IV
La ventana
La ventana, el ojo y la luz
La atribución de un significado conceptual y espiritual a la figura de la ventana, presente en infinidad de cuadros del arte moderno, puede remontarse al Renacimiento, es decir, cuando comienzan a aparecer representaciones conscientes de un interior (el estudio de un pensador, la celda del monje, o un sencillo ambiente de la vida cotidiana), en las que la contraposición simbólica con lo exterior resulta significativa. El interior y el exterior se relacionan a través de puertas y ventanas, pero no sólo son estas últimas las que introducen luz en el estudio, la celda o en el pequeño salón. Lo que está a la luz del día se precipita en su contraparte, la oscuridad del espacio interior: cada ventana se convierte en pantalla entre dos espectáculos opuestos, el de la cámara oscura, en cuyo interior se recorta «técnicamente» todo fenómeno percibido, y el del plein air, en el que cada tentativa de representar la luz naufraga siempre en la tragedia —antes pictórica (el drama impresionista por excelencia) y ahora simuladora (cada mejora «técnica» hace virtual lo real)— del color.
La ventana pone en relación y en contraste dos espacios y dos tiempos, el espacio y el tiempo que caracterizan la tonalidad siempre irisada de la atmósfera y el espacio y el tiempo perteneciente al clima artificial e inmutable de lo interior: por una parte, la luz fenoménica, variable y cambiante; por otra, la luz inmóvil y constante de la mesa de dibujo o cualquier otro sistema técnico de representación. El reflejo de la ventana que aparece en el ojo de la liebre, animal salvaje por excelencia, en el célebre cuadro de Durero[231], es síntoma de la conciencia ya renacentista del primado del artificio y del experimentalismo del arte, que transfiere e inmoviliza en el espacio del atelier el dinamismo de lo natural, que de otra manera resultaría imposible de representar.
En la densidad metafórica de la ventana se da un enfrentamiento entre interno y externo, pero también entre lo que es exterior y lo que es interior, entre la realidad del mundo y nuestra interpretación. Todo se pone en juego en este diafragma, en esta pantalla ideal, que une al tiempo que contrapone. La propia percepción óptica reproduce esta paradoja, pasando a través de esa parte del ojo que es la pupila, diminutivo de pupula, palabra latina a su vez diminutivo de pupa (muñeca, monigote). La pupila está unida a la imagen de la muñeca y del monigote porque estamos condenados a ver en ella la pequeña imagen que ahí se refleja: nosotros mismos. Es el ojo del otro lo que nos permite comprender hasta qué punto nosotros somos, en realidad, no más que monigotes. Ya Sócrates, comentando la inscripción que dominaba el arquitrabe del templo de Apolo en Delfos, «conócete a ti mismo», aclaraba que la interpretación de este enigmático texto sólo podía explicarse en relación con la vista. El «conócete a ti mismo», afirmaba Sócrates, está relacionado con la visión, desde el momento en que yo me veo a mí mismo en tu pupila, reflejándome en ti. Tú posees mi imagen, que a su vez te contiene a ti, que miras en ella, la cual me contiene a mí, que me reflejo en ella. Feed back visual sin fin, hasta conseguir penetrar en el secreto atómico del ver, en el punto secreto en el que ver se hace materia. ¿Hasta qué punto puedo penetrar en mi imagen, reflejada en tu pupila, sin captar la sustancia material que es fundamento de esta inmaterialidad?, ¿de qué modo, y hasta qué límite, conseguimos penetrar en el secreto atómico del ver, en cuanto hecho físico? Toda una «especulación sobre el ver», ese momento en que, a través del estudio profundo de las leyes de la visión, intentamos encontrar el eslabón perdido que une la luz con las neuronas.
Pero para conseguir descubrir o redescubrir la materia del ver debemos procurar excluir el acto de la visión, porque la verdadera materia no está a éste lado del ver, sino al otro lado del mismo, más allá de su aspecto fisiológico. Aquí, donde la ciencia momentáneamente se detiene, se abre el espacio de la provocación poética: donde el pensamiento positivista naufraga por insuficiencia de pruebas, comienza el pensamiento chamánico de la trascendencia y la reflexión. La reflexión permite escrutar más allá de ese umbral que constituye el ver, poniendo de relieve algo que está poéticamente más allá del ver mismo: la región de lo enigmático. De hecho, reflexionar significa ejercitarse, tanto física como intelectualmente, para intentar concentrar la atención en uno mismo, antes del ver y prescindiendo de ello: ¡un ver sin vista!
La ventana, el ojo y la luz han constituido durante mucho tiempo metáforas concatenadas, inherentes a la visión más que a la posesión, a la metafísica más que a la materia, al espíritu más que al cuerpo. En su étimo luminoso[232], la ventana se abre para anunciar los fenómenos que acaecen con la luz (fenómeno es lo que aparece con la luz del día[233]), pero inmediatamente se oscurece ante la enorme dificultad que suponedescribir y representar lo que está a la luz del día en la era de la técnica. ¿De qué puede ser fenómeno eso que la «ventana espiritual de los ojos» ve, mira, percibe «en un mundo totalmente concebido como imagen»?[234] En la era de la técnica (de esta técnica) se hace imposible reabrir la cuestión teológica de la luz, es decir, continuar preguntándonos si la visión del mundo es aún estática[235] y, por tanto, si lo que ilumina la luz es el perdurar de la manifestación de una idea de lo divino.
No obstante, es imposible ignorar la relevancia de este elemento, en cualquier caso simbólico, ni siquiera en una era desilusionada como la nuestra, cuyo desencanto viene provocado por la pérdida definitiva de lo oscuro, de lo opaco y, por lo tanto, del misterio, a causa —como adecuadamente afirma Baudrillard— de la difusión de una estética caracterizada por la total transparencia. La época posmoderna sufre de una pérdida de la sombra y de la noche a causa de la constante iluminación del mundo, una iluminación provocada por el set de una aceleración continua, que transforma incluso el más lejano rincón de tierra en espectáculo mediático, capturándolo en el interior del frame televisivo; frente a este espectáculo nunca conseguimos guardar las distancias, ni retirarnos a un lugar protegido, a un interior, desde cuya ventana se pueda ser testigo de la irreversible mutación del mundo que la técnica ha producido.
Fresh Widow
En la modernidad, la figura de la ventana pone en relación una serie innumerable de parejas dialécticas: lo externo con lo interno, lo exterior con lo interior, lo artificial con lo natural, el mundo con su representación. De modo particular, este umbral fatídico parece distinguir un mundo estético, dominado por la luz y la transparencia, de la dimensión propia del arte, caracterizada por todo lo que se sitúa en el polo opuesto a la luz: lo resistente, lo opaco, lo oscuro. «El negro como color de fondo» es —no por casualidad— la fórmula adoptada por Adorno para definir el carácter peculiar de la vanguardia moderna, a la que se le atribuye no sólo la negación progresiva del mundo, sino sobre todo una finalidad deformadora de lo real, puesto «en buena forma» por la estética, o sea, por esa dimensión de la experiencia creativa que modela un mundo de significantes sin significados. La demostración más efectiva de esta tesis puede ser la que nos proporciona Duchamp en una de sus obras: Fresh Widow[236] (el juego lingüístico entre widow y window convierte a una ventana en una viuda descarada), una miniatura de ventana cuyos cristales han sido sustituidos por otros tantos trozos de cuero negro, que brillan cada mañana. Esta obra puede entenderse como icono emblemático de un arte que ha decidido encerrarse en sí mismo, en busca de sus reflejos internos (conceptuales), dejando para el mundo sus explícitas transparencias. A no demasiada distancia en el tiempo de la obra «negativa» de Duchamp nos encontramos con otra famosa ventana negra de la vanguardia histórica, el Cuadrado negro sobre fondo blanco (1910) de Malevič, cuadrado místico que vacía en la total absorción de la luz el brillo dorado del icono bizantino. Tanto en un caso como en el otro no hay nada que decir sobre la cosas, nada que mirar en el mundo, excepto la imagen, proyectada en el interior del estudio artístico, de la negación del mundo mismo. Tampoco medio siglo después: incluso el marco blanco, que en cierto modo relativizaba la tan abisal insondabilidad del icono maleviciano, desaparecerá con la destrucción definitiva de todo dique (borde, confín, marco) ante el desbordamiento de la oleada negra, «omnívora», de la pintura de Ad Reinhardt[237].
En el marco del conflicto cada vez más radical que, dentro de la evolución del arte moderno hacia el arte posmoderno, se manifiesta entre un arte que pretende expresar una voluntad de resistencia crítica a la disolución del sentido del mundo, y una estética, que afirma la manifestación de la completa transparencia del mundo, la ventana se transforma de objeto a través del cual ver (Friedrich es quizá el pintor que mejor ha entendido, de un modo romántico, su función sublime) en objeto del ver (la ventana puede cegarnos por exceso de luz: los cristales amarillo-oro y verde de la habitación en Arles, pintada por Van Gogh en 1888) y, finalmente, en objeto que ve (el implacable ojo de la web cam). Si veo la ventana no veo lo que está más allá de ella: es una cuestión de relieve (de puesta en relieve) y de ondas (ondas de reflejo). Si veo la ventana veo el umbral, el obstáculo, la frontera; si sobrepaso el cristal con la mirada, veo la transparencia, veo el mundo que se ofrece sin límites, sin opacidad, sin protección. Si veo la ventana concibo entonces el mundo de manera moderna: lo veo como contenido en el interior de un marco que lo hace decible y representable. El mundo se conforma a la pantalla.
