Parte I
Madrid, mayo de 1920 a julio de 1921
15 de mayo de 1920
Este es un diario para el odio, el rencor y la ira; para la frustración, el resentimiento, la rabia, la inquina, el dolor y todos esos sentimientos que una señorita de bien, educada y de buena cuna, como tanto le gusta decir a mi madre que somos, no debe mostrar nunca en público, ni siquiera ante sus padres o el servicio en la intimidad de su propio hogar. Para esto te he comprado, querido diario, ¿no es así como se te llama, «querido diario»?, para vomitar toda esta ponzoña en tus páginas y que no se quede dentro y me envenene.
Pues bien, querido diario, empecemos por mi hermana. Es seis años mayor que yo y sé que está mal que una señorita diga de otra que es una zorra, y más si es de su propia sangre, pero qué le voy a hacer si mi hermana es una redomada zorra. Y no lo digo porque venda su cuerpo por dinero, lo cual no sería tan criticable —cosas peores ha vendido mi familia para conseguir la fortuna de que tanto presume—, sino porque me ha vendido a mí y a cambio de bien poco. Además es frívola, insensible, voluble, egoísta, habla en voz demasiado alta y tiene una risa estúpida y escandalosa. Ni siquiera es guapa ni sabe vestir con gusto. Y es muy aburrida; su conversación no es interesante y lo que ella considera una aventura es ir a la casa de fieras del Retiro o acercarse hasta las fuentes de El Pardo a tomar el acero. Y, por si todo eso fuera poco, se llama Ana. No se me puede ocurrir un nombre más corto y más tonto. Hasta rima con hermana. Mi hermana Ana. Una rima interna. Qué horror…
Antes de contarte lo que me hizo, te pondré en antecedentes sobre mis padres, que tampoco se quedan cortos.
Mi padre, don Adolfo de la Gasca Uriarte, debe de ser uno de los empresarios más importantes del país. Lo supongo porque, al contrario que casi todos sus amigos, no presume de ello ni se dedica a hacer tantas visitas y llamadas como las que recibe. Y supongo que lo prefiere, porque es un hombre doméstico y de pocas palabras. Solo sale de casa para ir, muy de vez en cuando, al teatro con nosotras o a unas reuniones que tiene con sus amigos cada dos semanas. Le gusta despachar rápido con sus empleados y sus clientes y, en cuanto puede, se encierra en su despacho a estudiar sus libros de cuentas para pasar después, en la biblioteca, a libros de todo tipo. Allí es donde está más tiempo conmigo. Cada uno con su lectura, en silencio. A veces noto que me mira y, si le gusta lo que estoy leyendo, sonríe ligeramente. Esa es la muestra de afecto más grande de la que es capaz. Con ese carácter y esa pasión no sé cómo hizo para seducir a mi madre y tener dos hijas con ella. En la comida, como mucho, levanta la vista de su plato para murmurar «la comida está muy rica, querida», a lo que mi madre responde con gesto de agradecimiento como si fuese mérito de ella, ¡cuando lo ha hecho todo Rosalía, la cocinera!
Pero no te hagas la idea de que mi padre, desde su silencio, es un hombre de éxito hecho a sí mismo, pues, aunque la gestione con pericia, su fortuna la ha heredado. Se remonta a mi tatarabuelo, don Agustín de la Gasca. Según mi madre, comerciaba con países complicados; un eufemismo por «contrabandista». Lo que se calla es que traficaba con esclavos. Por ahí he leído que pusieron precio a su cabeza y que él, al saberlo, hizo que uno de sus propios hombres lo entregase y cobrara la recompensa. Luego se fugó y con ese dinero compró otro barco que lo hizo aún más rico y peligroso. Cuando dejó el contrabando y se volvió un hombre de bien, fueron tantos los favores que hizo a la Corona que el rey Fernando VII le ofreció el título de conde. Don Agustín hizo sus números y al ver que el honor le costaría más dinero del que iba a darle, renunció. Por eso no somos condes, se lamenta mi madre. Mi tatarabuelo dejó los esclavos por la canela, no por moralidad, sino porque daba más dinero y menos problemas. Y a la canela la siguieron otras especias, algodón, café, tabaco… Hoy mi padre tiene más de cincuenta barcos, puestos comerciales por medio mundo y la asombrosa capacidad de dirigirlo todo sin salir de casa.
Mi madre, doña Adela Montenegro, está muy orgullosa de su apellido, aunque no deja de ser el nombre de un país muy pequeño y pobre que, desde hace un par de años, ni siquiera existe. Es orgullosa y presumida, pero he de reconocer que tiene de qué; es guapa y muy elegante. Y esa es su profesión: estar perfecta e impecable. No solo de aspecto, sino en todo lo que dice y hace. Vive la vida como si fuese un escaparate y todos fuesen a mirar y juzgar cada uno de sus actos..., y, conociendo a las que dicen ser sus amigas, seguro que es así. Se pasa horas acicalándose y aún más horas asistiendo a cuanta actividad caritativa se celebra en la ciudad: rastros, colectas y bailes benéficos en favor de hospicios, asilos, inclusas, hospitales, las Damas Enfermeras… Todos ellos sufragados por mi padre, claro, y ella siempre con una actitud intachable pase lo que pase a su alrededor. Ha intentado educarnos a mi hermana y a mí para que seamos idénticas a ella. Con mi hermana, más o menos, lo ha logrado. Conmigo…
Una cosa sí ha conseguido. Que sepa cuidar muy bien de mi apariencia y de mis modales, sobre todo ante ella. Aunque la autoridad es, en teoría, de mi padre, ante cualquier cuestión él responde invariablemente «Lo que diga tu madre», hasta cuando le pregunto por la hora o si hace buen tiempo. De su autorización depende que yo pueda salir de casa y tenga mi asignación, y de pequeña hasta creía que era ella quien fijaba las fechas de la Pascua y la Navidad. Así que intento ser a sus ojos la jovencita que ella cree que debo ser. Cumplo sus expectativas durante el noventa y nueve por ciento del tiempo, lo que, para mi madre, es lo mismo que no cumplirlas.
Hoy iba a ser el mejor día de mi vida. Iba a satisfacer mi sueño. Bueno, al menos uno de ellos. Y no solo mío. El sueño de toda la humanidad: ¡volar! E iba a hacerlo con él.
Conocí a Javier hace cuatro meses en un baile en el Casino de Madrid. Nada más entrar deslumbró a todas con su uniforme de teniente del Ejército del Aire. Y lo que había dentro no desmerecía el envoltorio. Un hombre tan guapo, ya cercano a la treintena, que se presenta solo en un lugar así es como un pastel de nata en medio del patio de un colegio. Casi todas las jovencitas se arracimaron en torno a él cual avispas sobre un higo maduro. Parecía que se hubiese declarado un fuego, pero, en lugar de correr hacia la salida, corrían hacia Javier para saludarlo, hacerle una broma, un comentario o tan solo guiñarle un ojo. Semejante actitud me pareció tan exagerada y ridícula que ni me fijé en lo guapo que era, puse mala cara y me alejé de aquella algarada.
Me serví un poco de ponche, me senté en un rincón y me dispuse a disfrutar de la música que estaba a punto de comenzar. Para mi sorpresa, Javier se deshizo educadamente de todas ellas y vino directamente hasta mí.
«Disculpe, señorita, ¿he hecho algo que la molestase?», dijo.
De reojo me fijé en que yo era objeto de decenas de miradas de odio por parte de conocidas y desconocidas. Por eso tardé en responder. Bueno, por eso y porque fue entonces cuando me di cuenta de lo guapo que era. Y es que Javier, créeme, querido diario, es más bonito que un san Luis. Muchísimo más.
«¿Señorita?», insistió él.
«No me ha hecho nada, es solo que me ha parecido un poco… —Busqué la palabra un momento—. Un poco frustrante, y triste, ver como todas las mujeres de este baile se comportan como gallinas descabezadas ante la aparición de un uniforme.»
Él se rio. Intenté que me pareciese un gesto arrogante y vano, pero su risa era tan encantadora que no lo conseguí. Hasta creo que me reí con él, como una tonta.
«No me había dado cuenta —dijo, aunque estoy segura de que era mentira—, pero no está siendo justa, porque lo mismo podría decirse de usted.»
«¿De mí?»
«¿Tampoco se ha fijado en que todos los jóvenes pasean a su alrededor intentando llamar su atención?»
«Exagera.»
Y claro que exageraba, pero me gustó que lo dijese. Lo siguiente que recuerdo es que los dos estábamos bailando y que no se separó de mí en toda la velada. No le permití que me besase esa noche, aunque me moría de ganas. No se lo permití hasta la tercera vez que nos vimos, lo que haría que tanto a mi madre como a mi hermana les diese un soponcio y que mi padre se viese en la obligación de retar a un duelo al pobre Javier; así de anticuada es mi familia.
Y Javier no se lo merece. Es divertido y galante, y, aunque no le gusta leer tanto como a mí, le encanta que le cuente, de pe a pa, mis novelas favoritas, y que incluso le recite poesía moderna. Le han hecho mucha gracia los caligramas de Apollinaire y sus dibujos hechos con letras. Me ha dicho que algún día me escribirá uno en el cielo con su avión. ¿Se puede ser más romántico?
Hará cosa de un par de semanas habíamos ido al Teatro Cómico a ver El enigma del anillo de rubíes y, al salir, fuimos hasta el Café Colonial. Le expliqué a Javier que allí, aún hacía pocos años, Trotsky vendía a cambio de la voluntad los dibujos que hacía su esposa, Natalia Sedova; y que poco después, entre esas mismas mesas, había nacido la poesía ultraísta. Él también decidió enseñarme algo en ese café: la absenta. Al principio me mareé y hasta creí que iba a vomitar y desmayarme, pero después sentí como si volase y pudiese bailar sin música, como si lo que ocurría alrededor estuviese envuelto por una nube etérea que lo volvía todo más divertido, gentil y mágico. Bailé, reí y bromeé con todos hasta que alguien me arrancó de ese ensueño tirando de mi brazo con violencia. Era mi hermana.
«¡Ana, qué casualidad!», creo que le dije con una enorme sonrisa.
«No es ninguna casualidad, Laura.»
Mala cosa cuando mi hermana dice mi nombre en el tono en que lo dijo.
«Me han avisado unas amigas porque te han visto completamente ebria y organizando este escándalo… Y ya veo que no exageraban. Nos vamos ahora mismo.»
Según Ana, yo tiré un par de mesas rompiendo botellas y vasos mientras bailaba, molesté a los camareros y a varios clientes, y hasta me había insinuado al maître. No recuerdo nada de eso o, más bien, recuerdo todo lo contrario: diversión, belleza y elegancia. Aunque he de reconocer que al día siguiente me dolía la cabeza, tenía varios moratones en las piernas y un par de amigas me retiraron el saludo. Pero creo que, pasara lo que pasara, mi hermana lo había dramatizado para dar fuerza a su discurso: «Javier no te conviene».
Me lo repitió de mil maneras y dando mil razones que no llegaron a convencerme: que si no es de buena familia, que si es poca cosa para mí, que sus amigas le han dicho esto o lo otro de él, que si frecuenta lugares y compañías poco recomendables, que un militar anda de destino en destino y que esa no es vida para formar una familia… Tonterías. Le dejé bien claro que todo eso me importaba un comino y que pensaba seguir viéndome con él. Ella me pidió que, al menos, por ahora fuese discreta y que no les dijese nada a nuestros padres. Estuve de acuerdo.
Luego, debo reconocer, se portó muy bien. Me sirvió de coartada para justificar lo tarde que había llegado, me disculpó en el desayuno diciendo que estaba indispuesta y me dio a beber un consomé que sabía a rayos pero hizo que se me asentase el estómago y me desapareciese el dolor de cabeza.
«¿Cómo sabes preparar estos mejunjes?», le pregunté.
«Aunque tú así lo pienses, no todas mis amigas son unas santas… Y solo quiero ahorrarte disgustos, Laura.»
Sonó tan amigable y dulce que pensé que, aunque Javier no le gustase, respetaba mi elección y que en ella tenía a una aliada y una amiga; lo que debe ser una hermana, vamos. Qué equivocada estaba, querido diario…
Hace tres días Javier me propuso volar. Pero no de forma metafórica; él no es nada poético, sino literal. Su avión es un biplano De Havilland DH9A que usan para reconocimiento y bombardeo, así que, además de la cabina del piloto, tiene otra para el observador. La idea era que fuésemos a Cuatro Vientos, que es donde están el centro de mando y los talleres, el día de San Isidro, pues casi todos estarían de permiso por las fiestas.
Pero en mi casa ese día es tradición ir a la ermita del Santo a beber el agua milagrosa, pasear hasta la dehesa de Arganzuela a tomar las gallinejas, emparedados y entresijos que Rosalía nos prepara, y comprar unas rosquillas para el postre. Es una costumbre que ha impuesto mi madre, que allí se encuentra con muchas de sus amigas, y que a mi padre no le hace ninguna gracia aunque la acepte. Para mí era el momento ideal, ya que estarían fuera todo el día.
Mi hermana tendría que ayudarme a inventar una excusa para no acompañarlos y Javier me conseguiría un traje de piloto y un bigote postizo para disfrazarme, pues en el aeródromo no dejan entrar a mujeres o, al menos, no dejan entrar a las amigas de los pilotos para que estos las paseen por el aire.
Así que bien temprano me he fingido enferma e, ilusa de mí, esperaba que mi hermana me apoyase, pero ella se lo ha contado a mis padres. Y no solo mi plan de hoy, sino toda mi historia con Javier, incluido el pequeño incidente del Café Colonial, que habrá exagerado hasta límites inimaginables. Puedes figurarte, querido diario, el cataclismo que ha provocado en mi familia.
No solo se han cancelado todos los planes para San Isidro y me han encerrado en mi cuarto, sino que mi padre ha interceptado a Javier cuando venía a buscarme y se ha pasado media mañana hablando con él en su despacho. Luego me han dejado muy claro que no volveré a ver a mi amado Javier.
Mi madre y mi hermana han insistido en que es por mi bien, que ese joven no me conviene y que con el tiempo se lo agradeceré. Pero sé que no es así. Odio a mi hermana, odio a mi madre, odio a mi padre y jamás los perdonaré.
19 de mayo de 1920
Tengo una familia maravillosa: mi padre, mi madre, mi hermana; todos. No me los merezco. He sido tan afortunada con ellos... Ya sé, querido diario, que no es lo que te contaba hace cuatro días, pero ¡qué equivocada estaba!
Me había enfadado tanto con el castigo de no volver a ver a Javier y no salir de casa hasta sabe Dios cuándo que decidí fingir un estado de exacerbada melancolía y no probar bocado, al menos delante de mis padres. De no ser porque Rosalía me hacía llegar las sobras por las noches, creo que no habría aguantado ni dos días con esa pantomima.
Mi padre fue el primero en mostrar signos de derrota y quiso llamar al médico para que me viese, pero mi madre se negó diciendo que las rabietas no se tratan con medicinas, sino con disciplina. Y su remedio fue esperar a ver quién aguantaba más. Yo, con la ayuda de Rosalía, pensaba resistir el tiempo que hiciese falta, pero anoche, cuando esperaba que la cocinera llegase con mi ración diaria de sobras, fue mi madre quien apareció por la puerta con la bandeja.
«Rosalía es muy bondadosa, hija, pero me debe más favores a mí que a ti —me dijo—. Tómate la cena antes de que se enfríe.»
Mientras yo comía, ella continuó:
«Sé que pensarás que no te dejamos estar con Javier porque es mayor que tú, o porque no es de buena familia y no tiene tu educación, o porque es un hombre de costumbres un tanto disipadas.»
Efectivamente, pensaba algo así.
«Pero no solo es por eso. De hecho no es por él, sino por ti.»
«¿Por mí?», casi me atraganté. Tosí.
Lo que más les había molestado era el alboroto que había montado en el Café Colonial al probar la absenta y la idea de disfrazarme de hombre para entrar en una base militar y volar en un avión. Entendí que empeoraría el concepto que se habían hecho de Javier si argumentaba que esas propuestas las había hecho él.
«Estoy segura de que ambas ideas partieron de Javier —supuso bien mi madre—, pero tú deberías haberle dicho que no. Una señorita debe saber pararle los pies a un hombre.»
Le prometí que sabía hacerlo, que me había resistido durante todo un mes a besarlo… Y aun esa eternidad le pareció poco y solo conseguí escandalizarla más.
«¡¿Ya lo has besado?! Por el amor de Dios, Laura. ¿Qué va a pensar ese joven? ¿Que eres una fresca? Tu padre aguantó meses de paseos y bailes, que yo sabía que le horrorizaban, solo para que le dejase cogerme la mano.»
Igual que yo acababa de mentir, estoy segura de que ella también estaba exagerando bastante.
«Y no creo que tu problema sea que te falte carácter para frenar a nadie. De hecho, creo que tienes bastante. Lo que te falta es criterio, discernimiento…»
Me dieron ganas de responderle que ella había sido la responsable de mi educación y que, por tanto, sería la culpable. Pero la cosa ya estaba bastante mal como para empeorarla.
«Por eso tu padre y yo te vamos a hacer una propuesta que me ha inspirado doña Herminia, la madre de tu amiga Inés Santirso.»
Hay que ver lo rápido que mi madre asciende a mis conocidas a amigas cuando le conviene.
«Su hermana mayor, Margarita, que era tan revoltosa como tú, acaba de regresar de prestar servicio con las Damas Enfermeras.»
Ahora sí, la comida se me atragantó del todo. Cuando pude hablar, aterrada, pregunté: «¿Me quiere meter a monja?».
«Por Dios, Laura, claro que no. Las Damas Enfermeras no son una orden religiosa.»
«Creía que lo de ayudar a los enfermos era cosa de monjas, aparte de las enfermeras profesionales, las de verdad, vamos.»
«Las Damas Enfermeras también son “de verdad”. Que no cobren por su servicio no las hace menos, al contrario. De hecho, pertenecen a la Cruz Roja. Hasta hace unos años es cierto que solo las monjas se encargaban de esa labor caritativa, pero la reina ha creado esa institución para que cualquier joven de buen corazón y buena posición pueda colaborar sin necesidad de ser religiosa. Primero hay que hacer un curso, luego unas prácticas y después estarás preparada para ayudar a los enfermos y heridos que lo necesiten. Margarita, ahora, es mucho más responsable, atenta y obediente. Ha visto el sufrimiento que hay en el mundo y eso le ha dado conciencia. Y no se lo ha debido de pasar tan mal cuando tu amiga Inés, su hermana menor, va a unirse a ellas…»
«¿Y quiere que yo también…?» No necesité acabar la frase.
«El curso empieza el lunes de la semana que viene.»
«Dentro de… ¡cinco días!»
«Tu padre, a través de mí, ha contribuido muy generosamente a la creación del hospital de la Cruz Roja, y ha conseguido que te admitan. También he hablado con nuestra modista y no tardaría mucho en hacer el uniforme.»
«¿Uniforme?» Cada vez me asustaba más.
«Serían solo seis meses —siguió mi madre como si nada— y estoy segura de que volverías convertida en otra. No una niña caprichosa, sino una mujercita a la que sí podría dejar salir de casa y permitir que la cortejase un teniente de Aviación, si es que ese sigue siendo tu deseo.»
Mi primera reacción fue negarme a ese chantaje, pero mi madre me pidió que no dijese nada y que lo pensara para responderle por la mañana.
Esa noche recibí dos visitas más, como en el Cuento de Navidad de Dickens. La siguiente fue la de mi padre. No me habló ni de Javier ni de las Damas Enfermeras. Solo trajo varios libros, se interesó por cómo me encontraba de salud y comentó lo que había estado leyendo últimamente, como si ese fuera un día más, como si no hubiera pasado nada… Como si yo siguiera siendo su niña. Lo siento, padre, pero cuando su niña conoce a un joven, y ese joven es como Javier, ya no será su niña nunca más.
La última visita fue la de mi hermana. Al principio le pedí que se fuera inmediatamente; todo era culpa suya. Como no se iba la llamé bruja y otras cosas así, le lancé una almohada, un par de cojines y todos los libros que me había traído mi padre. No desistió. Y, mientras se recomponía el peinado, dijo:
«Lo de las Damas Enfermeras ha sido idea mía».
«¡¿Y pretendes que te dé las gracias?!» Podría habérmelo figurado, porque Margarita sí que es muy amiga de ella.
«Madre pretendía enviarte a cuidar de la tía Sagrario, a Almendralejo.»
Me quedé helada, que es como uno está en ese lugar ya desde septiembre. Por si no lo sabes, querido diario, Almendralejo está en Extremadura, en medio de la nada, que es lo mismo que se puede hacer allí: nada. Fuimos una vez, hace años, de visita, y fue la semana más aburrida de toda mi vida. Y, por si fuera poco, la tía Sagrario es agotadora. No para de hablar, hablar y hablar… Y tampoco se cansa de pedir cosas. Y lo peor es que lo hace con condicionales: «Si me fueses a por un vaso de agua», «Si me trajeses la medicina de la botica», «Si me rascases entre los hombros, que me pica»… ¡Si aprendieses a pedir las cosas, tía!
«Ese era el plan de madre para alejarte de Javier y hacerte entrar en razón: un año con la tía. Yo le hablé de Margarita y de las Damas Enfermeras, y le pedí que hablase con doña Herminia.»
«Ya…, y Herminia la convenció de que esa especie de señoras disfrazadas de monja son lo mejor para mí. Eso o Almendralejo, que también es como un convento.»
