14. La lección de la felicidad

EKR: TERRY, un hombre de cuarenta y cinco años a quien le habían diagnosticado una enfermedad terminal, pasaba sus últimos días en una residencia de enfermos desahuciados. Cuando lo conocí, me dijo que le iba bastante bien. Intrigada por su sonriente disposición, le pregunté sobre su enfermedad. No estaba en la fase de negación; su respuesta fue clara y realista. Así que le pregunté:

-¿Cómo vives con el pensamiento de tu muerte? Todos sabemos, intelectualmente, que algún día moriremos, pero tú vives con un conocimiento muy real de que puedes morir pronto.

-Vivo muy bien con eso -repuso Terry-. De hecho, me siento más feliz ahora de lo que jamás creí posible. Por extraño que parezca, casi toda mi vida me he sentido desdichado. Simplemente aceptaba que mi vida no podía ser mejor. Pero, ahora que mi tiempo está limitado, realmente he contemplado la vida y decidí que, si estoy vivo, quiero estar realmente vivo; si estoy muerto, quiero estar realmente muerto. También he pensado en lo que quiero hacer antes de irme. Y, en medio de todo esto, me doy cuenta de que soy más feliz de lo que había sido antes.

Algo cambia en el sentido de la vida cuando comprendemos profundamente que no durará para siempre. Lo opuesto también es verdad: no es infrecuente oír hablar de personas que han superado una enfermedad y que eran más felices cuando tenían los días contados. Nos comprometemos de un modo más profundo en nuestra felicidad cuando, al igual que Terry, comprendemos plenamente que el tiempo que nos queda es limitado y que realmente necesitamos llenarlo de sentido.

Es habitual creer que la felicidad es una reacción a un acontecimiento, pero en realidad es un estado mental que tiene muy poco que ver con lo que ocurre a nuestro alrededor. Muchos han tenido la certeza de que serían absolutamente felices cuando lograran o realizaran determinada cosa, para luego sentir sólo desdicha cuando el acontecimiento se presentaba. Hemos visto una y otra vez que la felicidad duradera no se halla en ganar la lotería, tener un cuerpo hermoso o eliminar las arrugas. Todas esas cosas producen una dicha pasajera, la sensación se diluye con rapidez y pronto nos encontramos tan felices o tan desdichados como lo éramos antes.

Lo bueno de esto es que se nos ha dado todo lo que necesitamos para ser felices; lo malo es que a menudo ignoramos cómo usar lo que se nos ha dado. Nuestra mente, nuestro corazón y nuestra alma están plenamente preparados para la felicidad. Todos tenemos la capacidad de encontrar la felicidad. Lo único que hemos de hacer es buscarla en el sitio apropiado.

Si bien la felicidad es nuestro estado natural, nos han educado para sentirnos más cómodos con la desdicha. Lo curioso es que no estamos acostumbrados a la felicidad, y a veces la percibimos no sólo como algo antinatural, sino inmerecido. Por ello solemos pensar lo peor de alguien o de alguna situación. Por esa misma razón debemos trabajar para sentirnos bien con la felicidad, debemos comprometernos en la felicidad.

Parte del trabajo consiste en aceptar la creencia de que nuestro propósito en la vida es esencialmente encontrar la felicidad. Muchas personas rechazan semejante pensamiento, argumentando que es egoísta y despreocupado. ¿Por qué nos resistimos a la idea de que el propósito de la vida es ser feliz?

Al ser felices nos sentimos culpables, y nos preguntamos cómo es posible que nos esforcemos por ser felices habiendo tanta gente menos afortunada que nosotros. O, como podría decir alguien con crudeza, ¿por qué deberíamos ser felices?

La respuesta es que somos hijos amados de Dios. Nuestro destino es gozar de todas las maravillas que nos rodean. Recuerda también que cuando somos felices tenemos más que dar a los demás, a los que sufren. Cuando tienes suficiente y estás satisfecho, no actuarás llevado por la necesidad o la carencia. Sentirás que tienes un poco de más para dar a los que te rodean, que puedes permitirte compartir más de tu tiempo, de ti mismo, de tu dinero y de tu felicidad.

