Capítulo 8

Con aire vacilante, Jessica permaneció frente a uno de los muchos mostradores de la única tienda de la ciudad. Estaba acostumbrada a que le enviaran rollos de tela y costureras a casa de Lord Stewart; incluso a veces, visitaba a una modista especialmente popular en su tienda. La idea de comprar ropa ya hecha intrigaba a Jessica por lo rápido y práctico que era y, al mismo tiempo, le inquietaba no saber cómo hacerlo.

- ¿Señora Lonetree? ¿Es usted?

La forma de arrastrar las palabras al hablar, junto a la voz suave y grave permitió a Jessica saber quién era el hombre que se dirigía a ella antes de darse la vuelta. Sus ojos brillaron de placer al ver a aquel enorme hombre rubio con su sombrero en las manos y una sonrisa en el rostro.

- ¡Rafe! Qué maravillosa sorpresa. ¿Qué hace en Canyon City? ¿Su brazo está bien?

Él movió el hombro izquierdo.

- Está un poco agarrotado y pica a rabiar, pero, aparte de eso, todo está bien. Nunca me había curado tan rápido. Sin duda se debió a sus manos y al bonito vendaje de seda.

- Y al jabón.

- Y al jabón -repitió Rafe con un guiño.

- ¿Qué hace en Canyon City? -volvió a preguntar Jessica sin pensar. Luego, titubeó al recordar-. Oh, vaya. Lo lamento. He sido una grosera. Es lo único que Betsy no me explicó de los Estados Unidos.

Rafe arqueó sus doradas cejas.

- ¿Betsy?

- Mi doncella americana. Bueno, lo era hasta que llegamos a Mississippi. Me enseñó muchas de sus costumbres, pero no la más importante del Oeste.

- Quizá debería hablarme de ella. Soy nuevo en el Oeste.

Jessica lanzó un suspiro de alivio.

- Oh, bien, entonces no le he ofendido preguntándole por qué está aquí. Wolfe fue muy claro al respecto. Uno nunca pregunta a un hombre del Oeste cuál es su nombre completo, su ocupación, o la razón de ir o venir dondequiera.

- En Australia también es así -comentó Rafe sonriendo-, al igual que en la mayor parte de Sudamérica.

- En Inglaterra, no. Excepto con cierta gente, por supuesto.

- ¿Con los delincuentes? -preguntó Rafe.

- Oh, vaya. Ahora sí que le he ofendido.

La risa de Rafe fue instantánea e incontrolable.

- No, señora, pero es un placer tomarle el pelo.

Si otro hombre hubiera dicho eso, Jessica se habría retirado con la fría altivez que le había enseñado lady Victoria. Pero era imposible hacerlo con Rafe y, además, innecesario. Sus ojos mostraban admiración sin ser en absoluto descorteses.

- No me importa hablar sobre lo que hago aquí -respondió Rafe-. Estoy esperando poder atravesar el desfiladero. Llegué justo cuando la última tormenta cerró el paso.

- Entonces, ha estado aquí el tiempo suficiente como para ver la ciudad. Wolfe me dijo que no nos quedaríamos mucho tiempo.

- Un hombre inteligente, su esposo. Muchos vagabundos se refugian aquí, apostando y esperando a que se abran los pasos de montaña.

- Si lo que dijo Wolfe es cierto, no tendrán que esperar mucho.

- La gente del lugar me ha dicho que Wolfe Lonetree conoce las montañas que se extienden desde aquí hasta el condado de San Juan como la palma de su mano -comentó Rafe.

- No me sorprende. A Wolfe siempre le han gustado los lugares inexplorados. Por lo que he oído, las montañas de ahí fuera son uno de los lugares más salvajes de la Tierra.

Por un momento, Rafe miró a través de las polvorientas ventanas de la tienda, pero eran otras las montañas que vio, otros lugares salvajes. Luego, sus ojos grises volvieron a enfocar y se dirigieron hacia la delicada joven cuyos ojos color aguamarina mostraban más sombras de las que deberían.

- ¿Han venido aquí a comprar provisiones?

- A por algo que se ha puesto de moda. Wolfe está comprando lo que él llama «caballos de Montana». Son grandes, según me ha dicho. Lo bastante como para soportar las ventiscas de nieve con las que nos encontraremos en los desfiladeros.

