Capítulo 2
Capítulo 2
La voz se había corrido mucho antes de que llegasen Kling y Carella.
La muerte había invadido en silencio la noche, y la muerte (como Macbeth) había asesinado el sueño, y ahora había luces en las ventanas, y gente que se asomaba al frío cruel del invierno para observar desde lo alto a los cinco agentes de uniforme arremolinados en la acera, incómodos y con cierto aire culpable. También había gente en la calle que hablaba entre susurros, con el pijama oculto bajo un abrigo.
El Mercury llegó hasta la manzana, y sólo la chata antena de radio que asomaba sobre el centro del techo permitía adivinar que no era el coche de un particular. El vehículo llevaba en la matrícula el distintivo del personal sanitario, pero las dos personas que bajaron de él no eran médicos: eran detectives.
Carella se acercó a los agentes con paso vivo. Era un hombre alto, vestido aquella noche con un traje pardo de rayón y un abrigo marrón oscuro. Iba sin sombrero, y llevaba el pelo muy corto; caminaba ágilmente, con la seguridad en sí mismo de un jugador de béisbol. Todo en él daba la impresión de tirantez: piel tensa sobre un cuerpo fibroso, piel tensa sobre unos pómulos altos que le daban cierto aire oriental.
—¿Quién ha llamado? —le preguntó al agente de uniforme más próximo.
—Dick —respondió el agente.
—¿Dónde está?
—Abajo, con el fiambre.
—Vamos, Bert —dijo Carella por encima del hombro, y Kling se puso a su estela, obediente y en silencio.
Los patrulleros miraban a Kling con fingido desdén, incapaces de ocultar del todo su envidia. Kling era detective desde hacía poco, un crío de veinticuatro años salido de entre la tropa de a pie. «Salido» era quedarse corto; «subido como un cohete» era una forma mejor de describirlo. Kling había resuelto un homicidio y, aunque los demás agentes lo achacaban simple y llanamente a la suerte, el comisionado consideró que había demostrado una atención al detalle y una tenacidad poco comunes y, puesto que la opinión del comisionado tenía algo más de predicamento que la de los simples patrulleros, aquel agente novato había ascendido a detective de tercera categoría en menos tiempo del que se tardaba en pronunciar su rango.
Y así, los patrulleros sonrieron amargamente cuando Kling pasó por su lado y saltó la cadena tras Carella. El tinte verdoso de sus rostros no era consecuencia del frío.
—Hola, Dick —dijo Carella.
—Hola, Steve. Bert.
Genero parecía muy nervioso.
—Dick —devolvió Kling el saludo.
—¿Cuándo lo encontraste? —preguntó Carella.
—Pocos minutos antes de dar el aviso. Está ahí.
Genero no se volvió para mirar el cadáver.
—¿Tocaste algo?
—No, hombre, ¡qué va!
—Mejor. ¿Estaba solo cuando llegaste?
—Sí. Sí, estaba solo. Perdona, Steve, ¿te importa si salgo un momento a que me dé el fresco? El aire aquí dentro está… está un poco cargado.
—Enseguida —dijo Carella—. ¿La luz estaba encendida?
—¿Cómo? Ah, sí. Sí que lo estaba.
Genero hizo una pausa.
—Por eso se me ocurrió bajar. Pensé que podía ser un ladrón. Y cuando bajé, ahí estaba.
Con un gesto de los ojos señaló el cuerpo sobre el camastro. Carella se acercó al muchacho colgado de la cuerda.
—¿Qué edad tendrá? —preguntó sin buscar respuesta—. ¿Quince, dieciséis años?
Nadie dijo nada.
—Parece… parece que se ha ahorcado, ¿no? —preguntó Genero. Procuraba no tener que mirar al chico.
—Eso parece, sí —dijo Carella.
No se dio cuenta de que, inconscientemente, estaba negando con la cabeza, ni de que en la cara se le adivinaba la incomodidad. Se volvió con un suspiro hacia Kling.
—Lo mejor será esperar a que lleguen los de Homicidios. Se ponen muy pesados si les dejamos las sobras. ¿Qué hora es, Bert? Bert echó un vistazo al reloj.
—Las dos y once —dijo.
—¿Te importa ir tomando notas de eso, Dick?
—Claro —respondió Genero.
Del bolsillo trasero del pantalón sacó una libreta negra y empezó a escribir. Carella lo observaba.
—Vamos a que nos dé el aire arriba —dijo.
La mayoría de suicidas no se dan cuenta de los quebraderos de cabeza que ocasionan. Se cortan las venas, o abren la espita del gas, o se pegan un tiro, o se abren unas cuantas brechas en la cabeza a golpes de hacha, o se tiran desde la ventana más próxima, o se ponen a engullir cianuro, o (como parecía haber sido el caso con el chico del camastro) se ahorcan. Pero no se les ocurre pensar en que a los responsables de hacer que se cumpla la ley les plantean un problema considerable.
