Capítulo 14

Un hombre que solicita ayuda debería al menos proporcionar algunas indicaciones.

La cerrada descarga vespertina, como la llamaba Emerson, no siempre se podía oír desde nuestra casa; dependía de la dirección del viento y del tipo de armas utilizadas por los cazadores. Esa noche sonó muy fuerte. Mientras el cielo se oscurecía por el este, y el ocaso desplegaba sus velos sobre el terreno, el eco distante de los disparos fue en aumento.

— Debe haber docenas de cazadores esta noche -dijo David-. Es un milagro que no se disparen unos a otros.

Puede que su intención fuera mantener una conversación amable, pero eligió mal el tema. La respuesta de Ramsés tampoco contribuyó a la tranquilidad general.

— En ocasiones, se han producido accidentes.

Gradualmente disminuyó la frecuencia de los disparos, mientras la oscuridad avanzaba. Las primeras estrellas brillantes de la noche aparecieron en el cielo sobre Luxor, y luego, al fin, los oímos volver. Corrí a la entrada.

— Gracias a Dios has regresado sin ningún problema -exclamé-. ¿Qué ha pasado?

— ¿Qué esperabas que pasara? -Emerson le entregó las riendas a Ramsés-. ¡No puedo imaginarme por qué permití que todos vosotros me hipnotizarais de tal manera que supuse que algo iba a suceder! Pasamos la mayor parte del tiempo tumbados detrás de unas rocas, mientras una banda de imbéciles disparaba continuamente los unos contra los otros. Los chacales se debían estar muriendo de la risa.

— ¿Viste a Bellingham? -pregunté.

— Sí -Emerson tropezó con una silla y soltó una palabrota-. ¿Por qué estás sentada en la oscuridad?

— Te esperaba. No maldigas la oscuridad, Emerson, enciende una lámpara. No, déjame hacerlo a mí, a ti siempre se te caen.

Procedí a encender la lámpara, mientras Emerson preparaba nuestro whisky. Cyrus levantó a Sekhmet y se acomodó en una silla con la gata en las rodillas. Los chicos se habían ido al establo con los caballos.

— ¿Y…?-dije.

— Bueno, bah -dijo Emerson-. Si había algún propósito oculto detrás de la expedición de Bellingham de esta noche, no fui capaz de descubrirlo. Scudder quizá esté loco, pero no es tan estúpido como para acercarse a un tumulto como ése.

— Sin embargo, algo curioso está pasando -dijo Cyrus lentamente-. El Coronel se puso muy contento de vernos, contento y solícito. Fue él quien insistió en que nos pusiéramos a cubierto.

— ¿Él no lo hizo? -pregunté.

— No con nosotros. Se marchó solo. No escuché ningún grito, de manera que creo que no hubo heridos -Cyrus terminó el whisky y se incorporó, dejando a Sekhmet en la silla que acababa de abandonar-. Me parece que me iré a casa. ¿Los muchachos pasarán la noche en la Amelia, como prometió Ramsés?

— ¿Lo prometió? Sí, creo que lo hizo, ahora que usted lo dice. No debemos dejar a la señora Jones sin un salvador cerca, por si acaso, pero…

— Bien. Puede que les haga una pequeña visita más tarde. Dígaselo, por favor, no me gustaría que esos chicos me tomaran por un ladrón -con el sombrero en la mano, se quedó un momento mirando el crepúsculo-. Se supone que esta noche hay luna llena -musitó, como para sí mismo-. Siempre me cuesta dormir cuando hay luna llena.

* * *

La luz de la luna siempre es brillante en Egipto; algunos afirman que cuando la luna está llena es posible leer un periódico con su luz. Yo nunca lo había hecho, puesto que por lo general tengo otras cosas de que ocuparme a esas horas; pero los muchachos se fueron a caballo hasta la dahabiyya, y el resplandor plateado nos permitió distinguir sus siluetas hasta que alcanzaron la plantación, a casi un kilómetro de distancia.

Les había echado un buen sermón antes de despedirles, reiterando mis encarecidos ruegos de que se cuidaran, hasta David mostró signos de cansancio, y Emerson me pidió que me callara. Había sido una pérdida de tiempo. ¿Cómo podrían cuidarse de un peligro desconocido? Sin embargo, no podía prohibirles que fueran. Ramsés le había dicho a la señora Jones que estarían allí, y un caballero inglés siempre cumple su palabra.

Le había hecho prometer a Nefret que no saldría; pero cuando me preparaba para ir a la cama, escuché suaves pisadas recorriendo la casa sin descanso. El aroma del tabaco de una pipa entró flotando por la ventana; Emerson estaba fuera, caminando de un lado al otro. Algo aterrizó en el alféizar de la ventana con un ruido sordo. Me sobresalté y dejé caer el cepillo. No había visto a Anubis desde algunos días. Tenía la costumbre de salir solo, para cazar o para que se le pasaran los enfados; ahora estaba sentado en la ventana, con los ojos centellantes a la luz de las velas y el pelo erizado.

— Está afuera -dije. Mi voz sonó extraña en el silencio-. ¡Por Dios, no me mires como si me estuvieras acusando! ¿Qué te pasa esta noche?

El gato desapareció más silenciosamente de lo que había llegado. Si yo hubiera tenido pelo, también lo tendría de punta. Había algo en el aire, una sensación de espera, de algo inminente, de…

— ¿Por qué diablos estás sentada mirando el espejo? -preguntó Emerson.

Emití un gritito de exasperación y dejé caer el cepillo.

— ¡Me gustaría que no te acercaras tan sigilosamente, Emerson!

— No lo he hecho -replicó indignado-. Estabas tan ensimismada que no me oíste. ¿Por qué no estás en la cama?

— No estoy cansada.

— Sí, lo estás -volvió la cabeza de golpe hacia la puerta-. Alguien camina sigilosamente alrededor de la casa. Oí…

— Supongo que es Nefret -dije-. ¡Emerson, por Dios, no la asustes! Tú también estás nervioso esta noche.

— Nervioso, ¡bah! -protestó Emerson. Abrió la puerta-. ¿Nefret, eres tú? Vete inmediatamente a la cama.

— No podré dormir -dijo Nefret, enigmática.

— Eso no lo puedo controlar -respondió Emerson-. Vete a tu cuarto.

— Sí, señor -contestó la muchacha con aspereza. Se alejó, indignada, todavía vestida con pantalones, camisa y botas. Yo estaba segura de que no tenía la intención de ponerse el camisón.

— Supongo que no hay manera de garantizar que se vaya a dormir -dijo Emerson. Me miró con una cierta esperanza en sus ojos.

— No, Emerson, es demasiado inteligente como para aceptar una taza de chocolate caliente esta noche.

Se tumbó sobre la cama, completamente vestido.

— Ven a la cama, Peabody.

No me molesté en pedirle que se quitara las botas. Después de un rato, comenzó a roncar estrepitosamente.

Me tendí sobre la cama, pero tampoco me desvestí. Al cabo de un momento, caí en uno de esos abominables estados de conciencia en los que uno no está ni dormido del todo ni despierto por completo. Cada ruido me sobresaltaba. Por fin, después de un intervalo interminable, me rendí. Debía faltar poco para la salida del sol. Emerson había dejado de roncar, pero yo sabía que no estaba dormido. Cuando le llamé, respondió de inmediato.

— ¿Sí, Peabody?

— No puedo dormir, Emerson.

— Yo tampoco -se dio la vuelta y me abrazó-. ¿Estás preocupada por los chicos?

— Siempre estoy preocupada por ellos. Sin embargo, no es eso. Ahora sabemos casi toda la verdad; deberíamos ser capaces de prever los próximos pasos de Scudder.

— Nos escribió en otras ocasiones. Quizá lo haga de nuevo.

— No le resultará entregarnos un mensaje. Estamos olvidando algo, Emerson. Sin duda alguna, Scudder es un loco, pero es un loco romántico.

— No te entiendo, Peabody.

— Todo lo que ha hecho ha sido impulsado por un romanticismo confuso, como algo sacado de una novela. La manera en que preparó el cuerpo, sin seguir el antiguo modelo egipcio sino de una forma que podría haber servido de ilustración a una novela de ese género; las pistas enigmáticas que nos envió; el fútil melodrama de traer a Bellingham a la escena para confrontarlo con el cuerpo de su mujer. En su encuentro final preparará un acto igualmente fútil y melodramático. ¿Podrías adivinar qué escenario elegirá?

