Capítulo 9
Las personas altruistas son más peligrosas que los criminales.
Siempre encuentran excusas hipócritas para sus actos de violencia.
— Soñé con la gata Bastet anoche -dije.
Ramsés levantó la vista de su plato de huevos con tocino pero no respondió. Fue Nefret la que preguntó con interés:
— ¿Qué estaba haciendo?
— Cazaba ratones, o al menos es lo que me pareció -pensativa, seguí diciendo-: Yo estaba en casa, en la mansión Antarna, y buscaba algo, algo que deseaba con desesperación, a pesar de que no puedo decir qué era. Sabéis cuan vagos pueden ser los sueños. Iba de cuarto en cuarto, miraba debajo de los cojines del sofá y detrás de los muebles, con una sensación creciente de urgencia; y allí donde iba, estaba Bastet enzarzada en alguna búsqueda igual de urgente. No me prestaba atención, ni yo a ella, sin embargo sentía que estábamos buscando lo mismo, una cosa indefinida pero tremendamente importante.
— ¿La encontró? -preguntó David.
— No; pero Bastet encontró su ratón. No era un ratón verdadero, porque relucía y brillaba, y estaba atado a una larga cadena rutilante. Bastet me lo traía cuando desperté.
Emerson me observaba con una expresión singularmente agria. No cree en la naturaleza prodigiosa de los sueños, pero al menos en una ocasión se vio obligado a admitir la terrible exactitud de uno de los míos. El sueño que les acababa de contar no era de ese tipo premonitorio; su explicación era ridículamente simple para una estudiante de psicología como yo. Era la verdad lo que yo buscaba, tanto en sueños como despierta: la verdad sobre la trágica muerte de la señora Bellingham, todavía oculta para mí tras metafóricos cojines de sofá. No le hice partícipe de mis conclusiones, porque Emerson tampoco cree en la psicología.
— Quizá sea una señal de buena suerte -dije alegremente-. ¿No eras tú, Ramsés, quien dijo que soñar con un gato grande trae buena suerte?
— No exactamente -respondió mi hijo con su tono más reprimido.
— Citaba el libro de los sueños -explicó David-. Es un texto curioso; algunas de sus interpretaciones son sensatas, pero otras carecen absolutamente de sentido.
— ¡No me digas! -exclamé-. Me gustaría echarle un vistazo. ¿Tenemos una copia?
Pudo haber sido mi conciencia culpable la que me hizo ver cierta sospecha en la mirada fija y oscura de Ramsés; si bien no puedo imaginar por qué me sentía culpable. Había ido a su cuarto sólo para recoger la ropa de la colada y volví a poner todo exactamente donde lo encontré.
— Por una extraña coincidencia -dijo- yo tengo una. Se la puedo prestar cuando quiera, madre, pero no es un cuento de hadas de los suyos, como supondrá.
— Lo sé. No he tenido tiempo este año de comenzar a traducir un nuevo texto. Al principio estaba ocupada ayudando a Evelyn con los volúmenes de Tetisheri y después apareció mi artículo para el PSBA… -me callé. Las explicaciones excesivas e innecesarias demuestran, con toda certeza, la existencia de una conciencia intranquila, como bien lo sabía Shakespeare, nuestro gran bardo nacional.
— Está en el escritorio de mi cuarto -dijo Ramsés- a su disposición. Discúlpeme, madre, por mencionarlo, pero usted y padre parecen algo cansados esta mañana. Deberían saber que un descanso adecuado es importante.
Estaba desarrollando un gran talento para el sarcasmo. No le permití que me provocara.
— Estuvimos discutiendo el caso -expliqué con calma-. Después de las revelaciones que ayer por la tarde nos hizo el vicecónsul americano…
— Peabody… -me advirtió Emerson.
Nefret rió.
— Querido profesor, si trata de protegerme, no se tome la molestia. Escuché todo lo que ese caballero dijo ayer.
— Y le pasaste la información a los muchachos, supongo -deduje.
— Por supuesto. Confiamos ciegamente los unos en los otros. ¿No es cierto, Ramsés?
La silla de Ramsés crujió cuando el muchacho se movió, incómodo.
— Señor, comprendo su interés paternal por mi querida… hermana, pero créame que es imposible mantenerla alejada de este asunto. Nosotros también lo discutimos. ¿Qué tal si aunamos nuestras ideas y nuestros datos, con el objetivo de hacer que el caso llegue a una rápida conclusión?
— Bien dicho, Ramsés -Nefret le sonrió-. ¿Qué decidieron anoche usted y el profesor, tía Amelia?
Al ser interpelada, me aclaré la garganta y comencé a decir:
— Sabemos dónde ha estado Scudder todos estos años… vivió en Luxor, disfrazado de egipcio.
— Ya estás con lo mismo, Peabody -dijo Emerson, descortés-. No lo sabemos. Es una presunción razonable, pero no una verdad.
— Entonces, supongamos -dijo Nefret-. Al menos es un punto de partida lógico. ¿Qué sabemos de este hombre que pueda ayudarnos a identificarlo?
Con una tímida mirada hacia mí, Emerson admitió que había telegrafiado a El Cairo para obtener una descripción de Dutton Scudder. La había proporcionado el coronel Bellingham cinco años atrás y todavía permanecía en el archivo, pues el caso nunca se había cerrado oficialmente.
— No es demasiado útil, ¿verdad? -comenté, mientras fruncía el ceño ante el papel que me entregó Emerson con desgana-. «De estatura y complexión medianas, cabello castaño, tez clara.» Todos esos rasgos se pueden alterar con facilidad. ¿Cuál es su color de ojos?
— El Coronel no lo sabía -dijo Emerson.
— El Coronel probablemente no se hubiera fijado si Scudder tenía orejas de burro -dijo Ramsés-. Después de todo, el hombre era sólo un sirviente. Supongo que es la única descripción que tiene la policía.
— Sí. También me proporcionaron alguna información acerca de los antecedentes de Scudder. Efectivamente había vivido en Egipto, su padre fue un empleado del consulado americano en El Cairo entre 1887 y 1893. Un compañero lo recordó, pero no pudo añadir nada a la descripción de Bellingham.
— Esto hace más posible nuestra conjetura de que se ha disfrazado de egipcio -alegué-. Los funcionarios intentan mantener a sus hijos estrictamente aislados de los «nativos», pero un joven curioso, como lo era Scudder, bien podría haber aprendido algo del lenguaje y las costumbres.
— ¿Incluyendo el antiguo arte de la momificación? -inquirió Ramsés.
— Como tú -Ramsés admitió la réplica con una sonrisa, y yo proseguí-, hemos llegado tan lejos como podemos con este enfoque; el resto es pura especulación. Es poco probable que alguien de Luxor recuerde la llegada de un extranjero en los últimos cinco años. Tendremos que descubrir su identidad actual.
— ¿Y cómo te propones hacerlo? -preguntó Emerson con suavidad.
— Debe ser un dragomán, un guía o nafellah.
— ¡Oh, bien hecho, Peabody! Eso limita el número de sospechosos a seis o siete mil.
— ¿Tienes algo constructivo que aportar, Emerson, o te limitarás a quedarte sentado fumando y haciendo comentarios sarcásticos?
