Capítulo 11
Capítulo 11
Dado que la habitación en la que María Hernández se había citado con una o varias personas desconocidas era el último lugar en el que había constancia que había albergado a su asesino, la policía la sometió a un escrutinio muy riguroso.
El escrutinio no fue de carácter teórico. Los técnicos de laboratorio que se adueñaron de la sala no tenían ningún interés en dar alas a su imaginación. Lo único que les interesaba era dar con pistas que permitiesen identificar a la persona o personas que con tanto ensañamiento habían apuñalado y asesinado a Hernández. Buscaban hechos. Y así, después de fotografiar y bosquejar la habitación, pusieron manos a la obra, una obra lenta y trabajosa.
La expresión «impresiones fortuitas» que usa la policía se refiere, por supuesto, a las huellas dactilares.
Estas pueden ser de tres tipos:
- Huellas latentes, que son invisibles. A veces pueden percibirse a simple vista, siempre y cuando se hallen sobre una superficie lisa y se emplee luz indirecta.
- Huellas visibles, cuya visibilidad se debe a la imprudencia de la persona que las dejó, ya que permitió que sus dedos se manchasen con una sustancia coloreada. La sustancia, por lo general, era tierra o sangre.
- Huellas plásticas, las cuales, como puede desprenderse de su nombre, aparecen sobre materiales maleables como masilla, cera, alquitrán, arcilla o el interior de una piel de plátano.
Evidentemente, las huellas plásticas y las visibles son las impresiones fortuitas más agradecidas para el investigador. Son las menos difíciles de localizar. Sin embargo, por la naturaleza de las impresiones fortuitas (esto es, huellas dactilares dejadas de manera involuntaria y fortuita), la persona que las deja no siempre tiene la consideración de procurar que resulte sencillo encontrarlas. La mayoría de ellas son huellas latentes, y el proceso de visualización de las huellas latentes hace necesario el uso de polvos de grano fino y sin grumos para que puedan fotografiarse o transferirse a una lámina. Es un procedimiento que requiere cierto tiempo.
Los chicos del laboratorio tenían mucho tiempo, y también tenían un montón de huellas latentes con las que trastear. Al parecer, habitualmente había un trasiego continuo de hombres en la habitación en la que habían acuchillado a María Hernández. Poco a poco, con paciencia, los chicos del laboratorio fueron encontrando cada vez más huellas y, tras fotografiarlas y transferirlas a hojitas transparentes, concluyeron que un total de diez hombres diferentes habían dejado huellas latentes claramente identificables en la habitación.
Lo que no podían saber es que ninguno de ellos era el que había atado a María. No podían saber que el asesino de María llevaba guantes hasta el momento de meterse en la cama con María. Y como no lo sabían, remitieron las huellas a los detectives, y estos las cotejaron con las de los archivos y dedicaron luego una considerable cantidad de tiempo a ordenar el arresto de los posibles asesinos, que no perdieron tiempo en presentar sus coartadas (ciertas, además, en la mayoría de casos). Algunas de las huellas correspondían a personas que nunca habían tenido ningún roce con la policía. En archivos no fueron capaces de identificar esas huellas. Sus propietarios nunca fueron interrogados.
Dadas las características de la habitación en la que se produjo el asesinato, a los chicos del laboratorio no les sorprendió comprobar que había un buen número de huellas de pies desnudos en el suelo, sobre todo en los polvorientos rincones más próximos a la cama. Por desgracia, el departamento no disponía de un archivo actualizado de huellas de pies. Los del laboratorio se limitaron a conservarlas para su posterior comparación con las de los sospechosos. A nadie le sorprendió comprobar que una de las huellas correspondiera a María Hernández. Los chicos del laboratorio no consiguieron encontrar ninguna huella de zapato aprovechable en la habitación.
Sí encontraron muchos cabellos y varios pelos púbicos en las sábanas manchadas de sangre de la cama. También encontraron manchas de semen. Procedieron a pasar el aspirador por la manta que había cubierto la cama, y separaron el polvo obtenido con un filtro. Posteriormente, el polvo se sometió a un cuidadoso análisis: los técnicos no encontraron nada en él que les resultase útil.
En la habitación apareció también algo que quizá fuese de verdadero valor. Una pluma.
Puede que, así explicado, el trabajo que se llevó a cabo en aquella habitación parezca muy sencillo y descansado, especialmente a la vista de los resultados: una plumita de nada, un puñado de huellas latentes sin importancia, algunas huellas de pies, un par de pelos, algo de sangre y algo de semen. Desde luego, ¿de verdad había sido tanto trabajo?
Pues… Hay que saber que una mancha de semen tiene el aspecto de un mapa y el tacto de una superficie almidonada. Lamentablemente, a efectos identificativos el aspecto de algo no es suficiente. Es necesario conservar la mancha sospechosa, y conservarla de manera que no se vea sometida a fricción, porque las manchas de semen son quebradizas y pueden desintegrarse en fragmentos diminutos que resulta fácil extraviar. La fricción, además, puede quebrar los espermatozoides. Dicho de otra manera: no se podía enrollar la mancha, ni doblarla, ni tirarla de cualquier manera en una bolsa de ropa vieja. Había que guardarla de tal manera que los bordes no quedasen expuestos a fricción de ningún tipo, y eso es algo que lleva tiempo y esfuerzo.
Cuando la mancha sospechosa llega al laboratorio es cuando comienza el verdadero análisis. La primera prueba microquímica a la que se la somete se conoce como reacción de Florence, y en ella se disuelve una pequeña parte de la mancha en una solución de 1,56 gramos de yoduro de potasio, 2,54 gramos de cristales de yodo puro y 30 cc de agua destilada. Esta prueba tan sólo revelaba la posibilidad de que la mancha contuviese semen. A esta conclusión se llegaba porque, examinada bajo el microscopio, podía apreciarse en ella la formación de cristales rómbicos y pardos de reactivo de Florence. Desdichadamente, es posible obtener cristales similares con mucosidades y saliva, por lo que la prueba no resulta concluyente. Aun así, admite una probabilidad, y es entonces cuando se lleva a cabo una segunda prueba: la prueba de reacción Puranen.