«Madre no solo piensa en tu educación. Muchas familias envían a sus hijas a las Damas Enfermeras para ver si conocen a un médico y se casan con él. En el fondo espera que, además de domesticarte, allí conozcas a uno y te olvides de Javier.»
«Pues va apañada.»
«Eso ya es asunto tuyo. Si quieres volver a verte con Javier, solo tienes dos alternativas: seis meses con las Damas Enfermeras o un año en Almendralejo.»
«Que me permita despedirme de Javier y aceptaré lo de las Damas Enfermeras.»
Ana ya le ha transmitido mis condiciones a mi madre y mi madre ha aceptado. Mi padre, después, ha sido informado y las ha asumido. Así que dentro de una semana me incorporaré a las Damas Enfermeras y mañana, por fin, volveré a verme con Javier. ¿No soy afortunada?
20 de mayo de 1920
Hoy por la mañana me he despedido de Javier bajo la inevitable vigilancia de mi hermana. Nos hemos abrazado y besado, hemos llorado (bueno, quizá solo haya llorado yo) y jurado que nos esperaríamos. Seis meses ahora parecen una eternidad, pero dentro de seis meses formarán parte del pasado. No quiero darle más vueltas porque me pone muy triste.
Por la tarde fui a la modista para hacerme un par de uniformes de dama enfermera. No me puedo imaginar una ropa más sosa y menos favorecedora. Y cómo la tienen diseñada para que no pueda ser de otra forma. La falda debe ser blanca y lisa, con dos tablas en la parte de atrás y trece centímetros exactos hasta el suelo. La blusa, igual de blanca (y aburrida), con tres tablas de seis centímetros y medio en el pecho, y en la espalda un canesú de quince centímetros de alto; el cuello, bien planchado y almidonado, para que hasta sea difícil respirar, lleva una corbata de dos hojas; las mangas, también lisas, rematan en un puño de seis centímetros con abertura hasta el codo. O sea, la ropa menos femenina del mundo. Y, por si acaso, van cubiertas por un delantal tan blanco y liso como todo lo anterior, con bolsillos grandes y el peto poco (nada) escotado. La cofia, los zapatos, las medias y los guantes también son blancos. Creo que no había ido tan de blanco desde mi bautizo.
La única prenda de color es la capa azul marino que se abrocha con tres botones dorados y lleva la insignia de la Cruz Roja en el lado izquierdo. Dos tiras de la misma tela bajan desde los hombros hasta la cintura, donde se abotonan a la capa, formando una especie de equis sobre el pecho. A ver cómo me queda…
21 de mayo de 1920
Javier se había colado en casa por la ventana y nos besábamos cuando nos descubrió mi madre. Me arrancó de sus brazos como una arpía furiosa mientras gritaba: «No irás, no irás».
Me he despertado bruscamente. La luz del amanecer apenas iluminaba la habitación. Según espabilaba, me he dado cuenta de que los gritos de mi madre se habían colado en mi sueño desde el pasillo, donde discutía con mi padre. Y convencida de que, como suele ser habitual, yo sería el objeto de la discusión, me he asomado con cuidado. Pero no se trataba de mí.
Mi madre se empeñaba en que mi padre no fuese a algún sitio y él insistía en que debía hacerlo: «¡No solo era mi empleado, era mi amigo!». Creo que esta ha sido una de las pocas veces en que he oído gritar a mi padre.
«¿De quién habláis?», les he preguntado aún medio somnolienta.
«Laura —me ha dicho mi madre—, vuelve a tu cuarto. Es muy temprano y no tendrías que estar despierta.»
«Pues no haber gritado tanto, ahora quiero saber qué pasa.»
A mi madre le he visto las ganas de darme un bofetón, pero mi padre ha reaccionado antes: «Han matado a Enrique Sanchís».
«¿El de Barcelona?», he preguntado tontamente, como si pudiese haber otro Enrique Sanchís que preocupase a mi padre.
Era el capataz en los muelles de esa ciudad y había venido por casa algunas veces. A nosotras, de niñas, nos hacía mucha gracia porque tenía un tímpano perforado y sabía echar el humo de su pipa por esa oreja. Esta misma noche, aún hace unas horas, le habían disparado al salir de una reunión de la patronal.
«Han tenido que confundirlo con otro —se ha lamentado mi padre—, hemos aceptado la jornada de ocho horas que se pidió en la huelga de La Canadiense y no teníamos problemas con los estibadores…»
«A esos anarquistas les da igual a quién matar con tal de que no sea un obrero —ha opinado mi madre—; hasta no sé si no se matarán entre ellos mismos. ¡¿Y tú quieres ir a Barcelona a que también te maten?! —Entonces ha recurrido a mí—: ¡Dile algo a tu padre, Laura!»
La verdad es que no sabía que decir… Así que no dije nada.
«¡No puedo faltar a su funeral!», ha gritado mi padre.
«¡Puede haber otro atentado en la iglesia o en el cementerio!» Mi madre tampoco se quedaba corta a la hora de gritar.
«¡Y puede haberlo aquí mismo, a la puerta de casa!»
«¡Madrid no es como Barcelona, no está llena de pistoleros!»
«¡Aquí han matado a dos presidentes! ¡Y si alguien me quisiera ver muerto, ya lo estaría!»
Así han seguido hasta tenernos de testigos tanto a mi hermana como a mí. Esta ha sido una de las pocas veces en que mi padre se ha salido con la suya. Aún no eran las diez de la mañana cuando el chófer lo ha recogido para llevarlo a la estación del Mediodía.
Antes de que se marchase me he acercado a su habitación para llevarle un par de libros y su periódico favorito, La Voz, que acababan de dejar en la puerta.
«Para que se entretenga en el viaje.»
Me lo ha agradecido a su manera. Y al coger el diario, ha visto la portada.
«Aún no dicen nada de lo de Enrique… —Luego ha enarcado las cejas meneando la cabeza—. No me lo puedo creer… Convocan nuevas elecciones.»
«Pero ¿no fueron ya?»
«Sí, estas serán las terceras… Y el país sigue sin un Gobierno fuerte. Aunque a saber si el que viene es peor.»
Y así, con un gesto pesimista, ha guardado los libros y el periódico en la maleta.
«Cuídese mucho, por favor.» Le he dado un beso en la mejilla.
Él me ha acariciado la mejilla y me ha mirado con cariño.
«Menos mal que me lo has recordado, porque no se me habría ocurrido.»
Este tipo de bromas me hacen gracia, pero a mi madre la sacan de quicio. Por eso se las hace más a ella.
Antes de salir se han besado junto a la puerta. Mi madre le ha dicho algo al oído, ha vuelto a besarlo, lo ha abrazado y por fin lo ha dejado irse. Verlos tan cariñosos me ha preocupado mucho.
22 de mayo de 1920
Hoy hemos ido a recoger el uniforme de las Damas Enfermeras. Mi madre, al verme, se ha emocionado. A mí casi me da un desmayo. No serán monjas, pero se les parecen muchísimo. No sé cómo se las arreglan para seducir a los médicos.
Mi madre ha insistido en hacerme una fotografía para recordar el momento y hemos ido hasta el estudio de Alfonso, en Fuencarral. Aún usa placas fotográficas de cristal, pues dice que dan mayor calidad. El proceso me ha parecido muy interesante y no me habría importado ser la modelo si llevase otra ropa. Pero con ese uniforme ni me he atrevido a ver el resultado porque seguro que salgo horrorosa. Pero mi madre está encantada y, si por ella fuese, mañana iría así vestida a misa.
Por la tarde ha llegado un telegrama de mi padre. Ya había asistido al funeral y mañana tomará el tren de vuelta. A tiempo de acompañarme a la escuela de las Damas Enfermeras el lunes. En la despedida pone: «Adolfo, que os quiere y que, por ahora, no ha sido asesinado». A mi madre no le ha hecho ninguna gracia.
24 de mayo de 1920
Ya estoy de vuelta de mi primer día en esa especie de convento sanitario.
Mi padre llegó el domingo por la noche y nos ha llevado en el coche a mi madre y a mí. Tanto el hospital de la Cruz Roja, que es la antigua Casa de Salud de San José y Santa Adela, como la escuela de enfermeras están en el barrio que llaman de Tetuán, en el camino de Aceiteros, no muy lejos de la glorieta de Joaquín Ruiz y su enorme fuente, la Mariblanca. Nunca había ido por esa zona salvo en mi imaginación, acompañando a Tristana, en la novela de Galdós, por la Mala Francia, que hoy se llama calle de Bravo Murillo, y por el camino de Aceiteros. Aunque Tristana los recorría cuando aquí acababa Madrid y en este cruce, que llamaban de los Cuatro Caminos (y aún hay quien lo llama así), solo había barracas y pequeñas huertas. Ahora es muy diferente. Sigue dando la sensación de que se llega a una frontera, pero no una desolada y lejana, sino al mismo borde de una urbe que crece. Las casas tienen dos o tres alturas y en una esquina están construyendo un edificio enorme que, dice mi padre, tendrá quince pisos y será el más alto de Madrid. Por su tamaño lo llaman «el Titanic». Esperemos que no acabe igual que el barco.
Desde la glorieta hemos bajado la suave cuesta del camino de Aceiteros hacia el hospital. Está llena de baches y piedras, y el coche no paraba de traquetear. Las casas y el bullicio, de repente, desaparecen y solo se ven carros que pasan con material de construcción para la propia carretera y los pocos edificios que hay a sus lados. En solo unos metros parecía que habíamos pasado de una ciudad a un páramo lleno de cascotes, hierbajos y arenisca.
El hospital, aún a unos doscientos metros, destaca en medio de ese descampado. Desde el camino parece una gran residencia de dos pisos de ladrillo rojo. Una iglesia, con una estrecha torre que se eleva sobre los tejados, la divide en dos alas. A cada lado de la puerta de esa capilla hay un gran arco, cada uno con su garita, uno para la entrada de carruajes y automóviles, y otro para la salida.
Como el solar está en cuesta, bajo los dos pisos de ladrillo rojo asoma el semisótano en piedra blanca con sus tragaluces. Por la derecha, la parte alta de la cuesta, apenas se ve y esos tragaluces tan solo son unos ventanucos. Pero a la izquierda ya está claramente a la vista y sus ventanales se hacen más grandes. Da la sensación de que ese desnivel de la calle hace que al edificio se le vea su ropa interior.
Hemos dejado el coche frente al hospital, pues por los arcos solo se permite el paso de ambulancias, y nos hemos acercado al edificio con las demás candidatas a damas enfermeras y sus familias. La mañana era luminosa. Uno de esos cielos madrileños tan azules que parece que las nubes han sido pintadas. Soplaba una brisa fuerte que lanzaba el frío contra nuestras caras. He agradecido la cofia y, sobre todo, la capa, que abriga bastante, aunque sabía que en un par de horas haría calor y estaría de sobra.
Desde las ventanas algunas monjas y enfermeras nos miraban con curiosidad y cuchicheaban entre ellas. Y no era para menos. Aunque las candidatas ya íbamos vestidas con el uniforme, nuestros familiares parecía que iban a una gala en el Palacio Real. Me figuro que esperaban que por allí se dejase ver la reina, que es la patrocinadora de la Cruz Roja, pero no ha aparecido. Quien sí lo ha hecho ha sido la duquesa de la Victoria, doña Carmen Angoloti y Mesa, que es la presidenta de la Junta de las Damas Enfermeras. A su lado había un hombre, don Víctor Manuel Nogueras, que, según hemos sabido, cumple de forma oficiosa las labores de director. Ha saludado a algunos asistentes, entre ellos a mi padre, que con sus donaciones y, por lo que veo, con sus hijas, contribuyen a mantener el hospital con vida.
Doña Carmen llevaba el mismo uniforme que nosotras. Es una mujer de unos cuarenta y tantos años, muy elegante y que habla con una voz tan firme, segura y profunda que podría dirigir un regimiento de coraceros.
Nos ha recibido con un discurso sobre lo que se espera de nosotras o algo así. La verdad es que no le he hecho mucho caso. Me estaba fijando en las que serían mis compañeras, a ver si su aspecto me decía algo. Allí estaba Inés, sonriente, nada raro en ella, pues siempre está de buen humor. Es muy inocente y solo ve el lado bueno de las cosas y de la gente; creo que hasta vería la parte positiva de un bofetón o de atragantarse con un hueso de pollo. Tanta candidez, a veces, me resulta insoportable. A su lado estaba una chica de piel muy clara y cabello muy rubio, seria y con el ceño fruncido; la acompañaba su padre, un militar que tenía tantas medallas y condecoraciones que su pecho parecía el escaparate de una cacharrería. Luego he sabido que se llama Alba y que es de una familia de militares de toda la vida, de esas en las que a cada pariente le falta un brazo, una pierna, un ojo o todo a la vez, y que miran por encima del hombro a quien no haya cogido nunca un fusil. Supongo que las Damas Enfermeras son lo más parecido que encontró su hija a un ejército. Sí, ya sé, querido diario, Javier también es militar. Pero no es lo mismo. Él es de Aviación y los de Aviación son modernos y sofisticados. Nada que ver con la rudeza de la Infantería. Y Alba, además de hija de militar, es mal encarada y arrogante. No es que lo haya adivinado nada más verla, pero no he tardado en descubrirlo.
Al acabar el discurso de Carmen Angoloti todas hemos aplaudido y nos hemos despedido de nuestras familias. Inés, al verme, ha corrido a abrazarme con tal efusividad que casi me tira al suelo.
«¡Cuánto me alegro de que hayas venido!»
Tanta alegría por tan poco me ha parecido excesiva, pero he fingido que también me alegraba muchísimo de verla. La felicidad de Inés no me resulta contagiosa, me cansa; pero no quiero ser yo quien arruine ese mundo tan bonito en el que vive. Aunque un tropezón con Alba, que la ha empujado y mirado con desprecio, ha estado a punto de hacerlo.
«¿Qué hacéis ahí paradas? —nos ha dicho—. Hay que seguir a doña Carmen.»
«Pero ¿qué le pasa a esa?», se ha extrañado Inés.
Esto es todo lo enfadada que puede llegar a estar. Y ahí yo ya comencé a darme cuenta de que Alba, además del ceño, tiene el alma arrugada.
«Vuestra aula no está en el hospital, sino aquí al lado, junto a las cocheras del tranvía —nos ha informado la duquesa—. El doctor Francisco Luque os acompañará hasta allí. —Y ha señalado a un médico joven, de no más de treinta años, muy bien peinado aunque ya con algunas entradas, que estaba a su lado—. Que no os engañe su juventud. El doctor Luque se ha licenciado en Medicina y Cirugía entre los primeros de su promoción, ha completado sus estudios en Viena y acaba de regresar de Marruecos, donde ha servido como médico militar. Se ha unido a nosotras para organizar el servicio de Ginecología y este año tendréis la inmensa fortuna de que sea vuestro profesor.»
El doctor nos ha llevado bordeando la valla de ladrillo rojo y hierro colado que rodea el hospital hasta la escuela. Está en la calle, o más bien proyecto de calle, doctor Santero. Un polvoriento camino de adoquines con la mayoría de las casas a medio hacer. El edificio es pequeño y de dos plantas, encalado y con una gran cruz roja en una de sus paredes.
Hemos subido a la segunda planta, dejado nuestras capas en un armario y entrado en el aula. Es pequeña y tiene unos pupitres de madera en cuya superficie apenas caben un libro y un cuaderno. El profesor se ha situado frente a nosotras, con la pizarra a su espalda y un esqueleto, al que ya hemos apodado «Paquito», a su lado.
Nos ha explicado que nuestro curso dura seis meses y es el de damas enfermeras de segunda. Las que quieran, tras cincuenta días de prácticas y de asistir a un moribundo, podrán presentarse al curso para damas enfermeras de primera. No me ha gustado. En el Ejército también hay muchos grados. Un sargento es menos que un teniente, pero no hay nada malo en la palabra «sargento». Sin embargo, «de segunda» suena fatal. ¿Qué enfermo o herido en su sano juicio querría que le atendiese una enfermera… de segunda?
Alba, que se había apresurado a sentarse en primera fila, enseguida ha hecho saber su interés por completar ambos cursos. Yo he debido de poner cara de asco, porque me ha mirado con odio. Al salir, de hecho, se me ha acercado: «Sé que no te agrado, pero me da igual: tú tampoco me gustas a mí». Al menos he de reconocerle algo: es perspicaz. Aunque la perspicacia, si no va acompañada por otras virtudes, es un defecto.
Nuestro curso, de segunda, consta de trece temas, cada uno dividido en una parte teórica y una práctica. Por ejemplo, en el primero nos van a hablar de la Cruz Roja y, en la parte práctica, haremos vendajes en las extremidades inferiores. No sé qué tiene que ver lo uno con lo otro. Pero al principio son todos así: nos hablan de algo, como la anatomía o las enfermedades, y practicamos otra cosa completamente diferente, sobre todo vendajes en diferentes partes del cuerpo. No es hasta el quinto tema, en el que se habla de los vendajes de inmovilización y los apósitos, cuando practicamos la lección teórica.
Me he fijado en que no nos contarían nada sobre el sistema nervioso ni la cirugía, lo que me da un poco de pena, porque me parecen más interesantes que los vendajes y las pequeñas curas. Pero estoy aquí para recuperar a Javier. Lo otro lo puedo consultar en cualquier biblioteca.
Al finalizar esa presentación, don Francisco nos ha entregado un cuaderno, lápices para tomar apuntes y un par de libros a cada una: El consultor de la dama enfermera, que es el manual que usaremos en el curso, y un pequeño vademécum para las consultas rápidas sobre enfermedades, remedios y curas. Luego ha comenzado a hablarnos de la historia de la Cruz Roja, de Henry Dunant, de la batalla de Solferino y de otras cuestiones igual de aburridas. Con disimulo, me he puesto a hojear los libros que nos había entregado. Tenían grabados y fotografías sobre el cuerpo humano, el esqueleto, los músculos, vendajes, curas… Y he debido de distraerme bastante, porque lo siguiente que recuerdo es a don Francisco mirándome fijamente.
«Señorita, sí, es con usted. Parece que le interesa más lo que pone en los libros que lo que yo tengo que decir…»
«Disculpe, doctor —le he dicho y, como reina de las excusas, he añadido—: Siento una gran fascinación por los libros y no he podido evitarlo. Nunca había leído nada de ciencia.»
«Pues siento decepcionarla, pero esos libros no son el objeto de estudio de la ciencia, sino simples herramientas. El libro que debe preocuparle, el que tendrá que leer, es el de la naturaleza.»
«Aquí me indicarán cómo leerlo.»
Si mi madre me viese siendo tan respondona, me habría dado un sopapo. Y por el tono airado que ha usado don Francisco, me da la impresión de que a él también le habría gustado.
«Ahí solo le indicarán cómo intentar leerlo. Y no conseguirá nada mejor. La verdad es que no sabemos hacerlo y que nunca lo sabremos. Solo podemos intentarlo y acercarnos lo más posible al verdadero rostro de la naturaleza. Así salvaremos más vidas y nos haremos más sabios, pero nunca tendremos todas las respuestas. Y las que encuentre en esos libros no son certezas absolutas, pero es lo mejor que tenemos: acercarnos lo más posible a una diana imposible de alcanzar. Esa es la tragedia de la ciencia, señorita, pero también su belleza… y su grandeza.»
Su tono era tan encendido que ha acabado prácticamente gritando. Todas nos hemos quedado calladas y quietas como cadáveres. Alba me ha mirado con rencor por haber provocado esa reacción. Pero el discurso me había gustado. Espero que ese tono no se debiese a que don Francisco estaba muy enfadado conmigo sino a que le apasiona lo que hace. He decidido prestarle más atención a partir de ese momento.
Después de una frugal comida que nos han servido en el hospital, hemos vuelto a clase, donde don Francisco ha seguido hablándonos de la historia de las enfermeras y de su situación legal en Europa y en las guerras. No es que vayamos a ir a la guerra, pero es donde surgieron tanto la Cruz Roja como la enfermería, con Florence Nightingale en Crimea.
Poco más hemos hecho el resto del día. Mucha historia y nada de medicina. Ya en casa, mientras cenábamos, he tenido que contárselo todo a mi familia. Hasta mi padre ha dejado su periódico y ha atendido interesado. Incluso me ha hecho preguntas.
He vuelto tarde a mi cuarto y al escribir aún se me ha hecho más tarde. Y mañana tengo que madrugar. Seguro que tendré cercos en los ojos y pareceré un mapache. Voy a encargarle manzanilla a Rosalía, a ver si es tan buena para quitar las ojeras como dicen.
26 de mayo de 1920
La manzanilla obró milagros y apenas se me notaron las ojeras.
El chófer de mi padre volvió a llevarme ayer. Mientras bajábamos por el camino de Aceiteros me fijé en que varias de mis compañeras venían caminando desde la glorieta.
«Hace buena mañana, habrán venido dando un paseo —supuso Braulio—. O quizá hayan cogido el tranvía o el Metro, el nuevo ferrocarril subterráneo ese. Lo han inaugurado hace poco más de un año y viene hasta aquí desde la Puerta del Sol.»
Ya que voy a formar parte de aquel grupo de señoritas durante medio año, no quise que me viesen como una remilgada y esa misma tarde, a mi regreso, les anuncié a mis padres que a partir de ahora iría a la escuela por mi cuenta, en el tranvía.