— Nada de eso -dijo Emerson-. Voy a trabajar. Creo que irás a Luxor, Peabody.
— Es absolutamente necesario que uno de nosotros vuelva a examinar el cuerpo -dije-. Deja de fruncir el entrecejo, Emerson, sabes que anoche estuvimos de acuerdo en que había que hacerlo. El funeral es mañana por la mañana, y después no tendremos acceso al cadáver.
— Aja -dijo Emerson-. Muy bien, Peabody. Quizás puedas obligar a Willoughby a que te permita echar otro vistazo, pero no estaría seguro de ello. No tiene autoridad para hacerlo. ¿Quién vendrá conmigo al Valle?
Ramsés se sobresaltó y miró a Nefret, que estaba sentada a su lado.
— Este… padre… pensé en pedírselo antes… ¿Puedo llevarme conmigo a Nefret y a David durante unos días? Quiero sacar unas fotografías de ciertos relieves del Templo de Luxor para comenzar a trabajar en esos textos. Dada la rapidez en que se deterioran los monumentos y la importancia de…
— Pensé que planeabas concentrarte en Deir el Bahri -le interrumpió Emerson.
— Sí, así era. He estado trabajando allí. Pero Monsieur Naville comenzará a excavar en breve, y como usted y él no se llevan bien… y he terminado con las fotos que tomamos el año pasado, y el Templo de Luxor…
— Sí, sí -dijo Emerson-. No hay motivos para que no pueda prestarte a Nefret y David por uno o dos días. Sería el último en cuestionar tu sinceridad, Ramsés, pero ¿realmente quieres fotografiar el Templo de Luxor o es una excusa para escaparte a la clínica con tu madre?
— Realmente quiero hacer las fotografías -dijo Ramsés con firmeza-. Pero, ahora que lo dice, padre, quizá alguien tendría que acompañarla.
Todavía seguíamos discutiendo el tema cuando uno de los sirvientes entró con una nota que acababan de entregar. Como estaba perdiendo la discusión, ya que todos estaban en contra mío, no me desagradó cambiar de tema. Sin embargo, la nota no era para mí. Poniendo una expresión de cortés curiosidad se la pasé a Nefret.
Como yo, Nefret identificó inmediatamente al remitente. Arrugando la nariz, comentó:
— Debe comprar esencia de rosas por litros. ¿Qué diablos piensan que tiene que decirme?
— Ábrela -le sugerí-. Y no digas palabrotas.
— Le pido disculpas, tía Amelia -murmuró Nefret-. Bueno, ¿qué piensan de esto? Es una invitación para ir a comer con ella y su padre.
— La rechazarás, por supuesto -dijo Ramsés enseguida.
Nefret levantó delicadamente una ceja.
— ¿Por qué habría de hacerlo?
Emerson tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó.
— Porque yo lo digo. No, no discutas conmigo, jovencita. Confío en ti, Peabody, para que los chicos se comporten como deben, y en ellos para que tú te comportes. ¡Santo Dios!, debería haber alguna seguridad en la cantidad, pero con esta familia no se puede confiar en nadie. ¡Haced lo que os he dicho, todos vosotros!
Nefret salió a buscar su equipo fotográfico y el resto nos dispersamos en otras tareas. Fue imposible seguir con la conversación hasta que llegamos a la dahabiyya; es difícil conversar cuando se va al trote. Tan pronto como estuvimos a bordo de la faluca, reinicia-mos la discusión. Una de las discusiones, debería decir.
— No puedo comprender por qué el profesor armó todo ese lío por mi salida con los Bellingham -gruñó Nefret-. Es una magnífica oportunidad para hacerles algunas preguntas importantes. Si tú me dieras permiso, tía Amelia, él no podría oponerse, ¿verdad?
— Bueno -comencé a decir.
— ¡Ni hablar! -exclamó Ramsés, ceñudo-. Madre no te dará permiso.
— Ramsés, por favor, permíteme… -empecé.
— ¿Por qué no? -preguntó Nefret, también ceñuda, pero no tanto como Ramsés, ya que sus cejas no se lo permitían.
— Porque él está…
— ¡Ramsés! -grité.
Se hizo silencio, pero no desaparecieron las caras ceñudas.
— Yo tomaré la decisión -sostuve-. Y todavía no lo he hecho. La conoceréis cuando lleguemos a la clínica. Puedes enviar tu respuesta desde ahí Nefret.
Me permití unos momentos de reflexión. No estaba completamente segura de los motivos que impulsaban las objeciones de Ramsés, pero tenía algunos. ¿Era pura fantasía lo que deducía de las miradas admirativas y las palabras galantes del Coronel? Resultaba poco probable que Dolly buscara la compañía de Nefret por propia iniciativa. La nota había sido despachada a una hora demasiado temprana para ser escrita por la consentida muchacha.
Sin embargo, Nefret aducía buenas razones para ir. No había que desperdiciar una oportunidad de interrogar a los Bellingham.
Como había prometido, llegué a una decisión cuando el carruaje se detuvo en la puerta de la clínica, y la anuncié con un tono que eliminaba todo debate.
— Puedes escribir a la señorita Bellingham aceptando su invitación, Nefret. Iremos contigo al hotel. El Coronel seguro que nos invitará a nosotros también. Si la señorita Dolly tiene algo que desea discutir contigo en privado, encontrará la manera de hacerlo, sin duda.
— Sin duda -musitó Ramsés.
Una vez que tuvo en sus manos papel, pluma y tinta, Nefret escribió la aceptación y uno de los sirvientes la despachó. Luego se nos unió el doctor Willoughby.
Tuve más dificultades de las previstas para convencerle de que me permitiera inspeccionar el cadáver. De hecho, lo rechazó de plano, con el argumento de que el coronel Bellingham había prohibido que se hiciera una autopsia, y que la dama descansaba en un ataúd cerrado en su pequeña capilla. Señalé que no me proponía realizar una autopsia y que un ataúd cerrado se podía abrir. Willoughby consideraba que…
Pero no tendría sentido reproducir los argumentos absurdos que presentó o mis respuestas abrumadoramente lógicas. Al final cedió, por supuesto.
— Debo informar al Coronel de que estuvieron aquí -dijo.
— Desde luego. Vamos a comer con él. Yo misma le diré que vinimos a presentar nuestros respetos.
Willoughby me miró con una mezcla de consternación y admiración.
— Señora Emerson, hay veces en que me deja sin habla. No le puedo negar nada.
— Pocas personas pueden -repliqué.
La capilla era un pequeño edificio que se abría a un patio interior. Willoughby había evitado con tacto los símbolos religiosos de una orientación determinada; la estancia estaba amueblada con unas pocas sillas y una mesa adecuadamente cubierta sobre la cual reposaba una gran Biblia encuadernada en piel. Las pesadas cortinas de terciopelo y las luces difusas proporcionaban una atmósfera de respeto y reverencia, pero hacían caluroso y pesado el aire de la estancia. El ataúd, cubierto con un paño mortuorio de lino, reposaba sobre una baja plataforma que había detrás de la mesa. Era una simple caja de madera, adornada apenas con los accesorios necesarios de metal, pero el trabajo de ebanistería estaba bien hecho y habían pulido el cobre, que brillaba como el oro.