— La tumba, por supuesto -dijo Emerson, añadiendo una blasfemia altisonante -¿Por qué diablos no lo has dicho antes?

— Se me acaba de ocurrir ahora. Estaba tratando de pensar en una razón que explicara el inusual comportamiento de Bellingham esta noche. Reúne todos los datos, Emerson: Bellingham andaba con una escopeta, y estaba cerca de la entrada al Valle.

— ¿Piensas que recibió un mensaje de Scudder?

— ¿Por qué otro motivo saldría esta noche?

— Es posible -murmuró Emerson-. Pero no, Peabody, no puede ser. Si tu…, nuestra deducción de los motivos de Scudder es correcta, querrá tener público, ¿verdad? No habría organizado encontrarse con Bellingham solo al anochecer.

— Público, testigos, árbitros -repliqué-. En resumen, nos querrá a nosotros. No creo que la cita estuviera prevista para esta noche. Bellingham sólo quería explorar el terreno. Scudder no necesita convocarnos para presenciar su función. Espera que mañana estemos trabajando en la tumba, como siempre.

— Entonces esperará hasta que hayamos llegado -dijo Emerson, simulando un bostezo-. Podríamos tratar de dormir un poco lo que queda de…

— Scudder esperará. ¿Lo hará Bellingham?

Antes de que Emerson pudiera responder oímos la voz de Nefret.

— ¡Alguien viene! ¡Dense prisa!

Ella tampoco podía dormir. Llegamos a la galería a tiempo de ver desmontar a los chicos.

— ¿Qué hacéis aquí tan temprano? -preguntó Emerson-. Todavía no…

— Dentro de una hora comenzará a salir el sol -le interrumpió Ramsés-. Y temo que sea demasiado tarde.

La luna se estaba ocultando, pero había luz suficiente como para que pudiera ver la ansiedad de su rostro. Me dirigí impetuosamente hacia delante. Emerson me cogió con su mano de hierro.

— Si ya es demasiado tarde, cinco minutos más no cuentan -dijo con calma-. Explícate, Ramsés.

— El Coronel Bellingham no regresó al Valle de los Reyes esta noche -dijo Ramsés-. Quiero decir, a la dahabiyya; ha debido ir directamente… -Tomó aliento y empezó de nuevo-. La señora Jones nos hizo una señal. Creo que agitaba un trozo de tela; no la podía ver con claridad, pero su presencia en cubierta a esa hora y la forma en que seguía agitando su brazo eran pruebas suficientes de su alarma. El Coronel le había dicho que no se presentaría para cenar, de manera que no empezó a preocuparse hasta que se despertó hace una hora y se dio cuenta de que no había regresado. ¿Es suficiente para usted, padre? Debemos irnos enseguida. A algunos cazadores les basta con la luz de la luna. O los primeros rayos de la aurora.

Tomamos el sendero de arriba del gebel; hasta los caballos disminuían el paso por la oscuridad y la superficie desigual del Valle. La luna había descendido y los primeros rayos de la aurora aparecían en el cielo cuando comenzamos a descender la empinada cuesta. Nos dio la bienvenida el resplandor de un fuego a nuestros pies; los gaffirs que cuidaban el Valle estaban reunidos a su alrededor, preparando el café matinal. Nos saludaron con placer, pero sin sorpresa. Nada de lo que hiciera Emerson podía sorprenderles. Cuando mi marido les preguntó si habían visto gente extraña, intercambiaron miradas y se encogieron de hombros.

— Dormíamos, Padre de las Maldiciones. Hubo cazadores en el gebel, pero ninguno vino por aquí.

Seguimos nuestro camino a toda prisa. Ramsés y Emerson se nos adelantaron; estaban cerca de la entrada de la tumba cuando les alcanzamos. Miraban algo que yacía sobre el suelo.

Ramsés lo levantó: un pesado bastón con puño de oro. Asiendo ambos extremos del mismo, lo hizo girar y tiró de la empuñadura. El acero brilló en la pálida luz.

— Un bastón de estoque -dije-. Deberíamos haberlo sabido, ¿no es cierto? Estuvo aquí. ¿Cómo llegó sin que lo vieran?

Ramsés hizo un gesto.

— Por la senda de las cabras. ¡Nosotros se lo enseñamos! Posiblemente la cuerda todavía está allí. Se apostó aquí antes del amanecer, esperando. Quizá no esté muerto. Todavía…

Entonces desapareció, descendiendo por los escalones a toda velocidad.

— Quedaos aquí -exclamó Emerson y lo siguió.

Debía haber supuesto que ninguno de nosotros cumpliría esta orden. Era el único lugar donde podían haber ido los dos hombres que buscábamos. Yo también había visto las huellas en el fino polvo de arena que cubría los escalones, como si hubieran arrastrado algo grande y pesado.

Cuando entramos a la calurosa y oscura galería, me alegró ver que Emerson había tenido el suficiente sentido común como para detenerse un momento y encender una vela. Brillaba con luz trémula como un fuego fatuo, más adelante y más abajo de la galería. Tropecé con un tubo y caí contra Emerson.

— ¡Maldición, Peabody! -exclamó.

— No te preocupes -pude decir-. ¿Dónde está Ramsés?

— Traiga la luz -era la voz de mi hijo. Apenas si lo podía distinguir, de cuclillas sobre el suelo descendente. A sus espaldas había una abertura oscura: la entrada a la cámara que Emerson había encontrado el día anterior. Por encima, y a ambos lados, se encontraban las vigas que sostenían el techo; cerca del joven había un bulto, que parecía un montón de harapos.

Emerson avanzó, sosteniendo en alto la vela. Ramsés no levantó la vista. Cogiendo el bulto amorfo que yacía a su lado, lo estiró hasta que quedó plano, tan plano como podía ponerse en esa superficie inclinada. La luz se reflejaba en los globos oculares, opacos como cristal esmerilado. Tenía la boca abierta, y la nariz torcida hacía una sombra grotesca en una mejilla. Dutton Scudder había llegado al lugar de su descanso final, en la tumba que había preparado para la mujer que amaba.

Ramsés cogió la vela de la mano de su padre y apartó la galabiyya desgarrada. La débil luz dejó la parte inferior del torso en sombra; carne y tela, hueso y músculo, habían sido aplastados hasta formar una masa oscura y horrible. El dedo índice de Ramsés tocó una vieja cicatriz, de aproximadamente dos centímetros y medio, que se hallaba justo debajo de la clavícula.

— Si hubiera apuntado unos centímetros más arriba, hubiera borrado esta cicatriz -dijo Ramsés-. Sin embargo, disparó bien, teniendo en cuenta la mala iluminación.

— Gracias. -El Coronel se adelantó desde las sombras de la cámara. Su traje de caza, de tweed, estaba manchado y rasgado, pero su rostro presentaba la usual máscara de cortesía. Sostenía una escopeta de dos caños en el hueco de su brazo.

Ramsés se enderezó, y Bellingham dijo con amabilidad:

— Qué lástima que esta mañana hayan llegado tan temprano. Si lo hubieran hecho a la hora de siempre, yo ya me habría ido y la prueba física estaría enterrada bajo varias toneladas de piedras. No, profesor, quédese donde está. Ahora no tengo nada que perder, y siento pocos escrúpulos en hacer daño a los que me han traído a esta situación. Excepto… Retroceda, señorita Forth. No quiero lastimarla.

Como era de prever, Nefret no retrocedió; sólo el brazo extendido de Emerson impidió que se adelantará aún más.

— Por favor, Coronel. No hay necesidad de que nadie salga herido -dijo con voz afable y apaciguadora-. Salgamos todos, usted también. Venga conmigo. Coja mi mano.

Bellingham rió.

— Muy amable, señorita Forth, pero es demasiado tarde para sus artimañas femeninas. Supe ayer que la señora Emerson había logrado envenenar su mente en mi contra. En ese momento me acusó de haber asesinado a Lucinda…

— Oh, Dios -dije-. Qué cierto es que los culpables huyen donde nadie les persigue. Malinterpretó mis palabras, Coronel.

— Ahora ya no tiene ninguna duda, ¿verdad? Pero quizá haya algunos puntos que no han quedado demasiado claros. Deben estar intrigados. Vengan conmigo y contestaré a sus preguntas.

— Peabody -exclamó Emerson-, si das un paso…

— Bueno, Emerson, cálmate -dije. La escopeta le apuntaba al pecho, y Nefret estaba a su lado.

— Venga aquí, señora Emerson -repitió el Coronel.

