglesia del Sagrado Corazón, que está cerca de Melilla la Vieja. El sacerdote ha esperado a que llegásemos todas para empezar la misa. Después, ya que estábamos allí y como el baile no será hasta la tarde, he enredado a mis amigas para que me acompañen a la ciudad antigua. Margarita ha ido con nosotras.
Hoy sopla un levante tan fuerte que hasta se lleva el sonido con su aire. Apenas oímos nuestros propios pasos, pero podemos sentir los ruidos del puerto, que está a cientos de metros, como si se produjesen al lado. Hasta parece arrancarte las palabras de la boca y tenemos que hablar muy alto para hacernos entender. Desde el faro, construido en piedra negra del Gurugú, hemos visto cómo se bate el mar con fuerza contra los acantilados, rompiendo sus enormes olas en miles de gotitas y espuma. Si no tienes que navegar, es un espectáculo fabuloso.
Mientras paseábamos por las calles irregulares y serpenteantes del Pueblo, llenas de cuestas y escaleras, entre muros y fortificaciones antiguas, he buscado un puesto para comprar un candil y, en un recodo, a cobijo del viento, les he contado a mis amigas los sueños que he tenido con el cerro de San Lorenzo y, quizá, con las cuevas que ahora pretendía visitar. Y lo que a mí me parecía inexplicable a ellas les ha resultado tan solo interesante.
«Son sueños premonitorios», ha dicho Avi.
«Si hasta salen en la Biblia», ha dicho Inés.
«Un amigo de mi Santiago —ha dicho Margarita— soñó con las preguntas del examen final de Patología.»
«Y mi Boni…», seguía Inés...
«¡Un momento! Un momento… —las he interrumpido—. A ver, antes de irnos a explicaciones sobrenaturales me gustaría saber si hay alguna más… natural. Y lo que me altera es que no veo ninguna posible.»
«A lo mejor, de niña viste un libro con fotos sobre Melilla», ha propuesto Avi.
«En mi casa no hay ningún libro sobre Melilla.»
«Pues quédate con la sobrenatural. ¿Por qué no?» Inés parecía muy satisfecha con esa idea. Hasta parecía ser su primera opción.
«Dejémonos de discutir y vayamos a ver esas cuevas —ha propuesto Margarita—. A lo mejor ni siquiera son las de tus sueños.»
Unos niños que jugaban por allí, a cambio de unas monedas y unas golosinas, nos han guiado hasta la entrada de las cuevas. Uno de ellos, que hablaba castellano, nos ha contado que se llaman del Conventico y que fueron construidas a partir de una cueva natural para refugiarse de las bombas durante el gran asedio.
«Pero ocurrió hace muchos siglos», ha afirmado con naturalidad, como si en la actualidad no estuviésemos a punto de vivir un nuevo asedio.
Nada más entrar me ha dominado un desconcertante sentimiento de familiaridad. No solo eran las de mi sueño, sino que he sentido que sin necesidad de guía podía recorrerlas sin extraviarme por sus corredores.
«Quizá, en una vida pasada —ha especulado Inés—, fuiste una de las personas que sufrió aquel asedio.»
«Ya, y he vuelto por lo bien que me lo pasé entonces…»
Me parece increíble que alguien con estudios y culta pueda creer en esas cosas. De todos modos, ahí estaba yo, tan escéptica, experimentando unas sensaciones imposibles.
Hemos comenzado a internarnos en la cueva. La tenue y oscilante luz del candil ha hecho flotar nuestras sombras por las paredes, como si fuesen los fantasmas de las familias y los heridos que se refugiaron allí durante el gran asedio. Me los he figurado como a los del barracón Docker, encogidos de miedo y dolor, con el suelo lleno de heces, sangre y miembros amputados. Avi me ha cogido de la muñeca, muy fuerte.
«Aquí los notas, ¿verdad? A los espíritus.»
«Y de forma muy intensa —me ha respondido—. Lo que quieras hacer, hazlo rápido.»
Por instinto he guiado a mis amigas por aquellas galerías oscuras y plagadas de fantasmas hasta unas escaleras que descienden al nivel más bajo de la cueva. Y lo que en mi sueño eran rugidos y golpes, aquí era el romper del mar contra el acantilado, que tan solo se podía oír cuando nos quedábamos quietas y el eco de nuestras pisadas y voces se iba apagando poco a poco. Como en mi sueño, al final de la cuesta, hemos llegado a una gran sala. Y también había alguien, iluminando las paredes con su propio candil. Pero no era Javier ni el soldado herido, sino un hombre de unos cincuenta y tantos años, con la barba revuelta y el pelo aún más revuelto. En su atuendo se mezclaban prendas árabes y europeas, combinadas con excentricidad y muy mal gusto. Lo acompañaban un par de esos pilluelos tan habituales por la ciudad. Nos ha mirado con unos intensos ojos verdes y se nos ha acercado a paso vivo.
«Tengan cuidado, este lugar no es seguro; a veces caen rocas y hay desplomes. Yo de ustedes, señoritas, me iría de aquí cuanto antes.»
En su extrañísimo acento había algo singular, que costaba saber si era árabe, bereber, francés o inglés. Sin decir más, se ha marchado con los críos por donde nosotras habíamos llegado.
Esa visita, en lugar de aclarar mis dudas, las ha ampliado. He tardado en sacudírmelas de la cabeza mientras me arreglaba para ir al baile.
A las enfermeras profesionales les hemos dejado algunos vestidos para que vayan con nosotras. Sé que apenas te he hablado de ellas, querido diario, pero no te imaginas cuánto las admiro, muchísimo. La mayoría proceden de hogares humildes y han tenido que luchar mucho para conseguir que las dejen estudiar y que sus familias y novios respeten que ellas mismas puedan administrar, al menos, parte del dinero que ganan. Además, aunque su formación y su experiencia son superiores a las nuestras, nos tratan con amabilidad y no tienen reparo alguno en ayudarnos o explicarnos lo que no sabemos.
El Casino Español es un edificio alto y elegante, de estilo modernista, cerca de la plaza de España, en la zona más rica de Melilla. Me ha sorprendido ver que las mujeres y los hombres se visten tan a la moda como en la mejor fiesta de Madrid. Y si no fuese por el viento, que en la calle volaba sombreros y agitaba faldas, el calor, los ventiladores del techo y la gran presencia de militares en uniforme de gala, podría haberme figurado que estaba en uno de esos bailes a los que tanto me gustaba acudir antes. Pero hoy me he sentido disfrazada. Aún queda mucho por hacer en el hospital y allí me ha parecido que estábamos perdiendo el tiempo aunque, según Carmen, íbamos a conseguir un dinero y unos favores que nos vendrían muy bien. Hasta ella se ha tragado su orgullo y se ha mostrado encantadora y ocurrente con el coronel Triviño.
Se ha organizado un pequeño revuelo cuando ha entrado el general Berenguer, el comandante al cargo de todas las tropas de Melilla. Tras un pequeño aplauso y unas frases, el general se ha perdido entre la multitud, rodeado de oficiales y damas.
En esa velada han ocurrido muchas cosas y habido muchas conversaciones y bailes, pero solo te contaré tres: una mala, una buena y una atroz.
La primera: entre los militares asistentes estaban los dos capitanes de Aviación, Manzaneque y Carrillo. Ambos han bailado con Alba, que con su vestido estaba realmente guapa, y le han contado que ya han dejado caer el mensaje sobre el monte Arruit. Desde allí podrían responderles con señales de luces. Por primera vez en mucho tiempo me ha parecido que Alba estaba feliz y recobraba algo de esperanza.
Mientras ella bailaba con el capitán Carrillo, oí hablar a Manzaneque con Pablo, el marido de Carmen. Ponían tal reserva en la conversación que me invitaron a aguzar el oído mientras llenaba una tacita de ponche cerca de ellos. Lo sé, lo sé, querido diario, soy una chismosa… El piloto decía que había visto a las avanzadillas rifeñas ocupar posiciones en el Gurugú, que si no se hacía algo, la ciudad pronto estaría a merced de su artillería. Así aún sería más difícil socorrer las posiciones de Nador, Zeluán y Arruit. Esta es la mala noticia.
La segunda, la buena, es más festiva y, para mí, la mejor: Galeb ha ido a la fiesta y nos ha sorprendido mucho a todas, no solo verlo allí sino verlo vestido así... Estamos tan acostumbradas a sus raídas y sucias ropas de trabajo que no nos lo podíamos imaginar con ese elegante traje de estilo árabe. Parecía un príncipe recién salido de Las mil y una noches, y no de una de sus versiones infantiles, sino de la traducción de Mardrus, esa tan llena de erotismo y sensualidad (si mis padres se enterasen de que completé mis estudios de francés con sus páginas, les daría un síncope).
Avi, al verlo así, casi se cae redonda… Lo acompañaban sus padres, igual de elegantes, y que enseguida han saludado a muchos de los asistentes. Carmen nos ha contado que Galeb es hijo de uno de los comerciantes más ricos e influyentes del Rif y que, si colabora con nosotras, es porque su familia es muy piadosa y considera que ayudar a los heridos, sea cual sea su procedencia, es obligación de todo buen musulmán. Con su familia ha llegado otro importante lugareño, el caíd Aomar Ben Mohammed, que estaba de bastante mal humor, igual que Galeb. Como en nuestro viaje en camioneta al hospital Docker había cogido bastante confianza con él, me he atrevido a preguntarle qué pasaba.
«Que da igual lo que hagamos… Los españoles no confían en nosotros, en los moros, como nos llamáis, y nos ven como una masa informe, enemigos o nativos a los que explotar y someter…»
«¿Por qué lo dices?»
«El caíd Aomar ha reunido a sus hombres y se ha ofrecido a cruzar con doscientas barcas a motor la Mar Chica para rescatar a la guarnición de Nador… Pero le han dicho que no. Y también se ha ofrecido a guarnecer el Gurugú con mil doscientos de sus guerreros, hombres valientes y leales, e igualmente le han dicho que no. Y no es que el general español tenga un plan mejor, es que prefieren dejar morir a sus tropas antes que fiarse de nosotros… Pero aun así, nos siguen queriendo para cargar fardos y como carne de cañón. ¿Y sabe por qué esta ciudad no está en manos de los rebeldes? Porque aquel hombre… —y me señaló a otro rifeño bien vestido que departía con los generales españoles— evitó que su gente, los Beni Sicar, se pasasen al bando de Abd el-Krim, y porque la Policía indígena, nuestra Policía, lo ayudó… Así que no puede ni imaginarse, señorita, lo que siento cuando veo que al enemigo se le llama sencillamente “los moros”; me parece un insulto a quienes queremos ser sus amigos.»
Con vergüenza he recordado que el marido de Carmen se había referido así a las tropas de Abd el-Krim.
«Te aseguro que no todos los españoles somos así.»
«Lo sé, señorita, lo sé… Tengo buenos amigos aquí y en Málaga, y sé que muchos soldados españoles luchan con orgullo junto a los míos, y que algunos de sus oficiales confían en mi gente… Es solo que ver estas cosas me duele.»
Al rato de estar charlando conmigo se ha tranquilizado y hasta se ha animado un poco. Pero entonces me he fijado en que Inés y Avi me estaban mirando. «¿Qué haces?», parecían decirme. Y es cierto, parecía que era yo quien estaba coqueteando con Galeb.
«Ven, vamos a hablar con mis amigas», le he dicho y, sin más, lo arrastré hasta donde estaban ellas.
Enseguida he buscado una excusa para ausentarme, igual que ha hecho Inés. Galeb y Avi se han quedado a solas. Luego les he visto bailar y me ha parecido que Galeb estaba hechizado por la dulzura de Avi. O quizá el champagne se me había subido y veía lo que quería ver…
Así que me he alejado, he dejado la copa, comido un par de canapés y probado los dátiles. Mirando el baile desde fuera he recordado aquel otro en Madrid en el que conocí a Javier, y me he puesto triste…
Y aquí viene la tercera cosa que ha ocurrido esa tarde: dos de las jóvenes melillenses que nos habían ayudado con las gasas se han sentado a mi lado, cansadas de tanto bailar. Una estaba muy sonriente, la otra mustia.
«¿Qué le pasa a tu amiga?», le he preguntado a la sonriente.
«Que estos bailes le recuerdan a su prometido.»
«Sé cómo se siente», le he dicho sin querer entrar en detalles.
Pero la mustia, que se agarraba a una copa que no debía de ser la primera, ni la segunda, ni siquiera la quinta o quizá la décima, se ha lanzado a hablar:
«Ese sinvergüenza me lo prometió todo; que nunca me dejaría, que me llevaría a volar y que lo acompañaría allí adonde él fuese, a Tetuán, a Madrid, a París, a la Argentina…, pero en cuanto tuvo lo que buscaba, se fue volando… sin mí.» Y ha vaciado la copa en su gaznate con una velocidad propia de un marinero.
«¿Tu prometido era aviador?», le he preguntado ya un poco alarmada.
«El capitán Javier Alonso, el piloto más guapo y gentil de todo Marruecos, y el más canalla…» Y se ha bebido otra copa que había sobre una mesita cercana, sin preguntarse siquiera de quién sería.
Pero yo ya no estaba para consideraciones higiénicas. Mis ojos se han empañado y la frente se me ha helado, y hasta me ha parecido oír un silbido en los oídos. He creído que me iba a desmayar o que me iba a dar un síncope. Lo que le ha dicho la otra, la sonriente, aún ha empeorado las cosas:
«No eres la única ni serás la última…»
«Creí que conmigo iba a cambiar, me lo juró.»
«Nos lo juró a todas.»
Ha sido más de lo que podía aguantar y, sin disculparme, he salido dando empujones y tropezando con todo el mundo.
Esperaba que me acogiesen la oscuridad y la soledad de la noche, pero la calle estaba llena de coches y de gente que iba de un lado a otro entre el ulular del viento. Las terrazas, a rebosar, eran atendidas por camareros, y los gritos, la música y las risas lo llenaban todo.
La rabia que sentía por lo de Javier ha teñido todo de indignación. La ciudad está sitiada, los barracones se llenan de heridos y los cementerios de muertos, y miles de soldados se concentran en las trincheras que rodean la ciudad, dispuestos a dar su vida para… ¿Para qué? ¿Para que nosotros celebremos estas fiestas? ¿Para que llenemos los cines, cafés y teatros de aquella zona tan protegida y tan ciega a la realidad? ¿Cómo se puede vivir tan de espaldas? Desde allí mismo, desde el centro de la avenida, he divisado el Gurugú, a donde ahora mismo, a cubierto de la noche, los rifeños de Abd el-Krim estarán subiendo sus cañones… Y he deseado que comenzasen a disparar y borrasen toda aquella alegría y aquellas risas con sus explosiones, que nos hiciesen correr llenos de pánico a las cuevas, a escondernos temblando y gimiendo como había ocurrido hace siglo y medio.
Pero no. El Gurugú era lo único que estaba en silencio. La música y las risas seguían dominando aquella parte de la ciudad mientras en otras, al sur y en las trincheras, ya reinaba la muerte. Me he sentido como los protagonistas de Boccaccio en su villa de Fiesole o como los nobles de La máscara de la muerte roja, celebrando un carnaval salvaje y sensual en su torre de marfil mientras el resto del mundo se desgarra y perece, esperando anestesiados por su irresponsable frenesí un cataclismo inevitable.
He echado a correr hacia el hospital. Me he extraviado, tropezado y manchado de barro y he rechazado a gritos y con mala educación la ayuda que me ofrecían un par de jóvenes oficiales. Prefería vagar en solitario toda la noche a tener que soportar la compañía de nadie. Sentía ese tipo de dolor que exige soledad.
Por casualidad he llegado hasta el río, donde croaban una infinidad de ranas invisibles para mí, y, siguiendo su cauce, he dado con el hospital. Me he quitado la ropa y limpiado el maquillaje y, tan solo en camisón, he subido a la terraza. La ciudad, con sus luces, se extendía alrededor. El viento iba y venía con el eco de la música y las fiestas. Ni siquiera allí había silencio. Pero el ruido era lo suficientemente errático y distante como para no molestarme. Entonces he sentido ganas de llorar y de chillar. He luchado contra ellas. Ese malnacido de Javier no se lo merecía, pero han acabado por dominarme y tirarme de rodillas al suelo, donde, por fin, he sollozado y gritado maldiciéndole.
Y en ese estado tan patético me han encontrado Inés, Avi y Galeb, que me habían estado buscando desde que han sabido de mi inesperada y abrupta huida. He dejado que ellas me abrazasen mientras él me preparaba un té que no sé qué llevaría, pero me ha relajado bastante.
Ahora, gracias a esa calma, puedo volver a mirar este día y ordenarlo en mi cabeza. Ya tengo la respuesta que buscaba y ni siquiera he necesitado a Javier para obtenerla. No es que hubiera otra, había otras, y yo tan solo era una más de ellas. Por eso no había cartas, por eso se pasaba tan poco por Madrid y por eso desapareció cuando llegó el momento de casarnos. Mi hermana tiene razón, siempre la ha tenido: Javier es un canalla, un donjuán, y yo he vivido una absurda mentira.
1 de agosto de 1921
Muchas se han levantado con la resaca del champagne y del ponche, yo con la de Javier. Por más que me esfuerzo en olvidarlo, vuelve a mi cabeza una y otra vez y me pone triste y de mal humor. Ni siquiera el trabajo ha sido un buen refugio.
Gracias al baile ahora tenemos donativos y ayudas suficientes. No han parado de llegar muebles para las salas, la portería, los despachos, las cocinas y el comedor, y, desde España, por fin, las primeras cajas con el material quirúrgico y médico, y tela mosquitera para puertas y ventanas, algo que en Madrid no tiene importancia, pero que aquí resulta esencial.
Poco a poco, y con mucho esfuerzo, este lugar ya va pareciendo un hospital.
Galeb ha colaborado trayendo todo ese material en su camioneta. Avi se temía que tras la fiesta de ayer la volviese a tratar como una más, pero en la comida él se ha esforzado en sentarse a su lado y, en nuestro rato de descanso, la ha acompañado a dar un paseo por los alrededores.
«En el río hay ranas, tortugas y serpientes —nos ha contado Avi a su vuelta—, pero son inofensivas.»
Inés y yo la hemos mirado con sorpresa y le hemos preguntado si eso era lo más interesante que tenía que contarnos. Se ha reído y hecho la tonta, pero ha acabado por decirnos que Galeb también le había hablado de él mismo y de su familia, y de cómo se siente allí, pero que esas son cosas muy personales y no nos las podía contar.
De todos modos, lo que nos ha dicho no es lo importante, sino cómo nos lo ha dicho: ilusionada. Me he alegrado por ella. En sus palabras y gestos, por un momento, he olvidado mis pesares y participado de su felicidad. Ahora, cuando regrese a mi camastro, la oscuridad traerá de vuelta el despecho y el sufrimiento, lo sé bien, querido diario, y hasta es posible que esos malos sentimientos me acompañen en mis sueños.
2 de agosto de
1921
A mediodía Pablo ha llegado con otro oficial del Ejército y ha traído la mala noticia de que Nador, la posición más cercana a Melilla, se ha rendido. Los supervivientes y los heridos, desarmados y derrotados, han sido recibidos en la posición avanzada del Atalayón. Aunque a nuestro hospital aún le faltan un par de días para estar listo, Triviño, como gesto de buena voluntad, le ha pedido a Carmen que media docena de enfermeras se acerquen al sur para atender a los heridos de Nador a su llegada. Entre las elegidas para acompañarla hemos ido las Santirso (qué poca gracia le haría a Inés leer que me refiero así a ella) y yo.
«Parece una misión sencilla, pero es muy importante —nos ha dicho Carmen—. Será nuestro primer contacto con los heridos y la primera vez que estos hombres nos verán trabajar. Y ya sabéis lo importantes que son las primeras impresiones. Hoy nos jugamos mucho más de lo que parece.»
Y con esa gran responsabilidad, hemos partido.
Ya había recorrido el sur con Galeb y Alba, pero no había ido tan lejos. Siguiendo las vías del tren, hemos dejado atrás la ciudad para entrar en el pueblo de Beni Ensar. La Mar Chica comienza a sus orillas y se extiende inmensa hacia el sur.
Nuestras líneas de defensa rodean el pueblo y se acercan hasta las lomas del Gurugú. Las trincheras y sus parapetos serpentean de forma irregular, protegidas por sacos terreros, alambradas y abatís. En ellas se apiñan centenares de legionarios, tropas de infantería y regulares (soldados indígenas), entre ametralladoras y cañones.
Las vías del tren pasan entre las trincheras y siguen paralelas a la carretera de Nador. El enemigo las ha levantado más al sur para impedir el paso de trenes.
Una locomotora, que arrastraba varios coches, esperaba tras nosotros, lista para llevar a los heridos a la ciudad.
He estirado la cabeza para ver mejor la Mar Chica. En ella, en una península, destaca la colina que llaman el Atalayón. Allí está el puesto avanzado hasta el que han llegado los supervivientes de Nador.
«Eh, señorita, agache la cabeza —me dijo un regular—, por aquí puede haber pacos.»
No lo he entendido muy bien, pero, por si acaso, he hecho lo que me decía. Un legionario me ha explicado que pacos es como llaman a los francotiradores rifeños, por el ruido que hacen sus fusiles al disparar: el «pa» sería el disparo y el «co» su eco.
«Es curioso lo de los pacos —me ha contado el regular—, primero ves el disparo, luego te llega la bala y después su sonido. Cuando la oyes silbar, es que ha pasado de largo… o que te ha dado.»
Un creciente murmullo ha surgido en las trincheras y varios hombres han gritado que llegaban los de Nador. Unas barcas los habían llevado del Atalayón a la Restinga, la barra de tierra que separa la Mar Chica del Mediterráneo y, desde allí, venían caminando escoltados por legionarios. En silencio, derrotados y exhaustos, eran una caravana de aspecto triste.
Nos hemos apresurado a recibirlos y a subir a los heridos al tren. Había golpes, lesiones, quemaduras, desgarros por el alambre de espino, heridas de bala y de metralla, y las terribles cuchilladas de las gumias, una daga curva que usan los bereberes.
Un soldado nos ha enseñado una gumia que aún llevaba clavada y no quería quitarse por si se desangraba. No estaba en una zona muy irrigada, así que con ayuda de un médico se la hemos retirado y le hemos practicado una hemostasia que enseguida ha parado el sangrado. La gumia es curva y muy afilada, pensada para clavar y luego rajar la carne; me ha parecido un arma terrible.
Pero nuestro principal problema no eran las heridas en sí, sino lo sucias que estaban. Si no se lavaban y se cambiaban los vendajes inmediatamente muchas podrían infectarse. Algunas ya tenían bichos y gusanos, y su olor indicaba la presencia de gangrena. El médico se ha llevado a un par de heridos para hacer amputaciones, pues ya no podían salvarse de otra manera, y al resto les hemos cambiado los vendajes y lavado las heridas. Carmen no solo supervisaba nuestra labor, sino que ella misma se ha encargado de atender a varios heridos. Siempre amable y con una sonrisa, como nosotras también hemos intentado hacer.
Me ha sorprendido el silencio profundo de aquellos hombres y la enorme tristeza de su mirada. Ni siquiera se quejaban. Prefiero no pensar en lo que habrán visto o vivido. Mis penas por Javier, al lado de aquello, me parecen ahora insignificantes e infantiles.
Una vez acomodados todos los heridos en el tren, el resto de sus coches han sido ocupados por los supervivientes, todos llenos de pequeños cortes y rasguños, que también hemos limpiado, y con signos de deshidratación, para lo que hemos ido dándoles agua poco a poco.
Cuando he oído unos gritos fuera, me he asomado y he visto a un hombre delgado y enjuto, mal encarado y con un bigotito fino que afilaba aún más sus ya de por sí bastante afiladas facciones. Insultaba a los de Nador con gestos grandilocuentes y teatrales; los llamaba cobardes y traidores por haberse rendido contraviniendo las órdenes. Luego he sabido que era Millán-Astray, el fundador de la Legión y uno de sus comandantes. Será un gran soldado, pero no me ha gustado nada… Uno de los heridos me ha dicho con mucha tristeza:
«No se esfuerce, señorita, si ya da igual. Me temo que nos van a fusilar a todos…»
Creo que lo ha pensado por culpa de las palabras del señor Millán-Astray. Afortunadamente, por lo que más tarde nos ha contado Pablo, no va a ser así.
El tren ha parado un momento cerca del hospital Docker, donde hemos bajado a los heridos, y luego se ha llevado al resto a los muelles. Carmen nos ha felicitado por nuestra labor. Ha sido un buen comienzo.
Cuando ya subíamos a la camioneta para regresar, he divisado unos puntitos en el cielo que enseguida se han convertido en una pequeña escuadrilla de cinco aviones. Eran De Havilland, ha dicho Galeb, e iban a aterrizar en el Hipódromo, seguramente para colaborar con el Bristol del capitán Manzaneque.
«¿Quiere que paremos un momento allí? Seguro que doña Carmen lo entenderá.»
Debería haber dicho que no, querido diario, lo sé. Y según me acercaba a los aviadores recién llegados, mi corazón se aceleraba y no sabía cómo iba a reaccionar si Javier era uno de esos pilotos; si le daría un bofetón, si me echaría a llorar, si lo miraría con indiferencia y desprecio, o si fingiría que no sabía nada para ver qué decía él. Y sigo sin saber qué habría pasado, porque no era ninguno de ellos.
