Capítulo 3

No se puede hacer a los gatos responsables de sus acciones

porque carecen de moral.

Emerson cumplió con su palabra. A la mañana siguiente anduvo pegado a mis talones, mientras visitaba a zapateros, sastres y camiseros. Ni siquiera la hora que pasé comprando ropa de cama se alejó de mi lado, si bien nunca había entrado voluntariamente en esa tienda; con los brazos cruzados y el ceño fruncido, permaneció a mi lado mientras yo seleccionaba pañuelos, servilletas y sábanas. Terminé cuando ya era mediodía, y cuando regresamos al coche de alquiler (Emerson me tenía cogida del brazo todo el tiempo), sugerí que ya que se nos había hecho tarde era preferible postergar la partida hasta la mañana siguiente.

— No -dijo Emerson.

De manera que partimos ese mismo día, y debo confesar que no me disgustaba la idea de disfrutar nuevamente de un viaje por el Nilo: sentarme en la cubierta superior bajo la sombra de un toldo, observar los campos cubiertos por la brillante capa de agua de las inundaciones, los pueblos de casas de adobe, a la sombra de palmeras y tamarindos, con niños desnudos que jugaban en los charcos. Escenas que no habían cambiado en miles de años; las formas majestuosas de las pirámides de Giza y Sakkara, con sus deteriorados costados matizados por la distancia, podrían haber sido construidas por los mismos hombres semidesnudos que araban los campos.

Emerson enseguida se retiró al salón que usábamos de sala de estar y biblioteca. Por experiencia sabía que no debía molestarlo; estaba acostumbrado a utilizar ese tiempo en la elaboración de sus planes para el invierno, y no le agradaba que le formularan preguntas sobre ellos hasta no tenerlos claros en su mente. Al menos eso era lo que siempre decía. La verdad era que sentía un placer infantil al mantenernos en vilo.

Hasta muy entrada la tarde no pude hablar con Ramsés a solas. Él y David estaban con Nefret en la cubierta superior, enzarzados en una animada discusión sobre momias y examinando unas fotos bastante repugnantes. Aparté la vista del rostro de una desgraciada reina cuyas mejillas habían explotado a causa de un exceso de relleno bajo la piel, y le pedí que se probara su ropa nueva. Se negó, por supuesto, pero sólo por principio, pues sabía que tendría que hacerlo.

Los paquetes que recogí esa mañana estaban apilados sobre la cama y el suelo sin abrir y sin inspeccionar. Quité un montón de camisas de una silla y me senté. Ramsés me observó con cautela.

— Quiero estar segura de que los pantalones y las camisas te van bien -expliqué-. Ponte tras el biombo para cambiarte, si quieres.

Ramsés así lo hizo. Cuando apareció, tenía un aspecto bastante respetable, excepto por los bajos de los pantalones que estaban vueltos. Me senté en el suelo y saqué del bolsillo mi kit de costura.

— ¿Qué estás haciendo? -preguntó Ramsés, sorprendido.

— Estoy midiendo los pantalones. Les tendré que subir el bajo.

— ¡Pero, madre! Nunca en toda tu vida has estado dispuesta a…

— Tu padre no me ha dejado otra opción -repliqué, poniendo los alfileres-. El sastre lo podría haber hecho muy bien si hubieras regresado para la prueba final. Oh, cariño, lo lamento. ¿Te he pinchado?

— Sí. ¿Por qué no te evitas esta molestia y me dices de qué quieres hablarme?

Alcé la mirada. Como los egipcios, a quienes se parece en tantas cosas, Ramsés tiene unas pestañas muy largas y espesas que dan a sus ojos oscuros una expresión penetrante, pero yo conocía bien ese semblante impasible y detecté un nerviosismo subyacente.

— Supongo que podremos encontrar un sastre en Luxor -admití, tomando la mano que me ofrecía para ayudarme a levantar-. Hasta entonces puedes meter los bajos de los pantalones dentro de las botas.

— Esa solución ya se me había ocurrido. ¿Nos llevará mucho tiempo esta charla? Le había prometido a mi padre…

— Deja que espere. Es culpa suya, por no permitirme hablar antes del asunto. -Me senté y me acomodé la falda.

Ramsés permaneció de pie, con los brazos cruzados y las piernas abiertas. Gracias a mis estudios de psicología, reconocí que era una postura defensiva, como un intento de dominación, pero como es natural no permití que me afectara. Había decidido seguir los consejos de Emerson y tratar a Ramsés como un adulto responsable, confiar en él y pedir su opinión. Me costaba bastante, pero me sentía obligada a hacerlo así.

— ¿Qué supones que preocupa a Enid? -pregunté.

Ramsés se sentó con cierta precipitación sobre la cama. Tal vez fue la sorpresa lo que hizo que relajara su postura agresiva; sin embargo, creí detectar un asomo de alivio en sus ojos. Se había temido que lo interrogara sobre otra cosa.

Después de un instante, sacudió la cabeza.

— No tengo más información del asunto que tú, madre. Si me permites que exponga alguna teoría…

— Hazlo, por favor -dije, con una sonrisa alentadora.

— Humm… Bien, entonces, te diré que intuyo que la señora con la que nos encontramos ayer está involucrada de alguna manera en el asunto. Parece que viaja con ellos, pero ¿en calidad de qué? Me pareció extraño, como seguro también te lo pareció a ti, que nunca explicara o definiera su relación con los Fraser de forma precisa, como es normal en una presentación. No es una egiptóloga, pues conoceríamos su nombre; si fuera de la familia, aunque fuera una pariente distante, se hubiera mencionado de alguna manera. Una relación posible que me viene a la mente…

Vaciló y me miró con los ojos semicerrados, y recordé nuevamente lo que me había dicho Emerson. Me sirvió de pequeño consuelo pensar que Ramsés conocía esa relación sólo de oídas. Fraser no tenía los medios para mantener a una amante.

Adoptando una expresión neutral, dije:

— Muy poco probable. No sólo esa señora es demasiado mayor y poco agraciada, sino que Donald no sería tan poco caballero como para obligar a su esposa a aceptar su… a aceptarla como compañera de viaje.

Con asombro, vi que Ramsés se ruborizaba. Nunca supuse que podría hacerlo.

— No es eso lo que yo suponía, madre.

— ¿Qué otras relaciones posibles existen? -pregunté, deseando no ruborizarme-. Si no es una guía contratada, ni una pariente, ni una vieja amiga…

— Una acompañante -respondió Ramsés. El rubor no había sido más que un leve oscurecimiento de sus mejillas tostadas; se desvaneció y su expresión se tornó seria- La señora Fraser no parecía estar bien de salud. La gente viene a menudo a Egipto a curarse; sin embargo, si hubiera estado enferma y necesitara los servicios de una enfermera, ¿por qué no se mencionó un dato tan inocente? Enid parecía nerviosa y es obvio que teme a la señora Whitney-Jones y que su presencia le disgusta.

— Un trastorno nervioso -murmuré-. Cielo santo.

— Ya habías pensado en ello, por supuesto -dijo Ramsés, observándome.

— Por supuesto -repetí, automáticamente.

En realidad, no había pensado en ello, y la idea era tan perturbadora que cuando Ramsés me hizo notar que ya era casi la hora del té y que Emerson me estaría buscando, no continué con el tema. Después de introducir la parte inferior de los pantalones en las botas, Ramsés me escoltó cortésmente hasta el salón, en donde, como había predicho, encontramos a Emerson, quien colérico exigía su té.