Me di cuenta de que no tenía otra opción. Tan pronto como estuve lo suficientemente cerca, me cogió con su brazo izquierdo. Había supuesto que podría quitarle el arma, pero me di cuenta enseguida de que no tenía ninguna oportunidad de hacerlo. Su dedo estaba firme en el gatillo, y en ese espacio tan cerrado, hasta un tiro al aire podría herir a alguien. Mi única esperanza, bastante frágil por cierto, residía en alabar su ingenio. Nunca se sabe: ¡todavía podría surgir algo que nos ayudara!

— Entonces -lo alenté-. ¿Cómo pudo seguir y encontrar a Scudder y a Lucinda, cuando la policía no lo pudo hacer?

— Me aseguré de que la policía no los encontraría, señora Emerson. Se trataba de un asunto privado, de un asunto de honor. Sabía que su criada debía estar involucrada; sin su ayuda Lucinda no habría podido dejar el hotel sin ser vista. Cuando interrogué a la infeliz, confesó todo. Lucinda llevaba uno de sus vestidos y salió por la entrada de los sirvientes, donde se encontró con Scudder, que se había disfrazado de egipcio. Con esa información no resultó difícil seguirles el rastro, en especial cuando la negra me dijo que Scudder había mencionado una aldea cerca del Wadi Natrun.

— Muy inteligente -dije. Mis ojos estaban fijos en su mano derecha. El dedo no se había movido.

— Ustedes fueron muy inteligentes -dijo Bellingham, en una horrible parodia de cortesía- al notar, como supongo que hicieron, que la herida que la mató no fue hecha con un cuchillo, sino por algo más delgado y no tan pesado. Todavía uso ese bastón. Es un recuerdo, se podría decir.

Pensé que también había matado a Scudder, pero no podía quedarme para cerciorarme; los gritos de Lucinda habían llamado la atención y oía que se acercaba gente. Unos pocos disparos de mi pistola dispersaron a la multitud, y huí en la oscuridad sin que me reconocieran.

— Aun si lo hubieran visto con claridad, los campesinos no se hubieran atrevido a ir a la policía -dijo Ramsés-. Tienen más que temer que esperar de nuestra así llamada justicia.

La boca de la escopeta se dirigió hacia él.

— Una conjetura bastante acertada, joven -dijo Bellingham con aspereza-. Le he estado observando, no vuelva a moverse.

— El mensaje de Scudder, que le trajo a Egipto, amenazaba con descubrirlo -atiné a decir, tratando de distraer su atención de Ramsés-. Temió…

— ¿Temer? -el apretón de Bellingham se hizo más fuerte, y me dolieron las costillas-. Fue la venganza, y no el miedo, lo que me trajo de regreso, señora Emerson. No temo a ningún hombre. Scudder me había informado que pensaba involucrarla a usted y a su marido, de manera que me esforcé por conocerles…

— ¿Y alentó a su hija para que se relacionara con Ramsés?

— Eso no estaba en mis planes, señora Emerson, pero me hubiera servido si el destino no hubiera intervenido. Scudder esperaba obtener de mí una confesión amenazando a Dolly, y yo esperaba que si él la seguía, podría atraparlo.

— ¡Es despreciable! -exclamé-. Usar a su propia hija…

— ¡Basta! Me estoy cansando, señora Emerson. ¿He satisfecho su curiosidad? Se trata de un rasgo peligroso. Ya conoce el dicho: la curiosidad mata al gato.

Retrocedió un paso, arrastrándome con él. Emerson dijo con calma:

— ¿Habla de honor, cuando usa a una mujer de escudo? Suéltela, Bellingham. Todavía tiene una salida, en tanto no haga daño a nadie más. Puede vivir…

— ¿Vivir? ¿Enfrentarme al escándalo, a la ignominia, y posiblemente ir a prisión? Lo conozco, señor, sé que haría todo lo posible para que me acusaran y me condenaran. En cuanto a su esposa, ¡no se debería permitir que vivieran mujeres como ella! Desafían a la autoridad, exigen hacer sus caprichos; más tarde o más temprano le traicionará, como Lucinda hizo conmigo. No deseo hacer ningún mal al resto de ustedes -siguió diciendo, mirando las caras pálidas que lo observaban con horror desde las sombras-. Retrocedan, antes de que sea demasiado tarde.

Les dio poco tiempo para salvarse. Casi con negligencia, levantó el arma y disparó ambos cañones hacia la unión del techo con las paredes, donde se juntaban las vigas que lo apuntalaban. El techo se desplomó con un ruido atronador, mientras el Coronel me arrastraba entre la lluvia de piedras hacia la oscuridad de la cámara adyacente.

* * *

Tenía la seguridad de que pasarían alguna de estas dos cosas: o me aplastarían y/o mutilarían las rocas al caer, o me encontraría sepultada con un individuo que podría asesinarme cuando le viniera en gana, sin miedo a sufrir interrupciones. Antes de que pudiera proseguir con esta serie de razonamientos deprimentes, me sentí agobiada por la oscuridad y por un intenso dolor.

La oscuridad provenía de la inconsciencia, pero no duró mucho tiempo; abrí los ojos para encontrarme con otro tipo de oscuridad: la total ausencia de luz. Cuando traté de moverme, una punzada de dolor me recorrió el cuerpo. Me había golpeado contra el suelo rocoso con bastante fuerza, pero el dolor más fuerte parecía provenir de una de mis piernas. Apretando los dientes, me arrastré hacia la derecha, donde, si mi memoria no me era infiel, había una pared. Siempre es una buena idea contar con una pared a tus espaldas.

En especial en aquel momento. Algo extraño estaba sucediendo. No podía ver nada, pero sí podía oír, y los sonidos que escuchaba no eran los que esperaba. Sugerían que estaba teniendo lugar una lucha violenta: gruñidos, jadeos y el ruido de golpes. A pesar de que todavía estaba mareada por el dolor y la confusión, mi inteligencia dedujo la conclusión lógica: no estaba sola con mi asesino. Alguna persona, alguna cosa, estaba también ahí.

Mi primer pensamiento, por supuesto, se centró en mi amado esposo. Pero no, imposible, me dije. Ni siquiera Emerson podría haber llegado a tiempo al lugar; se hallaba a una distancia de tres metros cuando el Coronel me arrastró a través de la lluvia de piedras. ¿Quién, o qué, acechaba, a la espera, en los sombríos recovecos de la tumba?

La avidez de la curiosidad me proporcionó una energía renovada. Hurgué en mis bolsillos hasta que localicé un trozo de vela y una caja de cerillas. Encendí una cerilla. Me quedé mirando, sin habla y sin moverme a causa de la sorpresa, hasta que la llama chamuscó mis dedos y me vi obligada a dejar caer la cerilla.

— ¿Madre?

Si no le hubiera visto, no le hubiera reconocido por la voz. (Si bien la lógica me hubiera recordado que nadie más me llama de esa manera.) Lo que había visto era tan sorprendente como el mero hecho de su presencia: mi hijo, a horcajadas sobre el cuerpo postrado de Bellingham, en el acto de estrellar la cabeza de este último contra el suelo.

— Aquí -dije con voz ronca, y después emití un grito involuntario cuando Ramsés tropezó contra mis piernas extendidas.

— Gracias a Dios -murmuró Ramsés-. Temí… ¿Está herida?

— Creo que mi pierna…, está rota. ¿Qué… cómo…?

Sin embargo, conocía la respuesta. Ramsés era el que había estado más cerca de mí. Debía de haberse movido al mismo tiempo que Bellingham, y pasado entre la lluvia de rocas que caían.

— Podría ser peor -su voz había vuelto a la normalidad: fría, inexpresiva-. ¿Puede encender otra cerilla?

— Desde luego, y creo que lo más conveniente es hacerlo enseguida. Quizá sería mejor que tú cogieras la vela.

Nuestras manos se movieron a tientas en la oscuridad. Confieso, sin avergonzarme, que me llevó un tiempo poner la llama de la cerilla en contacto con la mecha de la vela. La mano de Ramsés estaba firme, pero ni siquiera la macabra y vacilante luz podía justificar la alteración de sus rasgos.

— ¿Estás herido? -le pregunté.

— Sólo unas pocas magulladuras.

Más allá del limitado círculo de luz distinguí una silueta oscura e inmóvil.

— Sería mejor que lo ataras -dije-. Con mi cinturón y el tuyo…

— No es necesario. Creo… estoy completamente seguro de que está muerto. -Después de una breve pausa, durante la cual no supe qué decir, volvió a hablar-. No parece sentirse bien, madre. ¿Puedo sugerirle que tome un traguito de ese brandy que siempre lleva consigo?