El reactivo Puranen, sobre el que se deposita parte de la mancha (extraída con varias gotas de solución salina), consiste en una solución al cinco por ciento de 2, 4-dinitro-1-naftol-7-sulfónico, ácido flavónico. El fragmento de mancha se introduce junto con las dos soluciones en un microtubo, que a su vez se guarda en un frigorífico durante varias horas. Transcurrido ese tiempo, en el fondo del tubo puede apreciarse un precipitado espermático flavónico de color amarillento. Ese precipitado se observa entonces a través de un microscopio y el ojo todopoderoso revela la presencia de cristales en forma de cruz, característicos del fluido seminal.
Y luego, por supuesto, el análisis microscópico posterior incluye la búsqueda de varias cabezas de espermatozoide (definidas por forma y coloración) que conservasen el cuello. Afortunadamente, la mancha no había sufrido cambios como consecuencia de la fricción o la putrefacción. De haberse producido una alteración de ese tipo, la búsqueda de espermatozoides bien habría podido requerir mucho más tiempo y resultar menos fructífera.
Y eso es lo que hicieron con la mancha. Les llevó casi todo el día. Encima no era un trabajo atractivo. No estaban buscando el huidizo germen del resfriado, ni la cura contra el cáncer. Simplemente intentaban redactar una lista de indicios que quizá condujese hasta el asesino de María Hernández o que, después, sirviese para identificar sin lugar a dudas a un sospechoso.
Y así como aquellos hombres dedicaron largas horas a la muerte de una drogadicta, otro hombre estaba dedicando muchas horas a la vida de otro adicto.
Un adicto que casualmente era su hijo.
Peter Byrnes nunca sabría del todo lo cerca que estuvo de lavarse las manos en aquel asunto. De entrada, había tenido que resistirse a la idea de que todo el asunto fuese una farsa. «¿Mi hijo, drogadicto? —había preguntado—. ¿Mi hijo? ¿Las huellas de mi hijo en una presunta arma homicida?».
No, se había dicho a sí mismo, es una mentira, una patraña de cabo a rabo. Pensaba desenmascararla, sacarla a rastras del peñasco en el que se refugiaba, obligarla a salir a la luz para luego pisotearla. Se presentaría ante su hijo con la mentira en la mano y entre ambos la destruirían.
Pero le había presentado la mentira a su hijo y, antes incluso de preguntar («¿eres drogadicto?»), ya sabía que su hijo era efectivamente un drogadicto, y que parte de la mentira no era mentira. Al tomar conciencia de ello se había sentido a un tiempo sorprendido y asqueado, pese a que, de algún modo, había contado con ello. Para un hombre de menor categoría que Byrnes, para un poli de menor categoría, tomar conciencia de ello podría no haber sido tan devastador. Pero Byrnes aborrecía el crimen, y aborrecía también a los delincuentes, y acababa de enterarse de que su hijo era un delincuente implicado en actividades criminales. Y se habían enfrentado en el silencio del salón, y Byrnes había hablado lógica y sensatamente: le había expuesto a su hijo la situación en la que se encontraban, sin dejar en ningún momento que el enfado inundase su garganta, sin levantarle nunca la voz al criminal que tenía por hijo, sin pronunciar la orden de destierro.
El instinto le pedía que echase a la calle a aquella persona. Era un instinto cultivado a lo largo de los años, un instinto muy enraizado en el carácter de Byrnes. Pero había otro instinto más profundo, un instinto compartido en torno a las hogueras de tiempos paleolíticos, tiempos en que los hombres abrazaban a sus hijos para guarecerlos de la noche, y ese instinto que se hereda a través de la sangre fluía por las venas de Peter Byrnes, y Byrnes sólo podía pensar: «Es mi hijo».
Y por eso había hablado tranquilo, con serenidad, estallando sólo una o dos veces, e incluso entonces por impaciencia, sin permitir que el asco se adueñase de su mente.
Tenía un hijo drogadicto.
Era algo irrevocable, irreconciliable: tenía un hijo drogadicto. La persona al otro lado del teléfono no le había mentido en eso.
La segunda parte de la mentira resultó ser también verdad. Byrnes comparó las huellas digitales de su hijo con las que se encontraron en la jeringuilla: coincidían. No comunicó este extremo a nadie en el departamento, y la ocultación del dato le hizo sentirse culpable y, en cierto modo, contaminado.
La mentira, entonces, había resultado no serlo.
Había empezado como una falsedad doble y había terminado por ser una verdad reluciente, esplendorosa.
Pero ¿y el resto? ¿Había discutido Larry con Hernández la misma tarde que murió el muchacho? Y, si así era, ¿no estaba claro lo que eso significaba? ¿No cabía inferir que Larry Byrnes había matado a Aníbal Hernández?
Byrnes no podía creer esa inferencia.
Su hijo se había transformado en algo que le costaba trabajo comprender, algo que quizá no había entendido nunca y posiblemente nunca llegaría a entender, pero sabía que su hijo no era un asesino.
Y así, aquel jueves 21 de diciembre esperó a que el tipo aquel volviese a llamar, tal y como había prometido; y tuvo que soportar la carga adicional de un nuevo homicidio, la muerte de la hermana de Aníbal. Esperó durante todo el día, sin que llegase la llamada, y cuando regresó a casa a media tarde fue para enfrentarse a la tarea que había estado temiendo.
Le gustaba que el suyo fuese un hogar feliz pero, en aquel momento, en su casa no había alegría alguna. Harriet salió a recibirlo a la puerta, tomó su sombrero y se echó en sus brazos para sollozar recostada en su hombro, y él intentó recordar la última vez que había llorado así, y le pareció que había pasado mucho tiempo, y no consiguió recordar nada excepto que tenía algo que ver con el baile de fin de curso, y con un ramillete de flores, y con los insuperables problemas de una chica de dieciocho años. Harriet ya no tenía dieciocho años. Tenía un hijo que pronto cumpliría dieciocho años, y el problema de ese hijo no tenía nada que ver con bailes de fin de curso ni con ramilletes de flores.