La atmósfera solemne del lugar nos afectó a todos, y a Nefret más que a nadie, aunque ella rechazara con decisión mi ofrecimiento de que se sentara en una silla y nos dejara hacer a mí y a los muchachos.
— Lo hacemos con buena intención, ¿verdad? susurró- ¿Por su bien?
La tranquilicé con un murmullo. No sería una tarea fácil, en cualquier caso. El rostro estaba cubierto y una gasa decente envolvía el cuerpo. Cuando la aparté, me conmovió descubrir que todavía llevaba la ropa interior vaporosa. Parecía horriblemente inapropiada, pero, después de todo, no me correspondía determinar lo que un amante marido consideraría adecuado. Me armé de valor, desnudé el pecho hundido y saqué de mi bolso la sonda que había llevado.
— Espere un momento, madre -dijo Ramsés-. Puede que haya una forma más sencilla.
No nos llevó mucho tiempo llevar a cabo lo que habíamos ido a hacer. Cuando arreglamos todo nuevamente, hice una pausa para rezar una oración. Los chicos estaban al lado del ataúd en silencio, con sus cabezas inclinadas, pero no puedo comprometerme a decir si oraban o no.
Salir de esa oscuridad polvorienta y opresiva era como subir a la barca de Amón-Ra desde las negras aguas del submundo egipcio. Nos dirigimos apresuradamente al coche que nos aguardaba. El sol brillaba en lo alto, pero el follaje de las altas palmeras datileras proporcionaba una agradable sombra sobre el camino polvoriento. Dejamos atrás el cementerio inglés y nos acercábamos al hotel cuando dije:
— Le diremos al Coronel que visitamos la capilla esta mañana.
Empujando el sombrero hacia atrás, Ramsés me lanzó una mirada inquisitiva.
— ¿Madre, usted cree que el Coronel nos invitará a comer con él?
— No veo que pueda hacer otra cosa, Ramsés. Sería muy poco cortés…
Ramsés apretó los labios.
— Propondría una pequeña apuesta si no fuera porque ganarla le haría sentirse incómodo a David.
— ¿Qué quieres decir? -pregunté, totalmente desconcertada.
— No importa -dijo David rápidamente.
— Sí que importa -siguió diciendo Ramsés-. ¿Madre, no ha notado que el Coronel no invitó a David a sentarse a la mesa con él?
Nefret dijo con voz entrecortada:
— No puedes hablar en serio, Ramsés.
— Te aseguro que hablo totalmente en serio. Desde el principio ha ignorado a David, como si fuera un sirviente; nunca se ha dirigido a él directamente, ni ha estrechado su mano. Ha evitado ser abiertamente descortés, a pesar de que no consideraría su conducta de tal modo, ya que hasta ahora nos hemos encontrado según nuestras condiciones y en nuestro territorio, pero no lo invitará.
— No puedo creer que sea tan grosero.
— Puedo estar equivocado. ¿Quiere correr el riesgo?
— No -dije lentamente, recordando la historia del Coronel-. Será un gran placer ponerlo en su lugar, pero no si ello significa herir a David.
— ¿Por qué no lo habéis dicho antes? -preguntó Nefret, con las mejillas arreboladas-. ¿Suponéis que iría a un lugar donde David no sea bien recibido?
Pensé por un momento que David iba a echarse a llorar. Los egipcios no consideran que las lágrimas sean cosa de mujeres. Su educación inglesa ganó la partida, pero su sonrisa resultó algo trémula.
— Por favor, no se sientan mal. ¿Qué importan las opiniones de hombres como el Coronel, cuando se tienen amigos como ustedes?
Nefret también parecía estar al borde de las lágrimas, lágrimas de rabia, en su caso.
— No iré.
— Eso sería una tontería -dijo David, fervorosamente-. Lo estás condenando sin nada parecido a un juicio, y de todos modos, no afecta a la razón que te hizo aceptar la invitación. He aquí la ocasión de vencerlo, ¿no?
— David tiene razón -dije-. No tengas escrúpulos en volver contra él sus conceptos erróneos, Nefret; no dudo de que también tiene una pobre opinión de las mujeres. La galantería a veces oculta el desprecio. Tú puedes sonsacarle confidencias que un hombre no podría.
Una sonrisa calculadora reemplazó la furiosa mirada de Nefret.
— ¿Qué quiere que descubra?
Discutimos el asunto. Cuando salimos del carruaje se produjo una pequeña refriega pues todos queríamos tomar el brazo de David. Eso le divirtió mucho, y cuando entramos al hotel éramos todo sonrisas.
El coronel Bellingham esperaba en el vestíbulo. Ramsés no quería correr ningún riesgo de que su amigo tuviera que soportar un insulto. Ignorando al Coronel, llevó a David directamente al mostrador del conserje, donde querían dejar el equipo fotográfico que llevaban con ellos. Bellingham se adelantó y besó mi mano y la de Nefret, mientras ella le sonreía con afectación, de una manera que hubiera suscitado las sospechas más alarmantes en un hombre más inteligente.
El Coronel no hizo caso de los chicos, aunque debía haberlos visto, ni me invitó a unirme a su grupo. Le ofreció el brazo a Nefret. Yo dije:
— Nos reuniremos contigo aquí dentro de dos horas.
El Coronel me hizo una señal de aprobación. Pensé que había comprendido que una señorita formal no anda por las calles sin compañía. No podía imaginarme cómo este hombre se aferraba a la ilusión de que Nefret era una joven formal cuando la había visto con botas y pantalones; pero las convenciones sociales son tan intrínsecamente idiotas que una incoherencia o dos no tienen importancia.
Los chicos y yo nos dirigimos al salón comedor, donde Nefret y el Coronel se habían sentado con Dolly, en una mesa al lado de los grandes ventanales. Antes de que el maître nos atendiera, un individuo se nos acercó.
— ¡Señora Emerson! -Donald Fraser tomó mi mano y la estrechó con entusiasmo-. ¿Va a comer? ¿Nos dará el placer de unirse a nosotros, o tiene otro compromiso?
— Sólo con Ramsés y David -repliqué, observando que Enid se había levantado de su silla y me hacía señas para que me acercara.
— Están incluidos en la invitación, por supuesto -dijo Donald con una efusiva carcajada-. No queda claro en nuestra lengua materna, ¿verdad? Es un lenguaje endiabladamente difícil en cierto sentido, pero el alemán y el francés…
Siguió parloteando con entusiasmo e ignorancia acerca de la lingüística mientras nos acompañaba a su mesa. Resultaba halagador ser recibida con un aprecio tan generalizado. La cara de Enid brillaba, y hasta la señora Jones parecía complacida al verme. A pesar de estar vestida con la elegante pulcritud de siempre, lucía una falda gris de sarga y una chaqueta con galones, su rostro estaba bronceado y tenía una mano vendada.
Donald insistió en que compartiéramos una botella de vino. Monopolizó la conversación y recordó a Ramsés, entre risas, aventuras que vivieron juntos. Era difícil creer que este hombre amable y poco imaginativo era presa de una extraña obsesión. Traté de captar la mirada de Enid, pero ella no me miraba. Inclinándome sobre David, que estaba entre las dos, le hice un comentario cuidadosamente inocuo a la señora Jones.
