Capítulo 14
Capítulo 14
En el centro de la ciudad, la gente seguía con sus compras navideñas. Los escaparates relumbraban como fogones de estufa, invitando a los ateridos ciudadanos a entrar y tostarse un poco, a tostarse y hacer alguna compra que otra. Las tiendas de postín que se agolpaban a lo largo de la avenida Hall estaban adornadas no con ramitas de acebo, sino con un austero y chillón juego de luces eléctricas blancas, rojas y verdes. Una escena con grandes angelotes azules de dos pisos de alto cubría la fachada de unos grandes almacenes, y el tema continuaba en los jardines frente a la calle, donde los etéreos mensajeros alados del Señor se asomaban al asfalto para escoltar a los viandantes hasta el inmenso árbol navideño instalado junto a la pista de hielo. El árbol se asomaba a los cielos con refulgentes adornos rojos, azules y amarillos, grandes como cabezas de adulto, y competía con la rígida formalidad de los inmensos edificios de oficinas de su entorno.
Las restantes tiendas derrochaban incandescencias, con fluidos árboles navideños de luz, gigantescas coronas blancas y ventanas en las que aún relucía prístina la nevada recién caída. Los compradores correteaban por las calles, con los brazos colmados de paquetes. Tras la estirada dignidad de las fachadas, las fiestas en las oficinas iban in crescendo. Los archivistas se besaban con las archivistas entre los archivadores. Los jefes les levantaban las faldas a las secretarias, y había promesas de ascensos, y se blandían aumentos de sueldo con extraordinaria ligereza, y los chicos del almacén brindaban con los ejecutivos ocupantes de los despachos más exclusivos. Había manchas de carmín, y manchas de whisky, y apresuradas llamadas de teléfono a la esposa que espera, y apresuradas llamadas por teléfono al marido que disfrutaba su propia fiesta navideña tras la igualmente formal fachada de otro edificio. Flotaba en el aire algo parecido a la felicidad, porque era la tarde del viernes 22 de diciembre, la culminación de una espera prolongada durante todo el año. Y el contable que le tenía echado el ojo (casado) a aquella recepcionista tan rubita y tan joven y tan mona podía por fin saludarla con algo más que un cortés «Buenos días». Junto a la máquina del agua, los dos con una copa en la mano, él podía hoy pasarle la mano por la cintura en un amistoso gesto navideño. Ella podía recostar la cabeza sobre su hombro con la camaradería propia de las fiestas. Él podía buscarle los labios bajo las ramas de acebo y hacerlo sin la menor sensación de culpabilidad, porque la fiesta de Navidad es una tradición con solera en la cultura estadounidense. Los maridos iban a fiestas de Navidad y nunca se invitaba a sus esposas. Las mujeres no contaban con que se las invitase. Durante un día al año se suspendía la aplicación del contrato conyugal. Posteriormente, las fiestas de Navidad daban pie a muchas bromas, del mismo modo que cualquiera haría bromas sobre un cuchillo ensangrentado que apareciese en la mesilla del salón, para así no tener que reconocer las circunstancias que lo llevaron hasta allí.
Y, en las calles, los transeúntes caminaban. El tiempo era escaso y se les acababa. Los publicistas que llevaban azuzándoles desde antes de Acción de Gracias se afanaban ahora en emborracharse en sus oficinas. Pero el público, atrapado en la vorágine comercial de una festividad que había crecido hasta no guardar apenas relación con el sencillo nacimiento en Belén que conmemoraba, correteaba presuroso y reflexionaba y se preocupaba. ¿Es suficientemente caro el regalo de Josephine? ¿Hemos enviado todas las felicitaciones navideñas? ¿Y el árbol? ¿No habríamos tenido que comprar ya el árbol?
Pero debajo de todo aquello, y pese a la chillona conjura orquestada por los publicitarios, pese al frenesí de consumo, había algo más. Para algunas de aquellas personas había también una sensación que no habrían sabido describir por más que lo intentasen.