Así que hoy ha sido mi primer viaje en tranvía, que es como un trenecito pequeño y traqueteante donde la mitad de la gente va sentada y la otra mitad, de pie. Lo esperé en la parada y, cuando me subí, Inés ya estaba dentro. Me recibió con exagerada ilusión y una aún más exagerada sonrisa. El hombre que iba a su lado me cedió su asiento y no me quedó otra que ponerme junto a ella. No paró de hablar en todo el trayecto.
Al bajar, en la glorieta, me ha sorprendido el bullicio que apenas había notado desde el coche. He podido ver de cerca el quiosco, el bar Chumbica, cuya terraza cubierta estaba repleta, el restaurante La Perla, la droguería, una sastrería, los ultramarinos y los puestos de verduras, salazones, conservas, telas, zapatos, golosinas… Los coches de caballos y los automóviles pasan haciendo sonar sus bocinas o dando gritos alrededor de la fuente, y la gente no para de bajar y subir del tranvía, o de salir y entrar por la boca del Metro, una escalera que lleva directamente al interior de la tierra.
Inés me ha contado que por esta zona le gusta conducir al rey Alfonso XIII. Hace unos meses, en enero, se incendió la droguería que está al lado del Chumbica y los vecinos acudieron a apagarlo con cubos y agua de la fuente. Y varias personas aseguraron que el rey había detenido su coche y se había apeado para ver qué pasaba, aunque no me lo imagino ayudando con el fuego.
Me hubiera gustado volver a casa en el Metro, por ver cómo es recorrer la ciudad por debajo en un túnel continuo y a gran velocidad, pero su trazado no me acerca a casa. Así que he regresado en tranvía, con Inés, que tampoco ha parado de hablar y hasta se ha apeado en mi parada para acompañarme. Es incombustible...
30 de mayo de 1920
Las clases de don Francisco (con su callado ayudante Paquito, el esqueleto) me resultan más entretenidas de lo que esperaba. Hasta ahora había leído poco de ciencia y todo lo relativo al cuerpo humano, su funcionamiento y cómo repararlo me está resultando fascinante.
Al final me he ido habituando al estado de perpetua felicidad de Inés y hasta me resulta agradable estar con ella. Además, he descubierto que a Alba le revienta su perenne alegría, lo que ahora la hace más encantadora a mis ojos. Y, algo que no sabía, Inés es pura bondad. Hasta le encuentra excusa a cada perrería y mal comentario que le hace Alba o cualquier otra de nuestras compañeras o superiores. Y conmigo y con las demás no tiene más que buenos gestos y detalles. Por ejemplo, ayer por la tarde me senté a leer junto a la escuela, a la sombra de sus paredes, lejos de las demás estudiantes, que prefieren pasear cerca del hospital para hacerse las encontradizas con los médicos. Se me fue el tiempo pasando las páginas del vademécum. Estaba tan centrada que ni me había dado cuenta de lo encogidos que tenía los hombros por el frío. Entonces sentí que alguien me ponía la capa sobre los hombros. Esa sensación de calor me confortó.
«Que no te coja el frío», me dijo Inés. Y se fue para no molestarme.
Me había visto desde la ventana, fue a por mi capa y luego me dejó a solas porque sabe cuánto me gusta leer sin ser interrumpida. Ni esperó a que le diese las gracias. Seguro que no las necesita. Así de buena persona es. Siento un poco de vergüenza por no haberla apreciado antes como una de mis verdaderas amigas; seguro que ella lo pensaba de mí.
Creo que la vergüenza podría considerarse el síntoma de que tomamos conciencia de un error; el primer paso para solucionarlo.
3 de junio de 1920
Como hoy es el Corpus Christi, antes de las clases de la mañana nos han llevado hasta la capilla del hospital para oír misa.
Allí se oficia todos los días para los pacientes y los vecinos del barrio de Tetuán. El capellán, además, es el encargado de dar consuelo y guía espiritual a los pacientes que lo soliciten, igual que la extremaunción. No creo que a los enfermos les haga mucha gracia verlo aparecer por sus pabellones con esa última tarea.
La única nave de la capilla acaba en un ábside decorado con pinturas de ángeles que parecen rodear la estatua de la Virgen que corona el altar. Las vidrieras son preciosas y a esa hora de la mañana llenaban el aire de una luz mágica; casi parecía flotar música en ella. Y no lo digo figuradamente, pues he oído una voz pequeña y dulce, como si una niña estuviese cantando allí cerca. Cuando he mirado hacia el coro, no había nadie y he supuesto que sería alguno de los niños ingresados. Otra de las candidatas también miraba hacia el coro, como hipnotizada. Doña Carmen lo ha notado.
«El coro de la capilla hace las veces de pasillo de la segunda planta y conecta las dos alas del edificio.»
Yo he asentido, pero la otra chica no ha reaccionado y ha seguido mirando hacia allí arriba igual de abstraída.
«Eh, que el sacerdote ya está en el altar», le he advertido.
Ha dado un respingo y se ha vuelto hacia delante. Según el sacerdote ha comenzado a oficiar, la cancioncilla infantil ha ido disipándose hasta desaparecer por completo. Era muy bonita y, aunque allí la he canturreado mentalmente, ahora intento recordarla y no me viene a la cabeza. Es como si perteneciese a esa capilla y solo allí pudiera ser cantada por esa voz tan etérea.
14 de junio de 1920
Alegría: hoy era nuestra primera clase práctica. Decepción: fue con maniquíes y en la misma escuela de Enfermería.
«¿Y cuándo podremos practicar con verdaderos enfermos?», he preguntado mientras hacía un vendaje en ocho a la rodilla de un muñeco de madera y tela.
«Cuando esté seguro de que no los vais a matar o a hacer más daño del que traen. —Y entonces don Francisco me ha corregido lo que estaba haciendo—. Demasiado apretado; la sangre circularía mal y el nudo acabaría por soltarse por la presión.»
Él mismo lo ha soltado y me ha ordenado que volviese a hacerlo.
Alba se ha reído por lo bajo aunque la diversión le ha durado poco, porque el suyo no estaba mejor. Me he aplicado con ganas. Iba a darle en las narices con mi vendaje a esa sabionda. Pero estaba demasiado flojo. Y luego mal trenzado. Y después he usado demasiada tela, y más tarde he cerrado mal el nudo…
Es extraordinaria la cantidad de formas en que se puede vendar mal una pierna, y creo que nosotras las hemos probado todas. Quizá mañana, o pasado, demos con la adecuada. Don Francisco se ha crispado sobremanera con nuestra torpeza, que, ha asegurado, le sacaba de quicio. Y la verdad es que lleva cierta razón… Somos señoritas de bien, como dice mi madre, y el único trabajo manual que se nos permite es agitar el abanico. Algunas, como mucho, tocan el piano o pintan acuarelas, pero hasta para peinarnos o atarnos los cordones de los botines tenemos a alguien del servicio que se encarga de ello. Y ahí no va a ser así. Nadie hará nada por nosotras. Nos ha quedado bien claro desde hoy.
25 de junio de 1920
Parecía imposible, pero todas lo hemos conseguido y nuestros vendajes de piernas, rodillas y tobillos son correctos, que es la forma que tiene don Francisco de decir que están bien. No es un hombre muy prolijo en halagos. He de reconocer, con dolor, que Alba ha sido la primera en dominar los vendajes y bien que ha presumido de ello, como un palomo en celo.
En el empeño nos han ayudado un par de hermanas de la Caridad y una de las enfermeras profesionales. A la mayor de las monjas, sor Asunción, la llaman a sus espaldas «sor Titulada», porque es la única que también es enfermera profesional. Ella se ha encargado de formar a las demás hermanas y, por lo que parece, es muy competente y una especie de jefa oficiosa del personal del hospital, solo por debajo de doña Carmen Angoloti. Ahí, en esa clase, con sor Titulada y sus dos ayudantes, me he dado cuenta de algo que tenemos que aprender y que no está en el temario ni en las prácticas: paciencia y cordialidad, como ellas están demostrando de sobra con nosotras.
En las clases teóricas, con la inestimable ayuda de Paquito, hemos comenzado el estudio del cuerpo humano, que resulta mucho más divertido que la historia de la Cruz Roja. En las prácticas hemos pasado a las extremidades superiores. Con la experiencia adquirida con los primeros vendajes, estos han resultado más fáciles. Aunque no para todas.
La chica que se había quedado mirando al coro de la capilla tan fijamente, Avelina, es la más joven y lo pasa muy mal en las clases. Es muy tímida y nerviosa, y cuando don Francisco grita o nos regaña, la pobre se echa a temblar. Y si tomar apuntes con las manos temblorosas es difícil, hacer un vendaje es prácticamente imposible.
Hace un par de días, después de comer, volvía al aula a coger un libro cuando oí un llanto en una clase vacía cercana. Era Avelina, que lloraba encogida en el suelo. No me vio y estuve tentada de darme la vuelta, pero entonces pensé en Inés. Ella se habría acercado y le habría preguntado qué le pasaba, la habría abrazado y consolado, y habría intentado ayudarla. Yo no soy Inés, así que lo hice a mi manera.
«Don Francisco es un lerdo», le dije nada más sentarme a su lado.
Una vez se repuso del susto por mi repentina aparición, me respondió:
«La culpa es mía; soy muy torpe y me cuesta mucho entender las cosas», me dijo señalando el tema en el manual.
«¿Qué es lo que no entiendes?»
«Nada. Todo este asunto de los tejidos, las células, los huesos, los músculos, los nervios… me puede.»
«Es normal que los nervios te pongan nerviosa. —Es un chiste horrible, ya lo sé, pero conseguí que se animase un poco. Ya era algo. Cogí su manual—. No puedo aclararte todo a la vez, pero podemos ir una a una con tus dudas. Dime qué es lo primero que no entendiste.»
Se tranquilizó y comencé a responder a sus preguntas. No eran temas muy complicados y me di cuenta de que explicar algo así, cara a cara, con ella preguntando cada cosa que no entendía y yo adaptándome a ella, es mucho más fácil que explicar lo mismo a todas nosotras a la vez, como hace don Francisco.
Al día siguiente Avi, que es como he comenzado a llamarla, me buscó para preguntarme nuevas dudas. En lugar de quedarnos en la escuela me dijo que fuésemos hasta el hospital.
«Pero si aún no podemos entrar allí», dije.
«Y no entraremos al edificio, sino al patio; ven.»
Atravesamos el arco de entrada y pude ver que el hospital son cuatro pabellones separados, largos y rectangulares, repartidos en torno a un gran patio central, como los cuatro lados de un cuadrado al que le faltasen las esquinas. Del frontal, el único que se ve desde la carretera de Aceiteros, sobresale hacia el interior el cuerpo de la capilla.
El patio grande, con espacio suficiente para que aparquen los automóviles y los carruajes delante de los pabellones, y setos, plantas y arbolillos alrededor de los caminos, incluso tiene varios cedros altísimos, de follaje denso y oscuro, con bancos para sentarse a su sombra. Junto al arco de entrada hay un pequeño jardín vallado donde juegan los niños del pabellón infantil.
Ese pabellón, que es el frontal, tiene dos alturas y un semisótano. Los demás, construidos con el mismo ladrillo rojo, son más bajos, con solo un piso y el semisótano. Cada pocos metros, su muro sobresale un poco, como si la obra estuviese sostenida por unos grandes contrafuertes con un ventanuco en medio. Avi me dijo que, por si lo necesitaba en algún momento, ahí están los servicios y que podemos entrar y usarlos.
Nos sentamos bajo los cedros mientras algunas de nuestras compañeras paseaban por allí distraídamente en busca de algún médico con el que coquetear.
Avi ya no le tiene miedo a la parte teórica, porque había visto lo fácil que es aclararse con un poco de tranquilidad. La práctica de los vendajes es lo que le preocupa de verdad.
«Pues practiquemos —le dije—. Podemos coger vendas en la escuela.»
«Pero no tenemos maniquí…»
«Tenemos algo mejor.» Y le tendí mi brazo.
Fuimos a por las vendas y nos reímos ensayando vendajes en nuestros brazos, aunque me dejó sin sensibilidad en los dedos durante unos minutos de tan fuerte que me apretó uno. Al final de la tarde había mejorado bastante. Avelina no es torpe, su problema es que le pueden los nervios.
Hoy se nos ha unido Inés, que también tenía algunas dudas, y nos hemos divertido practicando vendajes unas en otras mientras descansábamos en un banco del jardín. Desde el otro lado del patio, Alba se nos ha quedado mirando. No con ira ni con desprecio, como suele ser habitual en ella, sino con algo parecido a la pena. En cuanto ha notado que la había visto se ha ido a toda prisa. ¿Envidiará nuestra amistad? Si es así, le está bien merecido.
1 de julio de 1920
Amo los libros. Siempre me han dado mucho a cambio de muy poco. Placer y conocimientos. Me transportan a lugares lejanos en el espacio y en el tiempo. Me ayudan a conocer el alma y la mente de personas extraordinarias. Me han enseñado a pensar y a entenderme mejor a mí misma y a los demás. Y ahora, además, me han enfadado. Y no mucho, sino muchísimo.
Te copio aquí, diario, palabra por palabra, este maravilloso texto que he encontrado en nuestro manual de enfermeras:
No citamos puntos de inserción por no pedirlo el programa oficial y además no ser necesario el conocer por la enfermera y sería fatigar su mente.
No solo la sintaxis es desastrosa sino que insinúa claramente que las mujeres somos tontas. Y ahí no se queda la cosa. Hay más. El manual está lleno de expresiones como «para que pudiera seros más fácil comprender», «no conceptuamos interés para la enfermera», «asunto que solo interesa al médico», «esto sí puede estar al alcance de la enfermera», «no explicaremos a la enfermera lo que solo debe conocer el médico»… Y, por si fuera poco, en otro lado destaca nuestros «encantos y hermosura». Tontas y guapas, así se supone que somos las enfermeras. Y lo peor es que, al considerarnos de tal modo, no entra en ciertos temas que sí serían de nuestro interés y que a nuestros pacientes les vendría muy bien que dominásemos. Eso es lo que me ha indignado más, y así se lo he hecho saber a don Francisco.
«Espero que usted, al menos, nos aclare estos temas», le he dicho.
Me ha sonreído. No sé por qué, pero yo parezco divertirle bastante.
«¿Qué pasa? ¿Le parece gracioso?», le he preguntado en un tono un poco desabrido.
«Señorita De la Gasca, cálmese. Se preparan para ser enfermeras, no doctoras.»
«¿Y acaso no vamos a tratar con pacientes reales con problemas reales?»
«No. Los médicos van a tratar a esos pacientes y esos problemas. Ustedes solo los van a ayudar. Ese es el proceso. El médico ayuda al paciente y la enfermera ayuda al médico.»
«¿Y si hay demasiados pacientes o si el médico no está disponible? Porque la Cruz Roja nació para ayudar en situaciones bélicas y ahí no creo que las cosas estén tan controladas como en este hospital. Además, ¿no tengo derecho a preguntar lo que quiera saber?»
«Contenga esa arrogancia y piense que, por su condición femenina y por el ambiente acomodado del que proviene, quizá no esté preparada para asimilar todos esos conceptos que dice querer saber. Mejor que se atenga a lo que puede hacer, señorita. La medicina no es un juego y, aun con la mejor voluntad de ayudar, se puede hacer mucho daño. Las enfermeras deben ir siempre por detrás del médico.»
Lejos de apaciguarme, me ha exasperado más. Así que he seguido insistiendo hasta que don Francisco ha perdido la paciencia y se ha puesto de tan mal humor como yo.
«¡Pues no, claro que no! —me ha gritado—. ¿Es que no se da cuenta? ¡El hombre y la mujer somos diferentes, nuestros cerebros son diferentes! ¡Por eso hay enfermeras y hay médicos! ¡Y no es culpa mía, sino de la naturaleza!»
«O sea, que está de acuerdo en que las mujeres somos tontas. ¿Opina lo mismo de su mujer y de sus hijas, de su madre…?»
«¡No sea impertinente! Que no sean más inteligentes que los hombres no quiere decir que sean tontas»
Una cosa he de reconocerle a don Francisco: sabe cómo enfadar a una mujer.
«Y no valemos para la medicina, claro.»
«Usted, con esa actitud, me lo está probando.»
«¿Y qué me dice de Marie Curie? ¿Cuántos hombres tienen dos premios Nobel?»
«La medicina es más que intelecto para la química y la física.»
«Hay mujeres que han sido y son doctoras en Medicina.»
«Pocas, y no han destacado especialmente… Y son excepciones a la regla.»
Que un científico diga esa frase me ha sorprendido desagradablemente.
«¿Excepciones a la regla? Pero ¿quién ha inventado esa tontería que todos cacarean como cotorras de circo? La máxima latina es Exceptio probat regulam, la excepción pone a prueba la regla, no la confirma. Y es lo que hace la ciencia. Si un hecho, si un solo hecho pone en cuestión la teoría, esta debe ser rechazada y revisada. Usted, que es hombre de ciencia, debería saberlo.» Y lo he conseguido. No convencerlo, sino sacarlo por completo de sus casillas.
«¡Lo único que sé, señorita, es que es usted una arrogante y una impertinente! Dos cualidades que no casan bien ni con la ciencia ni con la práctica de la enfermería. Así que a partir de mañana y durante lo que resta de semana y toda la que viene estará apartada de las prácticas para que reflexione sobre su deplorable actitud.»
«¡No es justo!»
«Tiene razón, que sean esta y dos semanas más.»
Iba a protestar, pero me ha advertido:
«Y le aconsejo que no vuelva a abrir esa bocaza impertinente con que Dios la ha castigado».
Cuando he llegado a casa mis padres me han preguntado qué tal había ido el día. Les he dicho que, como siempre, muy bien.
5 de julio de 1920
El castigo que me puso don Francisco la semana pasada iba muy en serio. Y así estaré hasta el 19 de julio, sin prácticas... ¡Dos semanas enteras!
Menos mal que tengo unas amigas que son un sol. Inés y Avi, en los ratos de descanso y estudio, sin que nadie nos vea, me cuentan las prácticas y me dejan ensayar con sus cabezas y cuellos, que es la zona en la que están ahora. Esta mañana Avi, con nuestra primera capelina, un vendaje para la cabeza que se hace entre dos personas, parecía una sultana con un turbante grande y amorfo. Hemos tenido que contener la risa y una monja ha estado a punto de descubrirnos. Habrá que buscar un lugar más seguro.
Así que hoy, mientras las demás salían en busca de médicos o a pasear hasta la glorieta de Joaquín Ruiz, nos hemos acercado las tres al hospital. Les he propuesto que nos escondiésemos bajo el coro de la capilla, que a esa hora no habría nadie, pero a Avi no le ha gustado nada la idea. He imaginado que sería por miedo a que las monjas nos descubriesen, así que hemos seguido buscando.
Y entonces hemos descubierto el túnel…
Resulta que los cuatro pabellones del hospital están unidos bajo tierra por el semisótano, que los recorre formando casi un cuadrado perfecto. Escribo «casi» porque se interrumpe justo bajo la capilla.
En los pabellones, a cada lado del pasillo que forma el túnel, hay habitaciones para los enfermos y salas usadas por los médicos. Pero bajo las esquinas, donde no hay nada en la superficie, solo hay cuartuchos que se usan para almacenar material. Un lugar ideal para refugiarnos de miradas indiscretas.
En la esquina cercana a los quirófanos he encontrado un cuarto que parecía abandonado, solo con un par de camillas y camastros desmontados en un rincón. Pero Avi, nada más entrar, se ha quedado quieta y con la mirada fija, como si hubiera visto algo que la asustaba.
«No, mejor aquí no.»
«¿Por qué?»
«Aquí es donde traen a los muertos.»
«¿Cómo lo sabes?», preguntó Inés.
Avi se ha quedado callada un momento, como si le diese vergüenza.
«¿Se lo oíste decir a una monja, a don Francisco…?», ha insistido Inés.
«Prometedme que no os vais a reír.»
«La risa no siempre se puede controlar, pero te prometo que me esforzaré todo lo posible», ha sido mi propósito. Inés me ha mirado con cierto reproche.
«Me pasó por primera vez cuando murió mi abuela —nos ha explicado Avi con pudor—. Yo tenía nueve años. Me levanté por la noche con mucha sed. Bajé a la cocina y, en el pasillo, junto a la que había sido su habitación, la sentí.»
«¿La viste?», ha preguntado Inés asustada.
«No. Solo la sentí. Hasta me pareció oler su perfume y oír su voz, como un susurro muy bajo. Y supe que si quisiera, podría haberla visto. Es como si primero la percibiera con otro sentido, uno ligado directamente al alma, y que ese, a voluntad mía, pudiese convocar a los demás: oírla, sentir su olor, su tacto… e incluso verla, pero no me atreví a tanto. Temí que me asustase y no quería sentir miedo de alguien a quien había querido tanto.»
Esa aparición habría ocurrido en la cabeza de Avi y me parece natural. La pobre, aún una niña, echaría mucho de menos a su abuela y esa fue su forma de luchar contra el dolor: imaginar su fantasma, aunque solo fuese un olor. Pero Inés se cree a pies juntillas todo lo que ha contado Avi. Y lo de su abuela, como te podrás figurar, querido diario, no había sido un episodio anecdótico.
«Desde entonces lo he sentido más veces y en otros lugares, la presencia de… no sé cómo llamarlos…, espíritus.»