Ciertamente las personas felices son siempre las menos egoístas y egocéntricas. Suelen ofrecer voluntariamente su tiempo para servir a los demás, suelen ser más afables, más generosas y atentas que sus desdichados congéneres. Ser desdichado lleva a comportarse egoístamente, mientras que la felicidad aumenta nuestra capacidad de dar.

La verdadera felicidad no es resultado de un acontecimiento, no depende de determinada circunstancia. Eres tú, no lo que ocurre a tu alrededor, quien determina tu felicidad.

Una mujer llamada Audrey comprendió esto cuando se ofreció a organizar en su casa una fiesta de caridad para ELA, la enfermedad de Lou Gehrig. No sólo era la anfitriona de un encuentro altruista para reunir fondos: ella misma padecía la enfermedad.

Era la segunda vez que ofrecía su casa para esta fiesta. La primera vez, diez años antes, le acababan de dar el diagnóstico y sabía que tenía muchos años por delante. En esta ocasión su enfermedad ya había progresado muchísimo, de modo que ella sabía que ésta sería la última vez que podría asumir semejante tarea.

«Quería hacerlo una vez más -explicó Audrey-. ¡He aprendido tanto en estos últimos diez años! Cuando lo hice por primera vez, tuve la sensación de que me estaban utilizando. Me disgustaba ser la chica símbolo de ELA. Esta vez tenía más años y más sabiduría. La primera vez había sido muy ingenua. Hubo desacuerdos, hubo actitudes egoístas... Esta vez sería mejor. Lo esperaba ansiosa. Pero, a las pocas semanas de comenzar la planificación, empezaron a ocurrir otra vez las mismas cosas. No lo entendía. Estaba desesperada. ¡Era incapaz de hacerlo mejor que años antes!

»Empecé a castigarme. ¡Y yo que estaba tan segura de haber crecido y cambiado! Entonces lo entendí: había cambiado yo, pero no las circunstancias. ¿Por qué esperaba que no habría problemas? Era una actitud poco realista. Los problemas no habían desaparecido, pero ahora los podía manejar de diferente manera. Ese era el desafío. Eso cambiaba por completo todo. Cuando dejé de intentar cambiar las circunstancias, todo fue mejor. Me sentí más feliz. La fiesta tuvo mucho éxito.

La felicidad no depende de lo que ocurre sino de nuestro modo de manejar lo que ocurre. Depende de nuestra forma de percibir lo que sucede, de cómo lo interpretamos e integramos en nuestro estado de ánimo. Y la forma de percibir las cosas depende de nuestro compromiso. Aquí es donde adquiere importancia que hayamos aprendido nuestras lecciones y recordemos la verdad sobre cada uno. ¿Nos comprometemos a ver lo peor en las personas y situaciones, o lo mejor? Aquello con lo que nos comprometemos, aquello en lo que ponemos nuestra atención, crece. Así que lo mejor o lo peor crece en nuestras interpretaciones, y en nuestro interior. Si vemos el pasado bajo una luz negativa, como si careciera de propósito o sentido, plantamos las semillas para un futuro similar. Por eso nos referimos al pasado como nuestro equipaje: es algo demasiado pesado para llevarlo a todas partes. Se llame como se llame, es esa parte de nosotros que continúa pesándonos y estorba nuestro avance hacia la felicidad.

La felicidad es nuestro estado natural, pero hemos olvidado cómo ser felices porque nos hemos extraviado en nuestras teorías sobre cómo deberían ser las cosas.

Piensa en el conocido consejo: «Sólo intenta ser feliz». El hecho de intentar conduce al sentir. Llegamos a ser felices gradualmente, no por el simple aprendizaje de algunas técnicas o por participar en una circunstancia que «genera» felicidad. La felicidad se origina en la experiencia de instantes de felicidad, que es de esperar que sean cada vez más frecuentes. Un día te darás cuenta de que has tenido cinco minutos de felicidad. Luego, antes siquiera de que lo adviertas, tienes una hora de felicidad, después toda una tarde, y luego un día completo de felicidad.