Era Navidad. Eran días de celebración. Algunas de aquellas personas sabían ver más allá de los oropeles y las luces eléctricas y los Papá Noel delgaduchos de raídas barbas que se agolpaban en la avenida Hall. Algunas personas sentían algo diferente de lo que los publicistas querían que sintiesen. Algunas de ellas se sentían buenas, amables, contentas de estar vivas. Y así, la ciudad se emborrachaba, y se azuzaba a la ciudad hasta niveles próximos al pánico, y en las calles se agolpaban los compradores, y quizás el asfalto aparecía frío y rígido y desdeñoso; pero era la ciudad más maravillosa del mundo, y cuando llegaban las navidades era más maravillosa que nunca.
—Soy Danny el Cojitranco —dijo el hombre al teléfono al sargento de guardia—. Quiero hablar con el detective Carella.
Al sargento de guardia le hacía muy poca gracia hablar con soplones. Sabía que Danny el Cojitranco a menudo les llevaba informaciones muy útiles, pero todos los soplones le parecían una raza impura, y hablar con ellos le resultaba ofensivo.
—El detective Carella no está —contestó el sargento de guardia.
—¿Sabe dónde puedo localizarle? —preguntó Danny.
Danny era un tipo que llevaba trabajando como confidente de la policía desde que era capaz de recordar. Sabía que entre los miembros de los bajos fondos su locuacidad no le granjeaba grandes amistades, pero el ostracismo resultante no le molestaba. Danny se ganaba la vida como soplón y, cosa curiosa, disfrutaba ayudando a la policía. De niño había enfermado de polio, a consecuencia de lo cual cojeaba levemente de una pierna. Se apellidaba Nelson, pero muy poca gente lo sabía: incluso el correo que recibía iba dirigido a Danny el Cojitranco. Tenía cincuenta y cuatro años y era un tipo escuchimizado, con más aspecto de adolescente famélico que de hombre hecho y derecho. Hablaba con una voz aguda y aflautada, y en la cara no mostraba arrugas ni otros rasgos propios de su edad. Si había de ser sincero, no podía decir que le gustasen los polis, aunque trabajase para ellos. Había un policía que sí le caía bien, y ese poli era Steve Carella.
—¿Para qué quieres hablar con él? —le preguntó el sargento de guardia.
—Creo que puedo tener un soplo.
—¿Qué soplo?
—¿Qué pasa, le han ascendido a usted a detective? —preguntó Danny.
—Si vas a dártelas de listillo, ya puedes ir colgando, chivatín.
—Quiero hablar con Carella —dijo Danny—. ¿Le dirá que he llamado?
—No se le pueden pasar mensajes a Carella —contestó el sargento de guardia.
—¿Qué quiere decir?
—Le han disparado esta mañana. Se está muriendo.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—¿Qué? —repitió Danny, anonadado—. Que a Steve le han… ¿Me toma el pelo?
—No es broma.
—¿Quién le ha disparado?
—Eso nos gustaría saber.
—¿Dónde está?
—En el Hospital General. Ni te molestes en ir. Está en estado crítico, y me extrañaría que le dejasen hablar con soplones.
—No se está muriendo de verdad —dijo Danny, casi intentando convencerse a sí mismo—. Oiga, no se está muriendo de verdad, ¿no?
—Cuando le encontraron estaba medio congelado y casi desangrado. Le han estado metiendo plasma, pero llevaba tres balas en el pecho. No tiene buena pinta.
—Ah, oiga… —dijo Danny—. Ay, Jesús.
Permaneció callado un rato.
—¿Ya has terminado, soplón?
—No, yo… ¿El Hospital General ha dicho?
—Sí. Ya te lo he dicho, soplón, ni te molestes en ir. Te sentirás incómodo. Está allí la mitad de la comisaría.
—Ya —dijo Danny, pensativo—. Jesús. Vaya trago, ¿no?
—Es un buen policía —se limitó a decir el sargento.
—Sí —asintió Danny. Volvió a guardar silencio y finalmente dijo—: Bueno, hasta otra.
—Adiós —dijo el sargento de guardia.