— Espero que no olvide ponerse sombrero. El sol es muy fuerte para una tez tan blanca como la suya.
La señora puso expresivamente los ojos en blanco.
— Mi querida señora Emerson, me he acostumbrado a salir con velos, como una mujer musulmana, pero hasta eso resulta insuficiente. En cuanto a mis pobres manos… He arruinado tres pares de guantes y perdí gran parte de la piel de las palmas. ¿Tiene alguna sugerencia?
— Una o dos -respondí de manera significativa.
La señora Jones mostró su sonrisa felina.
— Sus consejos, señora Emerson, serán bien recibidos.
Habíamos avanzado tan lejos como podíamos con significativas miradas y sutiles indirectas, y me estaba preguntando cómo podía hacer para mantener con la señora una charla a solas menos sutil y más provechosa, cuando Donald se desató.
Fue Ramsés quien precipitó la explosión. Puede que sólo hubiese querido cambiar de tema. A un hombre joven, que empieza a ser consciente de su dignidad, no le gusta que le recuerden sus travesuras infantiles. Sin embargo, conociendo a Ramsés como lo conozco, creo que tenía otro motivo. La pregunta parecía bastante inocente: se trataba de saber dónde habían estado aquella mañana.
— En el Valle de las Reinas -dijo Donald- la señora Jones insistió en que exploráramos primero el Valle de los Reyes, y, naturalmente, ella es la experta, pero siempre me ha parecido que la tumba de una princesa debía estar en el Valle de las Reinas. Quiero decir que es lo lógico, ¿verdad?
— Así es -asintió Ramsés. Miró a Enid, cuyos grandes ojos le observaban, suplicantes, y me pareció ver que le hizo una señal casi imperceptible con la cabeza-El terreno es abrupto, en especial para las damas.
— Es lo que le dije a Enid -dijo Donald-. Pero le dio lo mismo.
Nuevamente la señora Jones hizo un gesto expresivo, que pasó desapercibido, excepto para mí. En ese momento la mujer casi me agradaba, pero mi comprensión hacia sus sufrimientos estaba matizada por el recuerdo de que ella se los había buscado.
Ramsés continuó con la conversación, con tanta compostura como si se tratara de un asunto razonable.
— El Signor Schiaparelli y sus hombres han descubierto recientemente algunas tumbas interesantes en el Valle de las Reinas, pero no hay caminos, ni senderos, ni mapas útiles. Ubicar una tumba en particular en ese desierto…
— ¡Ah, pero ahí es donde jugamos con ventaja! Hasta ahora, es cierto que la descripción de la ubicación, hecha por la princesa, resulta vaga. Como ella dice, los terremotos, las inundaciones y el paso del tiempo han cambiado el paisaje de tal forma que es difícil reconocerlo. Tengo confianza, sin embargo, en que… -Donald se interrumpió mientas el camarero, después de servir a las damas, colocaba frente a él un plato de carne asada poco hecha. Cuando la atacó con cuchillo y tenedor, la sangre inundó el plato-. ¡Ya lo creo! -exclamó como si se le acabara de ocurrir la idea-. Podrías sernos de gran ayuda, Ramsés, tú y tus padres. Eras un niño muy estudioso, siempre enfrascado en momias y tumbas y cosas parecidas; supongo que conoces bastante bien la zona…
— No puedes esperar que él y sus padres empleen el tiempo que dedican a sus tareas a ser nuestros guías, Donald -dijo Enid.
Me alegró observar que Enid había tomado muy en serio mi consejo. En lugar de regañarlo, había expresado una suave objeción, con una sonrisa que distendía sus rasgos.
— No, no -Donald hizo una seña al camarero para que volviera a llenar su vaso-A pesar de que me sentiría encantado si lo hicieran. Lo que quería proponer era que se nos unieran esta noche. No sé por qué la idea no se me ha ocurrido antes. Ni siquiera los excavadores más fanáticos trabajan de noche, ¿no es cierto, señora Emerson? ¡Podría hablar directamente con la princesa y preguntarle sobre sus instrucciones!
La señora Jones se atragantó con un trozo de pescado.
Después de que los Fraser se retiraran a sus habitaciones para el descanso de la tarde, como es costumbre en Egipto, los muchachos y yo nos instalamos en un rincón del vestíbulo. Habíamos dejado a Nefret y a los Bellingham sentados aún a la mesa. Nefret sonreía y mostraba sus hoyuelos, mientras escuchaba lo que parecía ser un monólogo recitado por el Coronel. Aparentemente, Dolly se había dormido sentada.
— No pude hacer otra cosa más que aceptar -dije, a la defensiva.
— Exactamente -dijo Ramsés. Aquel maldito bigote hacía sombra sobre su boca, pero si esperaba que éste me hiciera más difícil captar su expresión, había fracasado. Los extremos del bigote temblaban al moverse los músculos de las comisuras de sus labios. Esta expresión, sin duda alguna, manifestaba su engreimiento.
— Eso era lo que querías -exclamé-. Ramsés, te estás volviendo muy taimado.
— ¿Más que antes? Si queremos llevar a cabo el plan que discutimos con el señor Vandergelt la otra noche, es esencial realizar un reconocimiento preliminar. Seguro que a usted ya se le ocurrió.
— A mí no se me había ocurrido -admitió David-. Pero es razonable. Admito que no siento curiosidad. Nunca he asistido a ese tipo de actos. ¿Piensa que podrá persuadir al profesor para que asista él también?
Ramsés sacudió la cabeza.
— Más bien debemos persuadirlo para que no asista. Conocéis a padre; si su genio no se manifiesta, su sentido del humor sí lo hará. Bastante difícil lo tiene ya la señora Jones, aun si todos cooperamos de la mejor manera. El señor Fraser tiene grandes expectativas de oír revelaciones maravillosas.
Yo pensaba lo mismo, y cuando miré hacia el ascensor no me sorprendió ver a la señora Jones que se nos acercaba a toda prisa.
— Tenía la esperanza de encontrarlos -exclamó-. Por el amor de Dios, adelántenme cómo piensan enfocar el asunto, para poder prepararme. A menos que… a menos que, después de todo, hayan decidido denunciarme.
Me apresuré a explicarle el plan. Su expresión decidida no cambió, pero emitió un leve suspiro. Cuando llegué a contarle lo de la epifanía de la princesa (sin especificar la identidad de la actriz que desempeñaría ese papel), una sonrisa de genuina diversión curvó sus labios. Se parecía más que nunca a un gato complacido.
— Debo decir que se trata de una idea ingeniosa. Creo que puedo arreglar un decorado adecuado. Denme un día o dos para encontrar los accesorios necesarios. Esta noche dejaré caer algunas indirectas para preparar a Donald. Déjenmelo a mí; me puedo arreglar bastante bien, siempre que ustedes sigan mis indicaciones. -Mirando el ascensor, añadió con ironía-, hoy están muy solicitados. Aquí viene la señora Fraser, resuelta a realizar un recado similar al mío. Será mejor que me vaya.
Enid la había visto. Se detuvo y nos miró, vacilante.