Pensándolo bien, tal y como Javier ha sembrado Melilla de damas despechadas, no me extraña que no se atreva a volver. No solo tendría que preocuparse por las balas de los pacos.
A nuestro regreso Avi nos esperaba. Galeb se ha alegrado al verla. He sentido una tierna envidia. Ojalá Galeb sea un buen hombre.
3 de agosto de 1921
El puerto no para de recibir barcos con más tropas y abastecimientos militares. Y entre todo ese cargo, llegaron varias cajas para nosotras. La remitente: sor Berzelius (no ponía ese nombre, claro).
La farmacia de nuestro hospital de Madrid será la farmacia central de la Cruz Roja para toda España y, desde allí, se harán todos los preparados necesarios para la atención de nuestros heridos y enfermos. Y es lo que venía en las cajas, muy cuidadosamente embalado: cientos de botellas, frascos y cajas de pastillas con todo lo que necesitaremos para la primera semana. Y pronto enviarán más.
Antes de la comida ya estaba todo en su lugar y no parece que falte nada para abrir el hospital. Así que la tarde la hemos dedicado a repartir tareas para el día siguiente y hacer pruebas de cómo serían atendidos los heridos según fuesen llegando.
«Mañana se inaugura el hospital —ha dicho Carmen— y no quiero ningún error. Será como el gran ensayo general de una obra de teatro.»
Estábamos con ello cuando hemos recibido la noticia de la caída de Zeluán. Y esta vez no ha habido heridos ni soldados humillados. La guarnición ha sido aniquilada y los que se han rendido, asesinados.
Me ha parecido una iniquidad. Pablo nos ha contado que lo de Nador ha sido la excepción.
«Esta es una guerra salvaje. Sin prisioneros. Ni los de Abd el-Krim ni los nuestros los toman; se mata al enemigo y punto. Hay pocas excepciones, como la de Nador, o algunos oficiales a los que capturan para pedir un rescate. Y si están de humor, respetan a los médicos y artilleros para que los ayuden.»
Más allá de Melilla ya solo queda el monte Arruit, con sus tres mil hombres escasos de comida, agua y municiones. Y sobre ellos nos ha llegado otra noticia a última hora del día. La ha traído el capitán Carrillo, que ha hablado directamente con Alba:
«Han respondido a nuestro mensaje. —La pausa que ha hecho después no anunciaba nada bueno—. Tu padre, el capitán Torres, está allí.»
«¿Está bien? ¿Lo han herido? ¿E Ignacio? ¿Le han dicho algo sobre él?»
«No sé más… Con un espejo me hicieron señales en morse: “Padre aquí”. Es lo único que puedo decirle.»
Alba se ha esforzado en dar las gracias.
«No significa que su prometido haya muerto. La posición de monte Arruit es grande y quizá esté en otro lado. Y, aunque no estuviese ahí, hay muchos oficiales prisioneros, y otros que han huido a la zona francesa, y más aún están escondidos en pequeñas aldeas, en espera de una oportunidad para regresar a nuestras líneas. Esta batalla está solo comenzando; y pronto los liberaremos a todos.»
Aunque Alba ha vuelto a agradecer sus palabras, su ánimo se ha ennegrecido.
«Saber que mi padre está allí me ha devuelto la esperanza, pero también el miedo; ahora sé que si no se hace algo, si no los rescatan pronto, acabará como los de Zeluán…»
«O como los de Nador —le he dicho—. Y seguro que Berenguer está haciendo algo. Atacará o negociará, pero no va a permitir que mueran tres mil hombres que están a solo treinta kilómetros de aquí. Recuperarás a tu padre, estoy segura.»
«Ojalá tengas razón y pueda abrazarlo pronto… —Luego su voz se ha quebrado—. Pero a Ignacio ya casi lo doy por muerto.»
«¡No! Ya has oído a Carrillo… Aún hay esperanza.»
«Pues a veces me gustaría perderla del todo y poder llorarlo de una vez… Pero la esperanza se niega a desaparecer, y es lo que más me angustia. Si no va a vivir, al menos que me digan que está muerto y que me traigan su cuerpo para verlo una última vez…»
Quizá el dolor de la incertidumbre no sea tan intenso como el de la pérdida, pero su agonía es tan larga que acaba por ser peor.
Las malas noticias de hoy no han acabado ahí. Carrillo, desde el avión, ha visto como el enemigo ya está llevando cañones hacia el Gurugú con la ayuda de prisioneros españoles, a los que usan como mulos de carga. La ciudad pronto estará bajo el fuego de la artillería rifeña.
Cuando este día tan gris iba a llegar a su término, al menos, ha ocurrido algo bonito. Galeb le ha dado un pequeño regalo a Avi. Estaba en una cajita y ya antes de que ella la abriese, él ha dicho:
«Es una flor que jamás se marchitará.»
Era una piedra tallada con forma de rosa.
«¿La has hecho tú?», ha preguntado Avi.
«La ha hecho Alá; con el viento, el agua y la arena como herramientas. Así se forman estos cristales arracimados unos sobre otros en forma de flor. La llamamos “rosa del desierto”. Sus pétalos son frágiles y afilados. Tanto pueden romperse como cortar; hay que tratarla con muchísimo cuidado, para no dañarla ni hacerse daño con ella… Como cuando tratas con el corazón de otra persona.»
Querido diario, no puedo reproducir con justicia la forma en que Galeb nos lo ha explicado mientras cogía la mano de Avi para guiar sus dedos, con gran delicadeza, sobre aquellos pétalos de piedra. Si la pobre ya estaba un poco enamorada, en ese momento ha tenido que sucumbir por completo. Y cualquiera lo haría…
Jugando a ser un poco celestina, he buscado un momento de intimidad para hablar con Galeb sobre Avi, pues no quería para ella mi destino: ser una pieza más en la colección de un seductor. Y por fortuna, Galeb no parece ser así. Se ha quedado prendado de la fragilidad y espiritualidad de Avi, como él mismo la ha definido.
«Le he regalado la rosa porque me recuerda a ella, a su delicadeza y a su magia; y a la fortaleza que estoy seguro que encierra.»
También me ha contado que él puede casarse con una mujer «de la Escritura», o sea, cristiana, sin que ella tenga que renunciar a su fe, con lo que Avi tiene el camino libre si, algún día, quieren casarse. Lo que no me ha parecido tan justo es que ese sea un privilegio exclusivo del hombre, pues una mujer musulmana está obligada a contraer matrimonio con un hombre de su propia religión.
4 de agosto de 1921
Hemos abierto el hospital y nuestras cien camas ya están llenas. Las enfermeras melillenses y las monjas se han ocupado de las alas de medicina, donde sobre todo hay casos de paludismo y disentería. Me he acordado del doctor Luque y lo que nos contó sobre el papel de los mosquitos en las guerras. Aquí, la que transmite la enfermedad es la hembra del anofeles, y tenemos que tener mucho cuidado con ella.
Inés, Margarita y Avi se han quedado en la planta baja, tratando a los soldados convalecientes de cirugía, y a mí me ha tocado en la segunda, con los oficiales, igual que a Alba, Luisa, Merry y María.
En ambas plantas de cirugía hemos dejado una decena de camas vacías. Pablo las ha señalado mientras le decía algo a Alba. Cuando me he acercado para saber de qué se trataba, me ha dicho que no podía contarme nada, que por ahora era un secreto… Teniendo en cuenta que he notado a Alba más animada, supongo que tendrá algo que ver con el monte Arruit…
Uno de los heridos que nos han traído es el misterioso hombre del rostro vendado, el que ya vi en el Docker. Y aquí también lo han amarrado a la cama. Merry lo estaba atendiendo cuando ha comenzado a agitarse y a gritar. Yo he acudido con el éter para calmarlo y, ya antes de administrárselo, al verme, se ha quedado quieto y me ha mirado fijamente. Ha balbuceado algo que no hemos entendido muy bien y ha dejado que le pusiese la mascarilla.
«Será mejor que tú te hagas cargo de este —me ha dicho Merry—, tu presencia lo relaja. Y con todo lo que ha sacrificado, se merece la mejor de nuestras atenciones.»
El resto de la mañana se nos ha ido en cambiar vendajes, lavar heridas, coser cicatrices mal cosidas y comprobar la fiebre de los que tenían infecciones. A un teniente de la Legión le habían herido de un disparo y luego le habían dado seis gumiazos; de no ser porque sus hombres contraatacaron y lograron sacarlo del blocao que defendía, habría muerto allí. Aunque las heridas le dolían, o quizá por ello, no ha parado de hablar mientras le hacíamos las curas.
«Y no les basta con apuñalarte, les encanta rajarnos de arriba abajo con esos dichosos cuchillos curvos, pero solo mientras estamos vivos, porque saben el daño que hacen.»
Creo que quería escandalizarme o marearme, pero yo solo asentía y atendía a su conversación con amabilidad mientras limpiaba sus heridas.
«No les gusta matarnos a balazos. Los fusiles son impersonales, pero el cuchillo es más íntimo; tienes que clavarlo cerca, pegado al enemigo, y arrastrarlo por dentro de su cuerpo con fuerza; o apuñalar a golpes una y otra vez. He visto cuerpos con treinta y hasta cuarenta gumiazos, ¿sabe? El hombre ya estaba muerto, pero el moro seguía ahí, dándole una y otra vez hasta que se le cansaba el brazo. Lo hacen por rabia, igual que nosotros; con un disparo matas, pero no descargas la rabia. Con el cuchillo, sí. Y esta, señorita, es una guerra de rabia.»
Por aquellas heridas y por las que he ido viendo a lo largo del día, no hacía falta que me lo jurase.
Por la tarde hemos sabido para qué son las camas vacías. Como yo había supuesto, tienen que ver con el monte Arruit. Berenguer ha intentado liberarlo con un desembarco en el sur de la Restinga, la barrera de tierra que cierra la Mar Chica y la separa del Mediterráneo. Pero no ha tenido suficiente apoyo de la Armada y la operación, que, según Pablo, era inteligente e imaginativa, ha fracasado. No se ha podido siquiera llegar hasta los sitiados y lo único que se ha conseguido ha sido un puñado más de muertos y heridos. Alba ha reaccionado con la natural tristeza, pero en cuanto han empezado a llegar los heridos, ha instalado una sonrisa en su rostro y se ha mantenido fuerte.
Lo primero que han hecho el doctor Nogueras y el doctor Herranz ha sido el triage, clasificar a los llegados según su gravedad en tres grupos: los que seguramente vivirán sin importar el cuidado que reciban (o sea, heridos leves), los que seguramente no vivirán aunque se les atienda y los que dependen de una atención inmediata para sobrevivir. A los primeros se les pasa a la sala de curas, con enfermeras profesionales o de primera y monjas. A los segundos se les dan calmantes y consuelo espiritual. Y a los terceros los llevamos al quirófano; pasan primero los más graves.
Nogueras nos ha cogido a mí y a Merry para la primera operación mientras Herranz, con la ayuda de sor Asunción y Margarita, se encargaba de otra. Carmen, Inés, Avi, Alba y Luisa se esforzaban en mantener con vida a los soldados que irían después.
Había oído que en algunos hospitales el grado y procedencia de un soldado pesa en el triage, favoreciendo a los oficiales sobre la tropa y a los españoles sobre los marroquíes, pero Nogueras y Herranz no son así.
«Los únicos galones que cuentan aquí son las heridas y su gravedad», ha dicho Nogueras.
El nuestro era un soldado de regulares, un bereber que había recibido un disparo en el pecho y la bala seguía alojada en el pulmón. Las enfermeras hemos limpiado y preparado el campo operatorio alrededor del impacto. Después me he encargado del instrumental y Merry de la anestesia. El doctor Nogueras, con una rapidez propia de un trilero, ha abierto la herida y la ha fijado con los retractores que yo le iba pasando. Ya lo había visto operar en Madrid, pero allí teníamos más tiempo y los casos no eran tan graves. Aquí la velocidad cuenta, no solo por la vida de este hombre sino por las de los que esperan. Sin rayos X, ha comentado a través de la mascarilla, encontrar la bala iba a ser difícil…, pero ha tenido suerte; enseguida ha dado con ella y ha podido sacarla sin tocar apenas las costillas. Y, entonces, ha dicho algo que me ha dejado sin respiración:
«Laura, ciérrelo usted.»
«¿Yo?»
«Sí, usted… ¿O es que hay otra Laura?»
«Pero…»
«He visto cómo sutura.»
«No se trata de un cadáver…»
«Afortunadamente. E intente que no se convierta en uno.»
Viendo que yo seguía dudando, ha insistido:
«Ya sé que no es el protocolo, pero también sé que sabrá hacerlo, y no podemos perder más tiempo.»
Luego ha mirado hacia atrás y ha llamado a Inés para que ella me fuese pasando el instrumental. He ocupado el lugar del cirujano, respirado profundo e intentado no pensar en qué pasaría si hacía algo mal. Tras apretar con los dedos las pinzas para sostener la aguja, he relajado las muñecas y comenzado a coser al herido. Cuando ya estaba acabando, el doctor se ha acercado, ha revisado la sutura y ha ordenado:
«Bien, a planta y vuelva inmediatamente.»
Merry y yo hemos llevado al herido a la habitación de oficiales.
«Carmen ya me había hablado de la buena mano que tienes, pero es que da gusto verte trabajar.»
Me he emocionado ante el cumplido, y sé que puedo pecar de pretenciosidad al anotarlo aquí…
De pronto, Merry se ha dado un manotazo en el pescuezo, se ha mirado la mano y ha gritado: «¡Cabrona!». Me ha sorprendido oír esa palabra en boca de una dama tan refinada. «¿Qué ha pasado?», le he preguntado. Y me la ha enseñado, aplastada en su mano:
«Una hembra de anofeles; esperemos que no esté infectada… Por si acaso, tomaré algo de quinina. Y habrá que revisar los mosquiteros.»
Hemos regresado al quirófano. El doctor Nogueras ya estaba operando con Inés y Luisa. Merry y yo nos hemos puesto a preparar al siguiente herido, que en menos de una hora ya estaba en la mesa de operaciones. Era de noche cuando hemos acabado. Estaba muy cansada y con el mandil lleno de sangre. Me he cambiado, lo he dejado en la lavandería, y en la cocina he tomado un poco de carne que no sé si sería cabra o cordero.
Luego he ayudado a Merry con el papeleo para dejar los informes y estadillos de nuestras operaciones listos para archivar. En ese momento de calma, cuando todo había acabado, algunas han salido al jardín para sentarse a llorar. Habíamos salvado a muchos, pero habían muerto varios y sabíamos que otros, que estaban muy graves, morirían a lo largo de la noche y a ellas les tocaría acompañarlos. Como dijo don Francisco, esta es una lucha en la que siempre se pierde. Y supongo que jamás te acostumbras a ello.
Mientras las demás se acostaban, he cogido un candil y he ido a ver qué tal estaban los heridos que habíamos operado. No tenían fiebre y respiraban con normalidad. Eso es bueno. Iba a irme cuando me he fijado en que el hombre del rostro vendado estaba despierto. Ya no gritaba ni se sacudía. Al acercarme me ha mirado y, por la escasa abertura que dejaban las vendas sobre su boca, he visto que sonreía. Ha movido los labios como si quisiese decir algo, pero solo le ha salido un gemido. La monja que estaba de guardia se ha puesto en pie.
«Tranquila, me encargo yo —le he dicho y me he acercado a él—. ¿Necesita algo? ¿Quiere beber o más éter para el dolor? Si lo prefiere, también tenemos morfina, que no le dejará tan dormido… —Me ha indicado que no con un suave movimiento de cabeza—. Pues entonces intente dormir. Y ya sé que se ha pasado mucho tiempo así, pero le vendrá bien acostumbrar el cuerpo a descansar de noche.»
Ha asentido y cerrado los ojos, no sé si porque tenía sueño o por obedecerme.
Iba hacia el jardín cuando he visto una luz moverse en el pabellón de medicina para tropa. Me he asomado. Carmen, con su candil, lo recorría para ver si nuestros enfermos estaban bien. Uno, aún despierto, ha cruzado unas palabras con ella, que le ha respondido con un gesto de cariño. El hospital ahora está limpio e impecable, perfumado por las flores frescas que hemos colocado ya por la mañana y que, cada día, debemos cambiar. Nada que ver con los barracones que había visto al sur.
Al ver a Carmen allí, con el candil, he recordado lo que nos habían contado sobre Florence Nightingale, también paseando con su farol entre los heridos de Crimea. Creo que España ya tiene a su dama de la linterna...
Verla así me ha devuelto la paz.
5 de agosto de 1921
«¿Quién?»
Fue lo primero que le he oído decir al hombre de la máscara, que es como las demás enfermeras han comenzado a llamar al oficial con el rostro vendado. Aunque no ha sido lo primero que ha dicho. Una de las monjas me ha venido a buscar porque le había pedido agua. He acudido a su lado. Una enfermera profesional le estaba dando de beber con una pipeta.
«Ya sigo yo», le he dicho a la enfermera, y he cogido la pipeta.
El herido ha bebido un poco más y, cuando ha parado, sin dejar de mirarme, lo ha dicho:
«¿Quién?»
«Me llamo Laura y soy tu enfermera, de la Cruz Roja.» Y he señalado mi insignia.
Él ha hecho un gesto negativo.
«¿Quién… soy?»
«¿No lo sabes?»
Le han temblado los labios y ha negado con la cabeza. Una lágrima le ha resbalado sobre las vendas. Evitando mostrar sorpresa, he intentado darle consuelo y esperanza.
«Lo que le ocurre se llama amnesia y es normal tras una herida o un golpe en la cabeza. Pero la memoria seguramente volverá…»
La verdad es que la ciencia sabe poco sobre ese tema. A veces regresa poco a poco; a veces, de repente, y otras, nunca.
«¿Quién soy?», ha insistido.
«No lo sé, pero por sus galones y su unidad puedo intentar averiguarlo.»
Tendría que haberle dicho que no podría hacerlo hasta terminar mi turno porque cada vez que pasaba a su lado me miraba y sin necesidad de decir nada era como si me preguntase: «¿Ya sabe quién soy?». No creo que sea porque en su naturaleza esté ser un pesado, sino porque no recordar nada, ni siquiera tu nombre, debe de resultar angustioso.
Galeb tenía mucho que hacer así que, por la tarde, cuando he acabado mi turno, he ido andando hasta el hospital Docker. Apenas ha pasado una semana desde mi primera visita y ya se nota la llegada de más soldados. Muchas casas han sido ocupadas por oficiales y en los descampados se apiñan centenares de tiendas de tela cónicas para la tropa. Y los cafés y tabernas están repletos. Muchos, a mi paso, se cuadraban y me saludaban de forma militar.
Alrededor de los campamentos he visto chamarileros, feriantes, vendedores de todo tipo y mujeres que dejan bien claro cuál es su ocupación…
A la vez que la guerra con Abd el-Krim se libra otra, esta entre capellanes y putas, que compiten por el alma y los dineros de los miles de hombres aquí congregados. Por el día, o antes del combate, el corazón del soldado está con Dios. Pero por la noche, en este largo periodo de espera, son muchos los que sucumben a Venus… Solo te comentaré, querido diario, que la gonorrea y la sífilis comienzan a competir con el paludismo y la disentería por ser el principal problema médico de este ejército. Y se especula que ciertas prostitutas, dolientes de alguna de esas venéreas, ofrecen sus servicios con el extra de una baja por enfermedad que librará a sus clientes del combate.
Cuando he visto los aviones en la explanada del Hipódromo me he acordado de Javier. Me ha agradado darme cuenta de que, desde que ha abierto el hospital, no he pensado en él ni una sola vez. Y ahora el dolor ya no ha sido tan intenso. Es curioso que atender a nuestros heridos haya acabado por curarme a mí. Solo la vergüenza y la rabia siguen intactas.
He buscado al camillero que tan amablemente nos había atendido en los barracones de oficiales, pero no lo he encontrado. He preguntado a otros sanitarios y, por fin, uno me ha remitido al cirujano que había atendido a aquel «héroe sin rostro», que es como se le conoce por aquí. Ha resultado ser el doctor Fidel Pagés, que me sonaba por haber leído alguno de sus artículos sobre la anestesia metamérica, pero hoy no estaba allí, sino que había ido al Hospital Indígena a operar. Y está al norte, en la otra punta de la ciudad.
Así que he vuelto a recorrer Melilla en el otro sentido, cruzando de nuevo el río y llegando hasta el Barrio Hebreo. Es una zona humilde, la más humilde que he visto en Melilla y creo que en toda mi vida. Las callejas paralelas son muy estrechas, con casuchas y barracas apiñadas. Los callejones laterales, aún más angostos y llenos de escaleras, comunican unas calles con otras. Y estas ni siquiera tienen nombre y se identifican con una letra.
Cerca destaca un bello edificio de una planta, con arcos y adornos de estilo árabe: el Hospital Indígena. Aunque en origen era civil, ahora también atiende a soldados. De hecho, creo que todos los hospitales de Melilla se han convertido en militares.
Cuando he preguntado por el doctor Pagés me han dicho que había regresado al Docker y que allí estaría operando hasta las tantas. Como ya era demasiado tarde, he vuelto a nuestro hospital con las manos vacías.
He tenido que decirle al héroe sin rostro (me gusta mucho más este apelativo que el de la máscara) que aún no había averiguado nada. Me iba a ir cuando ha pronunciado:
«Quédese.»
«¿Le pasa algo?» —le he preguntado y me ha indicado que no.
«Hábleme…»
Me ha recordado a Leandro. A lo mucho que le gustaba que le contase cuentos. Pero a este paciente no iba a contarle cuentos infantiles. Así que le he hablado de mí y de las Damas Enfermeras, de nuestros estudios en Madrid, del viaje, de nuestra llegada aquí... En un momento le he hecho reír y ha acabado tosiendo. Ha dicho que no le había dolido, pero sé que es mentira. Luego me ha pedido que siguiese. Y así he estado hasta que se ha hecho bien de noche y le he dicho que a ambos nos convenía dormir.
Ese rato se ha convertido en más de tres horas. Me asusta, querido diario, la capacidad que tengo de monologar horas y horas. ¿Acabaré por ser una de esas señoras pesadas que conversan con los gatos y con el mobiliario, como la tía Sagrario?
9 de agosto de 1921
Han pasado cuatro días desde mi última anotación y es que no paramos. Hay noches en que estoy demasiado cansada como para sostener mis párpados abiertos, cuánto más una pluma.
Creí que montar y organizar el hospital había sido duro. Pero no es nada comparado con mantenerlo en funcionamiento en tiempos de guerra. No solo hay que asistir a los doctores en las operaciones y en las curas, o dar su tratamiento a los enfermos y cuidarlos, también debemos encargarnos de lavar, fregar, hacer la colada y mantener las instalaciones impecables, no solo por la higiene, sino por la moral de los pacientes. Cuando parece que has acabado, aún hay que redactar los partes e informes médicos… Y el domingo, en lugar de descansar, trabajo doble: llevar a los que puedan desplazarse a la misa en la iglesia del Sagrado Corazón, lo que entre ir y venir nos lleva toda la mañana. Menos mal que el sacerdote nos espera y los fieles, muy respetuosos, lo entienden.
Al menos Carmen ha conseguido que unas damas de Melilla se encarguen de la cocina, porque con esa tarea ya no daríamos abasto. Aunque ella misma se encarga de supervisar que los menús sean los adecuados para nuestros pacientes.
Al menos, todo ese esfuerzo ya da frutos. Un legionario nos ha dicho que aquí se encontraba mejor que en casa y que estos habían sido los días más placenteros de su vida... y eso que acabábamos de amputarle un brazo a la altura del codo. Otro, un sargento de la Legión muy hablador, Sancho, mientras le quitábamos metralla de la espalda, no paraba de contar chistes y cantar canciones sin exteriorizar el dolor que debía de estar sufriendo.
«Es usted un valiente», le ha dicho Luisa. No creo que el buen hombre, tan humilde en su forma de ser y de hablar, supiese que le estaba atendiendo una princesa.
«Qué va, señorita. Lo que soy es un irresponsable. Y es lo que tenemos que hacer: no pensar las cosas, porque si las piensas te quedas en casa.»
«¿Y no tuvo miedo en la batalla?»
«¿En la batalla? Ninguno. Cuando empiezan los tiros, o peleas o escapas; no hay término medio. Y en la Legión, peleamos. Y si lo haces, ya no sientes miedo; ese es el secreto. En el combate tienes demasiadas cosas que hacer y a las que atender como para estar asustado; ni lo piensas… El miedo de verdad, que todos lo tenemos, señorita, lo sientes antes de la batalla, cuando estás quieto en la trinchera, esperando que llegue el momento. Ahí es cuando lo pasas mal y te acuerdas de la Virgen y de todos los santos. Eso es lo peor: la espera.»
Luego ha seguido con sus bromas y tonadillas, y nos ha pedido una guitarra para animar un poco a sus compañeros de pabellón. Luisa ha prometido que se la conseguiría.
Mi paciente, el héroe sin rostro, sigue sin recordar y yo, con tanto trabajo y fatiga, aún no he tenido tiempo de salir de nuevo en busca del doctor Pagés. Él, que ya habla perfectamente y no necesita estar atado a su cama, me ha pedido que no me preocupe por su identidad. Lo que ahora lo acompaña, dice, le gusta.
«No sé qué habrá sido mi vida antes, pero sé que he sobrevivido a la muerte y que ahora tengo la mejor compañía posible.»