En los días sucesivos pensé bastante en la teoría de Ramsés y la encontré terriblemente convincente. Explicaba el extraño comportamiento de Enid y la posición anómala de la señora Whitney-Jones. La gente ignorante consideraba que los trastornos mentales eran algo vergonzoso; Donald tendría reparos en confesar el verdadero estado de su mujer, aun a viejos amigos como nosotros.

Después de una cuidadosa reflexión, decidí no hablar con Ramsés del otro asunto sobre el que deseaba interrogarlo. No creí ni por un instante en su relato del incidente en los jardines Ezbekieh. Mis desarrollados instintos maternales me indicaban que había contado la verdad, pero no toda la verdad. Sin embargo, Emerson tenía razón en dos puntos: los Bellingham no tenían nada que ver con nosotros, y las relaciones de Ramsés con personas del sexo femenino eran algo que el muchacho debía tratar con su padre, al menos por el momento.

Durante el resto del viaje, mi mente estuvo ocupada en cosas diversas: las habituales crisis domésticas, ciertas conversaciones de mujer a mujer con Nefret, los debates sobre nuestros planes para el invierno y, cuando Emerson no estaba en el salón, aproveché para refrescar mis conocimientos sobre la topografía del Valle de los Reyes. Emerson había admitido que nuestras suposiciones eran correctas; esa temporada quería investigar las tumbas más pequeñas y menos conocidas. La perspectiva me hubiera resultado deprimente de no ser por el misterio de la tumba Veinte-A. Me irritó no encontrar ninguna referencia a este enterramiento, que ni siquiera estaba señalado en el único mapa que había podido localizar, que era antiguo y había aparecido publicado en la monumental obra de Lepsius, editada alrededor de 1850; de manera que decidí que el autor probablemente la habría olvidado.

Ramsés tenía tan poco entusiasmo como yo por las pequeñas tumbas sin inscripciones. Siendo como era, encontró una excusa perfecta para evitar la tarea.

— Si las tumbas no están inscriptas, no habrá nada que yo pueda hacer, padre. Tienes a Nefret para que tome fotografías, y a David para que haga planos y bocetos, y a los hombres, en especial a Abdullah, para que te ayuden en las excavaciones. Y-añadió con rapidez- a mi madre, que puede hacer de todo. ¿Tienes alguna objeción a que continúe con el proyecto que empecé el año pasado? He elaborado un nuevo sistema de copiado que estoy ansioso por probar.

En realidad, ese proyecto había surgido varios años antes, pero nuestro descubrimiento de la tumba de Tetisheri no le había dejado a Ramsés demasiado tiempo para trabajar en él antes del invierno anterior. Si bien el joven era un excavador y topógrafo de bastante habilidad, poseía extraordinario talento para los idiomas, y era en este campo donde residían sus principales intereses. Un comentario de su padre le había inspirado su último proyecto: copiar las inscripciones que cubrían las paredes de los templos y monumentos de Tebas.

Cada año, cada mes (dijo Emerson, en un apasionado comentario) se perdían más textos irreemplazables. Las tormentas, poco frecuentes pero violentas, y los lentos e insidiosos ataques del sol y la arena, habían provocado que durante siglos las piedras se fueran desgastando, y en ese momento, el nuevo dique de Asuán había elevado la cota de las aguas de manera que los monumentos se estaban deteriorando por los cimientos. Algunos de los textos habían sido copiados por visitantes anteriores, pero Ramsés tenía un método que combinaba la fotografía con las copias a mano, y con el que esperaba obtener reproducciones más exactas que las realizadas hasta entonces. Su conocimiento de las lenguas le proporcionaba una ventaja adicional. Cuando los signos jeroglíficos estaban demasiado borrosos, sólo un lingüista experimentado podía descifrarlos.

En realidad, soy un poco injusta con Ramsés cuando afirmo que su única motivación era evitar una tarea que consideraba tediosa. Su proyecto era muy valioso y, puesto que requería pasar horas subido a escaleras endebles, examinando las marcas en paredes calcinadas por el sol, no era un trabajo para quienes carecieran de valor.

La navegación produce un efecto sedante hasta en las personalidades más inquietas. Hicimos uno de los viajes más idílicos que puedo recordar. El río tenía mucha agua y el viento del norte hinchaba las blancas velas. Atracamos una noche en mi querido El Amarna, donde en los días de nuestra juventud Emerson y yo comenzamos a conocernos. Ya sea por designio o por accidente, los chicos se fueron temprano a la cama, y Emerson y yo nos quedamos largo rato en la barandilla, cogidos de la mano como si fuéramos jóvenes amantes observando la luna nueva, que en forma de delgada hoz de plata, se apoyaba sobre los acantilados. Parecía que hubiese sido ayer; y cuando Emerson me llevó a nuestro camarote me sentí nuevamente como una novia.

Disfrutar de estos placeres hizo disminuir mi preocupación por Enid. El doctor Willoughby, de Luxor, era un especialista en trastornos nerviosos; podría ayudarla. El único y pequeño fallo en nuestros planes consistió en el firme rechazo de Ramsés a adoptar a Sekhmet. No se trataba de que no fuera afectuoso; una de las pocas virtudes de Ramsés era su cariño hacia los animales; y nunca hubiera tratado mal a ninguna criatura. Con firmeza, cortesía y en silencio, apartaba a la gata cuando ésta trataba de subir a sus rodillas. Pensé que Sekhmet lo percibía y sufría, pero cuando se lo reproché, Ramsés me obsequió con una de sus extrañas medias sonrisas, y me preguntó cómo sabía yo lo que podía sentir un gato.

Ramsés y yo nos estábamos llevando bastante bien; reflexioné con perdonable complacencia que había manejado con mucho tacto la conversación sobre Enid y que el joven respondió a mi cortesía con agradecimiento.

Lo que sólo sirve para demostrar que hasta yo puedo ser engañada, y que Ramsés había madurado, sin duda alguna. Tenía más dobleces, pero las ocultaba mejor que antes.

* * *

Aunque soy británica hasta el tuétano y me siento orgullosa de serlo, Egipto tiene un lugar en mi corazón que no ocupan siquiera las praderas de Kent. Me sería muy difícil decir cuál de sus muchos yacimientos arqueológicos me es más querido: tengo especial debilidad por las pirámides, pero El Amarna me trae recuerdos tanto sentimentales como profesionales y Tebas ha sido nuestro hogar en los últimos años. Cuando el Amelia maniobró para acercarse a la costa, mi corazón latió aceleradamente con expectación y una sensación de regreso al hogar. Siempre sucedía lo mismo, pero siempre era diferente: la suave luz dorada en las colinas y las sombras de un malva difuso. Estaba cayendo el crepúsculo. Durante los últimos kilómetros nos deslizamos sobre aguas matizadas de carmesí y oro que reflejaban la puesta del sol. A través del río, las ruinas de los templos de Karnak y Luxor brillaban débilmente en el ocaso, y entre ellas destellaban las luces de la ciudad moderna.

Cuando pusieron la escalerilla, retuve a los demás para que David fuera el primero en desembarcar. Entre el grupo de amigos que nos esperaban sobresalía la silueta alta y digna de Abdullah, nuestro Rais, y yo sabía que anhelaba tener a su nieto entre sus brazos.