Las comparaciones son probablemente el camino más corto a la desdicha. Nunca seremos felices si nos comparamos con los demás. No importa quiénes somos, ni lo que tenemos, o lo que podemos hacer: siempre habrá otro que sea más que nosotros en algún aspecto. La persona más rica del mundo no es la más guapa; la persona más guapa del mundo no es la más fuerte; el más fuerte no tiene la mejor esposa; el que tiene la mejor esposa no posee un Premio Nobel; y así sucesivamente. Por poco que nos esforcemos, las comparaciones pueden llevarnos directamente a la desgracia. Ni siquiera necesitamos a los demás para estas comparaciones autodestructivas: puede bastar con compararnos con nuestro pasado o nuestro futuro. La felicidad surge cuando nos sentimos bien tal como somos hoy, sin comparación con los demás, sin referencia a cómo éramos o a lo que tememos que vamos a ser.

Ese sentimiento de «¿Por qué yo?», que nace de la creencia de que somos víctimas de las circunstancias, nos mantiene atascados en la infelicidad porque nos hace interpretar todo lo malo como si fuera una afrenta personal. La sensación de ser víctima viene del pensamiento de que todo nos pasa a nosotros. Hay pérdida y recuperación, luz del sol y lluvia... y no es nada personal contra nosotros. Incluso cuando alguien nos hace daño, es frecuente que no tenga nada que ver con nosotros. Comprender esto nos ayuda a liberarnos del sentimiento de que somos víctimas. Recuerda que tus pensamientos determinan tus emociones y tu realidad, no al revés. Tú no eres víctima del mundo.

Vivimos y nos movemos en el País del Cuando, diciéndonos que seremos felices cuando ocurran determinadas cosas: cuando empiece el nuevo trabajo, cuando encontremos el compañero adecuado, cuando los niños crezcan. Y por lo general nos sentimos defraudados al descubrir que el logro de las cosas que esperábamos no nos da la felicidad, así que creamos una nueva serie de «cuandos»: cuando llegue a mayor, cuando tengamos el primer hijo, cuando los chicos vayan a buenas universidades. La satisfacción de lograr nuestros cuandos es siempre efímera. Tenemos que elegir la felicidad por encima del cuando. «Cuando» es ahora. La felicidad es tan posible con esta serie de circunstancias como lo es en la siguiente.

No solemos ver una situación tal como es de verdad. Por el contrario, nos centramos en nuestra percepción del aspecto que «debería» tener o de cómo «debería» ser. Al proyectar nuestros «debería» en las circunstancias, negamos la verdad. Vemos espejismos. Ver la verdad es saber que, ocurra lo que ocurra, el universo se mueve en la dirección correcta. Esa es la razón por la que, aunque perdamos el rumbo, nuestro destino nunca se sale de su trayectoria. Sean como sean los acontecimientos de nuestra vida, mejores o peores, el mundo sigue funcionando, está organizado de tal manera que nos presenta las lecciones que tenemos que aprender. Está diseñado para impulsarnos a la alegría, no a alejarnos de ella, a pesar de que creamos que las cosas van mal. No existe problema o situación que Dios no pueda manejar. Lo mismo es verdad para nosotros.

La vida hace que nos enfrentemos a todo tipo de paradojas. Mike, un hombre de treinta y un años, visitaba a Howard, su padre de sesenta y nueve, afectado de cáncer de colon. Los médicos no estaban seguros de lo que le deparaba el futuro a medida que la enfermedad avanzaba. Las visitas de Mike eran breves e infrecuentes. Aunque era un hombre cariñoso, tenía muchos problemas con su padre y no le gustaba la madrastra que tenía desde hacía cinco años.

Un día Mike fue a casa de su padre después del trabajo, pero no lo encontró. Estaba su tío Walter, hermano de su padre.

-Pasa y espera -dijo Walter-. Pronto volverá del médico.

