4. La lección de la pérdida
EKR: UN EStudiante de psicología que estaba terminando su doctorado en filosofía se enfrentaba a la inminente pérdida de su abuelo, gravemente enfermo, cuya ayuda había influido mucho en su educación. Su dilema era si debía pedir un permiso en su último año de estudios para pasar más tiempo con su abuelo, o terminar éstos cuanto antes, cosa que ansiaba porque en ese último año de estudios estaba aprendiendo mucho sobre la vida.
-Lo que estoy aprendiendo ahora en la escuela -me explicó- me está ayudando realmente a crecer como persona.
Mi respuesta fue:
-Si realmente quieres crecer como persona y aprender, debes darte cuenta de que el universo te ha inscrito en el programa para graduados de la vida, llamado pérdida.
A la larga perdemos todo lo que poseemos, pero lo que importa en definitiva no se pierde nunca. Nuestras casas, coches, empleos y dinero, nuestra juventud e incluso nuestros seres queridos sólo los tenemos en préstamo. Como todo lo demás, no podemos conservar siempre a nuestros seres queridos. Pero la aceptación de esta verdad no tiene por qué entristecernos. Por el contrario, puede proporcionarnos la capacidad de valorar mejor la infinidad de experiencias y cosas maravillosas que tenemos durante el tiempo que permanecemos aquí.
En muchos aspectos, si la vida es una escuela, la pérdida es una parte importante del currículum. Cuando experimentamos una pérdida también experimentamos que los que amamos -y algunas veces incluso los extraños- cuidan de nosotros en tiempos de necesidad. La pérdida es un agujero en el corazón. Pero es un agujero que inspira amor y puede contener el amor de los demás.
Hacemos nuestra entrada en el mundo sufriendo la pérdida del vientre de nuestra madre, el mundo perfecto en el que fuimos creados. Nos vemos expulsados a un lugar donde no siempre nos alimentan cuando tenemos hambre, donde no sabemos si mamá volverá a acercarse a la cuna. Nos gusta que nos tomen en brazos, y de pronto nos ponen de nuevo en la cuna. Cuando crecemos, perdemos a nuestros amigos cuando ellos o nosotros nos mudamos, perdemos nuestros juguetes cuando se rompen o se extravían, y perdemos el campeonato de béisbol. Vivimos nuestros primeros amores, para después perderlos. Y la serie de pérdidas no ha hecho más que empezar. En los años que siguen perdemos a maestros, amigos y nuestros sueños de infancia.
Todas las cosas intangibles -como los sueños, la juventud y la independencia- finalmente declinan o se acaban. Todas nuestras pertenencias son sólo un préstamo. ¿Fueron alguna vez realmente nuestras? Nuestra realidad aquí no es permanente, ni tampoco lo que poseemos. Todo es temporal. Es imposible tratar de encontrar permanencia, y finalmente aprendemos que no es bueno intentar «conservarlo» todo. Y que tampoco lo es tratar de evitar la pérdida.
No nos gusta ver la vida de este modo. Nos gusta fingir que siempre conservaremos la vida y todo lo que ésta contiene. Y no queremos contemplar lo que percibimos como la suprema pérdida: la muerte. Es sorprendente ver los engaños que mantienen hasta el final muchos familiares de enfermos terminales. No quieren hablar de la pérdida que se avecina, y ciertamente no quieren mencionarlo a sus seres queridos moribundos. Tampoco el personal hospitalario quiere decir nada a sus pacientes. Es ingenuo por nuestra parte creer que estas personas que se acercan al final de su vida no son conscientes de la situación. Y es estúpido creer que esto las ayuda. Más de un paciente enfermo terminal ha dicho gravemente a su familia: «No intentéis ocultarme que me estoy muriendo. ¿Por qué no podéis decirlo? ¿No os dais cuenta de que cada cosa viva me recuerda que me estoy muriendo?».
Los moribundos saben lo que están perdiendo y comprenden su valor. Son los vivos los que con frecuencia se engañan a sí mismos.
DK: Aprendí lo que es una pérdida cuando desperté en medio de la noche retorciéndome de dolor. Desde ese mismo instante supe que era grave: este dolor abdominal era mucho más que un dolor de estómago corriente. Consulté a mi médico, me prescribió un antiácido y sugirió que observáramos el problema. Tres días más tarde, un jueves, el dolor fue mucho peor, de modo que el médico decidió hacer una exploración más minuciosa. Me ingresó en el hospital ambulatorio para una serie de pruebas, entre ellas unos estudios gastrointestinales completos que le permitieran ver si había alguna anomalía en mi tracto gastrointestinal.