—¿Qué tal está? —preguntó Byrnes.
—Mal —contestó Harriet.
—¿Qué ha dicho Johnny?
—Le ha dado algo con que sustituirlo —respondió Harriet—. Pero él sólo es médico, Peter, eso es lo que ha dicho: ha dicho que sólo es médico, y que el chico tiene que querer dejarlo. Peter, ¿cómo hemos llegado a esto? Por el amor de Dios, ¿cómo ha podido pasar?
—No lo sé —dijo Byrnes.
—Pensaba que esto les pasaba a chicos del arroyo. Que era cosa de chavales salidos de hogares rotos, chavales que no han recibido amor. ¿Cómo ha podido pasarle a Larry?
Byrnes contestó una vez más:
—No lo sé.
Por dentro, maldijo el trabajo que no le había permitido dedicarle más tiempo a su único hijo. Pero también era lo suficientemente sincero como para no echarle toda la culpa a su trabajo, y se obligó a recordar que había otros hombres con horarios de trabajo igual de largos e irregulares cuyos hijos no se habían convertido en drogadictos. Y con ese estado de ánimo empezó a subir los escalones que conducían hacia el cuarto de su hijo, con pasos pesados, súbitamente avejentado, y bajo la sensación de culpa empezó a fluir una acuciante sensación de disgusto. Su hijo era un drogadicto. La palabra parpadeaba en su mente como un cartel luminoso: DROGADICTO. Drogadicto. DROGADICTO. Drogadicto.
Llamó a la puerta del dormitorio.
—¿Larry?
—¿Papá? Abre, ¿quieres? Por el amor de Dios, abre la puerta.
Byrnes echó mano al bolsillo y sacó el llavero. Sólo recordaba una ocasión en la que hubiese encerrado a Larry en su cuarto. El chico había roto un escaparate con una pelota de béisbol y se había negado en redondo a pagar los desperfectos con su paga semanal. Byrnes le comunicó que deduciría el dinero de las comidas y que, a partir de ese momento, dejaba de comer. A continuación metió al chico en su cuarto y cerró la puerta por fuera, y Larry se había rendido aquella misma noche, poco después de la cena. En aquel momento, el incidente no había parecido tener mayor importancia. Había sido una forma de castigarlo y, siendo sinceros, si Larry hubiese seguido negándose Byrnes le habría dado de comer. En aquel momento, a Byrnes le había dado la impresión de que le estaba enseñando a su hijo a respetar la propiedad ajena y a respetar también el dinero. Pero ahora, reflexionando sobre ello, se preguntó si no se habría comportado mal. ¿Había apartado de sí el afecto de su hijo con aquel castigo? Quizá su hijo había interpretado que en aquella casa no había amor para él. Quizá su hijo había interpretado que Byrnes se ponía de parte del tendero y no de su propia sangre.
Pero ¿qué habría tenido que hacer? ¿Consultar un manual de psicología cada vez que quisiese hacer o decir algo? ¿Y cuántos incidentes menores había habido, cuántos incidentes a lo largo de los años, cuántos incidentes acumulados, insignificantes por sí mismos, pero que ganaban fuerza a medida que iban acumulándose hasta que, sumados, incitaban a un muchacho a entregarse a una adicción? ¿Cuántos incidentes, y de cuántos de ellos podía culparse a un padre? ¿Era un mal padre? ¿Es que no lo quería abierta y sinceramente? ¿Acaso no había intentado siempre hacer lo mejor para él, acaso no había intentado siempre criar a su hijo para que fuese una persona decente? ¿Qué habría podido hacer nadie?
Descorrió el pestillo y entró en la habitación.
Larry estaba de pie ante la cama, con los puños apretados.
—¿Por qué estoy encarcelado? —gritó.
—No estás encarcelado —dijo Byrnes con calma.
—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué está atrancada la puerta? ¿Qué pasa, es que soy un criminal?
—Técnicamente hablando sí.
—Papá, escucha: hoy no estoy para jueguecitos. No estoy de humor para jugar a nada.
—Un agente de la autoridad te descubrió en posesión de una aguja hipodérmica. Eso es ilegal. El mismo agente encontró una miera de heroína en el cajón de tu cómoda, y eso es ilegal. De modo que, efectivamente, eres un criminal, y yo estoy ejerciendo de cómplice. Así que cállate, Larry.
—No me digas que me calle, papá. ¿Qué es la mierda esa que me ha dado tu amigo?
—¿Qué?
—Ese amigo tuyo tan importante. El señor médico. Seguro que no había visto a un adicto en toda su vida. ¿Por qué has tenido que traerlo? ¿Qué te hace pensar que lo necesito? Ya te dije que lo puedo dejar cuando quiera, ¿no? Entonces, ¿por qué tuviste que llamarlo? Odio a ese hijo de puta.
—Resulta que es quien te trajo al mundo, Larry.
—¿Y a mí qué? ¿Qué pasa, le tengo que dar una medalla o algo? Se le pagó por el parto, ¿no?
—Es un amigo, Larry.
—Entonces, ¿por qué te dijo que me encerrases en mi habitación?
—Porque no quiere que salgas de casa. Estás enfermo.
—Ay, señor. Estoy enfermo. Vaya si estoy enfermo. Estoy enfermo porque me enferma la actitud de todo el mundo en esta casa. ¡Te digo que no estoy enganchado! ¿Qué tengo que hacer para demostrarlo?
—Estás enganchado, Larry —dijo Byrnes con voz queda.
—Enganchado, enganchado, enganchado, menuda cantinela. ¿Es la única que habéis ensayado tu amigo el señor doctor y tú? Madre del amor hermoso, ¿por qué tendré un padre así de carcamal?
—Siento haberte decepcionado —contestó Byrnes.
—Venga, hombre, ya empezamos. Ahora me sale con el numerito del papá mártir. Llevo viéndolo en el cine desde que tenía ocho años. Déjalo correr, papá, que no estamos contactando.