Hago como que no oigo esos velados piropos e intento cambiar de conversación. Él me pide que le siga contando cosas de mi vida, que le encanta oírlas, tanto por lo que le cuento por cómo se lo cuento. Supongo que lo dice porque no quiere estar solo y le agrada tener compañía… Y así, poco a poco, creo que le he ido relatando casi toda mi vida. Él bromea y me dice que cuando él tenga una vida, también me la contará. Me sorprende que, en su estado, tenga tan buen humor…
Además de darle conversación, me esfuerzo en que haga sus ejercicios. Ya camina, apoyado en mí, alrededor de la cama y por el pabellón. Primero iba a pasitos muy cortos, como un anciano muy estropeado, pero ahora ya se puede mantener firme sobre sus piernas. Su respiración también ha mejorado. Y las úlceras y quemaduras no han drenado ni supurado, con lo que aún no es necesario cambiarle las vendas. Mantenerlas ahí, presionando sobre las heridas un par de semanas más, le vendrá bien.
Hoy hemos tenido dos bajas entre nosotras. La primera es Merry, que ha contraído el paludismo y ahora reposa en una cama de la planta de oficiales, separada de los demás por un biombo. Ella misma se dio cuenta de lo que pasaba y nos avisó. Eso nos ha recordado a todas que no somos inmunes a las enfermedades y que un hospital es el mejor lugar del mundo para contraerlas.
La otra es Alba, pero solo ha sido un susto. Todos los días pregunta a Pablo y a Carmen si saben algo del monte Arruit y de los planes para liberarlo, pero la respuesta es siempre la misma. Parece que no le afecta y que sigue con su trabajo como si nada. Pero algo ha debido de irse acumulando en su interior porque hoy al mediodía, poco antes de comer, sobre la una de la tarde, se ha quedado quieta en medio del pabellón, ha mirado al techo y se ha desmayado. Las otras dos enfermeras que estábamos allí hemos corrido a auxiliarla. Enseguida se ha repuesto y ha insistido en que no había sido nada. Carmen la ha enviado con el doctor Herranz y luego le ha ordenado descansar.
Por la tarde he librado y he vuelto al hospital Docker, que ya está mejor organizado y limpio, dentro de los pocos medios que tienen. Por fin he encontrado al doctor Pagés. Es más joven de lo que esperaba. No creo que llegue a los cuarenta años. Su cara redonda y su bigotito le dan un aspecto simpático y muy afable.
Le he dicho que era un honor conocerle, que había leído artículos suyos y que no me perdía ni un número de la revista que editaba. Se ha sorprendido.
«Las enfermeras no suelen leer la Revista Española de Cirugía. Ni siquiera muchos médicos lo hacen —ha bromeado—. Me agrada oírselo decir, gracias.»
Sobre el héroe sin rostro, me ha confirmado que lo operó y se interesó por su recuperación.
«Lo hemos mandado con vosotras porque estaba muy mal y, por lo que me cuentan, doña Carmen ha organizado muy bien el hospital. —Ha señalado a su alrededor—. Aquí no tenemos tantos medios y nos apañamos con lo poco que hay.»
Como tiendo a ser impertinente, se me ha escapado:
«Pensé que a los militares las de la Cruz Roja no les caíamos muy bien».
«¡Qué va! En Melilla tenemos poco más de quinientas camas; vuestras cien son más que bienvenidas… Y ni así damos abasto. En cuanto Berenguer comience su contraataque para recuperar el terreno en torno a Melilla, será peor.»
Le he contado el recibimiento que nos hizo Triviño y se ha echado a reír.
«Triviño es un hombre impulsivo y de carácter, pero se preocupa por los heridos y está desbordado. Le debisteis de coger en un mal momento. Pero, créeme, es vuestro aliado, igual que vosotras lo sois para el Ejército.»
Como nos habíamos desviado del tema, he vuelto a preguntarle por mi herido. Le he explicado su problema de amnesia y le he dado su grado y la unidad inscrita en su chaqueta para ver si puede averiguar algo. Pagés se ha comprometido a hacer unas cuantas preguntas esta misma noche en el comedor de oficiales.
«Vuelve mañana por aquí; quizá ya sepa algo más.»
Cuando he regresado, Alba aún estaba despierta, paseando alrededor del hospital, muy inquieta. Le he recordado que tenía que descansar y la he dejado tumbarse a mi lado en la terraza. El calor sigue siendo muy intenso, quizá hoy más que nunca, y el poniente, en lugar de mitigarlo, lo hace más presente. En Madrid, de un viento así de cálido y extraño diría que anuncia tormenta. Aquí no sé qué presagia.
10 de agosto de 1921
Hoy he cogido el turno de tarde para ir por la mañana hasta el Docker y hablar con el doctor Pagés. Estaba en uno de los barracones de enfermos. Nada más entrar, uno de los pacientes ha llamado mi atención.
«Señorita, señorita, ¿viene a llevarnos?», me ha preguntado.
«¡Eh! —le ha gritado el que tenía al lado—, ¡cierra la bocaza! Yo estoy más grave.»
«No les haga caso, señorita —ha dicho otro—, yo estoy peor.»
Y se han ido sumando más y más voces a las que no sabía qué responder. El doctor Pagés ha acudido en mi rescate.
«¡Por favor, caballeros, cállense de una vez! No viene a trasladar a nadie, sino a hablar conmigo.»
Ha seguido un murmullo de decepción y de bromas picantes contra el doctor, que me ha llevado fuera. Mientras se liaba un cigarrillo, le he preguntado:
«¿Por qué se han puesto así?»
«En vuestro hospital ya han dado de alta a varios y han salido hablando maravillas. De las instalaciones, de la atención, de la comida y, claro, de las enfermeras. Ahora, cuando uno cae herido o enfermo, lo primero que dice a los camilleros es que lo lleven a la Cruz Roja. Los hay que incluso les ofrecen dinero.»
«Vaya, no sé si alégrame o disculparme.»
«Estas cosas mejoran la moral de los heridos; les dan de qué hablar y, sobre todo, esperanza.»
«Entonces me alegraré. ¿Y ya sabe algo sobre nuestro misterioso paciente?»
«Sí. Es el alférez Ismael Vallejo; desgraciadamente, de su sección no queda nadie con vida.»
«Una pena. Esperaba que alguno de sus compañeros pudiese decirme algo sobre él. Al menos tengo su nombre.»
«Tiene algo más. Los pacientes con amnesia, al visitar lugares que les fueron familiares, pueden recuperar parte de los recuerdos vinculados a esos sitios. A veces se provoca una cascada de evocaciones que trae de vuelta toda la memoria.»
«¿Y sabe dónde estuvo en Melilla?»
«Aparte de por donde andamos todos, como el café del Victoria o el del Colón, su sección, nada más llegar, estuvo en el acuartelamiento Santiago, al norte. Luego destinaron a toda su compañía al Atalayón y su sección, en concreto, se desplegó donde ahora está el blocao de Dar Hamed, uno de nuestros puestos avanzados. Y al final, él y sus hombres avanzaron hasta las afueras de Nador, donde fue herido cuando protegía a los colonos. Ese lugar ya queda fuera de nuestras líneas.»
«Muchas gracias. Intentaré llevarlo a los que pueda.»
Mientras hablaba con el doctor Pagés me había dado cuenta de que un sargento, enjuto y de cabello cano, no me quitaba la vista de encima y cuchicheaba algo con dos soldados. A una mujer, en medio de tanta tropa, es normal que la miren, e incluso que la piropeen con descaro, pero con las enfermeras suelen ser más educados, quizá porque saben que en cualquier momento pueden acabar en nuestras manos. Pero esa forma de mirar, insistente y que a la vez intentaba pasar desapercibida, me resultaba muy molesta. En cuanto he finalizado mi conversación con el doctor Pagés, me he acercado a ese hombre de pelo cano.
«¿Quiere algo, sargento?»
Esperaba que eso lo desarmase y se alejara con una disculpa. Pero no. Me ha mirado de reojo y, tras un momento de silencio, ha dicho:
«¿Es usted quien anda preguntado por Ismael Vallejo?».
«¿Lo conocen? ¿Son amigos suyos?»
«No, pero él nos salvó la vida en Nador. Y pensamos que había muerto.»
«Ha estado a punto de morir. Pero se está recuperando.»
«¿Con ustedes? ¿En la Cruz Roja?»
«Así es. Si quiere, pueden acompañarme para visitarlo.»
«No, gracias, pero cuídelo bien; es un gran soldado.»
«Lo haré.»
El sargento se ha subido a una camioneta militar con sus dos compañeros, a quienes apenas he llegado a ver, y se ha ido dando bocinazos para despejar el camino. Yo también iba a irme cuando he notado un revuelo alrededor. Varios camilleros han salido corriendo hacia el sur, igual que decenas y decenas de soldados. El doctor Pagés ha salido del barracón para ir tras ellos.
«¿Qué pasa?», le he preguntado.
«Dicen que han llegado varios de los sitiados en el monte Arruit.»
«¿Los han liberado?»
«No sé nada más…»
«¿Puedo acompañarle?»
«Me será de gran ayuda. Seguramente hay heridos.»
Al principio he corrido, igual que ellos, pero las trincheras no estaban tan cerca, así que en cuanto me ha faltado el resuello he pasado a caminar rápido. Me preguntaba si los asediados habrían sido capaces de romper las líneas enemigas y regresar hasta Melilla. O si Berenguer había, por fin, lanzado una operación de rescate con éxito. Pero eran tan solo un puñado de soldados, todos con rasguños y heridas, consumidos por el cansancio, el hambre y la sed.
Los oficiales han hecho un pasillo entre la muchedumbre para que Pagés, otros dos sanitarios y yo llegásemos hasta ellos.
«¿Qué ha pasado? ¿Les envía Navarro?», ha preguntado el doctor.
«Navarro se ha rendido», ha dicho uno de aquellos demacrados hombres.
«¿Cuándo?», se ha sorprendido Pagés.
«Ayer, a la una de la tarde; entregamos las armas a cambio de que nos diesen paso franco. Y cuando nos preparamos para salir… —He sentido un escalofrío al recordar que justo a esa hora Alba se había desmayado— los moros no respetaron el trato y se lanzaron sobre nosotros. Mataron a casi todos a tiros y gumiazos. Hasta a los heridos los sacaban de sus camillas para rematarlos a patadas en el suelo.»
«¿Solo escapasteis vosotros?»
«No creo que haya quedado nadie más con vida.»
El ánimo de todos se ha desplomado. La última posición española, el último reducto donde aún quedaban supervivientes, ha desaparecido y casi todos han muerto. Tres mil hombres asesinados a traición en unos pocos minutos. Al silencio le ha seguido la furia y he comenzado a oír juramentos terribles sobre lo que le harían al enemigo en cuanto cayese en sus manos. Justo lo que nos había dicho Pablo, que esta es una guerra salvaje, de odio, y que la crueldad llama a más crueldad. Nuestros soldados ya no quieren la victoria, ahora lucharán por venganza. Y no habrá piedad ni compasión. Tampoco harán prisioneros, y mutilarán y acribillarán a esos hijos de puta hasta que no quede ni uno. Eso, querido diario, es lo más suave que he podido escuchar.
A Pagés lo habían llamado esta mañana desde mi hospital para decirle que, tras las altas de hoy, habría una decena de camas libres. «Y estos hombres, después de lo que han pasado en Arruit, se merecen el mejor lugar...» Así que me ha enviado con un par de ambulancias y esos heridos a nuestro hospital.
Ya en el vestíbulo me he encontrado a Carmen y al doctor Nogueras.
«Laura —me riñó Carmen—, llegas muy tarde…»
Pero entonces ha visto entrar a los camilleros con aquellos soldados tan demacrados.
«¿Qué ha pasado?», me ha preguntado.
«Arruit ha caído; los han matado a todos. Solo se han librado estos pocos.»
El doctor Nogueras ha preguntado por su amigo, Felipe Peña, pero nadie sabía nada de él. Ya estábamos acomodando a los recién llegados cuando Alba ha entrado corriendo y preguntando por su padre, el capitán Hernando Torres. Carmen, con discreción, se la ha llevado al jardín.
Por la noche he encontrado a Alba en la terraza. En sus mejillas aún se notaban surcos de lágrimas. Miraba hacia el Gurugú, una sombra recortada por la ausencia de estrellas.
«Nadie lo ha visto morir, pero ahora sí estoy segura de que ha muerto.»
Me he quedado a su lado. Las estrellas fueron desapareciendo, cubiertas por unas nubes que apenas podíamos ver, y comenzó una llovizna suave y tibia. Más que agua parecía que sobre nosotras caían cenizas.
«¿Quieres que nos vayamos?»
«No.»
«Ojalá hubiese algo que yo pudiera hacer… o decir.»
«Me basta con que estés aquí.»
Hemos permanecido otro rato en silencio. Luego Alba me ha preguntado a bocajarro:
«¿Por qué me tenías tanta manía en la escuela?».
«Bueno, no lo sé… Siempre pensé que yo era la que te caía mal a ti...»
«Claro que me caías mal. Desde el primer día me mirabas con suspicacia; cuando yo hacía algo mal te reías y cuando yo hacía algo bien ponías mala cara. Y era absurdo. Somos a quienes más les gustaba aquello…»
«Lo siento… Sí que es absurdo. Recuerdo un día, al principio, en el primer curso. Estaba con Avi y con Inés, y me pareció que nos mirabas con pena.»
«Yo también lo recuerdo. Y sí, es cierto, te miré con pena.»
«Creí que era porque envidiabas lo bien que nos llevábamos las tres.»
«¡No! Me daba pena que a ellas las tratases tan bien y a mí tan mal.»
«¿Por esa razón nos delataste a don Francisco?»
«Supongo que sí. Luego me arrepentí mucho, sobre todo por cómo trató a Inés y a Avi… Pero me habías hartado tanto con tus chanzas y tus desplantes que…»
«Yo tampoco me porté bien contigo…, déjalo. Éramos unas niñas. Yo, al menos, lo era.»
«¡Si solo ha pasado un año y medio!», ha replicado riéndose.
«En algún lugar tiene que estar la frontera, ¿no? Esa que separa al adulto del niño.»
«Sí, y espero que tú la cruces pronto», ha bromeado.
Luego me ha cogido de la mano y hemos estado allí otro buen rato.
«Parece que no llueve mucho —le he dicho—, pero nos estamos empapando. Y la tristeza, con pulmonía, no es menos tristeza.»
Me ha dado la razón y hemos bajado a nuestros barracones a secarnos y cambiarnos. Entonces me he dado cuenta de que aún no le había contado a nuestro héroe sin rostro que ya sé quién es... Pero se ha hecho demasiado tarde y prefiero quedarme con Alba.
Aún hemos conversado un poco más y hasta que no se ha dormido no he podido cogerte para poner por escrito este largo día, que estas líneas aún han hecho más largo.
11 de agosto de 1921
Aunque ayer me acosté tarde, me he levantado al rayar el alba para contarle a Ismael lo que había descubierto. Mientras subía al pabellón de oficiales, he oído a la enfermera de guardia hablar con alguien. Era un soldado que preguntaba por un herido en el descansillo de las escaleras. No había ninguna compañera en la sala y, en medio de la blancura, destacaba un hombre de uniforme junto a una de las camas; precisamente la de Ismael.
«¿Qué hace aquí?», le he preguntado.
El visitante se ha dado la vuelta y, para mi sorpresa, era el mismo que me preguntó por Ismael en el hospital Docker, el sargento de pelo cano.
«He venido a presentar mis respetos a este soldado», ha dicho. Y, sin más, se ha ido.
Me he acercado a Ismael para saber qué había pasado.
«Acababa de despertar cuando lo he visto llegar. Al principio me he asustado. Me miraba con odio, de una forma realmente amenazadora. Luego he temido que me fuese a echar las manos al cuello o algo así; pero entonces, de repente, se ha echado a reír. Le he preguntado que si me conocía de algo. Él ha querido saber qué recordaba yo. He reconocido que nada. Iba a decirme algo más, pero entonces ha llegado usted.»
La enfermera de guardia ha comentado lo pesado e impertinente que ha sido el soldado que la había enredado en las escaleras. Al otro, al de pelo cano, ni lo había visto. La situación me ha parecido muy extraña. Pero antes de hacerme más preguntas, le debía unas cuantas respuestas a mi paciente.
«Ya sé cómo se llama: Ismael Vallejo, y es alférez.»
Esperaba alguna reacción en sus ojos o en su boca, pero solo se ha encogido de hombros.
«Gracias.»
«¿Ese nombre no le dice nada?»
«No. Pero me alegro de que me puedan llamar por un nombre a partir de ahora, y no solo de usted, o el sin rostro o la máscara. —Ha notado mi apuro—. No suelo dormir mucho y, por la noche, oigo hablar a las enfermeras.»
«Lo siento.»
«No tiene por qué. Es la realidad. Hasta hoy no solo no tenía rostro, sino que no era nadie. Al menos ahora soy un nombre. Ya es algo, y se lo debo a usted.»
«También sé dónde ha estado. Y visitando esos lugares quizá pueda recobrar la memoria.»
«¿Me acompañará? He oído que estoy en Melilla y, si la conocía, no la recuerdo. Al menos sé que es una de nuestras ciudades en África, y también sé cosas de esta guerra, pero como si las hubiese leído en los periódicos, no vivido.»
«Pues cuénteme todas las cosas que vaya recordando. Hablar de ellas en voz alta puede ayudarle a despertar recuerdos. Y también los sueños, los sueños pueden encerrar memorias.»
«Hoy he soñado con usted», me ha dicho.
El calor en las mejillas indicaba que me había ruborizado.
«Bueno, eso mejor no me lo cuente», he dicho con un hilo de voz.
«Oh, no, tranquila. —Se ha puesto igual de nervioso que yo—. Soy un caballero; no sé si lo era antes, pero ahora lo soy, o es mi pretensión serlo. Si fuese uno de “esos sueños”, no le diría nada...»
«Entonces, ¿tiene de “esos sueños”?»
«No, bueno, no sé…, no voy a hablar de esos temas. Y le aseguro que con usted no ha sido así.»
«¿Y cómo ha sido?»
«Estábamos en el hospital ese de Madrid del que tanto me ha hablado, donde estudió. Y usted y sus compañeras iban a hacer unas prácticas de cirugía. De hecho, la práctica era con mi cuerpo. Ustedes creían que era un cadáver e iban a abrirme sin anestesia ni nada, y yo intentaba decirles que estaba vivo, pero no podía ni moverme ni hablar…»
«¿Y yo no me daba cuenta?»
«Al final, sí, pero sus compañeras no le hacían caso.»
«¿No me hacían caso? —he preguntado con escepticismo—. Eso es que usted aún no me conoce bien…»
Me he reído y él también, lo que ha acabado en otro de sus dolorosos ataques de tos.
«Tenga un poco de piedad de mí, por favor, señorita», ha bromeado.
«Aunque le duela, es un buen ejercicio pulmonar, Ismael.»
Se ha quedado callado un momento y me ha mirado de una forma tan profunda que casi he tenido que apartar los ojos.
«¿Qué pasa?», le he preguntado.
«Ismael… Me gusta cómo suena mi nombre en su boca.»
Como diría mi padre, amigo de metáforas marineras, eso me ha desarbolado un poco. Y como aún no había bajado a desayunar, me he disculpado y me he ido. Ahora que lo pienso, no sé por qué ese pequeño y sencillo requiebro me ha afectado tanto, porque ya me he acostumbrado a los piropos de los soldados. En la calle son más descarados, pero aquí se vuelven mucho más dulces. Se ve que cuando se convierten en nuestros pacientes, al sentirse débiles y estar a nuestra merced, o por simple agradecimiento, se vuelven más gentiles. Margarita, que es un poco bruta a veces, lo define de una forma muy graciosa:
«Cuando están sanos quieren llevarnos al catre, pero cuando están heridos quieren llevarnos al altar».
He visitado a los supervivientes del monte Arruit y me ha impresionado comprobar por sus temblores y pesadillas que, tras los horrores que habían visto y vivido, tardarían más en recuperarse de las heridas de su mente que de las de su cuerpo.
Al menos, con ellos estaba Sancho. Traerle una guitarra ha sido buena idea, porque no para ni cuando está sedado con morfina. Y sé que algo así podría resultar muy pesado, pero toca bien, tiene repertorio y sabe cuándo debe sonar cada pieza. Algo animado para el momento de las curas y los tratamientos, divertido y picante para las tardes, y suave y melancólico para las horas de descanso… Alba, que además de cantar también sabe tocar la guitarra, a veces se le une, incluso en las canciones picantes (que la ponen colorada como un tomate) y nos divierten mucho a todos con sus dúos. Creo que vamos a echar de menos a Sancho cuando él y su guitarra se vayan.
En la comida he aprovechado para hablar con Carmen y pedirle permiso para llevar a Ismael a los lugares en que había estado.
«Pero siempre fuera de tu turno —me ha dicho—. Por atender a uno no podemos descuidar a los demás.»
«De acuerdo. Tendrías que haber visto el recibimiento que me hicieron en el Docker al ver la insignia de la Cruz Roja. Todos querían venir a este hospital.»
Carmen me ha contado con orgullo que las noticias de nuestra labor también habían llegado a la Península.
«Una multitud de jóvenes se han apuntado a las Damas Enfermeras y no paran de llegarnos donaciones, tanto de dinero como de materiales. ¿Recuerdas estas camas que tanto trabajo nos costó conseguir? Pues ahora me ofrecen el doble de las que tenemos aquí.»
«Pues camas para heridos no sobran en Melilla», le he dicho haciéndome eco de lo que me había contado el doctor Pagés.
«Lo sé y, por eso, a partir de hoy, me veréis mucho menos. Y también a mi marido, a Luisa y a las de Melilla.»
«¿Por qué?»
«Estoy en tratos con el Ayuntamiento para ampliar este hospital con un nuevo edificio en la trasera, pero esa obra va a llevar mucho tiempo y necesitamos más espacio ya. Así que nos ceden otra escuela, aún más grande que esta, que equiparemos con doscientas camas y varios quirófanos y salas de curas.»
«Es una gran noticia. Pero, por lo que me ha contado el doctor Pagés, cuando empiecen los combates de verdad harán falta diez más como ese.»
«Lo sé. Pero con los problemas que ya hay para mantener abastecida a la población y al Ejército no serían viables tantos hospitales de sangre. Podríamos tener diez mil camas, pero no tendríamos medicamentos ni material para tratar a los heridos.»
«¿Y qué podemos hacer?»
«Barcos y trenes —ha dicho con orgullo—. Barcos hospital y trenes hospital que lleven a los pacientes a casa. Aquí haremos las primeras operaciones y, en cuanto podamos desplazarlos, nuestros heridos pasarán su convalecencia en los hospitales más cercanos a sus hogares. Y todo ya está en marcha, por toda España. Tu padre, de hecho, nos ha donado dos barcos que él mismo se encargará de equipar.»
Me ha emocionado esa generosidad por parte de mi padre.
«¿Y todo será… Cruz Roja?»
«Sí.»
«Vaya. Ya nadie nos volverá a cuestionar. Al final sí que has tenido tu Crimea…»
«Es cierto, te dije eso…, mi Crimea… —Carmen lo ha recordado con más pesar que alegría—. Pero ahora desearía no haberla tenido. Solo quería algo que llamase la atención del público sobre nosotras, pero no esta catástrofe. ¿Sabes lo que pienso ahora? Que ojalá algún día la Cruz Roja no sea necesaria, o que solo lo sea para luchar contra la enfermedad, no contra esta violencia. Pero hoy es lo que nos toca hacer… Unos se entregan a destruir el mundo y otros a repararlo. Así que, Laura, manos a la obra, que aún nos queda mucho por arreglar.»
Y es lo que he estado haciendo el resto del día.
13 de agosto de 1921
Ayer un barco trajo el correo. Inés recibió carta de Bonifacio, su Boni, como lo llama, Margarita de su Santiago y muchas otras de sus novios, esposos y prometidos. Otras, como Alba y yo, de nuestras familias. Ahora me doy cuenta de lo bien que hice en escribirles para contar que estaba bien y cuatro tonterías más. Lo habrán agradecido igual que yo he agradecido saber de ellos.
Pero no es a nosotras a quienes el correo ha hecho más bien, sino a nuestros heridos y enfermos. Por mucho que nosotras nos esforcemos en cuidarlos, no podemos aspirar a tener el mismo efecto que una carta de casa. Inés nos contó que uno de sus pacientes, un cabo, no quería que le cortasen la pierna y prefería arriesgarse a que la gangrena lo matase antes que a quedar inválido; pero cuando recibió una carta de su hijo en la que le contaba cuánto deseaba verlo, con lágrimas en los ojos accedió a la operación.
En el ejército, las municiones, el agua y la comida son imprescindibles para el combate y la supervivencia; pero el correo lo es para la moral. Es su alma.
En cuanto acabé mi turno, escribí una carta de respuesta, agradeciendo mucho a mi padre sus donativos, y ayudé a varios soldados, que no saben escribir, con las cartas para sus madres, padres, esposas, hijos y novias. Luego Avi vino a buscarme para ir al vestíbulo. «Es importante», dijo.
Todas nos reunimos allí para despedirnos de Sancho, que volvía con su bandera de la Legión a primera línea.
«Las echaré mucho de menos, señoritas, pero espero que no me tengan que volver a reparar pronto», nos dijo, y luego tocó una canción que se había inventado para nosotras y que remató con un sonoro beso en la mejilla de Alba, su compañera cantante.