En la sala de recuperación, el médico explicó que había encontrado un tumor que obstruía parcialmente el intestino grueso.
-¿Tendré que operarme? -pregunté, alarmado.
-He tomado una muestra para hacer una biopsia -respondió- El lunes lo sabremos.
Aunque sabía que era igualmente probable que el tumor fuese benigno como maligno, mi mente y emociones se centraron en mi padre, que había muerto de cáncer de colon. Durante cuatro penosísimos días, mientras esperaba la llegada de los resultados de la prueba, lamenté la pérdida de la invulnerabilidad de mi juventud, de mi salud, incluso de mi vida. El tumor resultó ser benigno, pero los sentimientos de pérdida de aquellos días fueron muy reales.
Es habitual que en el transcurso de la vida combatamos la pérdida y le opongamos resistencia, sin entender que la vida es pérdida y la pérdida es vida; la vida no puede cambiar y nosotros no podemos crecer sin pérdida. Un viejo refrán judío dice: «Si bailas en muchas bodas, llorarás en muchos funerales». Esto significa que, si estamos presentes en muchos comienzos, también lo estaremos en muchos finales. Si tenemos muchos amigos, experimentaremos nuestra parte de pérdidas.
Si estás sufriendo una gran pérdida, es sólo porque la vida te ha colmado de grandes bendiciones. Las pérdidas que experimentamos en la vida son grandes y pequeñas, todo lo que va desde la muerte de un padre al extravío de un número telefónico. Las pérdidas de la vida pueden ser permanentes, como la muerte, o temporales, como cuando echas de menos a tus hijos en un viaje de negocios. Las Cinco Etapas -que describen el modo en que reaccionamos a todas las pérdidas, no sólo a la muerte- pueden aplicarse a todas nuestras pérdidas en la vida, sean grandes o pequeñas, permanentes o temporales.
Imagina que tu hijo nació ciego; es probable que sientas una gran pérdida y que reacciones del siguiente modo:
· Negación. Los médicos dicen que no puede seguir los objetos con la mirada, pero hay que darle tiempo; cuando crezca será capaz de hacerlo.
· Ira. Los médicos deberían haberlo sabido, ¡tendrían que habérnoslo dicho antes! ¡Dios no puede hacernos esto!
· Pacto. Podré enfrentarme a ello siempre que él sea capaz de aprender y cuidar de sí mismo cuando sea adulto.
· Depresión. Esto es terrible, su vida será muy limitada.
· Aceptación. Abordaremos los problemas a medida que surjan, y podrá tener una buena vida llena de amor.
Imagina ahora una pérdida más trivial, por ejemplo, de una lente de contacto. Tal vez reacciones a tu pérdida así:
· Negación. ¡No puedo creer que se me haya caído!
· Ira. ¡Maldita sea! Debería haber tenido más cuidado.
· Pacto. Prometo que, si la encuentro, tendré mucho más cuidado en el futuro.
· Depresión. Lamento muchísimo haberla perdido. Ahora tendré que comprarme otra.
· Aceptación. Estaba visto que un día u otro perdería una lente. Mañana pediré que me hagan una nueva.
No todo el mundo pasa por estas cinco etapas en cada pérdida. Las reacciones no ocurren siempre en el mismo orden, y tal vez pasemos por las etapas más de una vez. Sin embargo, sí que experimentamos la pérdida muchas veces y de formas diversas, y reaccionamos ante nuestras pérdidas. La pérdida significa una experiencia en ese terreno, y nos prepara para salir adelante en la vida.
Lo que uno siente cuando pierde a alguien o algo es justamente lo que debe sentir. No nos corresponde decirle a alguien: «Has estado mucho tiempo en la negación, ahora te toca pasar a la ira», o algo parecido, pues ignoramos cómo tiene que ser el proceso de sanación de otra persona. Las pérdidas se sienten como se sienten. Nos dejan con una sensación de vacío, indefensos, paralizados, abatidos, enfadados, tristes y temerosos. No queremos dormir, o queremos dormir todo el tiempo; no tenemos hambre o comemos todo lo que tenemos a la vista. Podemos saltar de un extremo a otro o detenernos en todo lo que hay en medio. Pasar por alguna de estas fases, o por todas, es parte de la sanación.
