Parte II
Melilla, julio a octubre de 1921
28 de julio de 1921
Como te anuncié, querido diario, estamos en otro continente.
Es muy tarde y, tras un día de intenso trabajo, lo que más me apetece es echarme a dormir porque sé que mañana va a ser aún peor y no creo que mejore los días siguientes. Así que o me sacrifico y busco algo de tiempo para estas páginas que tanto me ayudan a aclarar mi mente, o te dejo olvidado por completo. Y, como ves, prefiero este pequeño esfuerzo.
Hay viajes que marcan no un valle, sino un abismo. Salí hace dos días de Madrid y aunque el tiempo se me ha ido volando, cuando miro atrás, al momento en que subimos al tren en la estación del Mediodía, me parece que estoy viendo un episodio muy lejano de mi vida.
Mi padre me acompañó en el coche hasta allí y, por su excesiva parsimonia, estuvimos a punto de llegar tarde. Ya estaban Alba, Avi, Inés y su hermana mayor, Margarita, siete de las enfermeras profesionales y el doctor Nogueras. Se me hizo raro vernos reunidas así a todas, sin el uniforme y cargadas de maletas. Solo las cuatro monjas que nos acompañarían llevaban hábito, igual que en el hospital.
Inés estaba con sus padres y con Bonifacio, que la cubrió con cuantos besos permitía el decoro; Margarita fue un poco más recatada con Santiago, su prometido, el mismo al que yo había dado un guantazo en el Chumbica. Avi también se despidió de sus padres y Alba de su madre, que ahora se quedaría sola. Mi padre se ofreció a ayudarla en todo lo que hiciese falta. Y también ofreció su colaboración a sor Asunción.
«Me figuro que en estos momentos no será fácil encontrar barcos que vayan a Melilla; si lo necesitan puedo conseguirles uno en un par de días.»
La monja se lo agradeció y respondió que no haría falta.
«Ya tenemos transporte. Doña Carmen y el nombre de la reina mueven montañas. Pero tomo nota de su ofrecimiento, señor De la Gasca; nunca se sabe cuándo algo hará falta.»
Nos despedimos de nuestras familias desde las ventanillas de los coches del tren y, cuando la estación ya quedó atrás, las cerramos para que no entrase el hollín de la locomotora. Ese día lo pasamos entre trenes y transbordos, charlando, cantando, aburriéndonos, dormitando y viendo pasar el paisaje, hasta llegar, muy de noche, a Málaga. Nos hospedamos en el Hospital Noble de las Hermanas de la Caridad. Me hizo gracia descubrir que su nombre no se debe a la nobleza de sus pacientes o propietarios, sino a que fue construido por las herederas de Joseph Noble, un médico inglés que había vivido en la ciudad.
Ayer se nos unieron otras tres damas enfermeras. Una de ellas debía de tener unos cuarenta años y, cuando nos presentaron, me dijo:
«Somos tocayas; también llevo el nombre de Laura».
Luego supe que era su alteza real la serenísima señora Luisa Francisca María Laura de Orleans, infanta de España y princesa de Orleans y de las Dos Sicilias, aunque para nosotras solo Luisa. El uniforme aún contribuiría a hacernos más iguales.
Yo tenía tantas cosas en la cabeza camino del muelle que la última que se me ocurrió era que iba a hacer mi primera travesía en barco. Aunque el trayecto no era largo ni nos enfrentaríamos a la bravura del océano, supuse que verme allí en medio, con agua y agua por todas partes, como diría Coleridge, sería una experiencia transformadora y que no habría palabras para hacerle justicia, una suerte de síndrome de Stendhal causado por la naturaleza. Y me gustó, sí. Es precioso y transmite una enorme serenidad, y la brisa huele a mar y refresca el sofocante estío del sur; y seguro que podría estar contemplándolo horas, pues la forma suave con que se mueven las olas y reflejan la luz sobre ellas resulta cautivadora… Pero ni me desmayé ni me faltó el aliento, ni es el espectáculo más bello que haya visto en mi vida. Quizá la culpa de esta pequeña desilusión la tengan las altas expectativas que los literatos han creado en mí. Además, ninguno de ellos me había prevenido del efecto que el vaivén del barco produce en algunos estómagos… como el mío.
Avi y unas cuantas más llevaron la travesía con total tranquilidad, pero otras, como Inés y yo, lo pasamos mal. Probé a recostarme e intentar dormir. Pensé que así se me pasarían más rápidas las ocho horas que dura el viaje, pero soñé que iba en un barco y me mareaba y, al despertar, pude constatar que, efectivamente, iba en un barco y me mareaba.
Por fortuna, a medio viaje el mareo fue remitiendo y pude disfrutar de nuestra entrada al mar de Alborán y de la arribada al puerto de Melilla.
En el barco consulté un mapa para ver cómo era el lugar adonde me dirigía. Para que te hagas una idea, querido diario, imagínate un triángulo que apoya uno de sus lados en el sur, que sería África, y que tiene su vértice apuntando al norte, que sería el cabo de Tres Forcas. Pues Melilla estaría en la mitad de su lado derecho, al este, pegada al mar.
Así, al norte de la ciudad está el cabo, al este, el mar, y al oeste y el sur, colinas y montañas. La más célebre es el Gurugú, al sur, que domina la ciudad desde sus cimas y en donde está el tristemente célebre Barranco del Lobo. También al sur de Melilla, pegada al mar, hay una gran laguna costera que llaman la Mar Chica.
Según nos acercábamos a tierra pude ver que la ciudad, ubicada entre calas y acantilados costeros, se extiende por una suave e irregular pendiente hacia los montes que la rodean.
El barco tenía demasiado calado para el puerto. Fondeó a cierta distancia y una barca nos llevó hasta un largo espigón de carga a medio construir. Los estibadores y el doctor Nogueras nos ayudaron con el equipaje y a subir por las estrechas escaleras del muelle.
Mi primer recuerdo de Marruecos es, y siempre será, el calor. Un calor denso que parece posarse sobre los hombros y que enseguida cubre la piel de gotitas de sudor. Pero, a cambio de ese sofocante bochorno, el mar, la arena, las rocas, las nubes, todo brilla con colores más vivos y hermosos. Me pareció extraño que en un lugar que rebosa tanta belleza pueda haber una guerra. Lo único que a alguien en su sano juicio puede apetecerle hacer aquí es buscar una sombra para sentarse cerca del mar y disfrutar del paisaje y el frescor de la brisa.