La cosa está en que, en un primer momento, todo suicidio se trata como un homicidio. Y, en un caso de homicidio, es preciso notificar el asunto a unas cuantas personas relacionadas con el mantenimiento del orden.
Esas personas son:
- El comisionado de la policía.
- El supervisor de detectives.
- El comandante de distrito de la división de detectives.
- Los departamentos de Homicidios Norte u Homicidios Sur, según donde haya aparecido el cadáver.
- Los comisarios jefe del área en la que se haya encontrado el cadáver.
- El médico forense.
- El fiscal de distrito.
- Las centralitas de teléfonos, telégrafo y teletipos de la central.
- El laboratorio de la policía.
- Los fotógrafos de la policía.
- Los taquígrafos de la policía.
Por supuesto, toda esa gente no se persona simultáneamente en el escenario de un suicidio. Algunos no tienen motivo alguno para dejar la cama a horas tan intempestivas, y otros se limitan a delegar el trabajo en subordinados con menos paga pero excelente formación. Pero siempre cabe contar con unos cuantos mochuelos insomnes, y en ese grupo habrá unos cuantos detectives de Homicidios, un fotógrafo, un ayudante del forense, un puñado de agentes de uniforme, algún que otro detective más de la comisaría local y un par de técnicos del laboratorio. Según el día, puede que un taquígrafo se una a la fiesta.
A las dos y once de la madrugada, nadie tiene demasiadas ganas de trabajar.
Por supuesto, un cadáver anima un poco la monotonía del turno de medianoche, y está bien poder retomar el contacto con los amigos de Homicidios Sur, y puede que el fotógrafo lleve encima una colección de selectas postales «artísticas» que admirar; pero aun así, nadie siente verdadero entusiasmo por un suicidio a las dos y once de la madrugada. Especialmente si hace frío.
Y hacía frío, eso era un hecho innegable.
Daba la impresión de que a los detectives de Homicidios Sur los habían sacado del congelador pocos minutos antes. Caminaron hasta la acera con las piernas rígidas y las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, la cabeza gacha y el sombrero calado hasta cubrirles la cara. Uno levantó la vista lo justo para saludar a Carella, y a continuación ambos los siguieron a él y a Kling hasta el sótano.
—No es que aquí se esté mejor —dijo el primero. Se frotó las manos, echó un vistazo al cadáver y preguntó—: Sería mucho pedir que alguien llevase una petaca encima, ¿verdad?
Miró las caras de los demás policías.
—No, ya imaginaba que no —repuso enfurruñado.
—Un agente de patrulla, Dick Genero, descubrió el cuerpo a eso de las dos y cuatro —dijo Carella—. La luz estaba encendida y nadie ha tocado nada.
El primer detective gruñó primero, y luego exhaló un suspiro.
—Bueno, pues habrá que ponerse a trabajar, ¿no? —comentó con escaso entusiasmo.
El otro detective miró el cadáver.
—Qué estúpido —masculló—. ¿Por qué no esperar hasta la mañana?
Se volvió hacia Kling.
—¿Tú quién eres? —preguntó.
—Bert Kling —respondió este, y luego, como si la pregunta le hubiese estado quemando la garganta desde que vio por primera vez el cuerpo, dijo—: Pensaba que en un suicidio por ahorcamiento el cuerpo tiene que estar suspendido.
El detective de Homicidios se quedó mirando a Kling y luego se volvió hacia Carella.
—¿Este tío es de la policía? —preguntó.
—Claro —contestó Carella.
—Pensaba que quizá te habías traído a un pariente, para que viera lo emocionante que es esto.
Volvió a dirigirse a Kling.
—No, hijo, —dijo—, el cuerpo no tiene por qué estar suspendido. ¿Quieres que te lo demuestre?
Señaló con el dedo el camastro.
—Ahí tienes un suicida que se ha ahorcado, y el cuerpo no está suspendido de ningún sitio, ¿verdad?
—Pues no, no lo está.
—Estás hecho un hacha —respondió Carella.
No sonreía. Encontró la mirada del detective de Homicidios y la sostuvo.
—Algo de maña sí que me doy —dijo el de Homicidios—. No soy uno de los lumbreras de la comisaría Ochenta y siete, pero llevo ya veintidós años en el cuerpo, y en ese tiempo algún caso sí que he resuelto.
Cuando respondió, la voz de Carella no denotaba ironía o sarcasmo alguno. Aparentaba una seriedad absoluta.
—Gente como tú sois un orgullo para el cuerpo —repuso.
El de Homicidios miraba ahora a Carella con suspicacia.
—Sólo quería explicarle…
—Ya, ya —dijo Carella—. El chaval este es bobo y no sabe que el cadáver no tiene por qué estar suspendido. Si nos los hemos encontrado de pie, sentados y tumbados, ¿eh, Bert? —Se volvió hacia el detective—. ¿No es así?
