Capítulo 3

Capítulo 3

El chico se llamaba Aníbal Hernández. Los chicos no puertorriqueños lo llamaban Annabelle. Su madre lo llamaba Aníbal, y pronunciaba el nombre con enorme dignidad hispana, pero el dolor había erosionado esa dignidad.

Carella y Kling habían subido juntos los cinco tramos de escalera para llegar a lo más alto del bloque de viviendas y llamar a la puerta del apartamento cincuenta y cinco. Ella les había abierto la puerta casi de inmediato, como si supiera que en breve iba a tener visita. Era una mujer grande, de amplios pechos y lacia cabellera negra. Llevaba puesto un sencillo vestido, iba sin maquillar y las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—¿Policía? —preguntó.

—Sí —contestó Carella.

—Entren, por favor.

No se oía nada en el apartamento. Nada rompía el silencio, ni siquiera el hosco dormir de nadie. Una luz tenue brillaba en la cocina.

—Pasen —dijo la señora Hernández—. A la salita.

La siguieron hasta que ella encendió una lámpara de pie en la estrecha sala de estar. El apartamento se hallaba muy limpio, pero el yeso de los techos estaba resquebrajado y a punto de caer, y el goteo del radiador había formado un gran charco sobre el linóleo. Los detectives se sentaron cara a cara con la señora Hernández.

—Señora, su hijo… —dijo Carella por fin.

—Sí —dijo la señora Hernández—. Aníbal no se habría suicidado.

—Señora Hernández…

—Me da igual lo que digan, no se habría suicidado. De eso estoy segura. Aníbal no. Aníbal no se habría matado.

—¿Por qué dice eso, señora Hernández?

—Lo sé. Lo sé.

—Pero ¿por qué?

—Porque conozco a mi hijo. Es un chico demasiado alegre. Siempre. Incluso en Puerto Rico. Siempre contento. La gente alegre no se suicida.

—¿Cuánto tiempo lleva en la ciudad, señora Hernández?

—Llevo aquí cuatro años. Primero vino mi marido, y él me trajo aquí, a mí y a mi hija…, cuando todo iba bien, ¿sabe? Cuando tenía trabajo. Dejé a Aníbal con mi madre en Cataño. ¿Conoce usted Cataño?

—No —dijo Carella.

—Está a las afueras de San Juan, cruzando la bahía. Desde Cataño se ve toda la ciudad. Incluso La Perla. Antes de ir a Cataño vivíamos en La Perla.

—¿Qué es La Perla?

—Un Languito. ¿Cómo dicen ustedes? Un barrio de ch… de chev…

—¿Un barrio chabolista?

—Eso, sí.

La señora Hernández se detuvo un instante.

—Incluso allí, cuando jugaba en el barro y a veces pasaba hambre, mi hijo era feliz. A la gente feliz se le nota, señor. Se le nota. Cuando fuimos a Cataño estuvimos mejor, pero no mejor que aquí. Mi marido consiguió que fuésemos María y yo. Mi hija. Tiene veintiún años. Llegamos hace cuatro. Luego hicimos que viniese Aníbal.

—¿Cuándo?

—Hace seis meses.

La señora Hernández cerró los ojos.

—Lo recogimos en Idlewild. Llevaba consigo su guitarra. Toca muy bien la guitarra.

—¿Sabía usted que su hijo era drogadicto? —preguntó Carella.

La señora Hernández se tomó mucho tiempo para responder. Por último dijo: «Sí», y apretó los puños, que tenía apoyados en el regazo.

—¿Cuánto tiempo llevaba consumiendo estupefacientes? —preguntó Kling, tras mirar dubitativo a Carella.

—Mucho tiempo.

—¿Cuánto?

—Cuatro meses, creo.

—¿Y sólo llevaba aquí seis meses? —preguntó Carella—. ¿Empezó en Puerto Rico?

—No, no, no —dijo la señora Hernández negando con la cabeza—. Señor, de eso hay muy poco en Puerto Rico. La gente que vende estupefacientes necesita dinero, ¿no es eso? Puerto Rico es pobre. No, mi hijo se enganchó aquí, en esta ciudad.

—¿Tiene idea de cómo empezó?

—Sí —contestó la señora Hernández.