En el malecón nos esperaba Carmen con otras dos damas enfermeras ya vestidas con sus uniformes: Mimí Merry del Val, que con ese nombre de gatito (es el diminutivo de María del Carmen) es familia de nuestro embajador en Londres, y María Benavente, pariente del premio nobel. Pero al igual que con Luisa, no importa, para nosotras son Merry y María. Y, a petición de Carmen, todas nos trataríamos de tú.
Carmen, al verme, se sorprendió.
«¿Laura? Te hacía camino de Argentina. —Entonces, supuso algo… no muy acertado—: ¿Han destinado a tu prometido a Marruecos?»
«No, bueno, sí, está en Tetuán… Pero ya no estamos prometidos.»
«Oh, vaya, lo siento... —Luego se dirigió a Alba—: Aún no se sabe nada de tu padre ni de tu prometido, lo que nos da cierta esperanza. Y podrás emplear todo tu tiempo libre en buscar noticias de ellos, pero mientras estés en el hospital, ese será tu único mundo, ¿entendido?»
Alba asintió.
Ese también fue el momento en que Inés y Margarita, al ir juntas, fueron rebautizadas como «las Santirso». Inés, más tarde, nos comentaría que no le hace mucha gracia convertirse en «la Santirso pequeña».
A nuestro paso, los militares dejaban lo que estuviesen haciendo y saludaban a Carmen llevándose la mano a la frente. Ella correspondía a ese saludo con un leve gesto de cabeza, que nosotras imitamos.
«No llevas ni un día aquí y ya eres muy conocida», le comenté.
«No me saludan a mí, sino al uniforme. —Se rio—. Las enfermeras seríamos algo equivalente a un alférez. —Señaló una camioneta aparcada junto a las vías del tren—. Ese será nuestro transporte.»
La camioneta, con el cajón de carga descubierto, estaba rodeada de niños andrajosos que jugaban entre sus ruedas. Al acercarnos atrajimos su atención y las rodeadas fuimos nosotras. Algunos se rieron, otros nos dedicaron piropos en su lengua, árabe o bereber supongo, y otros cuchichearon entre ellos. Alguno nos tendió la mano, esperando algún tipo de limosna. Entonces apareció el conductor, un joven marroquí vestido con ropas europeas bastante gastadas, ojos claros, cabello rizado, tez morena y barba corta; bastante guapo, la verdad. Con un par de bromas y coscorrones los echó de allí y nos ayudó a subir las maletas. Se llama Galeb y habla castellano con tan solo un ligero acento. Nos trató de «señoritas» y fue muy amable y cuidadoso. Creo que a todas, enseguida, nos agradó… Y a algunas les agradó de más y no intentaron disimularlo en sus comentarios una vez estuvimos a solas.
Avi, que nunca había mostrado mucho interés por los estudiantes de Medicina, se quedó embobada al verlo. Tuve que darle un codazo para que subiese a la camioneta y dejase de mirar a Galeb, que, para complicar las cosas, recompensó su mirada con una sonrisa peligrosísima.
Tras esa sonrisa nuestro chófer regresó a la cabina con el doctor Nogales y Carmen subió con nosotras al cajón de carga. Y así, enfermeras y equipajes, muy apretujados todos, partimos del muelle en aquella desvencijada camioneta que dio la espalda al mar y pasó traqueteando sobre las vías que, desde el espigón, discurrían paralelas al muelle hacia el sur. Los niños nos siguieron un trecho, gritando y haciendo bromas.
«Hoy tenemos suerte y no sopla mucho el viento; dicen que a veces es insoportable. Y con levante, vuestro desembarco habría sido bastante accidentado.»
Un par de locomotoras y unas decenas de vagones de mercancías me habían tapado la vista de la ciudad. Entonces vi, a mi derecha, lo que sería al norte, cerca del espigón, una pequeña península que entraba en el mar y, sobre ella, la ciudad medieval. Melilla la Vieja o el Pueblo, como nos explicó Carmen que la llaman. En su interior, sobre los tejados y terrazas de las apretujadas casas, vimos torreones de tipo medieval y, a su alrededor, afiladas murallas modernas de traza italiana. Esa había sido toda la ciudad durante varios siglos. A sus pies y alrededor, sobre todo hacia el sur, ha crecido, enorme, la actual Melilla e, igual que el espigón, es una ciudad a medio construir. Con bonitos edificios de varios pisos con molduras modernistas, que nada habrían desentonado en la Gran Vía madrileña, junto a casitas bajas de adobe y barracas polvorientas, y, entre ellas, solares en los que ya había obras o que esperaban por estas.
Casi enfrente de nosotros, una colina de tierra estaba siendo vaciada para las obras del puerto. Y sobre ella, un fortín circular con arcos y troneras cuadradas…
Pensarás que estoy loca, querido diario, pero es idéntico al que aparece en mis sueños desde que soy niña. La cara de pasmo que se me debió de quedar tuvo que ser notoria, porque varias me preguntaron qué me pasaba. Carmen, que siguió mi mirada, explicó:
«El cerro de San Lorenzo con su fortín. Hay varios de ese estilo por toda la ciudad, pero no os preocupéis, las trincheras están en el exterior, muy lejos de aquí, y muy bien guarnecidas por la Legión y otras tropas.»
Tardé un poco en reaccionar y darle las gracias. ¿Cómo pudo mi imaginación construir en sueños un lugar exacto a uno real que nunca había visto? Me gusta la lógica y entender las cosas o, al menos, saber que tendrán una explicación que alguien encontrará algún día, pero esto sobrepasaba esos límites. Es imposible. O una gran casualidad. De esas que a Inés y Avi, tan amigas de creer en lo mágico, les hacen pensar que este mundo está de verdad habitado por las fantasías inventadas por el ser humano.
«Bajo ese fuerte —pregunté—, ¿hay cuevas?»
Carmen me dijo que no, lo que me alivió bastante. La casualidad parecía acabar ahí. Pero entonces siguió:
«Las cuevas están en Melilla la Vieja; dicen que son muy bonitas».
Sentí frío en el estómago y me dije que, en cuanto pudiese, iría a ver esas cuevas.
Desde donde estábamos, Carmen señaló un cauce seco que se hundía a los pies del cerro y seguía, perpendicular a la costa, hacia el interior. Un par de puentes lo cruzaban a nuestra altura.
«Ese es el río de Oro; bueno, ahora solo su cauce, pero que no os engañe. En otoño e invierno, con las lluvias, puede venir muy crecido. No es la primera vez que arranca algún puente e inunda todas estas tierras a su alrededor.»