—No intento contactar nada —dijo Byrnes—. Intento curarte.
—¿Cómo? ¿Con la porquería que me dio tu amigo? ¿Y qué es esa mierda, ya que hablamos de ello?
—Un sucedáneo, no sé cuál.
—¿Ah, sí? Pues no sirve de nada. Me siento exactamente igual. Te podías haber ahorrado el dinero. Escucha, ¿quieres hacerme un favor de verdad? ¿Quieres que me cure?
—Sabes que sí.
—Vale, entonces ve y consígueme algo de material. En comisaría debéis de tener un montón. O, espera, tengo una idea mejor. Devuélveme la miera que encontraste en la cómoda.
—No.
—¿Por qué no? Maldita sea, me acabas de decir que querías ayudarme. ¿Por qué no me ayudas entonces? ¿No querías ayudarme?
—Quiero ayudarte.
—Pues tráeme lo que te pido.
—No.
—Pedazo de hijo de puta —dijo Larry. Se le saltaban las lágrimas—. ¿Por qué no quieres ayudarme? ¡Lárgate! ¡Lárgate! ¡Lárgate, maldito…!
La última frase se perdió entre una serie de sollozos animales.
—Larry…
—¡Que te largues! —aulló Larry.
—Hijo…
—¡No me llames hijo! ¡No me llames así! ¡Si no te importo una mierda! ¡Lo que pasa es que tienes miedo de perder ese trabajo tuyo tan cómodo porque soy un drogadicto!
—Eso no es verdad, Larry.
—¡Sí que es verdad! ¡Estás que no te llega la camisa al cuerpo porque crees que alguien descubrirá que me pincho y se enterará de lo de las huellas en la jeringa! Te vas a enterar, cabrón, vas a ver, espera a que coja el teléfono.
—No vas a usar el teléfono hasta que estés curado, Larry.
—¡Eso es lo que tú te crees! En cuanto tenga el teléfono pienso llamar a los periódicos y se lo voy a contar todo. ¿Qué te parece? ¿Qué, qué me dices ahora, papá? ¿QUÉ ME DICES? ¿Me das la miera o qué?
—No pienso darte la heroína, y no vas ni a acercarte a un teléfono. Tranquilízate, hijo.
—¡No quiero tranquilizarme! —gritó Larry—. ¡No puedo tranquilizarme! ¡Y ahora escúchame! ¡Escúchame!
Estaba ahora cara a cara con su padre, con las lágrimas resbalándole por la cara, los ojos enrojecidos, y con un dedo apuntado a la cara de su padre, un dedo que agitaba como si fuera una daga.
—¡Escúchame! Quiero esa droga, ¿lo oyes? Y me la vas a dar ahora mismo, ¿entendido?
—Te he oído. No te voy a dar heroína. Si quieres, puedo llamar otra vez a John.
—¡No quiero volver a ver a ese maldito médico por aquí!
—Va a seguir tratándote hasta que te cures, Larry.
—¿Hasta que me cure de qué? ¿Es que no te entra en la cabeza que no estoy enfermo? ¿Qué va a curar ese?
—Si no estás enfermo, ¿para qué quieres una inyección?
—¡Para ir tirando, pedazo de subnormal!
—¿Hasta cuándo?
—¡Hasta que me vuelva a sentir bien! Maldita sea, ¿tengo que explicártelo todo? ¿Qué pasa, que eres tonto? ¡Pensaba que eras policía, pensaba que en la poli había que ser listo!
—Voy a llamar a Johnny —dijo Byrnes.
Se dio la vuelta y fue a buscar la puerta.
—¡Que no! —gritó Larry—. ¡No quiero verlo por aquí! ¡Punto! ¡Se ha acabado!
—Puede que consiga mitigar el dolor.
—¿Qué dolor? No me hables de dolor. ¿Qué sabrás tú de dolor? Con toda la vida que llevas vivida no conoces ni la mitad del dolor que he sentido yo. Tengo dieciocho años, y he sufrido más dolor del que conocerás nunca. Así que no me hables de dolor. ¡No sabes lo que es el dolor, cabrón!
—Larry, ¿quieres que te dé un par de leches? —preguntó Byrnes sin levantar la voz.
—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Me vas a pegar? Venga, pégame. Dátelas de fortachón, ya me dirás qué vas a sacar en claro. ¿Me vas a sacar de esta a palos?
—¿Sacarte de qué?
—De qué, de qué… ¡Y yo qué sé! Qué cabrón eres, qué listo. Quieres que te diga que estoy enfermo, ¿verdad? Quieres que te diga que estoy enganchado, seguro. Seguro. ¡Pues no lo estoy!
—No intento que digas nada.
—Conque no, ¿eh? Pues venga, adelante, ¿a qué esperas para zumbarme? Venga, imagínate que estamos en comisaría, va, empieza a tirar de puños, empieza a pegarme. Puedes fácilmente conmigo. Puedes…
Se detuvo de improviso para agarrarse el vientre. Aún de pie, se dobló sobre sí mismo, con un brazo cruzado sobre el torso. Byrnes lo miraba sin saber qué hacer.
—Larry…
—Shhh —dijo Larry en voz muy baja.
—Hijo, ¿qué…?
—Shhh, shhh.
Se balanceaba ahora sobre los talones, adelante y atrás, apretándose las tripas, y cuando por fin levantó la cabeza tenía los ojos húmedos, y las lágrimas le resbalaban por la cara, y dijo:
—Papá, estoy enfermo, estoy muy enfermo.
Byrnes se acercó y le pasó un brazo por los hombros. Intentó encontrar algo que decirle para reconfortarlo, pero tenía la lengua trabada.
—Papá, te lo pido por favor. Por favor, papá, ¿puedes traerme algo? Papá, por favor, estoy muy enfermo, necesito mi dosis. Por favor, por favor, papá, te lo ruego, tráeme algo. Tráeme algo, un poquito, lo justo para que se me pase, por favor, papá, por favor. Me iré de casa, haré lo que tú me digas, pero, por favor, consígueme algo. Si me quieres, tráeme algo.
