Lección final

NO hace mucho tiempo, hablábamos con una vieja amiga. Para gran asombro nuestro, esta triunfadora y bella mujer de cuarenta y tres años, médica de profesión, se quejaba de no ser feliz.

Nos contó que no le gustaba su trabajo, y esto fue lo que más nos sorprendió. Sabíamos que tenía éxito como doctora y profesora en la Facultad de Medicina en una importante universidad. Con todo, quería más.

-Pero tienes una gran carrera -observamos-. ¿Qué hay de malo en ella?

-No me siento feliz, profesionalmente hablando.

Cuando nos dijo que sentía no estar contribuyendo suficientemente a la sociedad, le preguntamos:

-¿No sigues dedicando todos los viernes a trabajar voluntariamente en la clínica gratuita? ¿No sigues dando conferencias y enseñando gratuitamente siempre que puedes? También contribuyes con donativos a unas cuartas asociaciones de caridad, ¿no es así?

-Sí -repuso-. Pero no es suficiente.

Entonces empezó a hablar de hacerse cirugía estética, y casi nos caímos redondos.

-Un simple estiramiento de piel en el rostro -dijo-, un implante en el mentón y un poco de colágeno.

No tenemos nada en contra de la cirugía estética, pero estábamos ante una mujer guapa que no necesitaba ninguna ayuda y parecía envejecer sin apenas tener arrugas.

Al final, nos pidió nuestra opinión. Nos miramos el uno al otro, preguntándonos quién le habría sugerido semejante tontería a nuestra amiga. Esta mujer -felizmente casada, inteligente, exitosa, hermosa, rica y muy respetada-; sin embargo, en medio de tanta abundancia, no se sentía satisfecha con sus logros, se sentía egoísta y no le agradaba su apariencia física. Tal vez necesitaba trabajar en su interior más que en su exterior. Si era incapaz de percibir el éxito que ya tenía, ¿cómo iba a apreciar un poco más de éxito? Si no valoraba su belleza ahora, ¿por qué iba a sentirse diferente después de la intervención quirúrgica? Si no se sentía bien con lo que daba, ¿habría alguna diferencia para ella si dedicara más tiempo y dinero? La cirugía tampoco la ayudaría: lo que necesitaba era darse cuenta de lo maravillosa y generosa que ya era.

Al igual que esta mujer, son muchas las personas que han recibido todo lo que necesitan para que su vida funcione. No todas son tan brillantes ni tan bellas como esta mujer. Ella es un buen ejemplo justamente por ser tan evidente. Con frecuencia tenemos todo lo que necesitamos para ser felices, y no lo somos. No nos satisfacen las cosas que hemos realizado, grandes o pequeñas. No nos gusta nuestro físico. Pero lo cierto es que nunca somos tan poco atractivos como nos sentimos. Son nuestras experiencias internas las que faltan. Nos han dado todo lo que necesitamos para tener una experiencia vital satisfactoria, significativa y feliz. Pero no reconocemos nuestros dones o nuestras cualidades.

Como consejeros, vemos que las personas suelen negar sus cualidades o restarles importancia. Algunas de las personas más comprometidas, generosas y llenas de amor parecen desconocer el impacto que tienen en el mundo. Desde presidentes de asociaciones de caridad a miembros del clero, aquellos que trabajan incansablemente para combatir la intolerancia parecen dolorosamente inconscientes de su bondad. Parecen carecer de la habilidad de ver la verdad de quiénes son realmente.

A menudo compartimos esta historia con esas personas. Había una vez un hombre de corazón puro que hacía el bien. También cometía errores, pero eso no importaba, no sólo porque hacía muchas cosas maravillosas, sino porque aprendía de sus errores. Por desgracia, era tan consciente de sus buenas obras que se llenó de soberbia.

Dios sabía que una persona buena que seguía evolucionando aunque cometiera errores estaba bien, pero que si caía en el orgullo nunca encontraría la felicidad. Así que le retiró a este hombre la habilidad de ver sus buenas obras, guardando ese conocimiento hasta que hubiese cumplido su misión en la tierra. El hombre seguía haciendo buenas obras, y los que lo rodeaban se lo agradecían, pero él no las percibía ni sabía el bien que estaba haciendo. Finalmente, cuando su vida llegó a su fin, Dios le mostró todo el bien que había realizado.

No solemos reconocer nuestra bondad hasta el final de la vida. Necesitamos recordar que estamos aquí para intentar recordar nuestra bondad y recordarnos mutuamente lo valiosos que somos, y el milagro de existir.

Desde el principio hasta el final, la vida es una escuela, que se completa con pruebas y retos individualizados. Cuando hemos aprendido todo lo que nos es posible, y cuando hemos enseñado todo lo que podemos, volvemos a casa.

A veces es duro ver cuáles son las lecciones. Es difícil entender, por ejemplo, que los niños que mueren a los dos años tal vez han venido aquí para enseñar a sus padres la compasión y el amor. No sólo nos resulta difícil entender lo que se nos enseña, sino que quizá nunca sabremos qué lecciones teníamos que asimilar. Sería imposible asimilarlas todas a la perfección, y sin duda nos veremos ante algunos dragones que no tenemos que matar en esta vida. Algunas veces la lección puede ser que no hay que matarlos. Es fácil mirar a alguien y decir: «Ah, qué triste, no logró entender la lección del perdón antes de morir». Pero posiblemente tuvo tiempo de aprender lo que debía. O tal vez se le presentaron oportunidades de aprender, y eligió no hacerlo. Y ¿quién sabe? Quizá no era él quien tenía que aprender la lección a través del perdón, sino que era una oportunidad para que tú la aprendieras observándolo. Todos somos a la vez aprendices y maestros.

