5. La lección del poder

CARLOS, un hombre de cuarenta y cinco años con diagnóstico de VIH, aprendía lentamente la lección del poder a medida que avanzaba su enfermedad. «Primero perdí mi empleo, luego surgió mi invalidez, y después perdí mi seguro. Antes de darme cuenta, estaba viviendo en un refugio, demasiado enfermo para trabajar. Mi vida se había convertido en una pesadilla.

»Iba a una clínica a atenderme. Me hablaron sobre un estudio médico para el que podría ser un candidato idóneo. Firmé, me hicieron un primer examen físico, y empezó mi espera. Pasó una semana, dos, y después cuatro y cinco. Estaba cada vez más enfermo. Siempre me decían que habría noticias la siguiente semana. Necesitaba acudir personalmente para verificarlo porque ya no tenía teléfono. Después de siete semanas, me costaba un enorme esfuerzo ir andando hasta la clínica. Me fatigaba tanto que llegaba sin aliento, y tenía que sentarme en el bordillo de la acera. Miraba calle abajo y pensaba: “Ya está. Así es como acabará todo”.

»No era el primer reto en mi vida. Había crecido en un ambiente muy pobre realizando trabajos de granja. Mi primer par de zapatos lo tuve cuando cumplí once años. Había sobrevivido a muchas cosas en mi infancia. ¿Qué había sido de todo aquel coraje y determinación? Me quedé ahí sentado y lloré. Pensé: “Por favor, ahora no, aquí no. Aún quiero hacer más, quiero ver el milenio”. Siempre quise participar en ambos siglos. Lloraba porque había perdido todo mi poder.

»Sentí que se me marchitaba el alma. Me estaba perdiendo a mí mismo. ¿Tenía que morir aquí?

»De pronto algo se encendió dentro de mí: aún estaba ahí. ¿Realmente había perdido todo mi poder?

»Conseguí levantarme y llegar hasta la clínica. Dije a la enfermera: “Mi cuerpo necesita ayuda. Ya no tengo tiempo para seguir esperando a que me llamen para el estudio. Tiene que haber algún otro medio de obtener los nuevos fármacos”.

En vista de mi tenaz insistencia, la enfermera me inscribió en otro programa en un lugar diferente, que tenía un hueco en su estudio. Ese mismo día empecé con una nueva combinación de medicamentos. Ahora, dos años más tarde, mi cuerpo se ha regenerado por sí solo. Ya no me estoy muriendo. Sé que todo empezó a cambiar cuando aquel día recordé mi poder. Si no lo hubiese hecho, hace tiempo que habría muerto.»

Nuestro verdadero poder no es consecuencia de nuestra posición en la vida, de una sólida cuenta bancaria o una carrera impresionante. Por el contrario, es la expresión de esa autenticidad que hay en nuestro interior, nuestra fuerza, integridad y gracia exteriorizadas. No nos damos cuenta de que todos poseemos el poder del universo en nuestro interior. Miramos a nuestro alrededor y vemos que los demás son poderosos, que la naturaleza es poderosa, somos testigos de la semilla que se convierte en flor o del sol que recorre el cielo cada día. Incluso vemos que la vida florece en nosotros, dentro de nosotros. Sin embargo, creemos estar desconectados de todo este poder. Dios no hizo poderosa la naturaleza y débil al hombre. Nuestro poder procede del conocimiento de ser únicos, y de nuestra comprensión de que poseemos el mismo poder innato que todas las demás creaciones. Nuestro poder radica en lo profundo de nosotros. Es el poder con el que nacimos. Si lo hemos olvidado, sólo necesitamos reconocerlo de nuevo.

El doctor David Viscount contaba una historia simbólica sobre cómo descubrir y usar nuestro poder. Explicaba que, si posees una propiedad, como un terreno vacío, y la gente lo usa como atajo, tienes que poner una señal que indique que es propiedad privada, y renovarla al menos una vez al año. Si no plantas esa señal, después de muchos años el terreno pasará a ser público. Nuestra vida es como esa propiedad. De vez en cuando debemos reforzar los límites que nos definen, diciendo «No» o «Eso me duele» o «No permito que me pisotees». De lo contrario, estamos dando nuestro poder a los que, con intención o sin ella, nos pisotean. Es responsabilidad nuestra recuperar nuestro poder.

En una famosa escena cómica, el fallecido comediante Jack Benny hacía el papel de un notorio tacaño amenazado por un ladrón que esgrimía un arma, exigiendo: «¡La bolsa o la vida!». Jack se quedaba quieto un largo rato antes de contestar: «Estoy pensando, estoy pensando».

Tendemos a equiparar riqueza con poder, y a creer que el dinero puede comprar la felicidad.