«Fantasmas —ha dicho Inés, que estaba tan asustada como entusiasmada con la idea—. Eres una médium, te puedes comunicar con los muertos. Mi tía fue a una sesión de espiritismo y habló con nuestro bisabuelo, que había muerto en Cuba.»
«No hables de esas cosas —le ha rogado Avi—, porque ni lo he intentado ni me gusta la idea. Solo sé que tengo esa sensibilidad… Y que en este cuarto ha habido muchos muertos, y que se han ido con dolor y miedo. Por eso no me gusta estar aquí.»
«Estamos en un hospital, es normal que aquí haya muerto gente», he dicho intentando llevar un poco de cordura a la situación.
«Lo sé, y noto esas presencias en muchos lugares.»
«¿Dónde?»
«No sé, en ningún lugar en concreto. Son presencias sutiles, débiles, como suspiros. A veces las noto en otras casas e incluso por la calle, y en algunos parques.»
«¿En los cementerios?» Si a Inés le dan miedo esas cosas, ¿por qué pregunta tanto?
«No, en los cementerios no. El fantasma es la huella de una muerte. En los cementerios no muere nadie, tan solo es donde llevan sus cuerpos. Allí hay silencio.»
«¿Y aquí?», ha insistido Inés con ganas de aterrorizarse más.
«En este lugar es diferente. Esa presencia es muy intensa, como un grito… Peor que en cualquier otro lugar del hospital. No puedo estar aquí, de verdad.»
«¿Y aquel día que te quedaste mirando al coro? —le he preguntado—. ¿Fue por algo así…?»
«Fue aún más extraño Sin poder evitarlo vi a una niña pequeña, de cabello rubio, que me miraba fijamente.»
«¡Oh, Dios mío! —ha exclamado Inés, fascinada y temblando—. ¡Un fantasma, un fantasma de verdad!»
«En todo caso, una fantasma, que era un niña —le he corregido—.Y seguro que sería una niña que se había escapado de su pabellón, que está al lado.»
«Nadie más parecía verla y yo noté que estaba y no estaba allí, que cada célula de su cuerpo parecía flotar en una perpetua caída; no lo percibí con la vista, fue una sensación que no pude controlar y que, ya veis, me es difícil describir. Yo no quería verla, ni sentirla, pero ella se me apareció fuera de mi control. Abría la boca como si quisiera decirme algo, o cantar, pero yo no oía nada.»
Entonces he recordado la canción que yo sí había oído y he sentido un escalofrío. Una casualidad, había sido una casualidad, me he dicho… y me sigo diciendo.
«Y así estuvo hasta que nos fuimos —ha continuado Avi—, mirándome.» Y nos ha mirado con sus ojos muy abiertos, como si el espíritu de aquella niña también pudiera vernos a través de ellos.
«Yo no vuelvo a pasar por el coro», ha dicho Inés temblando.
Con toda la tranquilidad y seriedad que he podido reunir, le he preguntado a Avi:
«¿La has vuelto a ver?».
«No, aunque evito pasar por allí, y cuando vamos a misa nunca miro hacia el coro.»
«Yo tampoco pienso mirar —ha dicho Inés—, y vámonos de aquí cuanto antes, por favor.»
«De acuerdo, busquemos otro lugar.» Todo aquello me parecía una tontería, pero las dos estaban aterrorizadas y yo también estaba comenzando a asustarme.
Al final del día, gracias a sor Titulada, he sabido que aquel cuarto había sido usado como depósito de cadáveres durante una epidemia. También le he preguntado si en el hospital había muerto alguna niña rubia.
«¿Por qué? ¿La has visto?»
Esa reacción, debo reconocer, me ha inquietado bastante.
«En el coro», he mentido.
«No eres la única; aunque una religiosa no debe creer en espíritus y fantasmas, a ninguna de nosotras, ni a las enfermeras, nos gusta pasar por allí de noche. Dicen que esa niña fue la primera en morir en el hospital; tenía una voz preciosa y le gustaba mucho ir al coro. Algunas la han visto y otras la han oído cantar.»
Aunque intento no creer en fantasmas, no puedo evitar cierto estremecimiento al pensar en esa niña y pasar cerca de ese lugar… Y espero no volver a oír esa cancioncilla nunca más.
Al final hemos dado con un cuarto que usan para guardar trastos en un rincón del túnel, cerca de la escalera que da al arco de salida. Nada más entrar, Inés le ha preguntado a Avi con aprensión:
«¿Y aquí?».
«Aquí apenas siento nada», ha dicho.
«Entonces no hubo muertos, o son discretos y educados», he bromeado para ver si así nos sacudíamos el miedo de encima. Luego las he apremiado, porque ya habíamos perdido demasiado tiempo.
«Venga, vamos con los vendajes.»
Y allí abajo, entre muebles arrumbados, lámparas estropeadas y sábanas raídas, por fin hemos podido practicar con tranquilidad, lejos de don Francisco… y de los fantasmas.
8 de julio de 1920
Ya han pasado varios días más y don Francisco sigue enfadado conmigo. Antes siempre respondía a mis preguntas con amabilidad. Ahora se limita a decirme desdeñosamente: «No es asunto suyo, señorita», y sigue con la lección.
A través de una de las enfermeras profesionales he descubierto que en nuestra escuela hay una pequeña biblioteca de Medicina. Hoy, al acabar las clases, he ido allí para resolver unas dudas del tema con el que estamos, que tiene que ver con las enfermedades y que se toca con demasiada ligereza en el manual.
La biblioteca es tan pequeña y tiene el techo tan bajo que parece que estés dentro de en un cajón. No hay más que un par de mesas con lámparas de lectura. Los estantes rebosan de libros y revistas médicas, y da la sensación de que en cualquier momento van a caerse y aplastarme. He dejado a un lado mi manual y el vademécum, y me he puesto a consultar libros y tomar notas. Pero cada respuesta que encontraba me llevaba a una nueva pregunta, y si conseguía responderla aparecía no una más, sino otra docena de nuevas cuestiones aún más interesantes.
A Inés y a Avi les cuesta memorizar los nombres de huesos, músculos, nervios y demás estructuras, tejidos y glándulas; y ya no digamos los de las enfermedades y lesiones que pueden afectarlos. Y aún no hemos profundizado en ellos, porque aquí he descubierto que tras cada nombre de nuestro manual, tras cada pequeño concepto, se esconden muchísimos más detalles. Creo que si a mí me cuesta menos aprenderlos es porque me resultan fascinantes, como los escenarios y los personajes de una buena novela. No me parecen menores los misterios de la glándula suprarrenal o los de los de los ganglios del sistema nervioso periférico y todos sus nervios motores y sensitivos que los de las novelas de Doyle y Leroux. Y esternocleidomastoideo, secretina o escápula son nombres que se me antojan tan atractivos como Heathcliff, Emma Bovary o Ana Ozores.
Entre aquellos libros me he sentido como una exploradora extraviada en la Amazonia; todo era fascinante, pero no sabía ni a dónde iba ni de dónde venía. He decidido volver al origen y repasar el texto del manual que había desencadenado mis primeras dudas. Al ir a cogerlo ya no estaba a mi lado, sino en la mano de una dama enfermera que acababa de entrar.
«¿Se le queda pequeño el manual?», me ha dicho doña Carmen Angoloti con severidad.
He temido que me fuese a caer otra reprimenda, y ya tenía bastante con las de don Francisco. Así que he agachado la cabeza y murmurado:
«No, señora, solo he venido a resolver una pequeña duda».
Doña Carmen ha dejado el manual y cogido mi cuaderno de notas. Se ha debido de sorprender bastante al ver la cantidad de palabras, diagramas y dibujos que hay en él.
«¿Pequeña? —Al ver que no le respondía y que ni me atrevía a mirarla, ha dicho—. No se ponga nerviosa, me parece muy bien.»
Me he atrevido a devolverle la mirada.
«El doctor Calatraveño, el fundador de este programa de estudios —al nombrarlo se ha persignado, por lo que supongo que ese buen señor habrá fallecido hace poco—, no estaba muy de acuerdo con los manuales. Decía que son como intentar meter el océano en un cubo de agua. Él solo planteó los temas y quería que los preparásemos con los mismos libros y publicaciones que usan los médicos, como usted está haciendo ahora. Así que no la entretengo más. Siga, por favor.»
Su aprobación ha sido lo mejor del día. He vuelto a casa encantada, en una nube, y no me he dado cuenta de lo tarde que era hasta que he visto al sereno, con el chuzo y el farolillo, anunciar a un vecino el buen tiempo que haría esta noche. Lo he saludado y he llamado al timbre. Me ha abierto Dorotea, nuestra ama de llaves, y me ha mirado como si hubiera visto una aparición. Eso no anunciaba nada bueno y en cuanto he cruzado la puerta me he encontrado a mi familia alarmada y furiosa por mi tardanza. La escena ha sido un galimatías de gritos y acusaciones.
«Estaba en la biblioteca y se me fue el santo al cielo.» Es una delicia poder defenderse diciendo la verdad, sin tener que usar evasivas, inventar excusas o enredar a mis amigas para que mientan por mí. Ojalá me ocurra más veces.
«¿En la biblioteca? ¿Tú? Si hace poco ni querías hacer el curso», ha dicho mi madre.
«Sabemos dónde has estado, no mientas», ha dicho mi padre.
«¿Y dónde se supone que he estado?»
«Con Javier», ha dicho mi madre.
He pensado que se habían vuelto locos.
«¿Qué? Pero si ni siquiera sé dónde está.»
«Está en la ciudad, tu hermana lo ha visto, ¿a que sí, Ana?» Mi madre ha mirado a mi hermana para que se lo confirmase.
«Me lo encontré en el Barbieri esta tarde.»
«Pues, si os place, podéis llamar a doña Carmen Angoloti y preguntarle a ella, porque estuvo conmigo en la biblioteca.»
«No vamos a importunar a una duquesa por algo así», ha dicho mi madre.
Me pareció curioso recordar que doña Carmen es una duquesa. En el hospital, con su uniforme, es una más. Y no parece pretender otra cosa.
Hoy, querido diario, me iré a la cama con dos cosas en la cabeza:
La primera, lo injustísima que es la vida. Con lo fácil que siempre me ha sido mentir, para una vez que digo la verdad, no consigo que la crean. Hasta me han castigado: nada de teatro ni de paseos de fin de semana en un mes. Los castigos comienzan a ser una constante en mi vida.
La segunda, y la mejor, es que Javier está en la ciudad.
15 de julio de 1920
He consagrado estos días a hacer que el castigo de mis padres sea un poco más justo: ya que me lo impusieron por verme con Javier cuando no lo había hecho, decidí verme con él en realidad. Y no era una tarea fácil. Tenía órdenes de volver a casa nada más finalizar las clases y no tenía ni idea de dónde estaría él.
Lo primero fue conseguir más tiempo. Al día siguiente, que ya era viernes, busqué a doña Carmen Angoloti y le hice saber del enfado de mis padres porque me había quedado en la biblioteca y llegado tarde a casa. Ella, muy amable, les escribió una nota pidiéndoles que me autorizasen a estar un par de horas allí en beneficio de mis estudios. Mi madre, cuando vio la carta firmada por la duquesa de la Victoria, casi se desmaya. A mí me costó aguantar la risa.
Lo siguiente fue hacer llegar una nota a Javier. Para ello me ayudó ese mismo fin de semana Margarita, la hermana mayor de Inés. Ya es dama enfermera de primera y sirve en el Hospital Militar de Carabanchel a las órdenes de un médico, don Santiago Vallehermoso, con el que no tardará en anunciar su compromiso. A Margarita no le costó hacer unas cuantas preguntas para saber que la escuadrilla de Javier partiría de Madrid hacia el aeródromo de Los Alcázares, que está en Murcia, mañana mismo por la mañana. Pero Margarita no podía saber si Javier había recibido mi mensaje ni hacerme llegar su respuesta.
En la nota invitaba a Javier a verse conmigo en la glorieta de Joaquín Ruiz a las seis de la tarde del lunes pasado, cuando yo saliese del hospital. Y que, si no llegaba, ahí también lo esperaría los siguientes días.
Y allí me planté al finalizar las clases, con la incertidumbre de si Javier podría venir a verme. Inés y Avi se ofrecieron a acompañarme. Como no sería muy correcto que tres muchachas se quedasen mucho tiempo paradas en el mismo lugar, paseamos alrededor de la fuente y por las calles cercanas mientras conversábamos. Estuvimos así casi dos horas hasta que llegó la hora de regresar a nuestras casas.
Al día siguiente, el martes, conseguí algo de dinero, para lápices y papel, dije, y lo usé para comprar unos barquillos con que entretener la espera. El miércoles, al ver a un par de enfermeras profesionales sentarse en la terraza del Chumbica, nos atrevimos a hacer lo mismo. Se ve que algunos uniformes, como este, en lugar de quitarte libertades te las dan, porque jamás se me habría ocurrido hacer una cosa así, sin acompañante masculino, pero allí no les pareció nada raro que unas enfermeras se sentasen solas a tomar algo. Con los treinta céntimos que llevaba pudimos pedir tres de sus célebres cafés de recuelo con puntas; la fama, como puedes suponer, mi querido diario, les viene por baratos. Tampoco ese día hubo suerte con Javier.
Y hoy, jueves, el último día antes de su partida, estábamos paseando con nuestros barquillos, a eso de las seis y media, hablando de Dios sabe qué, cuando he oído su voz. Y lo he visto, guapísimo, corriendo hacia mí. Me he abandonado en sus brazos y él me ha abrazado mientras me besaba; he sentido que volaba y, del mareo de felicidad, casi me caigo al suelo. Sabía que Inés y Avi habrían querido que se lo presentase, pero tal arrebato por nuestra parte ha hecho que se sintiesen azoradas y, cuando me he separado de él, mis discretas y veloces amigas ya no estaban por allí.
Hemos ido a tomar un refrigerio en el Chumbica. Me hubiera gustado que pasase por allí Alba para que se muriera de envidia viéndome con un hombre tan guapo. Luego hemos dado un largo paseo hasta las cercanías de mi casa. Yo le he hablado de mis estudios y él de lo aburrida que es su vida en la base aérea, y cada vez que pasábamos por un lugar recogido, sin gente alrededor, aprovechábamos para volver a besarnos y acariciarnos. Antes de entrar en casa he tenido que dedicar un momento a recomponerme el pelo y la ropa. Nos hemos despedido jurándonos amor eterno y él me ha explicado cómo hacerle llegar cartas a cualquier lugar en el que esté destinado.
He entrado en casa temerosa de ser descubierta, pero ni mis padres ni mi hermana han notado nada. Por fuera seguía siendo Laura, la tranquila y esforzada estudiante de Enfermería, pero por dentro ardía. Y así es como aún me siento, querido diario. En llamas.
16 de julio de 1920
Ayer fue un día extraordinario, de los mejores de mi vida. Hoy ha sido horrible. De los peores. Y no solo porque Javier se haya ido, sino por culpa de esa mal nacida de Alba.
Hoy terminaba mi castigo y el lunes por fin podría volver a las prácticas. De camino al cuarto del túnel, donde Inés y Avi me iban a explicar la lección de hoy, nos hemos cruzado con Alba, que nos ha mirado con cierta suspicacia. Como ella es siempre así de desagradable, no le he dado demasiada importancia.
Estábamos con los vendajes del tronco, lo que era muy divertido porque parecía que me querían momificar, cuando se ha abierto la puerta y ha entrado don Francisco. Se ha enfadado muchísimo. Me había saltado su castigo y había arrastrado a dos buenas alumnas a infringir las normas y la disciplina de la escuela. Al salir he visto a Alba; nos había delatado, estoy segura.
Don Francisco nos ha llevado ante el señor Nogueras, el director, que aún tenía el delantal manchado de sangre por una operación, y ante él ha insistido en la gravedad de nuestra conducta. Mi castigo ha aumentado a otras cuatro semanas y, lo peor, Inés y Avi también han sido castigadas. Aunque no como pretendía don Francisco.
«¿Las castiga sin prácticas? —se ha sorprendido el director—. No no no… De ese modo, los que acabarían pagando por las travesuras de estas jóvenes son nuestros pacientes. —A don Francisco no le ha hecho mucha gracia—. Además, el motivo de su mala conducta es que no querían dejar de aprender, lo cual no deja de ser un buen motivo.»
Me está empezando a caer muy bien don Víctor Manuel.
«También deben aprender disciplina», ha insistido don Francisco.
«Estoy de acuerdo. Pero se ha de castigar su desobediencia, no su interés. Se quedarán sin descansos ni paseos y deberán comer en el aula, no con las demás. Podrán usar ese tiempo para el estudio, ya que tanto parece gustarles. Pero no las deje sin prácticas.»
Inés, qué ingenua, ha dicho que así tendríamos más tiempo para estudiar. Pero creo que la clemencia del director ha molestado a don Francisco, que se esperaba una sanción mayor. Y temo que nos lo haga pagar.
19 de julio de 1920
Discúlpame si parezco orgullosa o engreída, querido diario, pero por una vez le he enseñado una lección a don Francisco: aunque sea mujer, soy más fuerte de lo que él pensaba. Me da igual que no responda mis preguntas, porque puedo consultarlas en la biblioteca. Y me da igual que deshaga todos mis vendajes y apósitos, o que me intente dejar en ridículo ante todas las demás con sus críticas. Los vuelvo a hacer, una y otra vez, y mi victoria está en que él sabe que cada vez están mejor. Pero el muy desgraciado ha encontrado mi punto débil.
Primero lo intentó alabando a Alba y contraponiéndola a mí. La buena alumna y la mala alumna. Ella está encantada y no para de restregármelo por las narices, pero me da igual. No estoy en este curso para ganar a Alba, sino para conseguir a Javier. Ese tampoco es mi talón de Aquiles. Lo son mis amigas.
Inés soporta bien las críticas y los desplantes. «Cuanto más nos haga practicar, mejor lo haremos», dice con una candidez que ahora encuentro admirable.
Con Avi es diferente. En las clases teóricas se sienta hacia atrás y no se atreve a preguntar nada por perdida que esté. Y en las prácticas lo pasa muy mal. Le vuelven a temblar las manos cuando se le acerca don Francisco y eso hace que él la reconvenga con más ahínco. Hoy no ha aguantado más, ha tirado las vendas y los preparados al suelo y ha salido corriendo de clase. Yo he ido detrás al momento.
«Si esa es la fortaleza que tiene, no sé adónde pretende llegar», le ha dicho don Francisco.
Me he encontrado a Avi sentada sobre una pila de ladrillos, llorando junto a un edificio en construcción. Me he puesto a su lado, le he pasado el brazo por encima del hombro y la he invitado a llorar sobre mi delantal. Inés se nos ha unido al acabar la clase.
«Lo siento mucho —les he dicho—, es culpa mía. Si no fuese tan cabezota, si no tuviese este carácter…»
«No, tú no has hecho nada… Es don Francisco», ha dicho Inés.
Avi ha tardado en hablar. No me culpa de nada. Solo que ella, así, no aguanta. Que tiene pesadillas con las clases y que se le acelera el corazón solo con pensar en asistir cada día. He intentado animarla, pero ha sido imposible. Poco podemos hacer ante don Francisco. Más bien nada. Es el médico, el profesor, y nosotras unas simples aspirantes a enfermeras o, como a él le gustaría pensar, unas mujeres.
La clave de una conciencia tranquila es saber mentirse a una misma, y aunque hasta hoy se me había dado igual de bien que mentirles a los demás, ya no soy capaz. Lo que le pasa a Avi es mi responsabilidad. Y no sé qué hacer, querido diario. De verdad que no sé qué hacer…
22 de julio de 1920
Estoy preocupadísima. Es el tercer día que Avi no va a clase. Don Francisco nos ha contado que su madre llamó para decir que estaba enferma. Inés y yo estamos seguras de que su enfermedad, real o fingida, se debe a la crisis que estalló el otro día. Hemos decidido que, si mañana no regresa, iremos el fin de semana a verla.
24 de julio de 1920
Ayer Avi tampoco fue a clase, así que hoy, aprovechando que es sábado, Inés y yo hemos ido a su casa. Nos ha sorprendido que nos abriera la puerta una señora muy bien vestida y arreglada, doña Amalia, su madre.
«Disculpad, hoy hemos dado día libre al servicio —nos ha dicho tras las presentaciones—. Ahora mismo aviso a Avi; seguro que le alegra vuestra visita.»
Y nos ha dejado solas en el vestíbulo. La casa es grande y hubo un tiempo en que fue elegante. Se nota el desgaste en los muebles y las paredes, y se ve que no la limpian con toda la frecuencia que se debiera. Y doña Amalia, con toda su educación y cortesía, estaba incómoda con nuestra visita. Avi, a pesar de que ya eran casi las once, ha aparecido en bata, sin arreglar y con el pelo revuelto.
«¿Por qué habéis venido?», nos ha dicho con una aspereza nada habitual en ella.
La conversación ha comenzado con mentiras prudentes. Que si nos preocupaba su salud, que cómo estaba, y ella que si había tenido fiebre, que ya estaba mejor pero que no se encontraba con fuerzas para salir… Pero hemos acabado por reconocer la verdad: que estábamos allí porque temíamos que lo quisiera dejar y ella nos ha confirmado que así era. No soporta la idea de volver con don Francisco, pero tampoco se atreve a decirles a sus padres que no es capaz de continuar el curso. También allí, en casa, se ve atrapada. Y su enfermedad, que había nacido fingida, se está haciendo real. Estaba pálida, temblaba, tenía el pulso acelerado y hasta le he notado un poco de fiebre. Le he cogido las manos con fuerza.