—Voy a llamar a Johnny —dijo Byrnes.
—No, papá, por favor, por favor, lo que me da no sirve para nada, no me ayuda.
—Probará con algo distinto.
—No, por favor, por favor, por favor, por favor…
—Larry, Larry, hijo…
—Papá, si de verdad me quieres…
—Te quiero, Larry —afirmó Byrnes, dándole un apretón en el hombro a su hijo; ahora era él el que lagrimeaba, y su hijo se estremeció y dijo:
—Tengo que ir al baño. Tengo que… Papá, ayúdame, ayúdame.
Byrnes llevó a su hijo hasta el baño al otro extremo del pasillo y Larry estuvo un buen rato vomitando.
Al pie de la escalera, Harriet esperaba con las manos entrelazadas, y al cabo de un rato su marido cruzó de nuevo el pasillo con su hijo, y luego Byrnes salió del cuarto de Larry y cerró la puerta por fuera y bajó la escalera para reunirse con su esposa.
—Llama a Johnny otra vez —dijo—. Dile que venga ahora mismo.
Harriet dudó un momento, con la vista clavada en la cara de Byrnes, y este le explicó:
—Está muy enfermo, Harriet. Está enfermo de verdad.
Harriet, con la sabiduría que da el ser madre y esposa, supo que aquello era algo que Byrnes no hubiera deseado decir. Asintió y fue a buscar el teléfono.
Los leones estaban montando un buen escándalo.
Puede que tengan hambre, pensó Carella. Quizá les apetezca un detective gordito para desayunar. Lástima que no sea un detective gordito; aunque puede que no sean muy melindrosos y se conformen con un detective canijo.
Canijo no sé, pero tieso lo estoy un rato.
Llevo apoyado contra esta puñetera jaula desde las dos de la tarde esperando a un «Vicario» al que no he visto en mi vida. Venga a esperar, con los leones rugiendo al otro lado de la pared, y ya son las 16.37 y ni el bueno del Vicario ni nadie que se parezca al bueno del Vicario ha comparecido.
E incluso si aparece puede que no tenga ninguna importancia. Aunque es un traficante, y siempre está bien echarle el guante a un traficante. Pero puede que no sea importante para el caso Hernández, pese a que, al parecer, ha heredado al menos parte de la clientela del muchacho. ¡Dios, aquella chica! ¡Dios, cómo se han ensañado con la pobre chica! ¿Será a causa de su hermano?
¿Qué? ¿Qué?
¿Qué era? ¿Qué se oculta detrás de un suicidio tan sospechoso? Parece el montaje de un suicidio, pero evidentemente no era un suicidio, y quienquiera que hubiese matado al chico quería que supiésemos que no había sido un suicidio. Quería que investigásemos, y quería que dictaminásemos homicidio, pero ¿por qué? ¿Y de quién eran las huellas en la jeringuilla? ¿Pertenecen al tal Vicario, al que estoy esperando, un traficante de pacotilla todavía sin fichar? ¿Son sus huellas, y sabremos de qué va todo este maldito embrollo en cuanto le echemos el guante encima? ¿Y es él quien le dio de cuchillazos a la chica, o fue ese un episodio aparte, algo que le ha pasado a una prostituta, riesgos del oficio, sin relación alguna con la muerte de su hermano?
¿Tendrá el Vicario las respuestas?
Y si conoce usted las respuestas, señor Vicario, o don Vicario, porque no sé si lo de Vicario es nombre de pila o apellido, desde luego ha sabido esconderse bien en este distrito, desde luego ha sabido moverse con sigilo y sin llamar la atención; pero si conoce las respuestas, ¿dónde demonios está ahora?
¿Ha estado en activo antes de esto, señor Vicario?
¿O heredó de repente un bonito negocio el día que apioló a Aníbal Hernández? ¿Lo mató por eso?
Pero ¿qué negocio había tenido en realidad el chico, una vez examinado de cerca?
Kling había pateado el barrio entero a pie y había amedrentado a algunos de los antiguos clientes de Hernández. Era un mandado, lisa y llanamente, que apenas pasaba la droga suficiente para asegurarse su propio suministro. ¿Es un negocio tan minúsculo un motivo de asesinato? ¿Mata la gente por un puñado de calderilla?
Pues sí: a veces, la gente mata por un puñado de calderilla.
Pero, por lo general, la calderilla está a la vista, y la calderilla constituye la tentación. El negocio de Hernández era algo intangible, y si lo habían matado por ello ¿por qué el asesino se había tomado la molestia de resaltar que había sido un homicidio?
Porque con toda seguridad el asesino debía de saber que una muerte por sobredosis podría considerarse suicidio. De haber dejado el cuerpo tal y como estaba, con la jeringuilla en el camastro a su lado, lo más probable es que el veredicto hubiese sido de suicidio. El forense habría examinado al chico y habría dicho que, efectivamente, se trataba de una sobredosis, como de hecho había afirmado.
La muerte de Aníbal Hernández se habría achacado a un descuido de drogadicto. Pero el asesino había anudado la cuerda en torno al cuello del muchacho, y la había colocado después de que este hubiese muerto, y por fuerza tenía que saber que aquello despertaría sospechas, por fuerza el asesino tenía que haberlo sabido. Quería que se sospechase que se había producido un homicidio. ¿Por qué?
¿Y dónde estaba el Vicario?
Carella sacó una bolsita de cacahuetes del bolsillo. Vestía pantalones de pinzas de pana y una chaqueta gris de gamuza. Calzaba unos mocasines negros y calcetines de color rojo vivo.