Los ojos grises de Rafe se abrieron aún más y luego se entornaron preocupados.

- Lo que hay más al oeste de aquí es un lugar muy duro, señora Lonetree. Demasiado duro para una mujer como usted.

- ¿Ha estado alguna vez en Escocia? -preguntó Jessica con un deje de amargura.

Él sacudió la cabeza en una negativa.

- Vaya en invierno -continuó Jessica-, cuando las tormentas de viento braman desde el Círculo Ártico. Entonces, podrá ver olas más altas que un hombre a caballo rompiendo contra negros acantilados de roca cubiertos de hielo. En esa época es cuando ovejas con una capa de lana más gruesa que su brazo se congelan de pie, al abrigo de sólidos muros de piedra. Los hombres se congelan mucho más rápidamente.

- Usted nació allí -afirmó Rafe, pues no cabía duda de que aquel oscuro recuerdo era el que tensaba el rostro de Jessica.

- Sí.

- Aun así, señora, ahora parece agotada. Espero que su esposo se equivoque cuando afirma que los desfiladeros se abrirán pronto. Así podrá disfrutar de algunas noches de sueño.

Jessica sonrió de modo tranquilizador, aunque sabía que no dormiría mejor esa noche de lo que lo había hecho desde la terrible discusión con Wolfe.

No había cedido ni un ápice. No importaba cuánto se esforzara por intentar ser una buena compañera; él seguía tratándola como a una enemiga, o peor, como a una traidora que le hubiera defraudado.

- Me temo que no será así. Mi esposo me ha asegurado que los desfiladeros ya están abiertos -insistió Jessica.

- ¿Ha hablado con algún buscador de oro?

- No. Ha estado observando las cimas durante todo el camino desde su… nuestra casa. Cuando vio que la nieve recién caída se derretía por las laderas rápidamente, dijo que el desfiladero estaría abierto cuando acabáramos nuestras compras en Canyon City.

- ¿Está seguro?

Jessica lanzó a Rafe una extraña mirada.

- Usted conoció a Wolfe. ¿Le pareció un hombre indeciso?

Sacudiendo la cabeza, Rafe se rio recordando la asombrosa precisión de la puntería de Wolfe con el rifle y cómo caían sus enemigos uno tras otro como si fueran piezas de ajedrez, sin que hubiera una sola pausa en el implacable ritmo de sus disparos.

- No, señora. Se ha casado con un tipo duro.

La sonrisa de Jessica se desvaneció.

- No me malinterprete -continuó Rafe-. No era mi intención ofenderla. En una tierra salvaje, un hombre duro es lo mejor, ya sea como esposo, hermano o amigo.

Rafe miró por la ventana de nuevo. El grupo de hombres que había estado holgazaneando frente a uno de los tres salones de la calle principal se había movido hasta un carro, donde una silla de amazona colgaba sobre un saco de grano.

- Señora, ¿su esposo está en el salón?

- No. Tiene muy mala opinión sobre el whisky del lugar.

- Un hombre inteligente. Matt me advirtió que el whisky aquí, era casi peor que los indios Utes.

- ¿Matt?

- Matthew Moran.

Al ver que Jessica se quedaba pensativa, Rafe añadió:

- ¿Le suena ese nombre?

- No estoy segura.

- ¿Y Caleb Black? Sus amigos le llaman Cal.

- Ah, sí -contestó Jessica con suave resentimiento-, ese nombre sí lo conozco. La maldita perfección.

- No sabría qué decirle -respondió Rafe divertido-. Nunca lo he visto.

- No me refiero a Caleb, sino a su esposa. Ella es la mujer perfecta, según Wolfe.

- Entonces debe tratarse de otro Caleb Black. Se pueden decir muchas cosas de Willy, pero desde luego, no es perfecta.

- ¿Willy?

- Willow Moran. Bueno, antes era una Moran. Ahora es Willow Black.

Los labios de Jessica se curvaron formando una atribulada sonrisa.

- Pobre Rafe. Ha hecho un largo viaje en diligencia y ha recibido una bala para nada. La mujer perfecta ya está casada.

- No es lo que piensa. -Rafe se acomodó su raído sombrero de un tirón-. Willy es mi hermana.

- Oh, vaya. -Jessica se sonrojó-. Lo lamento. No pretendía insultarla. Bueno, yo… ¡Maldita sea! ¿Cuándo aprenderé a controlar mi indomable lengua?