Se me hace extraño pensar que lo siguiente que va a hacer alguien con tan buen humor y con esa simpatía es coger un fusil y dedicarse a matar a otras personas, aunque sean nuestro enemigo.
Por la tarde me dediqué a buscar un bastón y un uniforme nuevo para Ismael, y le cosí los galones correspondientes a su rango. No sé si lo habré hecho muy bien porque como no tengo ni idea de costura, usé la técnica de las suturas…
Hoy por la mañana se lo he dado y le he explicado nuestro plan de visitar el primero de los lugares en que él estuvo en Melilla: el acuartelamiento Santiago, que no está lejos de aquí. Hemos salido cuando ha refrescado un poco, pues al mediodía el calor es muy intenso y a él no le vendría bien.
Antes de salir me he preguntado qué ropa debía llevar. Estaba fuera de mi turno, por lo que podría haberme puesto uno de mis vestidos si hubiera querido. Pero no me ha parecido muy apropiado. Nuestra salida, entonces, parecería una cita. Si iba de enfermera, dejaría claro que estaba de servicio, aunque entonces él se sentiría más señalado con esas vendas y conmigo a su lado... Tras darle unas cuantas vueltas he optado por ir de enfermera.
Lo he ayudado a vestirse, le he dado el bastón y hemos salido. Para mí, a buen paso, habría sido un pequeño paseo de quince minutos. Con él, que aún cojea un poco y le cuesta moverse por las cuestas, ha sido el doble. Al principio iba muy animado, con ganas de hacer ese recorrido conmigo y ver si recordaba algo. Pero entonces han llegado las miradas y los niños que lo señalaban al paso y lo seguían con curiosidad. Es normal en estos días ver a soldados heridos, sin un brazo o una pierna, o sin un ojo. Pero un hombre con el rostro completamente vendado es algo extraordinario y llamativo. Y, para los niños, toda una fiesta.
Ismael se ha ido sintiendo más y más incómodo.
«En el hospital soy uno más, aquí me hacen sentir como un monstruo… Quizá ha sido una mala idea.»
Creo que el «quizá» lo ha dicho por amabilidad. A fin de cuentas, había sido mi idea.
Le he insistido en que no hiciese caso de las miradas, en que no había maldad en ellas, y que no importaba lo que pensasen de él sino quién era él realmente, que a mí no me importaban aquellas vendas, ni siquiera el rostro que había debajo, sino la persona que se escondía en su interior, una persona extraviada entre la niebla del olvido, y que esa niebla comenzaría a disiparse con nuestra visita.
Su antiguo acuartelamiento está en el barrio del Polígono, el primero que se construyó fuera de los muros de Melilla la Vieja, alrededor de las paredes y los baluartes de piedra negra del fortín de San Francisco. Lo componen un buen número de barracones para la tropa y los oficiales, rodeados por tiendas y camastros donde la tropa se acumula de forma desordenada. Al vernos, la mayoría se han apartado con respeto y bastante aprensión. Eran soldados recién llegados, poco más que críos, que no habrían visto jamás el combate, y lo que le ha pasado a Ismael los sobrecogía, sobre todo porque ese podía ser su futuro. Aquí, en medio de la suciedad y el hacinamiento, a la vista de los heridos y los muertos que llegan del frente, la épica y el heroísmo de los relatos de hazañas militares se disipan para estos jóvenes. La guerra, empiezan a darse cuenta, es mugre, fatiga, enfermedad, dolor y muerte. El coraje ya no consiste en grandes proezas, sino en permanecer allí, al lado de sus compañeros, en tan difíciles condiciones.
Hemos llegado al pabellón que supuestamente él había ocupado. Lo ha recorrido entero y hasta ha tocado sus paredes, por si el tacto de esa madera podía provocar alguna reacción en su memoria. Ha estado callado todo el tiempo y, cuando nos hemos ido, le he preguntado:
«¿Ha recordado algo?»
«Nada. Es como si hubiese estado aquí por primera vez en mi vida. Regresemos al hospital.»
«¿Le parece que pasemos antes por otro lugar?»
«Creí que los otros dos emplazamientos estaban muy lejos de aquí.»
«Y lo están, y uno en manos del enemigo; pero hay otros en los que seguro que ha estado en algún momento.»
En otra caminata de unos quince minutos hemos pasado de la tosquedad de los barracones a la elegancia del barrio más caro de Melilla. Aun así, los preciosos edificios modernistas alternan con casas más humildes y, en medio de una plaza, vimos una extravagante y enorme construcción de madera, como tres enormes graneros rodeados de un pequeño muro, donde viven decenas de personas humildes y refugiados. Lo llaman el Mundial Pabellón, construido para durar unos meses y que ya lleva ahí años.
El paseo nos ha llevado, por fin, al enorme Hotel Victoria, que ocupa toda una manzana. Como es sábado, su café estaba repleto de humo, música y conversaciones en voz muy alta; soldados y oficiales bebían y también comían un menú bastante módico para un establecimiento tan elegante. Ismael, al apercibirse del gentío, no ha querido entrar. He tenido que arrastrarlo al interior y, nada más cruzar la puerta, de forma gradual, como si una ola partiese de nosotros, se ha hecho el silencio. Hasta los músicos han dejado de tocar y todos se han quedado mirando a Ismael.
Él se ha echado a temblar, se ha agarrado de mi brazo y me ha rogado:
«Vámonos».
Entonces se nos ha acercado un cabo y lo ha saludado formalmente.
«Señor, ¿es usted el de Nador? ¿El que salvó a los colonos? Oí que lo habían dejado sin rostro; perdone mi forma de expresarme.»
«Sí, lo es. Alférez Ismael Vallejo», he respondido por él. Ismael aún estaba temblando, encogido a mi lado.
«Entonces me gustaría invitarle a algo, a lo que quiera. Salvó a mi hermana y a mis sobrinos. Uno solo tiene dos años.»
Ismael se ha limitado a asentir; aún estaba muy asustado. El cabo, entonces, se ha dirigido a todos los clientes del hotel:
«¡Es el héroe de Nador! —Y se ha vuelto hacia Ismael—. Por favor, no tiene que estar asustado, aquí está en familia».
Un oficial que estaba junto a él ha dado una palmada. Me ha recordado a lo que yo misma hice cuando don Francisco nos impartió su última clase. Y el resultado ha sido el mismo: poco a poco todos se han ido sumando. He ayudado a Ismael a ponerse firme para recibir ese aplauso que le dedicaban. Le han hecho un pasillo y lo han llevado hasta la barra, donde he tenido que insistir en que solo podría tomar una bebida, que aún estaba convaleciente; no ha sido fácil, porque todos querían invitarlo y celebrar su presencia. Hemos tardado casi una hora en irnos.
Ismael ha estado callado casi todo el rato, murmurando un «gracias» de vez en cuando. En cuanto hemos salido me ha dicho:
«Sé que he estado ahí dentro más veces».
«¡Entonces ha recordado algo!».
«No mucho. Solo que alguna vez estuve ahí, que es un local que me resulta familiar. La barra, las mesas, el ruido, el ambiente cargado de humo, el alcohol… Pero no sé qué haría ahí, ni cuántas veces habré estado o con quién.»
«Es algo. Hay otro café que suele ser muy frecuentado por los oficiales de Melilla. ¿Quiere que vayamos?»
El Hotel Colón está cerca del puerto, en un edificio modernista rodeado de solares vacíos y casas a medio construir. Su café es más refinado y tranquilo, con conversaciones en voz baja cubiertas por la música de un piano. Los militares que lo frecuentaban hoy eran todos oficiales y se mezclaban con hombres de negocios de la ciudad, y hasta había algunas mujeres. Hemos ocupado, discretos, una mesa. Esta vez no ha habido silencio ni aplausos, y las miradas han sido de reojo. Un camarero nos ha servido un par de tés.
«Es extraño —ha dicho Ismael cuando nos ha dejado solos—, de alguna forma sé que no pertenezco a este lugar, que tengo más que ver con el café del Victoria, pero también sé que estuve aquí muchas veces… y que, por alguna razón, estaba incómodo. Igual que ahora. En el otro local me asusté y todo me abrumó de forma excesiva. Aquí no hay nada que me moleste y debería relajarme y disfrutar de este té, que está muy bueno, pero hay algo que debió de ocurrir aquí y que me inquieta mucho.»
Antes de irnos les he preguntado a los camareros si les sonaba el hombre de Ismael Vallejo o si recordaban algún suceso referido a un militar de ese nombre. Me dijeron que no.
Hemos regresado al atardecer y le he pedido que, para rematar nuestra expedición, subiésemos a la terraza del hospital.
«Me da que esto lo hacen todos en Melilla, y quizá le traiga más recuerdos.»
Alba también estaba allí pero, con discreción, se ha ido hacia otro lado y nos ha dejado a solas. Y allí me he quedado con Ismael hasta que las estrellas han comenzado a aparecer y el sofocante calor se ha apartado hacia las montañas por la brisa que llega desde el mar. Mañana nos golpeará el levante, pero a esa hora era muy agradable.
«Estar aquí no devuelve nada a mi memoria —ha dicho mirándome a los ojos—. Pero en la brevísima historia de mi vida, que comenzó cuando la vi en el hospital Docker, jamás me he sentido más en paz que ahora. Gracias, Laura.»
Lo he ayudado a acostarse y he tenido la tentación de besar las vendas de su frente para desearle las buenas noches, como hice un día con Leandro en Madrid. Con el niño fue una triste cuesta abajo. Con Ismael siento que estoy recorriendo el mismo camino en la dirección contraria, hacia arriba.
14 de agosto de 1921
Con nuestra visita al acuartelamiento y a los cafés, algo ha debido de agitarse en el interior de Ismael, porque ha tenido un sueño muy extraño que me ha contado al regreso de la misa.
«No llevaba las vendas y ni siquiera estaba herido. ¿He soñado con mi pasado?»
«Puede ser. En los sueños se mezclan recuerdos antiguos con otros recientes, y estos con miedos y deseos, y también con puras fantasías… —No le he hablado de mis propios sueños, en los que aparecen cosas que nunca he visto y que han resultado ser reales, para que no me tome por loca—. Siga, por favor.»
«Caminaba por un paraje árido, bajo una colina y junto a un blocao de adobe reforzado con sacos terreros. A su lado había un coche quemado. Y cerca, un pequeño llano del que habían retirado todas las piedras y arbustos.»
«¿Podría ser la posición de Dar Hamed? ¿O la de Nador?»
«No lo sé. Entonces apareció el hombre de pelo cano, el que me visitó en el hospital… Aunque le dijo a usted que no me conocía.»
«Por su actitud creo que nos miente. Y piense que en los sueños se amalgama de todo. Puede que de verdad sea un recuerdo o que ese hombre jamás haya estado ahí o que ese lugar ni siquiera exista…»
«Al verme, ese hombre corrió hacia mí y dijo que me había estado buscando...»
«¿Por qué le buscaba?»
«No lo sé. Pero yo debía de saberlo, porque le pedí que se tranquilizase, que iríamos ahora mismo hasta allí, eso fue lo que dije, “hasta allí”… Y lo llevé a una cueva cercana.»
«¿Una cueva?»
«Sí, ¿por qué?»
«Yo también he soñado con unas cuevas, ¿cómo eran las de su sueño?»
«Oscura y estrecha, de roca caliza y seca, que se deshacía al tocarla…»
«No son las mismas.»
«Pues allí estaba usted.»
«¿Yo?»
«Sí. Y parecía asustada. Me acerqué a ver qué le pasaba y cómo podría ayudarla. Pero usted me miró y no me reconoció. Es más, se asustó, gritó e intentó escapar de mí… Y entones me desperté.»
«Está claro que yo no pertenezco a su pasado. Pero ese lugar y esa cueva sí creo que pueden formar parte de él. Así que intentaré organizar una visita a Dar Hamed para comprobar si es el mismo lugar.»
«He preguntado a otros soldados y me han dicho que Dar Hamed es una posición avanzada de las más peligrosas. A su blocao lo llaman “el Malo” por la cantidad de soldados que han caído allí… Quizá no deberíamos ir por ahora.»
«Ya se me ocurrirá algo.»
Hemos oído un estallido lejano al que no he dado demasiada importancia. Él se ha encogido: «Artillería». Y, unos segundos después, ha sonado otro más cercano.
«Voy a ver qué ha sido», le he dicho.
«Esta sensación la recuerdo bien, es un cañón y nos están disparando.»
He subido a la azotea y, con los demás médicos y enfermeras que ya estaban allí, hemos divisado, al sur, por donde estarían nuestras líneas, una pequeña columna de humo. Pablo, que hoy estaba con nosotros para instalar una cocina nueva, ha comentado:
«Se ve que los moros ya han emplazado sus cañones en el Gurugú. Ahora pueden dispararnos a placer».
He temido oír más cañonazos y ver el estallido de más bombas por toda la ciudad, pero no ha pasado nada. Hemos vuelto a nuestras tareas y, poco después, nos han traído a los tres heridos por aquel primer disparo. Había dado de lleno en una trinchera ocupada por seis hombres. Dos soldados habían muerto al momento, otros dos necesitaban curas, uno estaba desaparecido y el tercero no parecía tener nada e insistía en volver con sus compañeros cuando, de repente, le ha faltado el aire y ha comenzado a escupir sangre. Lo hemos llevado corriendo al quirófano y, con mi ayuda y la de Avi, el doctor Nogueras lo ha abierto. Pero ya no se podía hacer nada. Tenía los pulmones encharcados de sangre.
«Pasa a veces —nos ha explicado Nogueras—. La explosión crea un vacío junto a la víctima y esta absorbe todo el aire que hay en sus pulmones, destrozándolos. Por fuera parece intacto y puede aguantar así bastantes minutos, incluso una hora, pero ya está sentenciado a muerte.»
Ese no ha sido el único horror de la bomba. Uno de los dos supervivientes tenía pequeñas heridas de metralla por todo el cuerpo, muy superficiales. Mientras le extraíamos esas esquirlas no paraba de preguntar por el desaparecido, que era su mejor amigo. Nogueras, al estudiar de cerca la metralla, se ha dado cuenta de qué había pasado y nos ha llevado aparte:
«No les dispararon con un obús de metralla, sino con uno explosivo».
«¿Y toda la metralla que le estamos quitando a ese paciente?», ha dicho Avi.
«No es metralla. Miradla. —Y nos ha enseñado, con las pinzas, lo que hasta ahora habíamos creído pequeñas esquirlas metálicas. Era un pedacito de hueso ensangrentado y muy astillado—. El obús alcanzó directamente al amigo de nuestro paciente y lo desintegró en miles de pequeños fragmentos de carne y hueso… que se han clavado por todo el cuerpo de este pobre hombre. ¿Quién le dice que tiene lo poco que queda de su amigo enterrado en su propia carne?»
«¿Las Santirso?», ha propuesto Avi.
Inés y Margarita se lo han explicado: aunque ellas le sacaran la mayoría de esos pedacitos, muchos, minúsculos, aún quedarían enterrados bajo su piel. Pero no debe preocuparse. A lo largo de los siguientes días su propio cuerpo expulsará los restos de su amigo en forma de granitos purulentos, como si volviese a tener acné... A todos nos ha sorprendido cómo han conseguido Inés y Margarita decirle algo tan repulsivo, triste y macabro con esa sensibilidad.
Un par de horas después, hemos oído otro disparo y otra explosión.
«¿Dónde ha sido esta vez?», ha preguntado Alba.
Había caído lejos de las casas y de las defensas. Más tarde, ya cerca del anochecer, ha caído una bomba junto al río, pero no ha explotado. Galeb ha ido a verla y nos ha contado que estaba medio enterrada en el barro. Unos artilleros han excavado a su alrededor para quitarla de allí y han descubierto que la espoleta estaba mal ajustada.
En cuanto ha anochecido, un oficial nos ha visitado para pedir que apagásemos la luz, como se pretende hacer en toda la ciudad para evitar dar blancos nocturnos al cañón del Gurugú. Pero Carmen se ha negado. Necesitamos algunas luces para atender a los heridos. Y, por lo que he visto desde la terraza, no hemos sido los únicos en negarnos: varios cafés y teatros allí estaban, con las luces encendidas y rebosantes de gente. Su bullicio aún se oía más que los lejanos cañonazos.
16 de agosto de 1921
Hoy ha ocurrido un milagro: han regresado los muertos.
A media tarde, el doctor Nogueras, Inés y yo estábamos en el vestíbulo, abriendo una de las cajas que puntualmente nos envía sor Berzelius, cuando ha entrado un sanitario del hospital Docker. Lo seguía un hombre que llevaba un vendaje en la cabeza y que, pese a sus heridas y su mal aspecto, caminaba por su propio pie.
«Ha insistido en que lo trajéramos aquí», ha dicho el sanitario.
Nogueras ha tardado un poco en reaccionar porque no era capaz de creer lo que veía.
«¿Tan mal estoy que ya no me reconoces?», le ha preguntado el herido.
«¿Felipe?» Nogueras no daba crédito.
Se han abrazado y el recién llegado se ha resentido del exceso de entusiasmo de nuestro doctor.
«Deja que te examine, y me explicas qué coño te ha pasado.»
El aparecido, nunca mejor dicho, era Felipe Peña, uno de los médicos que estaban con la columna de Navarro en Arruit y al que todos creían muerto en la masacre. Pero, herido en la cabeza, sobrevivió y se arrastró hasta un aduar, que es un poblado de nómadas, donde se fue recuperando mientras hacía de curandero para esas gentes. En cuanto estuvo restablecido, dos de los nómadas, en agradecimiento, lo acompañaron hasta nuestras líneas a través de caminos poco transitados, de noche y fuera de la vista de la harka de Abd el-Krim.
Y un poco más tarde el milagro se ha repetido. En pequeños grupos de tres o cuatro, algunos acompañados por bereberes de la zona, han ido llegando una veintena más de supervivientes; algunos de Arruit y otros de puestos aún más lejanos que ya fueron destruidos antes. A todos los hemos atendido y ayudado a recuperarse, y hemos escuchado sus asombrosas historias. Ninguno es el padre o el prometido de Alba, y ella les ha preguntado a todos por ellos. Algunos los conocían y los habían visto aquí o allá en algún momento, pero ninguno ha podido darle fe de su supervivencia o de su muerte.
Me ha parecido que Alba lo encajaba más o menos bien, pero en cuanto ha estado a solas en una de las salas de cura la ha emprendido a golpes con el material y las sillas, tirándolo todo y rompiendo algunas cosas. Hasta se ha hecho un corte en la mano. La he agarrado como he podido y ambas hemos caído al suelo, manchadas de su sangre. Me ha gritado que la soltase, que la dejase en paz. No lo he hecho y, al poco, han entrado varias enfermeras que habían oído el escándalo.
María Benavente, que sustituye a Carmen mientras se monta el otro hospital, le ha administrado una pequeña dosis de morfina para calmarla y la ha llevado hasta su barracón. Las he acompañado y he ayudado a acostarla.
«Pensé que en mi alma ya solo quedaba una cicatriz —me ha dicho Alba en un susurro mientras se le iban apagando los ojos—, pero esa herida nunca se va a cerrar.»
Su respiración se ha suavizado y una sonrisa artificial se ha dibujado en su boca. Dormía en paz. He limpiado la sangre de su mano y vendado el pequeño corte que se había hecho. Luego me he echado en el camastro de al lado y he estado un rato vigilándola. Y aquí sigo, escribiendo al son de su sosegada respiración.
17 de agosto de 1921
Me ha parecido que Alba, hoy por la mañana, estaba mejor. Benavente ha insistido en que se tome todo el día para descansar, pero ella no ha querido y ha vuelto a sus tareas.
El cañón del Gurugú sigue disparando y ya nos estamos acostumbrando a su sonido. Casi todos sus disparos se dirigen contra las trincheras y puestos avanzados del sur, en los alrededores de Beni Ensar y la Mar Chica. De los pocos proyectiles que caen en la ciudad, la mayoría no explotan porque las espoletas han sido mal manipuladas. Hay quien especula que esos cañones son manejados por un prisionero español que intenta hacer su trabajo de la peor forma posible para evitar dañarnos.
Por la mañana he ayudado a Ismael con sus ejercicios, subiendo y bajando las escaleras cogido de mi brazo, aunque me parece que ya no es necesario porque camina mucho mejor y se mueve con soltura. De no ser porque sus pulmones, si se fatiga, aún se resienten, y porque su piel sigue quemada y necesita una vigilancia constante por si aparecen infecciones, podríamos darle el alta. Su cuerpo parece querer recuperarse cuanto antes; no así su memoria.
Ha vuelto a tener un sueño parecido, con el mismo lugar árido y fortificado que, sospecho, será Dar Hamed.
El regreso de Peña y los demás supervivientes me ha hecho pensar que el cerco sobre Melilla ya no debe de ser tan estrecho como antes y que quizá nuestras líneas no soportarán la misma presión. Quizá sea el momento de acercarse hasta el Atalayón y ver si, desde ahí, podemos alcanzar la posición de Dar Hamed.
«¿Y por qué no esperamos a que nuestras tropas lo recapturen? —ha propuesto Ismael—. Algún día comenzaremos a retomar el territorio perdido… Para eso estarán trayendo tantos soldados.»
«Es posible que cuando eso ocurra usted ya esté en la Península. Su recuperación será lenta y le daremos de alta en cuanto cambiemos las vendas y veamos que las quemaduras comienzan a cicatrizar y no hay infecciones.»
Esa noticia ha parecido descorazonarlo.
«No lo sabía…»
«Pues ahora ya lo sabe.»
«No quiero irme de aquí.»
«No puede quedarse para siempre. Y necesitamos las camas para otros heridos. En los hospitales de la Península estará bien atendido.»
«No tan bien como aquí —ha dicho mirándome—. Y allí podré curar mi cuerpo, pero no mi cabeza. Es aquí donde puedo recuperar la memoria y saber quién soy… Quién era.»
«Por eso le propongo ir ahora hasta Dar Hamed.»
Se ha quedado callado un momento, pensando, y luego ha dicho que no. Y no sé por qué, pero me he enfadado mucho con él en ese momento.
«De acuerdo. Como prefiera. Aunque yo tengo bien claro lo que haría. Pero, a fin de cuentas, se trata de su memoria y de su identidad, no de las mías.»
Esa reacción y esas palabras le han dolido, pero, furiosa como estaba, no me ha importado. Qué injusta puedo llegar a ser a veces…
Él, sin levantar la voz ni molestarse, ha respondido:
«¿Usted es la misma que cuando era niña? ¿O que hace un año? —Por nuestras conversaciones, en las que yo le he contado de todo, sabe demasiado sobre mí. Aun así, he estado tentada de decirle que sí era la misma Laura, pero él se adelantó—: No me diga que sí, porque sabe que no es cierto. Usted misma me lo ha dicho».
«¿Y qué tengo que ver yo con lo que le pasa a usted?»
«Mi caso es parecido, aunque más extremo. Sé quién soy ahora y me da igual quién era antes, porque ya no soy esa persona… ¿Qué más da qué hacía o cómo sentía? Esa persona ha muerto, ya no está... Puedo vivir sin saber quién era, pero no sin…»
No he querido oír más, me he dado la vuelta y lo he dejado con la palabra en la boca. Sus argumentos pueden sonar bien y ser razonables, pero una persona está incompleta si no sabe quién fue. Pero lo que me ha dolido ha sido que menospreciase mis esfuerzos, que no pusiese de su parte cuando yo había hecho tanto por ayudarlo.
Me he entregado a mi trabajo y poco a poco se me ha ido pasando el enfado, lo reconozco, tan injusto. Así que al cabo de unas dos o tres horas he tomado aire, me he tranquilizado y he ido a hablar con él. Nada más entrar he visto que estaba haciendo sus ejercicios con otra enfermera, una de las nuevas, una pelirroja cuyo abultado cabello rizado se le escapaba de la cofia, muy simpática y jovial, y que ha llegado hace unos días. No sé qué le habría dicho él, que se estaba riendo. Me ha sentado como una patada en el estómago, así que me he ido sin que siquiera llegasen a verme.
Lo sé, querido diario, lo sé. Es absurdo y no tiene lógica. O, peor aún, obedece a una lógica que aquí no tiene sentido. La lógica irracional e incontrolable de los afectos. Supongo que por haberlo cuidado desde el principio, he acabado por ver a Ismael como algo mío y he sentido que me lo están quitando, o que él se aparta, o que lo estoy perdiendo. Fuera lo que fuera, me ha dolido. Y no me ha gustado que me doliese. Si mi corazón es un barco, seré yo quien lo dirija, no los elementos. Aquí nadie es de nadie y tengo mucho que hacer como para perder el tiempo con tonterías.
Acabo de ir al panel del vestíbulo y he pedido turno en la planta baja, con la tropa, en enfermos. Ismael, por lo que veo, se las apañará bien sin mí.
18 de agosto de 1921
Hoy ha venido Carmen al hospital. Aunque están trabajando duro, el nuevo no se abrirá hasta septiembre y le apetecía ver qué tal están nuestros pacientes. Y además nos traía un regalo recién llegado de la Península, fruto de sus gestiones. Cuando lo hemos desembalado no dábamos crédito: una máquina de rayos X para cirugía.
«Este aparato nos convierte en uno de los hospitales de sangre más modernos del mundo. Nos vendrá bien para buscar balas o metralla en los heridos», ha explicado.
«Que Dios me perdone —ha dicho el doctor Nogueras—, pero estoy deseando que a alguien le metan un buen balazo en el tórax.»