La ventana inmoviliza la visión, deteniendo la dialéctica sostenida por el tiempo y el espacio en una tensión plena deconsecuencias: el cine nace precisamente de esta inmovilización momentánea de la percepción, que causa una persistencia retínica (los aparatos predecesores del cinematógrafo, el fenaquitoscopio de Plateau, el zootropio de Strampfer o el taumatropio de París descubrieron su secreto). Todo lo que se nos presenta se fija por un instante en la ventana de lo real. Ver presupone un órgano de sentido, un ojo, lo que antiguamente era entendido como la ventana del alma. En el interior del ojo está la retina, la estructura neuronal sobre la que se fijan las imágenes captadas, una especie de red que contiene los miles de hilos polícromos de una realidad la cual, con la ayuda de una retícula (lámina constituida por dos cristales ópticos en los que se verifica la descomposición en claroscuros de una imagen que será reproducida analógicamente), conduce lo real a su representación ideal: la pura contraposición ideal de luces y sombras. Pero la verdad se nos da en una bajísima definición. Para ver mejor necesitamos instrumentos que amplifiquen la visión, desde la lente al catalejo; y para representar lo que hemos visto necesitamos otros instrumentos, transferidores tecnológicos adecuados, desde el lápiz a las máquinas electrónicas. No obstante, cada lente (gafas, catalejo, binocular, microscopio) focaliza: un artilugio que separa, limita, elide y parcializa.
Son el arte figurativo, en primer lugar, y después el cine, ya desde sus orígenes, los que hacen plausiblemente falsificable el mundo mediante su ventana modeladora, su encuadre (la ventana «figurativa» constituye el diafragma de paso y de convergencia de las líneas de perspectiva de la percepción, las cuales permiten proyectar el paso al interior del atelier, siguiendo esa invención tecnológica y presimuladora de la realidad que Brunelleschi, Alberti y Durero fueron los primeros en experimentar). El arte utiliza el encuadre como un espacio dentro del cual puede tener lugar el enigma de la representación. La perspectiva no es, lo sabemos, sino una forma simbólica. Paradojas de la ventana: ella, que se abre a la luz, resulta ser el instrumento elegido por la vanguardia para pasar del estado retínico y óptico del arte a la dimensión conceptual de la idea. Una suerte de afirmación platónica, ya que sólo en el pensamiento de la obra puede esconderse su visibilidad. Una de las obras fundamentales del arte moderno, La mariée mise a nu par ses célibataires, même (1915-23) de Duchamp, conocida también como Grand Verre, constituye una ventana «definitiva» al vacío: un doble cristal, o, mejor dicho, un «cristal-cámara», dentro del que la esposa es dejada al desnudo por los solteros. Mediante esta cámara-ventana Duchamp pretende llevar a cabo «la idea de una proyección, de una cuarta dimensión invisible, de un algo que no se puede percibir con los ojos»[238].
La vanguardia comienza siempre con el cuestionamiento, con la crisis de la visión común: el acto oscurecedor de Duchamp negará siempre este ver; un Duchamp que, ya desde las obras que realiza en la primera década del siglo, sentencia el fin de la época retínica del arte. Al ojo ya no le queda sino su obsesión telescópica, aplicada al hueco de la cerradura, lente que penetra en el interior de un espacio ciertamente hueco y secreto; dos pequeños agujeros a la altura del ojo permiten al espectador distinguir a la mujer desnuda de Étant donnés. Al esconder el cuerpo, la obra de Duchamp lleva hasta la exasperación el límite de la percepción para calmar la pulsión del voyeur, coleccionista onanista de detalles escondidos. El voyeur convierte su existencia en la fisura de un ojo, en un paso mínimo de luz que le permite conjugar lo exterior, mundo codiciado y que no puede ser experimentado, con lo interior, espasmo de un deseo voluntaria y eternamente nunca apagado. La concupiscencia es la lente que altera, deforma y ritualiza la banalidad de un cuerpo, transformando su carne, sus miembros, sus articulaciones y pliegues en universos que explorar: ya no hay propiedad privada del cuerpo y los sentimientos, todo se ve expropiado por el acto ferozmente caníbal del ojo. De ello se apodera el cine, la máquina-ventana que encandila los ojos con la oscuridad del placer y del deseo. Las ventanas dejan de ser inocentes: la mirada sobre el patio, metáfora del deseo de descubrir los secretos de la vida de los demás, revela no sólo las dinámicas externas, mortales también, de la vida mundana, sino sobre todo la inmovilidad onanista y suicida del voyeur (de hecho, Hitchcock entiende La ventana indiscreta, la «ventana sobre el patio», como una paradoja claustrofóbica[239]).
La pantalla
La ventana se abre hoy a la «metafísica del soft»: vamos más allá de lo material para llegar a la nueva e inesperada dimensión del pensamiento propia de la inteligencia artificial. La publicidad de Windows 95, cuando acababa de ser lanzado al mercado, presentaba la ventana como la metáfora dominante entre las distintas interfaces del ordenador: paso hacia otro mundo a través de la referencia a un arquetipo simbólico del arte, ese umbral de la mirada que da testimonio de la diferencia y la distancia entre lo interior y lo exterior. Por vez primera, profundidad y superficie comenzaron a coincidir, algo de lo que la estética de los medios de comunicación no pudo dejar de tomar nota. En el paso de la modernidad a la posmodernidad se verifica una intensificación progresiva de la información y una debilitación progresiva de la mirada: del ojo a la caverna, al cuadro, a la pantalla cinematográfica, al televisor, al monitor, al satélite; hasta la fatal inmersión del sujeto en el interior de la propia imagen, en el interior de una ventana virtual: no estamos ante una superación fantástica, sino ante la ontología digital, en perfecta convivencia con la metafísica de la simulación.
La ventana, para la modernidad figura simbólica y paradigmática del umbral y del límite y para la posmodernidad interfaz dotada de autonomía, nos conduce desde la cultura de la representación, del proyecto, de la distancia, de lo visible a la cultura de la simulación, de la casualidad, de la participación, de lo compartible. De window a Windows: basta sólo con seguir su evolución tecnológica; un recorrido que lleva de lo interno (de lo interior) a lo externo (a lo exterior), de la reflexión al espectáculo, del arte a la estética difusa. Un camino sintomático hacia la sobrexposición de lo real[240].
La cuestión se complica después, si reflexionamos sobre lo que en el mundo digital entendemos por exterior-externo: pasos hacia la pérdida definitiva de todo lo que definíamos como dimensión, por así decirlo, espiritual de lo interior; pero que lo exterior-externo ya no corresponda a nuestros criterios diferenciadores habituales da lugar a consideraciones completamente inéditas. Y es que esta mirada hacia lo externo deja de existir, desde el momento en que ese externo se sitúa ya totalmente en el interior de los programas del ordenador como un archivo casi infinito de datos-imágenes: toda la red, más allá de la específicas organizaciones de data base, constituye una única y desmesurada library a la que dirigirse, encontrando en ella, ya confeccionadas, las imágenes (y, en general, los datos) que cabe componer, modificar o copiar.
De modo que la cuestión del ver se complica ante la confrontación entre la realidad atómica, física, material y la realidad simuladora, digital, inmaterial; una realidad, esta última, que nos ha hecho atravesar la ventana perceptiva para ofrecernos un viaje de inmersión, incluso sensorial, al interior de un mundo que carece de luz física alguna.
En la experiencia simuladora digital, donde las categorías distintivas fundamentales de la representación ya no pertenecen a la dimensión espacio-temporal, toda frontera, todo límite entre real y posible, ha desaparecido: nada puede ahora ser ubicado en la cotidianidad de lo real. La ventana electrónica se abre infinita a la lógica del cálculo y a la red planetaria de la información («en un mundo digital el medio no es el mensaje, sino una encarnación de éste»[241]), perdiendo su conformación material y física. La ventana electrónica se configura como una interfaz cultural que pone en evidencia la coincidencia entre representación y control: entre la imagen de la pantalla como profundidad (ilusión de espacio) y como superficie (panel de control). El producto de la representación digital convive en la ventana-pantalla con los instrumentos necesarios para su realización. Ilusionismo visual e información, paisaje e instrumento elaborado, se subsiguen.
Ante la ventana de la pantalla de la televisión o del ordenador nos vemos inmovilizados por la ausencia de la tercera dimensión; todo lo que supone desplazamiento físico, cambio de lugar y tiempo, se ve anulado, como si nosotros mismos fuésemos reducidos a esas dos dimensiones de una «flatlandia» electrónica. No es casualidad que Paul Virilio, en su ensayo sobre la «ciudad límite», retomando el análisis de Debord, sienta la necesidad de resaltar la sustitución de la plaza por la pantalla, cruce de caminos de las masas y de los mass-media, único passage postbenjaminiano capaz de fingir todas las posibles transmigraciones y todas las posibles transfiguraciones. En lo virtual, todo está presente y comprimido al mismo tiempo: todo, así como lo vemos, podría ser y no ser. Toda la energía cinética se transforma en proceso reproductivo. Todo sucede coherentemente en el interior de esa lógica posmoderna de continuo reciclaje de contenidos reelaborados, recombinados, hibridados: la producción cultural posmoderna, tal y como había apuntado inteligentemente Fredric Jameson retomando el mito de la caverna platónica, no mira directamente al mundo, sino a su representación mediante imágenes, su ilusoria proyección en la pantalla. No obstante, estas imágenes no son a su vez sino mercancías, expresiones de la expansión también inmaterial del capitalismo en el mundo, el cual produce, al mismo tiempo, imágenes como mercancías y mercancías como imágenes[242].
La ventana y lo inquietante
Desde mediados del siglo XIX, la ventana moderna ya no se asoma sólo al espectáculo de la naturaleza, sino también al urbano, al constituido por el mundo de las mercancías, su exposición y el paseo de los nuevos consumidores (un mundo magníficamente descrito en clave metafórica por Edgar Allan Poe en su famoso cuento El hombre de la multitud, relato analizado con perspicacia, no por casualidad, por ese primer gran testigo y cronista de la vida moderna que fue Charles Baudelaire). Un mundo caracterizado por la explosión de la mercadería bajo la iluminación artificial y continua de la metrópolis, en la total transparencia expositiva de los escaparates que se dejan ver en los nuevos passages, esos fragmentos cubiertos de calle que permiten el comercio tanto de día como de noche.