Tras la advertencia del sargento, Danny el Cojitranco no se decidió a ir al hospital hasta la mañana del día siguiente. Le estuvo dando vueltas al problema toda la noche del viernes, sopesando si su presencia sería bienvenida y preguntándose incluso si Carella le reconocería. E incluso si Carella estaba en condiciones de saludarle, Danny no estaba seguro de que quisiese hacerlo. Tenían un acuerdo profesional, sí, pero Danny era perfectamente consciente de que un soplón no es una persona respetable. No podía descartar que Carella le escupiese al verle. Sopesando el problema no consiguió pegar ojo en toda la noche. Se despertó el sábado por la mañana con el problema todavía en mente. No habría sabido decir por qué, pero quería ver a Steve Carella antes de que muriese. Quería verle para saludarle y quizás estrecharle la mano. Puede que fuesen las fechas navideñas. Fuese el motivo que fuese, Danny se desayunó con un café y una rosquilla y luego se vistió con esmero: sacó el traje bueno y una camisa blanca limpia, y escogió también la corbata con cuidado. Quería parecer respetable. Iba al hospital a hacer una visita respetable, y en ese momento cobró conciencia de la total y absoluta irrespetabilidad de su vida. Se le hacía muy importante mostrar su preocupación por Steve Carella, e igualmente importante que Carella le respetase por ello.
De camino hacia el hospital compró una caja de dulces. Los dulces le ocasionaron no pocas dudas. Sin duda habría más de un poli en el hospital. Eso había dicho el sargento de guardia, ¿no? ¿Y no resultaría muy ridículo que un soplón apareciese por allí con una caja de dulces? Estuvo a punto de tirarlos, pero no lo hizo. Cuando uno iba a visitar a alguien al hospital llevaba algo con lo que darle a entender que aún estaba entre los vivos y se pondría bien. Danny el Cojitranco se disponía a entrar en un mundo respetable de gente civilizada, y estaba decidido a respetar las reglas de esa sociedad.
El cielo contra el que se recortaba el hospital lucía gris aquella mañana de sábado del 23 de diciembre. Daba la impresión de que iba a nevar, y Danny pensó de pasada en los centenares de personas a los que les gustarían unas navidades blancas, y sintió una tristeza absoluta al franquear la puerta giratoria del hospital y acceder al vestíbulo, blanco y espacioso. En la pared opuesta al mostrador de recepción se había colgado una enorme corona navideña, pero el hospital en sí no tenía nada de festivo. La chica sentada tras el mostrador se estaba pintando las uñas. Un anciano estaba sentado en un banco frente al mostrador, con el sombrero asido entre las manos, y cada pocos segundos miraba inquieto hacia la sala de emergencias al final del pasillo.
Danny se descubrió y se acercó al mostrador. La chica no levantó la mirada. Se pintaba las uñas con la precisión y destreza de un juguetero japonés.
Danny carraspeó.
—¿Señorita? —dijo.
—Sí —respondió la chica, mientras pasaba el pincelillo sobre el índice extendido y cubría la lúnula y saturaba la uña de brillante carmín.
—Quería ver a Steve Carella —dijo Danny—. Stephen Carella.
—¿Cómo se llama usted? —quiso saber la chica.
—Daniel Nelson —respondió.
La chica dejó el pincel, separó los dedos de la mano a medio pintar y con la otra buscó una hoja mecanografiada. Fue un gesto automático: ni siquiera tuvo que mirar para encontrarla. Se la puso delante, la estudió y dijo:
—Su nombre no aparece en la lista, caballero.
—¿Qué lista? —preguntó Danny.
—El señor Carella se encuentra en estado crítico —dijo la chica—. Sólo se permiten visitas de la familia y, dadas las circunstancias del caso, de algunas personas del departamento de policía. Lo siento.
—¿Está bien? —quiso saber Danny.
La chica lo miró sobriamente.
—No es costumbre diagnosticar la situación crítica de un enfermo si no consideramos que su situación es crítica —contestó.
—¿Cuándo… cuándo lo sabrán? —preguntó Danny.
—No sabría decirle, caballero. Puede que se recupere, o puede que no. Me temo que no está en nuestras manos.
—¿No les molesta si me quedo esperando?