- No se preocupe -la tranquilizó amablemente-. Willy se reirá más que nadie ante la idea de ser la mujer perfecta. Es tan descarada como nadie. Pero, Dios, cómo cocina. Recorrería medio mundo con tal de comer algunos de sus panecillos. -Rafe sonrió-. De hecho, eso es lo que he hecho.

- Parece que esa… bueno, su hermana y yo tenemos algo en común.

- ¿Los panecillos?

- Por así decirlo. Wolfe ha viajado por medio mundo, y prácticamente de lo único que habla es del mal sabor de mis panecillos en comparación con los de Willow.

Los ojos grises de Rafe se iluminaron con una sonrisa.

- No se sienta mal por su cocina, señora. Los panecillos de las recién casadas son famosos en todo el mundo.

- Los míos son infames. Incluso llegó a rechazarlos una mofeta después de olerlos con su negra y puntiaguda nariz.

Rafe intentó ocultar lo divertido que le parecía, pero la idea de una mofeta rechazando comida era demasiado. Echó hacia atrás la cabeza y rio con ganas.

Jessica le sonrió realmente complacida. Le gustó oír la risa de un hombre y saber que había un alma en el Oeste que disfrutaba de su compañía. Entonces, su sonrisa se desvaneció al recordar que también se había divertido con Wolfe. Pero las cosas habían cambiado mucho. Ahora lo único que él quería de ella era ver su espalda mientras salía de su vida.

- No se ponga triste, pelirroja. Ehhh… quiero decir señora Lonetree -se corrigió Rafe rápidamente.

- Por favor, llámeme pelirroja -dijo suspirando-, o Jessica, o Jessi, o como quiera.

- Gracias.

- No es necesario que me lo agradezca. Si aquí nadie quiere que se conozca su apellido, es lógico que se usen apodos o el nombre de pila. Al fin y al cabo, hay que llamar a los demás de alguna forma.

La sonrisa de Rafe se desvaneció cuando miró por la ventana. Le invadió una tensión que le resultaba familiar. Había pasado el tiempo suficiente en lugares peligrosos, con hombres aún más peligrosos, como para saber que se avecinaban problemas.

Los hombres que estaban alrededor del carro de los Lonetree formaban parte de esa multitud de vagabundos, bandidos y buscadores de oro que se habían reunido en Canyon City a la espera de que se abriera el paso por los desfiladeros. El anhelo por el oro los dominaba, pero, por el momento, no había nada que pudieran hacer por saciar su terrible ansia. Así que hablaban sobre mujeres esperándoles con sus blancas piernas abiertas, bebían e intimidaban a la buena gente de la ciudad.

Aquellos hombres se estaban poniendo cada vez más violentos con cada trago que daban a la botella que iban pasándose. Cuando Rafe pasó junto a ellos de camino a la tienda, había oído sus comentarios sobre hermosas damas forasteras que montaban a sus hombres de la misma manera que lo hacían sobre sus caballos. Rafe dudaba que sus pensamientos se hubieran vuelto más nobles con cada trago de whisky.

- Señora Lonetree…

- Eso es demasiado formal -insistió Jessica con suavidad.

Rafe desvió la mirada de la ventana.

- Muy bien, Pelirroja. No vuelva al carro a no ser que su esposo esté con usted.

- ¿Por qué?

- Esos hombres de ahí fuera están borrachos. No están acostumbrados a las mujeres decentes.

- Entiendo. -Jessica suspiró-. De todas formas, tengo que comprar algunas cosas más.

En silencio, Rafe la acompañó hasta los mostradores llenos de ropa.

- Quizá pueda ayudarme -añadió, después de un momento-. Nunca he comprado prendas ya hechas. ¿Es ésta la talla correcta?

Rafe miró incrédulo los pantalones téjanos que ella sostenía.

- Señora, dudo que su esposo pueda meter ahí alguno de sus brazos y, mucho menos, una pierna.

Ella sonrió.

- Estaba pensando en mí, no en Wolfe.

Rafe emitió un sonido extraño, mientras examinaba el tamaño de los pantalones y el de la delicada joven cuyas formas se adivinaban a través del traje arrugado por el viaje.

- Esa ropa no tiene la suficiente calidad para alguien como usted -comentó con sencillez.