Puedo entenderlo. Y me he arrepentido muchísimo de mi arrebato de ayer, y de haberme autoasignado el pabellón de enfermos, porque las de cirugía se han pasado el resto de la mañana aprendiendo a usar la máquina. En mi primer rato libre me he apresurado a hablar con sor Asunción para que me volviese a poner en el cuadro de cirugía. Y le he asegurado que no me importaba doblar turno esta misma tarde.
Cuando ya estaba acabando la mañana, la enfermera pelirroja ha bajado a buscarme.
«Ismael pregunta por qué no has ido, y quiere saber si irás por la tarde.»
«Dile que hoy tengo turno en medicina, aquí abajo, y que luego subiré a estudiar la máquina nueva. Me será imposible ir.» Creo que ha sonado bastante tranquilo y razonable.
La tarde la he pasado con la máquina de rayos X y no he vuelto a pensar en Ismael hasta que Inés ha aparecido con otro recado de él, al que yo he respondido de forma similar. Pero Inés no es la pelirroja…
«¿Qué te pasa con él? No puedes tratarlo así», me ha dicho.
«No le estoy haciendo nada, es solo que estoy muy ocupada.»
«Si hasta ayer os pasabais el día juntos…»
«No exageres.»
«No exagero.»
«Solo intentaba ayudarlo con lo de su memoria, pero a él ya no le interesa; así que me he puesto a otra cosa…»
Inés ha meneado la cabeza.
«Porque eres mi amiga, pero mira que puedes llegar a ser testaruda… No insisto porque no quiero que te enfades conmigo, pero piensa en lo que estás haciendo.»
No sé por qué ha dicho eso. No tengo nada que pensar. Ismael era mi paciente, no mi amigo. Y ahora ya no lo es. Mi paciente, digo. Lo otro, nunca lo ha sido.
19 de agosto de 1921
Por la afluencia de heridos se ve que los combates arrecian en el frente. No es que haya sido un aluvión, pero sí han llegado más de los habituales. Desgraciadamente para el doctor Nogales y para nosotras, ninguno ha necesitado la máquina de rayos X. Afortunadamente para ellos, han sido operaciones sencillas y ya están recuperándose.
En la última operación el doctor Nogueras me ha invitado a coser una de las puñaladas.
«Pero —he dicho con timidez—, esta vez no es una urgencia…»
«Razón de más; así puedo supervisarla mejor.»
«Solo soy una enfermera. No debo hacer cirugía mayor. Si una enfermera cose en quirófano puede ser inhabilitada…»
«Lo sé, pero estamos en un hospital de sangre, en primera línea de guerra; aquí el protocolo tiene muchas excepciones y la urgencia nos obliga a saltarnos las normas. Y si le digo que suture, es que puede hacerlo. Además, si lo hago es porque no es una enfermera.»
«Ya, solo soy una voluntaria…»
Se ha reído.
«Dios mío, Laura, tan lista para unas cosas y tan despistada para otras. Ande, coja las pinzas, las agujas y el hilo, y póngase a cerrar la herida antes de que se nos llene de moscas.»
Lo he hecho, pero que me estuviese mirando tras decir todo eso me ha puesto nerviosa y, al principio, me temblaban las manos. «Tranquila», me ha aconsejado. Ya sabía que tenía que estar tranquila y que él lo dijese no ayudaba. Así que me he parado un momento, he tomado aire, lo he soltado lentamente, he agarrado con fuerza las pinzas y la aguja, y me he puesto a coser la carne como ya había hecho otras veces mientras mi compañera, ahora mi ayudante, limpiaba la sangre alrededor de la herida. Cuando he terminado, el doctor ha dicho que lo había hecho bien y me ha dado un par de consejos para hacerlo mejor la próxima vez. Estaba tan contenta que ni he sido consciente del significado de lo que ha venido a continuación.
«Y ahora quiero que me ayude a quitarle las vendas a su paciente.»
«Claro», he respondido ufana. Entonces me he dado cuenta de que ese paciente era Ismael, y no me apetecía nada estar con él. Pero ya era tarde para decir que no.
Ismael me ha recibido con alegría, como si nunca hubiésemos discutido.
«Avísenos si le duele o se siente mal», le ha pedido el doctor.
Con mucho cuidado, hemos comenzado a retirar las vendas que le cubrían casi todo el cuerpo, empezando por las piernas.
Allí las quemaduras eran más escasas y el tejido había cicatrizado bastante bien. Con el tiempo apenas se le notará. En los brazos y el tórax era diferente. El impacto de la explosión fue mayor y, aunque el doctor Pagés había hecho un buen trabajo quitándole todos los fragmentos de metralla, las cicatrices de las heridas se mezclaban con las de las quemaduras y la piel estaba horriblemente arrugada y enrojecida. Con el tiempo, si se cuida bien, mejorará respecto a lo que veíamos, pero siempre quedará marcado.
Cuando íbamos a comenzar con el rostro, Ismael ha dicho:
«Si no les importa, preferiría que en esta parte ella no estuviese».
Nogueras me ha mirado, Ismael, no; de hecho, ha apartado su mirada de mí.
«Claro», he balbuceado. Y he salido de la sala de curas al descansillo.
Allí he esperado, de muy mal humor. Y eso que el enfado que tenía con Ismael se me había pasado al ver las quemaduras de su cuerpo. Aunque seguía sintiendo lástima, no entendía por qué me había echado. He estado a su lado y lo he cuidado día y noche. Ya he visto el resto de su cuerpo. ¿Se creía que no iba a soportar ver su rostro? Soy enfermera y sé cómo estará. Lo único que haría es comprobar si hay peligro de infección y ver qué podemos hacer para mejorar la cicatrización. No me iba a asustar, no me iba a alejar de él; al contrario, me podría haber aproximado más… No suelo medir a la gente por su aspecto, y mucho menos por un aspecto que le ha sido impuesto de esa forma tan cruel. Le he hablado mucho de mí, le he contado casi toda mi vida… y me duele que piense que puedo llegar a juzgarlo de una forma tan superficial.
Estaba dándole vueltas a todo eso cuando se ha asomado el doctor Nogueras.
«Laura, puede volver. Vamos a ponerle vendas empapadas en vaselina en algunas zonas del tórax y los brazos.»
Al final acabaré por verle el rostro, he pensado, pero me ha sorprendido que volviera a tenerlo cubierto con vendas nuevas. Me he limitado a hacer mi trabajo. Luego lo hemos acompañado hasta su cama, donde el doctor Nogueras le ha explicado que su recuperación es muy buena y que pronto le podremos enviar de vuelta a casa.
«¿A casa? —ha repetido Ismael con extrañeza—. Hasta este momento no me había planteado que también debo de tener una casa y una vida en la Península. La única que conozco, por ahora, es esta.»
Me ha mirado al decirlo y yo no he apartado la mirada, porque no habría estado bien, pero tampoco le he sonreído.
«Un oficial de su batallón —le ha informado Nogueras— está haciendo averiguaciones para ver quién es su familia y dónde viven. En cuanto lo sepamos, le enviaremos a un hospital cerca de ellos.»
«¿Y cuándo será?»
«En dos o tres días.»
Ismael se ha quedado pensativo. Ya íbamos a irnos cuando ha dicho:
«¿Puedo hablar con ella un momento?».
«Claro.»
El doctor ha respondido por mí, lo que me ha obligado a volver con Ismael. Me he limitado a mirarlo, en silencio. Él me había llamado, ¿no? Pues que hablase.
«Quiero ir a Dar Hamed», ha dicho por fin.
«¿Por qué antes me ha echado de la cura?», le he preguntado muy seca y enfadada.
Ni yo esperaba esa propuesta ni él esperaba mi pregunta.
«Lo siento; pero no quería que viese… lo que hay debajo.»
«Sé lo que hay debajo y me da igual. ¿Cómo puede pensar que yo…?»
«Lo sé, Laura, lo sé. La conozco y sé que no le importaría. Y no tiene nada que ver con usted, sino conmigo. —Lo ha dicho con tanta tristeza que parecía a punto de llorar—. No quiero que me vea así… Ni usted ni nadie… Aún no… Y no se enfade, por favor… Ya ha oído al doctor. Solo me quedan dos o tres días aquí, y no quiero que los pasemos así.»
No sé por qué, pero a mí también me han entrado ganas de llorar. He respirado profundo para contener esas lágrimas. Luego le he dicho con voz suave:
«¿Quiere ir a Dar Hamed porque el tiempo se le acaba? —Asintió—. Creí que su pasado ya no le importaba, que todo lo que yo estaba haciendo por usted ya no servía para nada... Que se había rendido».
«Claro que me importa, pero usted me importa más… Y no quería ponerla en peligro.»
«¿Y qué ha cambiado ahora?»
«Que por querer protegerla la he alejado de mí. Y que ese sueño, con ese lugar, sigo teniéndolo todas las noches. A veces está usted, a veces hay más gente, el de pelo cano, otros… Pero el lugar siempre es el mismo… Y mi angustia, allí, cada vez es peor. Si quiero acallar mi mente, debo ir y saber qué pasó, qué es ese lugar para mí. Pero usted se quedará atrás, júreme que no se expondrá al peligro.»
«Lo intentaré.»
Es una mentira, por supuesto. En la vida podemos escoger nuestro viaje, pero no a quienes serán nuestros compañeros; a esos nos los vamos encontrando. E Ismael, se ponga como se ponga, en este me llevará a mí.
20 de agosto de 1921
Galeb me ha explicado que no será nada fácil llegar a un sitio tan expuesto y aislado como Dar Hamed, y que era posible que ni siquiera lo consigamos. Ha hecho unas cuantas llamadas y a primera hora de la tarde me ha avisado. Lo había organizado todo para que nos lleven hasta el Atalayón. A partir de ahí ya será asunto nuestro.
Hemos salido en su camioneta. Avi, que intenta pasar todo el tiempo libre del que dispone con él, se nos ha unido y lo ha acompañado en la cabina. Ismael y yo nos hemos subido al cajón de carga.
He vuelto a recorrer el camino que ya he hecho otras veces hacia el sur, pero hoy me ha parecido que Melilla es otra ciudad. Los edificios son los mismos, pero hay mucha más gente: mercaderes, mujeres, niños y, sobre todo, soldados, miles de soldados que se agolpan en las terrazas, hacen cola en los cines, mercados y comercios, y se reúnen alrededor de sus tiendas de lona, que ahora están por todas partes. En la improvisada pista de aterrizaje del Hipódromo hay más aviones y, a su alrededor, cañones, morteros y decenas de camiones militares. En los descampados los reclutas hacen instrucción y simulan atacar y pelear a las órdenes de sus oficiales.
Dejamos Melilla atrás y cruzamos Beni Ensar, pero esta vez hacia el mar, hasta llegar a la Restinga, que también está llena de tiendas de campaña y soldados entrenando.
En esa zona, la Restinga tendrá unos trescientos metros de ancho y se pierde de vista hacia el sur, como un infinito puente entre dos mares. Galeb, que es muy respetado por los lugareños, se ha reunido con un nativo que nos llevará en su barca por la Mar Chica hasta el Atalayón.
«Iré yo solo», ha dicho Ismael.
«Es mi paciente —le he replicado— y, que yo sepa, no le he dado el alta, así que será usted quien venga conmigo.»
He subido a la barca y él, resignado, me ha seguido.
Las aguas de esta laguna costera no son muy profundas y esa tarde, en que casi no hacía viento, estaban muy tranquilas. La barca se ha deslizado sobre el agua sin apenas bambolearse. Sobre el zumbido de su motor hemos comenzado a oír disparos y explosiones lejanas.
«¿Qué pasa?», he preguntado.
«¿Estamos atacando? —ha dicho Ismael extrañado—. Cuando veníamos no he visto demasiado movimiento hacia el frente…»
«Aún no es la gran ofensiva de la que todos hablan —ha comentado el barquero sin dejar de mirar a la laguna—, pero la Legión y los regulares ya están en faena, tanteando las líneas enemigas y atacando las faldas del Gurugú.»
Los ecos de los cañonazos y los disparos reverberaban sobre la laguna y parecían venir de todas partes.
«Voy a echarla de menos, ¿sabe? —ha dicho Ismael mientras paseaba la mirada sobre el agua—. Tengo un presente y sé quién soy, qué quiero hacer y con quién quiero estar, pero resulta que sí necesito un pasado para sentirme bien; me figuro que todos lo necesitamos. Y si no lo tienes, te lo construyes aunque no sea real.»
«¿Y se ha construido uno?», he preguntado con curiosidad.
«Lo he creado con lo que tengo a mano. Me ha contado tantas cosas de su vida, de su familia y de sus amigas que ya casi siento esas historias como propias. Como si hubiese estado allí, cerca de usted, en su casa, en los bailes, en el hospital… Pero en silencio, viviendo todas esas cosas sin participar en ellas…, hasta que, ahora, por fin, he podido entrar en su vida.»
«Como si fuese un hermano…», le he dicho.
«No. Como si fuese un niño que la miraba jugar desde el otro lado del patio sin atreverse a cruzarlo.»
«Pero ese no es su pasado. Si estamos aquí, es para buscar el verdadero…»
«Lo sé. A veces siento un vacío extraño, como si mi vida fuese la superficie de este lago, limpia, en calma, plácida… y vacía. Pero en los sueños, en las sensaciones que he tenido al visitar los cafés, sé que bajo ella hay algo que se agita y quiere salir…»
«Pues ayudémosle.»
«Ya lo estamos haciendo… Aunque hay algo que me preocupa. ¿Y si lo que descubro no me gusta? ¿Y si es mejor lo que tengo ahora, aunque no sea real?»
«Yo he hecho cosas que me avergüenzan y de las que me arrepiento, pero esos errores forman parte de mí; me han hecho ser como soy… Si, cuando lo descubra, su pasado le gusta, celébrelo; si no, cámbielo… —He estirado el brazo hasta rozar la superficie del agua, creando una pequeña estela—. Y no puede ser malo; usted es un héroe, salvó a mucha gente… Alguien que da la vida por los demás no puede ser mala persona.»
«Eso me gustará recordarlo, supongo… Ser un héroe.»
El barquero ha apagado el motor cuando ya nos acercábamos a la orilla del Atalayón. Ismael se me ha acercado un poco más.
«¿Por qué lo hace?»
«¿Lo de ser enfermera?»
«Lo de ayudarme… ¿Por qué hace tanto por mí?»
Pero entonces el barquero ha reclamado a Ismael para empujar la barca un poco a tierra. Ambos me han ayudado a bajar. El Atalayón es una colina que surge de la Mar Chica, una empinada isla que se une a tierra a por un estrecho pasadizo al otro lado de donde estábamos nosotros. Los soldados la han llenado de barracones, trincheras, sacos terreros, cañones, ametralladoras y alambradas. No sé mucho de guerras, pero parecía fácil de defender y era un lugar perfecto para vigilar la carretera de Nador y las faldas del Gurugú.
Un cabo de la Legión nos ha salido al encuentro.
«¿Qué hacen aquí?», ha gritado con bastante mal humor.
«Este hombre tiene que ir a Dar Hamed», he respondido.
«¿Al Malo? ¿Están locos? Vuelvan ahora mismo por donde han venido.»
«Soy alférez, cabo —ha intervenido Ismael—, así que no puede darme órdenes.»
«Discúlpeme, señor, pero esta posición está a cargo de la Legión y, salvo que me muestre una orden escrita, allí solo vamos nosotros, no un herido de otra unidad, aunque sea alférez. Y mucho menos, una mujer…»
«Solo será un momento.»
«Un momento es tiempo suficiente para que ocurra una desgracia. He dicho que no y cuando yo digo que no, es no.»
Entonces he oído el sonido de una guitarra y el canto de unos hombres. He echado a correr hacia el lugar de donde venía esa música.
«¡Eh, señorita, ¿adónde va?! ¡Deténgase!»
El cabo ya iba tras de mí, pero Ismael lo ha retenido. Al legionario no le ha costado soltarse de él, pero ya me había dado tiempo de llegar hasta unos sacos terreros y asomarme sobre ellos.
«¡Sancho!», he gritado.
Y él, con su guitarra, se ha puesto en pie y me ha recibido con sorpresa.
«Señorita, pero ¿qué hace aquí? No, espere, no me diga quién es, que yo para los nombres tengo mucha cabeza. A ver… Esa sonrisa, esos ojos verdes… Laura, la señorita De la Gasca.»
«Así es. Y necesito su ayuda.»
«Ni la escuches, Sancho. Tienen que irse», ha dicho el cabo al llegar a nuestro lado.
Sancho se sorprendió al ver que Ismael venía conmigo.
«Vaya, pensé que nosotros les enviábamos los heridos, no que ustedes nos los traían hasta aquí.»
Luego me ha presentado a sus compañeros, que de alguna forma ya me conocían por todo lo que Sancho les ha contado sobre el hospital, que en la imaginación de aquellos hombres se parecía más a un placentero balneario.
«Es el alférez Ismael Vallejo —les he explicado—, el héroe de Nador. No recuerda nada de su vida y quiere visitar los lugares en los que estuvo porque eso lo ayudará a recordar; y sabemos que sirvió en Dar Hamed.»
«Y también estuve aquí —ha dicho Ismael—. Este emplazamiento, sus dependencias, me resultan muy familiares. Y sé que había mucha confusión, con heridos que llegaban del sur y soldados que marchaban hacia allí…»
«Debió de ser antes de Annual o en esos días. Por aquí aún se podía pasar, pero ahora es muy peligroso. Y Dar Hamed es aún peor. —Sancho parecía realmente asustado—. Es el blocao que vigila varias de las gargantas que salen del Gurugú; siempre hay moros. Si le llaman “el Malo” por algo será. Raro es el día en que no sacamos algún muerto o herido. Y lo peor es que allí hay que estar siempre alerta, no puedes descansar o relajarte ni un segundo. Es para volverse loco.»
«No se preocupe, iré yo solo.»
«No, es mi paciente e irá conmigo.»
«Laura, no puede…»
«Me da igual que sea alférez —le he interrumpido de forma abrupta—, mientras no tenga el alta médica, está a mi cargo y me debe obediencia.»
«Me dijo que…»
«Le dije lo que necesitaba oír. Y ahora cállese y acate.»
Sancho se ha reído.
«Vaya carácter tiene la señorita. A ver, vamos a hacer una cosa. Puedo preguntarles a los de Dar Hamed cómo están las cosas y, si ven que no hay mucho peligro, y el teniente lo permite, yo mismo los puedo acercar.»
Nos ha llevado hasta la parte alta del Atalayón, que hace honor a su nombre, pues desde allí se divisan claramente todos sus alrededores. Al norte, Melilla. Al este, la Mar Chica, y al otro lado de la Restinga, el Mediterráneo. Al oeste, el Gurugú. Y al sur, paralela a la Mar Chica, una carretera que llega hasta un pueblo de casas y barracones bajos, en medio de los cuales destaca una iglesia.
«Nador —nos ha explicado Sancho—, aún en manos del enemigo. Y aquel monte, a lo lejos, es el Arruit.»
Me he estremecido al pensar en la matanza que allí había ocurrido.
Sobre un trípode tenían un aparato compuesto por un par de espejos que han orientado hacia el Gurugú.
«Con este heliógrafo —nos ha mostrado su operador— podemos comunicarnos con Melilla y con todos los puestos avanzados de la zona. Es el mismo que usábamos para enviar mensajes a Nador, Zeluán y el monte Arruit.»
Con una serie de destellos, corto para el punto, largo para la raya, ha enviado un mensaje en morse a lo que a mí me parecía un montón de rocas. Entonces, a lo lejos, le han respondido otra serie de destellos.
«Allí está Dar Hamed. Dicen que no han tenido mucha fiesta y que, por ahora, no hay heridos. Y aún están pendientes del avituallamiento.»
Sancho ha hablado con su superior, el teniente Agulló, al mando de los legionarios del Atalayón, y ha sido lo suficientemente persuasivo como para que nos deje ir hasta Dar Hamed:
«Podéis acercaros con Manolo, pero tened mucho cuidado; no quiero que le pase nada a la señorita».
Manolo ha resultado ser uno de esos héroes anónimos que no protagonizan asaltos ni grandes hechos de armas, pero que se juegan el cuello todos los días con su reata de mulas y burros para llevar munición, comida y agua a los puestos avanzados.
Así que nos hemos puesto en camino en compañía de Manolo, Sancho, tres legionarios y unas cuantas mulas y borricos que iban cargados hasta arriba. Todos íbamos en silencio, los legionarios con los fusiles listos, mirando hacia las colinas que comenzaban a rodearnos. Al cabo de un rato hemos divisado el blocao sobre un pequeño altozano no muy lejos de las paredes de la montaña. Es tan solo una casamata elevada, con tejado de chapa y protegida por sacos terreros y alambradas. Unos veinte hombres la guarnecían esta tarde.
A medio camino de la montaña, alrededor de la posición, había varios cadáveres resecos con ropas rifeñas.
«Ni los moros se atreven a retirarlos, ni nosotros pensamos hacerlo», ha comentado Sancho.
Los del blocao han recibido los suministros con alivio y preguntado a Sancho cuánto faltaba para su relevo.
«No sé, cosa del teniente; pero le preguntaré.»
«¿Y esos dos?», ha dicho un legionario refiriéndose a nosotros, muy extrañado.
De hecho, todos me miraban como si fuese un unicornio o algo así; un ser extraño, ajeno por completo a ese mundo y que no pintaba nada allí.
«Más les vale que se agachen; los pacos llevan toda la mañana dando por culo, aunque no creo que se atrevan a atacar de verdad hasta la noche.»
Nos hemos agachado tras los sacos y hemos subido al blocao, donde los legionarios se apiñaban alrededor de una enorme ametralladora. En su interior, por culpa de la chapa del tejado, que parecía arder, el calor se hacía insoportable. La cara y los brazos enseguida se me han llenado de pequeñas gotitas de sudor que se evaporaban al instante. No sé como esos hombres pueden aguantar allí todo el día.
Sancho ha indicado que los abastecimientos ya habían sido descargados, así que cuanto antes nos fuésemos de allí, mejor. He mirado a Ismael, que había estado muy serio todo el camino y que entonces aún lo estaba más.
«¿Es el lugar de tu sueño?», he tenido que insistirle para que se diera cuenta de que le estaba hablando.
«No, no es este… Pero he estado aquí, lo recuerdo.»
«¿Y qué recuerdas?»
Se ha puesto en pie y le ha dicho a Sancho:
«Ya podemos irnos».
«Pónganse tras las mulas», nos ha ordenado Manolo en cuanto hemos emprendido el regreso al Atalayón, y así lo hemos hecho.
Los legionarios se turnaban para darse la vuelta y vigilar las rocas y colinas a nuestra espalda.
Apenas llevábamos cincuenta metros recorridos cuando del lomo de la mula que iba a mi lado, de repente, ha salido un chorro de sangre, como si le hubiesen dado una cuchillada invisible. El animal ha echado a correr dando chillidos. Entonces he oído el silbido y después un estallido y su eco, el «pa» y el «co» del que tanto había oído hablar. Ha sido como si las cosas fueran al revés, y muy lentas: primero, el impacto, luego la bala y por fin el disparo. Me he vuelto hacia la montaña. Y he visto el destello de un arma al disparar. Sancho ha ordenado: «¡Fuego de cobertura!». Sus hombres han levantado los fusiles. Ismael ha gritado mi nombre. Entonces creo que ha sido cuando he oído el silbido, muy cerca de mí, rozando mi cofia. Los legionarios ya disparaban como locos contra las rocas, tanto los que nos acompañaban como desde el blocao. He visto otro destello, pero entonces el rostro de Ismael, oculto por sus vendas, ha aparecido ante mí. Sus ojos me han mirado por un instante y se han cerrado. Me ha abrazado con fuerza, descargando todo su peso sobre mí, y ambos hemos caído al suelo. Me he golpeado en la espalda y, con él sobre mí, no podía respirar. Empezaba a faltarme el aire. Le he pedido que me soltara, pero no se movía. El ruido de los disparos era ensordecedor y ni siquiera podía oír mi propia voz gritando. Entonces he sido liberada. Dos legionarios han cogido a Ismael por las axilas y lo han levantado. Sancho me ha ayudado a ponerme en pie. No sabía si me iban a responder las piernas después de aquel golpe. Me ha dicho algo que no he entendido muy bien en medio de aquel jaleo, pero estaba claro que teníamos que irnos de allí.
Manolo ha arreado a sus acémilas, que han salido al trote, y nosotros hemos echado a correr tras ellas. Los legionarios de vez en cuando se volvían para disparar. Aún he tardado unos cien metros, o más, en darme cuenta de que Ismael iba echado sobre una de las mulas. He apretado el paso para ponerme a su altura y he visto que sangraba por el pecho. Me he arrancado la cofia para ponerla sobre la herida, presionando fuerte. La mula iba demasiado rápida para mí y he estado a punto de caerme. Uno de los legionarios se ha acercado.
«Deje, señorita, ya lo hago yo.»
«Presione fuerte…»
Algo me ha entrado en el ojo y he tenido que cerrarlo. Cuando me he llevado la mano a él, he notado que era un líquido. Con el otro ojo he visto que tenía los dedos manchados de sangre. Sancho me ha limpiado el párpado con un pañuelo.
«La han rozado en la frente, pero solo es un rasguño. ¿Quiere que la subamos a una mula?»
«No.»
Yo misma he comprimido la herida con el pañuelo y he seguido adelante. He llegado jadeando al Atalayón. Y he pedido que dejasen a Ismael en el suelo para ver su herida.