«Vamos a hacer una cosa. El lunes vas a venir al hospital, como siempre, y yo me encargaré de que don Francisco te deje en paz. Y si te vuelve a regañar de esa forma tan injusta, yo misma hablaré con tus padres para explicarles lo que pasa.»
«¿Y cómo vas a hacerlo?»
«No te preocupes. Te juro que no volverá a meterse contigo.»
Nos ha costado, pero al final se ha comprometido a regresar. De vuelta a mi casa les he preguntado a mis padres por la familia de Avi.
«Don Enrique Bastida, claro que lo conozco. Durante la Gran Guerra invirtió en minas y en ferrocarriles, y le fue bien durante un tiempo. Pero tras el armisticio los capitales extranjeros se fueron de España y lo perdió casi todo. Ahora malvive vendiendo antiguas propiedades —me ha dicho con pesar—. Durante esos años parecía que todos los negocios iban a funcionar. El resto del mundo estaba en guerra y España era un lugar ideal para las inversiones, pero ahora que ha vuelto la paz a Europa todo el dinero ha regresado allí. Son malos tiempos para este país… Somos muy afortunados, hija. Lo que le pasó a él nos podía haber pasado a nosotros. Ha sido cuestión de azar.»
«Si han metido a tu amiga en las Damas Enfermeras —ha dicho mi madre— es porque apenas tienen para darle la mínima dote. Bastida ya no es un apellido estimado por las buenas familias y esa pobre criatura no encontrará marido entre ellas. Pero un médico o un oficial del Ejército no será tan mirado, y tampoco es mal partido.»
No me ha gustado que hablase de Avi como si fuese una mercancía defectuosa que endosarle a un hombre, pero me he callado. Tengo cosas más importantes en las que emplear mi tiempo que en una discusión con mi madre.
Llevo horas dándole vueltas a lo que le he dicho a Avi. «Te juro que no volverá a meterse contigo.» Muy fácil decirlo. Pero otra de mis mentiras. Porque no tengo ni idea de qué voy a hacer para conseguirlo.
25 de julio de 1920
Hemos ido a la misa del Apóstol y hasta he pedido consejo en mis rezos, pero Nuestro Señor ha preferido ejercer eso tan bíblico que es el Silencio de Dios.
Ha pasado todo el día y sigo sin saber qué hacer.
26 de julio de 1920
Ya está hecho, querido diario.
Ha sido un día largo y extraño. Anoche apenas pude dormir y cuando ha amanecido aún no sabía qué iba a hacer, solo que lo que pasase hoy cambiaría para siempre la vida de Avi y que dependía de mí. No he podido desayunar por culpa de los nervios y según pasaba el tiempo seguía sin tener respuesta. Jamás me había sentido tan mal.
En mi habitación ya estaba preparado el uniforme de dama enfermera, sobre la cama, limpio y planchado por Dorotea, impecable, como siempre. Y entonces lo he sabido. Sí, eso era lo que debía hacer. Con lágrimas en los ojos he ido a mi armario y he buscado un vestido, uno que me sentase realmente bien. Me he arreglado yo misma la melena, suelta sobre los hombros, y me he maquillado. En el espejo me ha costado reconocerme. Así eras, Laura. ¿Dónde habías estado?
He salido de casa con cuidado de no ser vista, pues se supone que debería ir con el uniforme puesto y no bajo el brazo. Antes de que comenzasen las clases he ido al despacho de don Francisco.
Él aún no estaba. En las paredes, en lugar de diagramas y motivos médicos, como esperaba encontrar, había planos de arquitecto. Sobre obras para ampliar el hospital. En uno he visto que van a añadir una planta a los pabellones interiores, para que sean tan altos como el frontal, y unirlos entre ellos al construir las dos esquinas del norte, formando una especie de gran «U». Otro plano tenía que ver con un nuevo dispensario, situado unos cincuenta metros calle abajo, también con forma de «U», pero sin un pabellón frontal que lo cierre. En el alzado se ve que va a tener torre muy alta. Esta nueva construcción se comunicaría con el hospital por un túnel que se uniría al nuestro. Y aún había otro edificio más junto al nuevo dispensario: una residencia y escuela de enfermeras, mucho más grande que la nuestra, con siete pisos de altura. Hasta ella también se podría llegar por ese túnel que lo recorrería todo.
Seguía mirando esos planos cuanto ha entrado don Francisco.
«¿En qué puedo ayudarla, señorita?», me ha dicho con amabilidad y me ha invitado a tomar asiento.
Estaba claro que no me había reconocido con el pelo suelto y el vestido. Yo me he limitado a mirarlo fijamente. Se ha llevado una buena sorpresa.
«¿Señorita De la Gasca? Pero ¿qué hace… así?»
He puesto mi uniforme sobre su mesa y le he dicho:
«Aquí lo tiene. Lo ha conseguido. Lo dejo.»
Se ha quedado boquiabierto. Está claro que no se esperaba algo así.
«Pero a cambio debe jurarme una cosa: que dejará en paz a Avelina Bastida y a Inés Santirso, sobre todo a Avelina.»
«Pero usted… No, no puede estar hablando en serio… La medicina le gusta, se nota… Ni siquiera intenta coquetear con nuestros doctores.»
«Se equivoca. Comencé este curso porque mis padres me obligaron. Es el precio que debería pagarles para poder verme con un amigo, por eso no me interesan los médicos. Y por esa misma razón tampoco me importa dejarlo. Pero para Inés y para Avelina las Damas Enfermeras son importantes. No porque busquen marido, sino porque su vocación es ayudar.»
Don Francisco parecía confuso y ha tardado un momento en organizar su cabeza.
«Quizá no tenga vocación, pero tiene talento. Solo debe pulir este… carácter tan impetuoso y terrible que tiene.»
«No soy impetuosa. He estado buscando una solución todo el fin de semana. Y no me importa dejar el curso a cambio de que usted trate mejor a mis amigas.»
Don Francisco ha mirado el uniforme, me ha mirado a mí y ha meneado la cabeza.
«¿Acepta?», he insistido.
«Y si no acaba el curso, ¿cómo hará para ver a su amigo ese?»
«Me apañaré. No se preocupe.»
«No me preocupa, es simple curiosidad.»
«Pues se lo haré saber por carta. Siempre se me ocurre algo.»
«Ya me estoy dando cuenta de que es una mujer de recursos… —Ha cogido mi uniforme—. Que se vaya, haría mi vida mucho más fácil y usted bien que se lo merecería. No es la primera que lo deja, ¿sabe?»
«Lo supongo.»
«Y cuando una lo deja, doña Carmen se lo toma como algo personal. Pasó con todas. Va a sus casas, habla con ellas, con sus familias… Y a veces consigue que vuelvan.»
«Conmigo no lo hará. Y no se preocupe. No le contaré la verdadera razón. Se me da muy bien inventar excusas…»
Don Francisco se ha reído.
«No le estoy hablando de su madre o de una institutriz que cobra por horas, le estoy hablando de la duquesa de la Victoria, de una dama de la reina. No tiene ni idea de las intrigas, componendas y tejemanejes que ha vivido esa mujer en la Corte. Doña Carmen es una buena persona, pero no es tonta. Da igual lo que usted le diga, porque averiguará la verdad. Sabe captar la mentira como un perro olfatea la carroña a kilómetros. A veces me da la sensación de que esa mujer está a un paso de poder leer la mente. Y usted, además, con su actitud y con lo que le gusta ir a la biblioteca y hacer prácticas fuera del horario, ha llamado su atención. No solo la visitará en su casa, la asediará.»
Don Francisco ha puesto el uniforme en mi regazo.
«No quiero problemas con ella, así que se pondrá esto y volverá a las clases.»
«¿Y Avelina e Inés?»
«Me esforzaré en tratarlas mejor, pero con usted no tendré esa delicadeza.»
«Me parece bien.»
Don Francisco se sentaba mientras yo me levantaba para irme.
«Espere. —Me volví a sentar—. No quiero que piense que esta es la única razón por la que cedo ante usted. No me gustaría que me viniese con otros faroles como este.»
«Le juro que no era un farol.»
«Razón de más para lo que voy a decirle… Nunca he dudado de su capacidad ni de su interés, pero sí de su idoneidad. El orgullo y el egoísmo no van bien con una actividad que se basa en servir. Y ni doña Carmen, que es duquesa y dama de la reina, tiene tanta prepotencia como la que usted ha mostrado conmigo este mes. Se ha aplicado, ha luchado y ha aguantado en silencio…, pero no porque haya aprendido a contenerse, sino por orgullo. Y en ningún momento se le ha ocurrido disculparse.»
Me ha dejado sorprendida. ¿Todo se reducía a que don Francisco quería que le pidiese perdón?
«Lo siento mucho, pero en nuestra discusión sobre el manual solo le dije lo que pensaba.»
«No quiero que se disculpe por sus ideas, sino por sus modales. Estaba tratando con un profesor, con su superior… El respeto, la disciplina y la humildad son muy importantes, no solo en una enfermera, sino también en un médico como yo. A mí nunca se me ocurriría tratar de ese modo a doña Carmen ni al señor Nogueras, porque son mis superiores.»
«Ya veo… En ese caso, le pido disculpas por cómo le traté.»
«Llegan tarde y no sé si con mucha sinceridad. —Me había pillado—. Sé que es algo que tendré que seguir trabajando con usted y me alegra ver que hoy, por fin, ha dado un paso. Con este gesto, con la oferta de su renuncia, me ha mostrado que es capaz de sacrificarse y de pensar en otros antes que en usted misma… Creo que si además se esfuerza en corregir ese atroz carácter que tiene, puede llegar a ser una buena enfermera.»
«Muchas gracias», le he dicho con total sinceridad. Aquello era lo más cerca que don Francisco había estado de un halago. Iba a salir cuando ha vuelto a llamar mi atención.
«Espere, espere. Aún no he acabado.»
Madre mía, este hombre, una vez que coge confianza, no tiene parada. Así no me iba a dar tiempo de vestirme y llegar a clase.
«Si de verdad quiere ayudar a su amiga, la señorita Avelina Bastida, haga algo por su templanza. En la práctica clínica se encontrará con circunstancias de mayor tensión que las que yo le provoco, y vendrán tanto de las situaciones como de los pacientes o de los médicos y sus superioras. Esa joven necesita una fortaleza que no tiene. Quizá que ella lo dejase no sería tan mala idea. No le hace ningún favor.»
«Una fortaleza es fácil de derribar cuando aún está en construcción —le he respondido—. Los muros de la mía son ya sólidos, mientras que los de Avelina aún son débiles, sin cimentar; pero estoy segura de que si la ayudamos, y sé que usted puede hacerlo, acabarán por ser robustos. Ella es mucho más humilde y compasiva que yo, y tiene verdadera vocación… Se merece una oportunidad.»
«Dios mío, usted siempre tiene algo más que decir…», ha dicho en un suspiro.
«Gracias.»
«No es un halago… —Con un gesto me ha autorizado, por fin, a salir de allí—. Puede cambiarse en el vestidor de las enfermeras profesionales. Está al final del pasillo, saliendo a la izquierda, mi izquierda. La espero en el aula de prácticas.»
Me he cambiado a toda prisa y recogido el pelo en la cofia como he podido. En la calle ya hacía calor y la carrera hasta el edificio de la escuela me ha hecho llegar sofocada y sudando. La clase ya había comenzado. Estaban calentando unas cataplasmas que aplicaríamos sobre nuestros estoicos maniquíes. Don Francisco me ha mirado con mala cara, como si la conversación que acabábamos de tener jamás hubiese ocurrido, y me ha reconvenido por llegar a esa hora y con esa facha. Ha seguido siendo igual de rudo y exigente conmigo, pero con Inés y especialmente con Avi ha estado muy amable.
Al final del día Avi se me ha acercado, con las manos aún calientes de preparar tantas cataplasmas, me ha abrazado y me ha dado un beso enorme en la mejilla.
«No sé qué has hecho, pero gracias. Eres la mejor.»
Por primera vez he sabido qué es que se te empañen los ojos con lágrimas de alegría. Creo que no me había sentido más feliz en mi vida. Y ahora, para cerrar este día de forma perfecta, voy a escribirle una carta a Javier.
27 de julio de 1920
Esta mañana he enviado la carta y, ya más tranquila, de regreso de la escuela, he buscado a mi padre para preguntarle por los planos que vi en el despacho de don Francisco.
«Usted está en la Junta del hospital, ¿no?»
«Bueno, está mi dinero; yo nunca he ido por ahí. Será mejor que le preguntes a tu madre. Ella ha asistido a algunas reuniones, aunque nunca ha visto a la reina, que es lo que creo que más le apetecía.»
Tendría que haberlo supuesto y comenzado por ahí.
«Madre, ayer, casualmente vi unos planos del hospital...»
«A saber a qué le llamas tú “casualmente”…», me ha dicho.
«Parece que van a ampliarlo; solo quería saber cuándo van a empezar las obras.»
«Va para largo… Y suerte tendremos si no lo cierran.»
Me ha dejado helada. ¿Cerrar el hospital?
«¿Por qué?»
«Doña Adela Balboa, a su muerte, donó buena parte de sus bienes para fundar una institución donde atender a los más necesitados. Lo único que pidió a cambio es que se llamase de San José y Santa Adela, el nombre de su padre político y el de ella misma. Pero una de sus herederas, doña Blanca Gómez Balboa, lleva años pleiteando para impugnar el testamento y aumentar así su herencia. Hasta ahora los tribunales han desestimado su demanda, pero ella sigue insistiendo. Y hasta que se resuelva ese pleito no se podrán hacer más obras… Hace tiempo que ya no voy por las reuniones de la Junta, pero sé que para doña Carmen y el doctor Nogueras esa mujer es un quebradero de cabeza. Ellos luchan por ampliar el hospital y la labor de la Cruz Roja, y esa mujer está empeñada en echarlo todo por tierra.»
Por un momento pensé que si doña Blanca se salía con la suya y lo cerrase, podría ver a Javier antes. Pero la labor que hacen allí con los pobres es importante. Esa gente lo necesita… y yo puedo esperar unos meses más.
19 de agosto de 1920
Sé que te he tenido abandonado, querido diario, pero han sido días de esfuerzo y trabajo. Y con el calor del verano azotándonos aún se hace más oneroso. La cofia algo protege del sol, pero creo que el uniforme debería incluir un abanico.
Un poema, una novela, una obra de teatro… te pueden gustar o no, pero un hecho es un hecho y no se puede negar su existencia si es mostrado con claridad. Y lo bueno de la ciencia es que no está sujeta a criterios de valor. Si una medicina cura, curará por poco que les guste a sus detractores. Y si una estudiante se sabe la materia y sus vendajes, apósitos y curas están bien hechos, habrá que reconocerlo, por mucho que le cueste a su profesor.
«Bien, señorita De la Gasca —me dijo un día don Francisco con frialdad ante un vendaje de inmovilización bastante complicado. Mi gesto de triunfo debió de ser tal que continuó—: Tampoco se ponga así. Si en el Museo del Prado exhibiesen vendajes, el suyo no estaría. Sin embargo, el de la señorita Torres… —Y pasó a alabar el de Alba, que he de reconocer que no estaba mal, como si fuese una obra de Sorolla.
Pero eso ya ha quedado atrás. Hemos dejado los vendajes, cataplasmas y curas, y hemos comenzado a trabajar con el material quirúrgico. A algunas casi les da un mareo al ver aquellos serruchos, bisturís, pinzas y tenazas. ¿Es que creían que cortar un músculo, serrar un hueso o abrir el esternón se podría hacer con un cuchillito? Luego se tranquilizaron al saber que nosotras no íbamos a estar en quirófano.
«Hay una frontera que separa a las damas enfermeras de segunda de las de primera: la puerta del quirófano», explicó don Francisco.
Nuestra labor sería ordenar, esterilizar y preparar el material de quirófano y, en caso de necesidad, realizar pequeñas cirugías de emergencia en la sala de curas o donde fuese, siempre en compañía de un médico o una enfermera profesional. Esas operaciones serían solo en tejidos superficiales o estructuras de fácil acceso, o hemostasias de urgencia para dejar al paciente listo para la cirugía mayor. Algo tan sencillo, que consiste en detener una hemorragia, pareció marear a algunas, que no preveían tener que enfrentarse a tanta sangre.
Ahora los temas son más complicados y densos. Siempre he tenido la tendencia de dejar todo para última hora, de estudiar antes de que me fuesen a evaluar, pero con Inés y Avi es imposible. Como les gusta que compartamos nuestras dudas, y tienen muchísimas, tengo que llevarlo todo al día con ellas, y lo que en principio me parecía que iba a ser dificilísimo me ha resultado tan ameno y entretenido como el resto.
Y la práctica ha sido lo mejor. Don Francisco nos ha traído unos grandes muñecos de tela a los que teníamos que abrir superficialmente para retirarles unos fragmentos de metralla y luego coserlos. Nos ha dicho que es raro que una enfermera de segunda haga algo así, pero que le apetecía ver hasta dónde podíamos llegar antes de seguir con otras intervenciones más sencillas. Algunas se han puesto muy nerviosas al ver como la tela se deshacía y el contenido del muñeco, una arenilla que simulaba la sangre, se desparramaba por todos los lados, o como la metralla se iba hacia el interior del muñeco y no eran capaces de alcanzarla. Por no hablar de que algunas incisiones parecían tajos dados con un alfanje. Al principio todo eran nervios y pequeños gritos ahogados, pero al final hemos acabado riéndonos. Hasta don Francisco lo ha hecho y, por una vez, le he visto bromear de buen humor. Al llegar a mi lado se ha quedado muy sorprendido.
«Sé que no lo ha podido practicar en la piel de sus amigas —me ha dicho—. Sus compañeras han sido más letales que la viruela, pero su paciente sobreviviría. Horriblemente desfigurado y con unos dolores insoportables, pero vivo… Me duele decirlo, pero enhorabuena.»
No he podido evitar reírme ante su comentario. Seguro que Alba se ha puesto colorada de furia.
«Afortunadamente, no creo que tengan que hacer algo así —nos ha recordado—. Su cometido será ayudar al médico en esta tarea, pero es bueno que sepan a lo que se enfrenta su superior.»
¡Qué día más estupendo, diario! Al salir he invitado a Inés y Avi al Chumbica, y no a un recuelo, sino a una horchata. Como unas princesas nos hemos sentido.
Había sido todo tan perfecto que, al llegar a casa, esperaba coronarlo con una carta de Javier. Pero no había ninguna. Ya le he escrito tres y aún no he recibido respuesta. Supongo que le habrán tardado en llegar o no podrá responder por algún motivo. Mi padre dice que, a veces, para proteger secretos, el Ejército retiene el correo. Y me figuro que, en un arma tan moderna como la Aviación, debe de haber muchos secretos…
20 de agosto de 1920
Inés y Avi han debido de notar que estoy alicaída por mi falta de noticias de Javier porque no se han despegado de mí en todo el día. Han insistido mucho en que hagamos algo juntas el fin de semana. Al final he aceptado y nos veremos el domingo después de comer.
22 de agosto de 1920
Pensé que mis amigas me llevarían al Retiro o a El Pardo, a pasear y tomar unos barquillos y unas horchatas, pero hacía tanto calor que nos ha parecido mejor el plan de Inés. Desde que lo habían inaugurado, allá por San Isidro, tenía unas ganas enormes de conocer el Real Cinema, en la plaza de Ópera.
«Mi padre dice que es la sala de cine más grande de España», ha insistido con los ojos muy abiertos, como si ya lo estuviera viendo.
Y resulta muy difícil resistirse a sus arrebatos de entusiasmo, así que allá fuimos.
El edificio, ya por fuera, es impresionante: tres plantas, un portalón y unos ventanales descomunales y una torre rematada en algo parecido a un cenador con cúpula. Da la impresión de que es, al mismo tiempo, un edificio muy antiguo, como sacado de Bizancio, y muy moderno. Y por dentro no es menos espectacular.
Hemos ocupado un palco junto a una señora que había traído a su perrito a ver la película. A nuestros pies, el enorme patio de butacas que, según Inés, tiene un millar de asientos. Por encima de nosotras aún estaban el anfiteatro y una terraza superior que multiplican el aforo por tres. Y estaba repleto.
La película era una versión de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, una novela de Stevenson que me encanta. La han acompañado una pequeña orquestina de cuerda y un piano. La historia sigue, más o menos, la novela, aunque se inventan a un personaje femenino, la prometida de Jekyll. Aun así, he de reconocer que me ha gustado bastante. El actor que interpreta a Jekyll y a Hyde, que es el mismo, hace un trabajo fabuloso cuando se convierte en monstruo delante mismo de nuestros ojos, cambiando solo el gesto, la postura de su cuerpo y la forma de moverse.
Hemos salido muy contentas y he aprovechado para proponer mi parte del plan.
«Estamos muy cerca de la Puerta del Sol. ¿Qué os parece si cogemos el Metro?»
«¿Para qué?»
«¿Adónde quieres ir?»
«A ningún lado. Es solo por saber cómo es ir bajo la ciudad a toda velocidad.»
«Pues será incómodo.»
«Y ruidoso.»
«Por favor, me apetece mucho…», he abusado de que estaban preocupadas por mí y querían animarme y, al poco, estábamos camino del Metro.