Jessica lanzó a Rafe una mirada de soslayo y comprobó que no bromeaba. Él realmente pensaba que era tan delicada como parecía.

- Le sorprendería descubrir lo fuerte que soy -dijo suavemente.

Tras sacudir los pantalones, Jessica los sujetó sobre su cintura. Las perneras arrastraron por el suelo.

- Diablos.

Dejó los pantalones y hurgó en busca de unos aún más pequeños. Después de un rato, encontró unos que parecían haber sido cortados para un niño y los sostuvo ante ella. Sospechó que le quedarían grandes de cintura y muy ceñidos de caderas. Pero no tenía otra opción, eran los más pequeños que había encontrado.

- ¿Le importa sostenerlos por mí? -preguntó Jessica a la vez que le tendía los pantalones a Rafe.

El aceptó sin decir palabra y observó con creciente diversión cómo Jessica hurgaba entre las camisas buscando una que fuera lo bastante pequeña. Todavía sonreía con indulgencia cuando sintió una presencia a su espalda. Se dio la vuelta y vio a Wolfe Lonetree parado ante él y atravesándolo con la mirada.

- Rafe, ¿qué opinas de…? Oh, bien. Has vuelto -exclamó Jessica, acercándole una camisa a Wolfe-. ¿Qué opinas de ésta?

- Demasiado pequeña.

El tono de voz de Wolfe hizo que Jessica levantara la cabeza. Se quedó mirándolo y sintió la ira que ardía bajo su aspecto impasible.

- Sin embargo yo pienso que es demasiado grande -murmuró, comparando su brazo con la manga.

De repente, Wolfe se dio cuenta de que Jessica se estaba comprando ropa para ella.

- Milady, ya llevamos suficiente ropa para dos caballos de carga. De todas formas, no dejaré que exhibas tu cuerpo como una chica de salón por todo el Oeste.

Wolfe arrebató los pantalones a Rafe y los tiró sobre una mesa antes de volverse de nuevo hacia Jessica.

- ¿Has conseguido comprar las provisiones que había en la lista? -preguntó.

- Sí -respondió Jessica.

A pesar del rubor en las mejillas de Jessica, su voz era educada, pero Wolfe no captó la indirecta.

- ¡Eso sí que es increíble! -Cogió la camisa de las manos femeninas y la tiró sobre los pantalones.

Los ojos de Jessica se entornaron hasta convertirse en dos frías hendiduras azules mientras examinaba las adustas líneas del rostro de su esposo.

- Iré a por los caballos al establo -añadió cortante-. Espero que cuando vuelva hayas sido capaz de volver al carro. El ayudante del tendero te ayudará a cargar con todo.

Tras lanzar una negra mirada a Rafe, Wolfe se giró y salió de la tienda.

Rafe dejó escapar una larga y silenciosa exhalación. Ver al esposo de Jessica con su gastada ropa de viaje en lugar del traje de ciudad, había convencido a Rafe de que Wolfe Lonetree era realmente el mestizo famoso por conocer tan bien las montañas. Aquel mismo mestizo también era famoso por ser el mejor tirador al oeste del Mississippi y un duro contrincante. Los rumores no hablaban de que fuera tan posesivo con su esposa, pero Rafe estaría encantado de comentárselo al próximo pobre idiota que inocentemente se reconfortara al abrigo de la sonrisa de Jessica.

- Señora -dijo Rafe, levantándose el sombrero-. Ha sido un placer.

- No hace falta que se vaya. Wolfe no es tan fiero como a veces parece.

Rafe sonrió fríamente.

- Estoy convencido de que tiene razón. Seguramente es el doble de fiero. También es condenadamente… bueno, muy protector con usted. No le culpo. Si yo tuviera algo que fuera una mínima parte de lo valiosa que es su sonrisa, también iría con mucho cuidado.

La sonrisa de Jessica resplandeció, luego se desvaneció. Pero cuando Rafe se dio la vuelta para irse, no pudo evitar susurrar:

- Vaya con Dios, Rafael Moran.

Pronunció el nombre con su fluido español, dándole una elegante musicalidad a las sílabas. Rafe se dio la vuelta, sorprendido por oír su nombre tan maravillosamente bien pronunciado.

- ¿Cómo ha sabido que mi nombre completo era Rafael?

- Porque encaja con usted. -Obedeciendo a un impulso rozó la manga de Rafe-. Cuídese. Es raro encontrar caballeros en cualquier parte del mundo.