— ¡Oh, Santo Cielo! -dije con irritación-. No hemos terminado de hacer los arreglos para esta noche. Acércate a Enid, Ramsés, y trata de distraerla unos minutos.
— Sí, madre -dijo Ramsés.
David también se levantó. Nunca pude comprender cómo se comunicaban ellos dos; parecían entenderse sin necesidad de palabras.
La señora Jones poseía una mente casi tan bien organizada y lógica como la mía. No nos llevó mucho tiempo ponernos de acuerdo en un guión aproximado para esa noche, sujeto, como ambas sabíamos, a derivaciones inesperadas.
— La improvisación -comenté-, es un talento esencial para la gente de su… profesión. No tema, le seguiré el ritmo.
— No dudo que lo hará. -Otra sonrisa gatuna curvó sus labios-. Si alguna vez se cansa de la arqueología, señora Emerson, tendría mucho éxito en mi… profesión.
Se despidió de mí y caminó hacia la entrada principal y los jardines con el fin de evitar a Enid, que seguía sumida en una tensa conversación con Ramsés. David no estaba con ellos; miré por el vestíbulo pero no había señales del muchacho.
Dos horas habían transcurrido desde que entramos en el hotel. Decidí que Nefret ya había sufrido demasiado y me disponía a ir a buscarla cuando vi que abandonaba el salón-comedor del brazo del coronel Bellingham. Dolly los seguía uno o dos pasos atrás; cuando Bellingham se acercó a mí con Nefret, la joven se escabulló con la suavidad de un gato al acecho. Con una graciosa inclinación, el Coronel expresó su agradecimiento por el placer de la compañía de mi pupila.
— Me siento como una finca que se acaba de repartir -dijo Nefret cuando el Coronel se retiró-. ¿Dónde están Ramsés y David?
— No sé dónde ha ido David, pero a Ramsés se le acaba de echar encima una persona -repliqué-. ¿Vamos a rescatarlo o lo dejamos que escape sin nuestra ayuda?
— No ha hecho nada para merecer a Dolly -dijo Nefret-. ¡Adelante!
Las apariencias a veces engañan. Si no supiera de qué iba la cosa, hubiera supuesto que Ramsés era la manzana de la discordia entre dos mujeres tontas. Una a cada lado del muchacho, intercambiaban sonrisas falsas y amabilidades huecas, mientras Ramsés miraba hacia delante con una expresión petrificada. Al vernos, encontró la excusa que necesitaba; se liberó con más celeridad que buenos modales y vino a nuestro encuentro.
— Vamos, corre -le urgió Nefret-. Te cubriremos la retaguardia.
— Muy divertido -dijo Ramsés. Sin embargo, no aminoró la marcha.
— ¿Le explicaste las cosas a Enid? -pregunté, al trote para mantenerme a su lado.
— Sí.
— Espera, olvidamos las cámaras fotográficas -dijo Nefret, tratando de coger su brazo.
— David las tiene. Se unirá a nosotros en el templo.
Hizo señas a uno de los carruajes que aguardaban y nos hizo pasar. En cuanto el vehículo estuvo en marcha se dirigió a Nefret.
— ¿Qué le sacaste a Bellingham?
— Que es el tipo más pomposo y aburrido de la creación -Nefret se quitó el sombrero y se pasó las dos manos por la cabeza-. Habla como un libro de etiqueta. Sin embargo, no se puede evitar compadecerlo. Le mencioné que nos detuvimos en la capilla esta mañana para presentar nuestros respetos y estaba tan contento y agradecido que me sentí culpable.
— Aja -dijo Ramsés-. ¿Qué dijo de…?
— Primero -replicó Nefret con firmeza-, dime qué sucedió durante la comida. Os he visto con los Fraser y esa mujer, y me moría de la curiosidad. ¿Habéis puesto fecha a mi actuación como princesa Tasherit?
— No -dije, dando un codazo a Ramsés para que no discutiera el papel de Nefret, lo que estaba a punto de hacer-. Pero estamos comprometidos con ellos esta noche, con el fin de ser presentados a la princesa.
— ¡Excelente! -exclamó Nefret-. Tenemos que saber cómo se hace antes de completar nuestros planes. Fue muy inteligente de tu parte haberlo pensado así, tía Amelia.
— Fue idea de Ramsés -dije.
— Entonces fuiste muy inteligente, muchacho -cogió la mano de Ramsés y la apretó.
El carruaje se había detenido frente al templo. Bajo la firme dirección de Monsieur Maspero, el Departamento de Antigüedades había eliminado el conjunto de edificios medievales y modernos, que antes desfiguraban las magníficas ruinas, dejando sólo la pequeña y pintoresca mezquita de Abu'l Haggag. Ante nosotros se erguía la columnata del patio de Amenofis, con sus columnas papiriformes y arquitrabes casi intactos; los sesgados rayos del sol de la tarde calentaban la arenisca, le daban un matiz dorado y resaltaban los jeroglíficos, elegantemente esculpidos, que se hallaban a la sombra. Ramsés soltó su mano y descendió de un salto, indicando en árabe al conductor que condujera a las damas hasta el embarcadero.
— ¡Ukaf, cochero! -exclamó Nefret-. ¿Qué estás tramando, Ramsés? Pensé que querías que sacara algunas fotos.
— David se puede encargar de las fotos -dijo Ramsés-. Tú y madre podéis ir…
— David no ha llegado todavía.
Levantándose las faldas, salió con agilidad del coche y se detuvo a su lado.
— Por cierto, Ramsés, te estás volviendo muy despótico -dije-. Nefret y yo te ayudaremos con lo de la fotografía. La luz es perfecta en este momento del día. Pero, ¿dónde está David? pensé que se nos había adelantado.
Ramsés admitió su derrota con un encogimiento de hombros y una mano extendida para ayudarme a bajar del coche.
— Debe estar esperándonos dentro.
La entrada principal del templo, al lado del gran pilono, estaba cerrada, de manera que entramos desde la carretera y fuimos directamente al patio de Amenofis. Esta parte del templo era la más antigua, pues databa de la Dinastía XVIII. Las construcciones posteriores fueron realizadas por ese faraón omnipresente, Ramsés II. Supuse que su moderno tocayo quería comenzar por los relieves y textos jeroglíficos más antiguos (en mi opinión y la de otros expertos, más hermosos), y el muchacho así lo admitió.
— La columnata ubicada en el lado sur del patio tiene unos relieves particularmente interesantes, que muestran la procesión de las barcas sagradas de los dioses desde Karnak al Templo de Luxor -explicó con su manera pedante-. Deben ser copiados tan pronto como sea posible, la parte superior ya ha desaparecido y el resto se deteriora día a día. Será necesario hacer fotografías en varios momentos del día, ya que las distintas partes de la pared tienen sombra en horas diferentes.
Con la cabeza echada hacia atrás, Nefret caminaba lentamente entre la fila de robustas columnas. Había catorce en total, cada una de más de doce metros de altura. Estábamos solos, excepto por unos pocos «guías», descalzos y con turbantes, de los que infestan las ruinas; el Templo de Luxor es menos popular entre los turistas que las monumentales ruinas de Karnak, si bien para mí es mucho más bello y armonioso. Salvo por los murmullos de salutación y unos movimientos de cabeza, los hombres no se nos acercaron. Sabían quiénes éramos.
