Capítulo 11

Los jóvenes tienen una cierta predisposición hacia el martirio, en especial el del tipo verbal.

Donald nos había pedido que cenáramos con él y Enid, pero preferí rechazar la invitación. La señora Jones había explicado que ella «siempre ayunaba y meditaba en soledad antes de convocar a los espíritus»; ese interludio nos daría la oportunidad que necesitábamos para celebrar una reunión, definitiva y privada, con ella. Cenamos temprano, y tan pronto como llegó Cyrus, nos dirigimos a la dahabiyya, donde nos encontraríamos con los muchachos.

Cyrus estaba vestido con una elegancia como nunca le había visto: su traje de lino era de una blancura inmaculada y sus guantes estaban impecables. El diamante de su alfiler de corbata, aunque de tamaño modesto y de buen gusto, era de primerísima calidad. Le felicité por su aspecto y añadí:

— Temo que el resto de nosotros no estemos a su altura, amigo mío. Llevamos nuestras ropas de trabajo, como puede ver; pensé que sería conveniente que estuviéramos preparados para cualquier contingencia, ya que no podemos prever lo que sucederá.

— Usted y Nefret lucen encantadoras con cualquier cosa que se pongan -dijo Cyrus, galante-. Y veo que lleva su sombrilla; debería resultar una defensa suficiente contra cualquier peligro. No obstante, usted debe tener alguna idea de lo que va a pasar.

— Alguna, sí, pero necesito hablar con Ramsés. Se escabulló esta tarde antes de que pudiera averiguar los planes que había convenido con Enid.

Tuvimos que esperarlo, como siempre. David nos saludó al llegar; cuando manifesté mi impaciencia, dijo que Ramsés casi estaba listo y se ofreció para meterle prisa. Le dije que yo me encargaría, pero tan pronto como llamé a la puerta, Ramsés salió, y enseguida estuvimos en camino, cruzando el río.

— Muy bien -dije, acomodándome el chal-, dinos que pasó esta tarde.

Con la cabeza ladeada, Ramsés pareció considerar la pregunta, aproveché para añadir con impaciencia:

— No quiero una de tus descripciones detalladas e interminables de cada una de las palabras pronunciadas y de cada pensamiento que pasó por tu cabeza, Ramsés. Sólo dinos los datos pertinentes.

— Ah -dijo Ramsés-. Muy bien, madre. Primero, el atuendo. Conseguí adquirir unas imitaciones bastante bonitas de joyas antiguas en la tienda de Mustafá Kamel: un collar de cuentas, brazaletes, aretes, y demás. La prenda básica, como sabe, es bien simple. Una sábana, adecuadamente drapeada, fue suficiente, y también compré un largo pañuelo a rayas para atárselo a la cintura. La principal dificultad fue su pelo, no su color, sino su peinado. En los suks no se obtienen copias de las complicadas pelucas egipcias antiguas.

— ¡Maldita sea!, sabía que tendría que haber ido contigo -exclamó Nefret-. Yo la podía haber arreglado para que pareciera auténtica.

— Ése no fue el problema -dijo Ramsés-. Lo que necesitábamos era un peinado que se pudiera cambiar con rapidez.

— Tienes razón -asentí-. Enid deberá ir del salón al pasillo, y llegar al dormitorio de la señora Jones, del cual emergerá como Tasherit. ¿Dime, puede ponerse el disfraz deprisa y sin ayuda?

— Después de estudiar varias alternativas -continuó Ramsés-, convinimos en que sería mejor que llevara un vestido suelto; creo que Enid lo llamó un vestido para el té. Se lo pondrá después de la cena.

— ¿Y su cabello? -preguntó Nefret.

— Se lo dejará suelto. Es muy espeso y largo -expresó Ramsés-. Le llega casi hasta la cintura.

— Bien -dije-. Donald quedará satisfecho con esa imagen romántica; no conoce demasiado bien los peinados egipcios antiguos. Deberemos asegurarnos de que la habitación esté casi en la oscuridad, más que la otra noche, y crear algún tipo de distracción para que Enid pueda escabullirse sin ser vista por Donald.

Emerson se ofreció para hacerlo. Después de un silencio breve y aprensivo al extremo, dije con tacto:

— Lo discutiremos con la señora Jones. Posiblemente tenga alguna buena idea.

El problema de cómo llegar hasta el salón de la señora Jones sin ser vistos se pudo resolver con facilidad. Siempre me familiarizo con las zonas de servicio de los hoteles y demás dependencias, ya que uno nunca sabe cuando deberá entrar en ellas subrepticiamente. Fui yo, por lo tanto, quien guió a nuestro grupo, evitando los bonitos jardines del Luxor y entrando por un camino estrecho que llevaba a un pequeño patio cercano a las cocinas. Me alegré de llevar zapatos reforzados en lugar de escarpines de noche. Monsieur Pagnon, el administrador del hotel, se esforzaba por mantener las normas de higiene, pero el suelo estaba cubierto de todo tipo de basura.

Dos de los ayudantes de cocina estaban fumando al lado de la puerta de atrás. Nuestra aparición los sobresaltó; se quedaron mirándonos tan atónitos que ni siquiera respondieron a mi amistoso saludo. El mismo sobresalto experimentaron los ocupantes de la cocina cuando entramos. Uno de los camareros dejó caer una sopera, pero fue el único incidente digno de mención. Creo que era sopa de lentejas.

Las escaleras de servicio no tenían alfombras y estaban muy sucias. No encontramos a nadie y cuando abrí la puerta que daba al pasillo del primer piso, lo encontré desierto. La mayoría de los huéspedes había bajado a cenar. Las habitaciones de los Fraser estaban en la fachada del hotel y daban a los jardines. Llamé con suavidad a la puerta del salón de la señora Jones. Se abrió enseguida, pero sólo lo suficiente para que se viera un ojo que me miró con recelo. Al reconocerme, la señora abrió la puerta.

— Entren, rápido -murmuró-. El señor Fraser sufre un estado de excitación nerviosa, y no sé si su mujer lo podrá mantener entretenido hasta la hora prevista.

Cyrus se empeñó en estrechar su mano, y mientras intercambiaban saludos yo examiné su vestido de crepé de seda color malva con considerable interés. Se trataba de uno de los nuevos vestidos estilo «Reforma», holgado y con reminiscencias del Medioevo. Un largo abrigo sin mangas de terciopelo bordado caía por sus hombros. El conjunto otorgaba solemnidad a su figura pequeña y robusta y sugería un exotismo que convenía a la ocasión. También parecía ser muy cómodo. Tomé nota mentalmente para preguntarle después dónde lo había comprado. ¿Quizá en Liberty? El establecimiento era conocido por vender tales atuendos.