Sin embargo, a muchos los invade la tristeza cuando finalmente llegan a tener dinero, pues se dan cuenta de que no son felices. Se suicida tanta gente rica como gente que carece de riquezas. Sigmund Freud dijo una vez que si le dieran la alternativa de elegir a pacientes ricos o pobres, siempre elegiría a los ricos porque éstos ya no creen que todos sus problemas se resuelvan con dinero. Desde luego, a la mayoría de nosotros nos gustaría tener la experiencia del dinero. Eso es todo lo que es el dinero: una experiencia. Distinta, pero no mejor que otras experiencias.

Un hombre sagaz lo sabía todo respecto al dinero y la felicidad, porque tenía ambas cosas. Durante un período de problemas económicos le preguntaron: «¿Qué se siente al ser pobre?». El replicó: «No soy pobre, estoy en bancarrota. Ser pobre es un estado mental, y yo nunca lo seré».

Tenía razón: la riqueza y la pobreza son estados de la mente. Hay personas sin dinero que se sienten ricas, mientras que hay ricos que se sienten pobres. Ser pobre significa que piensas como pobre, lo que es mucho más peligroso que quedarse sin dinero. Piensas como alguien sin valor, olvidando que, mientras el dinero viene y va, tú siempre serás un ser valioso. Pensar con abundancia es lo opuesto a pensar como pobre. Al recordar tu valor, al recordar lo precioso y valioso que eres, estás incrementando la conciencia de tu propio valor. Eso y sólo eso es el principio de la verdadera riqueza. Hay quien trata los objetos como algo valioso; está bien, siempre que no olvidemos que nosotros valemos mucho más que cualquier objeto que podamos adquirir.

A menudo nos aconsejan dedicarnos a lo que nos gusta, y aseguran que el dinero será la consecuencia lógica. Eso es verdad algunas veces. Lo que siempre es verdad es que, si haces lo que te gusta, tendrás más sentido del valor de tu vida que si posees un Mercedes. En el lecho de muerte la gente expresa lo que lamenta. Muchos dicen: «Nunca seguí mi sueño», «Nunca hice lo que realmente deseaba» y «Fui un esclavo del dinero». Nadie dice: «Me gustaría haber pasado más tiempo en la oficina» o «Hubiera sido mucho más feliz con otros diez mil dólares».

Al igual que creemos que el dinero nos da fuerza, tenemos la sensación de que el control sobre personas y situaciones nos da poder. Mientras más control tengamos, mejor; debemos controlarlo todo, o de lo contrario será un caos. Desde luego, es necesario tener cierto control para realizar las actividades de la vida cotidiana. Los problemas surgen cuando ejercemos más control del razonable; entonces nos sentimos desdichados, en vez de poderosos. Cuanto mayor sea el control que ejercemos, menor será la calidad de nuestra vida por gastar toda nuestra energía en controlar lo incontrolable.

Es verdad que los que poseen más dinero o tienen posiciones de poder pueden controlar mejor su entorno que los que no lo tienen, pero eso no tiene nada que ver con el verdadero poder. Es simplemente una influencia temporal sobre los demás. Aquello que tememos perder -el cuerpo, el empleo, el dinero, la belleza- es un símbolo de poder externo.

Cuando tratamos de controlar a personas y situaciones, los despojamos -tanto a ellos como a nosotros- de las victorias y derrotas naturales que se presentan en la vida. Queremos que lo hagan a nuestro modo por su propio bien. Pero «nuestro modo» no siempre es el mejor. ¿Por qué los demás tienen que hacerlo a nuestro modo? ¿Por qué no han de aportar su carácter exclusivo a todo lo que hacen? Cuando renunciamos a controlar las relaciones y la vida, cuando comprendemos que querer controlar a las personas, cosas o acontecimientos es una ilusión, llegamos a ser más poderosos. La vida no se convierte en caos cuando se renuncia a su control. Por el contrario, transcurre según el orden natural de las cosas.

EKR: Una vez vi cómo se revelaba el orden natural de las cosas con total perfección, pero de forma musitada.

Un día estaba dando una conferencia en Nueva York ante unas mil quinientas personas. Después, cientos de ellas hicieron cola esperando mi firma. Firmé tantos libros como pude, pero luego tuve que irme al aeropuerto. Firmé unos cuantos más, consciente de que tenía que salir inmediatamente.

Me apresuré al aeropuerto, y nada más llegar descubrí que habían demorado el vuelo quince minutos. Por fortuna, esto me dio tiempo suficiente para pasar a los lavabos, adonde necesitaba ir desesperadamente. Estando aún en uno de los servicios, oí que alguien decía:

-Doctora Ross, ¿le importaría?

Pensé: «¿Si me importaría qué?».

Entonces apareció uno de mis libros por debajo de la puerta, junto con una pluma para firmarlo.

Respondí que sí que me importaría, y cogí el libro pensando que me tomaría mi tiempo antes de salir del servicio. Pero tenía curiosidad por ver quién podía hacer una cosa así.