Pasó un tiempo hasta que David apareció, cruzando a toda prisa la columnata desde el patio. Era obvio que no esperaba vernos ni a mí ni a Nefret, ya que se detuvo un momento antes de seguir su camino y disculparse.
— Me entretuve hablando con… uno de mis primos -explicó, quitando la correa del bolso que llevaba.
No me hubiera parecido sospechoso si hubiera mencionado un nombre. David tenía parientes por toda la zona, desde Gurneh hasta Karnak. Los que no estaban empleados a nuestro servicio trabajaban en varios oficios, algunos como dragomanes o guías, otros en ocupaciones menos aceptables socialmente. La reticencia de David y la prisa con la que, tanto él como Ramsés, comenzaron a preparar el equipo fotográfico provocaron mis sospechas, y esta vez observé el intercambio silencioso de miradas y movimientos de cabeza que ponían en evidencia que se había hecho una pregunta y recibido una respuesta.
Las sombras se iban alargando, de manera que nos apresuramos en hacer tantas exposiciones como fue posible. Las mismas tomas volverían a hacerse en otros momentos del día, ya que cada cambio de luz destacaba diferentes detalles. Con una cinta métrica se medía y registraba la ubicación exacta de la cámara, de manera que se pudiera repetir en otra ocasión. Se trataba de un proceso largo y concienzudo, y también algo tedioso. Habíamos trabajado menos de dos horas cuando me torcí el tobillo al saltar de la base de una estatua. No me molestaba en lo más mínimo, pero me sentí obligada a señalar que el tiempo pasaba y que debíamos estar en Luxor a las ocho y media.
Pensé que Ramsés no tendría escrúpulos en aprovecharse de mi inminente partida para sus propios fines.
— Vaya, madre, parece un poco fatigada -dijo solícito-. Nefret, ayúdala a volver al carruaje. Le dije al conductor que esperara. David y yo recogeremos todo y nos reuniremos con ustedes en un momento.
Nefret me lanzó una larga mirada y me ofreció solemnemente el apoyo de su brazo. Lo acepté y me alejé cojeando. Una vez que desaparecimos de la vista de los muchachos, en el patio adyacente, nos volvimos una hacia la otra con una sospecha compartida.
— Espere aquí -dijo Nefret en voz baja.
— Exageré la cojera -dije en el mismo tono-. Adelántate. Te seguiré.
El lugar parecía hecho para espías. Cada columna redondeada era lo suficientemente grande como para ocultar no a uno, sino a varios individuos de complexión delgada, y las sombras bajo los arquitrabes se hacían más profundas. Cuando nos asomamos por la entrada del pilono, vimos que los bolsos con las cámaras, cerrados con más prisa que cuidado, yacían abandonados detrás de un pilar. No había nadie a la vista, ni siquiera un guardián en cuclillas.
— ¡Maldita sea! -dijo Nefret-. ¿Dónde se han ido?
— Por el otro lado, obviamente, al patio de Ramsés II. Quizás sólo querían echar un vistazo. Hay una capillita interesante construida por Thutmose III…
— Ja -dijo Nefret.
Se adelantaba en silencio, pasando del refugio de un pilar al del siguiente. Pero antes de que llegáramos al final de la columnata, un grito y el sonido de algo que caía nos hizo dejar de lado la cautela, imposible para unos corazones ansiosos. Nefret empezó a correr. Era más veloz que yo, por causa de la torcedura de mi tobillo, y en el momento en que la alcancé estaba de rodillas al lado de David, que estaba sentado en el suelo, frotándose un hombro con aspecto de aturdido. A su lado había varios fragmentos de granito rojo de buen tamaño. El más grande medía unos cuarenta centímetros. Formaba parte de la cabeza de una estatua; un ojo esculpido parecía mirar de forma acusadora a Ramsés, que estaba de pie al lado de David.
— ¡Maldita sea! -exclamó Ramsés-. ¡La ha roto!
La cabeza de piedra no había alcanzado a David; el muchacho había caído pesadamente, aterrizando con su hombro izquierdo, cuando Ramsés lo apartó de un empujón. Repetía que sólo estaba magullado, y la agilidad con la cual se movía daba credibilidad a sus palabras. Sin embargo, Ramsés insistió en llevar los estuches de las cámaras. Nos hizo salir del templo y subir al carruaje a toda prisa, sin darnos oportunidad de hacerle preguntas.
Era obvio que Nefret esperaba el momento oportuno para intervenir. Con los labios fruncidos y la frente arrugada, esperó hasta que estuvimos a bordo de la faluca antes de exclamar:
— Ramsés, tú…
— Por favor. No delante de madre -dijo Ramsés.
— ¡Me mentiste! Prometiste…
— No delante de madre -repitió Ramsés con más énfasis. Se dirigió a mí-. Mire, yo tenía la intención de contarles todo, a padre también, pero las cosas no salieron como yo había planeado.
— Vamos, chicos, no os peleéis -dije-. Creo entender, Ramsés, que tenías una cita con alguien, a través de David. Por esa razón llegó tan tarde: estaba transmitiendo tu mensaje. ¿Era el coronel Bellingham a quien querías ver, o a ese joven de nombre tan desafortunado?
— Te dije que era una pérdida de tiempo tratar de engañar a tía Amelia -dijo David-. Siempre lo adivina todo.
— No se trata de adivinar sino de deducir con lógica -le corregí-. Es una pena que se haya roto la cabeza de granito, la recuerdo como un acabado ejemplo de la escultura de la Dinastía XVIII. Cayó o fue lanzada desde lo alto, posiblemente de la cima de la capillita. Ninguna de las mujeres que conocemos podría haberlo hecho, de manera que el atacante debe ser un hombre. Tendríais que tener alguna razón para creer que el encuentro no sería cordial, pues de lo contrario no hubierais estado lo suficientemente alerta como para ver la cabeza a tiempo de evitarla. Las únicas personas…
— Sí, madre -dijo Ramsés con el mismo tono que a veces usa Emerson cuando le gano una discusión. Prosiguió: No necesita darle más vueltas, sigo su razonamiento, que es, por supuesto, absolutamente correcto… hasta aquí. Es cierto que le envié un mensaje al señor Tollington, donde le sugería que nos encontráramos para tratar de zanjar nuestras diferencias. Propuse un lugar aislado, ya que no quería correr el riesgo de ser interrumpido por la señorita Bellingham; su presencia parece eliminar el poco sentido común que posee el pobre tipo. Pero… -Al ver que yo iba a decir algo, elevó la voz-. Pero eso no significa que Tollington sea nuestro atacante. Quizá ni siquiera recibió mi carta; no estaba en el hotel cuando David la dejó.
— Tirar objetos pesados sobre la cabeza de la gente no es lo que se espera de un caballero -comenté-. El sospechoso más obvio, supongo, es Dutton Scudder. Puede estar resentido porque no le permitiste llevarse a Dolly esa noche en El Cairo. Verdaderamente, Ramsés, te estás rodeando de enemigos casi tan rápido como tu padre. ¿Se te ocurre alguna otra persona que quiera perjudicarte?