El cerro de San Lorenzo enseguida quedó atrás y la camioneta, hipando y dando brincos, que bien que notábamos en nuestras piernas, espaldas y posaderas, se internó en la ciudad por una de sus grandes avenidas a medio hacer. Además de casas pude ver hoteles, tiendas, cafés e incluso teatros y cines.
«Se puede decir que el río —siguió diciendo Carmen—divide la ciudad en dos. Al norte, por donde nosotras estamos, vive la gente más adinerada y de buena posición, y los oficiales del Ejército. Al sur está la gente más humilde, la tropa y la mayoría de la población nativa. Aunque no todo es así; por ejemplo, el barrio judío está al norte, hacia el interior, y es de los lugares más pobres de la ciudad.»
Al fin, la camioneta paró ante un gran edificio de piedra blanca, ventanales amplios y una torre cuadrada con reloj que lo dividía en dos alas. Está apartado de los demás, cerca del río. La placa que hay junto a la puerta aún indica que fue construido para ser la escuela de la Doctrina de los Hermanos Cristianos.
«Hemos llegado», dijo Carmen. Todas nos apeamos. El doctor Nogueras y Galeb nos ayudaron a bajar los equipajes, pero nosotras tuvimos que cargar con ellos hasta el hospital.
Avi casi se cae al intentar bajar su maleta. Galeb fue rápido de reflejos y la cogió por la cintura, evitando que se partiese la crisma contra el suelo.
«Tenga cuidado, señorita», dijo con otra de aquellas arrebatadoras sonrisas.
La pobre Avi se quedó temblando.
«Disimula un poco», le dijo Inés muy divertida.
«Disimular… ¿el qué?», respondió Avi colorada.
Carmen nos dijo que, como ya era tarde, poco más haríamos que acomodarnos en un sencillo pabellón situado en el jardín que hay tras el hospital.
Un oficial del Ejército se acercó a Carmen y, en lugar del saludo militar, la recibió con un casto beso que nos sorprendió a todas. Merry nos explicó que era don Pablo Montesinos, el duque de la Victoria y marido de Carmen, que había venido no como militar, sino para ayudarla en todo lo posible. Hablaron un momento y Carmen volvió a nuestro lado.
«Necesito que un par de vosotras me ayudéis; a ver, Luisa y Laura.»
En lugar de entrar al hospital, volvimos a la camioneta y regresamos al puerto, más al sur, hasta el lugar donde estaba atracado un carguero de bandera inglesa, este sí pegado al malecón. Carmen, antes de subir, se disculpó con nosotras:
«Lo siento, pero voy a tener que usar vuestros apellidos más que vuestras personas.»
Y así nos presentó ante el armador de ese barco: la princesa de Orleans y la hija del famoso naviero don Adolfo de la Gasca, lo que agradó a aquel hombre. Con acento inglés, me dijo:
«Conozco a su padre. Un hombre culto e inteligente, e implacable en los negocios... Un hermano».
Me pareció un poco exagerado lo de «hermano» y más el sutil guiño que me hizo. ¿Estaba intentando coquetear conmigo? El caso es que, desde ese momento, fue muy amable con nosotras.
Carmen le hizo una oferta por su mercancía, un centenar de camas. El inglés protestó. Era menos de lo que le ofrecía el Ejército y a ellos se las había negado.
«Yo no trabajo para el Ejército —dijo Carmen—, sino para la Corona y para la Cruz Roja Internacional. Y si estamos aquí no es solo por los centenares de heridos que ya hay, sino por los miles que habrá. Ya puede ver que cada día llegan más tropas al puerto; los combates seguirán y necesitaremos más hospitales. Aquí, en Tetuán, en Larache; incluso en España, para evacuar a los convalecientes. Usted decide si quiere venderme estas camas, por las que aún puedo subir mi oferta, o si quiere venderme camas y mobiliario de hospital para todo lo que está por venir. Y, en ese caso, no solo yo, sino la Corona a la que represento y los padres de estas señoritas, le estarán muy agradecidos.»
El hombre no tardó en ceder y se comprometió a entregarnos las camas hoy en el hospital.
Al bajar del barco nos esperaba, junto a la camioneta, un oficial: el coronel Francisco Triviño, jefe de la Sanidad Militar de Melilla. Saber que habíamos conseguido las camas no le hizo ninguna gracia y pretendió que se las entregásemos. Carmen, amable, se negó.
«¿Es que no me ha oído? —dijo desabrido el coronel—. Estoy a cargo de toda la sanidad de esta plaza. Así que, si le doy una orden, debe obedecerla.»
«No somos militares —respondió Carmen aún de forma educada—, y usted no tiene mando sobre nosotras. Así que esas camas se irán a nuestro hospital, donde le aseguro que serán de gran ayuda a sus heridos.»
«¿Quieren ayudar? ¡Pues vuélvanse a casa! ¡Aquí no tienen nada que hacer!»
Y, por primera vez, vi a Carmen dejar la amabilidad para ponerse muy seria y amenazadora:
«O con usted o contra usted, sigo órdenes de la reina. ¡Y basta!».
Ya era muy tarde y no tenía ni tiempo ni ganas de discutir, nos explicó de camino al hospital. Como la cocina aún no está completamente equipada y no funciona, el marido de Carmen envió a Galeb al Hotel Victoria para que nos trajesen algo de cenar. Lo disfrutamos sobre unas mesas improvisadas con caballetes y tablas en el mismo jardín.
Antes de acostarnos, Carmen nos invitó a subir a la terraza para disfrutar de lo que llamó «uno de sus placeres favoritos» en Melilla: ver el atardecer y la noche desde ahí arriba. El sol se fue ocultando poco a poco tras las montañas, alargando las sombras más y más hasta hacerlas desaparecer en el crepúsculo. El cielo enrojeció e hizo brillar la tierra y la piedra mientras, a nuestra espalda, sobre el mar, ya oscurecía. En Melilla la Vieja un faro se iluminó y comenzó a pasear su haz sobre el agua y los tejados cercanos.
Pablo Montesinos señaló las montañas que teníamos al frente.
«El macizo del Gurugú —dijo—. Entre él y la Mar Chica, hacia el sur, pasa la carretera que llevaba a Annual a través de decenas y decenas de pequeños puestos y fortines. Todos han caído ante la harka de Abd el-Krim como un castillo de naipes, uno tras otro… Solo Nador, Zeluán y el monte Arruit resisten, rodeados por el enemigo, aquí mismo, al sur de esa montaña. Las guarniciones de Nador y Zeluán son escasas, unos cientos de hombres, pero la columna de Navarro, que está en Arruit, tiene más de tres mil. Todo lo que queda del ejército de Silvestre…»
«Y, entre ellos, el doctor Felipe Peña, un médico militar, buen amigo», dijo Nogueras sin apartar la vista de la montaña.