En la contraposición entre esta cultura mundana, que privilegia la vida artificial, y la visión todavía romántica, que prefiere el paisaje del alma, se pondrán en juego y se bifurcaránlos destinos del arte y de la estética moderna. Benjamin, retomando a Baudelaire —que a su vez retoma a Poe—, al escribir sobre París como capital del siglo XIX realizará un análisis despiadado: hombres, mercancías, miradas multiplicadas por mil por los «inmensos espejos que adornan los cafés de los bulevares» y por los escaparates que se reflejan en otros escaparates y aún en otros más en un auténtico vértigo de reflejos, en los cuales ya resulta difícil distinguir los espacios exteriores de los interiores.
Así que, por una parte, el nuevo paisaje de las mercancías, que transforman el aspecto metropolitano, y ya culturalmente internacional, de las grandes ciudades; por otra, la permanencia de una pulsión liberadora que empuja hacia una naturaleza extraurbana, que se convertirá en fuente de inspiración de los artistas impresionistas y de la que los románticos como Turner y Friedrich habían ofrecido sólo su intensa y dramática interpretación, marcada por la conciencia de que el mundo natural ya había sido atropellado por la rugiente máquina de la técnica. De hecho, el cuadro romántico se nos presenta abierto al paisaje, pero sólo a través de una ventana que delimita un aspecto específico de la realidad, allí donde se hace evidente la presencia de un elemento disarmónico y desequilibrante. En el momento de encuadrar, de aislar en un marco, aquello que causa una perturbación, se concentra toda la fuerza atractiva de lo sublime, ese sublime que Kant, retomando la idea de Burke, había caracterizado como antitético respecto a lo bello, en cuanto no proveniente del placer de la percepción, sino, al contrario, de un sentimiento del sujeto frente a lo que se presenta como misterioso y capaz de infundir en él un «horror placentero».
En el universo romántico, por consiguiente, lo sublime no es el paisaje en cuanto tal, sino, precisamente, un detalle suyo, preciso e inconfundible, un frame, una ventana, una especie de testimonio ejemplar de la totalidad (el mundo, el universo, la naturaleza), que provoca una irresistible atracción morbosa por aquello que es capaz de atemorizarnos en mayor grado. Así, los personajes que nos presenta Friedrich en su célebre cuadro Acantilados blancos en Rügen (1818) se sitúan exactamente en el borde de una ventana natural, un «precipicio» a través del que es posible distinguir, lejana, allá abajo, la feroz dentadura de los riscos; ese borde separa lo profundo de lo superficial, el abismo de lo invisible, de lo indecible, de lo que no se puede experimentar, del Ungrund, frente a lo cotidiano, lo visible, lo conocido, el Grund (el fundamento); uno de los personajes, casi al límite del precipicio, se agarra firmemente a las raíces oscuras que nacen de la tierra para no precipitarse en la fatal atracción de la nada.
Este insalvable hiato entre la necesidad interior de decir y representar sobre todo lo que nos parece «horriblemente atrayente» y el reconocimiento de que el mundo parece querer escapar de su reducción a una imagen constituye uno de los tópicos fundamentales de la pintura decimonónica, pero no hay que sorprenderse si podemos reencontrar una tensión ideal semejante en muchas obras de arte actuales, que, evidentemente, no hacen sino pagar su deuda con el irresoluto tema romántico del desafío irreconciliable entre el mundo y su representación.
Para el romántico, la ventana es umbral infranqueable, «crucial», como lo testimonian algunas obras de Friedrich como Ventana del estudio (1805) y Mujer en la ventana (Caroline) (1822). La ventana, idéntica en ambos casos, está dividida en cuadrados que forman una cruz, una cruz que vuelve a aparecer en lo alto del palo mayor de una nave que atraviesa el horizonte, pero que nosotros no vemos por completo[243]. El interior del estudio es oscuridad, finitud, sombra que habita el mundo interno/interior; la luz es externa, nítida, transparente pero infinitamente lejana. Nostálgica, como para Rilke en su Fenêtres.
Aún más extraordinaria resulta la obra de George Friedrich Kersting, Retrato de Friedrich en el estudio (1811), en el que aparece la ventana del taller del artista, inmerso en una composición que constituye todo un homenaje a la geometría, al ritmo, al orden: perfecta representación del Innenraum (el mundo interno) contrapuesto al Aussenwelt, el mundo externo. La puerta está firmemente cerrada, los pequeños tubos de colores perfectamente alineados sobre la mesita, la arquitectura del caballete se entrecruza, en un juego de diagonales perfectamente calibradas, con los instrumentos que el pintor tiene en la mano. Una instalación de Jannis Kounellis, dedicada específicamente a Friedrich, de quien pone en escena precisamente su Ventana del estudio, nos permite llevar a cabo una comparación con la solución moderna de esta figura simbólica. Realizada en el museo del Castello di Rivoli en 1978, la instalación de Kounellis provoca un auténtico vuelco en la perspectiva de la célebre representación: en esta obra, una ventana opaca hace de pared de fondo, contra la que está apoyada la tela virgen de un pequeño cuadro, el cual, a su vez, sirve de apoyo a la miniatura de una nave. La ventana se hace ella misma productora de la imagen, como una inesperada materialización de la memoria.
El tema «metafísico» de la ventana continúa presente en el arte actual; de ello dan testimonio, por ejemplo, obras de artistas como Bill Viola o Anish Kapoor. Entre todas las obras contemporáneas, una en particular: Room for St. John of Cross (Habitación para San Juan de la Cruz, 1983), del artista americano Bill Viola. Un cubículo, construido en el interior de una habitación inmersa en la oscuridad, tiene una pequeña ventana en uno de sus lados. Si nos asomamos por ella podemos ver su interior iluminado: las paredes blancas, una mesita de madera, un jarrón de metal, un vaso, un pequeño monitor. Éste transmite las imágenes en color de una montaña nevada. Dentro del cubículo (la ínfima celda en la que San Juan de la Cruz estaba prisionero por la iglesia y en la que compondrá la mayor parte de su obra poética), en la pared del fondo de la habitación, aparece, como si fuera vista al otro lado de una vidriera, la imagen realista de la misma montaña; pero esta imagen está en blanco y negro. La realidad —quiere decirnos Viola—, la triste banalidad cotidiana, está en blanco y negro, y sólo el arte y la poesía pueden darle color, otorgándole así sentido. Sólo el arte y la poesía son capaces de transfigurar el mundo y aliviar la enfermedad mortal de la existencia.
Si Lacan definía el cuadro como una «trampa para la mirada»[244], la diferencia entre lo que nos muestra el arte y lo que nos presenta la estética difusa es perceptiva y nace precisamente de la mirada, definitivamente agudizada en Étant donnés, de la que ya hemos hablado, una sala cuyo contenido puede ser descubierto sólo mirando desde el hueco de la cerradura: el cuerpo desnudo de una mujer, recostada en una pose provocadora. Las piernas abiertas haciendo ostensión de su sexo como punto central de toda la composición (el rostro de la mujer permanece invisible): convergencia de la mirada sobre el agujero sagrado, ese «origen del mundo» que Courbet representa en la obra homónima con despiadado realismo, transfiriendo a la pintura la imagen apenas capturada por la cámara oscura[245].
En este cuadro hiperrealista del sexo femenino y, por lo tanto, sobre esta doble ventana al origen del mundo, las miradas se complican de modo surrealista. El cuadro, originalmente realizado para el rico diplomático otomano Khalil Bey, quien lo expone en una sala de baño recubierto de una cortina verdeja acabará, después de pasar de un coleccionista a otro, en manos de Jacques Lacan, quien a su vez lo colgará en su estudio, pero ocultándolo detrás de un cuadro con las mismas medidas, encargado a propósito al pintor surrealista André Masson.
La ventana mundana
Como hemos dicho, es en la época renacentista cuando la ventana comienza a ocupar un espacio considerable en el arte, sobre todo flamenco y centroeuropeo (podemos ver ejemplos de ello en Van Eyck, Petrus Christus, Quentin Matsys, el Maestro de Flémalle, Memling); de modo particular en las obras de Vermeer y también en los nuevos horizontes situados a la altura del alfeizar (en Van Ruysdael, por ejemplo). No obstante, su carácter emblemático se percibe con mayor intensidad en el arte moderno y contemporáneo, ya que aquí se sitúa de modo consciente como umbral entre arte y estética: entre un arte que reflexiona sobre su necesaria distancia del mundo y una estética que, cada vez más, y a partir de la etapa impresionista, busca conciliar lo natural y lo artificial mediante la interfaz de la técnica.
La salida en plein air de los artistas impresionistas tiene lugar en el momento histórico en el que los humos de las chimeneas y las nubes de las primeras máquinas a vapor oscurecen la claridad e iluminan la noche de resplandores artificiales, creando un horizonte de sentido que ya no coincide con la idea de lo natural: sólo la vuelta al interior del estudio podrá dar nuevo brillo a la distancia entre lo interno/interior, como lugar del arte, y este externo/exterior, como lugar de lo estético, producto de la técnica, visible en la nueva mecánica industrial, en la moda, en las mercancías, en la publicidad y en la forma de la propia ciudad.