Como ellas temían, es incómodo y muy ruidoso. Pero a mí me ha encantado la velocidad, el traqueteo de los vagones, el cambio brusco de luces al pasar por el túnel y entrar en las estaciones, y ese ruido que a ellas tanto les incomodaba. Y me ha sorprendido lo rápido que nos ha dejado en la última parada, la glorieta de Joaquín Ruiz.
«¿Y ahora qué? —ha dicho Inés—. ¿Vamos al Chumbica?»
«No; lo que quiero es ir en Metro, no al café al que podemos ir todos los días. Venga, vamos a cogerlo de vuelta.»
Y así las he arrastrado de un lado a otro durante tres viajes, como si fuésemos un yoyó que recorría su cordel bajo tierra desde la Puerta del Sol hasta Joaquín Ruiz, una y otra vez. Ellas han salido un poco mareadas y cansadas, así que hemos dado un paseo por la Gran Vía y las he invitado a tomar un té entre el bosquecillo de columnas del Café Regina. Por allí, a veces, van Valle-Inclán y Unamuno, pero hoy no estaban. Una pena, porque me habría encantado verlos.
Aun así, ha sido un día estupendo: Inés y Avi han conseguido que no pensase en Javier en ningún momento… hasta ahora. La soledad y la noche son malas compañeras de pesares, querido diario; qué bien lo sabes tú, confidente de todas mis inquietudes.
26 de agosto de 1920
Le he pedido a mi padre que hable con un amigo que tiene en el Ministerio de la Guerra para saber si le ha pasado algo a Javier. No sabes, querido diario, cuánto me arrepiento de haberlo hecho…
Mi padre ha averiguado que su escuadrilla está en el aeródromo de Zeluán, cerca de Melilla, destinado a la guerra de Marruecos. Y yo he sentido como si me diesen una patada en el corazón. Ahora sé exactamente a qué se debe esa sensación, y podría describir cómo el miedo a que a Javier le haya pasado algo ha provocado la activación de mis glándulas suprarrenales, que han liberado la hormona adrenalina en mi sangre y esta, al llegar al corazón y los pulmones, ha hecho que se acelerasen. De ahí el ahogo y la presión que notaba en el pecho. Pero saberlo no ayuda en nada. La angustia es la misma y la pérdida de control es inevitable. He creído que me caía y no era capaz de pensar en nada.
Mi padre ha evitado que me golpeara con el suelo. Mi madre lo ha ayudado a sentarme y luego ha ordenado que me trajesen las sales y un vaso de agua.
«Javier está bien —ha asegurado mi padre intentando tranquilizarme—, no aparece en ninguna lista de heridos, muertos o desaparecidos.»
«Céntrate en tus estudios, querida, y ya verás como Javier está de regreso antes de que te des cuenta.» Me ha sorprendido que mi madre, a quien Javier nunca le ha hecho gracia, se mostrase tan cariñosa y comprensiva conmigo.
Hasta mi hermana, al llegar a casa, se ha pasado por mi cuarto para interesarse por mí.
Al principio ha sido amable y cariñosa, como sabe serlo cuando ella quiere, pero antes de irse ha dicho algo que me ha dejado aún peor de lo que estaba:
«Si de verdad quieres a Javier y pretendes estar con él, será mejor que te acostumbres a esta sensación. Un militar debe ir allá donde le ordenen y luchar; su vida siempre estará rodeada de incertidumbre y peligro.»
Sé que quiero a Javier, pero no sé si quiero vivir siempre así… Es como respirar un aire frío, cargado de hielo. No sé como alguien puede acostumbrarse.
30 de agosto de 1920
No puedo apartar a Javier de mi cabeza y me siento mareada todo el día. Hasta se me hace cuesta arriba ir a clase y estudiar. Pero hoy, al menos durante un momento, he pensado en otra cosa.
Estamos con las prácticas de transporte de heridos y, aunque hay camilleros que se encargan, tenemos que saber cómo mover a nuestros pacientes y algunos trucos para manejarlos aunque pesen mucho más que lo que nuestras fuerzas nos permitirían cargar. Don Francisco, creo que para divertirse, ha hecho que algunas hiciésemos de heridos y que las otras se encargasen de inmovilizarnos, cargarnos y movernos de un lado a otro. Y todo con prisa, bajo la presión de las órdenes y voces de don Francisco, como si estuviésemos en un hospital de sangre, que son los que están más cerca del frente. Os podréis figurar que ha habido caídas, golpes, carreras y, al final, muchas risas. Hasta Alba, que es más seria que un gato sin bigotes, se ha reído. Y yo tampoco he podido evitar pasármelo bien.
Al regresar a casa, en silencio, ya en el tranvía el miedo ha vuelto a llenar mi cabeza y mi corazón. No había carta en casa. A ver si hoy consigo dormir un poco.
17 de septiembre de 1920
Don Francisco nos lo había dicho: «El tiempo es el mejor médico y, a veces, nuestra labor consiste en no estropear su acción con remedios innecesarios o cuidados excesivos». Y así ha sido con mi corazón, que diría antes, cuando solo leía novelas, aunque ahora sé que tiene más que ver con mis sistemas nervioso y glandular.
Aún no he recibido carta de Javier y sigo preocupada, pero me he acostumbrado a sobrellevar esa preocupación y a centrarme en mis estudios y en mis amigas. Sobre todo ahora que vamos a dar un paso más.
Estamos con la última de las clases teóricas, que tiene que ver con la higiene y la limpieza. Según don Francisco, más importante que la cirugía y las medicinas. «Los microbios matan más que las bombas», ha insistido, y nos ha contado como en la guerra de Cuba, no tan lejana, por cada soldado que mataron los mambises, las enfermedades se llevaron a doce.
«No es a sus patriotas ni al Ejército de los Estados Unidos a quien debe Cuba su independencia, sino al virus de la fiebre amarilla. En cada ciudad de esa isla debería haber una estatua al mosquito Aedes aegypti, transmisor de la enfermedad y verdadero libertador de Cuba.»
Resulta fascinante, ¿verdad? Pues las prácticas de mantener la higiene y esterilizar y desinfectar nuestros materiales y lugares de trabajo con fenol no lo son tanto: fregar, limpiar y lavar, eso sí, con rigor científico. Al menos, gracias a ellas, nos han llevado al hospital. Doña Carmen, que acaba de regresar de sus vacaciones estivales con la reina, nos lo ha enseñado.
«A partir de ahora —nos ha dicho—, pasaréis mucho tiempo aquí.»
Desde el centro del patio nos ha señalado los cuatro pabellones. El frontal y más grande, que está al sur, es el que llaman «administrativo», aunque en él hay de todo. Además de la capilla, están las oficinas, la residencia de las Hermanas de la Caridad (conocida como «el convento»), un dispensario donde pasan consulta y las habitaciones de los niños internados. Creo que las enfermeras profesionales también viven allí, con las monjas, y algunas acaban por ingresar en la orden de San Vicente de Paúl. Curioso; algunas de nosotras buscan casarse con médicos, pero ellas prefieren el matrimonio con Dios.
Doña Carmen también nos ha hablado del túnel, que mis amigas y yo ya conocemos.
«Por ahí trasladamos a los pacientes de un pabellón a otro o nos movemos cuando llueve o hace demasiado frío, o demasiado calor.»
Luego nos ha ido señalando los otros tres pabellones:
«A la izquierda del administrativo, al oeste, está el pabellón Alfonso XII, el de convalecientes de cirugía; hombres en el sótano y mujeres en la primera planta. El del fondo, al norte, es el María Teresa; en su sótano están los quirófanos y en la primera planta los pacientes distinguidos, que es como se llama a los que pagan por ser atendidos. Y al este, el María Cristina, donde están las cocinas y los pacientes de medicina; también hombres en el sótano y mujeres en la primera planta».
Los pabellones interiores, junto a la entrada de cada uno, tienen una especie de cuadro hecho con azulejos de cerámica. En uno se representa a San Vicente de Paúl, en otro a la Inmaculada y en otro a Cristo. Las monjas usan esos nombres para referirse a ellos. Así que cada pabellón tiene cuatro nombres: el de su santo, el del miembro de la familia real a quien está dedicado, el de su punto cardinal y el de lo que se hace en él. Por ejemplo: el oeste también es el de cirugía, el Alfonso XII y el San Vicente de Paúl.
También nos ha enseñado una de las habitaciones de enfermos. La de medicina para mujeres. Amplia y alargada, sin nada en medio, solo una estufa metálica y unas cuantas plantas, con una veintena de camas pegadas a los lados. Las ventanas dejan pasar la luz y el aire, y se ve luminosa, limpia y, sobre todo, muy blanca: las paredes, el techo, los muebles, los médicos, las enfermeras, las monjas, hasta los pijamas de las pacientes…, todo es blanco. Las enfermas, atendidas por monjas, nos han mirado con respeto y casi reverencia. Así, vestidas con ropa del hospital, bien lavadas y aseadas, sus ojos son lo único que las podría distinguir de las de pago. Te miran con una timidez y un respeto excesivos.
Carmen también nos ha paseado por otras salas, dedicadas a consultas, odontología (donde la silla y el instrumental parecían sacados de una fantasía de torturas medievales), botica, lencería, lavandería… El edificio, que ya parecía grande, al recorrerlo se me ha hecho enorme.
He pensado que, tras esa explicación y ese recorrido, nos enviarían al pequeño dispensario del hospital a ayudar con las consultas, pero en lugar de enfermos hemos cuidado del edificio en sí: baldear suelos y paredes, lavar sábanas y toallas, limpiar muebles y ventanas, esterilizar instrumental y mantener todo en orden y limpio. Algunas se han quejado de que, con esa excusa, nos usan de fregonas y lavanderas. Don Francisco nos ha dicho que, en recompensa, el lunes de la semana que viene trataremos con nuestros primeros pacientes de verdad.
Como todas, estoy muy nerviosa y con muchas ganas de empezar.
20 de septiembre de 1920
Hoy ha sido nuestro primer contacto con los pacientes del hospital.
Antes nos han reunido a todas y don Francisco y doña Carmen nos han explicado cómo nos debíamos comportar. Don Francisco ha insistido en asuntos médicos y de protocolo, en cómo debíamos hablar con el doctor y con los pacientes, y nos ha advertido sobre la humilde procedencia de estos; sus ropas, al llegar, serían malas y gastadas y su higiene, en muchos casos, deficiente, igual que su educación y su forma de expresarse. No quería ningún gesto de sorpresa, desprecio o burla; había que tratarlos como si fuesen el mismísimo príncipe Alfonso.
Doña Carmen nos ha hablado sobre lo que una enfermera debe transmitir: esperanza. El paciente llega asustado, nos ha dicho, y nuestra sola presencia, nuestra templanza y el tono de voz, cada gesto, debe transmitirle que está a salvo, que este es un lugar seguro donde vamos a cuidarlo y sanarlo.
«Jamás —e insistió—, jamás debéis dejarle ver vuestros miedos, pesares o dudas; un ceño fruncido, una mueca de excesiva compasión, un titubeo pueden ser más letales que un disparo. Por el contrario, una voz suave y firme, un gesto amable y seguro pueden salvar una vida o traer paz a las últimas horas de un moribundo.»
Don Francisco ha escogido a dos para que lo ayudasen en las consultas: Alba y una de sus amigas, que han marchado con él contoneándose como gansas recién cebadas. El resto hemos sido divididas entre el pabellón femenino de medicina y el infantil, donde hemos acabado Avi, Inés y yo. Nuestra labor consistía en ayudar con el cuidado de los niños y aplicar las curas que el doctor Serrada, que era quien estaba a su cargo, ordenase.
La sala de infantil es amplia y bien ventilada. Los pequeños, que ya llevan tiempo ahí, están limpios y son muy obedientes y tranquilos, lo que me ha alegrado, porque no tengo muy buena mano con los niños. O me resultan demasiado revoltosos y ruidosos, o demasiado callados y aburridos. Afortunadamente, allí la enfermedad los sume en la segunda de esas categorías.
Nuestra principal labor ha consistido en limpiar los suelos y los baños, y cambiar sus ropas de cama, camisones y pijamas, para después lavarlos, ayudarlos con su higiene y sus necesidades, darles de comer, sacarlos a pasear y jugar en su jardín, y si no fuera porque también hemos revisado sus vendajes y comprobado que tomasen sus medicinas y se les aplicasen las curas, me habría parecido que era un trabajo más propio de un hotel que de un hospital.
Más tarde nos han ido llevando algunos pacientes desde el dispensario. Alba ha ido con uno tremendamente sucio y que olía fatal. He visto como me buscaba con la mirada y, en cuanto me ha localizado, me ha señalado y le ha dicho: «Te atenderá Laura». La muy sinvergüenza se ha marchado relamiéndose por su pequeña jugarreta.
Recibí al niño como nos ha dicho don Francisco, como a un príncipe; un príncipe de los albañales, pero un príncipe al fin y al cabo. He leído el estadillo donde indican su nombre, enfermedad y tratamiento: «Leandro Iglesias; gastroenteritis urticaria; agua albuminosa y cataplasma emoliente».
Antes de aplicarle el tratamiento lo he llevado al baño para quitarle la ropa, asearlo y ponerle el pijama del hospital. Nada más tocarlo he sabido que tenía mucha fiebre. Se ha estremecido un poco al contacto.
«Tiene las manos muy frías, señorita», ha dicho con acento callejero y voz dulce y cantarina.
Le costaba caminar, pero aun así estaba más pendiente de mirarme a mí que de dónde ponía sus pies.
«Tiene los ojos verdes —me ha dicho— y es muy guapa, pero ese gorro no le queda nada bien; deberían dejarle llevar el pelo suelto.»
Le he explicado que la cofia no es por capricho, sino por higiene. Igual que el baño que él iba a tomar. Además, el agua fresca le calmaría la fiebre. No le ha hecho mucha gracia que lo desnudase y se ha puesto colorado. Yo estaba igual de nerviosa, pero he intentado que no se me notase y no he hecho ningún comentario. Tenía que hacerle ver que aquello era lo más natural del mundo y que yo lo hacía a diario con muchos otros niños.
«¿Puede cerrar un poco la ventana, señorita?», me ha pedido con lo que creí rubor.
«Es muy pequeña y da al patio, no te verá nadie.»
«No es por eso, es que me molesta la luz.»
Me ha sorprendido tanta sensibilidad a la luz. Al meterlo en el agua, he visto la erupción que le cubría parte de la tripa. Era de un color rosa pálido. He probado a presionarla y las manchas desaparecían por un instante. Mientras lo lavaba le he preguntado por su vida. Es del Real Hospicio de San Fernando, de ahí el apellido Iglesias, y decía que por eso tenía un montón de madres y de hermanos, aunque ningún padre. He seguido tirándole de la lengua para que me contase cuándo se había encontrado mal y si había más niños así en el hospicio. Ya hacía una semana que había tenido los primeros escalofríos y la fiebre, pero habían pensado que sería un catarro. El dolor de tripa y, según él, de todo el cuerpo, como si le hubiesen apaleado, había comenzado esa mañana. Le he examinado el resto del cuerpo y he comprobado que la erupción se extendía hacia la espalda y ya bajaba por las ingles.
Lo he secado, llevado a la cama, dado un poco de agua albuminosa y puesto una cataplasma para el dolor, como me habían indicado.
«¿Vendrá a verme luego, señorita?», me ha preguntado cuando iba a dejarlo.
«Sí, no te preocupes. Yo me ocuparé de ti, pero ahora tengo que salir un momento.»
«Gracias, señorita… —Se ha quedado pensando un momento; el pobre no se acordaba de mi nombre. Iba a recordárselo cuando ha añadido—: Ojos Verdes.»
Me ha hecho gracia lo de señorita Ojos Verdes.
He apurado el paso para ir a la planta baja, donde está el dispensario. Inés se me he acercado.
«¿Adónde vas? No podemos salir de aquí.»
«Es importante. Tengo que hablar con don Francisco y con el doctor Serrada.»
«Te vas a meter en un lío.»
«Ya ves, qué novedad…», he dicho antes de irme.
Era cierto, me iba a meter en un lío, pero esta vez sería por una buena razón.
He bajado corriendo por las escaleras, agarrando la cofia para que no se me cayese con las prisas. Una enfermera me ha intentado detener para preguntarme adónde iba, pero la he rebasado sin decirle nada. En el dispensario me han recibido las miradas de sorpresa y hostilidad de médicos y enfermeras, especialmente la de Alba. «¿Qué hace esta aquí?», ha debido de pensar. Los doctores Serrada y Luque tampoco me han mirado con mucha amabilidad que digamos. Me he dirigido directamente a don Francisco, sin perder la compostura, y le he dicho: «Necesitan verle fuera, doctor».
Don Francisco me ha acompañado al patio y cuando ya comenzaba a reñirme de muy malos modos le he interrumpido:
«Creo que uno de los niños, Leandro Iglesias, tiene tifus exantemático».
El doctor se ha quedado paralizado y, tras pensarlo un momento, ha dicho:
«Espero que se equivoque, porque disfrutaré mucho regañándola y nos ahorrará muchísimos problemas».
Luego ha avisado a Serrada y me han acompañado al pabellón para examinar al niño. Para mi fortuna y desgracia de los demás, yo tenía razón. El diagnóstico ya venía hecho del hospicio y el doctor Serrada, que tenía muchos pacientes hoy por la tarde, siguiendo el protocolo lo había pasado directamente a la habitación para verlo más tarde y que, mientras, le aplicásemos las curas.
Don Francisco y Carmen nos han reunido para explicarnos la gravedad del caso y comprobar si sabíamos qué hay que hacer.
«Limpiar la habitación con vapores sulfurosos y lavar a los pacientes con agua jabonosa y vaselina timolizada; y todas deberíamos usar mascarilla», ha respondido Alba.
Don Francisco ha visto que yo alzaba ligeramente la mano.
«Creo que la señorita De la Gasca tiene algo que decir. Qué sorpresa, ¿no?»
Algunas se han reído. Alba no ha sido una de ellas…
«Sé que es lo que pone el manual —he dicho—, pero sigue las medidas que se aplicaban cuando estaba en boga la teoría miasmática. Sin embargo, he leído que la transmisión de esa enfermedad tiene que ver con los piojos.»
«¿Dónde lo ha leído?», ha preguntado don Francisco.
«En la revista Medicina Española. Hablaban de los estudios de…»
«De Charles Nicolle», me ha interrumpido.
Me he limitado a asentir.
«Yo también he leído esa revista. —Luego ha aprovechado para impartirnos una lección—: El doctor Nicolle ha demostrado que la teoría de Ricketts y Wilder era cierta y que los piojos son el vector de esa enfermedad. Les dije el primer día que la ciencia iba de leer el libro de la naturaleza, no el manual. Y ya ven lo rápido que pierden vigencia las viejas enseñanzas a la luz de la experimentación moderna. Es importante que lean revistas y estén al día. La señorita De la Gasca tiene razón. Los piojos son nuestro enemigo en este caso. Nada de mascarillas ni vapores. Ajustaos bien la cofia, extremad la higiene y, aunque notéis una picadura, no os rasquéis ni frotéis la zona; lavadla con trementina... Y mucho ojo con la dosis; es una sustancia muy venenosa.»
Me ha dado la impresión de que todas nos mirábamos las manos y nos tocábamos el pelo de forma nerviosa por si se nos había colado algún piojo. Todas menos Alba, que solo me miraba a mí y debía de tener unas ganas enormes de fregarme el gaznate con estropajo y trementina.
«La prevención es esencial —ha continuado don Francisco—, no os enfrentáis a una enfermedad cualquiera. El tifus ha acabado con ejércitos y reinos enteros, y los médicos y enfermeras no somos inmunes a él; el propio Ricketts murió por su culpa un año después de descubrir cómo se transmitía. No se trata de una práctica con un maniquí. El tiempo para equivocarse se ha acabado. Un error, señoritas, y no solo ustedes estarán muertas, sino que llevarán la muerte a sus familias.»
Creo que don Francisco se ha puesto tan dramático porque a él no le hacía gracia que ayudásemos siendo solo estudiantes. Pero doña Carmen ha insistido en que vendría bien para nuestra formación y que necesitarían toda la ayuda posible. Y vaya si ha hecho falta. Nos han reforzado con monjas, profesionales y damas enfermeras de otros años, entre las que ha venido Margarita, la hermana de Inés, y aun así apenas hemos dado a basto.
Como yo había descubierto el caso y ya había tratado con Leandro, me han encargado a mí del niño. Con ayuda de sor Titulada, le he afeitado la cabeza, le he aplicado una solución de trementina por todo el cuerpo y le hemos puesto cataplasmas calientes para bajar la inflamación y el exantema del vientre.
Las demás han rasurado las cabezas de todos los niños y se han asegurado de que las ropas y sábanas no tuviesen piojos. Para prevenir las han cambiado todas y se han lavado con jabón de trementina, igual que los suelos y las paredes. Los médicos han comprobado los diagnósticos de todos los pacientes y resulta que Leandro, por ahora, es el único con tifus. Ha sido separado del resto por unos biombos improvisados con sábanas blancas.
Mientras, doña Carmen ha preparado a un grupo que la acompañaría al hospicio para aplicar también allí las medidas de higiene preventivas y ver si había más casos. Inés y su hermana han estado entre las elegidas.
«Tenemos que ser muy rápidas y eficientes —les ha dicho doña Carmen—. Por ahora es solo un brote, pero si se convierte en epidemia y se extiende por Madrid, será una catástrofe; en nuestras manos está el impedirlo.»