Era una monja. Le aseguré que no la olvidaría durante el resto de mi vida, y no lo dije con amabilidad. Lo que quería significar era: «¡Cómo se atreve a no dejarme siquiera ir al lavabo tranquilamente!».

-No sabe cómo se lo agradezco -repuso ella-. Esto ha sido una providencia divina.

La mujer advirtió por mi mirada que yo no acababa de entender el significado de sus palabras, así que añadió:

-Le explicaré lo que quiero decir.

Me percaté de que cada palabra que decía era desde el fondo de su corazón, pero me irritaba que alguien se atreviera a controlarme y manipularme de ese modo. Aun así, me di cuenta de que había un poder inmenso en su inocencia.

-Mi amiga es una monja que se está muriendo en Albany -me explicó- y ha estado contando los días que faltaban para su conferencia. Tenía muchos deseos de ir, pero estaba demasiado enferma para hacer el viaje. Yo quería hacer algo por ella, así que acudí, grabé su conferencia y quería llevarle su libro firmado. Estuve en la cola más de una hora porque sabía lo mucho que significaría para ella. Sólo faltaban unas pocas personas para que me tocara cuando usted finalmente tuvo que marcharse. Por mucho que había intentado todo lo que estaba en mi mano para obtener la firma, sencillamente no fue posible. ¿Entiende por qué, al ver que se encaminaba a los lavabos, supe que era una absoluta gracia, que el universo nos había conducido al mismo aeropuerto, a la misma línea aérea, a los mismos lavabos, a la misma hora?

Esta mujer no sabía adonde iba yo, si salía de la ciudad, hacia qué aeropuerto, y ni siquiera si viajaría en avión. Estaba impresionada cuando me abordó en los lavabos, lo que me demuestra que no necesitamos controlar las cosas para hacer que ocurran si deben hacerlo. No existen los accidentes, sólo las manipulaciones divinas. Ese es el verdadero poder.

Nuestro poder personal es nuestro don intrínseco y nuestra verdadera fuerza. Por desgracia solemos olvidarlo de muchas maneras, sin darnos cuenta de ello.

Entregamos nuestro poder cuando nos preocupan las opiniones de los demás. Para recuperar este poder, recuerda que ésta es tu vida. Lo que importa es lo quepiensas. No tienes el poder para hacer felices a los demás, pero sí lo tienes para ser feliz tú. No puedes controlar lo que piensan los demás; de hecho, casi nunca puedes influir gran cosa en ello. Recuerda a las personas a quienes tratabas de complacer hace diez años. ¿Dónde están ahora? Probablemente ya no están en tu vida actual. O, si lo están, tal vez sigas tratando de obtener su aprobación. Desiste. Recupera tu poder. Forma tu propia opinión respecto a ti mismo.

Nuestro poder está a nuestra disposición para ayudarnos a hacer lo que queramos, a llegar a ser lo que podamos ser. No nos lo han dado sólo para hacer lo que «debemos». Eso es lo peor que podemos hacer con esta vida. Tenemos que realizarnos a nosotros mismos.

El poder personal crea espacio en nuestra vida -y en la vida de los que nos rodean- para la integridad y la gracia. Ese poder significa que damos nuestro apoyo a los demás para que sean fuertes, pues somos lo suficientemente fuertes para dar reconocimiento en vez de obtenerlo. Y esta clase de poder nos refuerza internamente. Cuando veo que eres fuerte, reconozco la fuerza que hay en mí. Cuando veo que eres afable, no puedo evitar reaccionar con afabilidad, y encontrar el amor que hay en mi interior. En última instancia, lo que creo de ti termino creyéndolo respecto a mí. Si pienso que no eres una víctima, me ayuda a darme cuenta de que tampoco lo soy yo. Es una gracia que ayuda a la expansión y expresión de esta bondad. Al creer en los demás, encontramos la fe para creer en nosotros mismos.

Como somos humanos, a menudo nos desviamos del camino. Revisamos nuestros errores y carencias, y decimos: «Soy desdichado por haber cometido estos errores. No soy lo suficientemente bueno, así que intentaré cambiar». Pero si sólo vemos nuestros errores e incapacidades, nos atamos a ellos. Cuando nos decimos que antes no éramos «lo suficiente» y que a partir de ahora seremos «más», entramos en el peligroso juego del «más». Nos decimos que seremos felices cuando poseamos más dinero, cuando tengamos más autoridad en el trabajo, o cuando nos respeten más.

¿Por qué el mañana parece tener muchas más posibilidades que el hoy para la felicidad o el poder? Porque nos engañamos en el juego del más y perdemos nuestro poder sin importar cómo juguemos. Y el juego del más nos mantiene en una posición de carencia, con el sentimiento de no ser suficientemente buenos. Si conseguimos lo que queremos, nos sentimos aun peor porque sigue siendo insuficiente. Aún somos desdichados: si tan sólo tuviésemos un poco más... No nos damos cuenta de que la simplicidad es lo que importa.