La ventana mundana se ha transformado ya en escaparate, descendiendo de las plantas de los altos edificios para convertirse en primer plano[*], elemento expresivo de la calle. Lo que el ciudadano comienza a disfrutar a partir de la mitad del siglo XIX es un espectáculo distinto respecto al de la naturaleza y al que las artes habían creado: las mercancías que animan la ciudad y que la ciudad produce y pone en escena en sus calles y plazas pertenecen ahora a la estética del tránsito y de lo efímero. A partir de la revolución industrial todos somos prisioneros de la visión, ya que nuestro ver deja de ser libre y pasa a estar condicionado por la técnica, la cual, en vez de aumentar las posibilidades de esa facultad, la reduce a pura ideología. La técnica, metafóricamente, controla todo lo real, como por una especie de Panopticon (el dispositivo carcelario ideado por el filósofo inglés Jeremy Bentham en 1791, gracias al cual un único guardia colocado en un punto central podría observar sin ser visto a todos sus prisioneros) metafísico: en efecto, en nuestro tiempo la técnica subsume en su interior, estratégicamente, todo el proyecto racionalista de control de cualquier desviación, pero también de toda la producción mundial y del consumo global.
No olvidemos, por otra parte, que en los mismos años en los que Bentham elaboraba su pensamiento utilitarista, que tenía como fin principal corregir las contradicciones de la metrópoli para hacerla funcionar como una máquina racional (mediante el recurso al lenguaje formal de la técnica[246]), se habían creado, sobre todo en Francia, diferentes tipos de cámaras ópticas dotadas de teleobjetivos y grandes angulares, uno con el observador en el interior de la propia cámara, otro con el observador fuera de la misma: lo que la adopción de esta técnica ha influido, a través de la pintura y —en consecuencia— de la fotografía, en el arte y la estética en general del XIX es algo sobradamente sabido.
Como hemos dicho anteriormente, citando a Oliver Wendell Holmes, es mérito de la fotografía, a través de la lente formalizadora de su máquina óptica, que la forma se separase definitivamente de la materia, dando lugar a un irresoluble «enigma metafísico»[247]. El «americano» Holmes realiza estas reflexiones en 1859 —el año del gran Salon de París, mercado de arte en el que la presencia de la fotografía se convierte para Baudelaire en la demostración de que «la poesía y el progreso son dos ambiciosos que se odian con un odio instintivo»[248].
La distancia entre la cultura artística europea del XIX y de las primeras décadas del XX y la americana (así Constable, Turner y los impresionistas franceses serán «antirrealistas», mientras los artistas pertenecientes al llamado pioneer art americano preparan esa representación popular que conducirá, a través de Demuth, Sheeler y Hopper, a la frialdad tecnológica del pop art), bien puede remontarse a estos años cruciales: y es que si Baudelaire se preocupa porque la fotografía pueda suplantar o corromper el arte «gracias a la alianza natural que encontrará en la necedad de la multitud»[249], para Holmes el progreso técnico de la fotografía produce «como consecuencia inmediata una enorme colección de imágenes»[250], por la cual «un hombre que quiera ver un objeto natural o artificial», podrá servirse de su reproducción técnica: «de hecho, la materia en cuanto objeto visible ya no servirá para nada»[251]. Para Baudelaire, como «la naturaleza es fea» deben preferirse «los monstruos de mi fantasía a la trivialidad positiva»[252]; para Holmes, la experiencia del mundo será sustituida para siempre por la utilización del «espejo de la memoria», esta nueva ventana real (más que a lo real) que es, precisamente, la fotografía, símbolo triunfal de la victoria de la técnica sobre la naturaleza, una «materia estática y costosa», frente a una «forma económica y transportable»[253].
Según Holmes, será la imagen tridimensional ofrecida por la fotografía estereográfica, recién descubierta[254], la invención técnica que nos permita penetrar en otra realidad, la de la representación: la imagen nos ha confundido no por exceso de realidad, sino por sustitución de la misma. Esta imagen virtual ha tomado para siempre el lugar de esa otra real, anunciando la separación definitiva de la forma respecto a la materia («la materia como objeto visible ya no será útil»[255]). El ingenio inventado por Bigelow, un cargador múltiple de imágenes estereográficas, activado por una manivela, supone ya para Holmes el comienzo de un mundo simulado, artificial, pero al mismo tiempo real, en el que llevar una vida paralela («el movimiento es sólo una sucesión de imágenes estáticas»[256]), en la que todo lo natural debe ser desechado en cuanto en ello no hay nada de humano, «cultural».
Una vida, por tanto, completamente urbana, esa donde se mueve el nuevo ciudadano que aborrece la naturaleza y se ve atraído irreversiblemente por la técnica.
Gesamtkunstwerk
Toda la producción de mercancías, de bienes de consumo, del XIX se exhibe a la vista de todos: la gran ventana expositora refuerza el valor de fetiche de todo lo que ha sido producido industrialmente. A la vuelta de muy poco tiempo, todo el futuro, del que hoy vivimos su fase postindustrial, aparecerá organizado metódicamente, como en una suerte de proyecto global, de Gesamtkunstwerk, a mayor gloria de la técnica y de su evolución. Pero, no obstante, este enorme fermento de ideas y de productos, esta cultura tan poderosamente real e industrial y tecnológicamente avanzada, que no se detiene ni ante las barricadas del París de 1848 ni las del Dresde de 1849, no encuentra eco y ni siquiera alusiones en las artes figurativas contemporáneas: ni el realismo de Courbet[257], ni la Fraternidad Prerrafaelista (fundada en 1848), ni la pintura premoderna de Delacroix[258], por citar sólo acontecimientos emergentes, guardan la más mínima relación con la explosión de la técnica, ni toman nota de la invención conceptual, estética, arquitectónica y de ingeniería de ese gigantesco contenedor de «todas las posibles mercancías del mundo» que supuso el Crystal Palace construido por Joseph Paxton en Londres en 1858 (fig. 8).
El Crystal Palace representa el punto culminante de la fetichización de la mercancía tecnológica[259]: los obreros debían pagar una entrada para poder ver por vez primera, en su forma acabada, finita, los objetos producidos por ellos mismos, expuestos en el interior de un gigantesco y casi desmesurado invernadero que contenía, en una especie de monstruosa cápsula orgánica, árboles (estamos en Hyde Park), pabellones nacionales, máquinas e incluso una casa obrera, hecha construir aposta como concesión liberal al espíritu proletario en una época plena de revueltas[260]. Aquí, en esta arquitectura «política», cada mercancía se expone para testimoniar la transparencia democrática de la producción (ocultando la parte invisible de la misma: el trabajo): pero, en realidad, está disponible sólo para la mirada deseosa de las masas. Ideada por el príncipe Alberto y organizada por Henry Cole, la Exposición de Londres, extendida sobre una superficie de setenta mil metros cuadrados necesarios para dar acogida a no menos de veinte mil expositores, acaba totalmente contenida en el interior del inmenso palacio de cristal, el más grande edificio jamás construido con piezas estandarizadas de hierro y cristal[261], al estilo de los grandes invernaderos que se multiplican por Francia e Inglaterra a partir de 1830[262].
La misma técnica de ingeniería, que utiliza elementos prefabricados, permite a Paxton construir también invernaderos y estaciones ferroviarias: las plantas del mundo, los peatones del mundo, las mercancías del mundo se ven protegidas, a partir de este momento, por la misma cubierta estética, una especie de aire/aura innatural. Lo natural se conserva de modo artificial, se le coloca tras la ventana, al igual que se ha hecho con los productos industriales, bajo la transparencia y la armonía de los mismos arcos de hierro y acero. Bajo estos arcos tiene lugar, al mismo tiempo, la estetización de la naturaleza, del viaje y de la mercancía: lo vegetal, el tránsito y el producto adquieren todos, y para siempre, un valor añadido, que encontrará en el siglo XX su forma acabada en eso que hoy llamamos «parque temático».
Je suis l’artiste
¿Cuál podía ser la postura de un artista que reflexionara sobre este gigantesco fenómeno cultural, esta anómala exposición estética? Dentro de la Exposición se hacía evidente la clara diferencia entre el mal gusto de los objetos artesanales, causado por su «mal diseño»[263], y la imprevista belleza de una estética ligada a los instrumentos especializados: el instrumento musical inventado por Sax, la locomotora de Crampton, las máquinas agrícolas, el instrumental quirúrgico, las armas… Frente a estas dos dimensiones estéticas contrapuestas, una todavía pretecnológica y otra ya estilísticamente «industrial», la respuesta del artista no podía ser sino la que sesintetizaba orgullosamente en la fórmula Je suis l’artiste. Courbet, con ocasión de la Exposición de París de 1855, intentará que no se confundan sus obras con las mercancías, para lo que expondrá sus cuadros en un pabellón situado en el exterior; igualmente harán otros artistas (entre ellos Gauguin) en 1889, el año de la Quinta Exposición y de la construcción de la Torre Eiffel.
La naturaleza y la propia ciudad se ven turbadas por la irrupción de lo «mecánico», que da lugar a un cambio radical del paisaje: contra la máquina guerrean Poe, Dickens, Ruskin, Melville, Baudelaire, Morris, Butler, Zola. A pesar de todo, un millón de visitantes sube el día de la inauguración de la gigantesca torre por sus interminables escaleras para alcanzar, a 322 metros de altura, la vibrante plataforma desde la que se podía contemplar una visión inusitada de la ciudad, un tejido de puntos, líneas y superficies, que anticipaba la imagen abstracta que crearían poco tiempo después los artistas. Desde lo alto de esta nueva perspectiva (una ventana hacia abajo) toda la ciudad, presta a ser devorada con una simple mirada, se convertía en una mercancía armónicamente unitaria.
El artista que vive esta novedad industrial y comercial no quiere comprender la revolución que implica un nuevo estilo de vida y una sociedad volcada ya en el consumo; se resiste a los reclamos repetidos de los organizadores de las exposiciones y a su invitación a no rechazar «la cercanía de los productos industriales, que se enriquecen continuamente y que pueden continuar ofreciendo nuevos elementos de inspiración y trabajo»[264]. Sólo Huysmans, Jarry, Roussel comprenderán la irreversible contaminación entre mecánica y naturaleza, entre inorgánico y orgánico: serán ellos quienes prepararán, con su humour noir, el camino a Marinetti, Duchamp y Picabia. Para todos ellos la máquina ya no es opaca, pura materia, sino una transparencia que permite entrever su esenciade fetiche: como Marx había pronosticado en la IV parte del capítulo I de El capital, «el carácter de fetiche de la mercancía y su secreto».