«Se puso entre usted y los pacos —ha dicho Sancho—, esos cabrones iban a por usted, señorita. Serán malnacidos.»
La bala le había entrado por la espalda, en la escápula derecha, pero no había orificio de salida. He usado las vendas que me trajeron para frenar la hemorragia.
«Hay que llevarlo a mi hospital, rápido.»
Sancho y otro legionario han cargado con Ismael y me han acompañado en la barca. A medio camino, en la Mar Chica, Ismael ha comenzado a hinchar el pecho. Apenas podía respirar y, por los silbidos, he sabido que era un neumotórax. Semejante al de la mujer que había sido incapaz de salvar en la plaza de la Independencia. E, igual que entonces, no tenía material quirúrgico a mano.
Pero esta vez no me han temblado las manos. Allí no había nada que se pareciese a una jeringuilla con una aguja del grosor necesario. Pero sí un motor viejo con varios tubos inservibles. Le he pedido un cuchillo a Sancho, que me lo ha tendido sin preguntar, y les he ordenado que sujetasen bien fuerte a Ismael, que le iba a doler tanto que se podría despertar. He cortado un pedazo de tubo y lo he limpiado lo mejor posible, luego he hecho un corte entre las costillas de Ismael y, con la ayuda del cuchillo, he introducido el tubo en el pulmón. Enseguida han salido sangre y aire. El pobre se ha agitado y ha chillado antes de volverse a desmayar, pero Sancho y su amigo lo tenían bien sujeto.
Entonces la barca ha girado bruscamente y hemos estado a punto de volcar. El barquero, al ver lo que yo acababa de hacer, se había desmayado y estaba caído sobre el gobernalle del motor. Sancho ha saltado hacia la proa, lo ha apartado y se ha hecho con el control. Yo he limpiado con mi delantal la sangre alrededor del corte que había hecho y le he pedido al legionario que presionase allí. Luego he atendido al barquero, que, muy avergonzado, no ha tardado en recobrarse de su desvanecimiento. El compañero de Sancho le ha comentado:
«Qué bien nos vendría una de estas en el Atalayón».
Él ha asentido:
«Dios hace milagros a través de sus manos, señorita».
Galeb y Avi nos esperaban con la furgoneta. Se han asustado al ver que Ismael estaba herido y que yo aún tenía la frente manchada de sangre.
«¿Lo has hecho tú?», me ha preguntado Avi al ver mi improvisado tubo torácico.
«Sí, pero hay que quitárselo en cuanto lleguemos; ya sé que es una chapuza y que puede infectarse.»
«¿Lo llevamos al Docker?», ha preguntado Galeb.
«No, al nuestro, necesitamos la máquina de rayos X para localizar la bala. Aún sigue dentro.»
Galeb ha conducido a toda prisa mientras Avi y yo cuidábamos de Ismael. Ha aparcado justo delante de la puerta del hospital y entrado corriendo a pedir ayuda. El doctor Nogueras y sor Asunción no han tardado en salir con una camilla en la que hemos llevado a Ismael al quirófano. Durante el traslado, le he resumido al doctor cómo era la herida y lo que había hecho para mantener a Ismael con vida.
«De acuerdo, ahora espéreme fuera.»
«¿Por qué? Yo lo he atendido hasta ahora, yo he hecho ese tubo torácico, yo…»
«Usted está comprometida emocionalmente con este hombre y no debe operarlo.»
«¿Qué? Es solo mi paciente.»
«Sé lo que digo, Laura; espere aquí fuera. Ya ha hecho bastante.»
Y ha entrado al quirófano. Me he quedado allí, sola... Y en ese silencio he comenzado a ver las cosas con claridad. Yo le había convencido para ir hasta ese lugar y ese disparo era para mí, no para él. Ismael había confiado ciegamente en mí, había puesto lo poco que tenía en mis manos y ahora, por mi culpa, podía perderlo todo. Y yo aquí seguía, con solo un rasguño, indemne, como siempre, igual que en la Puerta de Alcalá, haciendo pagar a otros por mis errores. Entonces fue por mi impericia, ahora por mi imprudencia. Y esta vez no se trata de una desconocida, sino de un hombre al que aprecio.
Ya era de noche y la oscuridad suele ser mala compañera de penas. Para mi fortuna, Avi y Galeb habían ido a avisar a las demás: Inés, Margarita, incluso Alba, han venido para darme ánimos e insistir en que no es culpa mía, que el tubo torácico le ha salvado la vida y que no debo preocuparme ni sentirme culpable.
«Esa bala era para mí. Él lo sabía y se puso delante.»
En otro momento me habría echado a llorar, pero no lo he hecho, no sé si porque estaba deshidratada al no haber bebido nada en toda la tarde bajo aquel infernal calor, o porque estaba tan desgarrada por dentro que ya ni me salían las lágrimas.
Galeb, al ver lo agrietados que tenía los labios, ha ido a prepararme un poco de té que me ha hecho tomar en sorbos pequeños. No sé qué les echa a esos tés que prepara, porque me he mareado un poco y me ha aligerado la cabeza. Por eso, en el momento, no me ha afectado tanto lo que el doctor y sor Asunción me han dicho.
Nogueras nos ha informado de que la operación ha ido bien, que ha sacado la bala y que, por ahora, no hay infección. Pero Ismael ha perdido mucha sangre y está muy débil. No puede garantizar que vaya a recuperarse. «Todo dependerá de lo que pase los próximos días.»
«Pero usted no lo sabrá —me ha dicho sor Asunción—. Mañana hará las maletas y dejará el hospital. Me encargaré de buscar un barco que la lleve de vuelta a España.»
Mis amigas han protestado, pero sor Asunción no ha cedido. Mi conducta, al exponer a un paciente y a mí misma a ese peligro, ha sido irresponsable y temeraria. Y alguien así no tiene lugar en el hospital.
Les he pedido a mis amigas que se callasen. Sor Asunción tiene razón. Aquí ya no pinto nada.
21 de agosto de 1921
Anoche me acosté tardísimo. El día había sido tan largo como desastroso y luego me entregué a escribir y escribir en busca de un desahogo que, creí, había llegado en la forma de un cansancio demoledor. Pero el día continuó con unos sueños terribles en los que veía caer a Ismael una y otra vez, y su sangre bañaba mis manos y todo mi cuerpo. En el último de ellos, el más extraño, ya vestida de calle, con las maletas hechas, iba a despedirme de él y me pedía que le quitase las vendas de la cara. Por fin iba a ver, por quemado o retorcido que estuviese, su verdadero rostro. Pero allí no había quemaduras ni cicatrices. Era Javier. ¿Cómo no me habías reconocido hasta ahora?, dijo.
Me he despertado sobresaltada. Las demás aún dormían. Me he incorporado cansadísima, pues no creo que haya dormido más de dos horas, y he subido a ver a Ismael. Allí estaba, en su cama, respirando con dificultad. He acercado el candil a las vendas que cubrían su cara. Los labios, el pelo, ese azul inconfundible que ahora recordaba de sus ojos, la forma de su cabeza. No se parecía en nada a Javier. Aquel había sido un sueño absurdo.
He preguntado a la monja de guardia cómo había pasado la noche el paciente. Me ha dicho que bien, que le había estado dando unas gotas de suero cada hora, siguiendo las instrucciones del doctor Nogueras. Más tarde le pondrían una sonda estomacal para hidratarlo y alimentarlo.
He subido a la terraza. Comenzaba a amanecer sobre el mar de Alborán. Ese era el último amanecer que vería en África, he pensado. Y aquella había sido la última vez que vería a Ismael. He vuelto a mi cuarto y me he puesto a hacer las maletas mientras las demás se preparaban para llevar a los pacientes a misa. Estaba acabando cuando ha entrado Merry con su uniforme de enfermera bajo el brazo.
«Me alegra que te hayas recuperado —le he dicho—. ¿Vuelves conmigo?»
«¿Volver? ¿Adónde?»
«A casa…» Había supuesto que, tras pasar el paludismo, Merry regresaría a España, al menos por una temporada.
«¡No! Aquí hago más falta, y ya estoy bien.»
«El paludismo puede tener recaídas.»
«Lo sé… Y si vienen, estaré bien atendida.» Entonces ha reparado en que yo llevaba mis ropas de calle y tenía las maletas listas para irme.
«¿Y tú? ¿Por qué te vas?»
«No me voy, me echan.»
«Eso está por ver…»
No lo ha dicho Merry, sino una voz que nos ha sorprendido a ambas. Al volvernos hemos visto a Carmen, que acababa de entrar.
«Sor Asunción me lo ha contado todo.»
«Lo siento…» Es lo único que he atinado a decir.
«Entiendo a sor Asunción, su enfado y que te quiera echar. Te has puesto en peligro y un hombre está gravemente herido por tu culpa.»
«Lo sé, y si pudiera hacer algo para…»
«No —me ha interrumpido—, no, Laura… Ni excusas, ni planes disparatados. Cuando intentas hacer cosas desesperadas y extremas, como ayer, es cuando sueles meterte en problemas. El día en que aprendas a obrar, de verdad, con la cabeza, serás una gran enfermera, y una gran mujer. Pensé que ese día ya había llegado cuando vi que te unías a nosotras, pero veo que aún te queda camino por recorrer.»
«Puedo incorporarme al hospital de Madrid, si me dejan.»
«Sor Asunción no quiere verte ni siquiera allí.»
He agachado la cabeza, muy avergonzada.
«En una semana abriremos el nuevo hospital de sangre, aquí, en Melilla, y tendremos el triple de camas. Y luego están los tres barcos médicos, los trenes, y todos los hospitales que se nos están uniendo en la Península. Voy a necesitar a muchísimas de vosotras, y no puedo prescindir de ninguna. Y menos de una de las mejores, aunque sea un poco atolondrada…»
«Pero ¿puedes…?»
«Si fueses una profesional, no podría hacer nada, y seguramente no volverías a trabajar en toda tu vida en esto. Pero eres una dama enfermera, una voluntaria; no te ata nada más que tu promesa. Y te debes a mí, a la reina y a la Cruz Roja, no a sor Asunción. Ella tiene mando sobre sus monjas y sobre las profesionales, pero no te puede expulsar. Es asunto de mi competencia. Y yo prefiero que te quedes…, con una condición.»
«Lo que sea.»
«Que lo que sientes por ese hombre...»
«Solo es un amigo.»
«Me da igual lo que sea; está claro que por él sientes un afecto mayor que por el resto, y lo respetaré siempre y cuando no interfiera en tu labor con los demás pacientes.»
«Te juro que no lo hará.»
«Ni quiero que te vuelvas a poner en peligro.»
«No lo haré, no te preocupes.»
«Ya nos llega con los mosquitos —dijo mirando a Merry— como para exponernos a las balas. Ahora hablaré con sor Asunción para explicárselo.»
Así que he desecho las maletas y me he unido a mis amigas, que se han alegrado al saber que me quedaba. En la misa sor Asunción me ha fulminado con la mirada. Espero que se le pase. Por lo pronto, hoy, en la planilla de turnos, me ha puesto en el pabellón de enfermedades de la tropa, que sabe que es lo que menos me gusta… y lo que más me aleja de Ismael.
Con la llegada de más y más soldados, las enfermedades son más frecuentes y, mientras no se abra el otro hospital, aquí comenzamos a no dar abasto. Triviño nos ha sugerido aumentar el número de camas, pero Carmen no quiere hacerlo sin aumentar también los medios, el espacio y el personal. La quinina apenas nos llega para los casos que ya tenemos de paludismo. Y con la disentería es fundamental la higiene y el mantener hidratados a los pacientes, lo que hace que tengamos que emplearnos a fondo. Es un trabajo duro, rutinario y nada agradable. Su recompensa es que solemos salvar más vidas que en el pabellón de cirugía. Y la proporción de los que aquí se curan respecto a otros hospitales de Melilla es más alta, precisamente porque admitimos solo el número de pacientes que podemos atender. Traer más, sin mejorar las condiciones, sería condenar a todos a muerte.
Estaba asegurándome de que los enfermos de disentería tomasen sus líquidos, bien ellos mismos o a través de suero intravenoso, cuando Carmen ha entrado.
«En cuanto acabéis quiero veros», nos ha dicho.
Nos ha reunido en el vestíbulo.
«Ya hay el doble de soldados que cuando llegamos, y por lo que mi marido ha oído en el café del Hotel Colón, Berenguer aún quiere muchos más para lanzar su gran ofensiva. He visitado los campamentos donde se están concentrando, y las condiciones higiénicas, por llamarlas de alguna forma, dejan mucho que desear. Y la mejor forma de luchar contra el paludismo y la disentería es prevenir su aparición y su contagio. Una epidemia, ahora, desintegraría este ejército sin necesidad de que los moros disparen un solo tiro. —Como queriendo añadir una ironía, el cañón del Gurugú ha sonado a lo lejos y, poco después, hemos oído la detonación bastante cerca. Carmen no les ha hecho mucho caso y ha continuado—: Vamos a dar cursillos a los oficiales de intendencia para explicar cómo organizar los campamentos y su rutina de tal forma que se eviten esas y otras enfermedades.»
Carmen seguía hablando cuando ha entrado un soldado que no era uno de nuestros habituales camilleros. Llevaba la gorra bien calada y su cabello apenas asomaba de ella, pero su cara me ha resultado conocida. Mientras subía la escalera, lo he observado por detrás y he visto que su pelo era blanco. Era el sargento de cabello cano y se dirigía a las habitaciones de cirugía, donde está Ismael. He querido seguirlo, pero Carmen ha reclamado mi atención.
«Laura, ¿qué estás mirando?»
Con lo que acababa de pasar, no estaba yo como para pedir favores o ausentarme de repente, y mucho menos por algo relacionado con Ismael, así que he contestado: «Nada, disculpa», y he seguido atendiendo. O, al menos, intentándolo, porque no era capaz de quitarme a ese hombre de la cabeza. Estaba claro que venía a ver a Ismael y he temido que quisiera hacerle daño.
«Acompañadme al jardín —nos ha pedido Carmen—, allí tengo preparadas las planillas para los cursillos que debe dar cada una. Y, lo siento, pero tendrá que ser fuera de vuestros turnos habituales.»
Y allá hemos ido todas, al jardín, aún más lejos de Ismael, que ahora estaría solo, gravemente herido y a merced de ese hombre que sabe Dios qué querrá. No sé cómo he podido disimular mi angustia, pero allí he estado casi una hora con Carmen y las demás enfermeras, preparando los cursillos sobre higiene.
Al acabar, con todo el disimulo que he podido, he vuelto al vestíbulo, subido las escaleras a toda prisa y entrado en el pabellón de cirugía para oficiales. Ante la cama de Ismael estaba puesto el biombo y una figura se movía tras él. Para no llamar la atención de las enfermeras ni de los demás pacientes, me he acercado intentando aparentar tranquilidad y me he asomado.
Una monja cambiaba las sábanas. Ver esa cama vacía me ha atravesado el corazón.
«¿El paciente que estaba aquí?», le he preguntado.
«Se lo han llevado a quirófano.»
Le he dado las gracias. Y lo que me había aliviado, al momento, me ha asustado. Si lo estaban operando de nuevo, no sería por nada bueno. Habría empeorado o, peor aún, aquel hombre de pelo cano le había hecho algo.
He tenido que esperar media hora hasta que han regresado. Ismael seguía inconsciente y lo han dejado en la cama. Nogueras me ha contado que la enfermera había visto sangre en las sábanas. La herida de la espalda se había abierto y han tenido que volver a coserla. Y lo peor es que hay indicios de infección.
«La hemos lavado bien y tratado con aceite fénico; ahora esperemos que no vaya a más y se recupere.»
He puesto la mano en la frente de Ismael. Aun a través de las vendas que cubren su rostro, he notado la fiebre. Como mi turno había acabado, me he ofrecido a quedarme con él y usar algo de hielo para bajársela, y también a moverlo para evitar las gangrenas de compresión. El doctor Nogueras ha aceptado y, antes de irse, me ha informado de que esa tarde habían llamado del cuartel general. Han localizado a la familia de Ismael. Es de Tablao, un pequeño pueblo cerca de Mieres, en la Cuenca de Asturias. Su padre había muerto en las minas y a su madre se la llevó la gripe española. Su hermano mayor, Anselmo, había heredado la casa y ahora vive allí. Él es toda la familia que tiene Ismael. Iban a enviarlo al hospital que la Cruz Roja tiene en Oviedo, a reponerse de las quemaduras, pero será imposible hasta que se recupere del disparo.
«Vele bien por él; ahora sabemos que hay alguien que lo espera en casa —me ha pedido Nogueras. Luego, en voz muy baja—: Y ese tubo torácico que improvisó en la barca, impresionante. Pero que sor Titulada no se entere de que lo he dicho.»
Esas palabras me habrían encantado en cualquier otro momento. Pero lo de Ismael no debería haber ocurrido. Yo no tendría que haberlo arrastrado hasta Dar Hamed ni él tendría que haberse interpuesto entre esa bala y yo. Ahora, por mi culpa, este buen hombre podría morir justo cuando acabamos de encontrar a lo poco que queda de su familia.
Aún estoy a su lado, vigilando su fiebre, que no quiere irse. Y esta vez ni siquiera tus páginas son buena compañía, mi querido diario.
22 de agosto de 1921
El doctor Nogueras me ha dicho que si quiero volver a cirugía y al quirófano debo descansar, así que hoy seré breve, y no es que hayan pasado pocas cosas.
Ismael sigue con fiebre, muy grave. Poco más puedo decir de su situación aparte de lo que siento...
Antes de salir a dar el cursillo de higiene he buscado a Galeb. Él conoce muy bien esta ciudad y a su gente, y sabe moverse entre los militares. Así que le he pedido un favor: a ver si puede saber quién es ese misterioso sargento de cabello cano que parece tan interesado en Ismael.
En el cursillo he intentado ser persuasiva, entretenida y amable, pero que durante las preguntas un sargento de intendencia me tratase de «guapa» y no de «señorita» me ha puesto de mal humor. El haber dormido poco durante días creo que ha contribuido. Así que, muy seca y mal encarada, le he recordado que, aunque yo no era militar, al servir como enfermera se consideraba que mi grado era de alférez y, por lo tanto, su superior; otra tontería como esa y lo mandaría arrestar por insubordinación y falta de respeto a un oficial. El sargento se ha quedado pálido, sin saber qué decir. Los demás se han reído y, a partir de ahí, mi labor ha sido mucho más sencilla.
De regreso al hospital tenía que pasar por el puente de Camellos. La calle estaba llena de coches, soldados y civiles que iban de un lado a otro como si esta fuera una ciudad cualquiera. De repente el suelo se ha levantado a poco menos de cien metros de donde yo estaba en una columna de fuego, humo y tierra. El ruido de la explosión ha tapado cualquier otro sonido. Ha sido como si unas manos invisibles me golpeasen el pecho y me empujasen contra el suelo, y una ola de aire caliente me envolviera. Pedazos de tierra y barro han caído a mi alrededor. Me he levantado y corrido hacia el lugar del impacto. Había unas cuantas personas tiradas, pero solo tenían contusiones y arañazos. No había muertos ni heridos. Se han levantado con mi ayuda, se han sacudido la ropa y han continuado su camino como si nada hubiera pasado. Allí ha quedado el cráter de la bomba, sin que nadie le hiciera mucho caso. Solo unos niños que lo han aprovechado para jugar a las batallas, usándolo como si fuese una trinchera.
Cuando he llegado al hospital había una gran agitación entre las enfermeras y hasta Carmen estaba allí. Alguien había robado morfina. Lo había hecho con pericia y lo había dejado todo de tal forma que pareciese que no faltaba nada…, pero no habían contado con Candi.
Sor Asunción había puesto a cargo de la farmacia del hospital a la pelirroja que había atendido a Ismael, que hoy he sabido que se llama Cándida, de ahí lo de Candi. Y es muy buena con las matemáticas y la organización. Tiene todo perfectamente contado y anotado. Si desapareciese una sola dosis de quinina, o incluso una simple venda, ella lo sabría. Y falta morfina.
Aunque ha sido Candi quien ha dado la alarma, sor Asunción la ha culpado de lo sucedido, no porque piense que ella la había robado, sino porque es su responsabilidad asegurarse de que no falte nada y evitar robos.
Carmen ha tranquilizado a la pobre Candi, que estaba preocupadísima. Le ha dicho que había hecho muy bien su trabajo y que era imposible vigilar la farmacia a todas horas mientras atienden a los pacientes. A partir de ahora estarán más vigilantes.
Ya iba a acostarme cuando han traído a un soldado en camilla. No estaba herido ni enfermo. Había ido a nadar con sus amigos y habían rodeado Melilla la Vieja para llegar hasta la cala Trapana, una pequeña playa que está bajo el faro. De vuelta le había dado un calambre y, aunque sus amigos habían conseguido sacarlo, había tragado mucha agua y apenas podía respirar. Hemos intentado reanimarlo, pero ha sido imposible. No sé por qué, pero que en un lugar donde la gente se muere por puñaladas, disparos y explosiones, que un muchacho tan joven, que apenas había comenzado a vivir, muera ahogado me ha parecido una burla, una especie de sarcasmo de Dios o de la naturaleza.
Y ya así de triste, he subido a ver a Ismael. Sigue con fiebre y sin despertar, alimentado por una sonda que aún dificulta más su respiración. Nogueras ya no confía en que se recupere.
Me pasaría la noche a su lado, pero necesito dormir.
23 de agosto de 1921
Estaba tan cansada que, aun con la cabeza llena de preocupaciones, dormí del tirón unas nueve horas. Me he levantado con fuerzas, pero con la misma amargura de ayer. Y la conversación que tenían mis amigas en el desayuno no ha ayudado mucho.
«¿Recordáis cuando os dije que este lugar estaba limpio?», ha preguntado Avi.
Inés y Margarita han asentido. Yo no he hecho mucho caso.
«¿Por qué lo dices?», se ha interesado Inés.
«¿Has visto un fantasma?» Margarita ha completado la preocupación de Inés.
«No, bueno, sí, pero no se trata de un fantasma, ni siquiera de un espíritu. Y es en todas las habitaciones, incluso en las escaleras y la terraza… El hospital ya no está limpio; aquí se muere y se muere con dolor. Los muros se han ido cargando con esas almas. Y ahora las siento a casi todas horas.»
«Pues no has elegido bien tu profesión —le he dicho un poco huraña—. Todos los hospitales, más tarde o más temprano, acaban así…»
«No creas —ha respondido Avi, que no parece haberse tomado a mal mi abrupto comentario—, he aprendido a sobrellevarlo. Y me hace ser más amable con los que aún están aquí; para que, si se van, dejen una huella menos profunda y oscura. E incluso he aprendido a sentir cuándo se van a ir y, a esos, intento confortarlos mejor.»
Sus palabras me han provocado un escalofrío y la he mirado. Ella enseguida ha sabido por qué. Me ha cogido la mano y me ha dicho:
«No tienes por qué estar asustada; he visto a Ismael esta mañana y aún no se va a ir».
He querido creerla, y mi impulso ha sido subir corriendo al lado de él, pero en ese momento ha aparecido Galeb, que ya había oído parte de la conversación.
«¿De qué habláis?», ha preguntado extrañado.
Avi se ha puesto colorada, pero Inés, sin darle demasiada importancia, le ha contestado:
«Avi puede sentir a los fantasmas y, claro, este lugar está lleno».
«Ya sé que es una tontería —dijo Avi muy avergonzada—. Y que la religión prohíbe creer en estas cosas.»
Galeb, muy tranquilo, la ha cogido por la cintura de forma cariñosa.
«Mi religión no cree que las almas de las personas muertas se queden por aquí, sino que vuelven con Alá. Pero igual que nosotros fuimos creados de barro, Alá creo a los Yinn con fuego. Y quizá lo que sientas es la presencia de esos seres. Pero no tienes que asustarte, frente a alguien con un corazón tan bueno como el tuyo, los Yinn no tienen poder.»
Avi, tras mirar un momento alrededor para comprobar que no había monjas, le ha dado un beso rápido. He aprovechado para levantarme e ir a ver a Ismael.
«Espera, Laura —me ha detenido Galeb—, he averiguado cosas sobre ese hombre, el de pelo cano.»
«¿Qué sabes?»
«Tengo un amigo, sobrino de un caíd bereber, que puede conseguirte cosas que, digamos, son complicadas de conseguir. Cuando le pregunté por ese sargento se enfadó mucho. “¿Es que ya no te basta conmigo?”, me dijo. El hombre de pelo cano se llama Efraím y se dedica a algo parecido a lo que hace mi amigo, pero entre los españoles.»
«¿El mercado negro?»
«Algo así. Y Efraím, para obtener su mercancía, roba, chantajea, amenaza y hasta dicen que ha matado a alguno. Es muy peligroso y no es bueno mezclarse con él ni deberle dinero. Hace unos meses intentaron denunciarlo, pero no se llegó a nada porque mucha gente le debe favores, incluso oficiales del alto mando.»
«¿Y crees que Ismael le debía dinero o que iba a denunciarlo?»
«No lo sé, pero tengo otra sospecha: ¿y si es él quien nos ha robado la morfina? Estuvo aquí justo antes de que desapareciese y se paga muy bien por ella entre los soldados. Si tu herido le debía dinero, quizá se esté cobrando así su deuda.»
Por fin he subido a ver a Ismael. La fiebre le había bajado y respiraba mejor. Ha sido como si esa mejoría la hubiese experimentado yo misma. Al final voy a acabar por creer en las cosas de Avi.