Los dos bebimos un poco de brandy, con propósitos medicinales.

— Ahora -dijo Ramsés, limpiándose la boca con el dorso de la mano-, dígame qué puedo hacer por usted. Si me va guiando, estoy seguro de que podría reducir su… pierna.

— No, gracias -dije con firmeza-. De momento no me duele mucho, y no veo nada que pueda servir de tablilla. En mi opinión, emplearíamos mejor nuestras fuerzas si buscamos una forma de salir. ¿Es sangre lo que tienes en la boca?

— ¿Qué? ¡Oh! Un labio partido, nada más -extrajo un pañuelo sucio del bolsillo. Los pañuelos de Ramsés siempre están mugrientos; no creo que supere ese hábito deplorable, puesto que su padre lo hizo. Se lo quité y le di el mío, junto con mi cantimplora.

— Con el tiempo tu padre logrará encontrarnos -continué-. Pero puede que tarde un buen rato y… ¡Ay! Dame el pañuelo, Ramsés, yo misma me puedo limpiar la cara. No creas que no agradezco el impulso caritativo de tu gesto, sin embargo. Esto… ¿estás seguro…?

— Sí -vi que estaba temblando. El aire no era fresco, todo lo contrario, a decir verdad.

Me apresuré a decir:

— Como te estaba comentando, estoy completamente segura que tu padre llegará hasta nosotros, pero ya que no tenemos nada mejor que hacer, podríamos explorar la tumba. Debe haber otra salida, o Bellingham no hubiera retrocedido hasta aquí.

Ramsés me miró con recelo.

— Discúlpeme, madre, pero se trata de una posibilidad muy remota.

Sentí alivio al comprobar que mi intento de distraerlo había tenido éxito. Un Emerson que es capaz de discutir ha vuelto a la normalidad.

— Sea como sea… -comencé a decir.

— Sí, está bien. No se pierde nada con echar un vistazo. Supongo que quiere que yo lo haga, ya que por su parte todo movimiento es desaconsejable, si no imposible. Sin embargo, no me gusta dejarla sola en la oscuridad.

— Llevo otra vela, pero pienso que no debemos malgastarlas. Vete, no tengo miedo a la oscuridad.

Le di mi vela. Vaciló durante un instante, asintió con la cabeza sin decir nada, y se alejó.

Entonces me permití apoyarme en la pared. No quería que Ramsés viera lo mal que me sentía o que se diera cuenta del miedo que tenía, no por mí, ni siquiera por mi hijo. Nuestra posición no era en absoluto envidiable, pero estábamos vivos, y Emerson, con toda seguridad, cavaría hasta encontrarnos.

Si es que él estaba vivo. Lo último que había visto de la avalancha no resultaba en absoluto tranquilizador. ¿Se mantendrían firmes los refuerzos que había colocado, o caerían como una hilera de fichas de dominó bajo el peso de toneladas de piedras? ¿Emerson había corrido impulsivamente hacia mí, en lugar de retroceder, como dictaba la prudencia? Emerson no era muy prudente que digamos, en lo que se refería a mi seguridad o la de Ramsés.

Mi hijo lo sabía tan bien como yo. Sabía que podría haber perdido a los seres que más amaba: su padre, su hermana, su mejor amigo. También sabía, como yo, que no había otra salida. Las tumbas egipcias, excavadas en la roca, no solían construirse con puertas traseras. Pero la búsqueda le mantendría ocupado y alejado de la figura que yacía inmóvil en el suelo.

Ya que por el momento no tenía nada mejor que hacer, traté de recordar a cuántas personas había matado. Después de reflexionar largamente, descubrí con cierta sorpresa, que el total era cero. Por alguna razón, había tenido la impresión de que había matado a unos cuantos. No es que no lo hubiera intentado: siempre, por supuesto, en defensa propia o en defensa de los míos. Me consolé al recordar que una sombrilla, si bien es muy útil, no es realmente un arma letal, y que mi pistolita tenía un alcance muy limitado.

El ruido sordo de un derrumbe en lo profundo de los recovecos de la tumba me sobresaltó. Enseguida escuché la voz de Ramsés.

— Estoy bien. No me ha pasado nada.

— Ten cuidado -grité, como si eso fuera posible.

Sin duda, reflexioné, el primer homicidio de una persona debía provocar cierta tensión y nerviosismo, en especial un homicidio tan brutal como aquél. Transcurriría mucho tiempo hasta que pudiera olvidar el sonido que había oído: el crujido de los huesos al romperse y una especie de chapoteo acuático.

Estaba segura de que Ramsés no había tenido la intención de matar a ese hombre, sólo trataba de incapacitarlo con el fin de evitar que matara a uno de nosotros. Era joven e inexperto, y había luchado por su vida y la mía contra un oponente enloquecido por la furia y la desesperación. En esas condiciones es difícil calcular el grado exacto de fuerza que se requiere. Si bien soy una mujer cristiana, no podía lamentar lo sucedido. Nos encontrábamos en una situación demasiado terrible como para tener que controlar encima a un asesino malévolo.

Al final nos encontrarían, aun en el caso de que Emerson… ¡Pero no! Ni un instante pensaría en esa posibilidad. Estaba vivo, y demolería todo el acantilado si fuera preciso con una docena de hombres fieles que trabajarían como leones a su lado. Tenía la esperanza de que no se retrasaran mucho. El aire estaba muy viciado. Sin embargo, nos faltaría el agua antes que el aire. El calor era intenso.

El débil resplandor de la vela de Ramsés se había extinguido. Estaba sola en la oscuridad.

DEL MANUSCRITO H:

Sabía por qué ella le había obligado a alejarse. Hacer algo, aunque fuera inútil, y aquella búsqueda lo era a todas luces, era más fácil que esperar en la oscuridad. Quizá ella quisiera llorar un poco; no quería derrumbarse delante de él y estaba terriblemente preocupada por su marido. Por los demás también, por supuesto, pero sobre todo por su marido. El siempre había sabido que se amaban más que nada en el mundo.

Dejó de arrastrarse por el suelo con el fin de recuperar el aliento y calmar sus manos temblorosas. Nefret tenía que estar bien, su padre se habría cuidado de ello. Debía haberse dado cuenta de que no había forma de llegar a su mujer. También amaba a Nefret. No la dejaría…

Temía pensar en David, que había estado más cerca de los otros que de él, pero si la lealtad había prevalecido sobre el sentido común… No, no pensaría en David. Ni en Nefret.

Se quitó el sudor que le caía sobre los ojos con el dorso de la mano y siguió adelante.

La galería doblaba y ascendía. El suelo estaba casi limpió; trepó por un montón de rocas que habían caído del techo, pero no había escombros ni material de relleno. Era extraño, pensó, tratando de concentrarse en algo que no fuera la imagen de cuerpos rotos y enterrados, un brazo blanco y una masa de pelo dorado rojizo sobresaliendo entre un montón de piedras. Extraño, sí. Si había una cámara mortuoria, el relleno debería estar presente en toda la galería. No había visto ningún objeto, ni siquiera una pieza de cerámica rota, sólo las paredes lisas y el suelo desnudo. Eso indicaba que la tumba no estaba terminada o que no había sido utilizada para enterrar.

Se preguntó por qué lo hacía. No debería haber dejado sola a su madre. Estaba herida, quizá inconsciente en aquellos momentos. Lo menos que él podía hacer era cogerle la mano y darle el poco consuelo que pudiera ofrecer.

Quizá ella lo consolara a él. Dios sabía cómo lo necesitaba.

Había estado arrastrándose con las manos y las rodillas, puesto que el techo era demasiado bajo para caminar erguido, y le resultaba difícil ver los obstáculos con esa luz tan tenue. Se puso de rodillas, preparándose para regresar.

La galería terminaba un poco más adelante.

Durante unos segundos se quedó inmóvil, mirando aturdido a la pared. No era capaz de pensar con claridad. El fin de la galería… bien. Hora de regresar. Cuanto antes. Pero era extraña esa pared. No era de escombros ni tampoco de piedra sin pulir. Estaba formada por bloques cuadrados, cuidadosamente unidos con argamasa.

Al cabo de un momento, se dio cuenta de que un sonido extraño salía de su garganta: se reía a carcajadas. Después de todo, ella tenía razón. Debería haberlo sabido; su madre siempre tenía razón. Había una puerta trasera.