Tal vez la única certeza acerca de la pérdida es que el tiempo lo cura todo. Por desgracia, la sanación no siempre es directa; no es como la línea ascendente de un gráfico, que nos eleva rápida y suavemente hacia la integridad. En vez de ello, el proceso se asemeja a un recorrido por la montaña rusa: subes hacia la integridad y de pronto te sumerges en la angustia; aparentemente retrocedes, después avanzas; luego sientes que vuelves a los comienzos. Eso es sanación. Sanarás, volverás a sentirte completo. Aunque no recuperes lo que has perdido, puedes sanar. Y, en un determinado momento de tu viaje por la vida, verás que en realidad esa persona u objeto cuya pérdida lamentabas no te perteneció como creías. Y comprenderás que, de algún modo, siempre las tendrás.
Ansiamos integridad. Tenemos la esperanza de poder conservar a personas y cosas tal como son, pero sabemos que no es así. La pérdida es una de las más difíciles lecciones que nos presenta la vida. Tratamos de hacerla más fácil, incluso la novelamos; pero el dolor de la separación de alguien o algo que nos importa es una de las cosas más difíciles que experimentamos. La ausencia no siempre hace que el corazón se vuelva más tierno; a veces nos entristece, nos hace sentir soledad y vacío.
Así como no hay bien sin mal, ni luz sin oscuridad, no hay crecimiento sin pérdida. Y, por raro que suene, tampoco hay pérdida sin crecimiento. Es un concepto difícil de entender, y tal vez por ello siempre nos impresiona.
Entre los mejores maestros en este concepto están los padres que han perdido a un hijo por cáncer. Casi siempre dicen que la experiencia ha sido el fin de su mundo, lo que es comprensible. Años después, algunos hablan de que han crecido gracias a su tragedia. Desde luego, hubieran preferido no perder a su hijo, pero comprenden que su pérdida los ayudó de una forma inesperada. Han aprendido que «es mejor haber amado y perdido lo que amaban que no haber amado nunca». Y la verdad es que rara vez cambiaríamos la experiencia de tener a nuestros seres queridos y luego perderlos por la de no haberlos tenido nunca.
Si echamos una mirada superficial a nuestra vida y nuestras pérdidas, puede ser difícil ver si hemos crecido. Pero es un hecho que crecemos. Los que sufren pérdidas, con el tiempo se vuelven más fuertes, más íntegros.
· En la mediana edad tal vez perdamos algo de pelo, pero nos damos cuenta de que lo que hay dentro es tan importante como lo que hay fuera.
· A la hora de jubilarnos tal vez perdamos ingresos, pero encontramos más libertad.
· En la edad avanzada tal vez perdamos independencia, pero recibimos parte del amor que dimos a los demás.
· Con frecuencia, cuando perdemos las posesiones de la vida, una vez superada la aflicción descubrimos que somos más libres y comprendemos que nuestro destino era viajar por este mundo ligero de equipaje.
· A veces, cuando las relaciones terminan, aprendemos quiénes somos, no en relación con otras personas, sino simplemente con nosotros mismos.
· En ocasiones basta que perdamos alguna cosa o habilidad para darnos cuenta de lo mucho que la valoramos.
EKR: Cuando hablamos de pérdida, pensamos en grandes pérdidas como la de un ser querido, la vida, el hogar o la fortuna. Pero en las lecciones de pérdida descubrimos que a veces las pequeñas cosas en la vida se convierten en cosas grandes. Ahora que mi vida está confinada a una cama ortopédica en mi salón y la silla próxima a ella, me siento agradecida de no haber perdido algunas de las cosas que la mayoría de nosotros damos por descontadas. Con la ayuda de la silla con orinal junto a la cama, puedo al menos ir a orinar sin ayuda. Para mí sería una enorme pérdida si no pudiera ir al cuarto de baño sola, si no pudiera darme un baño sin ayuda. Me siento agradecida simplemente por ser todavía capaz de hacer estas cosas por mí misma.
Que la muerte nos arrebate a los que más amamos es ciertamente una de las experiencias más desgarradoras. Es interesante señalar -sin faltar al respeto a nadie- que la gente que pierde a alguien por un divorcio o separación a menudo dice haber comprendido que la muerte no es la máxima pérdida. Es más bien la separación de los seres queridos lo que resulta tan difícil. Saber que alguien que amamos sigue con su vida y no poder compartirla con él puede causar mucho más dolor y resultarnos mucho más difícil que la separación permanente por la muerte. Con los que han muerto, en cambio, descubrimos nuevas maneras de compartir su existencia porque siguen viviendo en nuestro corazón y recuerdos.