Después de que todos entráramos, la señora Jones echó el cerrojo a la puerta. No había hecho ayuno; sobre la mesa se veían un plato con dulces variados y una copa de vino. La dama vio mi reacción y devolvió mi mirada sardónica con una sonrisa divertida e impertérrita antes de llevar las vituallas a su dormitorio.

— Bueno -dijo bruscamente-. La señora Fraser parece que sabe lo que debe hacer. Esta tarde hemos podido hablar un instante. Le prometí que pondríamos una pantalla delante de la puerta de manera que no se vea la luz del pasillo cuando salga sigilosamente de la habitación. ¿Puede alguno de ustedes, caballeros…?

— Sería más sencillo eliminar las bombillas del pasillo -propuso Emerson, que se estaba tomando un interés algo alarmante por el proceso.

Le disuadimos de realizar una acción tan poco práctica, y Ramsés explicó que había encontrado un medio para solucionar el problema. Sacó un martillo y un puñado de clavos de su bolsillo y solicitó que la señora Jones le prestara una sábana o una manta de su cama.

— ¿No le extrañará al señor Fraser que esta vez el cuarto esté mucho más oscuro? -preguntó Nefret.

Ramsés, de pie sobre una silla, martilleaba con afán.

— Debe estar oscuro si la señora Fraser quiere escabullirse sin que la vean -dijo-. Nuestra excusa consistirá en que, como lo saben todos los estudiosos de ocultismo, el gran esfuerzo que conlleva una materialización requiere oscuridad total.

— Donald lo creerá, en cualquier caso -dijo la señora Jones cínicamente-. Ustedes deben mantenerle las manos bien cogidas, profesor y señor Vandergelt, y no dejar que se suelte por nada. El momento más peligroso llegará al final, cuando la princesa se despida para siempre. Quizá el señor Fraser no esté dispuesto a dejarla ir. La señora Fraser está preparada para esa posibilidad, ¿no es cierto?

— Conoce su papel -dijo Ramsés, sin darse la vuelta.

— Necesitará tiempo para volver a vestirse y regresar a la habitación -dijo Emerson-. Si tuviéramos una pequeña refriega, y yo tumbara a Fraser…

— No, Emerson -dije.

— No, a menos que fuera necesario — enmendó la señora Jones.

Se había sentado en el sofá y bebía a sorbitos el vaso de agua mineral que Cyrus le había servido. Yo comenté:

— Parece muy tranquila, señora Jones. Anoche mencionó que tenía los nervios desechos.

La mujer levantó los pies, los apoyó en un escabel y se inclinó hacia atrás, ofreciendo la viva imagen de la confianza y la calma.

— Estoy acostumbrada a trabajar sola, señora Emerson, cuando todo el peso descansa sobre mi espalda. Esta experiencia es nueva para mí, y la disfruto. Me atrevo a decir que ningún charlatán ha tenido nunca un grupo de colaboradores tan hábiles y dispuestos.

Cyrus soltó una risita.

— Nervios de acero -dijo con admiración.

La señora Jones se volvió para mirarlo. Su voz y su cara expresaban una enorme seriedad.

— No del todo, señor Vandergelt. Esta noche nos jugamos una carta desesperada. Si nuestra función no tiene éxito, podría dejar al señor Fraser peor que antes, o no hacerle cambiar de propósito. Y -añadió con una sonrisa- si continúa buscando la tumba, tendré que ir con él, subiendo escarpas y descendiendo a los wadis. Mis pies maltratados no lo soportarán más.

Como había predicho la señora Jones, Donald llegó diez minutos antes. Un leve golpe en la puerta anunció su llegada, y cuando lo escuchó, la dama emitió un largo suspiro.

— A sus puestos, damas y caballeros -dijo, y se tiró sobre el sofá, cerró los ojos y se apretó las manos contra el pecho. Yo me dirigí a la puerta.

Donald estaba solo. Su cara no presentaba los colores de costumbre, y sus ojos me atravesaron como si yo fuera una camarera de piso. Con voz suave y trémula preguntó:

— ¿Está lista?

— Todavía descansa -dije, dando un paso atrás para que pudiera entrar-. Quédese muy quieto. No debería haber llegado tan pronto, Donald.

El hombre entró de puntillas. Lo hacía tan mal como Emerson. Con un dejo de su antigua sonrisa dijo:

— Ustedes tampoco pudieron esperar.

Este comentario ingenuo nos recordó nuestra mayor ventaja. Tan fuerte era su necesidad de creer, que aceptaría sin cuestionamientos cualquier cosa que conviniera a su fe. Un hombre más receloso, viéndonos a todos reunidos, podría haberse preguntado qué diablos hacíamos ahí con tanta anticipación. Donald se limitó a saludar a los demás con voz ahogada y se sentó.

La señora Jones salió de su «estado de meditación», y estaba sentada cuando Enid se nos unió. Su vestido para la hora del té, de crepé de china color rosa, parecía diseñado para el objetivo de esa noche; tenía mangas largas y amplias, un cuello alto, y se abotonaba convenientemente en la delantera. Había suficiente tela en sus voluminosos pliegues como para cubrir a dos mujeres de su talla, lo que en cierto sentido era verdad.

Habíamos acordado de antemano dónde nos sentaríamos: Enid entre Ramsés y yo, al extremo de la mesa más cercano a la puerta; Donald entre Emerson y Cyrus, en el otro extremo. Donald no cuestionó este arreglo ni ninguna otra cosa, ni le llamó la atención la manta clavada sobre la puerta. Empecé a preguntarme por qué nos habíamos esforzado tanto por crear una ilusión; Donald probablemente no hubiera puesto objeciones si la señora Jones le hubiera pedido que se tumbara boca abajo debajo de la mesa mientras la princesa se tomaba su tiempo para materializarse.

Sin embargo, la situación no era cómica en absoluto. Lo último que vi de Donald, antes de que se apagaran las luces, fue su cara hinchada y sus ojos, que se salían de las órbitas. Deseé, aunque era ya demasiado tarde, haberlo examinado para comprobar si su corazón funcionaba bien. Las fatigosas actividades físicas de las últimas semanas no habían tenido efectos negativos en él, lo que resultaba alentador. Sólo cabía esperar que todo saliera bien.

La señora Jones se superó a sí misma. Gruñó, jadeó y balbuceó. Ramsés no había explicado al detalle las señales que Enid y él habían convenido (para ser justa, le había ordenado que no lo hiciera), de manera que me sobresalté tanto como Donald cuando la voz de mi hijo interrumpió los quejidos de la señora.

— ¡Mire! ¿Qué es eso que hay en la ventana?