— ¿Qué demonios estás haciendo, Peabody? -preguntó Emerson, tratando de liberarse de mí.

— Abdullah está deseando abrazar a David -le expliqué-. Permitámosle que puedan estar a solas unos minutos para disfrutar de la alegría del reencuentro.

— Ejem… -murmuró Emerson.

Otros brazos estaban esperando para acoger a David y a Ramsés: Daoud, el sobrino de Abdullah y segundo en el mando; Selim, el hijo menor de Abdullah; Yussuf, Ibrahim, Alí y los demás hombres que habían sido amigos y fieles trabajadores durante muchos años. Abdullah se aproximó enseguida para ofrecerme su mano cuando descendía al muelle. Su rostro oscuro y majestuoso estaba serio, y no sonreía, pero sus ojos brillaban afectuosos.

Emerson interrumpió los abrazos y los gritos de bienvenida. Saludó a Abdullah de manera formal, con un fuerte apretón de manos y una queja estentórea.

— Maldición, Abdullah, ¿dónde están los caballos?

— ¿Caballos? -Abdullah miró a su alrededor.

— Unos animales grandes y con cuatro patas. La gente los suele montar -dijo Emerson con un sarcasmo cruel-. Los caballos que alquilamos cada temporada. ¿Cómo crees que llegaremos a casa?

— Oh. Esos caballos.

— La casa estará lista, supongo -inquirió Emerson-. Te telegrafié diciendo cuando llegaríamos.

— ¿Lista? Oh, sí, Emerson.

Me compadecí de Abdullah… y de mí misma. Emerson debería haber reconocido las habituales maniobras evasivas que indicaban que el individuo interrogado no había realizado la tarea solicitada.

La dificultad no residía en que Abdullah fuese haragán o ineficiente. La dificultad residía en que era un hombre. Él no podía entender por qué yo armaba tanto escándalo por el polvo, las telas de araña, los insectos y las sábanas que no habían sido oreadas desde la primavera anterior. Preveía una bronca y trataba, como todos los hombres, de posponerla tanto como pudiera.

— Es demasiado tarde para trasladar todas nuestras pertenencias ahora, Emerson -dije, y escuché un suspiro de alivio de Abdullah, suspiro tan suave que me lo habría perdido si no lo hubiese estado esperando-. Nos quedaremos a bordo esta noche.

De manera que tuvimos una pequeña y agradable celebración en el salón con nuestros amigos. Al principio fue muy animada, todos hablaban al mismo tiempo. Daoud quería saber cómo estaban Evelyn y Walter, por quienes sentía gran admiración; Selim se vanagloriaba de la salud, belleza e inteligencia de sus hijos (en mi opinión, tenía demasiados, para ser un hombre que no había cumplido todavía los veinte años, pero así son las costumbres árabes); David hizo a su abuelo un relato (expurgado, sin duda) de sus experiencias de ese verano con el jeque Mohammed; Emerson preguntó sobre la tumba y las últimas actividades de los esforzados ladrones de tumbas de Gurneh.

Después, los primeros grupos se dispersaron y se formaron otros. Observé que Selim se retiraba a un rincón con David y Ramsés, y deduje, por sus risas ahogadas y sus voces apagadas, que estaba recibiendo otra versión, sin censurar, de las aventuras del último verano.

Abdullah se sentó junto a mí en el diván. Permanecimos un rato en amistoso silencio. Mientras la oscuridad se hacía más profunda, la luz tenue de una lámpara cercana suavizaba sus severas facciones, y pensé que era muy extraño que me sintiera tan cómoda con un individuo tan diferente a mí en tantas cosas: género, edad, religión, nacionalidad y cultura. Recordaba muy bien su despectiva pregunta en la primera temporada que pasamos en Egipto: «¿Qué es una mujer, para que nos dé tantos problemas?». En los años siguientes, se había tomado muchas molestias por mí, y había arriesgado su vida, no una vez, sino varias; mi recelo inicial se había convertido en respeto y en un profundo afecto.

No sabía cuántos años tendría Abdullah. La barba, que era gris cuando lo conocimos, tenía ahora una blancura de nieve, y su cuerpo, de elevada estatura, no estaba tan erguido como antes. Emerson había tratado de convencerlo, en varias ocasiones, de que se retirara, pero no lo había logrado y no quería insistir. Abdullah estaba orgulloso de su puesto, y con razón. Era el Rais más experimentado de todo Egipto y yo no dudaba de que podría dirigir una excavación arqueológica con más tino que muchos de los autoproclamados egiptólogos que pululaban por los yacimientos.

Abdullah estaba observando a los jóvenes. Nefret los había reunido y su cabeza de oro cobrizo era el centro del grupo.

— Se ha convertido en un hombre apuesto -dijo el Rais en voz baja-. Él y Nur Misur harán una buena pareja,

«Luz de Egipto» era el nombre que los hombres habían dado a Nefret. Por un terrible momento pensé que el pronombre masculino se refería a David. Me escandalicé, al darme cuenta en quien pensaba.

— ¿Ramsés y Nefret? ¿De dónde has sacado esa idea, Abdullah?

El Rais me echó una mirada de soslayo.

— ¿No estaba en su cabeza, sitt hakim, o en la del Padre de las Maldiciones? Bueno, bueno, será como diga Alá.

— Sin duda -dije, secamente-. David es un hombre apuesto también. Todos estamos muy orgullosos de él.

— Sí. Me consuela saber que ocupará mi lugar cuando sea demasiado viejo para trabajar para el Padre de las Maldiciones.

¡Otra sorpresa! Queríamos educar a David para que fuera egiptólogo; era un artista de talento y poseía una gran inteligencia, demasiado buena para que la dilapidara en el puesto de capataz. ¿Habría discutido Emerson nuestros planes con Abdullah? Seguramente sí. Sin embargo, mi marido tenía la costumbre de suponer que no había necesidad de decir a la gente lo que pretendía hacer, ya que de todos modos tendrían que hacerlo.

— Pero -objeté- eso no sería justo con Daoud, Selim y los otros; darles un jefe que es un muchacho mucho más joven, sin su experiencia…

— Obedecerán mis órdenes. David ha aprendido cosas que ellos no saben. Será… -Abdullah hizo una pausa y luego continuó, a regañadientes- un día será tan bueno como yo.

La reunión se prolongó durante algún tiempo. Supe desde un principio que no dormiríamos en tierra esa noche, de manera que había ordenado a la cocinera que preparara comida para un grupo grande. Después de que los hombres volvieron a Gurneh y nos retiramos a nuestras habitaciones, le conté a Emerson lo que Abdullah había dicho de David.

— Maldición -dijo mi marido, y arrojó contra la pared la bota que se acababa de quitar.

— Decir palabrotas no sirve de nada, Emerson. Debes hablar con él. Creo que estará contento cuando sepa que su nieto progresa en el mundo.

— No lo comprendes -Emerson arrojó la otra bota-. En el mundo de Abdullah, su puesto es el mejor que un hombre puede conseguir. ¿Cómo podrá admitir que un joven imberbe, su propio nieto, consiga una posición superior?

— Es una observación muy inteligente, Emerson -dije con sorpresa-. En términos psicológicos…

— No digas esa palabra, Amelia. ¡Sabes cómo la odio! No se trata de psicología sino de sentido común. Hablaré de nuevo con él, te lo prometo.

Se levantó, se estiró y bostezó. La luz dorada de la lámpara acarició los músculos ondulantes de su pecho.