Hemos aprendido mucho sobre la pérdida gracias a los moribundos. Los que han estado técnicamente muertos y los han hecho volver a la vida nos transmiten algunas lecciones claras y sencillas. Primero, aseguran haber perdido el miedo a la muerte. Segundo, dicen que ahora saben que la muerte sólo es desechar un cuerpo físico, muy semejante a quitarse un conjunto de ropas que ya no son necesarias. Tercero, recuerdan haber tenido una profunda sensación de integridad en la muerte, haberse sentido conectados con todo y con todos, y sin ninguna sensación de pérdida. Finalmente, nos cuentan que nunca estuvieron solos, que alguien estaba con ellos.
EKR: Un hombre de unos treinta años me dijo que su mujer lo había dejado de forma inesperada. Se sentía terriblemente desolado. Habló de la angustia por la que estaba pasando; luego levantó los ojos y me preguntó: «¿Es así como se siente la pérdida? Muchos de mis amigos han perdido a personas por rupturas y divorcios, e incluso por muerte. Estaban tristes y me hablaban de su dolor, pero yo no tenía la más mínima noción de que fuera así. Ahora que sé lo que se siente, quiero volver a esas personas para decirles: “Lo siento, no tenía ni idea de aquello por lo que estabas pasando”.
»He madurado y me he vuelto más compasivo. En el futuro, cuando un amigo se encuentre ante una pérdida, me comportaré de una forma completamente distinta, podré ayudarlo mucho más. Estaré a su lado de una manera que nunca antes había pensado, y entenderé el dolor por el que está pasando mucho mejor de lo que nunca habría imaginado».
Éste es uno de los propósitos para los que sirve la pérdida en la vida: nos une. Nos ayuda a comprender a los demás de un modo más profundo. Nos conecta con los otros como ninguna otra lección de vida podría hacerlo. Cuando nos une la experiencia de pérdida, nos preocupamos por los demás y los percibimos de un modo nuevo y más profundo.
Sólo la incertidumbre de si habrá o no una pérdida es tan difícil como ésta. Los pacientes suelen decir: «¡Sólo quiero saber si mejoraré o moriré!» o «Los días de espera hasta saber los resultados de una prueba son terribles».
Una pareja que luchaba por reconciliarse, se lamentaba: «La separación nos está matando. Querríamos solucionar esto de una vez... o terminar definitivamente».
La vida nos obliga a veces a vivir en un limbo, sin saber si sufriremos o no una pérdida. Tal vez tenemos que esperar durante horas para saber si la operación fue bien, varios días para ver los resultados de una prueba, o un período indefinido mientras un ser querido lucha contra la enfermedad. Podemos esperar en suspenso durante horas, días, semanas, o incluso más cuando un niño ha desaparecido. Con frecuencia las familias de los soldados desaparecidos en acción quedan trastocadas de por vida. Décadas más tarde, muchos de ellos siguen sin resolver sus pérdidas. Tal vez no son capaces, hasta que sepan que sus seres queridos están definitivamente muertos, o que los han rescatado. Pero quizá la información no llegue nunca.
La nación sintió esta tensión cuando se informó de la desaparición del avión de John F. Kennedy Jr. durante varios días. Los gobiernos locales, estatales y federales pusieron en marcha todos sus recursos para descubrir lo ocurrido, porque necesitábamos una conclusión.
Estar en suspenso ante una posible pérdida es en sí una pérdida. Sea cual sea el desenlace de la situación, se trata de una pérdida que hay que afrontar.
DK: Recuerdo bien a mi padre: su rostro alegre, el brillo en sus ojos, la cálida sonrisa, y el reloj de oro con correa negra en su muñeca, que parecía formar parte de su brazo. No hubo un solo momento en el que papá y ese reloj no estuviesen en mi vida. Mi padre sabía que siempre me había gustado su reloj.
Hace años, cuando mi padre se moría, me senté junto a su cama y lo miré con los ojos llenos de lágrimas mientras le decía:
-No sé cómo despedirme de ti.
-Yo tampoco sé cómo decirte adiós -repuso mi padre-. Pero sí sé que tengo que despedirme de ti y de todo lo que siempre amé. Todo lo que abarca desde tu rostro hasta mi hogar. Anoche incluso miré por la ventana y me despedí de las estrellas. Quítame el reloj -pidió, señalándose la muñeca.
-No, papá. Siempre lo has llevado tú.
-Pero es hora de que me despida de él para que lo uses tú.