Tan contagiosa era la atmósfera esotérica, que por un momento imaginé que veía una figura pálida y amorfa contra los cortinajes. (Como supe después, en realidad la vi: una larga tela blanca mantenida a distancia por un brazo de David, cuya silla era la más cercana a la ventana.) Entonces, Enid retiró su mano de la mía y escuché el suave roce de una tela, cuando se deslizó detrás de la manta que cubría la puerta.

— No es nada.

La voz era de David. Sonaba como si estuviera recitando un discurso aprendido, tal como sucedía en realidad.

La señora Jones reconoció la señal de su entrada y emitió un aullido penetrante, que le hizo recuperar la atención de Donald. Comenzó a hablar con frases entrecortadas, salpicadas de quejidos desgarradores y jadeos.

— Demasiado fuerte… el dolor… Oh, dioses de ultratumba…

Donald comenzó a forcejear para liberarse. Escuché que Emerson le reñía, en voz baja pero con violencia, recordándole los peligros que acechaban a la médium y a la princesa si se interrumpía la materialización.

Enid debía tener problemas con los botones o las peinetas; las invocaciones de la señora Jones a los dioses de ultratumba se habían hecho algo repetitivas antes de que la puerta que estaba detrás de ella se abriera para mostrar a… Enid, envuelta en una sábana y adornada con joyas baratas, iluminada por una única lámpara ubicada a su espalda.

Pero no fue eso lo que vio Donald, y por un breve instante yo vi lo mismo que él: la esbelta silueta de una mujer que se destacaba en el resplandor que se filtraba por su vestimenta traslúcida, el brillo del metal que ornaba su cuello y sus muñecas, el cabello negro que caía sobre sus blancos hombros.

Por unos segundos el silencio se hizo tan profundo que se podía oír el silbar de la llama en la mecha de la lámpara. Retuve el aliento. Éste era el momento crucial. ¿Recordaría Enid su discurso y lo pronunciaría correctamente? ¿Aceptaría Donald semejante visión?

La cara de Enid estaba oscurecida por la tenue luz de la lámpara y por un velo blanco (una buena idea; tomé nota mentalmente para felicitar a Ramsés). Sin embargo, ¿sería posible que un hombre no reconociera los rasgos de su propia mujer? Enid no debía permanecer mucho tiempo en el salón. ¿Cómo podría irse sin ser vista?

Todos estos interrogantes pasaron por mi cabeza en un instante. Entonces, Donald liberó el aliento en un sollozo. Trató de decir su nombre, el nombre de Tasherit, pero sólo pudo pronunciar la primera sílaba.

Enid se aclaró la garganta.

— Te saludo, mi señor y mi amor largamente perdido -empezó a decir-. Ha sido un viaje muy agotador, a través de la oscuridad de Amenti…

Oh, Dios mío, pensé. Sonaba como una colegiala que tratara de emular a una heroína trágica. Debía haber sido Ramsés el que había redactado un discurso tan espantoso. ¿Qué había estado leyendo?

Resultaba cómico y embarazoso… y lamentable. Donald estaba llorando. La voz remilgada y tímida de Enid siguió divagando acerca de los dioses de ultratumba y el dolor de recobrar un cuerpo humano y tonterías por el estilo. Yo comencé a pensar que no podría aguantar las lágrimas de Donald ni la banalidad de la prosa de Ramsés mucho tiempo más. Ya era hora de que Enid dejara de hablar y se desmaterializara. ¿A qué estaba esperando?

Puesto que no me atrevía a hablar en voz alta, busqué por encima de la mesa la mano de Ramsés, con la intención de apretarla rítmicamente para transmitirle un mensaje. Lo único que pude pensar fue un S.O.S., que parecía lo más apropiado. Encontré su mano, pero antes que pudiera hacerle la señal, sus dedos cogieron los míos y los apretaron con fuerza. Comprendí su mensaje. Me ordenaba que me quedara tranquila y en silencio.

Entonces vi que Enid se deslizaba sigilosamente al interior del salón. Con un movimiento repentino retiró el velo de su cara y alargó los brazos.

— Por la misericordia de Dios he vuelto a ti. Somos una otra vez, ella y yo, y estaremos contigo durante este ciclo de… ¡vaya!

La pasión dio a Donald la fuerza para librarse de los hombres que lo retenían. Corrió hacia Enid y la cogió en un abrazo que la dejó sin aliento y, ¡gracias a Dios!, puso fin al discurso.

Traté de liberar mi mano del apretón de Ramsés, pero no pude.

— Luces -dijo.

El candelabro, que estaba sobre nuestras cabezas, se encendió en un derroche de brillo, y todos parpadeamos, demasiado encandilados como para movernos, mientras Donald tomaba a Enid en sus brazos, tropezaba, recuperaba el equilibrio y caminaba hacia la puerta. La miraba a los ojos con tanta emoción, que hubiera tropezado de cabeza contra la manta y la puerta si Ramsés no hubiera llegado primero. Con la habilidad de un mayordomo bien entrenado, apartó la cortina y abrió la puerta.

— ¡Bien! -dije, y por esta vez no se me ocurrió nada más.

Ramsés cerró la puerta. Cogió la manta y le dio un fuerte tirón, que desprendió los clavos de la madera, y tiró la tela sobre un sillón. Luego volvió a ocupar su lugar en la mesa.

— Creo -dijo débilmente la señora Jones- que me tomaría una copita de vino.

Todos bebimos. A continuación, comenzamos a hablar al mismo tiempo, todos excepto David, que obviamente conocía de antemano el plan de Ramsés.

— ¿Por qué no me advertisteis? -pregunté.

Emerson dijo:

— ¡Maldita sorpresa! ¡Santo Cielo, Ramsés…!

— Parece haber surtido efecto -dijo Nefret con desgana-. Pero podíais haber…

Cyrus sacudió repetidamente la cabeza y pronunció varias exclamaciones americanas extrañas. La señora Jones comentó:

— Joven, es usted uno de los más…

Como la cortesía lo requería, Ramsés me contestó a mí primero.

— Me dijo que no entrara en detalles, madre.

— ¡Oh, Dios mío! -exclamé.

— Me dio la impresión -explicó mi hijo- de que este guión resolvía muchos de los dilemas a los que nos enfrentábamos: la posibilidad de que el señor Fraser reconociera a su esposa, la dificultad de que volviera al cuarto sin ser vista por él, y el mayor peligro de todos: que se descompusiera o le diera un ataque cuando la princesa lo dejara para siempre.

— ¿De manera que fue idea tuya? -inquirí.

— La desarrollamos la señora Fraser y yo.