— ¿Necesitas que te ayude con los…?

— No quiero molestarte, querido.

— No es ninguna molestia, Peabody.

Ni siquiera mencioné la otra sorprendente suposición de Abdullah, pero yo seguía pensando en ella, de tal manera que me encontré cada vez más y más enfadada. No con el querido y viejo Abdullah, por supuesto; los matrimonios de conveniencia son una costumbre en Egipto, y los factores financieros tienen mayor importancia que los sentimientos de la gente joven. Un cínico afirmaría que consideraciones parecidas prevalecen en nuestra propia sociedad, y probablemente tendría razón. Pocas madres de las que adoran a sus hijos rechazarían algún subterfugio inmoral si sirviera para que sus retoños hicieran «buenos» matrimonios. ¿Era eso lo que el mundo pensaba de mí, que guardaba a Nefret, la heredera de Lord Blacktower, para mi hijo?

Por fortuna, mi conocido sentido del humor me rescató antes de que perdiera por completo los estribos. «Dicen… ¿quiénes? ¡Déjalos hablar!» ¡Un plan tan despreciable nunca encontraría lugar en el corazón de Amelia P. Emerson! También estaba segura de que tal idea no existía en la mente de los chicos. Habían sido criados como hermanos, y no hay nada tan destructivo para el romanticismo como la proximidad, como dijo alguien, quizá yo misma.

Además, eran demasiado jóvenes. Un muchacho responsable no considera la posibilidad de casarse hasta no haber cumplido veinticinco años.

No sé qué especial impulso psicológico me hizo preguntar: «Emerson, ¿cómo llaman los hombres a Ramsés?».

— De muchas maneras, Peabody -respondió tras lanzar una carcajada.

— Sabes qué quiero decir. Nefret es Nur Misur, yo soy la Sitt Hakim, y tú Abu Shita'im. ¿No tienen un apodo similar para Ramsés?

Pero esta vez no me respondió; su mente estaba ocupada en otra cosa.

* * *

Nos levantamos antes del alba, ansiosos por llegar a la casa y comenzar a trabajar. Como era nuestra costumbre, tomamos el desayuno en la cubierta superior y observamos cómo desaparecían las estrellas y los riscos se iluminaban y pasaban por el espectro de los colores de la aurora, del gris humo al amatista, del rosa al oro y plata pálidos.

Como de costumbre, el día comenzó con una discusión.

Ramsés y David (es decir, Ramsés) decidieron que preferían vivir a bordo de la dahabiyya durante la temporada. Presentaron una serie de razonados argumentos (estaba segura de que Ramsés había adoctrinado a David): la casa era algo pequeña para cuatro personas viviendo y trabajando; no habría necesidad de más sirvientes, ya que podrían hacer sus comidas con nosotros y limpiar ellos mismos sus habitaciones, y Hassan y la tripulación estarían gran parte del tiempo en la dahabiyya, y…

Y así sucesivamente. Todo era cierto y no tenía nada que ver con sus verdaderas razones para proponer este plan.

Como era de prever, Emerson se puso de su parte. Los hombres siempre se ayudan. Nefret complicó aún más la situación al proclamar que si se permitía que Ramsés y David durmieran a bordo, se le debería otorgar a ella el mismo privilegio. Huelga decir que aquella idea me pareció completamente inaceptable.

— ¡Vaya por Dios! -exclamé, después de que Nefret se retirara a su cuarto hecha una furia para terminar de guardar sus cosas y los muchachos hubieran desaparecido discretamente-. Empiezo a preguntarme si esa chica aprenderá alguna vez lo que es una conducta decente y civilizada. ¿Puedes imaginar el chismorreo que se formaría si le permito quedarse allí con los chicos y sin acompañante? ¿Por la noche?

— A menudo están juntos, en horas de trabajo, y sin acompañante -dijo Emerson con suavidad-. Nunca he comprendido la obsesión de los puritanos por las horas nocturnas. Como tú bien sabes, Peabody, la actividad que desaprueban no sólo es posible realizarla a plena luz del día, sino que puede ser más interesante cuando…

— Sí, cariño, lo sé muy bien -interrumpí, riendo-. No necesitas demostrármelo.

Emerson retiró el brazo y volvió a su asiento.

— En cuanto a que Nefret se convierta en una muchacha civilizada, espero que no lo haga nunca, si por civilizada quieres decir que se comporte como una jovencita inglesa formal. Es otra de las personas que viven en dos mundos distintos -dijo Emerson, a todas luces complacido con esa poética metáfora-. Sus años de formación los pasó en una sociedad con normas de conducta distintas y, en muchos sentidos, más sensatas. Además, querida, tu propia conducta no es para nada convencional. Nefret necesariamente te imita porque te admira mucho.

— Hum… -respondí.

El día anterior habíamos terminado de hacer casi todo nuestro equipaje. Estuvimos esperando algún tiempo hasta que vimos que se acercaba la pequeña caravana de burros, caballos y carros que Emerson había alquilado. Los hombres comenzaron a cargar cajas y bultos en los carros, y Abdullah se me acercó corriendo.

— Todo está listo, como puede ver, Sitt.

— Bien -dije-. Selim, asegúrate de que esa caja con artículos de limpieza vaya arriba de todo.

— No la necesitará, Sitt -me tranquilizó Abdullah.

Todos los años teníamos la misma discusión intrascendente, de manera que me limité a sonreír y asentir… y me aseguré de que los materiales de limpieza estuvieran a mano. Luego fui a reunirme con Emerson, que estaba inspeccionando los caballos.

— Los hemos lavado, Sitt Hakim -dijo Selim con una sonrisa-. A los burros también.

Sonreí y di mi aprobación. Quería examinar a los animales por mí misma en un momento más conveniente. En Egipto no se cuida bien a los burros ni a los camellos, ni siquiera a los apreciados caballos; cuando comencé a lavar y tratar a los animales a mi cargo, me consideraron una excéntrica. Todavía lo seguían pensando, pero me obedecían.

— Un lote muy bueno de animales -dijo Emerson con aprobación-. En especial esos dos. ¿Dónde los encontraste, Abdullah?

Los caballos que señaló merecían una descripción más entusiasta. Uno era una yegua baya, el otro un semental gris plata. Los dos eran obviamente de pura raza árabe, ya que tenían las patas duras y esbeltas y los cascos pequeños y bien formados, propios de esa raza espléndida. Sin embargo, eran inusualmente grandes, medían más de quince palmos, y sus monturas, de fino cuero repujado en plata, no habían sido alquiladas nunca en Luxor.

Tuve una de mis famosas premoniciones. Quizá provocada porque Abdullah no le contestó a Emerson, o por la visión de Ramsés que acariciaba el cuello del caballo gris, murmurando algo en la oreja levantada del animal.

— ¡Ramsés! -exclamé.

— ¿Sí, madre?

— ¿De quién es ese caballo? -pregunté, bajando la voz.

Ramsés se acercó. El semental lo siguió, con pasos tan delicados como los de un gato.

— Su nombre es Risha. Él y Asfur -señaló a la yegua- son regalos que nos hizo el jeque Mohammed. Naturalmente están a su disposición, madre, o a la de padre.

— No sirven para mi peso -dijo Emerson con tacto-. Y son un poco grandes para ti, Peabody, ¿no crees? ¡Los dos son unas criaturas magníficas! Confío en que hayáis agradecido adecuadamente su regalo al jeque.