«¿Y por qué no van a rescatarlos?» Para Alba estaba claro que, si su padre y su prometido seguían con vida, estarían allí.
«Es lo mismo que se preguntan muchos oficiales —dijo Pablo—, ¿por qué Berenguer no envía a sus tropas a liberarlos si están tan cerca? Me figuro que teme desguarnecer Melilla para una operación tan arriesgada. Los moros dominan la carretera y sería una lucha sangrienta a lo largo de más de treinta kilómetros… Berenguer ni siquiera ha fortificado las cimas del Gurugú por temor a extender demasiado el perímetro de defensa de Melilla y, como los moros las tomen, la ciudad estará a merced de sus disparos.»
«¿Nos podrán disparar desde allí?», dijo Margarita un poco sorprendida.
«Con fusiles, no; está demasiado lejos. Pero sí con artillería.»
«¿Y tienen cañones?», dijo Inés, que a veces tendía a completar las frases e ideas de la Santirso mayor.
«Ahora, sí; los que capturaron a Silvestre en Annual. Y si los suben hasta allí arriba —señaló el Gurugú—, podrán bombardear donde quieran.»
Tras esas funestas palabras estuvimos un rato en silencio. Oscureció, comenzaron a aparecer las estrellas y, tras el intenso calor del día, refrescó. Una brisa suave que bajó de las colinas.
«Esperemos que la brisa no vaya a más —dijo Pablo—, porque aquí el viento puede llegar a ser muy molesto. El poniente baja de la montaña, es seco y cálido, y ahora, con la guerra, huele a cordita. El levante viene del Mediterráneo, huele a mar y es húmedo. Media ciudad prefiere uno y media ciudad prefiere el otro; yo odio los dos.»
«Incluso con viento —nos contó Carmen—, este suele ser el mejor momento del día. Y dentro hace tanto calor que, en verano, mucha gente duerme en las terrazas.»
Su marido encendió un cigarrillo. El doctor Nogueras y algunas de nuestras compañeras también lo hicieron. Pudimos ver, por los puntitos rojos, que en otras terrazas de los alrededores también encendían cigarrillos. Era como si toda la ciudad, a esa hora, se hubiese encaramado sobre sus casas para disfrutar de la paz y serenidad del ocaso africano.
Y hoy ya vuelve a ser noche cerrada, querido diario, y acabo de escribir estas líneas en esta misma terraza, sola, a la luz de un pequeño candil. A su alrededor revolotean un par de polillas. De pequeña me asustaban mucho con sus inesperados aleteos. Pero mi padre me dijo que tan solo son el proletariado de las mariposas. Aunque sus ropajes sean más humildes no hay que tenerles miedo. Y al verlas así, dejé de temerlas. Al recordar a mi padre me he puesto un poco triste. Un solo día en Melilla y ya echo de menos a mi familia. Soy un desastre…
Se está tan a gusto que me tienta echarme aquí mismo a dormir. Aún se pueden distinguir luces de cigarrillos y el viento arrastra voces de conversaciones muy lejanas. Y hasta de noche los colores son otros.
29 de julio de 1921
Hoy sopla el poniente, tan seco y caliente que en lugar de refrescar hace más presente y pesado el calor. Viene cargado de polvo y de un olor extraño, como a quemado, que supongo que es el de la cordita.
Nos hemos reunido en el jardín, ya con nuestros uniformes, y Carmen nos ha guiado por lo que será nuestro hospital. En el centro del piso bajo hay un enorme vestíbulo, donde estarán la portería, la sala de espera y las oficinas. A cada lado, una larga nave con galería. La de la derecha será para medicina y la de la izquierda para cirugía, cada una con su sala de curas y ambas para la tropa. En la entreplanta, en una gran habitación circular que da a la trasera del edificio, irá el quirófano, con un par de salitas a su lado para esterilización. La primera planta es idéntica al bajo, pero allí estarán los oficiales. En torno al jardín, además de nuestras estancias, se montarán las cocinas.
Mientras Pablo se encargaba de comprobar que la electricidad y el suministro de agua iban bien, nosotras, con ayuda del doctor Nogueras, nos hemos dedicado a limpiar el edificio y a colocar las camas que, a primera hora, nos han entregado los ingleses. Carmen, con la ayuda de Merry y María Benavente, que son inseparables, se han pasado el día saliendo y volviendo con sábanas, toallas, pijamas y todo tipo de material que vamos a necesitar. Trabajamos duro y sin descanso y, con el calor, sudamos tanto que nuestros uniformes acaban empapados. Hasta ha habido una que se ha mareado y ha tenido que estar tumbada un rato mientras le daban agua. Carmen nos ha recordado que beber, en este clima, es casi tan importante como respirar.
Me ha gustado ver lo bien que se llevan Inés y Margarita; ojalá me llevase yo así de bien con Ana. Siempre están de buen humor y charlando, riéndose ante cada tontería que se les ocurre o con cada pequeña anécdota; son la alegría del grupo. Aunque hoy la más dichosa parecía ser Avi.
«¿A qué viene esa cara de felicidad? —le he preguntado—. ¿Aún estás pensando en Galeb?»
«¡No! Pero qué pesadas estáis Inés y tú con eso… Es por este hospital… Iba a ser una escuela y está recién construido; aquí aún no ha habido sufrimiento ni dolor, está limpio… Y no hay cosa que me guste más que este silencio.»
Silencio de espíritus, entiéndase, porque el jaleo que montamos nosotras y la cuadrilla de obreros rifeños que ha traído Galeb para ayudar a Pablo es monumental.
A la hora de la comida se ha calmado todo y Galeb ha aprovechado esa quietud para rezar de rodillas sobre una pequeña alfombra con el dibujo de un arco de herradura. Nos ha contado que representa el mihrab de una mezquita y que debe apuntar hacia La Meca. Galeb, aunque no para de trabajar, se toma muy en serio su religión y hace sus cinco pausas para la oración. Igual que las monjas, que casi a las mismas horas que él se reúnen para el rosario y otros rezos, también en torno al jardín. Me resulta relajante oírlos: un rumor en que se mezclan el árabe y el latín, cada uno entonando sus propias plegarias.
Después de comer, Alba le ha preguntado a Carmen si había alguna novedad respecto a su padre y a su prometido, pero no ha podido decirle nada, pues el coronel Triviño, después de la agarrada que habían tenido ayer, no estaba siendo muy colaborador...
«Galeb va a ir hasta el hospital Docker, al sur, y quizá allí te puedan decir algo; muchos de sus heridos estuvieron en Arruit.»