— Aja -dijo Emerson, mirando a Ramsés con ojos penetrantes-. Bueno. Esperemos que el asunto haya terminado. Ahora dejaremos tranquila a la señora Jones con su vino y sus dulces.

— ¿Cuáles son sus planes? -le pregunté a la dama.

Su mirada encaró la mía con helado desafío.

— Más bien debo ser yo, señora Emerson, la que le pregunte cuáles son sus planes para mí. Partiré de Egipto tan pronto como pueda, sola o escoltada por la policía, como usted decida.

— No hay ninguna prisa -dijo fríamente Cyrus-. ¿Por qué no se retiran, amigos? Después de esta experiencia, la señora Jones necesita algo más que unas galletas para reponerse; si ella lo acepta, tomaremos una cena tardía y luego conversaremos largamente.

Después de esa experiencia, y de las demás actividades agotadoras del día, yo no me sentía en forma como para discutir con una mujer como la señora Jones, de manera que me alegré de dejarla con Cyrus. Cuando me retiraba con Emerson de la habitación, vi que Cyrus se había acomodado en un sillón, con las largas piernas extendidas, y que la señora Jones le miraba como un duelista en garde.

— Apóyate en mí, cariño -dijo Emerson, mientras me rodeaba la cintura con un brazo-. ¿Te duele el tobillo?

— En absoluto -dije con firmeza-. A decir verdad, Emerson, todavía estoy estupefacta por el desenlace inesperado. ¡Es tan propio de Ramsés sorprendernos de ese modo! ¿Superará alguna vez esa manía de mantener las cosas en secreto?

Los jóvenes nos habían precedido y se habían distanciado bastante.

— Hum -dijo ambiguamente Emerson-. Admite que fue una idea ingeniosa, Peabody.

— Supongo que fue Enid quien la pensó. Sí, debe haber sido ella; le di una pequeña lección el otro día y se ve que la tomó muy en serio.

Emerson me estrechó hacia él y dijo cariñosamente:

— Bien por ti, Peabody. ¿Pero podrá Enid mantener la mística?

— Vuelves a hablar como un hombre -repliqué-. No depende enteramente de ella; Donald deberá hacer su parte. Hum, sí. Creo que también tendré una charla con él.

Emerson rió. Un gentil eco de risa argentina llegó hasta mí; Nefret se hallaba entre los dos muchachos, y cuando comenzaron a bajar las escaleras del brazo, vi que charlaban animadamente, aunque no pude escuchar lo que decían. Los tres juntos formaban un hermoso grupo y me agradó verlos tan amigos.

DEL MANUSCRITO H:

— Despreciable mentiroso -exclamó Nefret.

Ramsés, que estaba extendido sobre su cama leyendo, levantó la vista. Enmarcada por la ventana abierta, Nefret parecía una diosa joven y ultrajada. La ventana daba al muelle y al cielo nocturno, la luz de la luna perfilaba su cuerpo esbelto y erguido y formaba una aureola alrededor de su cabeza. Una diosa nórdica o celta, pensó Ramsés, egipcia no, a pesar del gato que se acurrucaba en su brazo izquierdo. No podía serlo con ese pelo dorado rojizo.

— ¿Otra vez por la ventana? -dijo-. Podrías subir por la escalerilla y entrar por la puerta, como hacen todos. ¿Y por qué has traído a esa maldita gata?

— Vino detrás de mí maullando. Tuve que traerla o hubiera despertado a toda la casa.

Nefret empujó las piernas del joven para abrirse camino y se sentó sobre la cama. Sekhmet se colocó encima de Ramsés y Nefret añadió:

— Creo que se ha enamorado de Risha; pasa casi todo el tiempo en el establo admirándolo.

— De manera que montaste a Risha esta noche.

— ¿No te molesta, verdad?

— ¿Te importaría si así fuera? No, no me molesta. Si insistes en salir por el campo sola de noche, estás más segura con él que con cualquier otro caballo.

— ¿Dónde está David? -preguntó Nefret, ignorando la crítica implícita.

— En la cubierta, vigilando al Valle de los Reyes. Si hubieras llegado por el otro camino lo habrías visto.

— ¿Crees que sucederá algo esta noche?

— Si algo pasa, estaremos preparados -dijo Ramsés, evasivo.

Los ojos de Nefret se achicaron.

— Qué suerte que he venido. Yo también haré guardia, y tú y David podréis dormir un poco.

— ¡No puedes quedarte aquí toda la noche!

— ¿Por qué no? Hay sitio de sobra.

Ramsés apoyó su mano sobre la gata. La acarició automáticamente, demasiado perturbado para darse cuenta de lo que hacía.

— Porque madre nos desollará vivos si se entera.

— No se enterará -Nefret hizo un gesto maternal-. Pobrecita, estaba completamente agotada esta noche, y le dolía mucho el tobillo. Sabes cómo es; no acepta la debilidad ni siquiera en ella misma. De manera que… me aseguré de que durmiera toda la noche.

Ramsés se sentó de un salto.

— ¡Cielo santo! ¿La drogaste?

— Puse sólo un poquito de láudano en su café. Lo hice por su bien.

Ramsés se dejó caer sobre la pila de cojines apilados y Sekhmet aprovechó para acurrucarse sobre su pecho.

— Estás empezando a parecerte a ella -murmuró el muchacho-. Supongo que era inevitable, pero la perspectiva resulta algo alarmante. Dos parecidas… sólo me cabe esperar que padre no haya tenido la misma idea.

Si hubiera estado mirando a Nefret, podría haber observado la fugaz expresión que pasó por su cara, pero acababa de notar el peso que le aplastaba el diafragma y estaba tratando de librarse de Sekhmet.

— Bueno -dijo la muchacha con firmeza-. Cuéntame la verdad, aunque sea por una vez.

— No te he mentido.

— Bueno, quizá no directamente, pero hay algo que se llama mentir por omisión. Tú y David sabéis algo que no me habéis dicho. ¿Qué esperas que suceda esta noche?

Ramsés suspiró y abandonó el intento de alejar a la gata. Las veinte uñas del felino estaban clavadas en su camisa.

— Quizá no pase esta noche, pero hay una gran probabilidad de que lo intente de nuevo, y pronto. No creo que abandone sus propósitos; y cuantas más veces fracase, más impaciente se pondrá.

— ¿Scudder? -preguntó Nefret. Ramsés asintió y ella siguió, cortante-: tú lo frustraste un poco, ¿no es cierto? ¿Se te ha ocurrido que ahora quizá va a ir tras de ti? Su tarea resultaría más fácil si te apartara de su camino.

— Se me ha ocurrido, sí.

— ¿Él sabe que tú eras Saiyid?