—En absoluto, caballero —dijo ella—. Siéntese en ese banco si quiere. Pero supongo que sabe que puede pasar bastante tiempo.
—Lo sé, lo sé —respondió Danny—. Gracias.
Se preguntó por qué una de las escasas emociones que había sentido nunca tenía que verse frustrada por una niñata más interesada en pintarse las uñas que en cuestiones de vida o muerte. Se encogió de hombros, maldiciendo la burocracia, y fue a sentarse en el banco junto al anciano. Este se volvió hacia él casi de inmediato.
—Mi hija se ha cortado la mano —dijo.
—¿Cómo? —preguntó Danny.
—Estaba abriendo una lata y se ha cortado la mano. ¿Es peligroso? Un corte con una lata de conservas, quiero decir.
—No lo sé —dijo Danny.
—Me han dicho que sí. Ahora le están vendando el corte. Sangraba como un gorrino. Espero que no sea peligroso.
—Ya verá cómo está bien —respondió Danny—. No se preocupe.
—Hombre, eso espero. ¿Ha venido usted a ver a alguien?
—Sí —dijo Danny.
—¿Un amigo?
—Pues… —dijo Danny.
Se encogió ligeramente de hombros y luego empezó a leer la lista de ingredientes de la caja de dulces, preguntándose qué sería la lecitina.
Al poco tiempo, la chica salió de la sala de emergencias con la mano vendada.
—¿Estás bien? —preguntó el padre.
—Sí —dijo la chica—. Me han dado una piruleta.
Juntos salieron del hospital.
Danny el Cojitranco se quedó solo en el banco, esperando.
Teddy Carella estaba sentada en la habitación con su marido y lo observaba. Las persianas estaban corridas, pero podía verle con claridad en la penumbra, la boca abierta y los ojos cerrados. Junto a la cama, el plasma fluía de una botella vuelta del revés a través de una cánula insertada en el brazo de Carella. Estaba tendido, inmóvil, y las sábanas cubrían los costurones del pecho. Le habían curado ya las heridas, pero por ellas había fluido mucha sangre, habían hecho el daño que tenían que hacer, y ahora Carella yacía pálido e inmóvil, como si la muerte estuviese ya dentro de él.
«No —pensó—, no se va a morir».
Por favor, Dios, por favor, no dejes que muera, por favor.
Su mente corría desbocada, y no se daba cuenta de que estaba rezando porque sus pensamientos le parecían eso, simples pensamientos, las cosas que puede pensar una chica. Pero estaba rezando.
Recordaba el día en que conoció a Carella, el día que entró en el despachito en el que trabajaba cuando denunciaron un robo. Se acordaba con exactitud de cómo había entrado en la sala acompañado de otro hombre, un detective que luego había sido transferido a otra comisaría, un detective cuyo rostro ya no recordaba. Aquel día se había interesado exclusivamente por la cara de Steve Carella.
Había entrado en la oficina, alto y erguido, vestido con un porte más propio de un cotizado modelo de ropa masculina que de un policía. Le había enseñado la placa y se había presentado, y ella había escrito apresuradamente en una hoja de papel para explicarle que no podía oír ni hablar y que la recepcionista había salido; que ella era mecanógrafa, pero que su jefe saldría en un momento, en cuanto ella le informase de que estaba allí la policía. En su cara había podido leer una cierta sorpresa. Cuando se levantó y dejó el escritorio para ir a la oficina del jefe, notó que sus ojos la seguían.
Su invitación para que saliese con él no le pilló por sorpresa.
Había visto interés en sus ojos, de modo que la sorpresa no fue que le invitase, sino que pudiese encontrarla interesante. Por supuesto, era capaz de entender que hay hombres dispuestos a probarlo todo al menos una vez, para ver qué tal. ¿Y por qué no una chica sordomuda? Podía ser interesante. En un primer momento pensó que eso era lo que motivaba a Steve Carella, pero tras la primera cita supo que no era así en absoluto. No le interesaban ni sus orejas ni su lengua. Le interesaba Teddy Franklin, la muchacha. Así se lo dijo, varias veces. A ella le llevó bastante tiempo creerlo, aunque intuía que era verdad.