— A mí sí se me ocurre -dijo Nefret.
Con ello se puso fin a la conversación. Nadie volvió a hablar hasta que el bote llegó al desembarcadero, donde Ahmet nos esperaba con los caballos. Nefret se acercó de inmediato a saludarlos, y yo le di un pequeño empujón a Ramsés.
— Ve a hacer las paces con tu hermana. Te estás haciendo demasiado mayor para esta clase de tonterías y -añadí con una mirada severa-, para esa costumbre de andarte con secretos.
— Sí, madre -dijo Ramsés.
Como su padre, Ramsés tiene la costumbre de dejar parte de su ropa desparramada por ahí. Se había quitado la chaqueta y la corbata tan pronto como abandonamos el hotel. Cuando empezó a caminar, del bolsillo de su chaqueta, que se había echado al hombro, se cayó la corbata. La cogí.
— ¿Cómo está su tobillo? -preguntó David.
— Me duele un poco. Creo que a los dos nos vendría bien un poco de árnica.
El sol había comenzado su descenso final, y su agradable y viva luz, que sólo he visto en Egipto, proyectaba una nota de belleza en la escena y en los rostros de mis hijos.
Se trataba casi de un juego de mímica, pues se hallaban tan distantes que no podía oír lo que decían. Estaban muy juntos. Ramsés era el que hablaba; con los brazos cruzados y la cara hacia otro lado, Nefret taconeaba con su pequeño pie y no respondió en un primer momento. Luego levantó la mirada, la dirigió hacia él y habló con rapidez, moviendo las manos con gráciles gestos. Él quiso decir algo y ella lo interrumpió.
No parecía que se estuvieran poniendo de acuerdo en absoluto. Me dirigía hacia ellos cuando otro actor apareció en escena. Risha se había puesto impaciente; había estado esperando algunas horas y debió pensar que no estaría fuera de lugar recordarles su presencia.
Se acercó con su paso felino y delicado y puso la cabeza entre los dos.
Nefret lanzó una carcajada. Pasó su brazo sobre el cuello arqueado del corcel y la escuché decir:
— ¡Tiene mejores modales que ninguno de los dos! ¿Pax, Ramsés?
El muchacho no contestó con palabras. Cogió a Nefret y la levantó hasta la silla y luego se volvió hacia mí; pero David ya me había ayudado a montar. Formábamos un grupo alegre y feliz cuando nos alejamos juntos, ya que por naturaleza Nefret podía pasar rápidamente de la alegría al enfado.
Me alegró no tener que aguantar el malhumor de los chicos. El de Emerson era peor que el de ellos juntos, y sabía que no iba a gustarle lo que le tenía que contar. ¡En absoluto!
Emerson me sorprende constantemente, lo que constituye una excelente cualidad en un marido, si se me permite una ligera digresión. Un hombre completamente predecible es muy aburrido.
La primera sorpresa de la tarde es que él ya estaba en la casa cuando llegamos, bañado, cambiado y esperándonos. No nos regañó por llegar tarde, no nos reprochó que no lo ayudáramos en sus excavaciones; ni siquiera nos dio los tediosos detalles de su día de trabajo. Tan extraordinaria resultaba esta contención por su parte, que una vez sentados cómodamente nadie supo qué decir.
Un destello de gozo iluminó los ojos azules y brillantes de Emerson mientras nos estudiaba uno por uno.
— Debe ser peor de lo que pensaba -dijo con suavidad-. Es mejor que comiences, Peabody; de todas las cosas que tienes que contarme, ¿cuál es la que me gustará menos?
— La séance, me parece -dije.
Emerson sacó la pipa.
— ¿Cuándo?
— Esta noche.
— Ah. -Emerson procedió a llenar y encender la pipa. Luego dijo-: ¿Y después?
— Muy bien, Emerson -dije, incapaz de reprimir una sonrisa-, ganas este punto. Pensé que aullarías.
— Me había preparado para esta clase de noticias, ya que esperaba que quisieras presenciar el acto con anticipación, cuanto antes, mejor. ¿Qué más?
— El examen del cuerpo, supongo.
— Oh, llegaste a convencer a Willoughby, ¿verdad? ¿Bien?
— El cuchillo pasó limpiamente a través del pecho -dije-. El orificio de salida es casi tan grande como el de entrada, debe haber sido un cuchillo muy largo y pesado, Emerson.
— En la mano de un hombre fuera de sí por la rabia y la pasión -murmuró Emerson-. Poder herir con tanta fuerza… Los cuchillos de los beduinos son de ese tipo. ¿Observasteis algo más que sea importante?
Vacilé un instante, buscando la mejor manera de decirlo.
— Hubo algo que no vi que tiene la mayor importancia.
El rojo riñó las delgadas mejillas de Emerson.
— ¡Maldita sea, Peabody! -gritó-. ¡Has estado leyendo esas detestables novelas de detectives otra vez!
— Tú tampoco lo viste -dije, contenta por haberlo enfadado. Emerson es un hombre especialmente apuesto cuando tiene un acceso de furia, muestra los dientes y le brillan los ojos-. O para decirlo de otra forma, deberías haber observado que no estaba allí.
— ¿No me vas a decir de qué se trata, verdad? ¡Maldición! -exclamó Emerson-. Muy bien, Peabody, acepto el desafío. ¿Te gustaría hacer una pequeña apuesta?
— Lo discutiremos más tarde, cariño -dije, con una mirada significativa-. Ahora, en cuanto al otro tema…
— ¿Mi comida con los Bellingham? -sugirió Nefret
— Todavía no, Nefret -dijo Emerson-. Tu tía Amelia me ha hecho perder el hilo con sus condenadas digresiones detectivescas. Terminemos con los Fraser antes de pasar a otros fastidios.
De manera que le describí la conversación con Enid y Donald, y mi trato con la señora Jones.
— Debemos esforzarnos por evitar un enfrentamiento. El objetivo principal de la función de esta noche es preparar el escenario para el acto final, cuando Donald se convencerá de que tiene que abandonar su fantasía.
— ¿Lo habéis arreglado todo bien? -inquirió Emerson.
— La señora Jones cree que puede preparar un escenario convincente. No dudo de que tiene mucha práctica; le podemos dejar a ella el ectoplasma, las voces de las ánimas y el fondo musical. ¿Sabe, por cierto, que los egipcios no tocaban panderetas ni banjos? El único asunto que queda…
Debería haberlo impedido. La discusión estalló con tanta rapidez y se volvió tan acalorada, que no pude decir ni una palabra. A todas luces ambos estaban preparados y listos.
— ¡No hay nadie que pueda desempeñar ese papel! -insistía Nefret.
— Estás equivocada -dijo Ramsés.
— ¡Ninguna «bonita muchacha egipcia» podría hacerlo! Se reiría, u olvidaría su parte o…
— No me refiero a ninguna bonita muchacha…
— Tampoco lo puede hacer la tía Amelia. Debe ser uno de los participantes; se notaría su ausencia. Pueden decirles que estoy indispuesta o…
— No, madre no. Yo.