— Sí, señor.

Ramsés no lo miraba.

— ¿Nefret?

— ¿Me lo estás ofreciendo? -La muchacha alargó la mano; la espléndida yegua la acarició con el hocico y luego inclinó la cabeza cuando Nefret le pasó los dedos por la quijada y la crin.

— Es tuyo si lo quieres -Ramsés habló sin vacilar. Sin embargo, lo vi tragar saliva.

La sonrisa que Nefret le dirigió hubiera recompensado a muchos jóvenes por un regalo tan generoso.

— ¿Me lo darías de verdad? Gracias, Ramsés, pero no puedes disponer de un animal como éste como si fuera un mueble.

Muy seria, y con mucha más cortesía de la que a menudo utilizaba con algunos seres humanos, la joven acarició a Asfur como lo había hecho con Risha.

— Pruébala -le urgió David.

— Tú no eres tan galante como Ramsés -dijo Nefret, riendo-. ¿No vas a ofrecérmela de regalo?

— Oh, sí, por supuesto -exclamó David, avergonzado-. Creí que dijiste…

— No te burles de él, Nefret -dije-. Te está tomando el pelo, David.

Nefret le dio una palmada en el hombro.

— Ayúdame a montar.

El estribo estaba demasiado alto para que lo pudiera alcanzar. David entrelazó sus manos bajo la pequeña bota y la levantó hasta la montura. Los animales tenían unas proporciones tan espléndidas que uno no se daba cuenta de inmediato de lo grandes que eran. Nefret parecía una niña subida en la alta silla. Lanzó una carcajada y juntó las riendas en sus manos.

— ¡Quiere correr! Apuraos o seré la primera en llegar a la casa. ¿No te importa, verdad, David?

— No… sí, ¡espera! -David cogió la brida.

Emerson comenzó a murmurar, nervioso. Cree en la igualdad de los sexos, excepto en lo que se refiere a su hija.

— Mira, Nefret… no creo… Peabody, dile…

Me cogió de la cintura y me colocó sobre un caballo seleccionado al azar.

— Espera al menos a que David haya acortado los estribos -dijo Ramsés. Estaba de pie al lado de Risha y su mano se apoyaba levemente en la silla… Enseguida estuvo sobre el caballo.

Puede que lo hiciera para distraer a Nefret, aunque también influyeron las ganas de presumir. Pero a quien distrajo fue a mí. No había visto que su pie tocara el estribo; fue como si hubiera llegado en un solo movimiento del suelo al lomo del caballo.

Nefret se quedó boquiabierta.

— ¿Cómo lo has hecho?

— Estuvo practicando todo el verano -dijo David con inocencia.

Ramsés lanzó a su mejor amigo una no tan amistosa mirada.

— No es tan difícil.

— Entonces, enséñame -dijo Nefret.

— Bueno, sí. No la dejes correr, Nefret. Hay demasiados canales de riego y tierras blandas por aquí. ¿Puedes dominarla?

— ¡Ja!

— Hum… -dije, viendo que los dos se alejaban, uno al lado del otro-. Lo hizo bastante bien. Espero…

Pero estaba hablando conmigo misma. Emerson salió detrás de ellos y David montó uno de los animales alquilados. Dejé que Abdullah terminara de cargar y seguí a los demás; atravesé los verdes campos de cultivo y me interné en el desierto.

Habíamos hecho construir la casa un año después de nuestro descubrimiento de la tumba de Tetisheri, cuando se hizo evidente que trabajaríamos varias temporadas al oeste de Tebas. Emerson siempre había tenido la intención de construir una casa permanente para las expediciones, y el Amelia sirvió como residencia hasta que decidimos dónde nos queríamos instalar. Si bien la barca era muy agradable, no era lo bastante cómoda para cinco personas, con libros y papeles, y una gran cantidad de antigüedades. En mi opinión, la casa tampoco era suficientemente cómoda, y tenía la intención de añadirle, en esa temporada, un ala. Siempre había soñado con una casa que tuviera un amplio espacio para trabajar y almacenar cosas.

En un futuro cercano, no era probable que necesitáramos mucho espacio para almacén. Yo no había planteado abiertamente objeciones a los planes de trabajo de Emerson, porque no tenía sentido. La persuasión sutil era el único método de convencerlo para que viera las cosas a mi manera.

Las pequeñas tumbas que Emerson quería investigar no presentaban interés para mí. La mayoría ya habían sido visitadas con anterioridad por arqueólogos, y se sabía que no contenían nada interesante. Gracias a la mezquindad de Monsieur Maspero, el resto del Valle de los Reyes estaba cerrado para nosotros, pero existían otros yacimientos al oeste de Tebas, como Drah Abu'l Naga, donde habíamos descubierto la tumba de Tetisheri, el cementerio de los nobles en Gurneh, y una cantidad de templos importantes, que darían mayores oportunidades al talento de mi marido. Una vez que hubiéramos resuelto el misterio de la tumba Veinte-A, lo que no nos llevaría mucho tiempo, persuadiría con tacto a Emerson para que trabajara en otro lado.

Pasamos el resto de la mañana desempaquetando el equipaje y limpiando la casa. El fuerte olor del ácido fénico y del polvo limpiador nos hizo huir del salón, y nos congregamos en la galería a esperar que la comida estuviera servida.

La galería ocupaba la fachada de la casa, orientada hacia el este; tenía una hermosa vista, que se desplegaba sin obstáculos desde las lomas del desierto hasta los campos verdes y, más allá, el río. Amueblada con sillas y cómodos sofás, y con algunas mesitas y alfombras de colores diseminadas por el piso embaldosado, resultaba muy acogedora. El muro bajo que rodeaba la terraza soportaba columnas entre las cuales hice que se construyera un enrejado, con la esperanza de cultivar bellas plantas trepadoras que sirvieran de marco a los arcos abiertos. En la época en que nos fuimos de Egipto, al final de la temporada, las plantas crecían muy bien, pero cuando volvimos, a comienzos de la temporada siguiente, se habían convertido en tallos marchitos. La horticultura no se contaba entre los intereses de Abdullah.

— Espero que no hayas dejado algo de arsénico por ahí -dijo Emerson, cargando de tabaco su pipa.

— Bueno, Emerson, sabes que no uso arsénico para matar ratas cuando traemos a los gatos, por miedo a que puedan envenenarse. Serán ellos los que nos libren de los roedores locales.

Anubis se había encargado de dos desafortunados ratones y todavía debía estar entretenido en esta tarea, ya que no se nos había unido en la galería. Estirada sobre el murete cercano a Nefret, y con la cabeza en el regazo de la muchacha, Sekhmet parecía sonreír de satisfacción en su sueño.

— Esa gata no… -dijo Ramsés-. No hace nada más que dormir, comer y llenarnos de pelos.

Abdullah, que había aparecido en el umbral, comentó:

— Esperemos que no haya muchos como ella. Con una gata demonio es suficiente. ¿Hago que sirvan la comida aquí, Sitt Hakim?

Le dije que sí y le invité a comer con nosotros. Abdullah me miró desde lo alto de su nariz.

— Debo vigilar que los hombres terminen de barrer el desierto, Sitt -dijo-. ¿Hasta qué distancia de la casa deben hacerlo?

— Bueno, Abdullah, no te enfurruñes -dije-. Y trata de no ser sarcástico.