— Todavía soy Saiyid, cuando la ocasión lo requiere. Esta noche es una de esas ocasiones. Estaba a punto de transformarme cuando tú apareciste. ¿Te importaría desaparecer por un instante mientras me cambio?

— Sí, me importaría. Quiero ver cómo lo haces.

— Ni sé cómo ha hecho padre para mantener su cordura durante todos estos años -murmuró Ramsés-. Está bien, muchacha, no digas palabrotas. Puedes mirar si quieres, y también puedes escuchar, por esta vez, mientras te explico lo que David y yo vamos a hacer, y si te portas como una chica muy, muy buena, hasta te dejaré que nos ayudes.

Se libró de Sekhmet haciéndole cosquillas en la tripa hasta que la gata se apartó y se dio la vuelta. Dejándola indignada y entristecida sobre la cama, el muchacho se sentó en una silla y comenzó a desatarse los cordones de las botas. Con las manos unidas, abrazada a sus rodillas levantadas, Nefret lo observó con interés mientras él se quitaba la camisa, las botas y las medias y se enrollaba los pantalones.

— ¿No te quitarás los pantalones? -inquirió la muchacha mientras Ramsés se ponía una vieja galabiyya.

— No si tú estás mirando.

Con rapidez y habilidad se envolvió la tela del turbante alrededor de la cabeza y luego se miró en el espejo.

— Sólo hay tres hombres a bordo -explicó mientras se preparaba-. Los otros viven en Luxor o en la orilla occidental, y vuelven a sus casas por la noche. Los tres estarán roncando a medianoche; antes de esa hora no preveo ninguna actividad. Saiyid me espera en la orilla, donde Bellingham le dejó.

— No es muy sensato -exclamó Nefret-. Scudder puede evitarlo con el simple recurso de acercarse por el río, o en un bote pequeño. ¿En qué estaba pensando el Coronel?

— El Coronel sabe bien lo que hace, Nefret.

Ramsés dejó de mirarse en el espejo y se dio la vuelta. La muchacha lanzó un grito de asombro.

— ¡Dios mío! Qué has… Quédate quieto, quiero verte.

— Las arrugas están dibujadas -dijo Ramsés mientras ella examinaba su cara, tan de cerca como para que le resultara incómodo-. Sethos, el hombre de quien te hablé, había preparado varias clases de maquillaje; yo uso uno que se quita con agua, ya que el otro es muy difícil de quitar, y madre tiene la vista de un halcón. Las verrugas están hechas de otra sustancia que Sethos inventó; se pega como si fuera cola y sale después de una inmersión prolongada en agua.

— ¿Cómo haces, metes la cabeza en un cubo? -preguntó Nefret, mientras recorría con un dedo inquisitivo una de las cejas del muchacho.

— O en un lavabo. Y no, no puedes ver cómo lo hago. Me he aclarado las cejas y el bigote con otra clase de pintura; Saiyid está comenzando a ponerse canoso, y un color más claro a lo largo de las cejas las hace parecer menos espesas. Mi cara es más larga y más delgada que la de Saiyid, de manera que uso compresas para redondear mis mejillas -abrió la boca con mucha amabilidad para que ella introdujera su dedo explorador-. Las manchas de los dientes se quitan con alcohol. Como ves, el parecido no es muy exacto; Bellingham nunca mira a un sirviente a la cara y el truco consiste más que nada en imitar la postura y los gestos de Saiyid.

Dobló el codo y se rascó un costado con aquellos dedos como garras.

— Así es como lo hace Saiyid-admitió Nefret-. ¿Puedes mostrarme cómo?

— Sí quieres -dijo Ramsés. Se apartó rápidamente del rostro adorable y ansioso que lo miraba.

Sin embargo, cuando estuvo a una distancia segura, le enseñó cómo caminaba imitando a Saiyid, arrastrando los pies como si tuviera las rodillas flojas.

— Excelente -dijo Nefret-. Espérame; necesito buscar algo en mi cuarto.

— ¿Qué?

— Mi otro cuchillo. Lo he dejado en un armario.

— ¿Tienes que hacerlo?

— Por supuesto. Me reuniré contigo en un momento.

— Conmigo no. Tengo que ver a Saiyid. Ve con David. Quizá puedas convencerlo de que duerma algunas horas., aunque lo dudo.

— Gracias, cariño -le sonrió y se dirigió a su cuarto. Ramsés cerró la puerta de un golpe en la cara de Sekhmet y salió seguido por sus lastimeros maullidos.

Cuando Nefret se asomó sigilosamente a la cubierta, vio a David, una silueta inmóvil y oscura a la luz de la luna. Tosió despacio para advertirle de su llegada; su grito de sobresalto hubiera resonado en la noche tranquila.

— Ramsés me dijo que estabas aquí -dijo David sin darse la vuelta.

— ¿Tú también vas a regañarme? -habló con el mismo sigilo empleado por el muchacho y se puso a su lado.

— ¿Qué sentido tiene? Pero no me iré a la cama y te dejaré sola.

— No estaría sola. Hassan y Mustafá y varios más están abajo. Mi vista es tan aguda como la tuya.

— La luna da mucha luz. -Como era su costumbre, David evitaba la discusión-. Hasta la cabeza de alguien que se aproximara por el río sería visible desde aquí.

Nefret asintió.

— Cuando lo veas…,si lo ves, ¿qué harás?¿Gritar?

David movió la cabeza para mirarla y Nefret vio el resplandor de sus dientes blancos.

— Miau -dijo el muchacho.

— ¿Qué?

— Miau. Todo el mundo en Luxor sabe que hay muchos gatos, un maullido alertará a Ramsés sin asustar a nuestro visitante.

— Oh, Dios -dijo Nefret.

— ¿Qué pasa?

— Vuelvo en un minuto.

Podía escuchar muy claramente a Sekhmet a través de la puerta cerrada. Es una gata estúpida, pensó Nefret con un regocijo que le produjo remordimiento; la ventana está completamente abierta. Anubis o Bastet se habrían ido hacía mucho rato. Tampoco hubieran maullado de esa forma.

El sonido cesó en cuanto abrió la puerta. Sekhmet se dejó caer cariñosamente a los pies de la muchacha, que se inclinó para cogerla.

— ¿Qué voy a hacer contigo? -preguntó-. Si te encierro en un armario, tus maullidos se oirán en varios kilómetros.

Llevando a la gata, volvió donde estaba David, que no se mostró muy complacido al verlas.

— Deberás llevarte a ese animal -insistió-. Ramsés la matará si echa a perder su plan.

— Ramsés nunca haría una cosa así. La gata se quedará tranquila si uno de nosotros la tiene en brazos.

— Inshaalá -dijo David, adusto.