Cuando las personas se ven zarandeadas por tormentas aparentemente interminables y sus vidas son un desastre, tal vez se pregunten por qué les han enviado tantas pruebas, por qué Dios parece ser tan implacable. Pasar por una dificultad es como ser un canto en río revuelto. Te ves lanzado de un lado a otro y los golpes te dejan magullado, pero sales más pulido y valioso que nunca, preparado para lecciones y desafíos aún mayores, y para una vida superior. Todas las pesadillas se convierten en bendiciones incorporadas a la vida. Si hubiésemos protegido el Gran Cañón de las tormentas de viento que lo crearon, no podríamos ver hoy la belleza de sus formaciones. Esa puede ser la razón por la que muchos pacientes nos han dicho que si por arte de magia pudieran volver exactamente al punto anterior a tener cáncer, u otra enfermedad mortal, para borrar lo que les iba a venir, no lo harían.

En muchas y variadas formas, la pérdida nos enseña lo que es valioso, mientras que el amor nos enseña quiénes somos. Las relaciones nos recuerdan qué somos y nos proporcionan maravillosas oportunidades de crecimiento. El miedo, la ira, la culpa, la paciencia e incluso el tiempo se convierten en nuestros más grandes maestros. Aun en nuestras horas más oscuras, crecemos. Es importante saber en esta vida quiénes somos. Hasta nuestro mayor miedo, el miedo a la muerte, disminuye cada vez más a medida que crecemos. Piensa en lo que dijo Miguel Angel: «Si la vida nos parece agradable, lo mismo ha de ser la muerte. Viene de la mano del mismo maestro». En otras palabras, la misma mano que nos da la vida, la felicidad, el amor y otras muchas cosas, no va a hacer de la muerte una horrible experiencia. Como alguien dijo una vez, los finales son sólo principios a la inversa.

Al comienzo de este libro decíamos que Miguel Angel explicaba que las bellas esculturas que él creaba ya estaban ahí, en el interior de las piedras. El simplemente eliminaba el excedente para revelar la preciosa esencia que siempre había estado ahí. Tú haces lo mismo al aprender las lecciones de la vida: quitas el excedente para revelar el maravilloso tú que hay dentro.

Tal vez algunos de los mayores dones que hemos recibido de Dios sean oraciones escuchadas; pero, por lo que sabemos, las no escuchadas también pueden contener dones. Profundizando en las lecciones que se aprenden al final de la vida, ya no nos intranquiliza tanto el conocimiento de que la vida termina un día. También nos hacemos más conscientes de la vida que ocurre en este momento. Mientras escribíamos este libro, nosotros mismos avanzábamos en el aprendizaje de estas lecciones. Ninguno de los dos las ha asimilado todas completamente; si lo hubiésemos hecho, ya no estaríamos aquí. Como todos seguimos enseñando, todos seguimos aprendiendo.

Es difícil manejar el tema de la muerte antes de enfrentarnos a ella, pero está en la esencia misma de la vida. Hemos pedido a los moribundos que sean nuestros maestros porque no podemos experimentar con la muerte ni experimentarla anticipadamente. Debemos confiar en aquellos que se han enfrentado a enfermedades terminales para que nos enseñen.

La gente hace enormes cambios al final de su vida. Escribimos este libro para extraer las lecciones aprendidas por quienes se enfrentan a la muerte, y ofrecerlas a las personas que aún tienen mucho tiempo para hacer cambios y disfrutar de los resultados.

Una de las lecciones más sorprendentes que nos ofrecen nuestros maestros es que la vida no termina con el diagnóstico de una enfermedad terminal: es entonces cuando realmente empieza. Empieza en este punto porque, al reconocer la realidad de la propia muerte, también hay que reconocer la realidad de la propia vida. Nos damos cuenta de que seguimos vivos, que debemos vivir nuestra vida ahora, y que lo único que tenemos es esta vida en este momento. La principal lección que nos enseñan los moribundos es vivir cada día en su máxima plenitud.

¿Cuándo fue la última vez que contemplaste de verdad el mar, o percibiste el olor de la mañana, o acariciaste la cabecita de un bebé, o disfrutaste plenamente de una comida, o paseaste descalzo en la hierba, o contemplaste el cielo azul? Todas éstas son experiencias que, por lo que sabemos, tal vez no tengamos de nuevo. Resulta revelador oír a los moribundos cuando expresan que les encantaría ver una vez más las estrellas, o quedarse contemplando el océano. Muchos de nosotros vivimos cerca del mar pero nunca nos tomamos el tiempo de verlo sosegadamente. Todos vivimos bajo las estrellas, pero ¿contemplamos alguna vez el cielo? ¿Realmente tocamos y saboreamos la vida, vemos y sentimos lo extraordinario, especialmente en lo ordinario?

Hay un refrán que expresa que, cada vez que un niño nace, Dios ha decidido darle al mundo una nueva oportunidad. Del mismo modo, cada día que despiertas, te han regalado un día más para experimentar la vida. ¿Cuándo fue la última vez que viviste plenamente un nuevo día?

No tendrás otra vida como ésta. Nunca volverás a desempeñar este papel y experimentar esta vida tal como se te ha dado. Nunca volverás a experimentar el mundo como en esta vida, en esta serie de circunstancias concretas, con estos padres, hijos y familiares. Nunca tendrás los mismos amigos otra vez. Nunca experimentarás de nuevo la tierra en este tiempo con todas sus maravillas. No esperes para echar una última mirada al océano, al cielo, las estrellas o a un ser querido. Ve a verlo ahora.