— Es una pérdida de tiempo -convino Emerson-. Has trabajado bien, Abdullah. Anoche me olvidé de preguntarte si teníamos mensajes.

— Selim los trajo de Luxor -dijo Abdullah-. Le preguntaré dónde los puso.

Buscó entre su túnica.

— También estaba esto, Emerson. Esta mañana lo encontré pinchado en la puerta, cuando vine a limpiar… a terminar de limpiar la casa.

Lo sostuvo de tal manera que todos lo pudimos leer. Las letras eran grandes y claras.

«LA MALDICIÓN DE LOS DIOSES OS ESPERA EN LA TUMBA VEINTE-A. ¡ENTRAD EN ELLA A VUESTRO RIESGO!»

Emerson entrecerró los ojos.

— ¡Infierno y maldición! -exclamó-. ¡El muy bastardo nos ha seguido hasta Luxor!

* * *

Casi he renunciado a impedir que Emerson utilice palabrotas. No he desistido del todo en el caso de los chicos, pero hay momentos en que temo estar perdiendo la batalla. Es natural que intenten imitar a alguien a quien admiran, y como creo firmemente en los derechos de las mujeres, no puedo discriminar a Nefret y reprenderla. Lo que se permite a un hombre debería permitirse también a las mujeres, hasta las malas palabras.

Nuestra casa estaba cerca del pequeño pueblo de Gurneh, convenientemente cerca de la vivienda de Abdullah y de las de los otros hombres, apenas a veinte minutos andando del Valle de los Reyes. Esa ubicación tenía la ventaja adicional de que nos permitía vigilar las idas y venidas de los Gurnawts. Algunos de ellos se encontraban entre los ladrones de tumbas más expertos de Egipto.

Cuando Emerson anunció que nos dirigiríamos al Valle inmediatamente después de comer, no puse reparos. Todavía había mucho que hacer en la casa, ¿pero cómo podía contentarme con las monótonas tareas domésticas cuando la fiebre arqueológica ardía en mí con tanto entusiasmo, después de seis meses de ausencia?

El sendero que conducía en línea recta al Valle pasa por encima de los acantilados y detrás del templo de Deir el Bahri. Cuando subimos la pronunciada cuesta estábamos de muy buen humor; el apuesto rostro de Emerson mostraba una abierta sonrisa, e incluso moderó sus pasos, con mucha consideración, para adaptarlos a los míos, mientras los jóvenes nos precedían. Más abajo se encontraba el hermoso templo de la reina Hatshepsut con los pórticos que brillaban al sol. El aire era muy cálido y no corría brisa alguna; el único color era el del cielo azul sobre nuestras cabezas, por delante se extendía el polvo blanco y las rocas descoloridas por el sol.

Cuando llegamos a lo alto de la meseta, Emerson se detuvo y me llevó a su lado. No lamenté descansar un instante; después de pasar un verano en la Inglaterra húmeda y lluviosa, siempre me cuesta unos días acostumbrarme al seco clima egipcio.

Después de un rato, Emerson me miró y sonrió.

— ¿Bien, Peabody?

No me fue difícil encontrar una manera de resumir mis sentimientos.

— Soy la más afortunada de las mujeres, Emerson -dije con considerable emoción.

— Gran verdad -dijo él-. Ahora date prisa porque estamos perdiendo el tiempo. Oh, y de paso, Peabody…

— ¿Sí?

— Eres la luz de mi vida y la alegría de mi existencia.

— Gran verdad -respondí.

Emerson lanzó una carcajada y me cogió del brazo.

El sendero que recorríamos atravesaba la meseta y tenía muchas curvas, pues bordeaba el extremo sudoccidental del profundo cañón, o wadi, en el cual estaban enterrados los monarcas del imperio. Hay dos Valles de los Reyes, pero el oriental contiene el mayor número de tumbas reales, y los turistas y las guías se refieren a él cuando lo nombran sin un adjetivo calificativo. Desde arriba, el Valle se parece a una hoja compleja, como las de un roble o arce, con ramificaciones que se extienden en todas direcciones. Las escarpas que lo circundan son casi verticales; ni siquiera los egipcios con sus pies ligeros pueden escalarlas, excepto en contadísimas zonas donde senderos tan antiguos como las mismas tumbas descienden en curvas sinuosas hacia el Valle.

Los jóvenes nos estaban esperando en lo alto de uno de estos senderos, e hicimos una pausa para admirar el panorama. Algunas personas lo podrían haber encontrado inhóspito e imponente; ni un arroyuelo refrescaba la vista, no había árboles, ni flores, ni una brizna de hierba. Grupos de turistas, que desde lo alto se reducían a bultos informes, se movían aletargados por el suelo del Valle. La mayoría ya había partido hacia la orilla oriental en busca de la comodidad de sus hoteles, pero quedaban suficientes como para hacer que Emerson susurrara: «¡Malditos turistas!».

— ¿Dónde vamos primero? -preguntó Nefret.

Con los brazos en jarra, Emerson estudió la escena. Yo sospechaba que tramaba algo, y mis sospechas se confirmaron cuando dijo con aire despreocupado: «Cárter todavía trabaja en la tumba Hatshepsut, ¿verdad?».

— Eso dijo en la cena de la otra noche -replicó Ramsés-. La galería parece no tener fin; había cavado casi doscientos metros la temporada pasada, y el final aún no se veía. Espera llegar a la cámara mortuoria este mes, pero dudo que lo haga; el relleno es tan duro como el cemento. Los hombres utilizaban piquetas y el calor era intenso.

No le pregunté cómo lo sabía. Puede que hubiera obtenido esa información de Howard, pero era más probable que hubiera ido al maldito lugar por sí mismo. Me descuidé y no le prohibí que lo hiciera, ya que no se me había ocurrido que tuviera esa intención.

— ¿Qué tal si le echamos un vistazo? -dijo Emerson-. La tumba está tan lejos y es tan poco distinguida que ninguno de los malditos turistas estará allí.

Fue el primero en comenzar el ascenso, pero Nefret lo siguió pisándole los talones. Ramsés había aprendido por su propia y dolorosa experiencia que Nefret rechazaría con altivez cualquier ofrecimiento de ayuda, de manera que la dejó continuar y me ofreció su mano. Yo no la necesitaba, pero de todas manera la cogí.

— ¿Cuál es el número de la tumba de Hatshepsut? -pregunté.

— Veinte.

— Aja -exclamé-. ¡Lo sabía! A tu padre no le interesa la tumba de Hatshepsut; busca la tumba Veinte-A, que debe estar en la misma zona. Por Dios santo, Ramsés, fíjate en lo que haces.

Su pie debió resbalar; se enderezó al instante y me cogió con una mano casi tan firme como la de su padre.

— Perdone, madre. Me has pillado por sorpresa. Creí que lo sabías. Esa tumba no existe.

— ¿Qué? Pero las tumbas están numeradas.

— Sí, en una secuencia numérica. El señor Wilkinson, que más tarde fue Sir Gardiner, numeró las tumbas conocidas hace ochenta años; las últimas fueron las número Veinte y Veintiuno. Monsieur Lefeburo añadió a la lista…

— Ramsés -interrumpí, tratando de no hacer rechinar los dientes- ve al grano.

— Estoy tratando de hacerlo, madre. En resumen, desde entonces se han localizado y numerado otras tumbas, por orden de su descubrimiento. Creo que la última es la Cuarenta y Cinco, que fue encontrada el año pasado por Cárter. No existen las A ni las B ni ninguna otra sub-categoría.