Se había acostado con Carella porque acostarse con él le pareció la cosa más natural del mundo. Él le había pedido varias veces que se casase con él, pero ella nunca había acabado de creerse que la quisiera por esposa. Y un día sí se lo creyó, con esa forma súbita que tienen las convicciones de establecerse, y se dio cuenta de que sí, de que efectivamente quería que fuese su mujer. Se casaron el 19 de agosto, y ahora estaban a 23 de diciembre y él estaba tendido en una cama de hospital, y parecía que podía morir, parecía posible que acabase muriendo, los médicos le habían dicho que su marido podía morir.
No le daba más vueltas a lo injusto de la situación. La situación era de una injusticia flagrante: su marido no tendría que haber recibido un disparo, su marido no tendría que estar luchando por sobrevivir en un hospital. La injusticia le reconcomía las entrañas, pero no le daba más vueltas, porque lo pasado, pasado está.
Pero él era un hombre bueno, y amable, y era su hombre, el único hombre para ella sobre la faz de la Tierra. Hay quien defiende que para formar una pareja basta con dos personas cualesquiera, la primera que pase, y si no la siguiente. Se las mete juntas en la cama y las cosas saldrán solas. Siempre se puede uno subir al siguiente tranvía. Pero Teddy no lo veía así. Teddy no era capaz de creer que hubiese en todo el mundo otro hombre tan ideal para ella como Steve Carella. De manera milagrosa había aparecido frente a su puerta como un regalo, un regalo maravilloso.
Ahora no podía llegar a creer que fuesen a arrebatárselo con tanta brusquedad. No podía creerlo, no podía creerlo. Le había dicho lo que quería por Navidad. Le quería a él. Se lo había dicho totalmente en serio, consciente de que él se lo tomaba a broma. Y ahora un viento cruel le devolvía sus palabras. Porque ahora sí que le quería por Navidad, ahora era lo único que deseaba tener por Navidad. Antes se había sentido segura al pedirlo como deseo, porque sabía que iba a tenerlo. Pero ahora esa seguridad se había desvanecido y le quedaba sólo el ardiente deseo de que su marido sobreviviese. Nunca volvería a desear nada con tanto fervor como a Steve Carella.
Y así, en la penumbra de la habitación rezó, sin saber que rezaba, y en su cabeza repitió una y otra vez las mismas palabras: «Deja que viva mi marido. Deja que viva mi marido».
El teniente de policía Peter Byrnes bajó al vestíbulo a las seis y cuarto de la tarde. Se había pasado el día entero esperando en el pasillo frente a la puerta de la habitación de Carella, con la esperanza de poder volver a verle. Había podido hablar con Carella durante un breve instante antes de que este perdiese de nuevo el conocimiento. Carella había musitado una única palabra: «Vicario».
Pero Carella no era capaz de decir nada más sobre el traficante, con lo que Byrnes disponía sólo de una descripción muy esquemática, la descripción obtenida de los tres chavales que Carella había detenido en un coche ese mismo día. Nadie más había oído hablar del Vicario, así que ¿cómo iba Byrnes a dar con él? Si Carella moría…
Sentado en el pasillo del hospital, intentó apartar aquel pensamiento. Cada media hora llamaba a comisaría. Y cada media hora llamaba a casa. En comisaría no había novedades. No había pistas relacionadas con la muerte de Dolores Faured. Tampoco había nuevas pistas relacionadas con las muertes de Aníbal y María Hernández. No había pistas que condujesen al Vicario.
En casa, las cosas tampoco iban mucho mejor. Larry seguía en pleno proceso de sacudirse de encima su enfermedad. El médico había vuelto a pasar por casa, pero al parecer no había nada que desagradase más al hijo de Byrnes. Este se preguntó si conseguiría curarse, y se preguntó también si serían capaces de dar con la persona o personas que estaban cometiendo asesinatos en la zona. Faltaban dos días para Navidad, pero las Pascuas de aquel año iban a ser muy tristes.
A las seis y cuarto abandonó el pasillo para llegarse hasta el vestíbulo. Se detuvo ante el mostrador de recepción y preguntó a la chica si había por la zona algún local en el que se comiera decentemente. Ella le recomendó un café de la calle Lafayette.