Justo en ese momento, sobre el jardín, ha pasado un avión en vuelo rasante. Varias enfermeras han gritado y corrido a esconderse. Pablo se ha reído.
«Tranquilas, es de los nuestros. Los moros no tienen aviones ni pilotos…»
«¿Adónde va si aquí no hay aeródromo?», le he preguntado.
«Los soldados llevan días quitando piedras y alisando la explanada del Hipódromo; supongo que aterrizará allí.»
«¿Dónde está ese lugar?»
«Al sur…»
«¿Cerca del hospital Docker?»
«Sí, más o menos…»
No me ha hecho falta escuchar más y, fingiendo no tener prisa, me he dirigido al exterior. Allí he echado a correr hacia la furgoneta.
«¡Alba, espera, iré contigo!»
Alba se ha detenido sorprendida.
«¿Por qué?»
«No sé, no deberías ir sola…»
Entonces se ha fijado en el avión, que aún volaba hacia el sur.
«¿Es por si se trata de tu antiguo prometido?»
«¡No!»
«No me gusta que me mientan, y mucho menos que me mientan tan mal. Ni me lo merezco ni soy tan tonta como para creerte…»
«Vale, de acuerdo… Es porque ese piloto puede ser Javier.»
«Pero ¿no te había dejado? Si hasta querías que se estrellase.»
«Me dejó con una nota, sin esperar mi respuesta ni dar explicaciones, y quiero saber qué pasó. Por qué se ha echado atrás…»
Alba se lo ha pensado un momento antes de ceder e invitarme a acompañarla. Galeb, al ver que solo éramos dos, nos ha ofrecido ir con él en la cabina, apretujadas en la plaza del copiloto. Los brincos eran los mismos, pero el asiento más mullido, y así también hemos podido ir hablando con él. Pese a que le hemos pedido que nos tutease, insiste en tratarnos de usted.
Hemos cruzado un puente, que nos ha dicho que se llamaba de Camellos, cerca del cerro de San Lorenzo, y nos hemos dirigido hacia el sur en paralelo al mar. El barrio del Hipódromo me ha parecido una zona aún más nueva y en crecimiento que las que había visto hasta ahora. Las calles son rectas, en cuadrícula, y las barracas improvisadas se alternan con edificios de piedra de dos pisos, más humildes que los del norte, y entre ellos hay cines, cafés y un gran mercado cubierto rodeado por decenas de puestos ambulantes. A esa hora estaba lleno de gente que iba de un lado a otro, a veces con pequeños rebaños de cabras o con gallinas; era una multitud abigarrada donde se mezclaban trajes europeos, ropas de faena, uniformes y vestidos tradicionales de Marruecos.
Iba a decir que la brisa…, pero mentiría. El calor que arrastra el viento llega cargado de aromas de especias; azafrán, comino, sésamo, jengibre, cúrcuma, coriandro, anís… Y, de repente, al girar una esquina, ese olor es devorado por el de la gasolina, el sudor y el tabaco de los campamentos.
Muchas casas están abandonadas y otras a medio construir.
«Mucha gente ha huido de la ciudad —nos ha explicado Galeb—. Españoles que han vuelto a la Península por miedo a Abd el-Krim, y marroquíes que han escapado al campo por temor a las represalias de los españoles… Los primeros días, tras el desastre, hubo mucho pánico. A Melilla llegaban colonos españoles de todo el Rif hablando de matanzas y asesinatos, desesperados porque lo habían perdido todo. La gente se echó al puerto para subir en el primer barco que saliese. Fue terrible… Pero entonces llegó la Legión, con sus armas y esa forma de caminar tan rápida y agresiva. Berenguer los formó en el muelle y los hizo desfilar arriba y abajo por toda la ciudad; fue impresionante. Devolvió la confianza a la gente. Y cada vez llegan más soldados y pertrechos…»
«¿Ese es el hospital?» Señalé un austero edificio de tres plantas, rodeado de ambulancias y tiendas de campaña cónicas.
«Ese es el Alfonso XIII, el más grande de Melilla, más de setecientas camas y dicen que van a ampliarlo al doble en cuanto consigan más. No sé cómo habrá hecho doña Carmen para conseguir las nuestras. Las camas de hospital, hoy, valen más que el oro…»
Una multitud de niños, se diría que un enjambre, corría entre los soldados y los vehículos, jugando e intentando sisarles comida, o llevarse unas monedas por hacerles algún favor. Casi todos, de origen marroquí.
«¿No se te hace raro trabajar para nosotros cuando tu pueblo se ha levantado en armas contra España?», me he atrevido a preguntarle.
Alba me ha mirado asustada, como si le estuviese dando ideas a Galeb.
«Marruecos es un país de países; está el jalifa, están los franceses, están los españoles y están las cabilas. Abd el-Krim es el líder de los Beni Urriaguel, y quiere ser libre tanto de España como del jalifa y de los franceses… Y cada cabila sigue su propia política y sus propios intereses.»
«Pero muchas de las que eran amigas de España se han pasado a su bando.»
«Verán un mejor soberano en él que en España, o sencillamente pensarán que las cosas han cambiado y querrán estar en el bando vencedor. Aun en guerra, la mayor parte de la gente solo quiere vivir con prosperidad y defender lo que es suyo… Todos los sacrificios que hacen son por ese motivo, o al menos así lo veo yo.»
«¿Y qué hacías antes de la guerra? —le ha preguntado Alba intentando cambiar de tema—. ¿Ya eras chófer?»
«Qué va. Estudié Ingeniería en Málaga, para trabajar en las minas de hierro de Uixán, que están al sur de aquí. El espigón del puerto y el tren se construyeron para sacar el mineral.»
«Por eso hablas tan bien los dos idiomas.»
«No, señorita, hablo cuatro: árabe, castellano, francés y tarifit, que es la lengua bereber del Rif… Y me defiendo en tashelhit y tamazight…»
«¡Cuántos!»
«Aquí es lo normal... Lo que resulta extraño es que los españoles hablen tan solo uno y esperen que todo el mundo también lo hable. ¡Ah, señoritas! Ahí está la explanada del Hipódromo.»
En medio de ella, rodeado de soldados, estaba el avión que había visto pasar sobre el hospital. Galeb ha detenido la camioneta y nos hemos apeado. Según me acercaba a los pilotos, soldados y oficiales se apartaban para dejarnos pasar y, con educación, nos saludaban igual que habían hecho con Carmen en el muelle. Yo no les he hecho mucho caso. Tenía muchas ganas de ver quiénes eran esos aviadores. El observador, que hablaba con un oficial, también me ha saludado al pasar. El piloto estaba de espaldas, comprobando algo en la hélice. He llegado hasta su lado y mi uniforme blanco, que tanto contrastaba con los de la tropa, me ha convertido en el centro de todas las miradas. He posado una mano en el hombro del piloto, que se ha dado la vuelta y me ha saludado.