La noche fue pasando. No había señales de movimiento en la cubierta de la otra dahabiyya, y el reflejo plateado de la luna sobre el agua permanecía inmóvil. Lo único que interrumpía la quietud era una pisada o un bufido ocasional de Risha, que esperaba en la orilla, quieta y sin atar, y los aullidos distantes de los chacales y los perros salvajes. El ronroneo estridente de Sekhmet se diluyó en el silencio; David la tenía en el hueco de su brazo y se había quedado dormida. Nefret ahogó un bostezo. David le pasó el brazo que tenía libre alrededor, y ella se apoyó contra él, agradecida por la fuerza, calidez y sostén afectivo. Se le cerraban los ojos; el aire de la noche era fresco.

Es mucho más expresivo que Ramsés, pensó adormilada. Supongo que Ramsés no puede evitar ser reservado, pobre chico; los ingleses no se abrazan y la tía Amelia pocas veces le da un abrazo o un beso. Ella tampoco es expresiva, excepto, supongo, con el profesor. Todos me son muy queridos, con sus diferencias. Quizá si fuera más cariñosa con Ramsés…

Estaba medio dormida, con la cabeza en el hombro de David, cuando sintió que el muchacho se ponía rígido. No se veía nada en el oleaje manso de las aguas iluminadas por la luna. David miraba hacia la orilla. Algo se movía difuso entre las sombras. ¿Ramsés? Aunque la figura tenía un contorno indefinido, no parecía llevar faldas.

— ¿Ahora? -murmuró Nefret.

— Espera -tenso y vigilante, David retiró el brazo.

— El no lo ha visto -dijo Nefret, en voz bajá pero ansiosa-. ¿Dónde está?

Sus palabras eran confusas, pero David comprendió.

— No sé. Espera.

Dejó a la gata en los brazos de Nefret y se dirigió a la escalerilla.

La pálida silueta se deslizó a través de los árboles, evitando los espacios abiertos iluminados por la luna. No era Ramsés; Nefret no podía decir cómo lo sabía, pero estaba tan segura como si hubiera visto su cara. ¿David había olvidado la señal? ¿Debería avisarle ella?

Sekhmet le evitó tomar una decisión. Irritada porque la despertaron sin miramientos e incómoda en los brazos de Nefret, abrió la boca y se quejó.

Nefret no comprendió hasta más tarde la secuencia de los sucesos. Todo sucedió con tanta rapidez que no tuvo tiempo para pensar o reaccionar. El agudo sonido de un rifle rompió el silencio y un hombre apareció entre las sombras y corrió hacia el terreno iluminado. Al llegar a la orilla, se sumergió en el río.

Ramsés lo seguía de cerca, pero no lo suficiente. Se había quitado la túnica y se zambulló en persecución del fugitivo. Sonaron otros disparos.

— ¡Maldita sea, maldita sea! -exclamó Nefret.

Cuando alcanzó a David el muchacho estaba de pie en la orilla. Se había quitado la chaqueta. La muchacha quiso detenerle pero se dio cuenta de que todavía llevaba a Sekhmet. Con un «¡Maldita sea!» más enfático, dejó a la gata en el suelo y cogió el brazo de David.

— ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha disparado?

— Yo.

Nefret se dio la vuelta y vio a Bellingham que se acercaba. Estaba vestido formalmente, y hasta llevaba su fular blanco. Todavía tenía el rifle en la mano. Sacó un puñado de balas de su bolsillo y recargó el arma.

— Le pido disculpas por alarmarla, señorita Forth. No sabía que estuviera aquí.

La luz de la luna era tan fuerte que podía ver hasta las arrugas de su rostro, que permanecía impasible. El Coronel paseó su mirada por ella de una forma que hizo que las mejillas de la muchacha enrojecieran. Nefret dijo con vehemencia:

— Tengo buenas razones para estar alarmada. Podía haberle dado a Ramsés.

— ¿Ramsés? -las cejas del Coronel se levantaron-. ¿De qué está hablando? Disparé contra Dutton Scudder. Sólo podía tratarse de él. Sabía que venía por Dolly, lo esperé…

— Oh, cállese -exclamó Nefret, dándole la espalda-. ¿Le ves, David?

— No. Voy a buscarlo.

La muchacha lo cogió otra vez y se mantuvo firme mientras él trataba de soltarse.

— La corriente los habrá llevado río abajo. Podrán salir en otro lugar de la orilla.

— Sí, es cierto.

David comenzó a correr a lo largo de la costa. Nefret se tropezó con Sekhmet pero logró conservar el equilibrio. Mientras seguía a David, escuchó una exclamación sobresaltada, un golpe y un aullido de Sekhmet. Bellingham también debía haber tropezado con ella.

Antes de que hubieran recorrido unos cuantos metros, vio dos figuras empapadas que se le acercaban. David se detuvo.

— Gracias a Dios -exclamó sin aliento-. Pero, ¿quién, cómo es que, cómo pudo…?

Uno de los hombres era Ramsés. El otro no era el fugitivo.

— Se me olvidó deciros -dijo Nefret-. Le conté todo al profesor.

— Hiciste muy bien -dijo Emerson-. ¿Puedes regresar a la dahabiyya, hijo?

— Sí señor, desde luego.

Pero se apoyó con gratitud contra el brazo fuerte que rodeaba sus hombros y no se soltó cuando emprendieron el regreso. Bellingham se había ido; una luz en una de las ventanas del Valle de los Reyes indicaba que se estaba llevando a cabo algún tipo de actividad. Probablemente esté limpiando el rifle, pensó Nefret, irritada.

No lejos del lugar donde Scudder había saltado al agua, vio a la gata. Sekhmet estaba jugando con algo, lo golpeaba con sus zarpas, tratando de levantarlo en el aire. David se inclinó y se lo quitó. Era un sombrero de paja con una banda negra alrededor de la copa.

— Aún no sé si fuiste descuidado o tuviste poca suerte -comentó Nefret, mientras pegaba un trozo de esparadrapo sobre el surco que atravesaba el cuero cabelludo de Ramsés.

— Más bien temerario -gruñó Emerson. Miró con desconsuelo la pipa empapada y se la volvió a meter en el bolsillo-. Deberías haberte dado cuenta de que Bellingham está tan decidido a matar a Scudder que eliminaría a todo aquel que se pusiera en su camino.

— Si no lo había pensado ya me ha quedado muy claro después de esta noche -dijo Ramsés.

Retrocedió cuando Nefret acercó su rostro al suyo.

— Las arrugas y las verrugas desaparecieron con el agua -dijo, inspeccionándolo-. Pero necesitas limpiarte los dientes. Mejor que lo hagas ahora antes de que te olvides. Aquí está el alcohol.