Los calcetines habían sido un error. Se había dado cuenta después de salir de casa. Los calcetines eran tan llamativos como las luces de un árbol navideño. Dios, ¿y qué le iba a regalar a Teddy por Navidad? Había visto un pijama de andar por casa muy bonito, pero ella podía matarlo si se gastaba veinticinco dólares en un pijama de andar por casa. Aun así, estaría preciosa con él: todo le quedaba siempre bien, ¿y por qué no iba uno a poder gastarse veinticinco dólares en la mujer que amaba? Ella le había dicho con los labios que le bastaba con su amor, que él era el mejor y más importante regalo que había recibido nunca, y que toda compra que superase los quince dólares sería una extravagancia de todo punto absurda para una chica que había recibido ya el regalo más bonito del mundo.
Así se lo había dicho ella, y él la había abrazado, pero maldita sea, el pijama aquel era precioso, y podía imaginarla perfectamente vestida con él, así que ¿qué más daban esos diez dólares suplementarios, a fin de cuentas? ¿Cuánta gente tiraba diez dólares cada día de la semana sin pensar siquiera en ello?
Carella se llevó un cacahuete a la boca.
¿Dónde estaba el Vicario?
Seguramente haciendo compras navideñas, pensó Carella.
¿Tienen mujer y madre los traficantes? Por supuesto que las tienen. Y por supuesto que intercambian regalos de Navidad con ellas, y van a bautizos y bar mitzvahs y bodas y funerales, como todo el mundo. Así que posiblemente el Vicario estuviese haciendo sus compras de Navidad; no era una idea tan descabellada. Ojalá estuviese yo de compras y no aquí, mascando cacahuetes revenidos delante de la jaula del león. Además, no me gusta trabajar fuera de mi jurisdicción. De acuerdo, es mi manera de ser, y estoy bastante loco, pero como en casita no se está en ningún sitio, y este parque corresponde a otros dos distritos, ninguno de los cuales es el Ochenta y siete, y a mí me gusta el Ochenta y siete, y eso me convierte en un poli aún más chalado, cómete otro cacahuete, idiota.
Vamos, Vicario.
Me muero de ganas por conocerte, Vicario. He oído hablar tanto de ti que me da la impresión de que te conozco ya y, además, ¿no te parece que nuestro encuentro se ha ido posponiendo hasta extremos insoportables? Vamos, Vicario. Empiezo a estar pelado de frío, Vicario. Me encantaría entrar a ver a los leones (¿por qué estarán tan callados? Será la hora de darles de comer) y tostarme junto a sus jaulas, en lugar de aquí fuera, donde hasta mis calcetines rojos empiezan a amoratarse de frío. ¿Qué me dices, Vicario? Hazle un favor a este viejo sabueso, ¿quieres? Dale una limosnita a este pobre y honrado policía para una taza de café. Jesús, y cuánto me gustaría tener ahora mismo una taza de café calentito, mmm.
Me juego algo a que ahora mismo estás en unos grandes almacenes tomándote un café, Vicario. Me juego algo a que ni siquiera sabes que te estoy esperando.
Carella peló otro cacahuete y miró distraído a un muchacho que acababa de torcer la esquina de la jaula del león. El muchacho miró también a Carella y pasó de largo. Carella hizo caso omiso de él y siguió zampando tontamente sus cacahuetes. Cuando el chico desapareció de su vista, Carella se acercó a uno de los bancos y se sentó a esperar. Echó un vistazo al reloj. Cascó un cacahuete y volvió a mirar el reloj.
A los tres minutos, el chico estaba de vuelta. No tenía más de diecinueve años. Caminaba con el paso rápido de un pajarillo. Llevaba puesta una chaqueta de sport, con el cuello alzado para resguardarse del frío, y unos raídos pantalones grises de franela. Llevaba la cabeza destapada, y su cabello rubio bailaba con el viento. Volvió a mirar a Carella y esta vez fue a ponerse cerca de las jaulas exteriores de la jaula del león. Carella parecía exclusivamente interesado en cascar los cacahuetes y comérselos. Apenas dedicó una mirada al muchacho, pero aun así no dejaba de tenerlo controlado en todo momento.
El muchacho empezó a caminar arriba y abajo. Le echó un vistazo a su muñeca y al parecer se dio cuenta de improviso de que no llevaba reloj. Contuvo una mueca, levantó la vista y volvió a pasearse frente a las jaulas. Carella siguió a lo suyo, comiendo cacahuetes.
Súbitamente, el chico dejó de caminar, permaneció indeciso un instante y se acercó hasta donde estaba sentado Carella.
—Oiga, caballero —dijo—, ¿me puede decir qué hora es?
—Un momento —le respondió Carella.
Terminó de cascar un cacahuete, se lo llevó a la boca, dejó la cáscara en el montoncito que había ido formando sobre el banco, se sacudió las manos y miró el reloj.
—Las cinco menos cuarto, casi —dijo.
—Gracias —respondió el muchacho.
Volvió a mirar hacia el sendero. Se volvió hacia Carella y lo observó durante algunos instantes.
—Qué frío hace, ¿eh? —dijo.
—Pues sí —replicó Carella—. ¿Un cacahuete?
—¿Eh? Oh, no. Gracias.
—Son buenos —dijo Carella—. Dan energía, ayudan a entrar en calor.
—No —respondió el muchacho—. Gracias.
Volvió a observar a Carella.
—¿Le importa si me siento?
—El parque es público —dijo Carella encogiéndose de hombros.
El chico se sentó, con las manos en los bolsillos, y contempló a Carella mientras este comía cacahuetes.
—¿Viene a darles de comer a las palomas, o algo así? —preguntó.
—¿Yo? —dijo Carella.
—Sí, usted.
Carella se giró para mirar de frente al muchacho.
—¿Quién quiere saberlo? —preguntó.
—Es curiosidad —contestó el chico encogiéndose de hombros.
—Mira —dijo Carella—, si no tienes nada concreto que hacer cerca de la jaula de los leones, vete a dar un paseo. Haces demasiadas preguntas.
El chico se quedó reflexionando un buen rato.
—¿Por qué? —preguntó por fin—. ¿Usted sí tiene cosas que hacer?
—Eso es cosa mía —dijo Carella—. No te me pongas gallito, niño, o te quedarás sin dientes.