Aunque iba perdiendo gradualmente la consciencia, la lucidez que conservaba le informó de que estaba perdiendo el juicio. «Demasiado calor, no hay oxígeno suficiente. No existen las puertas traseras en las tumbas egipcias, pedazo de idiota.» Una cámara mortuoria, quizá. Una puerta trasera, no.

«Shock diferido», insistía lo que le quedaba de sentido común. «No fue agradable escuchar el crujido del hueso, sabiendo que había matado a un hombre.» Se preguntó si su padre se sintió tan angustiado la primera vez que…

No, pensó, padre no. Padre es Zeus y Amón-Ra y todos los héroes de todas las leyendas encarnados en una persona. Puede hacer cualquier cosa. No teme nada. Olvida la cámara mortuoria. Regresa y coge la mano de tu madre, pobrecito cobarde.

Pegó el cabo de la vela en el suelo y sacó el cuchillo de la vaina.

No tardó mucho tiempo. La argamasa estaba seca. Cayó en una lluvia de partículas, y comenzó a hacer palanca para sacar uno de los bloques. En ese momento no pensaba en absoluto, sólo se movía por instinto. Sabía cómo hacerlo, había observado a su padre muchas veces. El bloque cayó limpiamente en sus manos. Lo apartó y metió la cabeza por el agujero.

A través de una neblina de penumbra polvorienta, cuatro ojos aterrados le devolvían la mirada. La bombilla desnuda de la lámpara que llevaba uno de los hombres casi lo cegó.

Aun en el caso de que hubiera estado completamente en su sano juicio, no hubiera podido resistirse.

— Asalamu Alatkum, amigos. ¿Podrá alguno de vosotros avisarle a Carter Effendi de que estoy aquí?

* * *

— El señor Carter no estaba allí, por supuesto -dijo Ramsés, terminando así la descripción, sorprendentemente breve y escueta, de su descubrimiento-. Había ido a ayudar a padre y a los demás con las excavaciones para desenterrarnos. Hubiera regresado de inmediato a su lado, madre, de no saber que se habría enfadado conmigo si lo hacía sin averiguar primero qué había pasado con el resto de la familia. Cuando los encontré, descubrí que estaban a punto de salir al exterior, de manera que me quedé para ayudar.

Estaba sentado sobre el murete en su posición favorita, y excepto por sus manos vendadas y los oscuros moratones de su rostro, parecía y sonaba perfectamente normal. Sin embargo, el instinto infalible de una madre me informó de que, como siempre, ocultaba algo.

La cosa más difícil de creer era que yo había estado en ese lugar infernal sólo menos de una hora. Me había parecido mucho más tiempo, pese a que me había quedado dormida poco después de que Ramsés se alejara y no había oído los tranquilizantes sonidos, que indicaban actividad más allá del derrumbe. Lo que me despertó fue el aire relativamente más fresco. Lo primero que vieron mis ojos fue la cara de Emerson y cuando me cogió en sus brazos apenas si sentí el dolor de mi pierna herida.

Nefret le obligó a dejarme enseguida en el suelo, y supervisó mi traslado en una camilla, todos estaban allí, David y Abdullah y Selim; Selim estaba llorando y Abdullah daba gracias a Dios con una voz trémula y estentórea, y David cogía mi mano, para tomar luego la de Ramsés y después la mía otra vez. Había visto a Ramsés, por supuesto, pero como todavía estaba un poco adormecida, no había comprendido bien cómo había llegado hasta allí, hasta que nos lo contó.

Había esperado hasta que estuvimos de vuelta en casa y hubiéramos satisfecho nuestras necesidades más urgentes. Nefret y yo decidimos que probablemente mi pierna no se había roto, pero estaba muy magullada e hinchada, de manera que mi hija la vendó, siguiendo mis instrucciones, y me ayudó a tomar un baño. Después de ponerme un vestido suelto pero tentador, Emerson me llevó a la galería y me acomodó en el sofá. Howard y Cyrus estaban presentes, como Abdullah, Selim y Daoud, de manera que formábamos un alegre grupo. Yo le había indicado al cocinero que preparara una comida copiosa.

— ¿De manera que irrumpiste en la tumba de Hatshepsut? -pregunté-. ¡Sorprendente! ¿Sabes, Ramsés?, cuando te pedí que siguieras, realmente no esperaba que encontraras una salida.

— Yo tampoco lo esperaba -replicó mi hijo-. No obstante, supongo que inconscientemente había visto la dirección que tomaba el pasillo. ¿Usted no había observado la abertura, señor Carter?

— No era una abertura -replicó Howard, con algo de brusquedad-. Era una pared cubierta de yeso y no usamos las bombillas eléctricas hasta que pasamos ese punto y la luz de las velas… Bueno, no importa. Su tumba indudablemente es posterior en el tiempo a la de Hatshepsut. Cuando los trabajadores dieron con ella por casualidad, disimularon cuidadosamente la abertura y…

— Y Scudder la encontró -exclamó Nefret-. Mientras trabajaba con usted el año pasado, señor Carter.

Howard dio la impresión de que quería echarse a reír, pero era demasiado cortés para hacerlo.

— Vaya, señorita Nefret, eso es muy poco probable. Puede haber seguido el pasillo en un tramo, pero no podría haber llegado a la entrada primitiva. Sus hombres tardaron días en quitar el relleno solidificado.

— Poco probable, pero no imposible -dijo Emerson, incapaz de soportar la expresión de decepción del rostro de Nefret-. Tuvo todo el verano, después de que usted terminara el trabajo de la temporada. Pudo haber deducido dónde estaba ubicada la entrada y llegó a ella por el otro extremo.

— Dejemos ya la condenada tumba -exclamó Cyrus-. Quizá ustedes no quieran hablar de ello, pero tarde o temprano habrá que enfrentarse. Bellingham está muerto, un buen trabajo, en mi opinión. Asesinó a Scudder a sangre fría, ¿verdad?

— Sí -dije-. El señor Scudder nunca quiso matar al Coronel; quería dejarlo al descubierto como el asesino de su propia esposa. Ésa es la razón por la cual Scudder nos eligió para que encontráramos el cuerpo de la pobre Lucinda. Sabía que habíamos estado trabajando en Tebas y que habíamos adquirido cierta reputación por nuestro talento detectivesco. Creía que podríamos adivinar sus mentiras y llegar a la verdad. Cosa que hicimos…, al final.

— Demasiado tarde para Scudder -dijo Emerson, sombrío.

— Todo sucedió así porque Scudder era un romántico sin remedio -expliqué-. Cuando el romanticismo no está atemperado por el sentido común, Nefret y caballeros, se convierte en una debilidad fatal. Todas las acciones del señor Scudder, la forma en que preparó el cuerpo, las misteriosas pistas que nos hizo llegar, estaban dictadas por un inmoderado romanticismo que lo condujo directamente a la tragedia. El ejemplo más triste de su debilidad fue la forma en que atrajo a Bellingham a la escena, cuando sacamos el cuerpo de Lucinda de la tumba. Supongo que creía realmente que Bellingham confesaría en el acto.

— No -dijo Ramsés-. Lo más triste fueron sus intentos por hacer que nos reuniéramos en privado. Sólo quería hablar conmigo. Fui demasiado estúpido para entenderlo.

Supuse que había sido Nefret quien vendó sus manos lastimadas y le obligó a lavarse. El muchacho debía de haber hecho algo para enfadarla, puesto que ella lo miraba fijamente, y cuando habló, lo hizo con voz dura y desagradable.

— Si hay alguna culpa, todos la compartimos. Incluyendo a Scudder. Debería haber sido más directo.

— Dudo que alguien hubiera creído un cuento tan descabellado -admití-. ¡No Emerson, ni siquiera yo! Le hubiéramos tomado por un loco, en especial después de ver lo que había hecho con el cuerpo de Lucinda.

— Estaba loco -dijo Ramsés-. La mezcla de pena y culpa…

— ¿Por qué debería sentirse culpable? -preguntó Nefret. Parecía enfadada, aunque yo no sabía la razón-.

Fue su marido quien la atravesó con ese bastón de estoque que tenía.

— Cuando trataba de cubrir a Scudder con su propio cuerpo -dijo Ramsés-. Pero fue su amante quien la llevó a la muerte. Al menos ésa es la forma en que Scudder lo vería.