«Aunque el aterrizaje ha sido un poco abrupto, estoy bien. Gracias, señorita», me ha dicho con amabilidad.
No era Javier, sino el capitán Manzaneque y su observador, el capitán Carrillo. Como yo no estaba para disimulos y no quería retrasar más a Alba, les he preguntado directamente.
«¿Conocen al capitán Javier Alonso?»
Ambos han dicho que sí.
«Con lo atrevido y aventurero que es, raro que no se haya ofrecido voluntario para venir a Melilla», ha añadido Carrillo.
«Será que pilota un De Havilland —ha dicho Manzaneque—. Nuestro aparato es un Bristol. —Y ha dado una palmada sobre su avión, como si se tratase de un caballo—. Es más ágil y puede aterrizar en estas condiciones. Ahora prepararemos la pista para que puedan venir más aviones…»
«¿Y vendrá él…, Javier, digo?»
Se han encogido de hombros. No pueden saberlo, pero, conociéndolo, es posible que en unos días aparezca por aquí. Alba se nos ha acercado.
«¿Han sobrevolado el monte Arruit?», les ha preguntado.
«Sí. Nuestro plan es llevarles suministros y municiones que dejaremos caer sobre su posición.»
«¿Y cómo están? ¿Hay muchos heridos?»
«Desde arriba no es fácil saberlo, pero siguen luchando y sí, parece que hay muchos heridos. Y las guarniciones de Nador y de Zeluán no están mucho mejor.»
Esas noticias han puesto más triste a Alba.
Ha hecho el resto del trayecto callada.
«El fortín de Triana —nos ha señalado Galeb mientras conducía— es cuadrado y con baluartes en forma de flecha en las esquinas, mucho más grande que el de San Lorenzo. —Y, cerca de él, ya pudimos ver las decenas de barracones, unos de madera y otros de ladrillo, que forman el hospital Docker—. Lo llaman así por los barracones de madera tipo Docker con que se construyó al principio, aunque ahora también los hay de piedra. Después del Alfonso XIII, es el más grande.»
Alba ha bajado corriendo hacia el pabellón más cercano. La he seguido y al cruzar la puerta casi he tropezado con ella. Se había quedado allí parada, igual que me habría pasado a mí, porque, nada más entrar, he sentido como si algo me golpease la cara.
Un terrible olor a sudor seco, excremento y putrefacción de gangrena hacía denso el aire y se te pegaba por todo el cuerpo. El aire cálido que entraba por las ventanas, en lugar de arrastrarlo fuera, lo paseaba de un lado a otro. Y lo peor venía cuando los ojos se acostumbraban al triste crepúsculo de aquel barracón. Los heridos agonizaban en camastros tan pequeños que apenas podían contener a los más corpulentos. Estaban medio desnudos, con la ropa hecha jirones y las vendas manchadas de sangre y pus. Sobre ellos volaban enjambres de moscas y mosquitos cuyo zumbido se mezclaba con los quejidos y los llantos. Los sanitarios y los ayudantes de los médicos se afanaban en limpiar aquello y baldear el suelo, pero era tal la aglomeración de personas, sangre y porquería que parecía una tarea imposible. Me temo que nuestro hospital apenas podrá aliviar esta saturación de heridos…
Uno de ellos me ha agarrado del brazo. Estaba empapado en un sudor pegajoso y pestilente. Le faltaba casi toda la mandíbula inferior, que apenas se sostenía por un tosco vendaje. Ha intentado hablar, pero solo ha emitido un sonido gutural, como un gemido. Me he asustado y he tirado con fuerza para que me soltara. Creo que he hecho mal. El pobre debía de estar mucho más asustado que yo y solo quería ayuda, pero no he podido pensarlo en ese momento. Estaba aterrada y desbordada. Hice salir a Alba conmigo de allí.
«Este es un barracón de tropa —le he dicho—, y tanto tu padre como tu prometido son oficiales. Aquí no estarán.»
Los barracones para los oficiales son de piedra, están mucho más limpios y no hay tal hacinamiento. Aun así, la visión de todos aquellos hombres heridos nos ha resultado igual de terrible. A muchos les faltaba un brazo o una pierna, a otros un ojo o los dos, los había sin orejas o sin nariz, con cicatrices tan profundas que dejaban ver los huesos y con quemaduras que hacían que la piel, ennegrecida, se les cayese a tiras...
Alba estaba temblando, supongo que al pensar que sus seres queridos podían estar en un lugar así u otro aún peor. He decidido hablar yo:
«¿Saben qué ha sido del capitán Hernando Torres y del alférez Ignacio Merino, del Regimiento de Infantería San Fernando?»
Nadie sabía nada y, al cabo de la tarde, hemos podido estar seguras de que no se hallan entre los heridos de ese hospital. Pero si pertenecían al grupo de los muertos o al de los vivos, no podemos saberlo.
Un oficial de unos cincuenta años, que había sido herido en un brazo, se ha echado a llorar al verme. Aquellas lágrimas tan inesperadas me han sobrecogido más que cualquiera de las heridas que había visto.
«¿Le duele mucho? ¿Quiere que avise al médico?», le he preguntado.
«No, no hace falta. El dolor puedo tolerarlo bien. Si lloro es por vergüenza. Que no la engañen, mi niña, los que estamos vivos es porque hemos hecho algo de lo que arrepentirnos; todos los héroes están muertos.»
Sin necesidad de verla, he sabido que a Alba, al oírlo, se le habría encogido el corazón.
«A veces no sé qué es peor —ha dicho al salir—, si la incertidumbre o la certeza de saberlos muertos.»
Un camillero, que había oído lo que nos había dicho aquel oficial, se nos ha acercado:
«Es cierto, fue un desastre. Dicen que el propio general Silvestre, desesperado, se voló allí mismo la tapa de los sesos. Y que miles de nuestros hombres huyeron como conejos, sin pensar en su dignidad o en sus compañeros. Yo lo vi. Pero también vi a los héroes. Oficiales y soldados que plantaron cara al enemigo y cubrieron la retirada de sus compañeros. Y presencié, de lejos, la carga del Regimiento de Caballería Alcántara; los seiscientos, al galope, contra un enemigo muy superior y parapetado. Cayeron casi todos, pero nos salvaron la vida a miles de nosotros.»