Cuando ya me iba a acostar, Galeb ha venido a buscarme y me ha llevado hasta un rincón bajo las escaleras, fuera de la vista de todos.
«Mira.» Me ha enseñado una pistola.
«¿Para qué la quieres?», le he dicho asustada.
«Tú quieres hablar con ese hombre, Efraím, para saber de qué conoce a Ismael y que lo deje en paz, ¿no? Y yo no quiero que nos sigan robando. La farmacia se queda sin vigilancia entre las once de la noche y las cinco de la mañana, cuando las enfermeras de guardia están más pendientes de los pabellones, así que si ese hombre vuelve a por más morfina, será a esa hora.»
«¿Y pretendes que vigilemos la farmacia durante seis horas por la noche?»
«Puedo traer un jergón y haremos turnos.»
No sé cómo me he dejado enredar, pero esta misma noche hemos puesto el jergón tras unas plantas del jardín, desde donde se puede ver la puerta de la farmacia. Ismael está durmiendo ahora mismo a mi lado, mientras yo entretengo mis tres horas de vigilia con tus páginas.
24 de agosto de 1921
Anoche no apareció nadie por la farmacia, así que regresamos a nuestros cuartos con las manos vacías y un buen dolor de espalda.
Al despertar dos buenas noticias me han alegrado el día: la fiebre de Ismael ha desaparecido por completo y en la planilla mi nombre aparece en cirugía junto al doctor Nogueras.
Esa es la mejor manera que tengo de apartar todas mis inquietudes por unas horas. Mi mente y mis manos, toda mi atención y creo que podría decir que todo mi cuerpo están centrados en preparar el quirófano y el campo operatorio, en dar la sedación o servir el material al cirujano. Y hoy Nogueras me ha dejado poner los retractores y sacar un par de fragmentos de una extracción de metralla bastante complicada. Y he visto, por primera vez, cómo funciona la máquina de rayos X. Es algo milagroso. En una especie de placa fotográfica señala cada esquirla y así sabemos con seguridad cuántas hay y dónde está cada una, con lo que hemos podido completar la operación muy rápido. Sin esa máquina, el paciente habría muerto.
Escribo junto a Ismael, que ya respira mejor. Mañana le quitaremos la sonda y probaremos a retirarle los sedantes y a despertarlo. Ahora, dentro de un rato, bajaré al jardín y, con Galeb, montaré guardia ante la farmacia. Me pone un poco nerviosa verlo allí, con la pistola, tan tenso. Esperemos que no ocurra ninguna desgracia. Ya ves, querido diario, la gran capacidad que tengo para meterme en líos. No me extraña que sor Asunción tenga tan mal concepto de mí.
25 de agosto de 1921
Otra guardia en vano. O el robo fue algo ocasional, o Candi se equivocó en sus, dice, impecables cuentas, o nuestro ladrón es bastante más irregular de lo que esperábamos.
Cuando he subido a ver cómo seguía Ismael me lo he encontrado despierto. Me he acercado corriendo y, como no sabía muy bien qué decir, tan solo he pronunciado su nombre.
«¿Ismael? —ha repetido confuso—. ¿Quién es Ismael? ¿Y quién es usted?»
Me he asustado tanto que él enseguida ha abandonado aquella estúpida broma y me ha sonreído como si aquello le pareciese muy divertido.
«¡Ha estado muy grave!, ¡no tiene ninguna gracia!»
«¿Cuánto tiempo he estado así?»
«Seis meses.»
«¡Qué!», ha exclamado asustadísimo.
Entonces he sido yo la que se ha echado a reír.
«Muy graciosa, sí, muy graciosa…»
«Fueron cinco días.»
«Aun así…, cinco días es mucho tiempo. ¿Cómo no me he muerto de hambre o deshidratado?»
«Usábamos una sonda para darle líquidos, medicinas y nutrientes.»
«¿Una sonda? ¿Como la de los barcos?»
«Es un tubo que le metimos por la boca, directo al estómago. —Ha puesto cara de asco—. No se queje; hace unos años a los pacientes como usted se los alimentaba… por el otro lado, con un enema.»
Su cara de asco ha sido aún mayor, lo que me ha divertido mucho.
«Mejor cambiemos de tema», ha propuesto.
«De acuerdo. ¿Por qué lo hizo? Lo de ponerse delante de mí…»
Se lo ha pensado un momento antes de decir:
«Para seguir en el hospital. Ese doctor iba a echarme».
«Respóndame en serio, por favor.»
«Pero con una condición, que dejemos de tratarnos de usted; creo que con todo lo que ha pasado merezco esa confianza.»
«De acuerdo. ¿Por qué te pusiste entre esa bala y yo?»
«No sabía que venía una bala.»
«Si lo supieses, ¿no lo habrías hecho?»
«Claro que sí. Por protegerte. Aunque no lo recuerde, me jugué la vida en Nador por un grupo de personas a quienes no conocía de nada. ¿Cómo no iba a hacerlo por ti? Fue algo instintivo.»
Sus ojos, enmarcados por las vendas, eran todo lo que tenía su rostro, pero le ha bastado lo que ha dicho para provocarme un escalofrío. Entonces he sido yo quien ha bromeado.
«Pues se acabó eso de que te maten por los demás, ¿me entiendes? No quiero que me vuelvas a dar un susto como este.»
«Me parece bien.»
«Mientras estabas así, dormido y con la sonda, descubrimos que eres de Asturias, de un pueblo minero llamado Tablao, junto a Mieres, y que tienes un hermano mayor, Anselmo. ¿Te suena algo?»
«No.»
«¿Y qué pasó en Dar Hamed? Me dijiste que no era el lugar del sueño, pero que habías recordado algo.»
«Supe que había estado allí justo cuando ocurrió lo de Annual. Estaba solo y no había moros, pero me vi preparando mi arma, muy asustado...»
«¿Por qué?»
«Me sentía amenazado. Había un gran peligro y estaba disponiéndolo todo para enfrentarme a él.»
«¿Qué peligro era ese?»
«No lo sé, pero tenía que ir a Nador para hacerlo.»
«¿Algo que ver con los colonos que salvaste? Allí fue donde te enfrentaste a las tropas de Abd el-Krim.»
«Puede ser, pero creo que era algo más personal… Y para saberlo tendríamos que ir hasta allí.»
«Ir a Nador, en este momento, es imposible.»
«Lo sé, y ni yo puedo, ni quiero que tú corras más riesgos.»
«No lo haré. Y ahora tienes que descansar un poco más.»
«¿Después de cinco días durmiendo?»
«Sí, y comer, esta vez sin tubo…»
Yo misma me he encargado de darle la comida. Aún está muy débil. Tardará semanas en estar recuperado por completo, si no surgen complicaciones.
Pronto serán las once y bajaré a mi guardia con Galeb. Otra noche que dormiré mal y maltrataré la espalda.
Como iba a hacer la segunda guardia, me había echado a dormir al lado de Galeb. No sé cuánto tiempo llevaría así, pero ya estaba oscuro cuando él me ha llamado.
«Laura, Laura…»
Estaba tan cansada que he tardado en saber quién era Laura, quién era el que me había despertado y qué hacíamos allí.
«Alguien acaba de entrar en la farmacia», ha susurrado Galeb.
«¿Quién?»
«No sé, no lo he visto.»
«¿Cómo que no lo has visto? ¿No estabas vigilando?»
«Sí, bueno, ya… Me quedé un poco… traspuesto, y me ha despertado el ruido de la puerta, al cerrarse.»
«¿Te has dormido?»
«Traspuesto. Y solo un momento. Pero fíjate. Se ve el resplandor de un candil bajo la puerta. Quien sea sigue ahí dentro. Quédate aquí. Voy a por él.»
«Ten mucho cuidado… Y no te duermas por el camino.»
No sé si le haría gracia, porque, sin mirarme, ha cogido nuestro candil y se ha dirigido con mucho sigilo a la farmacia. Tras dejarlo en el suelo, con una mano ha abierto la puerta mientras con la otra sostenía la pistola.
«¡Quieto!», ha gritado.
Alguien le ha respondido con un grito, y él enseguida ha bajado el arma asombrado. Nuestro ladrón de morfina ha resultado ser quien no esperábamos:
«¿Alba?»
«Por favor —nos ha pedido—, no digáis nada. Si se enteran, me echarán y esta es la única forma que tengo de dormir, es el único alivio que tengo.»
«Pero se darán cuenta y acabarán por descubrirte. Ya sabes cómo es Candi.»
«Esta vez no he cogido una dosis, sino un poquito, casi nada, de varias, hasta formar con ellas una entera», nos ha explicado.
Bueno, al menos Alba es lista.
«La morfina es muy peligrosa —le he dicho—, y más si la usas para aliviar una pena.»
«Lo sé, pero si la probaras, verías que su alivio es… mágico. No era capaz de dormir, no era capaz de respirar, no era capaz ni de caminar sin sentir dolor. No podía dejar de pensar en mi padre y en mi prometido a todas horas… Y ahora, si lo hago, es de otra forma, como si hubiese ocurrido hace muchos años, con melancolía. Y puedo apreciar la belleza de todo lo que me dieron sin romperme por dentro. La morfina será peligrosa, pero me está dando mucho más de lo que, por ahora, me ha quitado.»
«¿Y qué pasará cuando empiece a quitarte más de lo que te está dando? Porque sabes que ese momento llegará. Y este alivio no es real.»
«Pues entonces me importa un bledo la realidad. Prefiero este sueño… —Nos ha mostrado la dosis robada—. Y la necesito para seguir soñando.»
«De acuerdo, no diremos nada y te ayudaremos a conseguir más», he respondido tras pensarlo un poco.
Ambos me han mirado muy sorprendidos. Alba con agradecimiento y Galeb como si me hubiese vuelto loca.
«Pero con una condición: seré yo quien prepare las dosis.»
«¿Y cómo puedo saber si usas un excipiente en lugar de la morfina?»
«Lo usaré, pero no al principio. Mi idea es ir reduciendo tu dosis poco a poco. Y ya sé que te va a afectar, porque el cuerpo te va a pedir lo contrario: que aumente cada día. ¿O no lo estabas notando ya?»
«Cada vez necesito más para el mismo efecto, es cierto. Y si reduces la cantidad, ya no me servirá de mucho… Volveré a estar como antes.»
«No. A ratos estarás mejor, y a ratos estarás peor.»
«No, lo siento, Laura, pero no es lo que quiero ahora. Necesito olvidar, anestesiar mi alma y mi cabeza. Lo que propones no me va a servir de nada.»
«Pues es todo lo que vas a tener. La otra opción es que hable con Carmen y te enviemos de vuelta a casa, donde tu madre se hará cargo de la recuperación. Sin morfina y sin nadie que sepa ayudarte tan bien como nosotros.»
Alba ha hundido su cara entre las manos y ha comenzado a sollozar mientras decía que no iba a soportarlo, que no quería volver a sufrir como había sufrido hasta ahora. Me ha partido el corazón y me ha costado mucho negarme a lo que me pedía. Al final, tras mucho discutir, ha accedido. Le he preparado la primera dosis, yo misma se la he inyectado y la he acompañado a la cama.
Luego, con Galeb, he buscado un lugar donde esconder la morfina robada, para que ni Alba ni nadie la encuentren. Hemos dado con un ladrillo un poco flojo del muro. Lo hemos quitado y en la pared hemos hecho un hueco suficientemente grande como para guardar esa morfina y la pistola de Galeb. De hecho, querido diario, creo que a ti también te guardaré ahí durante un tiempo. Sé que Alba, en algún momento, flaqueará e intentará buscar la morfina entre mis cosas… y no me apetece que dé contigo y te lea entero. Hay demasiados secretos en tu interior.
26 de agosto de 1921
Hoy creo que he solucionado un problema, pero si sor Asunción se entera de lo que he hecho, el problema lo voy a tener yo.
Era temprano y aún acabábamos de desayunar. Estaba en el vestíbulo, viendo la planilla de turnos, cuando por el rabillo del ojo he visto entrar a alguien. Una figura conocida. El hombre que ahora sé que se llama Efraím. Comenzaba a subir las escaleras hacia la planta de oficiales cuando le he dado alcance.
«¿Adónde va?»
Ha tardado un poco en reconocerme.
«Ah, la enfermera. Pues voy a ver a nuestro común amigo, el alférez Vallejo. Oí que lo habían herido en Dar Hamed y, en mi anterior visita, me pareció que estaba muy grave.»
«Así es. Y no hemos podido hacer nada para salvarlo. Ha muerto hace dos días.»
El hombre de pelo cano se ha sorprendido. Luego me ha mirado con cara de rabia y con bastante suspicacia ha dicho:
«Entonces iré a visitarlo a la Purísima Concepción. —Ese es el cementerio de Melilla donde se entierra a los caídos en combate—. Me figuro que estará en el Patio de Ánimas, como tantos otros camaradas.»
Si iba hasta allí, no encontraría ninguna tumba con el nombre de Ismael y descubriría la farsa.
«Su hermano ha reclamado el cuerpo. Al parecer van a hacerle un homenaje en su pueblo, en Asturias; hasta creo que le van a dar la Laureada a título póstumo.»
«Merecida, sin duda —ha dicho Efraím cavilando—. Una desgracia. No se imagina usted cuánto. —Se ha persignado y luego ha sonreído con una extraña amargura—. No nos queda más que resignarnos ante la voluntad de Dios.»
Se ha dado media vuelta y se ha marchado por las escaleras. En cuanto he empezado a subir, me he topado de bruces con Inés, que lo había oído todo.
«Pero ¿es que te has vuelto loca? ¿Por qué has dicho eso?»
«Solo hago mi trabajo: cuidar de nuestros pacientes. Ese hombre que acaba de irse es un peligro para Ismael, créeme. Así ya no nos molestará más. Y, por favor, no se lo cuentes a nadie.»
«Tranquila, no quiero que vuelvan a echarte.»
Asumo el riesgo y me parece justo. Ismael se interpuso entre aquella bala y yo. Y yo ahora me he interpuesto entre este hombre y él. De alguna manera siento que así he equilibrado un poco más la balanza.
29 de agosto de 1921
Estos días están siendo muy ajetreados y robo unos minutos al sueño para consignarlos brevemente. Entre mis idas y venidas al quirófano y al pabellón de cirugía, mis visitas a Ismael y mis atenciones a Alba, estas con la colaboración de Galeb y Avi, sor Asunción ha acabado por sospechar y me ha preguntado si le estaba ocultando algo. Por supuesto le he dicho que no, pero no la he visto muy convencida.
Y hoy, cuando iba a preparar la dosis de Alba, me he encontrado a Carmen esperándome. No sé si ha sido casualidad o si ha sido cosa de sor Asunción, pero me ha pedido que la acompañe al nuevo hospital para ayudarla a formar a las nuevas damas enfermeras, recién llegadas de la Península, sobre el terreno. Dentro de tres días lo inaugurarán y no quiere que falle nada.
Así que, si hasta hoy la jornada había sido complicada, a partir de ahora no quiero ni pensar en cómo será.
31 de agosto de
1921
Preparar el nuevo hospital y a sus enfermeras ha resultado diferente a como esperaba. Cuando llegué allí, un edificio de dos plantas más amplio que el nuestro, Carmen se refirió a mí como subjefa de enfermeras y puso a mi cargo a un buen grupo de novatas. Así que, más que dedicarme yo misma a hacer camas, limpiar suelos y preparar las medicinas y el material quirúrgico, me ha tocado instruir, organizar, dar órdenes y comprobar que las tareas están bien hechas. Me gusta más operar, pero ser jefa tampoco está nada mal.
En el nuevo hay más espacio y camas dedicadas a medicina, pues el compromiso de Carmen con el Ayuntamiento de Melilla implica que también nos hagamos cargo de los enfermos de la beneficencia.
Cuando acabo mi largo turno allí, que dura casi doce horas de trabajo ininterrumpido, regreso a nuestro hospital y aún dedico unas pocas más a estar con Ismael, que sigue recuperándose bien, y con Alba, que ya acusa el malestar por la reducción en las dosis.
A veces se echa a llorar, otras me lo agradece de forma cariñosa, y otras me insulta y hasta se pone violenta. Lo más complicado es que nadie más se dé cuenta de su estado, especialmente sor Asunción. Al final, hemos reclutado a Inés, a Margarita y hasta a Candi, que tiene un corazón de oro y se ha mostrado muy comprensiva con Alba. Y ha sido una suerte, porque al controlar la farmacia nos facilita mucho conseguir morfina sin que nadie más se dé cuenta.
Entre Candi y yo hemos diseñado un plan para ir reduciendo las dosis y que, en un mes más o menos, esté libre de la morfina. No va a ser sencillo y a Alba aún le queda mucho por sufrir.
A veces pienso que si su padre o su novio, cualquiera de ellos, diesen señales de vida, Alba se curaría de todos sus males de repente. No sé si sería cierto y dudo que lo podamos llegar a comprobar. Aquí, a veces, ocurren milagros, pero casi nunca son los que desearíamos.
1 de septiembre de 1921
Hoy por la mañana se ha abierto el nuevo hospital y han comenzado a llegar los primeros pacientes, tanto soldados como civiles que ya saturaban los demás hospitales melillenses. Una vez he comprobado que todo funcionaba perfectamente, me he despedido de mis aprendizas y he regresado a nuestro hospital.
Me he llevado una sorpresa enorme al ver que Carmen mantiene mi puesto de subjefa. Ahora estaré a cargo de las enfermeras de la planta de oficiales para cirugía y del quirófano. Así que, además de todas mis tareas, también tendré que supervisar el trabajo de las que estén a mi cargo y, a última hora, colaborar en la elaboración de la planilla de turnos para el día siguiente.
Sor Asunción se me ha acercado. Creí que iba a hacer algún comentario sarcástico, pero no ha sido así. Me ha dicho que se alegraba y que ahora vería cómo es el peso de la responsabilidad. Quizá así yo sentaría la cabeza…
6 de septiembre de 1921
Ya llevo cinco días de subjefa y, si realizo bien mi trabajo, no es mérito mío, sino de todas las enfermeras y monjas que tengo a mi cargo. Saben lo que hay que hacer y lo hacen sin esperar a que se lo pida. Solo acuden a mí para darme el papeleo bien cubierto o cuando hay alguna duda o problema que, afortunadamente, hasta ahora han sido fáciles de resolver. Lo más complicado fue lidiar con un teniente que es sonámbulo. Una de las monjas vino a despertarme un día sobre las cuatro de la madrugada para decírmelo. Entre ambas conseguimos evitar que se cayese por las escaleras y devolverlo a su cama. Al día siguiente rehíce la planilla para tener por la noche una enfermera de refuerzo que se encargue de «pasear» al buen hombre con cuidado de que no se haga daño.
Hoy, como encargada del pabellón, he recibido la visita del general Juan Picasso. Aunque tendrá ya unos sesenta y tantos años, se mueve como si tuviese veinte. Su mirada es clara e inteligente, igual que su conversación. En su pecho luce, entre otras condecoraciones, la Laureada de San Fernando. Pablo Montesinos, el marido de Carmen, lo acompañaba y me lo ha presentado.
«¿Picasso? Igual que el pintor», he dicho con mi inevitable impertinencia.
Por suerte, él se lo ha tomado bien.
«A mi sobrino le va bien en París, es cierto.»
«El general ganó la Laureada aquí mismo —me ha dicho Pablo—, en la guerra de Margallo, hace ya casi treinta años. Así que conoce bien esta tierra y este conflicto.»
Un conflicto que, por lo que veo, parece interminable.
Al general le han encargado investigar las causas de la derrota de Annual y de la calamitosa retirada posterior. Para ello está interrogando a todos los supervivientes. Le he llevado hasta los oficiales que habían tenido alguna participación en Annual y he visto como tomaba notas de todo lo que le decían. Ismael, aunque no ha podido contarle nada, ha recibido sus felicitaciones.
«Por lo que estoy viendo —le ha confiado el general—, hubo mucha negligencia y cobardía en esa jornada, pero también valentía. Es un honor estrecharle la mano a uno de esos héroes.»
Ismael se ha emocionado.
«Si recuerda algo pregunte por mí en el Cuartel General. Estaré encantado de continuar esta conversación con usted.»
Después el general Picasso ha estado hablando un buen rato con Pablo en el descansillo y yo no he podido evitar oírles. Bueno, la verdad es que sí habría podido evitarlo fácilmente, pero ya sabes lo curiosa que soy.
«Hoy me acaba de llegar un telegrama del ministro de la Guerra —ha dicho Picasso—, bastante impertinente, por cierto. Me piden que no meta las narices en las acciones del alto mando. El mismísimo rey ya me lo ha ordenado dos veces…»
«¿Y qué vas a hacer?»
«No me han dado esto por ser un pusilánime. —Imagino que se refería a la Laureada—. Me debo a la verdad, no a los políticos.»
«Ten cuidado; te puedes meter en líos…»
«Mi intención es meter a otros en un buen lío: a los responsables de esta catástrofe. Ya tengo demasiados años para ser prudente.»
Ojalá el general descubra todo lo que hay que descubrir sobre los culpables de esa terrible mortandad. Por sus palabras parece que nuestros soldados, más que víctimas de Abd el-Krim, lo han sido de la incompetencia de sus mandos y de la dejadez de nuestros políticos.
El efecto de la visita del general ha sido muy bueno para todos y, sobre todo, para Ismael, que está radiante.
«Si llego a saber que te gustan tanto los generales, me habría puesto un mostacho y un uniforme con dos estrellas para cuidarte.»
«No es por el general —me ha dicho—, es por lo que voy descubriendo sobre mí. Me gusta ser esa persona.»
Debería haber compartido su alegría, pero al acostarme me he sentido triste. Me gusta ver cómo se recupera, pero sé que se acerca el momento de su alta y su regreso a casa, donde será celebrado como un héroe. Y eso, que es tan justo y bueno, nos separará para siempre.
7 de septiembre de 1921
En la reunión para hacer las planillas, Merry, que es la jefa del pabellón de tropa, me ha pedido que le sugiriese una sustituta. Le he dicho que Avi o cualquiera de las Santirso lo harían muy bien.
«¿Por qué me lo preguntas?»
«Porque me vais a tener de paciente. —Luego me ha cogido una mano y la ha llevado a su frente. Estaba ardiendo—. Ha vuelto, y con este lapso entre recurrencias seguramente es Falciparum...»
La hemos llevado al pabellón de enfermos, la hemos rodeado de biombos y programamos los turnos para tenerla siempre vigilada aunque eso nos quite horas de sueño a todas. La Falciparum es la variedad más grave y peligrosa del paludismo.
No soy muy religiosa, pero me van sobrando motivos para rezar.
10 de septiembre de 1921
He oído que solo dos o tres de cada diez proyectiles que dispara el cañón del Gurugú explotan. Y la mayor parte caen cerca de las trincheras. Nos hemos acostumbrado a ellos y los vivimos como una amenaza distante e improbable. De vez en cuanto oímos sobre algún muerto o algún herido, pero suena tan ajeno que parece que jamás nos podría pasar. Ya no lo tememos. Es como el retumbar de una tormenta lejana. El dolor de uno entre cien mil. Qué equivocadas estábamos.
No me extenderé, querido diario, porque el dolor aún es cercano y quiero estar con ella. Hemos oído la explosión cuando estábamos recogiendo tras una operación. Había sonado más próxima de lo habitual. Alguien lo ha comentado, «Este ha caído cerca», sin darle más importancia. Al salir de quirófano hemos visto a las demás enfermeras bajar corriendo para salir.
«¿Qué ha pasado?», he preguntado.
«Le han dado a una», no sé quién me ha respondido.
He echado a correr con todas, mirando alrededor, deseando reconocer entre las que me rodeaban a mis amigas. He visto a Avi. Galeb, que venía del jardín, la ha abrazado con alivio. Dos hombres traían a una de nosotras en una camilla, con la cruz roja claramente visible sobre el uniforme. Alba ha llegado hasta mí. No era ella. ¿Inés? Tampoco era ella, pero enseguida he reconocido en su rostro de quién se trataba. Su eterna sonrisa se ha contraído en un grito desgarrador. Ha intentado abrazar a su hermana, pero la han apartado para llevar a Margarita a quirófano. Inés ha caído de rodillas. Alba y yo la hemos abrazado e intentado decir algo, ya no recuerdo qué, para consolarla.
Me he ofrecido para participar en la operación, pero el doctor me ha recordado que nada de familiares ni amigos en el quirófano. Hemos esperado fuera, con Inés. Carmen ha llegado en ese momento desde el otro hospital y, saltándose las formas, la ha abrazado.
Nogueras ha salido enseguida y no ha necesitado decirnos que Margarita había muerto. Carmen ha llamado al capellán militar y lo ha dispuesto todo para el velatorio de esta noche. Hasta ha conseguido un ataúd cerrado, pues, según ha dicho, el cuerpo había quedado destrozado.
«Por mucho que Inés insista en verla, no la dejéis. Esta noche vendrá un cirujano que trabaja en el hospital de Santiago. Él sabe reconstruir un cuerpo y, sobre todo, el rostro de un cadáver. Entonces sí podrá verla.»
Inés, para mí, siempre ha sido una sonrisa. Enojosa al principio y adorable después. Incluso cuando no sonreía, se le podía adivinar bajo su gesto. Era pura bondad e inocencia. Las irradiaba. Era difícil no ser un poco más feliz a su lado. Hoy eso ha muerto. Su sonrisa ha desaparecido por completo y ya solo queda una mueca de sufrimiento que siempre la acompañará. Y por mucho que lo hemos intentado, no podemos hacer nada para sanarla. Esa es nuestra profesión: curar. Pero hay heridas que son mortales.