- Yo no soy un caballero, señora. Pero gracias. No se separe de su esposo ni un momento. Esta ciudad no es un lugar muy agradable ahora mismo. Me recuerda a Singapur, que es como decir que me recuerda al mismísimo infierno.

Rafe volvió a saludarla levantándose el sombrero y se dirigió al extremo de la tienda donde estaban expuestos los arneses. Cogió un largo látigo enrollado y, con suaves y casi invisibles movimientos de su muñeca izquierda, probó su flexibilidad; más de siete metros de sutil cuero que se retorcían como si estuvieran vivos bajo su hábil mano.

Suspirando por haber perdido una agradable compañía, Jessica se alejó. Lanzó una nostálgica mirada a los pantalones y la camisa que Wolfe había desechado, pero no hizo ningún esfuerzo por recuperarlos. Todavía estaba impresionada por el primitivo instinto masculino de posesión que había mostrado. Le gustaría haberle podido decir a Wolfe que no tenía que estar celoso de Rafe. Prefería recibir una única mirada amable de él antes que una semana de amabilidad de Rafael Moran.

Por otro lado, un poco de amabilidad por parte de un extraño era mejor que no recibir nada en absoluto.

Jessica regresó hasta el mostrador en el que se alineaban los alimentos, y descubrió que Wolfe ya había pagado las compras. Entonces, esperó a que el desgarbado adolescente recogiera todos los paquetes. Habría cumplido con su tarea más rápidamente si hubiera sido capaz de concentrarse en lo que estaba haciendo y no en el único rizo castaño rojizo que se había escapado por debajo del sombrero de Jessica. El sutil y sedoso fuego del mechón fascinaba al chico, al igual que el ligero acento extranjero y los labios suavemente curvados.

- ¿Ocurre algo? -preguntó Jessica al fin.

El chico se sonrojó hasta las puntas de su pelo mal cortado.

- Lo lamento, señora. Nunca había visto nada parecido a usted, excepto en los libros de cuentos de hadas que mi madre solía leerme.

- Eso es muy amable por tu parte -respondió Jessica, ocultando su sonrisa. La evidente admiración del chico era un bálsamo después de la constante ira de Wolfe-. Espera. Deja que te abra la puerta. Llevas demasiados paquetes.

Jessica abrió la puerta, cogió un paquete que estaba a punto de caerse y se recogió la falda hasta los tobillos para evitar el barro y el estiércol de la calle. Miró hacia ambos lados, pues antes había evitado un accidente a duras penas cuando un jinete había pasado recorriendo temerariamente la calle al galope, gritando y haciendo oscilar una botella de whisky vacía sobre su cabeza como si se tratara de una espada, mientras disparaba su revólver con la otra. La exhibición habría sido más impresionante si el caballo no se hubiera parado de repente, enviando al jinete de cabeza contra el estiércol.

- Tenga cuidado, señora -advirtió el chico-. La ciudad se ha animado mucho desde que se habló del oro.

- ¿Oro?

- En algún lugar de aquellas montañas. En el condado de San Juan.

- Ahí es donde vamos.

- Me lo imaginaba.

- ¿Por qué?

- Su esposo pagó con oro puro -se limitó a decir el chico-. Y también compró caballos en los establos con oro. Aquí las noticias vuelan como el viento.

Cuando estuvieron más cerca del carro, el chico miró a Jessica con aire vacilante.

- Dígale a su esposo que vaya con cuidado, señora. El oro saca a relucir lo peor de los hombres. Por lo que he oído, Wolfe Lonetree es muy bueno peleando, pero sólo es un hombre. No me gustaría ver a una dama tan delicada como usted en problemas.

Jessica miró los claros ojos marrones del chico y se dio cuenta de que era más mayor en algunos aspectos de lo que había pensado al ver su torpeza ante ella. Sospechaba que vivir en la frontera acababa pronto con la inocencia de la infancia. El chico era, como mínimo, seis años más joven que ella, pero comprendía como un adulto la dureza de la vida.

- Gracias -contestó con suavidad-. Seguro que Wolfe…

- Pero, ¿qué tenemos aquí? -preguntó una voz tosca, interrumpiendo las palabras de Jessica-. Una ropa demasiado fina y delicada para una ciudad como ésta. Y una chica muy guapa, también. Ven aquí, preciosa. El viejo Ralph quiere echarte un buen vistazo.