—¿Por qué se sulfura? Sólo quería saber…
De pronto decidió callar.
—No intentes saber nada, niño —contestó Carella—. Más te vale tener la boca cerrada. Si has venido a hacer algo, cállatelo, nada más. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.
—Oh —exclamó el chico, pensativo—. Sí, no se me había ocurrido.
Miró por encima del hombro izquierdo y luego del derecho.
—Aunque no hay nadie por aquí cerca —dijo.
—Eso es verdad —dijo Carella.
—Y por eso…
El chico volvió a dudar. Carella fingió ensimismarse en sus cacahuetes.
—Mire, los dos hemos venido a por lo mismo, ¿verdad?
—Depende de lo que vayas buscando tú —dijo Carella.
—Venga, hombre, ya sabe.
—Yo he venido a que me dé el aire y a comer cacahuetes —contestó Carella.
—Ya, claro.
—¿A qué has venido tú?
—Dígamelo usted primero —respondió el chico.
—Esto es nuevo para ti, ¿verdad? —le preguntó Carella de repente.
—¿Qué?
—Mira, chico un consejo: no le hables de la droga a nadie, ni siquiera a mí. ¿Cómo sabes que no soy de la policía?
—No se me había ocurrido —dijo el chico.
—Ya veo que no se te había ocurrido. Y si fuera un poli podría detenerte ahora mismo. Mira, cuando se lleva en esto tanto tiempo como yo ya no se fía uno de nadie.
El chico sonrió.
—Entonces ¿por qué confía en mí? —preguntó.
—Porque se ve que no eres policía y porque veo que eres nuevo en esto.
—Podría ser un poli —replicó el chico.
—Eres demasiado joven. ¿Qué edad tienes, dieciocho años?
—Tengo casi veinte.
—¿Cómo vas a ser un poli entonces? —Carella miró el reloj—. Maldita sea. ¿A qué hora se supone que había que verse aquí?
—A mí me dijeron a las cuatro y media —dijo el chico—. ¿Le habrá pasado algo?
—¡Jesús! Espero que no —contestó Carella con toda honestidad.
Era consciente de que una tensa anticipación iba abriéndose paso en su interior. Había conseguido establecer que ese día debía producirse un encuentro, y que este debería haberse celebrado a las cuatro y media, y eran ya casi las cinco, lo que significaba (salvo accidente imprevisto) que el Vicario debería comparecer en cualquier momento.
—¿Conoces al tal Vicario? —preguntó el chico.
—Shhh. Por Dios, no uses nombres —dijo Carella, exagerando el gesto de mirar alrededor—. Desde luego, estás muy verde en estos temas.
—Anda ya, no hay nadie escuchando —contestó el chico con bravuconería—. Sólo un chalado se apostaría aquí fuera con el frío que hace, a menos que viniese a comprar.
—O a una redada —apostilló Carella, con aire de entendido—. Los malditos polis son capaces de estarse quietos como una estatua cuando quieren. No te enteras de que están ahí hasta que te ponen las esposas.
—No hay polis en la costa. Oye, ¿por qué no vas a ver si ya ha llegado?
—Es la primera vez que vengo —dijo Carella—. No sé qué pinta tiene.
—Yo tampoco —replicó el chico—. ¿Antes le comprabas a Annabelle?
—Sí —dijo Carella.
—Ya, yo también. Era un chico majo. Para ser hispano.
—No son mala gente, los hispanos —dijo Carella, encogiéndose de hombros. Y al cabo de un rato preguntó—: Entonces, ¿no sabes qué aspecto tiene el tal el Vicario?
—Por lo visto está un poquito calvo. Es lo único que sé.
—¿Es viejo?
—No, creo que no. Tiene un poco de calva, nada más. A mucha gente joven se le cae el pelo, ¿lo sabías, no?
—Claro —dijo Carella. Volvió a mirar el reloj—. Ya debería de haber aparecido, ¿no te parece?
—¿Qué hora es?
—Las cinco pasadas.
—Vendrá.
El chico hizo una pausa.
—¿Por qué es tu primera vez? Con el Vicario, quiero decir. Annabelle se colgó hace ya un par de días, ¿no?
—Sí, pero le compré mucho antes de que estirase la pata. Llevaba lo suficiente para aguantar el tirón.
—Ah —dijo el chico—. Yo lo que he hecho es comprar aquí y allá, ¿sabes? He encontrado material muy bueno, pero también me la han pegado un par de veces. Yo lo que pienso es que los negocios hay que hacerlos con gente en la que confías, ¿no te parece?
—Claro. Pero ¿cómo sabes que puedes confiar en el Vicario?
—No lo sé. ¿Qué puedo perder?
—Joder, puede colarnos una birria de material.
—Estoy dispuesto a jugármela. El material de Annabelle siempre era bueno.
—Eso es verdad. El mejor.
—Annabelle era buena gente. Para ser hispano.
—Sí —asintió Carella.
—No me entiendas mal —aclaró el chico—. No tengo nada contra los hispanos.
—Esa es buena actitud —dijo Carella—. Hay dos cosas que no soporto: una son los xenófobos, y la otra los hispanos.
—¿Eh? —exclamó el chico.
—¿Por qué no vas a dar una vuelta y buscas al Vicario? Puede que esté ya en camino.
—No lo conozco.
—Yo tampoco. Ve tú ahora a ver si viene, y si no está aquí dentro de cinco minutos, la próxima vez iré yo.
—Vale —contestó el chico.
Se levantó y se alejó del banco para dirigirse a un recodo del sendero, junto a la jaula de los leones.
Lo que ocurrió a continuación sucedió con una celeridad sorprendente y casi cómica. Más tarde, cuando tuvo oportunidad de reflexionar con calma sobre lo acontecido (libre ya de la subjetividad inherente a haberse visto protagonista de ello), Carella estuvo en condiciones de ordenar correctamente cada episodio. En el momento de producirse, los acontecimientos sólo consiguieron irritarlo y dejarlo desconcertado. Posteriormente, sin embargo, fue capaz de interpretarlos como una concatenación de desafortunadas coincidencias.