Suspiró, y aquel suspiro era la rendición, la desolación ante un problema demasiado complejo para ella. Había nacido y se había criado en una isla soleada, y su padre se había dedicado a cortar caña y a pescar en las temporadas de barbecho, y alguna vez tuvo que ir descalza y pasar hambre, pero siempre tenían el sol y la frondosa exuberancia del trópico. Cuando se casó, su marido la llevó a San Juan, lejos de la ciudad de Comerío, tierra adentro. San Juan fue su primera ciudad de envergadura, y cayó rendida ante su ritmo acelerado. El sol seguía brillando, pero ella ya no era la adolescente descalza que se acercaba hasta el comercio de la aldea y charlaba con Miguel, el propietario. María, su primera hija, nació cuando la señora Hernández tenía dieciocho años. Por desgracia, su marido perdió su empleo por aquella época y se trasladaron a La Perla, una barriada histórica a los pies del castillo del Morro. La Perla, así bautizada con humor por sus depauperados habitantes, porque era gente a la que habría sido imposible quitarle el sentido del humor, incluso arrebatándoles todo cuanto poseían, despojándolos de sus ropas y metiéndolos desnudos en las chozas de madera apelotonadas en el barro frente a los orgullosos muros del antiguo fuerte español.

La Perla, pues, y una hijita, María, y dos embarazos truncados en otros tantos años, y luego otra niña a la que llamaron Juanita, y el traslado a Cataño cuando el marido de la señora Hernández encontró trabajo en una pequeña fábrica de confección.

Embarazada de Aníbal, la familia fue de excursión un domingo a El Yunque, y al Bosque Nacional del Caribe; a la jungla. Y allí, Juanita, que apenas había cumplido dos años, se acercó gateando al borde de un precipicio de quince metros mientras su padre sacaba una instantánea de la señora Hernández y de su hija mayor. La niña no hizo ruido alguno, ni gritó, pero murió en el acto a consecuencia de la caída; aquel día la familia regresó de su excursión con un cadáver.

Temió perder también al niño que llevaba dentro. Pero no fue así; nació Aníbal y el bautizo se celebró poco después del funeral, y entonces la fábrica de Cataño cerró y el señor Hernández perdió su empleo y llevó a la familia de vuelta a La Perla, donde Aníbal pasó los primeros años de su niñez. Su madre tenía veintitrés años. El sol seguía brillando, pero algo que no era el sol había ahondado lo que en otra época habían sido las arrugas risueñas que se le formaban junto a los ojos. La señora Hernández empezaba a reconciliarse con la vida, la vida y la fortuna quisieron que el señor Hernández encontrase de nuevo empleo. La familia regresó a Cataño, cargada con sus escasas pertenencias y convencida de que en esta ocasión esa mudanza sería la última.

Parecía un trabajo estable. Duró muchos años. Fue una buena época, y la señora Hernández reía a menudo, y su marido le seguía diciendo que era la mujer más hermosa que había conocido, y ella aceptaba el amor que le daba con desatada pasión, y los niños, Aníbal y María, siguieron creciendo.

Cuando perdió el empleo que tan estable había parecido, la señora Hernández propuso que saliesen de la isla y pusiesen rumbo al continente, a la gran ciudad. Tenían el dinero suficiente para un pasaje de avión. Ella le preparó un almuerzo de pollo para que comiese algo en el avión, y él se puso un viejo chaquetón del ejército porque había oído decir que en la ciudad hacía mucho frío, que no era en absoluto como Puerto Rico, donde siempre brillaba el sol.

Pasó el tiempo y encontró trabajo en los muelles. Hizo venir a la señora Hernández y a uno de los niños, y ella decidió llevar a María, la niña, porque una niña no debería estar lejos de su madre. Aníbal se quedó con su abuela. Tres años y medio más tarde se reuniría con su familia.

Cuatro años más tarde, parecía que se había suicidado en el sótano de un bloque de pisos de la ciudad.

Y, al pensar en los años pasados, las lágrimas resbalaban en silencio por la cara de la señora Hernández, que volvió a suspirar, con un suspiro tan yermo como una tumba vacía, y los detectives la contemplaron, sentados, y a Kling nada le habría gustado más que salir de aquel apartamento, en el que atronaba el eco de la muerte.

—María —dijo, entre sollozos—, María fue quien lo metió.

—¿Su hija? —preguntó Kling, incrédulo.