La palabra «epidemia» nos ha aterrado a todas. Aún está muy reciente la memoria de la gripe española y sus miles de fallecidos. Recuerdo estar encerrada en casa, con toda mi familia, muertos de miedo, como si las calles estuviesen llenas de asesinos.
Leandro no ha parado de preguntar qué pasaba y a qué se debía tanto movimiento y alboroto.
«Es lo habitual —le he mentido—, mantener el hospital limpio y sano da mucho trabajo.»
Luego, mientras le aplicaba una nueva cataplasma, le he contado un cuento. Se ha relajado, no sé si por el cuento o sencillamente porque le hablase.
«No, por favor, no se vaya, señorita Ojos Verdes.»
Parece que he perdido el nombre con ese niño. Me da igual. Si un joven en un baile me hubiese tratado así, le habría cruzado la cara con toda la fuerza de mi brazo y la marca le habría durado semanas, pero en Leandro me hace gracia. Supongo que al verlo rapado, tan débil y delgaducho, con esas ojeras y esa voz que no puede ocultar su sufrimiento, me da mucha pena. Podría haberme llamado señorita Tonta del Bote, que me habría parecido igual de bien.
«De acuerdo —le he dicho—, te contaré otro cuento, pero tienes que dormirte. Y cuando despiertes, volveré a estar aquí.»
Hoy he llegado muy tarde a casa y aunque la regañina de mis padres estaba preparada, se han tenido que contener cuando les he contado la razón. Les he avisado de que toda esta semana iba a llegar más tarde aún.
Tras hablar con ellos me he encerrado en el baño y me he desnudado para comprobar que no tenía ni un solo piojo o picadura en el cuerpo. No contenta con esa primera inspección, he hecho venir a mi hermana para que me ayudase. No hemos visto nada, pero, aun así, no se me quita el miedo al contagio.
Ya es muy tarde, diario, y me temo que mañana nos espera un día aún más largo.
22 de septiembre de 1920
Cuidar a un enfermo es más que administrarle sus medicinas y hacerle las curas. Tenemos que lavarlo, cambiarlo, darle de comer y asegurarnos de que haga sus deposiciones. En el caso de Leandro, que está tan débil, tengo que ayudarlo en todo. Hasta lo giro y lo muevo sobre la cama para evitar las gangrenas de compresión. Al principio le daba mucho apuro que lo llevase al baño o le trajese la cuña para ayudarlo con sus necesidades, pero ya se va acostumbrando.
El pobre solo puede tomar líquidos y cada vez lo veo con menos fuerzas.
«No se imagina, señorita, lo que me gustaría un huevo frito y un poco de pan.» Le brillaban los ojos como si me estuviese hablando del gran amor de su vida.
«Ya llegará ese momento, no te preocupes; y yo misma te lo prepararé. Pero por ahora solo puedes tomar esto», le he dicho mientras le daba un caldo tan insípido como, espero, sano.
Inés y su hermana han regresado a primera hora de la tarde con otros cuatro niños del hospicio enfermos de tifus. Las demás seguían allí, higienizando el recinto para evitar la epidemia.
«Aquello parece la guerra —nos ha contado Inés—. Está lleno de médicos y enfermeras, y hasta han rodeado el edificio con policías y militares.»
Avi, para rematar el momento, ha dicho sobre la sala donde estábamos con los niños y demás pacientes:
«Este sitio ya está lleno de dolor y tristeza; son muchos los que se han ido con desesperación. No puedo evitar sentir sus huellas cada vez que entro».
A Inés pensar que el pabellón está lleno de espíritus le ha puesto los pelos de punta. Y a mí tampoco es que me alegrase la tarde. He recordado la cancioncilla que oí en la capilla, la de la primera niña muerta en este hospital.
«No temas —le ha dicho Avi a Inés—. Si eres ajena a ellos, los espíritus no tienen ningún poder sobre ti.»
«Pero es que ahora, por tu culpa, no soy ajena a ellos. ¡Sé que están ahí!», ha respondido Inés.
«Son espíritus tristes, dolientes. No hay por qué asustarse. Ni siquiera creo que ellos sean conscientes de que están aquí, o que toda su alma sea lo que se ha quedado atrás. Solo son como una sombra: parciales, incompletos», ha explicado Avi, que no se daba cuenta de que así aún aterrorizaba más a Inés.
«Si estos niños no te dan miedo de vivos —he dicho yo—, no hay porque temerles de muertos.»
Aun así, Inés ha seguido intranquila y se asustaba ante cada ruido o movimiento inesperado. Y para salir daba unos rodeos enormes con tal de evitar el pasillo del coro.
He vuelto con Leandro y le he aplicado un cocimiento de hojas de laurel mientras le contaba otro cuento. Ya era tarde cuando se ha quedado dormido y he podido regresar a casa.
Ahora voy a dejarte, querido diario, porque tengo algo más importante que hacer: leer unos libros de cuentos infantiles y leyendas, que se me está acabando el repertorio con Leandro… Y no le voy a contar Fortunata y Jacinta.
23 de septiembre de 1920
Me acabo de despertar por culpa de un sueño.
Con todo lo del tifus y de Leandro hacía tiempo que no pensaba en Javier. Quizá por eso se ha colado en mis sueños. Hacía mucho calor y yo lo esperaba al pie de una pequeña colina de tierra, aún más baja que las motas castellanas. En lo alto había un fortín circular con arcos y troneras cuadradas entre ellos. Una de mis amigas, no Inés ni Avi, una de las que no veo desde que entré en el hospital, se acercó y me dijo que Javier no iba a venir. No sé cómo, a continuación, ya estaba buscándolo por unas cuevas en cuya piedra habían tallado escalones y hasta arcos y columnas. Fuera se oía un extraño rugido, muy lejano. Es curioso cómo funciona la mente. Ese fortín y esas cuevas aparecen en mis sueños desde que era una niña. Forman parte de una especie de geografía imaginaria que solo existe en mi cabeza y que, pese a ello, se mantiene consistente de una noche a otra a lo largo de los años.
Mi hermana estaba en esas cuevas, pero no mi hermana de ahora, sino de cuando era pequeña, con unos diez años, aunque yo seguía siendo la de ahora. Me dijo que me apurase, que tenía que regresar a casa, que Javier estaba allí.
Cuando llegué, mis padres me dijeron que había muerto. Vi su cuerpo en un ataúd que parecía de mármol. Mi padre lo cogió bajo el brazo, como si fuese el capazo de un niño, y me dijo: «Acompáñanos, hay que llevarlo al cementerio antes de que sea tarde». «Y cámbiate —dijo mi madre—, no puedes ir así al funeral, vestida de blanco.» Solo entonces reparé en que iba vestida de enfermera.
«¿Cómo ha sido? —pregunté—. ¿Lo abatieron los moros?»
«No —dijo mi hermana, que ya era adulta—, fueron los piojos.»
Me he despertado. Era de noche. Entre las cortinas se colaba, y aún se cuela, una claridad que parece sobrenatural. Me he levantado y mirado por la ventana. Una luna llena enorme eclipsa todas las estrellas. El cielo es perfecto y sin nubes, y los tejados brillan como si fuesen de plata. Una niebla tenue se desliza sobre ellos como si Madrid estuviese cubierto por un sudario. El aire es frío. Hace ya tiempo que se ha ido el calor del verano.
25 de septiembre de 1920
Aunque es sábado por la mañana, acabo de llegar del hospital y no he dormido en toda la noche. Aun así, no tengo sueño. Acudo a ti, querido diario, para ver si escribiendo en tus páginas agoto mi cuerpo y aligero mi espíritu.
La noche y el sueño pueden operar milagros en un enfermo. Estos días lo he visto varias veces. Pacientes febriles y que parecían al borde de la muerte por la noche, por la mañana despertaban fuertes y llenos de energía, y esa misma tarde se les daba el alta.
No ha sido el caso de Leandro. Ayer estaba más débil que nunca y al ir a lavarlo vi que el exantema le cubría todo el tronco y parte de las piernas. Las cataplasmas apenas pueden calmar su dolor y la fiebre sigue alta. Lo hablé con don Francisco y me dijo que no pasaría de esta noche. Doña Carmen notó mi gesto de pena y me recordó lo que ya nos había dicho:
«Entiendo su dolor, señorita De la Gasca, pero el niño no debe notarlo. Debe mantener siempre la calma y el buen humor. No podemos hacer más para evitar que se vaya, pero que al menos se vaya en paz, y acompañado. Ese pequeño no tiene familia, no tiene a nadie; ya solo la tiene a usted».
Jamás nadie había cargado tanto peso sobre mis hombros. Ni con lo de Avi me había sentido así. Me costó regresar con él y no sé si habría sido capaz de no ser por el apoyo de Inés y Avi. La deuda por todo lo que haya hecho por ellas se saldó ayer.
Volví con Leandro, le di de comer y lo cuidé como si fuese un día más. La señorita Ojos Verdes, como él seguía empeñado en llamarme, consiguió mantenerlo con esperanza y alegre. Hasta me comentó lo afortunado que se sentía por estar allí, tan bien atendido por mí. De no ser por esa enfermedad, me dijo, no me habría conocido. Tal y como me miraba, solo le faltó preguntarme si tenía novio.
Pero por la tarde vinieron varias de sus tutoras del hospicio a verlo y un sacerdote a darle la extremaunción. Consideraban que era lo mejor para su alma... y resultó devastador para su ánimo.
Cuando regresé a su lado estaba llorando, encogido de desesperación. Le dejé que apretara mi mano y la llevase junto a su pecho. «La muerte es solo desprender tu alma de este cuerpo herido, para que sea libre y vuele con Dios», le dijo el sacerdote con la mejor de las intenciones. Pero él le respondió que no quería dejar este cuerpo, ni este mundo… No quería morir.
Le pedí al sacerdote que me dejase a solas con él. Leandro no había tenido fortuna, y poco más había conocido en esta vida que el sufrimiento y la pérdida… Pese a ello, los breves y escasos momentos de felicidad y dicha que hubiera tenido eran más que suficientes para que la idea de morir y dejar este mundo, por sólida que fuese su creencia de que iba a otro mejor, lo hiciesen retorcerse de miedo y dolor. Esa esperanza en el paraíso, paradójicamente, lo llenaba de desesperación.
Así que no intenté consolarle hablándole de ángeles y de lo que le esperaba en el cielo. Mientras lo cuidaba como si fuese un día más, comencé a relatarle los cuentos y fábulas que había preparado. Al ver que no paraba de llorar me callé, pero entonces me miró y me dijo: «No, por favor, no pare».
Seguí con esas historias hasta que se hizo de noche. Encendí un candil a nuestro lado para no molestar a los demás. Ya solos, sin más enfermeras en la sala y con los demás dormidos, le seguí hablando y hablando sin parar mientras le refrescaba la frente con un paño mojado en agua fría. Agotados los cuentos, le conté cosas sobre mí: los bailes y fiestas a los que iba, los cafés, lo que me gustaba leer y cómo mi padre me había contado cuentos, como yo ahora hacía con él. Y por qué me hice enfermera. Y, claro, le hablé de Javier y del día que estuve a punto de volar. A él también le habría gustado subir a un avión y volar. Cambié rápido de tema, pues no quería que pensase en lo que jamás llegaría a hacer, lo que irremediablemente dejaría atrás. Le hablé de Inés y de Avi. Y hasta de la tonta de Alba. De las clases, los profesores y las prácticas con maniquíes. Entonces me interrumpió:
«No voy a mejorar, ¿verdad? —Me miró con los ojos libres de lágrimas, con una serenidad que me pareció impropia de un niño—. Por favor, no me mienta».
«Sería un milagro.»
«No creo que yo merezca un milagro de Nuestro Señor —dijo y, antes de que yo pudiese responder que sí lo merecía, siguió—: Y ya que no voy a mejorar, daría igual si me trajese un huevo frito con un poco de pan, ¿no es así?»
La esperanza en ese último momento de placer terrenal parecía resultarle más poderosa que la fe en la eterna felicidad del Cielo.
Aquello iba completamente en contra de nuestras normas y seguro que me metería en un lío monumental. Le dije:
«Te lo traigo ahora mismo».
No le llevé uno, sino dos. En las cocinas no había nadie y yo jamás había frito un huevo. Creo que estropee tres docenas y me hice un montón de quemaduras de aceite en las manos hasta conseguir dos perfectos. Quité la miga del pan más fresco que encontré y lo ayudé a comérselos. Jamás había visto a alguien tan feliz con tan poco…
Perdona, querido diario, que te haya dejado de lado un rato, pero ese recuerdo me ha quebrado más que ningún otro.
Según pasaban las horas, mi voz se hizo débil y me sentí cada vez más cansada. Estaba hablándole de mi hermana y sus manías cuando noté que apretaba más mi mano. Reparé en lo fría que estaba la suya. Lo miré a los ojos y los vi inmóviles, ya sin vida. Ni siquiera noté su último aliento. No sé cuáles serían las últimas palabras que oyó en este mundo, me temo que alguna tontería sobre Ana. O ninguna, pues con lo débil que estaba a esas alturas, para él mi voz solo sería como un rumor. Retiré mi mano de la suya, cerré sus párpados y le besé la frente. Apagué el candil y avisé al médico de guardia para que certificase su muerte. No debía llorar ante los otros pacientes, así que aguanté mientras sentía como si se me desgarrase la garganta. Retiramos su cuerpo con discreción y lo llevamos a aquel cuarto lleno de espíritus en el que Avi se había negado a hacer nuestras prácticas. Esa fue la última vez que lo vi, pálido e inmóvil, como si estuviese dormido.
En cuanto pude me disculpé y salí al patio. Llovía, pero como aún estaba oscuro y allí no había ninguna luz, las gotas eran invisibles; solo oía su ruido al golpear el suelo y su contacto frío al tocar mi piel. Dejé que me empaparan mientras lloraba. Creo que no había llorado tanto en toda mi vida. Al volver a la habitación, doña Carmen me esperaba y me llevó hasta el coro de la capilla. Mientras me ayudaba a secarme el pelo con una toalla, me dijo:
«Tu primer moribundo… —No lo preguntó, lo sabía. Asentí—. El mío fue un soldado, no un niño. Tuve más suerte que tú. Ve a casa y descansa hasta el lunes.»
Le di las gracias y me iba a ir cuando comentó:
«Respecto al desastre de la cocina, mejor no haré preguntas… Para la última voluntad del mío le robé un par de puros al doctor Nogueras. Él creyó que había sido el doctor Serrada, y aún se la guarda…».
Esperaba que al escribir el pecho se me aliviase y la cabeza, ya cansada, me obligase a dormir. Pero no puedo. Me da la impresión de que, por cansada que esté, jamás podré dormir.
27 de septiembre de 1920
El sábado mi madre envió a Rosalía con una infusión de valeriana y anís que obró el milagro de hacerme dormir; una tregua larga y oscura, sin sueños. Mi hermana y mis padres intentaron consolarme y mantenerme entretenida durante el fin de semana, y fingí que les daba resultado para que me dejasen en paz. Lo único que quería era encerrarme en mi cuarto y dejar pasar el tiempo para ver si el sueño volvía y alejaba este dolor durante unas horas más.
Hoy lunes me he levantado descansada y con fuerzas, pero igual de triste. No quería volver al hospital. Sentía que cuando llegase allí y viese su cama, ahora ocupada por otro niño, no me podría contener y me quebraría delante de todos aquellos enfermos.
Pero he ido. Y aún he llorado más por el camino. He tenido que detenerme junto a la puerta para tomar aire y obligarme a entrar. Inés y Avi, que se habían pasado allí todo el fin de semana, me esperaban. Carmen les había contado todo y me han abrazado. Y las lágrimas han vuelto.
Y quizá por haber llorado tanto cuando he llegado a la habitación he podido ver la cama en que había muerto Leandro sin derramar una lágrima. Aún estaba vacía. El sol, a mi espalda, proyectaba mi sombra sobre ella, en el mismo lugar donde él había estado vivo y muerto, como si fuese su espíritu.
Enseguida han llevado a otro niño que ha ocupado la cama y lo he atendido con todo el cariño del que he sido capaz. Ha ido bien y nadie ha notado nada. Menos mal que no me ha dicho que tenía los ojos verdes. Si lo hubiese hecho, yo no habría aguantado.
15 de octubre de 1920
Si algún día vuelvo a tus páginas, querido diario, la continuidad puede jugarme una mala pasada. Lo que aquí es un salto de línea o una vuelta de página, en mi vida han sido semanas. El paso del profundo abatimiento en que me sumió la muerte de Leandro a la enorme alegría que tengo hoy podría parecer frívolo, y mi yo futura pensaría que en su juventud era una cabeza de chorlito. No digo que a veces no lo sea, pero no tanto…
Una roca se puede deshacer de dos formas. Por la lenta erosión del viento y el agua, o por una explosión. Con mi melancolía se han producido ambas.
El trato a otros pacientes que no dejan de llegar, las clases y las prácticas me han obligado a ocupar la cabeza con todo ello. Y aunque cada vez que veo aquella cama o paso por el lugar donde dejamos su cuerpo me acuerdo aún de Leandro, poco a poco me he ido acostumbrando a convivir con esa pena.
Aunque sé que el dolor sigue ahí, no porque lo sienta a todas horas, sino porque esconde bien su aguijón para pillarme desprevenida. Aún hace una semana, de camino a casa, pasé por una feria llena de puestos de comida y casetas donde la gente tomaba vinos y aguardientes. Los mayores bailaban el chotis y los niños jugaban en un campo cercano. Uno, que estaba intentando volar una cometa, estuvo a punto de tropezar conmigo.
«Tenga cuidado, señorita», me dijo.
No es el primer niño que me habla desde que murió Leandro, ni se parecía en nada a él. Quizá fue su forma imprevista de aparecer a mi lado, o algo en su timbre de voz, o en la forma de mirarme… De verdad que no lo sé, pero me trajo a la cabeza, de golpe, todo lo que había sentido por Leandro. Se me empañaron los ojos y tuve que apartarme de allí. Un caballero bastante amable me preguntó si me encontraba bien. Lo tranquilicé y apuré mi paso. Cuando ya estaba lejos y la música apenas se oía, pude sentarme en un banco y desahogarme.
Ese inesperado rebrote de melancolía me acompañó el resto del día. Pero a la mañana siguiente la rutina del estudio y los pequeños problemas de Inés y Avi con las prácticas me devolvieron a mi estado de ánimo habitual.
Y hoy, al llegar a casa, la explosión: un telegrama de Javier. Está bien, aún en el aeródromo de Zeluán, con misiones sobre todo de exploración y, como él las llama, de hostigamiento. Acaban de lograr una gran victoria en Buhafora y a finales de noviembre, en menos de mes y medio, estará de vuelta en Madrid. Para entonces ya seré dama enfermera y habré cumplido mi parte del trato con mis padres.
Solo si apruebo los exámenes, claro. Por eso me voy a aplicar mucho. Ni siquiera pienso celebrar mi onomástica, que es dentro de unos días, así que no cuentes conmigo, querido diario. Durante un tiempo, tus demás páginas seguirán blancas.
1 de noviembre de 1920
Hoy es el día de Todos los Santos y he tenido algo de tiempo libre, así que haré un par de breves apuntes antes de volver a mis libros.
El pasado viernes, después de comer, como el cielo estaba despejado y no hacía demasiado frío, Avi, Inés y yo fuimos hasta el Chumbica a tomar un café. Desde la terraza vimos a una de nuestras compañeras besarse con uno de los médicos jóvenes que trabajan en el hospital. Se despedían allí, en la glorieta, para llegar cada uno por su lado al hospital y que las monjas no los vieran juntos.
Avi bromeó diciendo que a esa compañera ya no la veremos el curso siguiente. «Y a mi madre le encantaría verme así», añadió con cierta amargura. Al escucharla me sentí muy mal, como si les estuviese mintiendo. Me di cuenta de que aún no les he contado que yo tampoco volveré. Espero que no se enfaden conmigo. Podremos seguir viéndonos y carteándonos.
De vuelta en el hospital nos encontramos con doña Carmen, que estaba hojeando un periódico. Comentó que ese fin de semana serían las elecciones en los Estados Unidos y que, por primera vez en la historia de ese país, votarían las mujeres.
«¿Es usted sufragista?», se asombró Inés.
«Por Dios, no, señorita Santirso —respondió Carmen—. Una duquesa y dama de la reina, sufragista… Sería un escándalo, y a mi marido, con lo conservador que es, le daría un vahído si me viese con una papeleta de voto en la mano. Pero si puedo meter la mano en los intestinos de un hombre para salvarle la vida, es posible que tampoco me faltase juicio para meter la mano en una urna y dar mi opinión sobre quién debe gobernar.»
Nos dejó muy asombradas.
«No se lo contéis a nadie», dijo antes de volver a sus tareas.
Y yo, querido diario, si me disculpas, también he de volver a las mías.
9 de noviembre de 1920
Festividad de la Almudena. Para mi familia, misa y fiesta. Para mí, misa y estudio.
22 de noviembre de 1920
Hoy ha sido el examen. Primero por escrito y luego con cuestiones prácticas en el maniquí. Todas hemos entrado muy nerviosas y todas hemos salido muy contentas. Y no es que fuera fácil, pero está claro que don Francisco ha hecho un buen trabajo. Aunque hasta mañana no nos informarán del resultado, Inés, Avi y yo ya lo hemos celebrado con otras cuantas compañeras.
Mañana, si las cosas no se tuercen, seré una dama enfermera.