— ¿De manera que ahora puedes leer su pensamiento? -dijo Nefret, con odio-. Tú eres un maldito romántico, Ramsés, y te recomiendo que dejes de hablar así inmediatamente. No dudo de que fue Lucinda quien instigó la fuga. Ella no huyó con Scudder, ella huyó de Bellingham. Me repugna pensar en lo que ese hombre le hizo una vez casados y cuando ella estaba en su poder…

Emerson y yo hablamos al unísono.

— ¡Nefret, por favor!

— Oh, muy bien -dijo, cortante-. Supongo que se trata de otro de los temas de los que se supone que una mujer no debe hablar. Lo único que digo es que algunas personas asumen demasiadas cosas. Bellingham fue el único culpable, nadie más tiene la culpa, ni siquiera Scudder, quien como es natural, perdió el juicio cuando presenció su brutal asesinato. ¿Quién lo puede censurar?

— Yo no -dijo Cyrus con gran pesar-. Ni ningún hombre que haya amado a una mujer.

— ¿Qué será de Dolly? -pregunté, ya que la atmósfera se estaba poniendo un poco densa.

— Cat…, quiero decir, Katherine… está con ella -dijo Cyrus-. Dice que la llevará de vuelta a casa. Yo prefiero que ella decida. Ahora, si me disculpan…

— No debe irse todavía, Cyrus -le interrumpí-. A riesgo de pasar por insensible, debo decir que tenemos mucho que agradecerle. El pobre señor Scudder ha sido reivindicado y su muerte vengada. La muerte fue sin duda el final más feliz para él; la única alternativa posible hubiera sido el manicomio. ¡Y hemos sobrevivido! Quédese a comer.

— Creo que me quedaré un rato más -dijo Cyrus. Suspiró-. Me dijeron que me mantuviera al margen.

Yo estaba empezando a comprender por qué parecía deprimido. Si estaba en lo cierto, y generalmente lo estoy, el tema no se podía discutir en presencia de todos. Me prometí a mí misma que lo sacaría en cuanto tuviera la oportunidad.

Mi querido Emerson fue quien habló a continuación. Todo el tiempo había tenido mi mano cogida entre las suyas. En ese momento se volvió hacia mí. Incorporándose en toda su impresionante altura, se aclaró la garganta.

— Ramsés.

Ramsés se sobresaltó.

— Esto… ¿sí, señor? ¿He hecho algo?

— Sí-dijo Emerson. Acercándose al muchacho, le extendió su mano-. Hoy salvaste la vida de tu madre. Si no hubieras actuado con tanta presteza y sin consideración por tu propia seguridad, ella sería otra de las víctimas de Bellingham. Actuaste como yo lo hubiera hecho si hubiera podido. Yo… este… yo… te lo agradezco.

— Oh -dijo Ramsés-. Gracias, señor.

Se estrecharon las manos.

— De nada -Emerson tosió-. ¡Bueno! ¿Tienes algo que añadir, Peabody?

— No, cariño. Creo que no. Has resumido la situación con toda claridad -Emerson me lanzó una mirada extraña, y seguí diciendo, alegre-, es temprano, pero pienso que quizá podíamos disfrutar de un whisky con soda antes de comer. Después de todo, tenemos una justificación para hacer una celebración. Propondré un pequeño brindis.

Se reunieron en torno a mi diván y Emerson nos sirvió: zumo de limón y agua para los demás, whisky sin soda para Cyrus, y para mí lo de siempre.

— Otro whisky con soda, por favor, Emerson -dije, y le entregué el mío a Ramsés.

Por un instante, ese rostro tan controlado se relajó y manifestó una expresión de placer y sorpresa infantiles. Sólo por un instante. Con una pequeña inclinación cogió el vaso de mi mano.

— Gracias, madre.

Con una amplia sonrisa, Emerson me entregó mi bebida. Miré a mi alrededor contemplando los rostros de mis amigos y de mi querida familia.

— ¡Salud! -dije.

* * *

Sin embargo, la vida nunca es tan simple. Todavía había un montón de cabos sueltos que atar. Le dejé algunos a Emerson, ya que yo estaba confinada en la casa a causa de mi condenada pierna, pero en realidad no me apetecía demasiado tratar con las autoridades británicas y americanas. Montaron un número innecesario y exagerado con los arreglos para disponer de los distintos cuerpos. Había un asunto que yo quería solventar por mí misma, y encontré la ocasión de hacerlo al día siguiente, cuando Emerson estaba en Luxor, telegrafiando a algunas personas y gritándoles a otras. Le había pedido a la señora Jones que viniera a verme, y tuvo la bondad de hacerlo. Tenía su aspecto de siempre, iba vestida con elegancia y manifestaba gran control sobre sí misma. Sólo un observador perspicaz, como yo, habría notado que sus ojos parecían cansados.

— ¿Cómo está Dolly? -inquirí, después de que Alí sirviera el té.

— Como era de esperar. No hace nada y no dice nada.

— Espero que usted le exprese mis condolencias y me disculpe por no haber ido a verla. No tendré tiempo de hacerlo, supongo, antes de que partan.

— Nos vamos mañana. Pero no creo que ella desee verla, señora Emerson.

— Es comprensible. ¿Es verdad que usted la acompañará durante todo el viaje de regreso a América?

La señora Jones se encogió de hombros.

— No puede viajar sola. ¿Quién más podría acompañarla?

— La señora Gordon -dije.

— ¿Perdón?

— La mujer del vicecónsul americano. O alguna otra dama de esa oficina. Después de todo es responsabilidad suya, y supongo que les alegraría tener una excusa para hacer una visita a su país. Pienso que usted también está buscando una excusa. ¿Por qué huye?

Resultó muy interesante observar las distintas emociones que pasaron, en rápida sucesión, por su rostro. No respondió, de manera que seguí hablando.

— No me gusta andarme por las ramas, señora Jones. Creí que a usted le pasaba lo mismo. ¿Cyrus le pidió… este… le propuso…?

— Me ha propuesto matrimonio -dijo la señora Jones.

— ¿De veras? -exclamé.

— Ah, le sorprende. ¿Qué pensaba que me había propuesto?

Parecía que volvía a ser la que era, cínicamente divertida y vigilante.

— Debería haberlo sabido -admití-. Cyrus es demasiado bien educado como para sugerir algo indecoroso. ¿Cuándo se celebrará la boda?

— No se celebrará. Lo he rechazado.

Eso me sorprendió todavía más.

— ¿Por qué, en nombre del cielo? ¡Es un hombre maravilloso, y rico, además! No se halla en plena juventud, quizá, pero usted no es una niña romántica.

— No soy una niña, desde luego, pero el romanticismo, como usted sabe mejor que nadie, no desaparece necesariamente con la edad. No he perdido todo sentido del decoro. ¿Cómo podía aceptar, siendo lo que soy?

— ¿Se siente atraída por él?

— Nunca he conocido a un hombre como Cyrus -dijo con suavidad-. Bueno, generoso, inteligente, comprensivo, valiente… Me hace reír, señora Emerson. No me suelo reír a menudo.

— Entonces debe casarse con él.

— ¿Qué? -me miró fijamente-. No puede estar hablando en serio.

— Hablo completamente en serio. Usted es algo peor que romántica, usted es una tonta sin remedio si deja pasar una ocasión de ser feliz, que se presenta a muy pocas mujeres en estas condiciones. Ha sido desdichada, pero eso pertenece al pasado. Sus pecados, si pueden considerarse como tales, son leves en comparación con los de muchos otros. ¿Seguirá mi consejo…?

Respiró hondo y con dificultad.

— La mayoría de las personas lo hace, ¿verdad?

— Sí, y no vea lo bien que les va. Tengo mucha experiencia en cosas como éstas. Hace muchos años que conozco a Cyrus, y creo que sería feliz con usted. Por cierto, usted es la mujer más… interesante a quien ha propuesto matrimonio; le puede mantener entretenido. Supongo que no hay dificultades acerca… ninguna razón de índole personal por la cual… Usted me comprende, ¿verdad?

Cada músculo de su cara se aflojó, y por un instante pensé que iba a llorar. Por el contrario, echó hacia atrás la cabeza y lanzó una estruendosa carcajada.

— No -dijo con voz entrecortada-. Esto es… sí, señora Emerson, la comprendo. No hay dificultades en… Más bien lo contrario. ¡Oh, Dios mío! ¿Dónde está mi pañuelo?

Le di el mío. Se cubrió la cara; cuando se quitó el pañuelo vi que sus ojos estaban húmedos. La risa prolongada produce este efecto.