Las tiendas de la rue Vivienne
Es de noche, sobre todo, cuando los escaparates de las tiendas multiplican su fatal belleza: el consumidor se ve atraído y al mismo tiempo rechazado por la impenetrable transparencia protectora (antigolpes) de la película vítrea. Nada mejor para prolongar hasta el infinito el deseo de posesión de la mercancía: se manifiesta y se retrae al mismo tiempo.
En este juego con la mirada del cliente se ponen en juego la espera y la esperanza: la necesidad pasa a un segundo plano. La luz artificial se hace irreal, fabuladora, coqueta, socarrona. Las mercancías interpretan su papel. En el silencio de la noche demuestran todo su poder abstracto. Sus imágenes se han fijado para siempre en los archivos del sueño. Cuando a mediados del XIX fue finalmente posible realizar enormes planchas de cristal, la pared transparente de la tienda se convirtió de golpe en algo igual a la protección que ennoblece un cuadro de autor. La visibilidad se unió para siempre con la intangibilidad de la imagen. La mercancía misma, fuera del tipo que fuera, iniciaba su transformación hacia lo inalcanzable, lo inefable, lo etéreo, lo volátil. La teología marxista de la mercancía encontrará su consagración en la desmaterialización definitiva de la cosa en la luz cegadora del deseo. En el mismo instante en que ella, la cosa, comience a mostrarse «inteligente» y «sensible». Passage. Galerías. Túnel, Arterias. La red. Nervaduras: bajo la piel. También el trasiego público se encierra en el interior de una superficie en tensión, de un manto de protección, de un cielo artificial.
Isidore Ducasse abrirá así el sexto cuento de sus Cantos «malditos»:
Las tiendas de la calle Vivienne alardean de sus riquezas ante los ojos deslumbrados. Iluminados por numerosos faroles, los cofres de caoba y los relojes de oro difunden a través de los escaparates haces de luz cegadora. Han sonado las ocho en el reloj de la Bolsa: ¡no es tarde! Apenas se ha oído el último golpe de martillo, la calle, cuyo nombre ya ha sido citado, se pone a temblar y sacude sus cimientos desde la Plaza Real hasta el bulevar Montmartre. Los paseantes apresuran el paso y se retiran pensativos a sus casas. Una mujer se desvanece y cae sobre el asfalto. Nadie la levanta: todos están impacientes por alejarse de este paraje[265].
Está a punto de llegar el nuevo flâneur: el asesino nocturno, el vampiro, el apestado; quien ha hecho de la noche día y del día noche. El habitante de lo artificial. El mutante.
Todos los rasgos signo de degeneración se dan cita en este lugar: el esplendor de las mercancías, la admiración que despiertan, la transparencia de los escaparates, los haces de luz sobre el escenario de la calle, el tiempo marcado por el templo del dinero, todo lo que nos empujará a la alienación de los sentidos, a la huida, al cinismo. Cuanto habíamos anticipado a través de los ojos de Poe y de Baudelaire lo encontraremos aumentado en la literatura «minimal» americana, y de modo particular en las despiadadas novelas de Brett Easton Ellis.
El Pabellón de las Máquinas
El enfrentamiento entre arte y estética toma forma definitiva (definitivamente moderna) en la segunda mitad del siglo XIX, y nuestra ventana asumirá ahora respecto a esa contraposición una función muy significativa: exactamentecuando el ingeniero comienza a ocupar zonas cada vez más amplias del horizonte de la técnica, desde la construcción del Crystal Palace de Londres a la erección, en los mismos años, de la Torre Eiffel, del Pabellón de las Máquinas y de la Exposición Universal de París[266], convirtiéndose en el nuevo philosopher del progreso. No debemos olvidar que en Francia, y desde ese centro de poder con el que todos los artistas estaban de algún modo u otro relacionados, la Académie des Beaux-Arts, se combatirá infatigablemente contra esa potente irrupción del ingeniero, a pesar de las tentativas reformadoras lanzadas por el propio Viollet-le-Duc en 1883[267]. En aquellos días se reaviva el ataque del eje que formaban arquitectura y arte contra la ingeniería: precisamente en 1889, en el I Congreso Internacional de Arquitectos de París, se hablará de que «la influencia del arquitecto ha decaído, y el ingeniero, l’homme moderne par excellence, se apresta a ocupar su lugar»[268]. En efecto, será el hierro lo que marque el paso del arte propio de la École des Beaux-Arts a las estéticas de la École Polytechnique, haciéndose raíl, pilastra y arco, abriendo ventanas continuas donde hasta entonces sólo había paredes compactas.
Y por parte del arte una extraordinaria y aparente desatención. Salvo algunos episodios esporádicos, pocos artistas se estaban dando cuenta desde la ventana de su estudio de la presencia de esas máquinas que estaban cambiando el paisaje. No querían ver la llegada de una estética tan absolutamente vaga que puede amenazar el más o menos consciente proyecto poético del artista de arrojar el arte a la vida misma, modificando sus comportamientos y estilos.
De modo que pocos artistas parecen percatarse de la Torre Eiffel; Seurat la representa en su fase de construcción[269], representación incompleta, que se atomiza en el cielo entre los corpúsculos de la luz, casi presagiando el proyecto, que será trazado por el arquitecto posmoderno Jean Nouvel, de una Tour sans fin…. La estética de la arquitectura inclina su cabeza ante el «gigante de hierro», como predecía una bella fábula de Maeterlinck en la que se habla del amor de un gigante de hierro por una joven de cristal (lo infrangible versus lo frágil, lo opaco versus lo transparente). El arte no quiere ver. No quiere darse cuenta de lo colosal de la técnica; por lo demás un colosal efímero, desde el momento que se trata de obras ideadas para ser posteriormente desmontadas o trasladadas en caso de necesidad, levantadas a base de módulos: algo muy diferente de la perdurable monumentalidad de la arquitectura, fundamentada trilíticamente, recinto sagrado apenas traspasado por alguna abertura, umbral y frontera entre interno y externo; forma, en cualquier caso, siempre comprometida con alguna idea metafísica.
Aquí, en cambio, todo es transparente; las cerchas a la vista aparecen como nervios residuales de un «cuerpo sin órganos». Forma de la técnica, que ya no alberga oscuridad, enigma, misterio y, por tanto, indicio alguno del recorrido que ha llevado a cabo una razón (dentro de poco un cálculo) que está construyendo la demostración de la inexistencia de Dios y no de su muerte. Ya transarquitectura. Ninguna ventana. El Pabellón de las Máquinas, tan enorme, como se decía, que era capaz de contener todo el Palacio de Versalles, se había construido siguiendo una curva continua, tensa, que subía fluidamente desde el suelo para acabar en un techado en forma de asiento, una única luz, la más grande arcada libre sin pilones centrales jamás realizada, así como la Torre Eiffel era, al contrario, el más grande pilón alzado sin arcadas (en efecto, las cuatro arcadas en el suelo son sólo decorativas).
La Torre y el prisma
La Torre es el andamiaje que aparece al fondo, más allá de la ventana, en varias obras de comienzos del siglo XX, por ejemplo en algunos lienzos de Dufy, sin que se intuya todavía el doble significado que asume este gigantesco mecanismo, el de ser un poderoso símbolo futurista de la ciudad de la técnica y el de ser empleado, propiamente, como base de la antena de radio que se recorta en su cima: la primera conexión por radio en el interior de una ciudad tiene lugar precisamente en París en 1898, entre la propia Torre y el Pantheon, entre la «máquina» y la «memoria», entre el futuro y el pasado, entre la Tercera República democrática y la constitución ilustrada de 1791, que había pretendido levantar su homenaje aux grands homes de la Patrie.
La estética se transmite a fuerza de ingeniería, pero sobre todo allí donde no ejerce función alguna, intentando convertirse en poesía de la forma: como afirmaba el propio Eiffel, las curvas de los cuatro pilones que ascienden, subdividiéndose en formas cada vez más aéreas, hasta la cúspide no pueden evitar ofrecer una poderosa impresión de belleza, «ya que lo colosal, la grandeza absoluta, tiene en sí misma una atracción específica»[270]. La Torre ocupa una parte considerable de la ventana abierta a esa ciudad que cambia y se descompone en fragmentos por obra de su crecimiento incontenible. De hecho, dos son los motivos recurrentes en el descubrimiento del paisaje de la ingeniería de la ciudad de París que adopta un artista ávido en captar, en sus Fenêtres, su transformación moderna, Robert Delaunay: la Torre y el prisma, ¡el hierro y el cristal! Más allá de la ventana se abre el mundo transparente de la técnica: su luz es definitivamente artificial y une mediante la misma energía el interior de la arquitectura y el interior de la ciudad[271].
Por este motivo, Delaunay, quien aparentemente nada tiene que ver con la vanguardia conocida como histórica, cobra una importancia significativa: más allá de sus Fenêtres (tres son las series temáticas fundamentales de sus cuadros: la ciudad, las torres, las ventanas), se ve no sólo el vertiginoso dinamismo de la ciudad en crecimiento, sino también cómo crece en vertical, a través de la imagen de la Tour (cantada por Apollinaire, a quien está dedicada la versión más bella), sobrevolada por el aeroplano de Bleriot (Hommage à Bleriot, 1914), que acelera la descomposición de la luz del cielo en destellos prismáticos, en cristales polícromos: shining de la técnica en su inesperada manifestación estética, que no es sino uno de las primeros ejemplos de representación de la simultaneidad de las diversas novedades industriales del mundo.