En el velatorio nos turnaremos para acompañarla. Querríamos estar toda la noche, pero somos enfermeras y mañana hay que seguir trabajando; necesitamos descansar. Esta guerra ni siquiera nos permite compartir el dolor de nuestra amiga.
Debería estar agradecida porque Ismael sigue mejorando. Pero Merry está cada vez peor, Alba sigue padeciendo su necesidad de morfina, Margarita ha muerto e Inés se ha quebrado por completo. A este lado del mar, cuando Dios te da una cosa, te quita diez.
11 de septiembre de 1921
La fortaleza de Carmen es asombrosa. Fue la única que se quedó con Inés en el velatorio toda la noche y, sin pegar ojo, esta mañana ya estaba organizándolo todo para el funeral. Menos unas pocas monjas que se han quedado de guardia, hemos ido todas al Sagrado Corazón, donde se ha oficiado una misa por el alma de Margarita. Al ser domingo la iglesia estaba repleta, pero nos han dejado los primeros bancos a las Damas Enfermeras.
El ataúd estaba junto al altar, abierto, y hemos podido ver el cuerpo, con su impecable uniforme de enfermera, tan blanco que ya parecía el sudario. En el rostro de Margarita había paz, como si durmiese, y solo si te acercabas mucho te dabas cuenta de que parte del rostro había sido reconstruido con algún tipo de cera o arcilla. Avi y yo hemos acompañado a Inés hasta el altar para que pudiese ver a su hermana por última vez. He pensado que se iba a desmoronar, que sus piernas no podrían sostenerla y que volvería a romperse y lloraría y gritaría. Pero ha aguantado en silencio. Solo nos apretaba las manos.
Nuestra intención, y la de ella, era enterrarla en el cementerio de la Purísima Concepción, que es donde reposan casi todos los caídos en esta tierra. Pero cuando ya nos disponíamos a ir, ha llegado una monja con un telegrama urgente.
Anoche, sor Asunción había informado a los padres de Inés sobre la muerte de su hija mayor y ellos, ahora, daban dos órdenes: querían el cuerpo y a Inés de vuelta. Inés se ha puesto furiosa y ha protestado; esa era la voluntad de su hermana, que si pasaba algo la enterrasen allí. Y ella tampoco quiere irse. No así, no ahora. No desea traicionar aquello en lo que su hermana y ella creían, a lo que han dedicado tanto. Todo, en el caso de Margarita.
Por la tarde Inés ha conseguido que le pusieran una conferencia con la Península y ha hablado con sus padres. Ha sido imposible convencerlos. Y como aún no tiene veinticinco años, debe hacer lo que sus padres ordenen, así que mañana se irá.
Hemos pasado casi toda la noche en la terraza, con ella. Aunque ya no hace el mismo calor que cuando llegamos, sigue siendo un lugar apacible y agradable. Allí hemos estado hasta que ella misma nos ha pedido que nos fuésemos a dormir; no quería que los pacientes sufriesen nuestra fatiga por su culpa.
Hemos bajado y Galeb le ha dado uno de sus milagrosos tés, que enseguida ha conseguido hacerla dormir.
12 de septiembre de 1921
El barco al que ha subido Inés había atracado directamente en el muelle. De él han bajado decenas de soldados con sus petates y, tras ellos, han descargado gran cantidad de municiones y un cañón enorme. El puerto, ahora, está repleto, tanto en tierra como en el mar. Inmensos buques de guerra, de carga, de pasaje, chalupas, barcas, falúas y lanchas de todo tipo. Y en los malecones y el espigón, estibadores, marineros, soldados y, cómo no, niños que corren de un lado a otro ajenos (o habituados) a las mil tragedias que los rodean. Una grúa ha bajado de otro carguero un vehículo extrañísimo, completamente cubierto por planchas de metal, y con un cañón y varias ametralladoras que sobresalen de él. El tren vuelve a funcionar y, junto a decenas de camiones, lleva a los soldados y sus armas y pertrechos hacia el sur, por donde dicen que va a ser la gran ofensiva.
En medio de esa caótica actividad, cuando el barco ha quedado vacío, dos camilleros han subido el ataúd que llevaba a Margarita y luego ha embarcado Inés, sola. Tras las lágrimas y los abrazos nos ha dicho que ella podría irse, pero que su corazón se quedará aquí para siempre, con nosotras.
En la camioneta, de regreso, creo que todas hemos llorado. Al apearnos, Galeb ha cogido a Avi de la mano y se la ha llevado a un rincón. Varios niños han querido seguirlos para ver qué pasaba, pero él los ha echado sin contemplaciones. Ni siquiera nosotras hemos sabido qué ha pasado. Al poco han regresado. Avi nos ha enseñado el anillo de pedida. Galeb sabía que no era el mejor momento, pero tampoco quería dejar pasar un segundo más cuando la muerte te puede llegar del cielo en cualquier instante. Aunque no se casen aún, quería que a ojos de Alá y de los hombres se supiera de su compromiso. Nos hemos alegrado y les hemos felicitado, pero no ha habido fiestas ni brindis, ni ellos los han querido. Todos estábamos demasiado tristes. Hemos quedado en vernos más tarde en la terraza. Antes he ido a visitar a Ismael.
Nada más entrar en el pabellón he visto al hombre de pelo cano. Estaba junto a Ismael. Me he quedado tan aturdida que no sabía cómo reaccionar. Él ha sonreído al verme, como si se encontrase con una antigua conocida.
«Señorita. O, mejor, doña Laura, me han dicho que se llama así, Laura de la Gasca. —Que supiese mi nombre me asustó aún más—. Hablan maravillas de este hospital y de sus enfermeras, pero que puedan traer de vuelta a los muertos es más de lo que me esperaba.»
Ismael no se movía ni decía nada.
«¿Qué le ha hecho?», le he preguntado mientras me acercaba a ellos.
«¿A su amigo? Nada. Está durmiendo.»
«¿Y qué hace usted aquí?»
«Preocuparme por él.»
«No le creo.»
«Debería ser yo quien se enfadase e hiciese las preguntas, ¿no le parece? ¿Por qué me mintió? ¿Por qué me dijo que había muerto?»
Me he acercado mucho a Efraím para demostrarle que no le tenía miedo.
«Sé quién es y a qué se dedica, y me da igual si Ismael le debe dinero o tiene algún tipo de deuda con usted.»
«No me debe nada. Nuestros asuntos son de otra índole.»
«¿De qué índole?»
«Eso, y perdone que le sea tan franco, no le incumbe.»
«Es mi paciente y todo lo que le afecta me atañe.»
«Estuvieron en Dar Hamed para ver si él recuperaba su memoria, ¿no es así?»
«¿Usted también estuvo en Dar Hamed?»
«He estado en muchos lugares, pero no estamos hablando de mí, sino de él. ¿Ha recordado algo?»
«No —he mentido—, no ha recordado nada. Pero si usted lo conoce, y creo que es así, quizá pueda contarme algo que nos ayude a rescatar su pasado. Un pasado que veo que le interesa mucho.»
Efraím, incómodo, se ha apartado de mí, se ha calado la gorra y, antes de irse, ha dicho:
«Si recuerda algo, dígale que más le vale que venga a verme antes de hacer nada. Él sabrá cómo encontrarme.»
Me he tenido que sentar un momento. Estaba temblando y he tardado un rato en recuperarme. Cuando Ismael ha despertado, le he contado lo que había pasado.
«Creo que tiene miedo de que recuerdes algo.»
«Ojalá supiese el qué…»
«Sea lo que sea, y aunque lo recuerdes, nunca se lo digas ni hagas nada con ello. Ese hombre es muy peligroso. Me lo han dicho y se le nota con solo mirarlo. Quizá será mejor olvidarse del pasado y mirar solo hacia delante.»
«Quiero saber quién era porque ya no temo lo que pueda encontrar. Cuando pensé que te iban a herir, salté ante esa bala por instinto. Igual que salvé a toda esa gente en Nador. Ahora sé que no soy un cobarde, que no soy un canalla. Y no sé qué relación tendré con Efraím, pero estoy seguro de que no será algo malo.»
«¿Y si ibas a testificar contra él o algo así? ¿Y si es por eso que te tiene vigilado, para matarte si recuerdas?»
«Entonces lo llevaré ante la justicia.»
«No, por favor, no… —He apretado su mano—. Júrame que no volverás a ponerte en peligro.»
«Soy un soldado, Laura. No hace falta que lo recuerde porque sencillamente lo sé. Y un soldado lucha por sus compañeros y por su causa. No me pidas que vaya contra mi naturaleza.»
«Solo te pido que tengas cuidado. Ya he perdido demasiado en esta guerra.»
Mientras esa noche preparaba la dosis de morfina para Alba he sentido la tentación de preparar otra para mí. Ojalá pudiese contemplar todo esto anestesiada, sin sentir este miedo y esta angustia.
Nos hemos reunido en la terraza. Alba se ha tumbado mientras la morfina comenzaba a sedarla y se ha entregado a su placentero entumecimiento. Avi y Galeb, cogidos de la mano, miraban las estrellas. El faro rondaba la ciudad con su luz y, a lo lejos, alrededor del Gurugú, he divisado pequeños fuegos, diminutos. He sentido una inmensa sensación de sosiego y serenidad, y me ha parecido que si daba un paso hacia el vacío, podría flotar y volar. Así de estúpido puede llegar a ser nuestro cerebro.
15 de septiembre de 1921
Durante un par de días algunas de nosotras tuvimos que doblar turnos por la ausencia de Merry, Margarita e Inés. Al tercer día Carmen se reincorporó a nuestro hospital y trajo a dos nuevas damas enfermeras que acababan de llegar de la Península. Poner sus nombres en la planilla, donde en otro momento habrían ido los de mis amigas, aún incrementó el vacío que sentíamos por ellas.
Ismael ya se incorpora en la cama, pero tras tanto tiempo tendido y con la enorme cicatriz que tiene en el pecho por culpa de mi improvisado tubo torácico, aún le cuesta caminar y se fatiga enseguida. La clave, le he recordado, es alimentarse bien y hacer sus ejercicios, y no quejarse y haraganear. Me encanta reñirle. Con él se me pasa el tiempo volando y, durante esos momentos, hasta me olvido de todo lo que ha pasado.
Y supongo que con el tiempo será así, que Margarita e Inés se convertirán en una memoria triste, como la de mi padrino, el tío Cristóbal, que murió cuando yo era una niña y del que ya apenas recuerdo nada. Pero el dolor por la ausencia de Margarita e Inés aún es intenso y presente a todas horas, y me parece justo sufrir por ellas. Es la huella que han dejado en mí, y esta amargura es la única forma que conoce el alma de rendirles homenaje.
Galeb, además de té, hoy ha traído una pipa que por aquí es bastante común, la shisha. Es de metal, muy decorada, y se rellena con agua y un tabaco muy espeso llamado melaza. Se fuma a través de un tubo. He probado y he acabado tosiendo. No me ha gustado nada y no creo que repita. A Alba y a Avi parece que les ha hecho más gracia, aunque también han empezado atragantándose con el humo.
Avi y Galeb, tras unos cuantos tés y pipas, nos han contado que hoy han ido por casa de los padres de él, y que estos han bendecido la relación. Avi va a escribir mañana a los suyos para pedir su consentimiento. Ojalá sean igual de comprensivos.
Vuelvo a la cama, una noche más, cansada y un tanto abotargada. Tengo que preguntarle a Galeb qué lleva ese dichoso té. ¿O esta vez habrá sido la pipa?
16 de septiembre de 1921
Hoy he operado con Carmen y con otro de nuestros médicos, el doctor Herranz. A primera hora de la mañana nos han traído a un soldado al que habían apuñalado. Pero no se trataba de una gumia ni había sido en las trincheras. Le habían dado seis bayonetazos y molido la cara a culatazos anoche, en el barrio del Carmen, una zona muy humilde al norte del río, a tan solo unos minutos de las grandes avenidas modernistas de la ciudad.
No llevaba identificaciones, ni dinero, ni medallas, y le habían cortado dos dedos para robarle los anillos. Está claro que no les bastaba con el robo y el asesinato, sino que también quisieron quitarle su identidad, para que nadie supiese quién era ni a dónde pertenecía. Cuando ha llegado, apenas respiraba y no hemos podido hacer nada por salvarle la vida. Por su juventud estaba claro que sería un soldado raso, con lo que no creo que nadie investigue su muerte. Acabará en la fosa común y para su familia será un desaparecido en combate. Si se hubiese tratado de un oficial, se habría armado una buena. Pero en este lugar no todas las vidas valen igual y las hay que son muy baratas.
Y esa no ha sido la única tragedia de la mañana.
Un oficial de la Legión ha venido muy temprano. Enseguida lo he reconocido: el teniente Agulló, el que estaba al mando de los legionarios del Atalayón. Me ha saludado con respeto, quitándose la gorra, y ha preguntado por doña Carmen Angoloti.
«Soy yo», ha dicho ella adelantándose.
El teniente le ha dado un canastillo que traía lleno de dinero, anillos y medallas.
«¿Qué es?», ha preguntado Carmen.
«De los legionarios que han muerto anoche en Dar Hamed.»
«¿Qué ha pasado?», he querido saber.
«Hace dos días nos relevaron del blocao y pusieron en nuestro lugar a veinte hombres del Batallón Disciplinario, con el teniente Ferrer al mando. Ayer por la tarde los atacaron los moros, centenares de ellos, con cañones y morteros. Envié a quince de mis hombres a reforzar la posición. No les engañé. Iban a la muerte. Uno de ellos cogió su paga, todos sus ahorros y hasta sus medallas y anillos, y me los dio para que se los trajese a ustedes, por lo bien que tratan a nuestros heridos, para que sigan haciéndolo.»
En ese momento no sabía de quién se podría tratar, pero he deseado que no fuera Sancho.
«Otros imitaron su gesto y también me dieron sus dineros y cosas de valor. Cuando conseguí refuerzos y llegamos al blocao esta mañana, estaban todos muertos. A su alrededor había cientos de moros caídos… y ni uno solo había conseguido entrar en la posición. Ahora, al Malo lo llamamos “el Blocao de la muerte”, porque fueron los muertos quienes, sabe Dios cómo, lo defendieron.»
Con el dinero y las joyas nos ha entregado una guitarra que llevaba a la espalda.
«Uno de ellos, que se sumó voluntario, me la dio. Dijo que aquí hay una enfermera que hará buen uso de ella.»
Me ha costado contener las lágrimas. Le hemos entregado la guitarra a Alba, que no ha podido contenerse y ha salido al jardín a llorar. A la pobre se le suman las desgracias, pero esta misma tarde se ha sobrepuesto y ha tocado para los pacientes algunas de las canciones que había aprendido con Sancho.
17 de septiembre de 1921
Hoy nos ha despertado un retumbar como no habíamos oído hasta ahora. Intenso y continuo, como si toda la ciudad fuese sacudida por un terremoto que no cesaba. Hemos subido casi todas a la terraza, algunas aún en camisón, y hemos visto como al sur, hacia Nador y por las faldas del Gurugú, se levantaban columnas de humo y muchos aviones volaban entre ellas. Sobre la ciudad flotaba un gran globo aerostático, amarrado al suelo por un largo cable.
Muchos de nuestros pacientes también querían saber qué pasaba y ha sido uno de ellos, un oficial que tiene disentería, quien nos lo ha explicado:
«Son nuestros cañones, decenas de ellos, y los más graves, los que retumban más, la artillería naval, la del Alfonso XIII y los cruceros, que pueden disparar a kilómetros de distancia. Ha comenzado nuestro contraataque. Vamos a por Nador, Zeluán, el Gurugú y Arruit… A echar a esos moros de Melilla para siempre.»
Lo de «esos moros» hasta a mí me ha resultado incómodo, habida cuenta de que en la planta de abajo teníamos a unos cuantos heridos de los regulares, moros que luchaban y morían a diario junto a los españoles.
Carmen ha llegado muy temprano y ha traído el refuerzo de varias damas enfermeras de Melilla que han acabado el curso de segunda hace poco. Las puso en el ala de medicina para liberar a las que tienen más experiencia y reforzar así cirugía.
«Hoy vamos a tener mucho trabajo, me temo —ha dicho—, y nos vendrán bien.»
Merry, que ya no tenía fiebre, también se nos ha unido.
«¿No deberías descansar unos días más? —le he dicho—. Aún no te has quitado la enfermedad de encima.»
«Nunca me la quitaré de encima, Laura, se irá y volverá cuando le plazca. Y no voy a permitirle que dicte mi vida.»
Hemos preparado los quirófanos y dado el alta a cuantos pacientes hemos podido. Ismael se ha ofrecido a trasladarse a otro pabellón para dejarnos su cama, pero no puede caminar bien y sus heridas necesitan supervisión, por lo que se ha quedado aquí.
Aún no habían dado las doce cuando nos han traído a los primeros heridos. Carmen y Merry se han encargado del triage y a quirófano nos han enviado a las que teníamos más práctica. Avi con Herranz y yo con Nogueras.
Aún recuerdo cuánto le costaban las prácticas a Avi en la escuela, y las dudas que don Francisco tenía sobre ella. Sin embargo, ahora es de las mejores. Es muy buena sedando y conoce muy bien el material de cirugía. Los doctores no tienen ni que pedirle bisturíes, pinzas, sierras o retractores, pues ella está muy pendiente de la operación y, justo en el momento en que se necesita algo, lo tiende. Herranz ya se ha acostumbrado tanto a su ayuda que creo que se lleva una decepción tremenda cuando Avi no está de turno y le toca con otra.
Nogueras, como ya es habitual entre nosotros, ha delegado en mí algunas de las tareas para ganar tiempo y pasar antes a otros heridos. Hemos tenido de todo: balas, metralla, gumiazos, quemaduras, amputaciones… A nosotros nos llegaban los peores. Carmen se encargaba de sedar a los que ya no tenían esperanza y se aseguraba de que su muerte no fuese solitaria, y a los que tenían heridas menores los enviaba a la sala de curas, donde otros dos médicos y varias enfermeras hacían lo que podían para curarlos o mantenerlos con vida hasta que llegase su turno. No hemos parado ni para comer y solo de vez en cuando nos traían algo de agua o de caldo para hidratarnos y no desfallecer.
Las monjas y las damas enfermeras de segunda también han trabajado muy duro limpiando los suelos, constantemente manchados de sangre y donde sería muy fácil resbalar, y enterrando los miembros amputados en una fosa con cal en el jardín.
Al final del día nos dolían los brazos y la espalda y teníamos los mandiles completamente empapados de sangre. Ha sido el día de trabajo más intenso de toda mi vida y, por lo que ha dicho Nogueras, mañana será parecido. No sé cómo, porque ya no nos quedan más camas. Quizá haya que trasladar a algunos pacientes a otros hospitales para poder seguir usando el quirófano.
Estábamos cenando cuando ha llegado la noticia de que los nuestros han reconquistado Nador. He subido a decírselo a Ismael.
«Ahí fue donde te hirieron, donde comenzó todo… Y ahora por fin podremos ir.»
«Si acaban de tomarlo, Nador sigue siendo primera línea, y estará a tiro de los pacos y de la artillería del Gurugú. Y no voy a dejar que vuelvas a arriesgar tu vida.»
«Mi vida está en peligro cada día, como la de todos. Por los mosquitos, por las infecciones, por las bombas del Gurugú…»
«Y allí estará en muchísimo más peligro. Esta vez no me vas a convencer, Laura. Iremos, pero no ahora.»
«¿Cuándo?»
«Cuando retomen el Gurugú y Nador sea un lugar completamente seguro. Así también podré recuperarme del todo. Porque no sé qué es peor, si la bala que recibí o la cicatriz que me dejó tu amigo, el doctor Nogueras, con su bisturí.»
«El doctor Nogueras te salvó la vida.»
«No, tú salvaste mi vida.»
«Y no voy a dejar que ahora la estropees holgazaneando en lugar de hacer tus ejercicios.»
Lo he ayudado a caminar por el pabellón y por las escaleras mientras continuamos hablando.
«¿Cuánto crees que tardarán en tomar el Gurugú?», le he preguntado.
«No lo sé, pero me figuro que les llevará tiempo. Una montaña es fácil de defender y hay que tomarla luchando por cada roca. Supongo que también intentarán rodearla por el sur, para aislarla y obligar a Abd el-Krim a retirarse de ella. Tardarán semanas…»
«¿Y si antes te dan de alta?»
«Cogeré una pensión en Melilla, o me quedaré en un campamento. Viviré a la intemperie o bajo un puente si hace falta, pero no me iré sin resolver este misterio que soy yo.»
18 de septiembre de 1921
La batalla sigue y mientras los soldados luchan en las faldas del Gurugú nosotras lo hacemos en el quirófano. Hoy el suelo ha vuelto a empaparse de sangre, igual que nuestros mandiles y uniformes. Dos han muerto en la mesa de operaciones. Se siente una frustración horrible cuando te has pasado dos horas luchando para salvar a un hombre y ves, literalmente, cómo se le detiene el corazón. Al menos, cinco han salido con vida y ya descansan en el pabellón, recuperándose poco a poco.
A última hora hemos dado el alta a tres y enviado a otros seis al nuevo hospital para hacer sitio a los que llegarán mañana.
23 de septiembre de 1921
Por muy habituales que sean las tragedias en la guerra, una nunca acaba por acostumbrarse. Entiendes esa expresión de la Biblia que define esta vida como un valle de lágrimas. Así debió de ser el pasado, cuando la guerra era algo tan habitual e inevitable como la lluvia o el viento. Pero a veces, en medio de tanto horror, ocurre un milagro.
El doctor Antonio Vázquez Bernabéu, uno de los supuestamente caídos en Annual, ha regresado vivo. Lo atendieron en el hospital Alfonso XIII y, después, lo interrogó el general Juan Picasso. Anoche lo invitaron a cenar en el Hotel Colón con otros médicos militares. El doctor Nogueras asistió a esa cena y se llevó a Alba con él. «Quizá ese hombre sepa algo sobre tu padre o tu prometido.»
Avi y yo esperamos despiertas a que regresase y se reuniese con nosotras en la terraza.
«El doctor Bernabéu estaba en Buy Meyan cuando comenzó todo —nos ha contado Alba—. Arrollaron su posición y él, con los supervivientes, retrocedió hasta Annual, así que lo vivió todo. Tanto la valentía de unos pocos como la cobardía de miles, y la rapiña y brutalidad de la harka, que hasta se peleaban entre ellos por los despojos y por la oportunidad de torturar a los heridos. El doctor usó su pistola para defender a tiros a los que estaban a su cargo, y si no lo mataron fue porque el propio Abd el-Krim ordenó que lo capturasen. Bernabéu había atendido en el parto a las esposas de algunos jefes rifeños y, por eso, Abd el-Krim había oído hablar de él. Le ofreció ser su médico particular a cambio de una gran cantidad de dinero, pero el doctor se negó. Lo enviaron a Axdir, la capital de la cabila de Abd el-Krim, con otros prisioneros.»
«Entonces, ¿hay prisioneros? ¿No los mataron a todos?», ha preguntado Avi.
«A la tropa, sí, pero capturaron a algunos artilleros para que les enseñasen a manejar los cañones, y a varios oficiales para pedir un rescate por ellos.»
«¿E Ignacio? Es alférez, ¿no?», le he preguntado.
«Bernabéu atendió sus heridas tras la caída de Arrayán. Y me contó que Ignacio estaba en Annual cuando se produjo el ataque, pero no sabe qué fue de él… —Le costó un poco seguir—. En Axdir no estaba.»
Avi y yo le hemos dicho que lo sentíamos.
«El doctor insistió en que eso no quiere decir que haya muerto, que hay más campos de prisioneros. Él, en Axdir, se dedicó a atender tanto a nuestros heridos como a los rifeños. Y no fue un trabajo fácil. No por falta de medios, sino por sus peleas con los nativos por los métodos primitivos y poco higiénicos que usaban. Cambiaban sus apósitos y vendajes por remedios locales a base de pan mascado, paños viejos y hierbas. Y, claro, las heridas se infectaban y mataban a hombres que, de otra forma, habrían sobrevivido. Cuando ya llevaba allí casi un mes llevaron a más prisioneros: el general Navarro y otros oficiales de los que estaban en el monte Arruit.» Alba ha notado en nuestras caras que íbamos a preguntar por su padre y se ha adelantado:
«Y mi padre tampoco estaba entre ellos».
«¿Cómo hizo el doctor para huir?», ha querido saber Avi.
«Cuando vio que ya no podía hacer más por nuestros heridos, aprovechó que podía ir y venir con cierta libertad, y escapó por la noche. Pero no fue fácil, porque le dispararon y tuvo que saltar al mar para salvarse. Luego regresó a la orilla y vino por la costa hasta llegar a Melilla.»
Aquello había sido un milagro, sí, pero completamente estéril para Alba.
«Sigo luchando contra el efecto de la morfina, pero, creedme, no hay peor adicción que la esperanza. Se habla muy bien de ella: fe, esperanza y caridad, las tres virtudes teologales… Pero la esperanza es una gangrena. Infecta las heridas para que no dejen de sangrar nunca. Ojalá llegase alguien y me dijera que han muerto; así podría enterrarlos de una vez y comenzar a vivir sin ellos.»
Le había preparado su dosis de morfina y se la he ofrecido. Por primera vez ella la ha apartado.
«Se acabó, esta droga puedo dejarla; ojalá con la esperanza fuese tan fácil.»