— ¿Mejor ahora? -inquirí-. Bien. Lo que le propongo es que acompañe a Dolly hasta El Cairo y la deje en manos de una de las damas del consulado. Para cuando se hayan completado esos arreglos usted habrá podido reflexionar sobre sus sentimientos más fríamente. Tómese un día o dos más si lo desea; visite el museo y las pirámides, tómese un buen descanso. Puede telegrafiar a Cyrus cuando haya tomado una decisión.

Al ver que por el momento no había nada más que decir, se incorporó.

— Si necesitara otra razón para aceptar, señora Emerson, la posibilidad de cultivar mi amistad con usted sería, sin duda, un gran aliciente. Usted es la más…

— Mucha gente ha tenido la bondad de decir lo mismo -le aseguré.

Les conté todo a Emerson y a los chicos cuando nos encontramos para cenar. Emerson tuvo que beberse otro whisky con soda antes de estar lo suficientemente tranquilo como para entrar en la conversación.

— ¡Peabody, tu increíble descaro nunca deja de asombrarme! ¿Qué dirá Vandergelt cuando se entere de que te has metido en sus asuntos privados?

— Si funciona, el señor Vandergelt se sentirá complacido y agradecido -dijo Ramsés. Creo que estaba un poco divertido-. La señora Jones es una mujer notable. Será una interesante adquisición para la sociedad de Luxor.

— Así es -dijo Nefret, acariciando a Sekhmet. Se estaba divirtiendo (me refiero a Nefret). Bien hecho, tía Amelia. ¡Me gusta la señora Jones y espero que haga del señor Vandergelt el más feliz de los hombres!

— Ejem -dijo Emerson-. Espero que tu intromisión en los asuntos de los Fraser tenga un resultado igualmente feliz. No pudiste hablar con Donald Fraser…

— Estás equivocado, Emerson. No hubiera descuidado un asunto tan importante. Hablé con Donald hace dos días, la mañana que fui a Luxor.

— ¡Oh, Dios mío! -me miró casi con un temor reverencial. Con aire distraído, añadió-, daría cualquier cosa por haber escuchado a escondidas esa conversación.

— Me expresé con la mayor de las delicadezas -lo tranquilicé-. Me limité a señalar que ya que el cielo le había proporcionado el extraordinario favor de unir a las dos mujeres que amaba en un solo cuerpo, esto… en una sola persona, lo menos que podía hacer era abandonar ciertos hábitos indecorosos que podrían ofender a una dama aristocrática: comer y beber en exceso, evitar los ejercicios físicos y… ese tipo de cosas.

— Excelentes consejos -dijo Emerson-. ¿También le recomendaste un conjunto de lecturas selectas?

— Por supuesto -pensé que sería más sensato simular que no comprendía lo que quería decir-. Es tan necesario ejercitar la mente como el cuerpo.

Emerson asintió con seriedad, pero había un destello en sus ojos de zafiro que me advirtió que haría bien en cambiar de tema. Nefret estaba inclinada hacia delante, con los labios entreabiertos, David tenía los ojos muy abiertos, y Ramsés… ¡Bueno, sólo el cielo sabe lo que ocultaba su rostro inexpresivo!

— Mens sana in corpore sano -resumí-. Mientras Donald se esfuerza en complacer a su mujer, ella hará lo mismo respecto a él. Al final, la fantasía se desvanecerá; encontrará en Enid todas las cualidades de su deseada princesa, y ella no tendrá que simular ser Tasherit. Si bien descubrirá que disfruta… Discúlpame, Ramsés. ¿Has dicho algo?

Ramsés levantó su vaso en un saludo.

— Sólo quería decirle: tiene razón como siempre, madre.

DEL MANUSCRITO H:

Tuvieron su propia celebración esa misma noche, en la dahabiyya, sentados en cubierta para que el olor de los cigarrillos prohibidos no persistiera en el cuarto de Ramsés. Habían enrollado el toldo: la luna y las estrellas iluminaban la noche como si fuera de día. Sentada al lado de Ramsés en el diván, Nefret alargó la mano para alcanzar el whisky que había «pedido prestado» y ceremoniosamente lo vertió en los tres vasos.

— Tiene un gusto todavía más asqueroso que el de los cigarrillos -decidió después de un tímido sorbo.

— A mí tampoco me gusta demasiado -admitió Ramsés.

— Entonces, ¿por qué lo pedías con tanta insistencia? -preguntó David con curiosidad.

— Sabes por qué. Madre también lo comprendió; por eso tuvo ese detalle tan conmovedor.

David se recostó en la silla.

— Quizá ahora admita que eres un hombre y te deje hacer lo que quieras, ¡hasta fumar cigarrillos!

Ramsés sonrió.

— Si no me hubiera dado tantas peroratas sobre los efectos nocivos del tabaco, probablemente no fumaría.

Nefret puso su vaso sobre la mesa y se dispuso a hablar. Ramsés parecía estar bien y sus palabras lo demostraban, pero la muchacha sabía que no era así. Había que hacer algo al respecto. No podía soportar la idea de que Ramsés pasara todas las noches despierto, mirando la oscuridad.

— ¿Quieres hablar de ello? -le preguntó.

— No.

— Entonces lo haré yo. ¿Querías matarlo?

— ¡Nefret! -exclamó David.

— Cállate, David. Sé lo que estoy haciendo -al menos, espero saberlo, pensó. Alargó la mano para coger la de Ramsés. Era como coger un manojo de varillas-. ¿Querías matarlo?

— ¡No! Yo sólo… -trató de retirar la mano, pero ella no le dejó. No tenía forma de liberarse sin hacerle daño-. No lo sé-dijo en un murmullo entrecortado-. ¡Oh, Dios! ¡No lo sé!

En un impulso, se volvió hacia ella, que se le acercó y le abrazó. El muchacho escondió la cabeza en el pecho de Nefret.

— Hiciste lo que debías -dijo la muchacha con suavidad-. ¿Piensas que yo no lo hubiera hecho, o David? Tienes amigos que te quieren, Ramsés. No nos dejes fuera de tu vida. No trates de cargar con todo tú solo. Tú harías lo mismo por nosotros, cielo.

Sintió que el muchacho soltaba un largo suspiro. Ramsés levantó la cabeza y ella se echó hacia atrás, permitiendo que se alejara.

— Gracias -dijo Ramsés, con formalidad.

— Hay momentos en que te mataría con mucho gusto, Walter Peabody Emerson -dijo Nefret con una voz ahogada.

— Lo sé. Lo siento. No soy muy bueno en este tipo de cosas -cogió la mano de la muchacha y la llevó a sus labios-. Algún día, quizá, me enseñarás cómo hacerlo.

— ¿Te sientes mejor? -preguntó David con ansiedad-. Quizá deberías beber otro vaso de whisky.

Los tres lo hicieron, y después de hablar un rato más, acompañaron a Nefret donde esperaba Risha. La muchacha permitió que la ayudaran a montar. Cuando se fue, los muchachos fueron a la habitación de Ramsés, donde vieron que la cama ya estaba ocupada.

— Supongo que fue Nefret quien la trajo -dijo Ramsés con resignación, tratando de quitar a Sekhmet de la almohada, donde con las zarpas extendidas y el cuerpo estirado, se adhería como una lapa. Ramsés se tumbó al lado de la gata y juntó las manos detrás de la cabeza.

— ¿Quieres dormir? -preguntó David, sentándose sobre el suelo con las piernas cruzadas-. Te dejo si estás cansado.

— No estoy cansado. ¿Hay algo de lo que quieres hablarme?

— Sólo… espero que estés bien ahora. Vi que te sentías angustiado, pero no supe qué decir.

— Estoy bien.

— Nefret siempre encuentra la palabra adecuada.

— La encontró en ese momento. Todavía no conozco la respuesta a su pregunta, pero tenía que hacerla. Y ahora… ahora puedo hacerle frente, sea cual sea esa respuesta.

— Es maravillosa. ¡Qué mujer!

— Sí. Espero que no te enamores de ella, David.

— Es mi hermana, mi camarada. De todas formas, tú te casarás con ella algún día…

— ¿Lo haré?

— Es el mejor arreglo posible, de verdad -dijo David, confundido por la reacción de Ramsés-. Así es como se hacen las cosas, hasta en tu Inglaterra. Os gustáis el uno al otro, y ella es muy rica, además de ser muy hermosa. ¿Qué pasa, es que no quieres casarte con ella?

Ni David, que conocía a Ramsés mejor que nadie, había visto una expresión tal en su amigo. Parecía que le habían quitado la piel de la cara, dejando al desnudo no sólo los músculos y los huesos, sino las emociones en estado puro. David retuvo el aliento.