Estaba a punto de entrar en la puerta giratoria cuando oyó una voz que le llamaba:
—¿Teniente?
Byrnes se giró. En un primer momento no reconoció a aquel hombre menudo y delgado que llevaba una caja de dulces bajo el brazo. Era un tipo de aspecto sórdido, con la pinta de las personas de natural sórdido cuando intentan aparentar formalidad. Cuando por fin identificó la cara, Byrnes dijo con gesto adusto:
—Hola, Danny. ¿Qué haces tú por aquí?
—He venido a ver a Carella —dijo Danny.
Parpadeó y levantó la vista para cruzarla con la de Byrnes.
—¿Ah, sí? —dijo Byrnes, en absoluto conmovido.
—Sí —respondió Danny—. ¿Qué tal está?
—Mal —contestó Byrnes—. Mira, Danny, perdona pero justo ahora iba a salir a comer. Voy con algo de prisa.
—Claro, claro —dijo Danny.
Byrnes le miró, y quizá porque faltaba muy poco para Navidad añadió:
—Ya sabes cómo están las cosas. El tal Vicario que le disparó a Carella no ha…
—¿Quién? ¿Ha dicho el Vicario? ¿Que él fue quien le disparó a St… al detective Carella?
—Eso parece —dijo Byrnes.
—Pero ¿qué me dice? —exclamó Danny—. ¿Un mico como ese? ¿Se ha llevado por delante a Steve Carella?
—¿Por qué? —dijo Byrnes. Había cobrado interés, pero sólo porque Danny había hablado del Vicario como si le conociese—. ¿Qué quieres decir con lo de «mico»?
—Por lo que yo sé no puede tener más de veinte años.
—¿Qué es lo que sabes, Danny?
—Bueno, es que Ste… esto, Carella, me pidió que averiguase cosas sobre el Vicario, y algo encontré. A ver, fui husmeando porque Ste…
—Por el amor de Dios, ¡llámale Steve! —dijo Byrnes.
—Bueno, es que algunos polis son muy susceptibles cuando…
—¡Di lo que tengas que decir, Danny, coño ya!
—Ni siquiera a Steve le gusta que le llame «Steve» —reconoció Danny, y luego, viendo la cara que ponía Byrnes, se apresuró a continuar—. Nadie sabía quién era el tal Vicario, ¿vale? Y yo entonces me lo planteé como un problema matemático. ¿Cómo es posible que haya tres chicos que vayan a comprarle drogas y le llamen Vicario sin que nadie del mundillo le conozca? Lo lógico es que sea de fuera del barrio, ¿no?
—Sigue —dijo Byrnes, interesado.
—Y entonces me pregunté: si no es del barrio, ¿cómo es que ha heredado el trapicheo de Hernández ahora que ha muerto? No es lógico. No sé, al menos tendría que haberle conocido, ¿no? Y si conocía a Hernández, quizá conociese también a la hermana. Así iba pensando yo, teniente, juntando todas las cosas que Steve me había contado.
—¿Y tus conclusiones?
—Me sale un tío, de fuera del barrio pero que quizá conociese a los Hernández. Así que fui a ver a la vieja, a la señora Hernández. Hablé con ella intentando sonsacarla, pensando que el tal Vicario podría ser un primo o algo parecido. Ya sabe cómo son los puertorriqueños: los lazos familiares son muy fuertes.
—¿Y es un primo?
—Ella no conoce a ningún primo que se llame así. Y sé que decía la verdad porque me conoce del barrio. El Vicario no le suena de nada.
—Eso te lo podría haber contado yo, Danny. Mis hombres también se entrevistaron con la señora Hernández.
—Pero ella me ha contado que su hijo tenía un amigo. Por lo visto había sido miembro de los Exploradores Marinos, y solía frecuentar las reuniones del grupo en un instituto de Riverhead. He preguntado y he descubierto que se trata de los Marinos Juveniles, una historia que ha montado un capullo exmiembro de la Marina con unos cuantos chavales para reunirse una vez por semana y desfilar con uniforme. Lo que pasa es que Hernández no iba allí a desfilar. Iba a vender sus drogas. En cualquier caso, el chico al que conocía de allá se llama Dickie Collins.