Vio que el chico se acercaba primero hasta el sendero y permanecía en él un instante, para luego hacer un gesto de negación dirigido a Carella con el que indicarle que no había rastro del Vicario. Luego se dio la vuelta y escudriñó el otro extremo del sendero y (quizá para tener una mejor panorámica) trepó a un pequeño montículo y dio varios pasos sobre él, hasta quedar oculto por una de las esquinas de la jaula de los leones, allí donde el sendero la rodeaba.
En el preciso instante que el chico se perdía de vista, Carella fue consciente de que alguien se le acercaba desde el otro extremo de la jaula de los leones.
La persona que se acercaba era un policía de uniforme.
Caminaba con paso vivo, llevaba orejeras, tenía la cara congestionada y blandía la porra como un cavernícola. No cabía duda de hacia dónde se dirigía. Andaba en línea recta hacia el banco en el que estaba sentado Carella. Por el rabillo del ojo, Carella vigilaba el recodo del camino por el que había desaparecido el muchacho. El policía estaba ahora más cerca y se acercaba hacia él con premura. Llegó hasta el banco, se detuvo ante Carella y se quedó mirándolo. Carella volvió a dirigir la vista hacia el sendero. El chico aún no había reaparecido.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el policía a Carella.
Carella alzó la vista.
—¿Yo? —preguntó.
Maldijo el hecho de que el parque no estuviese en su territorio, maldijo el hecho de no conocer a aquel agente, maldijo la estupidez de este y, sobre todo, tuvo muy claro que no podía enseñarle su identificación porque el chico podía volver en cualquier momento, y lo último que quería era que el chico lo viese. Y, además, ¿y si el Vicario aparecía justo en ese momento? Madre de Dios, ¿y si llegaba el Vicario?
—Sí, tú —dijo el agente—. Aquí estamos sólo tú y yo, ¿no?
—Estoy sentado —dijo Carella.
—Llevas mucho rato sentado.
—Me gusta sentarme al aire libre —dijo Carella, y sopesó la posibilidad de enseñarle durante un instante la placa, y las probabilidades de que el agente captase de inmediato la situación y se largase sin añadir una sola palabra.
Pero para dar del todo al traste con esa idea, el chico reapareció de improviso desde detrás de la jaula de los leones: se detuvo de sopetón al ver al policía y deshizo lo andado. Pero esta vez no desapareció del todo, sino que se apostó junto a la esquina del edificio para asomarse cautelosamente, como un soldado que avanzase por las calles de una ciudad guareciéndose de posibles francotiradores.
—Hace bastante frío como para sentarse al aire libre, ¿no? —le preguntó el agente.
Carella lo miró, sin dejar de ver que el chico los contemplaba a espaldas del patrullero. No le quedaba otra opción que intentar salir de aquella situación sin revelar su identidad. Eso, y rezar para que el Vicario no llegase y le espantase la presencia de un uniforme.
—Oiga, ¿hay alguna ley que prohíba estar sentado en un banco comiendo cacahuetes? —preguntó Carella.
—Puede.
—¿Como cuál? No molesto a nadie, ¿no?
—Quizá sí. Quizás intentes molestar a la primera colegiala que pase.
—No voy a intentar molestar a nadie —dijo Carella—. Lo único que quiero es sentarme aquí, ocuparme de mis asuntos y respirar algo de aire fresco, nada más.
—Puede que seas un vagabundo —dijo el agente.
—¿Tengo aspecto de vagabundo?
—No exactamente.
—Mire, agente…
—Hazme un favor y ponte de pie —dijo el policía.
—¿Por qué?
—Porque voy a tener que cachearte.
—Pero ¿por qué, maldita sea? —exclamó Carella, irritado y muy consciente de que el muchacho los espiaba desde detrás del edificio, y consciente también de que un cacheo revelaría la pistola de servicio que llevaba por debajo del cinto en una pistolera, y de que la pistola requeriría una explicación, y de que la explicación haría necesario sacar a pasear la placa, y de que de ese modo se le iría el disfraz al garete.
El chico sabría que era policía y saldría corriendo, y si el Vicario llegaba al mismo tiempo…
—Tengo que cachearte —dijo el agente—. Quizás hayas venido aquí a vender droga, o algo parecido.
—¡Por el amor de Dios! —estalló Carella—. Pues vaya a buscar una orden de registro.
—No la necesito —replicó muy tranquilo el agente—. O dejas que te cachee o te arreo un porrazo en la cabeza y te llevo a comisaría acusado de vagancia. ¿Qué me dices?
El agente no esperó a que Carella respondiese. Empezó a recorrer su cuerpo con la porra y lo primero que encontró fue el 38. De un tirón levantó la chaqueta de Carella.
—¡Hey! —gritó—. ¿Esto qué es?
Su voz habría podido oírse sin problemas en el ofidiario del otro extremo del zoo. Desde luego, llegó hasta la jaula de los leones, que no estaba ni a cinco metros, y vio que el chico abría los ojos, sorprendido, y entonces el agente blandió la pistola como Carrie Nation blandía su famosa hacha,[1] y el chico lo vio, y sus ojos se volvieron suspicaces, y de repente su cara desapareció de detrás de la esquina del edificio.
—¿Qué es esto? —volvió a gritar el agente, que tenía ya asido a Carella por el brazo.
Carella intentó escuchar y oyó unos pasos que se batían en retirada por el sendero asfaltado. El chico se había ido, y el Vicario tampoco se había presentado. En cualquier caso, el día se había ido a la mierda.
—¡Te estoy hablando! —gritó el agente—. ¿Tienes permiso de armas?
—Me llamo Steve Carella —dijo Carella despacio, remarcando cada palabra—. Soy detective, estoy asignado a la comisaría Ochenta y siete y acaba usted de dar al traste con una posible redada de narcóticos.
El rostro enrojecido del agente palideció un poco. Carella lo miró amargamente y dijo:
—Eso, ahora ya puede empezar a preocuparse. Le estará bien empleado.