— Discúlpame. No te he comprendido.

— Todavía no me comprendes completamente.

— No -admitió David-. He leído los cuentos que me diste y los poemas; hay poemas en árabe también, acerca del deseo de un hombre por una mujer. Eso lo entiendo, pero vuestra cháchara occidental sobre el amor me confunde mucho. ¡Hacéis tanto escándalo por una cosa tan simple!

— Realmente no se puede describir -dijo Ramsés, mirando distraídamente a la gata, que yacía atravesada sobre su estómago-. Es algo que debes experimentar, como el estar muy borracho.

— Quizá no quieras hablar de ello.

— ¿Por qué no? Ya que esta noche me toca hablar de mis sentimientos, quizá sea mejor qué termine la tarea. Nefret tenía razón, bendita sea; resulta un alivio conversar con un amigo, pero no podía hablar de este tema con ella.

David le animó para que siguiera. Ramsés iba a sentarse, pero Sekhmet se negó a moverse.

— Maldita sea -dijo-. Bueno, déjame pensar cómo explicártelo. Mira a mi madre, por ejemplo. ¿Dirías que es hermosa?

— Bueno…

— No, David. Es una dama de buen ver, y tiene muchas cualidades admirables. Pero para mi padre es simplemente la más hermosa, deseable, inteligente, divertida, exasperante, irritante y maravillosa mujer sobre la tierra. La ama por todas esas cualidades, incluyendo las que le ponen furioso; y así es como me siento respecto a Nefret. Realmente tiene algunos rasgos exasperantes.

— Pero es hermosa -dijo David, atónito.

— Sí! Pero no es por eso por lo que yo… Te dije que era imposible de explicar.

— Muy bien, entonces… -dijo David, como un hombre que trata de salir de un laberinto con los ojos tapados y en medio de una espesa niebla-. Tú experimentas este… sentimiento. ¿Por qué constituye una dificultad? Si la quieres, ¿por qué no has de tenerla? Tus padres se pondrían muy contentos, creo, y ella te quiere mucho…

Ramsés gruñó.

— ¿Si te estuvieras muriendo de hambre, te quedarías satisfecho con una corteza de pan?

— Sería mejor que nada. Oh -dijo David-. ¿Es una metáfora poética, verdad?

— Evidentemente no es muy buena. Sé que me quiere. ¡También te quiere a ti, y a madre y a padre, y a los malditos gatos! -inconscientemente, había comenzado a acariciar a Sekhmet, quien tuvo la buena idea, por esta vez, de no reaccionar hundiéndole las uñas-. ¿Supones que me sentiría satisfecho con eso? Nefret no debe saber lo que siento por ella, David, no a menos que… hasta que… pueda demostrar que la merezco y le haga sentir lo mismo por mí. ¡Es una tarea ímproba! En cuanto a mis padres, pasarán años antes de que consideren que tengo edad para casarme.

— ¿Qué edad debes tener?

Ramsés lanzó otro gruñido otra vez y levantó los brazos para ocultar su rostro.

— Mi padre tenía casi treinta años. El tío Walter, veintiséis. ¡El señor Petrie tenía más de cuarenta!

Esta enumeración metódica hubiera resultado cómica si Ramsés no se mostrara tan tremendamente serio. David también la encontraba muy desalentadora. Para quien tiene dieciocho años, los de treinta están al borde de la senilidad.

— Tus sentimientos pueden cambiar -sugirió.

— Me gustaría creerlo.

David no sabía qué decir. Osó murmurar:

— Debo decirte que me parece una situación muy incómoda.

Ramsés rió con amargura y se sentó, acunando a la gata en un brazo.

— La parte más difícil consiste en mantener ocultos mis sentimientos. Ella es tan dulce y tan afectuosa, y cuando me toca, yo… Qué diablos, puede que tenga suerte; quizá deba controlarme sólo diez u once años en lugar de quince o veinte. ¿Qué voy a hacer con esta maldita gata?

— Quédatela -dijo David-. No la debes culpar porque no es Bastet. Ella no lo puede remediar.

— Eres todo un filósofo, David. ¿Por qué no me pides que compadezca a otro ser que sufre las penas de un amor no correspondido? -Añadió con una voz más suave-. Gracias, hermano. Me ha ayudado hablar de ella.

— Cuando quieras -dijo David-. Aun si no lo comprendo.

Se abrazaron a la manera árabe, y Ramsés le dio una palmada en la espalda como hacen los ingleses.

— Quizá lo comprendas algún día.

— Dios me libre -dijo David sinceramente.

* * *

El sábado ya estábamos listos para seguir trabajando, aunque no en la tumba Veinte-A. Después de hacer un plano de su posición y sus dimensiones, Emerson había ordenado que se cegara la entrada. Había vuelto a su plan original, y ese día empezaríamos en la tumba Cuarenta y cuatro. Mi pierna todavía estaba un poco rígida, de manera que Emerson estuvo muy amable y adaptó su paso al mío, dejando que los chicos fueran delante. Ramsés tenía a Sekhmet encaramada en un hombro; le había cogido las patas traseras para evitar que se resbalara y yo podía ver en su cara una sonrisa de satisfacción.

— Me alegra ver que al fin se ha encariñado con la gata -comenté-. El pobre animal languidecía.

— Eres una sentimental sin remedio, Peabody -dijo Emerson-. A la gata le importa un pepino quién la lleva, mientras alguien lo haga.

— Puede que ella no necesite a Ramsés, pero él sí la necesita -dije-. Y ahora el pobre Anubis puede volver. Estaba celoso, como sabes.

— ¿De mí? Tonterías -Pero aún así parecía complacido. Anubis le había traído una rata esa mañana, la primera vez en semanas que tuvo esa amabilidad.

— Hemos estado rodeados de demasiados gatos, de una forma u otra -dije en broma-. La señora Jones se llama Katherine, y me hace pensar en un agradable gato atigrado. Creo que Cyrus la llama Cat[5] cuando están… cuando están a solas. Se le escapó una vez.

— Tu observación es vulgar y casi insultante -se burló Emerson-. Los hombres que desprecian a las mujeres hablan de ellas llamándolas gatas; me sorprende que tú lo consientas.

— Hay cosas peores con las cuales uno puede ser comparado -repliqué-. ¿Te recuerdo a…?

— Nunca, cariño. A un tigre, quizá, pero nunca a algo tan inofensivo como un gato doméstico.

El sonido de la risa de Nefret llegó hasta nosotros y Emerson sonrió.

— Es bueno verlos tan afectuosos y amigos. Debes estar tan orgullosa de ellos como yo.

— Ahora tú eres el sentimental, Emerson.

— No hay nada malo en un poco de sentimiento -declaró Emerson, apretando mi brazo contra su costado-. Soy el más afortunado de los hombres, Peabody, y no me avergüenza decirlo. No puedo desear otra cosa para nuestros hijos, más que encuentren la misma felicidad que yo he encontrado contigo.

Me recorrió un escalofrío.

— Pero, ¿qué es lo que pasa? -preguntó Emerson-. Maldita sea, Peabody, pensé que me agradecerías este pequeño cumplido. Si tienes premoniciones o presentimientos, guárdalos para ti, ¡diablos!

Volvía a ser el de siempre, y sus bellos ojos azules centelleaban de furia. Reí y me apoyé en su brazo, como le gusta, y recuperó el buen humor.

No se requeriría una previsión fuera de lo común para ver que hasta los jóvenes más brillantes y seguros de sí mismos pueden sufrir penas y desengaños; pero no había sido una de mis famosas premoniciones la que había causado mi estremecimiento involuntario. Había olvidado el sueño hasta que Emerson habló.

Había visto a los tres juntos, como estaban ahora, andando hacia la luz del sol, con el cielo azul sobre sus cabezas. Lenta e inexorablemente, el firmamento se oscurecía y pasaba del celeste al gris, luego a un gris más profundo, hasta que nubes de tormenta lo ennegrecían por completo. Desde el norte y el este venía el ruido sordo de los truenos, y el largo estilete de un relámpago atravesó las nubes. Se envolvió alrededor de los jóvenes como una cuerda de luz viva, atándolos como las serpientes vengadoras que habían entrelazado a Laocoonte y a sus hijos.

No necesité del doctor Freud ni de un papiro de sueños para saber el significado de esa visión. No sabía cuándo, pero no dudé ni un instante de que se cumpliría.