—¿Qué relación guarda esto con el Vicario?
—Fíjese —dijo Danny—. Empiezo a husmear al tal Dickie Collins. Antes vivía por aquí, se trasladó hace algún tiempo: su padre encontró trabajo como vendedor de puertas de porche en Riverhead, y ese plus de pasta les permitió largarse del barrio. Lo que pasa es que Dickie mantiene sus contactos por aquí, no sé si me entiende. Vuelve de vez en cuando a ver a los amigos… incluido el difunto Aníbal Hernández. También se vio un par de veces con la hermana. Total, que una noche hay una partida de cartas. Una minucia, apuestas mínimas. Eso fue hace dos semanas, y así se explica que nadie sepa nada del tal Vicario excepto cuatro personas, una de las cuales está muerta. Afortunadamente, he dado con una de las vivas.
—Sigue —dijo Byrnes.
—Había cuatro personas en la partida. Un chaval llamado Sam di Luca, el tal Dickie Collins, María Hernández y un tío del vecindario algo mayor.
—¿Quién era el tío mayor?
—Di Luca no se acuerda, y María Hernández ya no nos lo puede contar. Por lo que he podido saber, aquella noche estuvieron chutándose, y Di Luca sólo tiene dieciséis años, así que seguramente iba muy puesto. Tengo que decir que el chaval este, Di Luca, se hace llamar Batman. Es su apodo. Todos tienen apodos, y quizá por eso les hizo gracia lo de «Vicario».
—Ve al grano, Danny.
—Vale. En algún momento de aquella noche, con todos pasándolo bien y jugando a las cartas, el tipo mayor dice algo sobre un sicario barato que hay en el barrio. Bueno, pues resulta que nuestro chico, Dickie Collins, nunca ha oído esa palabra. Es una expresión bastante abandonada, teniente. Quiero decir que casi nadie excepto los más vejetes la usa ya. Como «petimetre», y cosas así. Ha pasado de moda. O sea que es normal que un mocoso como este no la haya escuchado nunca. Pero no se lo pierda: el chico va y dice: «¿El Vicario? ¿Quién narices es el Vicario?». El ataque de risa de todos fue para verlo. María se cayó de la silla, y el tipo mayor estaba doblado de risa, y Batman casi se mea los pantalones de tanto reír.
—Entiendo —dijo Byrnes, pensativo.
—Y luego, durante el resto de la noche, siguieron llamándole el Vicario. Eso al menos es lo que me ha contado el tal Batman. Lo que pasa es que sólo hay cuatro personas que lo sepan: Batman, María, Dickie y el tipo mayor. Y María ya está muerta.
—Dickie Collins es el Vicario —repitió Byrnes con voz inexpresiva.
—Sí. A Batman se le había olvidado todo el asunto de la noche. Además, estaba borracho. Pero cuando empecé a preguntarle por el Vicario se acordó. A saber quién será el tipo mayor.
—Dickie Collins es el Vicario —repitió Byrnes con voz inexpresiva.
—Sí, sí. Ahora vive en Riverhead, en uno de los barrios más baratos de por allí. ¿Va a detenerle?
—Le disparó a Carella, ¿no? —preguntó Byrnes.
Echó mano a la cartera y sacó un billete de diez.
—Para ti, Danny —dijo, tendiéndole el dinero.
Danny negó con la cabeza.
—No, teniente, gracias.
Byrnes le miró incrédulo.
—Aunque sí hay una cosa que puede hacer por mí —dijo Danny, ligeramente azorado.
—Tú dirás.
—Me gustaría subir. Me gustaría ver a Steve.
Byrnes titubeó un instante. Luego se acercó al mostrador y dijo:
—Soy el teniente de policía Byrnes. Este hombre trabaja con nosotros en este caso. Quiero que suba a ver al herido.
—Por supuesto —dijo la chica, y volvió la mirada hacia Danny el Cojitranco, que lucía en la cara una sonrisa de oreja a oreja.