Retiré cuidadosamente el reloj de su muñeca y lo puse en la mía.
Al mirarlo, papá dijo:
-Algún día también tendrás que despedirte de él.
Con el paso de los años, nunca he olvidado aquellas palabras. El reloj siempre ha sido un recuerdo entre dulce y amargo de la temporalidad de la vida. Rara vez me lo quito. Hace aproximadamente un mes tuve un día turbulento en el trabajo, tras lo cual fui al gimnasio con un amigo. Me duché en el gimnasio, volví a casa, estuve trabajando un poco en el jardín, volví a ducharme, y me vestí para salir. Aquella noche, cuando me fui a dormir, me di cuenta de que no llevaba el reloj. En los días siguientes busqué por todas partes.
Me enfrentaba simultáneamente a la pérdida del reloj que tan intensamente representaba a mi padre y mi infancia, y a la lección sobre la pérdida que él me había enseñado. Siempre supe que algún día perdería este reloj, bien fuera por mi propia muerte o por otra circunstancia diferente. Ello me dejó con la sensación y el conocimiento de lo provisional que es todo lo que poseemos, y de que es una gran verdad que nos lo han concedido en calidad de préstamo. Al pasar el tiempo, me acostumbré a este concepto y a la inevitable pérdida que había sufrido. En vez de centrarme exclusivamente en el reloj, descubrí otras maneras de sentirme conectado con mi padre y mi infancia. Sentía paz al recordar las palabras de mi padre de que algún día también yo tendría que despedirme de todo.
Tres meses después, se me volcó un vaso de agua en la mesilla de noche. Cuando me incliné sobre la cama para limpiar, encontré el reloj. Había caído detrás de la cabecera de la cama. Ahora ha vuelto a mi muñeca, pero realmente comprendo que todos nuestros dones son temporales. Y, al decir adiós a todas las cosas, encontramos algo en nuestro interior que nunca se pierde.
La mayor parte de los objetos que poseemos tiene un significado para nosotros, pero no por las cosas en sí sino por lo que representan. Y eso que representan es nuestro para siempre.
La pérdida es algo complejo, rara vez ocurre en el aislamiento, y nadie puede predecir la reacción ante una pérdida. El dolor es personal. Los sentimientos pueden entrar en conflicto, demorarse, y ser abrumadores.
Una pérdida -e incluso una posible pérdida- afecta a muchas vidas: a la familia, a los amigos, a los colaboradores y a los profesionales de la salud que cuidan del paciente. Todos sufren, hasta las mascotas. Todos sienten la pérdida. Eso puede separarnos o estrechar los vínculos.
Durante un seminario, una mujer se lamentaba de la pérdida de su marido, no por haber muerto, sino por su divorcio. Curiosamente, explicó que sus problemas habían empezado cuando él luchaba contra un cáncer.
«Cuando se hallaba en pleno tratamiento, me pasaba las noches despierta vigilando su respiración -explicaba ella serenamente-. Me desesperaba la idea de perderlo. Solía permanecer despierta preguntándome qué haría yo el día que dejara de respirar. No podía soportar la idea de lo que ocurriría si lo perdía. Finalmente sufrí un colapso nervioso y acabé separándome, debido a la culpa. Hace ya años que él se encuentra perfectamente bien de salud. Esto me enseñó que, cuando alguien se enfrenta a una enfermedad con riesgo de muerte, toda la atención se centra en él. Todo gira en torno a cómo va, cómo se siente, si el tratamiento está funcionando, etc. Comprendí que me sentía egoísta por tener mis propios sentimientos, mis propios miedos. No se me habría ocurrido decir: “¡Eh!, ¿y yo qué?”. Eso no habría estado bien. Yo no estaba enferma. ¿Cómo podría haber pedido ayuda cuando era él quien se estaba muriendo? Así que mantuve cerrada la boca hasta que finalmente me derrumbé.»
Nuestro dolor se ve claramente afectado cada vez que una muerte múltiple u otras circunstancias, como un asesinato, una epidemia o lo inesperado de una muerte, complican el duelo. Tal vez nos sentimos «distraídos» del dolor principal por la ira provocada por las circunstancias de la muerte, por el impacto que nos produce su carácter repentino, etcétera. De hecho, creo que todo duelo es siempre complicado; rara vez es simple.
Hace años, durante las primeras fases de la epidemia de sida a principios de los años ochenta, Edward perdió a más de veinte personas que él amaba. Sin embargo, en aquel tiempo su sensación de pérdida fue, a su juicio, demasiado pequeña. «Yo los quería -repetía una y otra vez-. ¿Por qué entonces apenas sentí su muerte?»