—Mi hija; sí, mi hija. Mis dos hijos. Drogadictos. Ellos…

Se interrumpió. Las lágrimas manaban sin freno y no era capaz de hablar. Los detectives esperaron.

—No sé cómo —dijo ella por fin—. Mi marido es bueno. Ha trabajado toda su vida. Ahora mismo, en este mismo instante, está trabajando. Y yo, ¿es que yo no he sido buena? ¿Me he portado mal con mis hijos? Les enseñé la iglesia, y les enseñé quién es Dios, y les enseñé a respetar a sus padres.

Orgullosa, continuó:

—Mis hijos hablaban inglés mejor que nadie en el barrio. Quise que fueran americanos. Americanos.

Sacudió la cabeza.

—La ciudad nos ha dado mucho. Trabajo para mi marido, y un hogar lejos del fango. Pero lo que la ciudad te da con una mano te lo quita con la otra. Y señores, ni por la bañera blanca y limpia del baño, ni por el televisor del salón ni por nada cambiaría yo ver a mis hijos jugando a la sombra del fuerte. Felices. Felices.

Se mordió el labio, con fuerza. Carella casi esperaba que sangrase, y le sorprendió que no lo hiciese.

Cuando dejó de morderse el labio se enderezó en su asiento.

—La ciudad —dijo pausadamente— nos ha aceptado. ¿Como iguales? No, como iguales no; pero eso puedo entenderlo. Somos los nuevos, los de fuera. Siempre es así con los recién llegados, ¿no? Tanto da que sean buenos; son malos porque son nuevos. Pero eso se puede perdonar. Se puede perdonar porque aquí tienes amigos, y parientes, y los sábados por la noche es como volver a estar en la isla, y suenan las guitarras y se oye la risa. Y el domingo vas a la iglesia y saludas por la calle a los vecinos y se siente una bien, señores, se siente una muy bien, y puede una perdonarlo casi todo. Estás agradecida. Agradecida por casi todo.

»Nunca puedes estar agradecida por lo que la ciudad les ha hecho a tus hijos. Nunca puedes estar agradecida por las drogas. Sí puedes recordar, recordar, recordar a tu hija, que tenía pechos jóvenes y piernas limpias y ojos alegres hasta que esos… esos bastardos, esos chulos… me la quitaron. Y ahora mi hijo. Muerto. Muerto, muerto, muerto.

—Señora Hernández —dijo Carella, al que le habría gustado extender el brazo para tomarla de la mano—, nosotros…

—¿Importa que seamos puertorriqueños? —preguntó ella de improviso—. ¿Buscarán igualmente a quien lo mató?

—Si alguien lo mató, lo encontraremos —prometió Carella.

—Muchas gracias —dijo la señora Hernández—. Gracias. Imagino lo que deben de pensar. Mis hijos metidos en drogas, y mi hija prostituta. Pero créame que…

—¿Su hija…?

—Sí, sí, para pagarse el vicio.

De repente se le descompuso el rostro. Hasta ese momento había estado bien, pero acto seguido se desmoronó, y tuvo que tomar aire, inspirar profundamente para sorber el sollozo que se le escapaba del alma. Aquel sollozo se le clavó a Carella como una puñalada, y notó que también él se encogía y que el rostro se le tensaba de impotencia. La señora Hernández parecía estar asida al borde de un precipicio. Se aferraba a él con todas sus fuerzas. Con un suspiro volvió a mirar a los detectives.

—Perdóneme —musitó—. Perdónenme.

—¿Podemos hablar con su hija? —preguntó Carella.

—Por favor. Ella los podrá ayudar. La encontrarán en El Centro. ¿Sabe dónde digo?

—Sí —contestó Carella.

—La encontrarán allí. Ella… los podrá ayudar. Si decide hablar con ustedes.

—Lo intentaremos —respondió Carella.

Se puso en pie, y Kling se incorporó al mismo tiempo.

—Muchas gracias, señora Hernández —dijo Kling.

—De nada —respondió ella. Volvió la vista hacia las ventanas—. Miren —dijo—. Ya es casi de día. Va a salir el sol.

Salieron del apartamento, y ambos guardaron silencio hasta llegar a la calle. Carella tuvo la sensación de que el sol no volvería a brillar nunca para la madre de Aníbal Hernández.