—Eso es, en todas las posturas.
—Eso es —corroboró Carella—. Un suicidio no tiene por qué parecerlo.
En su voz asomaba ahora una dureza apenas contenida, y Kling frunció el ceño y contempló con algo de aprensión a los dos detectives de Homicidios.
—¿Qué te parece el color? —quiso saber Carella.
El detective que le había subido el tono a Carella se dirigió entonces a él con precaución.
—¿Cómo? —preguntó.
—Azul. Interesante, ¿no?
—Córtale el aire y tendrás un cadáver azul —respondió el de Homicidios—. Así de sencillo.
—Claro —dijo Carella, y la dureza era ahora más evidente en su voz—. Muy sencillo. Cuéntale al chico lo de los nudos laterales.
—¿Qué?
—El nudo de la soga. Está en un costado del cuello del chaval.
El detective de Homicidios se acercó para examinar el cadáver.
—¿Y eso qué significa? —quiso saber.
—Me pareció que un experto en suicidios por ahorcamiento como tú se habría dado cuenta de ese detalle —contestó Carella, y su tono de voz era ya inconfundible.
—Sí, lo he visto. ¿Y qué?
—Pensé que podrías explicarle a un detective novato como este chico la coloración que a veces nos encontramos cuando alguien se ahorca.
—Oye, Carella… —quiso decir el otro detective.
—Deja que hable tu compañero, Fred —lo interrumpió Carella—. No queremos perdernos el testimonio de un experto.
—¿De qué narices estás hablando?
—Se te está subiendo a las barbas, Joe —dijo Fred.
Joe se volvió hacia Carella.
—¿Te me estás subiendo a las barbas?
—No sabría cómo —respondió Carella—. Explica ese nudo, experto.
Joe parpadeó.
—Nudo, nudo… ¿De qué demonios hablas?
—Hombre, digo yo que sabrás que un nudo lateral sólo comprimirá por completo las venas y arterias de un lado del cuello —contestó Carella, todo dulzura.
—Claro que lo sé —dijo Joe.
—Y sabrás también que, por lo general, la cara está roja y congestionada cuando el nudo se ha atado a un lado del cuello, y pálida cuando el nudo está en la nuca. Todo eso lo sabes, ¿no?
—Sí, sí que lo sé —respondió Joe con arrogancia—. Y nos hemos encontrado fiambres azules tanto cuando el nudo estaba a un lado como cuando estaba en la nuca, así que, ¿qué me estás contando? He llevado una docena de casos de estrangulamiento con la cara azul.
—¿Cuántas docenas de casos de envenenamiento has tenido con la cara azul?
—¿Eh?
—¿Cómo sabes que la causa de la muerte fue por asfixia?
—¿Eh?
—¿Has visto las chapas que hay encima de la caja de naranjas? ¿Has visto la jeringa al lado de la mano del chico?
—Claro que las he visto.
—¿Crees que era un drogadicto?
—Imagino que sí. Yo diría que lo era —dijo Joe.
Se detuvo para esforzarse en replicar con sarcasmo.
—¿Y qué piensan los genios de la Ochenta y siete?
—Yo diría que es un adicto —dijo Carella— a juzgar por las marcas de pinchazos en los brazos.
—También le he visto los brazos —aseguró Joe.
Se devanó los sesos intentando encontrar algo más que decir, pero ese algo se le escapaba.
—¿Crees que el chico se metió un chute antes de colgarse? —preguntó Carella amablemente.
—Quizá —respondió Joe tras meditarlo unos segundos.
—Pero sería raro que lo hubiese hecho, ¿no? —preguntó Carella.
—¿Por qué? —quiso saber Joe, con una precipitación que otros quizás habrían intentado evitar.
—Si acababa de meterse algo en vena, estaría bastante contento. Me pregunto por qué en ese caso se quitaría la vida.
—A algunos adictos les da un bajón —dijo Fred—. A ver, Carella, para ya. Además, ¿qué quieres demostrar?
—Nada, que los genios de la Ochenta y siete no vamos gritando «suicidio» por ahí hasta que hemos visto el informe de la autopsia, y quizá ni siquiera entonces. ¿A ti qué te parece, Joe? ¿O es que un cadáver azul es siempre sinónimo de estrangulación?
—Hay que considerar todos los datos —dijo Joe—. Hay que encajarlos todos.
—Ese ha sido un comentario muy agudo sobre el arte de la detección, Bert —dijo Carella—. Apúntatelo bien.
—¿Dónde demonios se han metido los fotógrafos? —exclamó Fred, harto de tanta cháchara—. Quiero empezar a examinar el cuerpo, averiguar al menos quién demonios es el chico.
—Pues él no tiene ninguna prisa —afirmó Carella.