En ese momento me podría haber hecho oír, pero era tan incapaz de hablar como Nefret. Al menos Ramsés había logrado callarla; su boca permanecía abierta, pero durante algunos segundos los únicos sonidos que emitió fueron una serie de borboteos. Temí que se fuera a reír, la tentación de hacerlo era muy fuerte, pero eligió otra forma de burla, más devastadora. Después de mirarlo de arriba abajo, dijo:
— Tendrás que afeitarte el bigote.
— No te lo creerás, pero ya lo había pensado -dijo Ramsés.
— ¿Y estarías dispuesto a hacer ese sacrificio? ¡Qué conmovedor! No, querido Ramsés, no debes hacerlo. Es un bonito bigote y te ha debido costar mucho hacerlo crecer.
— Vaya, Nefret -comencé a decir.
— ¡Pero, tía Amelia! -Nefret se volvió hacia mí-. No hay forma humana de hacer pasar a Ramsés por una chica, ni siquiera con un pesado velo, sin bigote y en sombra. Tiene… -emitió una risita ahogada-. ¡Tiene una figura que no va!
Las sombras de la noche se habían deslizado a través del cielo del este, y unas pocas estrellas tímidas brillaban en el firmamento azul. Ramsés estaba sentado en el parapeto, en su posición favorita, con la espalda contra una de las columnas y sus largas piernas estiradas. El crepúsculo difuminaba su silueta, pero era evidente que Nefret tenía razón. Hasta que…
No sé lo que hizo, pero yo había aprendido a costa de muchos disgustos que Ramsés no limitaba el arte del disfraz a barbas falsas y demás elementos obvios. El cambio era tan leve como para no poder definirlo, pero de repente su silueta se suavizó y sus extremidades, largas y rígidas, adoptaron una forma curvilínea.
— Quiero que me veáis recostado -dijo Ramsés-. Voluptuosamente.
Nefret exclamó con una admiración reticente:
— Lo podrías conseguir. Pero para qué tomarte todo ese trabajo cuando yo…
— Basta ya -interrumpí-. Ninguno de vosotros hará de princesa. He encontrado la persona perfecta para representarla.
Me había venido como un flash, como siempre aparece la inspiración, aun cuando supongo que un estudiante de psicología diría que es el resultado de pensamientos inconscientes que emergen de repente a la superficie de la mente. Puesto que necesitaba tiempo para pensarlo antes de comprometerme, me negué a contestar las preguntas curiosas que me llovieron.
— Os lo explicaré en otra ocasión -les tranquilicé-. Se hace tarde y Nefret no ha tenido ocasión de contarnos su conversación con el Coronel.
Alí apareció para anunciarnos la cena. Un hermoso ramo de rosas, reseda y otras flores adornaba la mesa. Supuse que uno de nuestros amigos lo habría enviado; a menudo me ofrecen estas atenciones.
Después de todo, como admitió Nefret, tenía poco que contarnos. La noticia más interesante era que los Bellingham ya no se hospedaban en el hotel. Cyrus les había ofrecido el uso de su dahabiyya, la Valle de los Reyes.
No había nada raro en ello. Era el tipo de gesto generoso y cordial que Cyrus hacía con frecuencia. Siempre recibía invitados en el Castillo, ya que era el más hospitalario de los hombres y disfrutaba de la compañía. La dahabiyya estaba vacía gran parte del tiempo, aunque la tripulación y el personal estaban permanentemente y recibían la generosa paga de Cyrus.
Sin embargo, no era la noticia que yo deseaba oír. El Valle de los Reyes estaba amarrado en la orilla occidental. La ubicación no era tan segura como Luxor, con sus luces brillantes y grupos de turistas.
Nefret se vio obligada a admitir que había descubierto muy poco de los trágicos acontecimientos de cinco años atrás.
— Resulta muy difícil interrogar a un marido afligido acerca de la muerte de su mujer, en especial cuando está ocupado en la tarea de conseguir otra.
Emerson dejó caer el cuchillo.
— ¿Qué has dicho?
— Conozco las señales -dijo Nefret con frialdad-. No creáis que soy vanidosa; el Coronel estaba más interesado en conocer quiénes eran mis antepasados y antecedentes que en hacerme cumplidos, a pesar de que también me los hizo. Me preguntó sobre mi abuelo, y sobre mi madre, y tenía miles de preguntas acerca de esos misioneros imaginarios que él cree que se hicieron cargo de mi educación en mi niñez.
Hizo una pausa para tomar un bocado de pollo. Ramsés dijo:
— Parece como si ya hubiera investigado tu historia.
Nefret tragó.
— Claro que sí. En Luxor todos conocen lo sucedido, de manera que no le debe haber resultado difícil averiguarlo.
— Nadie cuestionó nunca la historia que inventamos sobre los bondadosos misioneros -dije, nerviosa, pues me había esforzado en ocultar la verdadera historia de los primeros trece años de Nefret.
— No la cuestionó. Sólo quería estar seguro de que todavía soy virgen.
A David se le cortó la respiración. Ramsés parpadeó. Se me cayó el vaso de la mano y se derramó su contenido sobre la mesa. Nefret me sonrió, arrepentida.
— Oh, querida tía, he olvidado que es una palabra que se supone que no tengo que emplear, excepto en la iglesia. El Coronel lo expresó con más delicadeza, se lo aseguro.
La única persona cuyo rostro no se había alterado en lo más mínimo era Emerson. Desde que Nefret comenzara a hablar, se había puesto tan rígido como la máscara de una momia En ese momento sólo sus labios se movieron.
— Con más delicadeza -repitió.
— Emerson, contrólate -dije, alarmada-. Estoy segura de que el pobre hombre no ha hecho nada que justifique tu cólera paternal. Ese egocentrismo sin fundamento es bastante común en las personas de tu sexo. El Coronel no es el primero; recuerda al honorable señor Dillinghurst, a lord Sinclair, al conde de la Chiffonier y…
— No puedo imaginar -me interrumpió Emerson-, por qué crees que estoy a punto de perder los estribos.
Se puso de pie. Se inclinó hacia delante. Cogió las flores del jarrón y las llevó a la ventana abierta. Lenta y metódicamente arrancó los bellos capullos de sus tallos mojados y los fue arrojando hacia la noche.
— Oh -exclamé.
— Exacto -dijo Emerson-. Ahora, queridos míos, será mejor que nos preparemos para marcharnos. Supongo que tú y Nefret queréis cambiaros, Peabody.
— Tú también.
— Estoy totalmente vestido y bastante limpio -dijo Emerson, volviendo a tomar asiento-. Adelante, queridos. Si necesitas mi ayuda con los botones, llámame, Peabody. Ramsés, me gustaría hablar un momento contigo y con David.
Cuando Emerson ruge todos los demás le ignoramos. Cuando habla en ese tono, lo más sensato es hacer lo que dice. Dócilmente y en silencio, Nefret salió del cuarto. Yo la seguí; y los muchachos, obedeciendo un ademán de Emerson, acercaron sus sillas.
Habían dejado las servilletas en su sitio. Cuando pasé al lado, vi que una de ellas tenía una pequeña mancha roja. Ramsés había hecho algo más que parpadear. Se había hundido las uñas o un cubierto en la palma de la mano.