Los que están a punto de morir ya no pueden seguir el juego del más, porque para ellos tal vez no haya un mañana. Descubren que el poder está en el hoy, y que hay suficiente en el hoy. Si creemos en un Dios todopoderoso y bueno, ¿creemos también que diría: «Esperaré hasta mañana»? Dios no diría: «Quería que Bill tuviese una buena vida, pero, vaya, como no tiene el trabajo adecuado, no puedo hacer gran cosa». Dios no ve los límites que ponemos a nuestra vida y a nosotros mismos. Dios nos ha dado un mundo en el que la vida siempre puede mejorar, no mañana sino hoy. Si lo permitimos, un mal día puede convertirse en un buen día, una relación desdichada puede recuperarse, y muchos otros «errores» pueden convertirse en aciertos.

Leslie y su hija de cinco años, Melissa, cruzaban la calle en una zona comercial. Un jeep con la música a todo volumen se saltó un semáforo en rojo para cambiar de carril y girar a la izquierda. El conductor, de sólo diecisiete años, no pudo ver a Leslie y a Melisa porque, al girar, el sol lo deslumbró. En cambio Leslie vio el jeep, y supo que las atropellaría. Sólo pudo tomar a su hija en los brazos. El conductor las vio en el último momento y viró bruscamente. Golpeó algunos de los coches que estaban aparcados, hasta pararse a pocos centímetros de la aterrada madre y su hija. El muchacho se quedó desolado al ver lo ocurrido, pero Leslie sólo sintió agradecimiento.

«Fácilmente pudo haber terminado de otra manera, con Melissa y yo en el suelo, muertas -decía la aliviada madre-. La vida puede tomar muchas direcciones. Aquel día me puse de rodillas porque volvimos a nacer. Desde entonces, no dejo de apreciar los dones de la vida. Ahora, cuando mi madre de cincuenta y cinco años llama y me dice que la mamografía salió bien, le doy las gracias por haberse hecho esa revisión. Doy gracias a Dios por su salud. Hubo algo que me hizo comprender la fragilidad de la vida, y eso ha impulsado mi gratitud. Esa gratitud ha dado un inmenso significado y poder a mi vida.»

Una persona agradecida es una persona poderosa, porque la gratitud genera poder. Toda la abundancia se basa en agradecer lo que tenemos.

El verdadero poder, felicidad y bienestar se encuentran en el sublime arte de la gratitud. Sé agradecido por lo que tienes, por las cosas tal como son. Siente agradecimiento por quien eres, por esas cosas que has aportado al mundo con tu nacimiento, por tu unicidad. En un millón de años nunca habrá otro tú. Nadie puede ver el mundo y reaccionar ante él de la misma manera que tú. Por otro lado, si no sabes cómo apreciar las cosas y las personas que tienes ahora, ¿crees que serías capaz de valorar otras cosas, otras personas y otro poder cuando los tengas? No podrás, si no has desarrollado tu capacidad de sentir gratitud, si nunca has aprendido a ser agradecido. En vez de ello pensarás: «Esta segunda esposa, este segundo millón de dólares, esta casa más grande no son suficientes para mí. Necesito más». Y vivirás siempre así, deseando más o que las cosas sean diferentes de lo que son, jugando al juego del «más» en vez de agradecer todo lo que tienes.

Nos centramos en nuestro propio camino, que nos conduce a cosas mucho más importantes y maravillosas que el dinero y la riqueza material; cambiamos el juego del «más» por el de «lo suficiente». Dejamos de preguntarnos si será suficiente, porque cuando vivamos nuestros últimos días comprenderemos que fue suficiente. Es de esperar que seamos capaces de comprender esto antes de que nuestra vida termine.

Cuando la vida es «suficiente», no necesitamos nada más. Qué grata sensación nos invade cuando nuestros días son suficientes. El mundo es suficiente. No solemos permitirnos esa sensación. Nos resulta extraña porque tendemos a vivir nuestra vida considerándola insuficiente. Pero podemos cambiar esa percepción. Decir que la vida es esto y que no necesitamos nada más es una maravillosa afirmación de gracia y poder. Si no necesitamos nada más, si no nos hace falta controlarlo todo, permitimos que la vida se despliegue.

Tenemos mucho poder en nuestro interior, pero muy poco conocimiento para usarlo. El verdadero poder nace del conocimiento de quiénes somos y de nuestro lugar en el mundo. Cuando sentimos que tenemos que acumular, nos hemos olvidado en realidad de todo lo que somos. Debemos recordar que nuestro poder procede del conocimiento de que todo está bien y que cada uno se desarrolla exactamente de la manera que debe.