Durante quince años lo perturbó la idea de no haber sentido nada por aquellas personas que había amado y perdido. Hasta que una noche se despertó de pronto en medio de un ataque de pánico y se puso a registrar como un loco toda la casa buscando fotografías de aquellas veinte personas. De súbito, sintió inesperadamente toda la fuerza de su dolor, como si le hubiera caído encima una tonelada de ladrillos. Ahora tenía la fuerza suficiente y estaba preparado para empezar a sentir algunas de esas pérdidas, todos aquellos sentimientos que habían quedado retenidos esperando el momento en que fuera capaz de afrontarlos.
Cada uno experimenta sus pérdidas en su propio tiempo y manera. La negación constituye una inmensa gracia. Percibiremos nuestros sentimientos cuando llegue el momento. Mientras tanto, permanecerán guardados a salvo hasta que estemos preparados. Esto se observa frecuentemente en el caso de niños o adolescentes que pierden a sus padres, y que pueden no sentir mucho dolor hasta que se hacen adultos y son capaces de afrontarlo.
No podemos escapar del pasado. El sufrimiento del pasado suele quedar en suspenso hasta que estamos preparados para descubrirlo. A veces las nuevas pérdidas son el detonante de las antiguas. Y suele ocurrir que no sentimos la pérdida hasta más tarde en la vida, cuando sufrimos una nueva pérdida.
Como muchas otras jóvenes esposas de soldados durante los años cuarenta, Maurine se quedó desolada al recibir un telegrama del Departamento de Guerra en que le comunicaban que su esposo había muerto.
Novios desde la universidad, ella y Roland habían contraído matrimonio apresuradamente antes de que él se alistara en el ejército, pocas semanas después del bombardeo de Pearl Harbor. Cuando aún no llevaban un año de casados, él terminó su entrenamiento como piloto de combate y fue enviado a ultramar. Después llegó el telegrama.
En vez de llevar luto, la viuda de veintiún años se mudó rápidamente a otro estado, consiguió un empleo y empezó una nueva vida. Dos años después de la muerte de Roland, Maurine volvió a casarse. En los años siguientes dio a luz a tres hijas, pero su pasado estaba casi olvidado. Su nuevo marido sabía lo de la muerte de su primer amor, pero ella nunca mencionó una sola palabra sobre Roland a sus hijas ni a sus nuevos amigos, en su casa no había ninguna foto de él, ni tuvo contacto jamás con la familia de Roland o con los que habían sido amigos de la pareja.
Cincuenta años más tarde, su segundo marido enfermó gravemente y murió. Entonces brotó todo su dolor por ambos maridos, entremezclado en un solo río de aflicción y lágrimas. Para manejar sus sentimientos, creó dos montajes fotográficos en la pared del salón: uno por su primer amor, el otro por el segundo. Esto finalmente le permitió separar los diferentes sentimientos y pérdidas que había sufrido.
Las personas se ven a menudo en un conflicto ante la pérdida de seres queridos, sobre todo cuando se trata de un padre por quien sentían emociones encontradas. El principal impedimento para resolver y superar su pérdida es su incapacidad de entender por qué se sienten de ese modo respecto a alguien con quien realmente no tenían una buena relación. «Mi madre fue muy mala conmigo -decía una mujer-. Era realmente una tirana. ¿Por qué me duele su muerte?»
En una reciente versión cinematográfica de la famosa novela de Mary Shelley, Frankenstein, el doctor Frankenstein da vida al conocido monstruo sin tener en cuenta la felicidad de la criatura o cómo sería su vida, condenándola a la miseria y al tormento. Al final de la historia, cuando finalmente matan al Dr. Frankenstein, encuentran a la criatura llorando. Cuando le preguntan por qué llora por el hombre que tanto sufrimiento le había causado, la criatura responde llanamente: «Era mi padre».
Lloramos por aquellos que cuidaron de nosotros como era su deber. También lloramos por los que no nos dieron el amor que merecíamos. He visto este fenómeno una y otra vez: el niño con graves lesiones en el hospital que añora a su madre pero no puede verla, porque está en la cárcel por haberlo golpeado. Puedes afligirte profundamente por personas que fueron terribles contigo. Y está bien que lo hagas si lo necesitas. Debemos tomar tiempo para lamentar y experimentar nuestras pérdidas, y reconocer que esas pérdidas son un hecho aunque creamos que la persona no se merecía nuestro amor.