Multiverso. Y es que de este modo Delaunay resuelve el problema de la cuadratura del horizonte de la visión: rectángulos y círculos se funden en la figura metafísica del mandala, cuyo torbellino atrae la totalidad de las máquinas (al fondo, también la gran Rueda de la Exposición), que dominan, sobrevuelan y atraviesan la ciudad de la publicidad, con sus réclames y sus rótulos, ventanas abiertas de la/sobre la comunicación estética de una mercancía ahora ya planetaria.
Desde la ventana del «atelier»
Desde la ventana del atelier del artista parisino algo imprevisto comenzará a entreverse sobre los tejados de la ciudad, más allá de la simple arquitectura, cuando la máquina de ingeniería haya rediseñado definitivamente el nuevo horizonte urbano. No es casualidad que el motivo de la ventana goce de un fuerte revival en la segunda década del siglo XX; primero, como captura del espacio externo en el interno, después, finalmente, como proyección de lo interno hacia lo externo[272].
La ciudad entra con todo su vitalismo dentro del marco del cuadro, el cual reproduce, a su vez, el marco de la ventana asomada a los tejados y calles ruidosas en las obras de muchos artistas, como Matisse (La fenêtre a Cailloure es de 1905), Dufy (la serie del Atelier Rue Séguier y, en particular, en La fenêtre aux vitres de couleurs, de 1907), Gino Severini (Les voix de ma chambre, de 1911), Boccioni (La calle entra en casa, 1911-12), Léger (Paris à travers une fenêtre, de 1912), Delaunay (la serie de Fenêtres de 1912 y, en concreto, Les fenêtres simultanées sur la Ville, del mismo año): final de lo interno, de lo aislado, de lo solitario.
La ciudad vista desde lo externo frente a la ciudad vista desde lo interno, a nivel de calle (al nivel al que tiende, mezclándose profanamente entre la multitud, el Un descendent un escalier II, 1912, de Duchamp): la respuesta será expresionista en las obras de Kirchner (Mujeres ante el escaparate, de 1914-15), de August Macke (Mujer ante un escaparate iluminado de 1912), de Feininger (cuya Ventana del taller, 1919, es vista finalmente desde la calle), o cubista-futurista, en obras de Malevič como Dama ante un anuncio publicitario, de 1913-14.
Magistral la intuición de Boccioni: intentar la compenetración final entre lo interno y lo externo, con la ventanacomo pantalla de percepción biunívoca. ¿Resultado? La extraordinaria escultura Fusión de cabeza y ventana (Compenetración de cabeza y ventana), de 1911-12 (la cruz de la estructura atraviesa la cabeza de la persona retratada), una obra que, como otra contemporánea, Cabeza+casa+luz[273], desarrolla en tres dimensiones el tema de un cuadro del mismo periodo, Volúmenes horizontales. En estas obras, Boccioni pretende representar simbólicamente la importancia crucial del progreso, que confunde arte y estética urbana en una única forma monstruosa. Es, en efecto, el programa futurista, prefiguración intuitiva del futuro. También desde las ventanas del atelier del artista, como si fueran escaparates, se expande ya el efluvio de la mercancía: la obra de arte anuncia su significado metropolitano precisamente en tanto inmersa en el complejo sistema global del comercio.
Soap Opera
Orificio, tragaluz, ventanuco, ventana, escaparate, cristalera: detrás de cada una de estas aberturas a la luz se esconde una exposición. La ciudad decimonónica de las mercancías se predispone a ser constantemente reconquistada, ahora ya como un escenario iluminado de modo perenne. Puro espectáculo de estética difusa, contrapuesta al arte, que, de manera provocativa, quiere cambiar el mundo.
Habrá que esperar al pop art de los años sesenta, anticipado extraordinariamente en Inglaterra por Hamilton, para ver armonizados arte y estética, un arte que presenta como obras artefactos mercadotécnicos y una estética que somete a introyección las obras como signos publicitarios y mediáticos. El diseñador de envases de Brillo llevará a juicio a Warhol por haber expuesto sus latas como obras. La obra de Robert Indiana Eat (1964), un anuncio de neón, debió ser retirada de la fachada de un pabellón de la Feria Mundial de Nueva York, porque la gente pensaba que era el rótulo de un restaurante, hecho sobre el que inmediatamente Warhol pensó en hacer una película con título homónimo[274]. Warhol había comprendido perfectamente la cínica relación existente entre arte, vida y publicidad, sin que exista supremacía de ningún elemento sobre los demás. De ello dan testimonio una serie de obras extraordinarias, como Dick Tracy en 1960, Superman en 1961 y Popeye en 1961, copias agigantadas de anuncios publicitarios (ventanas de ventanas); pero aún más lo hace esa obra maestra invisible que es Soap Opera[275], película de 1963 que repetía exactamente los temas, el clima y el estilo de las soap opera televisivas, insertando en ella incluso mensajes publicitarios reales.
Para comprender lo que supone vivir en una condición de total implicación en el interior del espectáculo mundano, en el que continuamente nos vemos vernos, en un juego alucinante de reflejos (televisivos y satelitales), hemos de recordar la experiencia que nos esperaba en el último piso (Observation Deck) de la South Tower del World Trade Center, cuyas paredes perimetrales estaban totalmente compuestas de planchas de material transparente, ventana continua y circular sobre el vacío. En cada una de las planchas, que se hacían pared virtual y proyectiva al mismo tiempo, ventana continua para una mirada que pretendía ser infinita, estuvo durante cierto tiempo serigrafiado el skyline de la ciudad con los nombres de los edificios famosos, de las calles, de las plazas, de los parques, de los monumentos (fig. 9). La marca negra del dibujo, perfil modulado como un organigrama del gigantesco artificio arquitectónico de abajo, reconstruía, en un intento de coherencia de perspectiva, que combinaba elementos de planta con otros subjetivos a vuelo de pájaro, una representación medieval simbólica del territorio visible. Es el diagrama del aprovechamiento por metro cuadrado de la capital del capital. En ese diagrama, también esta misma mirada desde lo alto forma parte del proyecto económico del espectáculo. Y es que es necesario concentrarse en el símbolo «social» de la ventana: porque la ciudad vista desde el angosto tamaño de ventanas y tragaluces de un edificio del Bronx o desde el cristal-pared de un skyscraper cambia mucho. La primera abertura nos ofrece el espectáculo de la vida social, la segunda el de la vida mecánica, que crea un espectáculo cínicamente estético, en el que imaginario colectivo del americano medio se ve perfectamente realizado.
Como afirmaba David Byrne en True Stories, auténtico compendio de las artes americanas contemporáneas (en 1986), la ciudad americana preexiste, aún antes que en la realidad, en los sueños y en el imaginario colectivo en forma de collage de escenas cinematográficas y televisivas y de optimismo futurista: la ventana mediática crea la realidad misma. Una obra del artista americano Dan Graham resulta muy significativa en tal sentido. Se trata de una instalación al abierto (Video Projection Outside Home, 1978): una megapantalla, conectada a un televisor situado en el interior de una casa, se coloca en medio del pequeño jardín que da a la calle. Ventana hacia lo abierto, abierta en la intimidad de la vida familiar, de la que los paseantes no ven, a pesar de todo, nada, excepto lo que emite la televisión.
La ciudad desde lo alto
Perfecta estrategia, por tanto, la de imprimir la ciudad sobre las vidrieras del Observation Deck, con nombres que, al tiempo que denominan, fingen poner orden en el caos a través de perspectivas controladas y dirigidas. Podemos de este modo reconocer el nombre de las cosas mediante una mirada desde lo alto, que nos crea la ilusión de un dominio casi metafísico; en realidad hemos subido a la cima de un rascacielos (¡Infierno de cristal!) para mirar hacia abajo y vencer nuestro miedo al vacío, al vacío que vivimos ahí abajo, en la realidad de las calles de la metrópoli: vacío afásico, en la contemporánea atmósfera densísima de la información, provocado por la falta de comunicación directa e interpersonal, corpórea y táctil, verbal y afectiva, entre los últimos hombres.
En América, la descripción que Kafka hace de Nueva York vista desde lo alto, desde una ventana abierta sobre el abismo, es escalofriante: el entramado de calles, ordenado, simétrico, rítmico, perfecta geometría del orden militar, se ve alterada por el flujo caótico de las personas y los medios de transporte; los dos tiempos, el urbano y el biológico compiten, aumentando la diferencia a medida que vamos subiendo hacia lo alto, alejándonos de la calle. La geométrica parrilla de calles aparece desde esta altura, desde este inquietante punto panóptico, incluso corpórea; tanto es así que, desde el punto de observación de Karl, el inocente protagonista de la novela, «la calle que corría rectilínea y por eso como una especie de fuga, entre dos hileras de casas verdaderamente cortadas a plomo —perdiéndose en la lejanía, donde entre espesa bruma se elevaban gigantescas las formas de una catedral»[276].
La percepción que Kafka tiene de la ciudad deja de ser interna a ella, como la de Baudelaire o Poe, para ser externa, en cierto modo superior y distante, como si ya se intuyera su incapacidad de ser experimentada.
Y por la mañana y por la noche y en los sueños nocturnos se agitaba esta calle con un tráfago siempre apresurado que, visto desde arriba, aparecía como una confusa mezcla en la que se hubieran esparcido comienzos siempre nuevos de figuras humanas desdibujadas y de techos de vehículos de toda clase; y desde allí elevábase otra capa más de la confusa mezcla, nueva, multiplicada, más salvaje, formada de ruido, polvo y olores, y todo esto era recogido y penetrado por una luz poderosa dispersada continuamente por la cantidad de los objetos, llevada lejos por ellos y otra vez celosamente aportada, y para el ojo embelesado cobraba una corporeidad intensa, como si a cada instante, en repeticiones sin fin, estrellase alguien con toda fuerza, sobre esta calle, una plancha de vidrio que cubriera las cosas todas[277].