Jessica ignoró al hombre que permanecía de pie en la parte de atrás del carro con un abrigo raído, ropas llenas de barro y una mirada lasciva.

- Coloca los paquetes en la parte de atrás, por favor -pidió al joven.

Mientras hablaba, se subió a la parte de delante del carro. Bajo su larga falda, su mano se cerró alrededor del látigo para los caballos.

- Señora -empezó a hablar el chico. Su rostro estaba pálido y su voz reflejaba urgencia.

- Gracias. Puedes volver a la tienda.

Jessica le dirigió una sonrisa tranquilizadora, deseando que estuviera fuera del alcance de los hombres que se reunían alrededor del carro.

- Por favor, vete. Mi esposo llegará enseguida. ¿Podrías comprobar por qué se entretiene tanto?

- ¡Sí, señora!

La mano de Ralph salió disparada, pero el chico la esquivó, evitando que le atrapara. Salió corriendo hacia el establo, haciendo volar el lodo debajo de sus pies.

Los dedos de Jessica se tensaron alrededor del látigo. Permanecía sentada en silencio, mirando hacia el horizonte, actuando como si estuviera sola. Los comentarios de los hombres que se reunían alrededor del carro le hacían saber que no era así, pero no decían nada que quisiera escuchar.

Una pesada y sucia mano agarró un pliegue del dobladillo de su vestido.

- Dios mío, no había tocado nada tan suave desde que estuve en Atlanta. Me apuesto lo que queráis a que todavía es más suave por debajo.

Varios hombres se rieron. El sonido de sus risas era tan sucio como el barro que llenaba la calle. Los pocos habitantes lo bastante valientes como para pasar por delante del escandaloso salón de la calle principal, observaron lo que estaba sucediendo pero dudaron en intervenir. Los ocho hombres que rodeaban el carro iban armados y estaban lo bastante borrachos como para ser peligrosos, sin que la torpeza del alcohol ralentizara todavía sus movimientos. Formaban un grupo aterrador.

Además, Jessica era conocida por los vecinos del lugar nada menos que como la esposa de un mestizo. No era una buena tarjeta de visita en esa ciudad fronteriza, donde se pensaba que los indios valían mucho menos que un buen perro de caza.

- Diez dólares a que lleva ropa interior de seda -exclamó uno de los hombres.

La mano de Ralph agarró con más fuerza la falda de Jessica.

- Bien, preciosa, ¿qué me aconsejas? ¿Apuesto?

Aquel comentario hizo que uno de sus compañeros estallara en carcajadas hasta el punto de tener que apoyarse en el carro para no caerse.

- Vamos -insistió Ralph-. Enséñales una pierna a los chicos.

Jessica lo ignoró.

- Mírame cuando te hablo -gruñó-. Cualquier puta que se acueste con un mestizo debería sentirse agradecida por el hecho de que un hombre blanco la toque.

Cuando Jessica notó que su falda se movía, sacó el látigo y sacudió el pesado mango sobre el puente de la nariz de Ralph con toda la fuerza de la que fue capaz. Bramando de rabia y dolor, Ralph soltó la falda y se llevó la mano a la cara. La sangre fluía a chorros entre sus dedos. Antes de que Jessica pudiera girarse para hacer frente al resto de atacantes, Ralph la cogió de la muñeca, haciéndole perder el equilibrio.

Se oyó un sonido similar a un disparo, seguido de un grito. La mano que rodeaba su muñeca la soltó. Por el rabillo del ojo, Jessica vio a Rafe corriendo hacia ella, empuñando el látigo con una destreza letal. Observó cómo su brazo izquierdo se movía ligeramente y el largo látigo avanzaba a gran velocidad. Volvió a escucharse aquel sonido similar a un disparo. Cerca de ella, el sombrero de uno de los atacantes salió volando y cayó partido en dos pedazos. La sangre brotaba de un corte profundo sobre el ojo del dueño del sombrero. De repente, los hombres empezaron a buscar sus armas por debajo de sus abrigos.

- ¡Están armados! -gritó Jessica.

Ella sacudió el látigo tan fuerte como pudo sobre el hombre que tenía más cerca, pero sabía que no sería suficiente. Quedaban cinco hombres más y otros cuatro salían a toda prisa del salón. Todos iban armados.