Sea o no complicada la pérdida, todos sanaremos en nuestro propio tiempo y a nuestra propia manera. Nadie puede decirnos que ya deberíamos haber sanado, o que el proceso va demasiado rápido. El dolor siempre es personal. Mientras sigamos avanzando en la vida y no nos atasquemos, estamos sanando.
A menudo recreamos inadvertidamente nuestras pérdidas intentando resolverlas, mejorarlas y, finalmente, sanarlas. Si la pérdida nos ha producido heridas, tal vez encontramos maneras de protegernos contra ella: nos distanciamos, la negamos, salvamos a los demás, los ayudamos a sanar sus heridas para no sentir las nuestras, nos volvemos tan autosuficientes como para no necesitar nunca a nadie.
EKR: Cuando Gillian tenía unos cinco años, sus padres la abandonaron en las escaleras de un orfanato. Aun siendo pequeña, no se lo esperaba y ciertamente no entendía lo que estaba pasando. Ahora es una brillante mujer de mediana edad, emocionalmente sana y autosuficiente. Me habló de su temprana pérdida y de la manera en que la había afectado. Me explicó que había pasado gran parte de su vida intentando sanar esa pérdida, pero que ahora había dado un paso adelante al darse cuenta de un problema mucho más grave.
-Si bien lo que sufrí de niña fue muy grave, eso ocurrió hace más de cuarenta años. Pero me he dado cuenta de que, en los últimos veinte años, nadie me ha abandonado como lo hago yo.
Le sugerí que me hablara de ello.
-Por ejemplo -me explicó-, tengo la esperanza de que alguien me llame para hacer algo durante el fin de semana, pero luego dejo que salte el contestador cuando llaman, o, si contesto la llamada, enseguida empiezo a hablar de lo ocupada que estoy. No quiero que sepan lo sola que me siento. No les doy oportunidad de invitarme a salir. Y, si tengo ocasión de hacer planes para unas vacaciones, me las arreglo para no comprometerme con nada, y termino estando sola y sintiendo que no le importo a nadie.
¿A qué se debe su conducta? De manera subconsciente nos ponemos en situaciones que nos recuerdan nuestras pérdidas originales para poder sanarnos. Gillian se está sanando por fin; empieza a comprender que es ella la que no se preocupa por sí misma. «Soy una mujer de cuarenta y ocho años -dice-, una adulta. Ya no soy la niña pequeña abandonada en un orfanato. Los niños pueden ser víctimas, pero ya no soy una niña. Soy yo la que me tengo que preocupar por hacer lo que quiero hacer.»
Si te preguntas por qué sigues encontrándote con gente que te abandona, tal vez el universo te está enviando a personas y situaciones que te ayudan a sanar tu pérdida. A la larga, sanarás. De hecho, la sanación está ya en camino.
Pero a veces la lección implícita en la sanación de una vieja herida consiste en comprender que no podemos impedir nuevas pérdidas. Al protegernos de la pérdida, incurrimos en ella. Nos aseguramos de no perder a nadie manteniéndolos lejos, pero eso es una pérdida en sí misma.
Un matrimonio tenía problemas en su relación. Ambos querían tener hijos, pero la esposa se empeñaba en aplazarlo. Al final, resultó que la mujer había perdido a su madre, a su padre, a su abuelo y a su abuela, todos por cáncer. Se dio cuenta de que no quería tener hijos porque tenía mucho miedo a perderlos, o que ellos la perdieran. Hablamos sobre el miedo a la pérdida, y le hice ver que nadie conoce el futuro. Y, por mucho que lo queramos, no podemos evitar la pérdida, no podemos crear una situación libre de pérdidas.
Esta mujer podía adoptar niños; eso reduciría las posibilidades de que sus hijos padecieran cáncer, si la propensión a la enfermedad era hereditaria. Pero ¿qué otros problemas hereditarios tendrían? ¿Y qué impediría que murieran tal vez en un accidente de tráfico?
En cuanto a ella, podía realizar todo tipo de prácticas para prevenir el cáncer. Entre otras, alimentarse bien y hacer ejercicio, hacerse frecuentes exámenes médicos, etc. Pero ¿y si muriese en un terremoto, en un accidente o en un atraco? Es imposible encontrar un mundo en el que no exista pérdida. Ella comprendió que todos sus miedos eran posibles, pero no probables. Cuando aceptó que podemos prosperar en un mundo imperfecto que nos asusta, decidió seguir adelante y tener un bebé.