Seiscientos, pensé, como los seiscientos jinetes por el valle de la Muerte, en el poema de Tennyson sobre la carga de la Brigada Ligera en Crimea. ¿A los de Alcántara también les compondrán poemas como ese?
«Mi padre y mi Ignacio siempre han presumido de ser valientes; ojalá sea una fanfarronada y hayan sido unos cobardes», ha dicho Alba con angustia.
«No tiene por qué desesperar, señorita; aún quedan héroes vivos. Parte del Regimiento Alcántara sobrevivió y se retiró con los demás hasta el monte Arruit, igual que otros soldados que en todo momento han mostrado su coraje. Y allí siguen, luchando con valor. Yo mismo acabo de traer a uno de esos héroes, quizá quieran verlo por si es familia de la señorita», ha propuesto el camillero señalando a Alba.
Nos ha llevado hasta otro barracón de oficiales. Alba se ha apresurado a ver quién era el herido, pero, al llegar hasta él, se ha quedado tan desconcertada como yo. Aquel hombre tenía el rostro completamente vendado; solo un par de aberturas para la boca y los ojos, que en ese momento estaban cerrados. Los brazos estaban vendados y lo habían atado a la cama con unas correas de cuero.
«Son para protegerlo —nos ha explicado el camillero—. Cuando despertó se puso a chillar por el dolor e intentó arrancarse las vendas y salir de aquí. Lleva varias horas sedado. Aún no sabemos su nombre.»
Alba se ha acercado más.
«¿Es…?» No he completado la pregunta.
«No lo sé», me ha dicho con la voz quebrada.
«Cuando todos huían, él, con un camión que debió de requisar, trajo a un buen número de heridos hasta el Atalayón. Y en lugar de quedarse a resguardo, reunió a su sección y fueron hasta las afueras de Nador, a cubrir la retirada de los españoles que trabajaban en las minas. Los moros mataron a todos sus compañeros y una granada lo dejó así. Lo dieron por muerto y, sabe Dios cómo, consiguió arrastrarse hasta una de nuestras posiciones avanzadas. Creo que lo van a proponer para la Laureada.»
El herido, de repente, ha abierto los ojos. Eran de un azul intenso, que aún destacaba más al estar la córnea enrojecida por los derrames oculares. Y, aunque ella estaba más cerca, no ha mirado a Alba, sino a mí. Por un momento ha permanecido en silencio, muy quieto. Todos lo estábamos. Y, de repente, su mirada se ha vuelto espanto, ha chillado y comenzado a agitarse y a mover los brazos y las piernas para soltarse mientras gritaba algo ininteligible. El camillero ha pedido ayuda. Entre varios lo han sujetado y uno ha traído una mascarilla de éter.
«¡Llamad al doctor!», ha gritado el camillero.
«Está operando —le ha respondido el hombre que traía la mascarilla—. Y no sé cómo va esto.»
«Sé administrar el éter», les he dicho.
Sin más preguntas, me han dejado la máscara y la botellita con éter. Mi uniforme ha hecho que se fiasen de mí al momento. O quizá es que no había nadie más a quien pedir ayuda. Han agarrado al herido con fuerza hasta inmovilizarlo. Sus ojos, lo único visible de él, se movían para todos los lados, mientras seguía gritando. Me he acercado a él y, con toda la dulzura que he podido, le he susurrado: «Tranquilo, tranquilo, esto te calmará, no tengas miedo...». Ha vuelto a mirarme a los ojos y estos se han quedado fijos en mí, aún llenos de terror. Y entonces, como si se rindiese, ha dejado de agitarse y su mirada se ha calmado. Le he puesto la máscara y dejado caer las gotas hasta que su ritmo respiratorio me ha indicado que ya habían hecho efecto. Cuando la he retirado, sus ojos volvían a estar cerrados. Los hombres lo han soltado.
Al salir, Alba me ha dicho que ni era Ignacio ni su padre. Luego se ha dirigido a un oficial médico y le ha preguntado si había alguna forma de comunicarse con quienes estaban cercados en el monte Arruit.
«El general Berenguer y el estado mayor usan un heliógrafo para enviar y recibir mensajes del general Navarro desde el Atalayón, una de nuestras posiciones avanzadas. Son señales luminosas en morse, algo muy lento y pesado de usar.»
«¿Y podría enviar un mensaje para saber si mi padre y mi prometido están allí, o si alguien sabe qué ha sido de ellos?»
«Lo siento mucho, señorita, pero es imposible. Igual que usted, hay miles de personas aquí y en España pendientes de sus amigos y de sus familiares. Si intentásemos hacerlo, se saturarían las comunicaciones.»
Alba ha asentido comprensiva.
Galeb nos esperaba a cierta distancia, pues no le hace mucha gracia mezclarse con los soldados. Nos ha llevado de vuelta con la camioneta cargada de cajas con gasas.
«Es una partida de gasas en mal estado que los militares no quieren.»
«¿Y para qué las queremos nosotras?», le he preguntado.
«Lo único que les pasa es que tienen apresto», ha dicho quitándole importancia.
«Para la ropa da igual, y hasta la hace más suave, pero en una gasa puede causar infecciones.»
Alba me ha dado la razón. Galeb se ha reído.
«Si se lavan bien y se les pasa, estando aún húmedas, una plancha muy caliente, se esterilizan y se les quita el apresto. Y ya tienen gasas nuevas… y gratis. Doña Carmen dice que, con esta carestía, no hay que tirar nada.»
Y doy fe de que Carmen es una férrea vigía de nuestros gastos. Cuando hemos llegado, ya era tarde y solo ella y su marido estaban despiertos, haciendo cuentas para cuadrar nuestro presupuesto con los gastos previstos. Se han alegrado al ver la enorme cantidad de gasas que traíamos y Carmen ha podido tachar una pequeña casilla de la columna de gastos.
«Aun así, no llega. Necesitamos más dinero ya… —Ha debido de notar que la mirábamos con preocupación, porque ha añadido—: No os preocupéis, algo se me ocurrirá.»
«Creedla, algo se le ocurrirá, siempre es así», ha asegurado su marido de mejor humor.
«Ahora id a dormir, que mañana tendréis mucho trabajo…»
Por la forma en que lo dijo Carmen, ya me temo quiénes tendrán que encargarse de lavar la inmensa cantidad de gasas que hemos traído...