Me detuve en seco.

— Un momento. ¿Me estás diciendo que no hay una tumba con el número Veinte-A?

— No, madre. Ejem… Sí, madre, es lo que le estoy diciendo. Supuse que usted y mi padre habrían discutido el tema. Seguro que el profesor conoce este hecho.

— ¿De verdad? -Reflexioné sobre la conducta turbia y poco limpia de Emerson. ¿Había evitado deliberadamente revelarme la verdad, de tal manera que yo me hundiera cada vez más en el pozo de la ignorancia? ¡Bueno! Gracias a Ramsés podría escapar de esa vergüenza…, si es que no se me ocurría otra manera de salir airosa. Me pregunté por qué no me había corregido Howard Cárter cuando le mencioné el número.

Una pregunta más urgente escapó de mis labios.

— ¿Por qué querría alguien alejarnos de una tumba imaginaria? Si no existe, no la podemos investigar.

— Cierto -dijo Ramsés-. Sin embargo, es posible que el individuo en cuestión quisiera indicar…

— ¡Peabody! -Emerson estaba más abajo, pero su voz hubiera podido oírse desde el otro lado del Valle-. ¿Por qué te detienes?

— Ya voy, querido -grité y me apresuré. Ramsés intentó alcanzarme una y otra vez cuando comencé a descender la cuesta, pero logré eludirlo. En realidad, en ese momento me sentía muy agradecida: no sólo me había advertido del peligro que me aguardaba, sino que me había dado la clave para evitarlo.

Cuando llegué al fondo del Valle, encontré a Emerson conversando con Ahmed Girigar, el Rais de los vigilantes egipcios, o gaffirs. En teoría, su trabajo consistía en cuidar las tumbas de los vándalos, ladrones y visitantes no autorizados. En la práctica, su actividad principal se limitaba a sacarle propinas a los turistas que dejaban pasar a las tumbas. Desde que Howard había asumido el cargo de inspector del Alto Egipto, había hecho mucho para mejorar las condiciones del Valle: levantó vallas de hierro delante de las tumbas más importantes, construyó algunos senderos, a través de las piedras afiladas y los pesados peñascos que salpican el fondo del Valle y contrató a vigilantes. La utilidad de los gaffirs era cuestionable; eran hombres de la zona, y como tales, muy pobres. Supuse que poquísimos hubieran prohibido algo a un visitante si el dinero que recibían era lo suficientemente cuantioso, y algunos hasta vendían, bajo cuerda, antigüedades robadas.

Sin embargo, tanto Howard como Emerson apreciaban al Rais Ahmed.

— Es honrado si ve que la cosa lo merece -fue la evaluación de Emerson, no más cínica que la que hacía de la mayoría de las personas.

Ramsés se quedó atrás para intercambiar cumplidos con el Rais Ahmed («Alto y apuesto como tu honorable padre, agradable a las mujeres…»), y el resto seguimos nuestro camino. Estaba contenta con mis botas reforzadas, pero envidié, tanto como lo deploraba, el atuendo cómodo y nada profesional de Emerson. El calor nos agobiaba desde lo alto y se levantaba desde abajo, reflejado en una superficie que brillaba con una deslumbrante blancura. Por mi rostro corrían enormes gotas de sudor y mi mano, que desde la muñeca hasta la punta de los dedos estaba encerrada en el puño amplio y caluroso de Emerson, parecía un ajado guante de lana. En la escarpada pared rocosa que estaba a nuestra derecha vi uno de los números del señor Wilkinson. Era el Diecinueve; como recordé por mis lecturas, marcaba la tumba de un príncipe ramésida con un nombre polisilábico. Belzoni había descubierto la tumba en 1817, pero la entrada estaba casi enteramente bloqueada por escombros.

— Deteneos -ordené, llevando a Emerson hacia un costado, donde había sombra-. Quiero hablar contigo.

— ¿Sobre qué?

— Por un lado, de tu falta de confianza en mí, pues no me has contado cuál es tu verdadero propósito. No tienes ninguna intención de ir a visitar a Howard. No estará allí; como todo excavador sensato, deja de trabajar durante el momento más caluroso del día, y es de muy mala educación explorar las tumbas de otras personas sin su…

— Sí, sí -dijo Emerson, mientras me estudiaba con leve curiosidad-. ¿Estás un poco acalorada, verdad? Quién lo diría. ¿Por qué insistes en ponerte una chaqueta y en abotonarte la blusa hasta el cuello? Nefret tiene más sentido común; se ha quitado la suya.

Me di la vuelta con un grito ahogado y sentí un gran alivio al ver que le había comprendido mal. Nefret no se había quitado la blusa, sino la chaqueta, que llevaba David.

Su uniforme de trabajo, como el mío, consistía en botas y pantalones para abajo, y en blusa y chaqueta para arriba. En ese momento su vestimenta se parecía a la de Ramsés y David, porque se había remangado y desabrochado los botones superiores de su blusa y caminaba con la desenvoltura de un muchacho. No obstante, nadie la hubiera confundido con un varón, ni siquiera con el cabello oculto por el casco. No era sólo su cara delicada y bonita lo que definía su sexo. Los pantalones debieron encoger con el lavado.

— Ponte la chaqueta enseguida, Nefret -exclamé.

— Oh, tía Amelia ¿debo hacerlo? ¡Hace un maldito calor!

— Y no digas palabrotas.

— Eso no es decir palabrotas -dijo Ramsés-. Deberías oírla cuando está enfadada de verdad. -Eludió el golpe juguetón que ella le amagó y continuó diciendo-: La tumba de Hatshepsut está justo enfrente. No oigo señales de actividad; quizá el señor Cárter ha dejado de trabajar por hoy.

— Ejem… -murmuró Emerson, indicando así su desdén por los excavadores que limitan sus actividades a causa de unos simples cien grados de calor.

— De todas formas me gustaría echar un vistazo -dijo Nefret.

Ramsés y David manifestaron inmediatamente su intención de hacer lo mismo, y el trío partió. El sendero era empinado y bastante escabroso; esta parte del Valle no recibía con frecuencia la visita de turistas, de manera que el Service des Antiquités no se había tomado el trabajo de facilitar el acceso.

Como en todas las zonas de las montañas tebanas, la pared opuesta del wadi estaba acribillada de agujeros y hendiduras. El lugar se hallaba desierto, excepto por un inmóvil montón de ropa que se veía en la base del acantilado: era uno de los guardias, que dormía la siesta. Su túnica polvorienta se confundía tan bien con la roca que no me di cuenta de su presencia hasta entonces. Las únicas partes visibles de su persona eran las plantas de sus pies desnudos, y parecía dormir tan profundamente como lo haría un inglés en una cama de suaves plumas. No obstante, bajé la voz cuando me dirigí a mi marido.

— Como te estaba diciendo, Emerson, conozco la verdadera razón de que hayas venido hasta aquí. Esperas localizar la misteriosa tumba mencionada por nuestro anónimo corresponsal.

Emerson se apoyó en una piedra y comenzó a llenar la pipa.

— Tu hábito de sacar rápidas conclusiones te ha jugado una mala pasada esta vez, Peabody. Lamento informarte…

— Que no hay una tumba con el número Veinte-A. Lo sabía, por supuesto.

— ¿Lo sabías? ¿Entonces, por qué diablos no lo dijiste?