Le habían devuelto el sombrero a Sekhmet. Sus garras lo cogían posesivamente y mordisqueaba el borde con aire pensativo.

— ¿No visteis rastro de Scudder? -preguntó David-. Puede que se haya ahogado.

— Es poco probable -dijo Ramsés, que decidió no sacudir la cabeza. Todavía estaba un poco mareado-. Es un buen nadador. Sin embargo, yo lo habría alcanzado si no me lo hubieran impedido.

— Yo no trataba de cogerlo -dijo Emerson plácidamente-. No después de darme cuenta de que estabas en dificultades.

— Gracias a Dios que estaba ahí -dijo David-. No noté que Ramsés estuviera herido, sino…

— No te minusvalores -interrumpió Nefret-. Yo te contuve. Te hubiera dejado ir… ¡y hasta hubiera ido contigo!, de no saber que el profesor estaba en el ajo.

Le sonrió a Emerson con admiración y el profesor le devolvió la sonrisa.

— Padre estaba en tu cuarto -dijo Ramsés-. Cuando fuiste allí, con el pretexto de coger tu cuchillo…

— Le conté lo que estabais planeando -comentó con calma Nefret.

— Y yo -dijo Emerson-fui a la cubierta superior, desde donde tenía una excelente visión de los acontecimientos. Me tiré al agua casi al mismo tiempo que Ramsés, pero como nos separaba una cierta distancia, tardé un tiempo en alcanzarlo.

— Le estoy muy agradecido, padre -dijo Ramsés, solemne.

— Aja -exclamó Emerson, lanzándole una aguda mirada-. Hemos adelantado algo, aunque Scudder se nos escapó. Sabemos quién era.

— ¿Era? -repitió Nefret-. ¿Entonces piensa que ha muerto?

— No. No aparecerá nuevamente como Tollington; por eso usé el tiempo pasado. Pero también es obvio, por supuesto, que tiene otra identidad. No puede haberse pasado los últimos cinco años como un turista americano.

— Y no estamos más cerca de conocer su otra identidad -murmuró David-. A menos que mi abuelo…

— Sí, por cierto debemos discutirlo con Abdullah -asintió Emerson-. Pero esta noche no hablemos más. Iros a la cama enseguida, muchachos, y yo llevaré a casa a Nefret. Dormid todo lo que queráis.

— Madre hará preguntas si no aparecemos para el desayuno -dijo Ramsés.

Emerson se había puesto de pie. Lanzó a su hijo una mirada de sorprendido reproche.

— Le voy a contar todo a tu madre, Ramsés. Un matrimonio feliz exige una completa sinceridad entre marido y mujer.

— Pero, señor -dijo Nefret, alarmada.

— Bueno, quizá no le cuente la parte del láudano -concedió Emerson-. Y supongo que nada se pierde si le dejo creer que fue tu primera visita no autorizada a la dahabiyya. Sin embargo, le debo contar todo lo demás. Reconoce una herida de bala cuando la ve, e insistirá en examinar a Ramsés, podéis estar seguros. Y -añadió- ¡sin duda afirmará que durante todo este tiempo sabía quién era Tollington!

* * *

— Comencé a sospechar del señor Tollington hace tiempo -dije.

Nos habíamos levantado tarde y estábamos desayunando; generalmente no me quedo dormida, pero el relato de Emerson, junto con la taza de té fuerte que me había traído a la cama, disiparon los últimos vestigios de sueño. No se me pasaron por alto las miradas que intercambiaron mis interlocutores cuando hice esa afirmación, y para hacerme justicia, seguí dando detalles.

— La pista fue lo que faltaba. ¿Recuerdas, Emerson? Faltaban las joyas de la señora.

— Evidentemente -comenzó a decir Emerson, frunciendo el entrecejo-. Las llevó a…

— Cariño, no es en absoluto evidente. Seguid mi razonamiento: Ya sea que la señora Bellingham se escapó con Scudder, o fue raptada por él, se llevó sus ropas más finas, incluyendo un vestido de baile. Ese tipo de toilette requiere unas joyas elegantes, y en cantidad. Recordando las joyas que Bellingham había regalado a su hija, podemos deducir que su joven esposa recibió presentes aún más regios. Los llevaba con ella cuando dejó a su marido, y no estaban en el cuerpo. Después de que Dutton la asesinara en un impulso pasional, se sintió lleno de remordimientos. La enterró con esos vestidos elegantes, y hasta reemplazó su… ropa interior, pero no sus joyas. Ni siquiera el anillo de boda.

Si las hubiera vendido a través de canales ilegales, como tendría que haber sido, hasta por un collar de piedras preciosas le hubieran dado una suma relativamente modesta que no le hubiera permitido a Scudder vivir al estilo europeo durante cinco años, ni siquiera en Egipto. Nuestra teoría inicial se mantiene. Debió de haber pasado al menos parte de ese tiempo viviendo como un egipcio. Creo que reservó el dinero que obtuvo con las joyas, a la espera de que regresara su enemigo. Si bien no era suficiente para mantenerlo durante todo ese período, lo era para permitirle vivir durante unas semanas o meses como un turista adinerado: el tiempo suficiente para entablar una relación con los Bellingham y seguirlos por todas partes. Cuando conocí al señor «Tollington» pensé que era un viejo amigo de los Bellingham, pero ciertas afirmaciones casuales de la señorita Dolly dejaron en claro que no viajaba con ellos.

No estaba segura de que fuera él -concluí modestamente-. Pero tan pronto como me di cuenta de que Scudder podía estar desempeñando el papel de turista, Tollington se convirtió en el primer sospechoso.

— El nombre que eligió es una ocurrencia genial -dijo Ramsés-. ¿Quién sospecharía de un hombre que se llama Booghis Tucker Tollington?

— Yo -dije-. Y me parece que a ti te pasó lo mismo, Ramsés, estoy muy enfadada contigo. Tengo la seguridad de que tú fuiste el cabecilla del asunto de anoche. Pero también Nefret y David deben compartir la culpa. Quiero que me des tu solemne palabra de honor de que nunca más…

— Está bien, Peabody -dijo Emerson y se puso de pie-. Ya he regañado a los culpables, y estoy seguro de que podemos confiar que en el futuro se… comportarán razonablemente. Ejem… Quizá, cariño, no debieras acompañarnos al Valle. ¿Por qué no dejas descansar un día más a tu tobillo?

Empujé mi silla hacia atrás. Los jóvenes ya estaban de pie, listos para partir.

— Por supuesto que quiero acompañaros, Emerson. Me siento perfectamente bien. Nos iremos tan pronto como pueda examinar a Ramsés.