30 de julio de 1921
Efectivamente, querido diario, Alba y yo nos hemos pasado toda la mañana lavando y planchando gasas. Ya habían pasado tres horas y aún nos quedaban más de la mitad cuando han llegado en nuestra ayuda las nuevas reclutas de Carmen: otras seis damas enfermeras de Melilla, cuatro de primera y dos de segunda, que se han incorporado hoy al hospital.
Pero mi día no ha comenzado ahí. De hecho, ha comenzado antes de despertar. Anoche soñé con el fortín del cerro de San Lorenzo, ahora corregido por lo que había visto. También esperaba a Javier. Un avión pasó sobre mí y seguí su sombra hacia Melilla la Vieja. No sé cómo, ya estaba bajo tierra, en las mismas cuevas de mis anteriores sueños, y la sombra del avión ahora era la sombra de un hombre que huía por los corredores. Fuera de las cuevas se oían golpes muy fuertes y un rugido apagado que iba creciendo, como en mis otros sueños. Tras bajar una estrecha cuesta abovedada entré en una alta cavidad donde ese rugido se hacía más intenso y los golpes más furiosos. El suelo temblaba y de las paredes se desprendían rocas; temí que aquello se derrumbase sobre mi cabeza. Y allí la sombra se hizo cuerpo. Me pareció que era Javier, de espaldas, pero cuando me acerqué y se dio la vuelta, tenía el rostro vendado y sus ojos eran los del soldado herido. Con la misma mirada de pánico. Y, de repente, el mismo chillido.
Me desperté muy agitada y empapada en sudor. Intenté volver a dormirme, pero en el barracón hacía un calor insoportable. Cogí una manta y subí a la terraza para tumbarme sobre ella. Descubrí que no era la única y que otras tres enfermeras ya estaban durmiendo allí.
Nos ha despertado la fresca que precede al alba y hemos bajado a vestirnos. Inés me ha recibido, como siempre, con una sonrisa, pero Avi me ha mirado con el ceño fruncido y ni ha respondido a los buenos días. Le he preguntado qué pasaba.
«¿Qué pretendes? —me ha dicho enfadada—. Toda la tarde de ayer con Galeb…»
«¿Qué? —respondí muy desconcertada—. ¡No! Si fui con él es por el avión, para saber si era Javier…»
«¿Javier? Entonces, ¿no te interesa Galeb?»
«¡Claro que no!»
«Pues entonces deja de ser tan… agradable con él. Tú lo tienes mucho más fácil que yo. Les gustas más a los chicos.»
«¿Yo? No, qué va… Si tú eres muy guapa, y más dulce y buena; yo soy caprichosa, impulsiva, irascible…»
«Ya lo sé… —¿Lo sabe? ¿Cómo que lo sabe? ¿De verdad soy así? Si solo lo he dicho para animarla…—. Pero por si acaso, no te acerques tanto a él.»
Vaya. Sí que Galeb le ha tocado el corazón.
Durante el desayuno Carmen ha repartido las tareas y, como ya sabes, querido diario, a mí me han tocado las vendas. En la comida, por fin, he podido charlar con mis amigas, a las que estos días he visto muy poco. Habían estado pintando paredes con Margarita y otras cuantas, y tenían manchas de pintura por la cara y las manos. Inés enseguida ha sacado su tema favorito: lo nerviosa que se pone Avi cuando aparece Galeb o se habla de él.
«Me gusta, sí… —ha reconocido Avi por fin—, pero sé que lo tengo muy difícil. Ni me hace mucho caso, ni mis padres me permitirían verme con él…»
No ha querido dar más explicaciones, aunque supongo que tendrá más que ver con lo que me contó mi padre que con el origen bereber de Galeb. Avi es el último recurso de su familia para salir de la ruina; me parece muy cruel que su familia esté tan dispuesta a sacrificar la felicidad de su hija por dinero.
Carmen ha llamado nuestra atención diciendo que nos traía un regalo: maquillaje.
«Y quiero que os pongáis todas bien guapas. Mañana habrá un baile en el Casino Español en beneficio de la Cruz Roja. Será nuestro momento de ganarnos el favor de la gente más adinerada de la ciudad y la simpatía de los generales. Y si quiero que os vean relucientes y en todo vuestro esplendor, es para que sepan a qué vais a renunciar. Quiero que vean a las sofisticadas mujeres que, en lugar de dar un donativo, van a dejar de lado sus comodidades para dar su tiempo y manchar sus manos con la sangre de nuestros soldados. —Ha hecho una pequeña pausa para disfrutar de nuestro silencio—. Pero será mañana; hoy aún quedan muchas tareas por delante.»
Por la tarde, mientras poníamos sábanas a orear en la terraza, he visto que alrededor del hospital había niños que nos miraban con total descaro, como si aquello fuese un teatro y se divirtiesen viéndonos trabajar. Les he saludado, lo que les ha hecho reír. Me han devuelto el saludo. He decidido que después de cenar les llevaría algunas sobras. Entonces, a lo lejos, al sur, he divisado el avión dando vueltas alrededor de su improvisada pista del Hipódromo. Aterrizaba, volvía a despegar, daba unas cuantas vueltas y, otra vez, aterrizaba.
Me preparaba para llevar las sobras de la cena a los niños cuando el capitán Carrillo, el observador de ese avión, ha venido hasta el hospital para preguntar por Alba.
Le ha explicado que lo que hemos visto son pruebas para asegurarse de que los pertrechos, alimentos, hielo y medicinas que iban a dejar caer sobre los sitiados en Arruit llegan en buen estado. Y las primeras pruebas han sido una catástrofe. Al golpearse contra el suelo, todo el material se hace trizas y se vuelve inservible. Pero al añadir un pequeño paracaídas a cada saca han conseguido que esta se pose sin destrozar su contenido. Alba, que ha escuchado con mucha educación, ya estaba a punto de decir algo como «¿Y a mí qué me importa todo eso?», cuando Carrillo ha añadido:
«Y en cada saca, si a usted le parece bien, incluiremos un mensaje preguntando por su padre y su prometido.»
Alba, inesperadamente, creo que hasta para ella, se ha lanzado al cuello de Carrillo y lo ha abrazado. Luego, un poco colorada por ese arrebato, se ha disculpado y le ha dado las gracias. Claro que cuentan con su autorización.
Me acabo de dar cuenta de que no soy la única que está escribiendo a estas horas, aunque las demás no lo hacen en un diario. Son cartas para sus amados y sus familiares. Y creo que también va siendo hora de que escriba a mi familia para que sepan que estoy bien. Cuando acabe la carta me acostaré directamente en esta terraza. La noche es radiante y sé que antes de dormir aún me quedaré un rato paseando la mirada por el firmamento, que aquí parece tener muchas más estrellas que en Madrid.