En la percepción urbana de Kafka se funden al mismo tiempo, en una única imagen fractal, los iconos arquitectónicos de futurismo, cubismo y constructivismo. En el tan breve como complejo relato «La ventana a la calle», Kafka expresa toda la desesperada soledad del sujeto moderno, cuya salvación radica en su distancia respecto al mundo y en la imposibilidad de reconciliación con el mismo. «Aquel que vive solo y que, sin embargo, desea de vez en cuando vincularse a algo […] anhela de pronto ver un brazo al cual podría aferrarse» —afirma Kafka— debe tener al menos una «ventana a la calle» a la que acercarse; pero a quien se asoma a la ventana ya derrotado «(cuya mirada oscila entre el público y el cielo) los caballos de abajo terminarán por arrastrarlo en su caravana de coches y su tumulto»[278].
Como sostendrá Rem Koolhaas en su libro Delirious New York, metrópolis como Nueva York o Chicago representan una inextricable maraña de creaciones y destrucciones planteadas y replanteadas incansablemente a través de la interacción de tres elementos urbanísticos fundamentales: la cuadrícula, el bloque aislado y el rascacielos. El rascacielos, contrariamente a lo que pensaba la arquitectura moderna, lejos de constituir un elemento de descongestión produce congestión metropolitana: la imposibilidad de respetar las distancias.
Como ya lo habían entendido Horkheimer y Adorno (corría el lejano 1947), el paisaje urbano moderno no es sino una réclame sin límites, «trasfondo de carteles y símbolos publicitarios»[279], el último gran estilo de la estética moderna, que encuentra en la actual informatización urbana su más perfecta condensación (las fachadas de las casas desaparecen detrás de los letreros luminosos que aquéllas sostienen en un mosaico laberíntico de cuerpos y caracteres). No olvidemos, por otra parte, que no es la ciudad, sino la Metrópolis, la que conquista ese Estilo, entendido como lenguaje orgánico que traduce en imagen decorativa todo conflicto, entre los cuales la difícil relación entre técnica, arte y sujeto[280]. Estas relaciones, que en la ciudad se presentan contrapuestas y explosivas, pueden aparecer en la Metrópolis sólo como ornamento, sólo como «tatuaje» total; en ella sólo el ornamento se hace estilo coherente y unitario, representación perfecta de la sociedad como espectáculo y, por tanto, de una sociedad que ha acabado con todo conflicto ético mediante la perfecta fusión estética entre política y capitalismo.
Tránsitos
De modo que ésta es la ventana posmoderna: asomarse al mundo inspirándose en la televisión que se inspira en el cine que se inspira en la vida en una continuidad in(di)visible entre realidad y ficción simuladora, entre hechos, crónica y publicidad. Maravillas de la técnica: el estar on air significa entrar por cualquier dirección, superar cualquier ventana cerrada, cualquier puerta obstruida; significa haber alcanzado la transparencia total. Triunfo absoluto de lo pornográfico: ostentación de las imágenes, superación de todo pudor, exageración del detalle. Estética de la exposición, gracias a la continua iluminación llevada a cabo por la técnica, que permite a mercancías y cuerpos aparecer en todo su imprevisto, deslumbrante y fugaz esplendor.
Arquitecturas de los grandes espacios administrativos y empresariales, iluminados en su interior incluso cuando el sector terciario, acabado el trabajo, se retira al opaco material de la banlieue o, de otro modo, espejos gigantescos, que reflejan otros espejos y otros espejos a su vez. Ventanas de un peep show desmesurado. Transparencias y reflejos, éstas son las condiciones alternativas de la exposición urbana, sea de la Defense como de Manhattan.
Arquitectura de cristal. Passages (tránsitos) de la luz y de la imagen. Exposición total. Y es que ¿qué es una arquitectura de cristal sino una efracción morfológica, una deconstrucción de la materia en favor de la luz, pero, sobre todo, de la apariencia? La perspectiva se hace infinita, la mirada agujerea las paredes desde el exterior al interior y viceversa, sin encontrar sombra, obstáculo, opacidad. Todo sucede atravesando el cristal, material que se explica sólo por oxímoron: dureza frágil, protección invisible, resistencia crítica. En efecto, su punto de ruptura es crítico: allí donde nos diéramos cuenta aún de que se trata de una simulación expositiva.
Las fachadas de cristal confieren a la arquitectura la imagen de una utopía que hace realidad de manera hiriente la transparencia absoluta del no-lugar: arquitectura sin aurea, desde el momento en que el cristal es enemigo del secreto y de la posesión, y sobre todo de la privacidad del intérieur. Puede decirse de ese «arquetipo del habitar [que] es la matrix o la cápsula»[281]. Una intimidad ya amenazada a causa y por mérito de la arquitectura de cristal, de este «lugar de tránsito de todas las fuerzas y ondas imaginables de luz y de aire. Lo que viene está marcado por el símbolo de la transparencia»[282]. Quizá por esta razón Benjamin piensa la ciudad del mañana del mismo modo en que antes la había intuido Baudelaire: un lugar que, al ser vivido esencialmente de noche —cuando la humanidad desorientada vaga por las calles en busca de una luz—, exhibe el brillo sus ventanas, también cuando se iluminan sólo con una vela. Ello nos hace (re)entrar en la forma. ¿En una época en la que el gran estilo ha muerto para siempre, puede la forma salvarnos? La respuesta está «en marcha»: de la ética a la estética (difusa). Nos responde Eisenman:
La única postura crítica que se puede adoptar es contra la adecuación infraestructural, es decir, oponerse a la tentativa de homologación general. El único modo de hacerlo, por lo que yo sé, es mediante la forma[283].
Plantear la cuestión del cristal, transparente/reflectante, significa pensar en el enigma, el lugar codiciado e incierto que está entre el cielo y la tierra, entre lo material y lo espiritual: lo opaco-turbio contra la gracia, delicadeza, discreción de lo aparentemente frágil.
La arquitectura de cristal
Una cadena de cristal, una Gläserne Kette, une a los arquitectos llamados «visionarios» del círculo de Bruno Taut con el Berlín de los años 1919-1920 (entre ellos Finsterlin, Scharoun, Poelzig, Goesch, Gropius, Hablik, Behne y Luckardt); aquel Taut a quien Paul Scheebart (1889-1914) dedicara su utópico ensayo Glasarchitektur (1914)[284] y que, a su vez, el mismo año, dedicará el palacio de cristal de la Exposición del Werkbund en Colonia a su amigo Scheerbart. Pero la descontrolada transparencia propugnada por Scheerbart, quien confía a ella la tarea de simbolizar el paso de lo pesado a lo ligero, de lo opaco a lo resplandeciente, y, por tanto, de representar la desaparición de toda ventana, tiene algo de peligroso: el gesto de eliminar los marcos y derribar los gruesos muros de piedra de las ciudades e iluminarlo todo (dejarlo todo a la luz) significaba ir contra la posesión de las cosas y, por consiguiente, contra el fetichismo de las mercancías. «¿Gentes como Scheebart no sueñan tal vez con edificaciones de vidrio porque son confesores de una nueva pobreza?», se preguntaba Benjamin, el único que había comprendido su mensaje melancólico y desesperado[285].
Efectivamente, la pobreza de una utópica cultura del cristal, auspiciada por Scheebart, choca contra la nueva imagen de la Metrópolis moderna, salida de lo poético para precipitarse hacia lo político; una Metrópolis de arquitecturas sin calidad y en las que la ciudad que en ella anida se convierte en una «casualidad» de la calle, «contexto de recorridos, puro discurrir, o un laberinto sin centro y, por ello, un laberinto absurdo», como escribía Cacciari en el ensayo que abre la serie de intervenciones sobre el final del proyecto moderno en Casabella. Hay algo más extremo que la transparencia: la nada. El «nihilismo perfecto» [nihilismo compiuto] —como lo define Cacciari— de la arquitectura moderna (de la arquitectura del movimiento moderno, reconstruida por Tafuri y Dal Co) contempla la exclusión de lo propio fuera del lugar, es decir, pensar cada lugar como algo equivalente en el espacio universal del intercambio. He aquí la gran revolución estratégica de la estética de la arquitectura: «la tradicional metáfora del aedificium se transforma en imagen de la indefinible productividad de la técnica»[286].
La arquitectura transparente debe rendir cuentas, por tanto, a la tragedia del final del proyecto moderno, paradójicamente cuando la Técnica se convierte en la infinita productora y reproductora. El uso del cristal en Mies van der Rohe asume una nueva y catastrófica función, la de no dejar pasar jamás la luz, sino reflejarla: «el reflejo constituye el problema formal decisivo. De este término, Mies exige una interpretación radical. El cristal de Mies no permite la transparencia, no es principio de transparencia, sino de re-flexión. En el cristal, el trasparentar-traspasar se detiene, hace época y hace esperar a quien allí se mira: lo hace atento»[287]. Entramos en el reino de los espejos.
No muy lejos del lugar en el que habría debido erigirse el primer rascacielos de cristal ideado por Mies (fig. 10)[288], entre la Friedrichstrasse y la Unter den Linden, en Berlín, Peter Eisenman proyecta la Max Reinhardt House, una gigantesca arquitectura topológica, desmesurada cinta de Moebius que pasa a través de la línea de tierra enroscándose en sí misma en una sucesión de pliegues. Cada uno de sus planos refleja como un cristal asimétrico infinitos puntos de vista de la ciudad y de sí misma (fig. 11). Monumento teromorfo (monstruoso, misántropo, desacralizador) al cuerpo multiforme de la arquitectura, resuelto con la técnica del folding, coincidencia entre pliegue y complejidad, entre pliancy y com-plication. Cristalización perfecta de los efectos sísmicos de la catástrofe cultural de la arquitectura, que debe desviarse de la norma y hacerse excepción, incidente artístico, para intentar así derrotar a la estética de la arquitectura.