Estas situaciones suenan a pérdidas en sí mismas, o al menos a pérdidas nuevas o percibidas que hacen salir a la luz las antiguas. Pero son algo más que eso: son situaciones sanadoras. Hacen surgir de nuestro interior elementos capaces de sanar la pérdida en el presente, elementos que tal vez antes no existían. Son la necesaria revisión de una vieja herida. Son una vuelta atrás a la integridad y a la reintegración.
La pérdida suele ser una iniciación a la edad adulta. La pérdida nos hace hombres y mujeres auténticos. Auténticos amigos, esposos y esposas. La pérdida es un derecho de paso. Atravesar el fuego para cruzar hacia el otro lado de la vida.
DK: De niño, vi a mi madre caerse en el momento en que le daban el alta hospitalaria. Me asusté, así que le dije a mi madre que debería volver. Ella bajó la mirada para ver mi pequeño rostro asustado y dijo: «La gente se cae, y con suerte se vuelve a levantar. Así es la vida».
Las pérdidas se asemejan a las caídas en muchos aspectos. Hay algo arquetípico en la pérdida, ya sea de un ser querido o de un objeto: la pérdida del equilibrio o el caer en desgracia. Atravesamos el fuego, y eso nos cambia. Algo sale renovado del fuego, un diamante que ya no es un trozo de roca. También la sociedad experimenta pérdidas, al igual que las familias y los individuos. Al principio una familia puede sentir el caos que se produce en torno a una pérdida. Se siente desmembrada. Después de la pérdida cambia, sus miembros se reintegran.
Hay muchos pasos para sanar una pérdida. Siente y reconoce la pérdida cuando estés preparado. Deja que la gracia de la negación haga su trabajo; y recuerda que percibirás tus sentimientos cuando sea el momento apropiado. Descubrirás que el único camino para salir del dolor es a través del dolor. Lo entenderás cuando estés preparado para ello. Muchas veces comprender la pérdida lleva años, no días o meses. Descubrirás que puedes aceptar un mundo en el que ha ocurrido la pérdida.
Observando la manera en que la gente se enfrenta a la muerte se advierten muchos simbolismos. Al principio la gente se hace muchas fotos, como diciendo «estuve aquí». Después, a medida que avanza su enfermedad, suelen alcanzar un nuevo estadio y dejan de hacerse fotos. Se dan cuenta de que incluso las fotos pueden desaparecer; en el mejor de los casos, pasarán de una generación a otra hasta llegar a gente que nunca los conoció. Descubren que lo que más importa es su propio corazón y el de sus seres queridos. Descubren esa parte de la pérdida que podemos trascender, esa parte genuina de ellos mismos y de sus seres queridos que no se pierde.
Podemos aprender incluso que lo que realmente importa es eterno y es nuestro para siempre. El amor que hemos sentido y el amor que hemos dado nunca se pierde.
DK: Una noche ya tarde me encontraba en la planta de enfermos de cáncer de un hospital, visitando a un paciente. Allí hablé con una enfermera que se sentía muy angustiada porque acababa de perder a un paciente.
-Es la sexta persona en una semana que he visto morir -se quejó- Ya no lo soporto más, no puedo ver muerte tras muerte. Es como un pozo sin fondo. No sé si algún día se acabará.
Le pedí a esta angustiada enfermera que se tomara unos momentos para dar un paseo conmigo. Sin darle tiempo a negarse, la tomé suavemente por la mano y la conduje hacia otra ala del hospital. Tras doblar una esquina, entramos en la zona de maternidad, y la llevé hasta el panel de cristal que nos separaba de los recién nacidos. Observé su rostro cuando se puso a contemplar la nueva vida como si nunca antes hubiese presenciado esta escena.
-Dedicándote a lo que te dedicas -dije-, necesitas venir aquí a menudo para que te recuerde que la vida no sólo es pérdida.
Incluso sumidos en nuestra más profunda sensación de pérdida, sabemos que la vida continúa. A pesar de todas las pérdidas y finales a que nos estemos enfrentando, hay nuevos comienzos por todas partes. En medio del dolor, la pérdida puede parecer interminable, pero el ciclo de la vida nos rodea continuamente. Esta enfermera comprendió que había estado considerando su trabajo sólo como pérdida. Entendió que se había olvidado de que estaba ayudando a completar las vidas que habían empezado como las de estos bebés, en salas de cuna parecidas, muchos años atrás.