- ¡Baje! -gritó Rafe.

Jessica no le hizo caso, pues estaba demasiado ocupada dando golpes con el látigo.

El de Rafe restalló de nuevo, pero esta vez se enroscó suavemente alrededor de la cintura de Jessica. Sin embargo, el tirón que Rafe dio no fue en absoluto suave. La sacó del carro y la dejó caer en sus brazos en el momento en que se empezaron a escuchar tiros a su alrededor. Protegida por el lateral del carro y el cuerpo de Rafe, Jessica vio poco de la pelea.

Lo que sí vio la asustó. Wolfe estaba al final de la calle, frente al establo, a casi sesenta metros de allí, y estaba derribando a tantos hombres como le permitía la rapidez de giro del cargador del rifle. Las balas gemían y se estrellaban contra el carro. La fulminante lluvia de proyectiles hizo que los hombres se dispersaran. Lo único que evitaba que todos los atacantes murieran era el hecho de que Jessica estaba en medio del altercado.

- Qué hijo de puta. Ese tipo sabe disparar -exclamó Rafe con admiración.

Los disparos se detuvieron.

- ¡Jessi! -gritó Wolfe.

- ¡Estoy bien! -respondió ella.

- En vuestro lugar -advirtió Rafe con tono calmado, dirigiéndose a los asaltantes-, comprobaría la profundidad del barro antes de que Lonetree recargue el rifle.

La sabiduría del consejo de Rafe se hizo evidente cuando Wolfe sustituyó el rifle por la escopeta y abrió fuego de nuevo. Los hombres que todavía no habían caído se tiraron al suelo encharcado.

- Quédese aquí, señora -aconsejó Rafe.

A tientas, Jessica se aferró a la áspera madera del carro. Rafe se echó hacia atrás hasta que pudo ver a todos los hombres.

- Mantened la cabeza agachada, si no queréis perderla.

Fue lo único que dijo Rafe. Lo único que tuvo que decir, porque el látigo en su mano era como un ser vivo, golpeando sin descanso sobre los hombres caídos, arrancando sus sombreros y abrigos, mordiendo los dedos que intentaban arrastrarse hasta pistolas ocultas. Ya no surgían sonidos como disparos del látigo, sino únicamente un siseo que ponía los nervios de punta y un grito ahogado que se producía cada vez que el cuero lamía ligeramente la carne. Uno de los hombres gimió y se santiguó.

- Esa es la idea -dijo Rafe-. Nunca es demasiado tarde para que un hombre abrace la fe.

Wolfe llegó corriendo escopeta en mano. Tras él venía el chico de la tienda con el rifle vacío. Wolfe se acercó hasta cada uno de los asustados hombres, les dio la vuelta con su bota y memorizó sus caras. Ellos le devolvieron la mirada y supieron que nunca habían estado tan cerca de morir. Cuando acabó, fue hasta Jessica y habló:

- Si veo a cualquiera de vosotros cerca de mi mujer otra vez, lo mataré.

Jessica miró a Wolfe y estuvo segura de ello. Aunque se repetía a sí misma que debía sentirse impresionada, no lo estaba. Sabía que podría haber sido tratada brutalmente por unos hombres que sólo conocían su nombre y su sexo.

- Contaré hasta diez -continuó Wolfe en un tono neutro que era más una amenaza que un grito, mientras recargaba la escopeta-. Cualquiera que esté a la vista cuando acabe, será mejor que esté dispuesto a morir. Uno. Dos. Tres. Cuatro.

Se oyó un alboroto frenético al levantarse los hombres del barro y dirigirse a duras penas hacia el final de la calle. La mayoría cojeaba. Algunos sólo podían usar un brazo. Uno no se movió.

De alguna forma, no a Jessica le sorprendió que fuera el hombre llamado Ralph el que hubiera muerto. Ni tampoco a Rafe. Desvió su mirada del hombre inmóvil a Wolfe y asintió con la cabeza.

- Buen trabajo, Lonetree. Parece que es cierto todo lo que he oído sobre ti. Pero sigues siendo un solo hombre y hay un largo camino hasta el rancho de Cal.

No había nada amistoso en los oscuros ojos azules de Wolfe cuando quitó el seguro de la escopeta y se giró hacia Rafe.

- ¿Qué diablos te importa a ti adónde vamos?