Electronic Bauhaus
Abrir una ventana implica siempre la presencia de un espacio cerrado, de un interior. En arquitectura no hay nada tan artificial y tan difícil de resolver conceptualmente como la ventana. Ésta es signo de un estado de necesidad, una obligación normativa, un vínculo con un modo de acción: cantidad de aire y de luz. Oxígeno y energía (de lo) visible que atraviesa lo opaco, lo material, la envoltura. Envoltura que es pared o fachada, según el punto desde el que se observe, ya sea interno o externo. Pared y fachada son dos términos que definen, contraponiéndolos, los dos lados de la estructura de la casa, atravesada por un túnel espacio-temporal, el espesor de un vacío, protegido y tecnificado por distintos materiales transparentes. La desaparición de la ventana como elemento técnico y estilístico de las fachadas acristaladas propias de la arquitectura contemporánea es síntoma de su entrada en la dimensión posmoderna de la estética difusa. De hecho, la arquitectura posmoderna adolece de la ausencia del valor simbólico de la dialéctica interno-externo, ya que carece de una razón que justifique la contraposición ética entre lo que es exterior y lo que es interior y también espiritual. El predominio de lo estético convierte estos dos espacios en contiguos y homólogos.
No es difícil enumerar ejemplos de transparencias estéticas, signo de la última piel arquitectónica: la fachada (la «ventana-fachada» prototipo de la modernidad para Le Corbusier) que se hace pantalla en la utopía de una sociedad transparente, con sus funciones sociales siempre a la vista de todos, como lo fue (¿que aún lo es?) el Centre Pompidou de Piano y Rogers (de Eiffel + Buckminster Fuller + Superstudio + Archigram… + Las ciudades invisibles de Calvino); en la irónica y provocativa serie de transparencias ideadas por Koolhas para la Electronic Bauhaus: ZKM en Karlsruhe; en la epidermis sensible a los ruidos, traducidos en luz, de la Torre de los vientos, en el Huevo de los vientos en Okawabata, en la Mediateca de Sendai, en la Cúpula en Odate, sólo por citar las más transparentes entre las arquitecturas de Toyo Ito. Pero tampoco es difícil citar ejemplos de obras de materia atómica, antes de que la arquitectura se disuelva en una dimensión verdaderamente trans: no sólo trans-arquitectura en cuanto en tránsito a través del ordenador, sino trans en cuanto dotada de una transitividad que une cuerpos orgánicos e inorgánicos en el espacio de un habitar diferente (¿el cyberspace gibsoniano?).
Jean Nouvel proyecta como transparentes la Tour sans fine, la sede de la Fundación Cartier en París, la cúpula de la Ópera de Lyon (cuya variación cromática nocturna informa a la ciudad del número de espectadores); Pei la pirámide en el centro del Louvre y el Bank of China en Hong Kong; Norman Foster el ayuntamiento y el Grand Court del British Museum de Londres y la cúpula del Reichstag en Berlín. Y aún más: otras obras más recientes de Renzo Piano, de Fuksas, de Jacques Herzog y Pierre de Meuron. La forma arquitectónica se hace accesible y exhibe su propósito metafórico, que es el de causar fascinación sin experiencia, desde el momento en que lo externo y lo interno son separados sólo por el recuerdo del límite. Este límite será resuelto extraordinariamente por la «invención» de Jean Nouvel para el Institut du Mond Arabe en París: todo el lado sur, el que da al sol, realizado con 1600 paneles de metal de alta tecnología que filtran la luz que impacta en el edificio. Cada panel contiene diafragmas controlados electrónicamente, que reaccionan a la luz, modificando su apertura. De este modo la arquitectura se convierte en un único y gigantesco organismo de miles de ojos, verdaderas ventanas del alma, que se cierran ante el exceso de iluminación, abriéndose sólo con la luz interna. La fachada hace realmente de escudo protector del interior, detentando la misma función que los moucharabiyahs, las celosías de madera perforada típicas de las casas marroquíes, en las que Nouvel se inspiró. La sección del muro adquiere de este modo la infinita profundidad de la idea.
La cuarta pared
Como afirma Virilio:
A la transparencia del espacio, transparencia del horizonte de nuestros viajes, de nuestros caminos, sucederá ahora esta transparencia catódica, que no es otra cosa sino la realización perfecta de la invención del cristal, hace cuatro mil años, del espejo, hace dos mil años, y de este «escaparate», objeto enigmático que marca la historia de la arquitectura urbana desde el Medioevo a nuestros días o, más exactamente, hasta la reciente creación de este escaparate electrónico, horizonte último de nuestros trayectos, del que el «simulador de vuelo» representa el ejemplo más perfecto[289].
La desmaterialización de la arquitectura pasa a través de su rendición a la información: arquitectura que es una forma y que in-forma, convirtiéndose ella misma en un médium. Superficies activadas por potentes energías (proyecciones, hologramas, pieles piezoeléctricas, barnices sonoros, películas luminiscentes). Lógica y metáfora. Organismo transparente que permite ver el conjunto de inervaciones internas y externas correspondientes a la estructura, a la masa muscular, a los órganos internos. El enigma de esta transparencia radica precisamente en la energía comunicativa de su piel y de sus rizomáticas relaciones neuronales con lo exterior. Ultra-arquitectura.
Por tanto no sólo cuerpo que no se expone al mundo, al pecado, al virus, y que se blinda tras el cristal protegiendo su exposición del peligro de contaminaciones externas (las escafandras «radicales» de los Himmel[b]lau, años setenta, Mind Expander, 1967, de Hans Rucker o las cápsulas espaciales del Atelier van Lieshout, en la actualidad, vid. fig. 12), sino cuerpo que se conecta con otros puntos de la red (de la arquitectura) con filamentos inteligentes (fibras ópticas). ¡Arquitectura soft gracias a las arquitecturas de redes! Quizá ya forma de un «sublime tecnológico»[290], cuyo horriblemente atractivo paisaje se caracteriza por la apropiación del arte a cargo de la técnica.
En relación con la estética del habitar, la ventana supone sin duda una apertura histórica. La ventana adquiere sustancia epistemológica restringiendo todo lo visible a cuadros, a frames, a esquemas y a pantallas. Toda la historia estética de la ventana transcurre de un encuadramiento en otro: de la apertura hacia un mundo físico a la profundización en el interior de la realidad simulada televisiva y digitalmente, imposible de oscurecer, y en cuya pantalla se proyectan incesantemente paisajes tópicos, modernos tromp-l’œil del deseo. Asomarse a este paisaje electrónico significa, en efecto, quedarse en la sustancia del medio, de lo que, literalmente, está en el medio entre yo y el mundo, entre lo interior y lo exterior: significa, cultural y políticamente, «quedarse en la ventana», pero también, mejor aún, «vivir en la ventana», tal y como nos lo advierte, como única forma posible de supervivencia, uno de los protagonistas de la inolvidable película de David Cronenberg, Videodrome (1983).
La pantalla del ordenador es una pequeñísima ventana abierta al universo digital, a una infinita Exposición Universal privada. Cada terminal, con sus imágenes múltiples, que se abren y cierran a placer, que se superponen y se componen, se convierte en una representación Son et lumière de la información. El espectador posmoderno está llamado a hacer lo imposible, es decir, a mirar todas estas imágenes al mismo tiempo. El próximo avance del espectáculo ideológico multimedia sólo podrá ser, por tanto, el de superar las interfaces y vivir directamente en el frame, después de haber transformado las cuatro paredes de su casa en un espacio tetradimensional, exactamente tal y como profetizara Ray Bradbury en las páginas de Farenheit 451.
Por tanto se trata de no vivir ya más ante una ventana, sino en su interior. Un lugar, desde luego, abierto a una perspectiva sin límites, transitable dentro de no mucho tiempo por nuestro cuerpo digital. Un lugar no reproducido, sino producido, con sus millares y millares de polígonos ópticos y moléculas olfativas[291]. El exterior vivible en el interior. Cambiando a placer la realidad. La ventana se presenta, por tanto, como una metáfora del «medio» posmoderno, a través y mediante el cual se ha de verificar el paso de una forma de vida participativa y pública a la trágica condición del aislamiento y de la no-participación. Observar desde el interior de un entorno protegido lo que acaece en el mundo, esperando el mejor momento para salir al exterior, ¿no es quizá aquello en lo que consiste «estar en la ventana»? Y es que ya no es posible mantener las distancias y conseguir ver la ciudad y sus extensiones históricas, así como cualquier otro objeto, desde fuera. Aquélla ha sido transformada por el capitalismo en espectáculo o, mejor dicho, en una perfecta coincidencia final entre economía, técnica e información.
En este espectáculo todos estamos implicados y de él todos somos partícipes, sea cual sea el punto de observación desde el que miremos. Ya no es posible estar fuera de él, por muy lejos que queramos andar: en cualquier lugar donde nos encontremos, pertenecemos a la vida de la Metrópolis. A la ideología de la Metrópolis. Todo el espacio externo a la ciudad no es sino un retazo, aunque vasto, de una continuidad industrial (la fábrica sólo se ha desplazado) y postindustrial, que tiene la extensión que tiene la información. El universo de la intimidad extiende el camaleónico Los Ángeles por un radio de cientos de kilómetros intersecando espacios vacíos y llenos, edificios, hoteles, aeropuertos: todo es disperso, inestable, fluido. No existe, de hecho, ningún «no-lugar»: todo está completamente habitado por la técnica en sus formas materiales e inmateriales, una técnica de naturaleza esencialmente económica, que difunde electrónicamente cualquier proceso y cualquier proyecto a escala mundial, mediante diferentes y cada vez más eficaces reconfiguraciones del sistema político al que pertenece. Todos estos argumentos son bien conocidos, pero siempre merece la pena abordarlos políticamente; y es que no está exento de consecuencias políticas el hecho de que también el hombre haya sido habitado por la técnica, la cual le impide asumir ante el mundo una posición crítica inmediata. Quizá sólo el arte intuya hoy la tragedia.