El rostro del muchacho se oscureció.

— Le aseguro, madre, que no hay necesidad de…

Lo llevé a nuestro cuarto y le hice sentar cerca de la ventana. Nefret había hecho un buen trabajo, pero desinfecté de nuevo la herida y enrollé varias tiras de tela alrededor de la cabeza para sostener el algodón en su sitio. Protestó, como era de prever.

— El esparadrapo no se puede pegar al pelo -le expliqué.

— Se pega demasiado bien -dijo mi hijo, como pude observar cuando se quitó el que tenía puesto.

— Ramsés -le puse mi mano en la mejilla y le obligué a que me mirara-. No es una herida seria, pero si la bala hubiera pasado unos centímetros más cerca… ¿Por qué te arriesgas así? Prométeme que serás más prudente.

Después de un instante de silencio, Ramsés dijo:

— La prudencia no parece ser una característica común en esta familia. Lamento haberle causado una preocupación. ¿Puedo irme?

— Supongo que sí -dije con un suspiro. Sabía que era todo lo que podría obtener de él. Ni siquiera una promesa valdría; la definición de «prudencia» de Ramsés no coincidiría, desde luego, con la mía.

— ¿Fue el sueño, verdad? -dijo de repente.

— ¿Qué?

— Soñó con un gato grande que llevaba un collar de diamantes -dijo Ramsés-. Eso es lo que le hizo pensar en las joyas de la señora Bellingham.

— Quizá -dije con cautela. Abrió la puerta y me dejó pasar, y cuando abandonaba el cuarto me sentí obligada a añadir-: Esos sueños no son augurios ni presagios, como sabes, sino la manifestación del subconsciente.

Ramsés se quedó pensativo.

Los demás nos estaban esperando. Nefret inspeccionó a Ramsés y dijo con una carcajada:

— ¡Qué aspecto tan romántico tienes, cariño! Será mejor que evites la compañía de la señorita Dolly; el vendaje y el bigote son una combinación devastadora.

— Deja de burlarte de él, Nefret-dije, al ver que el rubor cubría las mejillas de Ramsés-. El vendaje es necesario y el bigote… el bigote es bastante agradable.

Ramsés se sorprendió.

— ¡Pero, madre! Pensé que a usted…

— Al principio me sorprendió -admití-. Pero ya me he acostumbrado a él. Sólo debes esforzarte en mantenerlo limpio y prolijo, cariño. Creo que tienes unas migas…

Se las quité y le sonreí bondadosamente.

— Si queremos irnos -dijo Emerson en voz muy alta-, vayámonos.

Cuando estábamos dejando la casa, un hombre que reconocí como uno de los sirvientes de Cyrus se acercó y me entregó una carta.

— Cyrus nos invita a cenar -dije, después de leer la breve misiva.

— Que me condene si voy -dijo Emerson.

— Entonces le pediré que cene él con nosotros.

Saqué un lapicero de mi bolsillo y garabateé una nota al dorso de la carta. Se la entregué al sirviente.

— Hay unos cabos sueltos en el asunto Fraser que me gustaría discutir -continué, mientras Emerson me llevaba de la mano-. ¿No tienes curiosidad por saber que pasó anoche entre Cyrus y la señora Jones?

— Me hago una idea bastante exacta -dijo Emerson.

Comprendí lo que quería decir, más por el tono que por las propias palabras.

— ¡Emerson! No querrás insinuar que Cyrus… que la señora Jones… ¡No puedes hablar en serio!

— Cyrus no intentó ocultar el interés que siente por la señora -dijo Emerson con calma-. Y ella se encuentra en una situación difícil. Necesita su apoyo.

— Cyrus nunca se aprovecharía de una mujer de esa manera -insistí.

— De nuevo esa fértil imaginación tuya, Peabody. ¿Te imaginas a Vandergelt atusándose el bigote, o mejor acariciándose la perilla, y musitando amenazas como un villano de teatro, mientras la señora Jones trata de convencerlo de que respete su honor? -Emerson rió-. Tienes razón, él no se rebajaría a usar amenazas o chantaje; pero son dos personas adultas y me parece que a ella no le es indiferente.

— Tonterías, Emerson. Su mensaje decía… Hum. No decía nada excepto que espera vernos esta noche. Hum…

— Guarda tus energías, Peabody, este tramo es un poco empinado. -Me ayudó a subir y luego siguió diciendo-; Yo también tengo algunos cabos sueltos que discutir. No creerás que permitiré que Bellingham use a mi hijo como blanco sin formular una queja, ¿verdad?

Habíamos llegado a la cima del gebel. Los jóvenes nos precedían a una cierta distancia; se detuvieron y miraron hacia atrás, para ver si llegábamos. Observé que Ramsés se acariciaba el bigote.

— Lo importante -continuó Emerson-, es encontrar a Scudder, ¡maldito sea!, para poner fin a toda esta tontería. Además, ese dichoso individuo está afectando mi trabajo.

— ¿Cómo piensas hacerlo? -inquirí.

— Lo he estado pensando. Usar a la señorita Dolly de señuelo no parece haber tenido mucho éxito, y a pesar de que ella es una muchacha especialmente tonta, no me gustaría que le hiciera daño.

— No nos gustaría que le hiciera daño a nadie -dije con un énfasis considerable-Incluyéndote a ti, cariño.

— Si se me ocurriese cómo transferir hacia mí las atenciones de Scudder, sin que tú ni los muchachos corrierais ningún riesgo, lo haría -admitió Emerson-. De momento no puedo.

— Doy gracias al cielo.

Emprendimos el descenso hacia el Valle, y Emerson se quedó en silencio. Sabía lo que pensaba. Por mi cabeza pasaban las mismas ideas, pero tampoco tenía la solución. Si invitábamos a Dolly a quedarse con nosotros, podríamos atraer a Scudder y atraparlo, pero había peligro para todos en ese plan. También existía el peligro de que, exasperado por la presencia de la joven, alguien, probablemente yo, la matara antes de que lo hiciera Scudder.

Como en otras ocasiones, mi esperanza residía en Abdullah. Le había pedido que hiciera averiguaciones sobre los extranjeros que vivían en Luxor, y también sobre la tumba Veinte-A, pero desde entonces no había tenido oportunidad de hablar con él. Un consejo de guerra era todo lo que necesitábamos. Era demasiado tarde para mantener alejados a los muchachos. Ya estaban involucrados en el asunto, y más de lo que yo hubiera querido.

Pero cuando llegamos a la tumba encontramos a Abdullah que yacía inconsciente en el suelo, y a dos de los otros hombres atendidos por sus compañeros. El techo de la galería se había desplomado.