23 de noviembre de 1920
Hoy iba a ser el día de mi triunfo, un día feliz y de gloria, pero ha resultado ser el de mi zozobra, una jornada extraña y amarga. Quizá si la repaso contigo, querido diario, pueda aclarar mis ideas y comenzar a buscar respuestas a preguntas que aún no me he formulado abiertamente…, y debo hacerlo.
Mi madre estaba muy interesada en la ceremonia de la entrega de títulos, y tuve que explicarle que no habría tal ceremonia. Tan solo darían el título a las aprobadas, y luego nos podríamos anotar en una planilla de servicios para ver qué días podríamos colaborar con ese hospital y con otros. Y aunque parezca extraño, no le mentía; es lo que nos habían dicho. Pero no ha sido cierto.
Nada más llegar a la escuela, don Francisco nos ha dicho que todas habíamos pasado los exámenes con mayor o menor fortuna. Luego ha anunciado que la última clase no nos la daría él, sino la excelentísima señora doña Carmen Angoloti y Mesa, duquesa de la Victoria. Esa ha sido de las pocas veces que alguien, en el hospital o en la escuela, se ha referido a ella usando el protocolo que marca su título. En el día a día prefiere que la llamemos doña Carmen, con el respeto que se le debe por ser presidenta de la Junta del hospital y jefa de enfermeras, pero nada más.
«No ha pasado tanto tiempo —nos ha dicho—, pero siento como si volviese a un pasado muy lejano. A mis tiempos de dama de la reina, cargo que sigo ostentando, pero al que dedico cada vez menos tiempo. Hoy no os voy a contar cómo tratar con médicos y enfermos, sino cómo tratar con su majestad.»
Creo que a todas nos ha dado un vuelco el corazón. ¿Íbamos a conocer a la reina? Y así ha sido, querido diario, la reina Victoria Eugenia ha ido al hospital y ha presidido la entrega de nuestros títulos. Supongo que lo mantuvieron en secreto para evitar que aquello se llenase con nuestras familias, amigos y, sobre todo, con la prensa.
Doña Carmen y don Francisco nos han llevado hasta el patio del hospital y allí, al frío, bien abrigadas por nuestras capas, hemos esperado. Pensé que la reina iría con todas sus galas y los oropeles de su puesto, escoltada por buena parte de la Guardia Real. Y, aunque por el ruido de caballos que ha anunciado su llegada, llevaba escolta, esta se ha quedado fuera y ha entrado ella sola, caminando y vestida con el uniforme de las Damas Enfermeras, como una más de nosotras. Enseguida ha acusado nuestro desconcierto y nos ha pedido que no nos sorprendiésemos, que de su ropero ese es uno de sus trajes favoritos, por su sencillez y su profundo significado, y que solo se lo pone en ocasiones tan especiales como esa. De hecho, sus hijas, las infantas Beatriz y María Cristina, en cuanto tengan la edad adecuada, acudirán a la misma escuela que nosotras. Nos ha explicado que un soberano, ante todo, aspira a dejar una huella en su tiempo, una huella que perdure y que sea buena, que siembre esperanza y progreso; y por ese motivo había puesto tanto empeño en crear las Damas Enfermeras y en ayudar a la labor de la Cruz Roja. Esa será su huella y nosotras, con nuestra generosidad, la hacemos posible. Ella, ha insistido, era la que se sentía emocionada y afortunada al vernos allí, listas para servir a los necesitados.
Luego ha ido entregándonos los diplomas, una por una, y diciendo nuestros nombres mientras nos felicitaba. No es que los reyes y los nobles me emocionen mucho, pero hoy no he podido evitarlo. Me ha parecido sincera y cercana y, a la vez, irreal; como si estuviese y no estuviese allí, como el fantasma de la niña rubia que nos describió Avi. Ha sido algo muy extraño.
Su majestad ha acabado con unas palabras que aún me dan mucho que pensar:
«Ahora sabéis curar. Sabéis obrar milagros. Pertenecéis a algo grande, mucho más grande que yo e incluso más que este reino. Es un privilegio enorme, pero una responsabilidad aún mayor. Que Dios os bendiga».
Y no es lo único que me da vueltas en la cabeza. Tras la ceremonia he ido a hablar con don Francisco. Le he agradecido lo mucho que he aprendido de él, me he disculpado por los roces que hemos tenido y le he asegurado que nunca lo olvidaré. Se ha reído.
«No sea tan ceremoniosa, señorita De la Gasca. Dentro de unos meses comenzará el curso para dama enfermera de primera. Usted ya tiene más de la mitad de los cincuenta días de prácticas y ha atendido a un moribundo; podrá matricularse en él y, aunque no le dé todas las clases, enseguida volveremos a tener que soportarnos.»
«Pero es que no voy a hacer ese curso —le dije—, ¿no lo recuerda? Vine por un acuerdo con mi familia para poder verme con mi novio.»
Don Francisco me ha mirado primero con sorpresa, luego con decepción y finalmente con un enojo que no se ha molestado nada en disimular:
«¡Estaba feliz porque pensé que me había equivocado con usted, señorita, pero ya veo que no! ¡Es una egoísta y una soberbia!».
«¿Por qué me habla así?», he protestado muy descolocada.
«Porque se lo merece. Aquí ha descubierto que tiene un don, uno precioso y escaso: la capacidad de hacer ciencia, de salvar vidas, ¡y le da la espalda!»
«Ya soy enfermera —me he defendido—, y le juro que voy a ejercer.»
«Es enfermera de segunda, y puede ser más, muchísimo más, incluso muchísimo más de lo que usted ahora imagina —me dijo en un tono cada vez más desabrido—. Podría demostrarme a mí y a muchos otros doctores cuán equivocados estamos respecto a algunas mujeres, pero prefiere darnos la razón. Y, por una vez en mi vida, habría sido feliz equivocándome.»
«Sé lo que quiere decirme, pero…»
«No, no lo sabe —me interrumpió—. Escucha pero no oye, mira pero no ve, toca pero no siente; tiene la peor de las agnosias, una que no le es sobrevenida, sino buscada… Y la acepta con esa sonrisa bobalicona que se le pone cuando habla de su amiguito, ese Jaime.»
«Javier.»
«¡Me importa un rábano cómo se llame ese petimetre! Y si no la veo cuando comience el nuevo curso, le deseo una vida desdichada, vulgar y aburrida, que es lo que parece desear con tanto ahínco.»
No he podido quitarme esa conversación de la cabeza mientras celebraba el final del curso con mis amigas, y tampoco me he atrevido a decirles que no haría el siguiente con ellas. Se me ha hecho insoportable estar allí, así que he improvisado una excusa, mi triste especialidad, y he vuelto a casa.
Cuando he llegado, mis padres y mi hermana se han mostrado muy orgullosos por el diploma y me han hecho mil preguntas sobre la reina. Las he respondido mientras cenábamos unos pichones que Rosalía había preparado al vino. En un momento de silencio mi madre ha mirado para mi plato y ha ahogado un grito, escandalizada.
«Pero ¿se puede saber qué haces? ¿Qué es eso?»
He mirado al plato y he visto que, mientras cenaba, de forma distraída, había limpiado perfectamente los huesos del pichón con los cubiertos y había ido reconstruyendo parte de su esqueleto a un lado. Entonces he respondido, señalando con el cuchillo:
«Pues esto es la escápula, como nuestro omoplato, pero más alargada; y aquí está el húmero; luego el cúbito y el radio; el carpo, el metacarpo, y estos tan chiquititos deben de ser los dedos; tiene tres… El ala es muy parecida a nuestro brazo; está claro que Darwin tenía razón».
Mi madre casi se marea, pero a mi padre le ha hecho mucha gracia, igual que a mi hermana. Aunque la risa me ha durado poco. Ese acto mecánico, ordenar los huesos según lo que habíamos aprendido mirando a Paquito, se ha sumado al efecto de las palabras de su majestad y de don Francisco... Y a mi falta de valor para confesarles la verdad a mis amigas.
Escribir estas líneas no me ha aliviado, querido diario, pero ya sé cuáles son las preguntas que no me atrevía a formular. O más bien la pregunta. Y ni siquiera pienso escribirla.
Mi hermana acaba de interrumpirme para decirme que han traído un telegrama. Javier llega mañana a la ciudad.
¿Por qué no estoy más alegre? ¿Por qué esa noticia no ha borrado de golpe todas mis preocupaciones? Será mejor que intente dormirme. Dicen que la noche enturbia la mente, que hace más onerosos los problemas y más complejas las dudas. Ojalá. Seguro que mañana, cuando vea a Javier, mi corazón se aclarará y podré sentirme dichosa, como siempre lo he sido a su lado.
24 de noviembre de 1920
Esperaba poder hablar de lo feliz que me siento y de cómo se habrían despejado mis dudas, incluso albergaba la esperanza de que Javier se me hubiese declarado y de confesar en estas páginas lo ilusionada que me encontraría ante ese compromiso. Y no es que no me sienta feliz, que lo soy, y quizá más de lo que esperaba (aunque no como esperaba), ni que mis dudas no se hayan aclarado… Es solo que no preveía esta solución. Solo el tiempo dirá si ha sido mejor.
Me hubiera gustado que el reencuentro con Javier fuese en un parque o en un café discreto, para poder abrazarlo y besarlo sin pudor, pero ha sido en casa, ante la mirada de mis padres y de mi hermana, que no sé qué pintaban allí. He intentado ser comedida, pero no he podido evitar lanzarme a su cuello y rodearlo con mis brazos con fuerza. Él se ha quedado muy desconcertado y, ante la tosecilla de mi padre, solo me ha devuelto el abrazo con una elegante delicadeza. Ha besado mi mano, la de mi madre y la de mi hermana, y estrechado la de mi padre. Nos ha hablado un poco de su estancia en Marruecos y de la situación allí. Mi padre estaba interesado, mi madre disimulaba bien su indiferencia ante esos temas, y mi hermana estaba más pendiente de examinar el aspecto de Javier y sus maneras. Y yo me moría de ganas de que aquella encorsetada situación acabase.
Por fin hemos podido salir a pasear… acompañados de mi hermana como carabina. He creído que se acababa el mundo, pero Ana enseguida se ha disculpado y aprovechado para quedar con unas amigas y amigos tras pedirnos discreción. He quedado con ella para regresar juntas a casa, y Javier y yo nos hemos ido por nuestro lado. No esperaba algo así de mi hermana y se lo agradezco muchísimo.
Hemos caminado unos pasos, los suficientes para sentirnos a solas, y por fin nos hemos lanzado el uno en brazos del otro para besarnos con pasión. Nos hemos reído después y, al finalizar la risa, ambos estábamos mirándonos de una forma muy extraña.
«¿Por qué me miras así?», le he preguntado.
«Tú también me miras de forma tan… rara.»
«Pero yo he preguntado primero.»
«De acuerdo. Y no me malinterpretes. Estás igual de alta y delgada que antes, e igual de guapa, y el pelo tampoco ha cambiado tanto; hasta tu perfume es el mismo, y tu rostro aún más bello de lo que lo recordaba.»
«¿Y qué pasa entonces?»
«Que estás distinta. No sé en qué, no sé por qué, pero hay en ti algo… —Ha buscado la palabra—. Algo nuevo.»
«Será una ilusión creada por el tiempo que hemos estado separados —le he dicho—. Yo también te he visto distinto. E, igual que tú, no sabría decir por qué.»
«Yo soy el mismo. Eres tú, que me miras diferente.»
«¿Y no te gusta?»
«Al contrario, me encanta.»
Esa respuesta ha hecho que volviera a besarle y que continuásemos nuestro paseo mientras conversábamos animadamente. Bueno, o al menos eso me ha parecido a mí, que conversábamos, pero al parecer no era así. Ya habían pasado varias horas cuando Javier ha vuelto a mirarme de esa forma tan extraña. Me he detenido.
«Y ahora ¿qué pasa? ¿He dicho algo malo?»
«No, pero es que no has parado de hablarme del hospital, de las clases, de la reina, de la duquesa de la Victoria, de tu profesor, de tus amigas, de los espíritus que ve Avi… e incluso de esa que te cae tan mal, Alba.»
«Es que en estos meses me han pasado muchísimas cosas.»
«Y también me has hablado de huesos y músculos, de vendajes y apósitos, de hormonas y grupos sanguíneos…»
«Es que es más moderno que la poesía ultraísta; lo he leído en una revista de medicina que estaba en francés. Aunque ya se sabía antes, hasta la Gran Guerra no…»
Me interrumpió:
«¿No lo ves? Ya lo estás haciendo otra vez».
Tenía razón. A veces, cuando hablo de un tema que me gusta mucho, puedo ser un poco pesada. Bueno, a veces, no; habitualmente.
«No has parado de hablar desde que nos hemos visto y ni siquiera me has preguntado por Marruecos o por la guerra.»
«Lo siento», he dicho arrepentida.
«No, por favor, si hay algo que me gusta de ti es que seas apasionada. Y ya sabes cuánto me gusta oírte hablar. Aunque no entienda la mitad de lo que dices, es como música para mí.»
Qué forma más romántica de confesar que, a ratos, no me había hecho mucho caso.
«Pues venga, háblame tú ahora de Marruecos», le he pedido.
«No se trata de eso. ¿Recuerdas cuando te dije que no me gustaban las mujeres que eran un lastre, que no me gustaba sentirme atado, que buscaba una mujer que quisiera vivir la vida con pasión y no sentirme arrastrado por ella?»
No te lo había contado, diario, pero me lo dijo una de las primeras veces que nos vimos. Y yo le respondí que era igual, que soñaba con la aventura y que lo acompañaría adonde fuese. Que me lo recordarse en ese momento me ha asustado un poco.
«Sí, claro, y no voy a serlo para ti», le he dicho con un pequeño temblor en la voz.
«Lo sé… Pero yo tampoco quiero serlo para ti.»
«¿Tú? ¿Y por qué habrías de serlo?»
«Porque también me has hablado del curso para ser dama enfermera de primera, y de las maravillas de la cirugía moderna…»
«¿Y qué tiene que ver? Es un tema que me gusta, nada más.»
«Te apasiona, y lo vas a perder por mi culpa.»
«Puedo leer libros sobre ello.»
Me ha agarrado por los hombros y mirado fijamente a los ojos.
«Dime la verdad, Laura, ¿quieres hacer ese curso o no?»
Me he quedado callada un momento. Y lo primero que he sentido ha sido vergüenza. Había tenido que ser él, y no yo, quien formulase esa pregunta que tanto me aterraba hacerme.
«Creo que… sí, un poco...»
Muchísimo. Lo deseaba con toda mi alma y no podía quitármelo de la cabeza. Yo ya temía esa respuesta, y por ese motivo no me atrevía a hacer la pregunta.
«Pues hazlo», me ha dicho Javier.
«Pero yo quiero estar contigo y no otros seis meses separados, viéndonos a ratos.»
«Tengo que volver a Melilla.»
«Iré contigo.»
«¡No!»
«¿Por qué?»
«Porque es peligroso… y aburrido. Esa es la paradoja de la guerra. El combate, los francotiradores, las emboscadas… Es muy peligroso e impredecible. Pero la vida en la base es aburrida y tediosa. Y muy sucia y llena de mosquitos. Y no quiero obligarte a ir a ese lugar espantoso, a poner en peligro tu vida, para que te canses esperando por mí en un barracón infecto tan solo para que nos podamos ver unas pocas horas a la semana, o al mes. Esa es la realidad de mis misiones: partimos de Zeluán, pero a veces acabamos en Tetuán, en la zona francesa o en algún aeródromo provisional. Puedo pasarme semanas fuera y no me verías mucho más que aquí.»
«¿Y qué podemos hacer?»
«A la guerra no le queda mucho. Se lucha en dos frentes. En el oeste, desde Ceuta y Tetuán, contra Al-Raisuli, que se refugia en Yebala. Y al este, desde Melilla, contra Abd el-Krim, cuyo cuartel general está en Alhucemas, y nuestras tropas ya están a medio camino. En menos de un año se habrá acabado y tendré suficientes horas de vuelo y méritos para ascender a capitán. Entonces podré elegir un destino más interesante, y tendré mejores aposentos y más tiempo para mí… y para ti. Y tú ya serías una dama enfermera de primera, con lo que podrías ayudar en cualquier lado... Pero para que se haga realidad, aún tenemos que esperar.»
Mi expresión le ha debido de resultar muy triste, porque me ha tomado de la barbilla, me ha hecho mirarlo, me ha pasado un dedo por la mejilla, como si me limpiase una lágrima, y me ha dicho con dulzura:
«Ambos necesitamos tiempo y lo necesitamos a la vez, es como si estuviésemos acompasados, y no es malo. —Me ha besado—. El destino quiere que estemos juntos, y que no renunciemos a nada para ello».
Cuando he regresado a casa, mi familia se ha sorprendido por mi decisión de continuar el curso. Y aún más por el apoyo de Javier, que ha dicho que esperaría por mí porque merecía la pena. Creo que nos hemos ganado a mis padres. Solo mi hermana parecía poco convencida.
«¿A qué vino esa cara?», le he preguntado después.
«¿Qué cara?», ha respondido haciéndose la loca.
«Te conozco, Ana, es la misma cara que le pones a madre cuando te está diciendo algo con lo que no estás de acuerdo y no quieres discutir.»
«Es lo de siempre, Laura; hay algo en Javier que no me gusta.»
«¿Y qué es?»
«Aunque pienses que soy una especie de monja de clausura, también frecuento cafés y teatros, últimamente más que tú, y Javier no es que goce de una gran fama en ellos. Es un conquistador empedernido.»
«Lo era. Ha cambiado y lo ha hecho por mí —le he dicho furiosa—, y ahora va a esperarme mientras acabo el curso. ¡Me quiere y me respeta, y estás celosa de que ningún hombre haya hecho algo así por ti!»
A mi hermana le ha debido de doler ese comentario, porque se ha ido sin decirme nada más. Mejor, no me apetece hablar con ella.
Si he de ser completamente sincera, querido diario, hoy esperaba acostarme con un anillo de pedida en mi dedo. Pero no estoy triste. Las palabras de Javier me han hecho saber que ese momento llegará, que en menos de un año el capitán de Aviación don Javier Alonso anunciará su compromiso con la dama enfermera de primera doña Laura de la Gasca. Ojalá mi cerebro se porte bien y me permita soñar con ello.
29 de noviembre de 1920
Te he releído, querido diario, y me he dado cuenta de que naciste para el odio, aunque eso ya ha quedado muy atrás y me has acompañado también en la alegría, la duda y la tristeza; y has hecho de espejo donde ordenar mis pensamientos cuando estos se amontonaban caóticos en mi cabeza. Pues bien, esta semana ha sido opuesta al odio y al desorden. Ha sido monótona, predecible y portentosamente feliz. Por eso no he vuelto a tus páginas. Llegaba a casa demasiado cansada y contenta por mis paseos con Javier.
Hoy por la mañana ha partido hacia Melilla, lo que me ha amustiado un poco. Por la tarde me he acercado al hospital para anotarme en la planilla de prácticas. Si quiero hacer el curso, necesito completar los cincuenta días de prácticas. Inés y Avi, que ya estaban en ello, se alegraron mucho al verme. Me he sentido mal por no haberles comentado nunca mis dudas ni lo cerca que he estado de no acompañarlas. Este será otro más de nuestros secretos, querido diario. Ya no solo serás el sumidero de mis odios, sino también el de mis pecados y vergüenzas.
En el hospital he preguntado por don Francisco. Una monja me ha dicho que lo había visto en el pabellón de cirugía, el Alfonso XII. Cuando lo he encontrado, salía de un quirófano con el delantal y los guantes manchados de sangre. Parecía muy abatido. Aun así, se ha alegrado de verme, y esta vez no ha tardado en reconocerme pese a ir vestida de calle.
«Señorita De la Gasca, espero que su presencia aquí se deba a que ha reconsiderado su marcha y no a que se ha olvidado algo.»
«Haré el curso; y debo darle las gracias por su reprimenda. Me hizo pensar.»
Me ha mirado con más pena que alegría.
«Si sigue por este camino, que creo que es lo que debe hacer, llegará un día en que, bien por cansancio o por un mal juicio, cometerá un error, y ese error le costará la vida a un paciente que, de otro modo, quizá se habría salvado. Todos le dirán que no es culpa suya, que hizo todo lo posible, que gracias a usted esa persona tuvo una oportunidad y que habría muerto de todas formas… Pero en su interior sabrá que no es así, que es usted quien ha fallado. Que usted ha matado a esa persona. Y entonces me maldecirá por haberle dado ese pequeño impulso que fue mi diatriba. Hágalo, no se refrene en lo más mínimo. Cúlpeme por esas muertes que han de venir y descargue toda su frustración en ese médico que la empujó a una lucha en la que, al final, siempre se acaba perdiendo.»
«¿Cómo fue?», le he preguntado.
«Una hernia, no parecía complicada. Me confié y, no sé cómo, en menos de un minuto esa mujer se había desangrado. —Se ha puesto en pie—. Ahora debo cambiarme e ir a comunicarles el fallecimiento a su marido y a sus hijos.»
Se ha ido sin decirme más. Es curioso, pero el abatimiento de don Francisco me ha causado más desazón que la partida de Javier.
30 de noviembre de 1920
Hoy me he vuelto a poner el uniforme de dama enfermera. Sigo pensando que no puede haber ropa menos favorecedora. Pero con él ya no me siento disfrazada. Y no sé por qué, pero sonrío al verme así en el espejo.