— Por la misma razón que tú -le sonreí bondadosa y tuvo la gentileza de parecer avergonzado-. Nuestras mentes siguen la misma pista: el número indica una tumba que no ha sido descubierta aún, excepto por nuestro misterioso informante. Al designarla de ese modo, nos ha proporcionado una pista sobre su localización. Se ubica en algún lugar entre la Veinte y la Veintiuno. La tumba de Hatshepsut, la número Veinte, está al final de ese pequeño meandro del wadi, de manera que el señor Wilkinson debió haber retornado al Valle principal después de numerarla. Si empezamos en la tumba de Hatshepsut, y seguimos la escarpa hasta la tumba Veintiuno…

Emerson emitió un suspiro tan profundo que casi se le saltaron los botones de la camisa.

— No pienso perder el tiempo en esa tontería, Peabody.

De manera que fuimos a reunimos con los jóvenes, que, tal como lo había previsto, discutían. Nefret se estaba burlando de Ramsés porque se había negado a entrar en la tumba de Hatshepsut o a permitir que ella lo hiciera, y David trataba sin éxito de que hicieran las paces.

La perspectiva no era muy alentadora. Por encima de la entrada, que descendía en forma de túnel, se elevaban las escarpas en línea recta hacia el cielo. A cada lado se levantaban montículos de piedras que las tormentas y la erosión habían llevado al fondo del Valle. Algunos de esos montículos estaban formados por escombros sacados de la tumba; eran de un color más oscuro que la pálida piedra caliza que estaba por todas partes, y los demás trozos tenían el aspecto dentado del esquisto o de otro tipo de roca blanda.

Era un lugar impactante. Me bastó una mirada hacia el interior del oscuro agujero cavado bajo la escarpa para convencerme de que no quería entrar ahí, al menos esa tarde. Si no hay una pirámide a mano, suelo conformarme con entrar en una tumba bonita y profunda, pero por lo que había oído, aquélla no tenía nada más que ofrecer que estiércol de murciélagos, una temperatura de horno de fundición y la posibilidad de que un trozo de roca se cayera y me partiera la cabeza. Además, estaba ansiosa por comenzar la búsqueda de la tumba perdida.

Esta sugerencia encantó a Nefret, y le hizo olvidar el enfado con su hermano. Se giró hacia él con una sonrisa deslumbrante y le dijo:

— Démonos la mano, Ramsés, y seamos amigos. Estoy segura de que tus intenciones eran buenas, y yo no quise insinuar que tuvieras miedo.

— Me agrada escuchar eso -dijo Ramsés, cruzando los brazos y frunciendo el ceño ante la pequeña mano que ella le ofrecía-. Por lo general, la palabra «cobarde» tiene ese significado, en especial cuando alguien la grita a todo pulmón.

Nefret se limitó a reír y le echó los brazos alrededor del cuello, en un abrazo afectuoso. En lugar de ablandarse, el rostro del joven se puso más sombrío.

La distancia a recorrer era menor de ciento cincuenta metros, en línea recta. Pero no había líneas rectas en esa hondonada: los bordes de la escarpa eran muy abruptos y la base estaba cubierta de esquisto suelto y rocas caídas, con montones de escombros a cada costado. Comenzamos a andar desde la abertura que marcaba la entrada a la tumba de Hatshepsut y seguimos la base de la escarpa hacia el wadi principal; nos arrastramos, subimos y bajamos, investigamos las depresiones interesantes; todos excepto Emerson, que había rechazado de plano participar. Caminaba en paralelo a nuestro errático sendero con la nariz en el aire. Estaba obligado a caminar con marcada lentitud a fin de mantenerse al mismo nivel que nosotros, y su marcha se parecía en algo a la de un funeral militar, pues hacía pausas a cada paso. Le grité un comentario jocoso al respecto; Emerson respondió con un gruñido y una mueca, y David, que había permanecido a mi lado, se mostró ansioso.

— ¿Está enfadado? ¿He hecho algo?

Me detuve para secarme la frente sudorosa y le tranquilicé con una sonrisa. David se tomaba la vida muy en serio. No era de extrañar, podrían decir algunos, después de la angustiosa etapa que pasó antes de unirse a nuestra familia; pero a veces me preguntaba si carecía de sentido del humor. Ciertas personas son así. Es necesario admitir las diferencias culturales, por supuesto; Abdullah había tardado varios años para comprender algunas de mis pequeñas bromas.

— El profesor finge que está enfadado conmigo -le expliqué-. No le prestes atención, David.

Sin embargo, no hubo más remedio que prestarle atención, pues emitió un rugido.

— ¡Nefret! ¿Cuántas veces te he dicho que no pongas la mano desnuda en una hendidura como ésa? ¿Ramsés, en qué estás pensando que le permites hacer algo así?

— Yo sólo… -comenzó Nefret.

— Ven aquí -Emerson se había detenido a la entrada de la tumba Diecinueve. Con el entrecejo fruncido, esperó a que todos estuviéramos reunidos a su alrededor para hablar-. Las víboras y los escorpiones viven en los agujeros de las rocas. No son criaturas agresivas, pero no se las puede culpar si atacan cuando les invaden los nidos.

Lanzó una mirada furiosa a Ramsés, que trasladaba su peso de un pie al otro, y preguntó amablemente:

— ¿Te aburro, Ramsés?

— Sí, señor -respondió Ramsés-. Todos nosotros, creo, estamos advertidos de los hechos que menciona. Nefret sólo…

— Se supone que tú la tienes que cuidar.

Los labios de Ramsés se abrieron para emitir una protesta indignada, pero Nefret, igualmente ofendida, se anticipó.

— ¡No le culpe! No es responsable de mí. Yo sabía lo peligroso que es pero me olvidé. No volverá a suceder.

Emerson miró a su hijo. Creí detectar el asomo de una pequeña luz en sus penetrantes ojos azules.

— Hum… sí. He sido injusto. La culpa fue de Nefret, que debería haberse comportado mejor, y si la pillo haciendo una cosa tan tonta otra vez, la dejaré encerrada en la casa. Dicho lo cual -continuó- regresaremos ahora. Es tarde y nos espera una larga caminata.

Nadie se sintió dispuesto a discutir con él, y ante mi insistencia todos tomamos un poco de agua antes de emprender el retorno. Excepto Emerson, cuya capacidad para prescindir del agua se parece a la de un camello, todos llevábamos cantimploras.

— ¿Dónde está el gaffir? -preguntó Emerson de improviso.

— ¿Cuál gaffir? Oh, ese individuo. -Eché una mirada alrededor. El bulto polvoriento no se veía por ningún lado-. Se fue a atender sus asuntos, supongo, sean los que sean.

— No veo a nadie -afirmó Nefret.

Como era de suponer, Ramsés dijo que lo había visto.

— ¿Estaba haciendo algo que lo hizo sospechar, padre? Porque cuando yo lo observé estaba, o aparentaba estar, profundamente dormido.

— Así es -convino Emerson.

No había contestado a la pregunta de Ramsés. Saqué en conclusión que se mostraba deliberadamente ambiguo y misterioso para ponerme sobre una pista falsa. Hace ese tipo de cosas cuando nos vemos involucrados en una competencia amistosa con algo relacionado con un crimen.

Ciertamente, todavía no había señales de que se hubiera cometido un crimen. Quizá Emerson conocía algo que yo no sabía. Alegre ante este pensamiento, permití que me condujera de regreso.