Sentado en el salón de la casa de su padre, Mike se agitaba nerviosamente, mirando de vez en cuando el reloj. Pasaron cinco minutos, diez, veinte. Finalmente llamó a un amigo para decirle:

-Le concedo diez minutos más a mi padre, y luego le dejaré una nota. He hecho mi parte: vine a verlo. No es mi culpa que no esté en casa.

El tío Walter, que estaba comiendo en la cocina, no pudo evitar oír lo que Mike decía. Se disculpó con su sobrino por haber oído la conversación, y luego le preguntó si aceptaría un consejo.

-Claro -dijo Mike-. ¿Por qué no?

-Mi padre... es decir, tu abuelo, murió cuando yo andaba por los treinta. Más o menos tu edad. Ahora tengo setenta y siete años, así que han pasado más de cuarenta desde que murió. La verdad es que era un tío pelmazo. Mis sentimientos hacia él eran confusos después de su muerte. Ahora miro hacia atrás y comprendo una de las paradojas de la vida: la vida es larga pero el tiempo es corto. Cuando llevaba muerto diez, veinte, treinta años, empecé a comprender que el tiempo real que había pasado con mi padre había sido muy breve, y de hecho me hubiera gustado haber pasado más tiempo. No entendía que mi vida era larga pero su tiempo era breve.

»Comprendo cómo te sientes respecto a tu padre. Es mi hermano, y sé que no es fácil llevarse bien con él. Tampoco con tu madrastra. No sé si eres o no capaz de resolver tus problemas con él. Pero piensa que, aunque a ti te parece que hay tiempo para resolverlo porque aún te quedan muchos años por delante, tu padre tiene cáncer y no le queda mucho tiempo.

Al escuchar esto, Mike sintió como si un jarro de agua fría lo dejara sobrio de golpe. Comprendió que podía guardar su rabia hacia su padre para los próximos cincuenta años, pero que no tendría a su padre todo ese tiempo. Decidió pasar más tiempo con él. Aunque no pudiera solucionar las cosas a la perfección, simplemente quería aprovechar ese tiempo.

Tenemos la idea de que seremos felices cuando nos libremos de los problemas o dejemos atrás los momentos desagradables de la vida. Queremos vivir equilibradamente nuestra vida, pero lo que consideramos equilibrio no lo es en absoluto. De hecho es algo completamente desequilibrado. No hay bueno sin malo, luz sin oscuridad, día sin noche, aurora sin atardecer, ni perfección sin imperfección. Y vivimos en medio de estos opuestos, estas contradicciones, estas paradojas.

Somos una amalgama de contradicciones. Siempre intentando ser más, y no obstante aceptándonos y amándonos tal como somos. Tratamos de aceptar la realidad de la experiencia humana, sabiendo al mismo tiempo que también somos seres espirituales. Sufrimos, y aun así podemos alzarnos por encima de nuestro sufrimiento. Experimentamos la pérdida, pero sentimos el amor eterno. Damos la vida por segura, pero sabemos que no dura. Vivimos en un mundo lleno de menos y más, con ciclos de escasez y de abundancia, grandes y pequeños. Si podemos reconocer esos opuestos, seremos más felices. Nuestro papel en este universo está siempre en equilibrio, sólo que no nos lo parece.

Para entender este equilibrio debemos comprender que la vida no gira en torno a nuestros grandes momentos: la promoción, la boda, la jubilación y la sanación. La vida también ocurre entre grandes momentos. Mucho de lo que necesitamos aprender aparece en los momentos pequeños de la vida.

EKR: La mayor parte de mi tiempo sólo consiste en existir. Si es así como va a ser, espero morir pronto. Como ya he mencionado, a menudo me siento como un avión abandonado en una pista de despegue. Preferiría volver al hangar -es decir, mejorar- o despegar por fin. Si pudiera elegir, viviría, pero eso significaría volver a caminar, ser capaz de trabajar en mi jardín, ser capaz de hacer las cosas que me encanta hacer. Si voy a seguir viva, quiero vivir.

Ahora sólo existo, no vivo. Pero, aun en el simple existir, hay pequeños momentos de felicidad. Soy feliz cuando mis hijos vienen a visitarme, y especialmente feliz cuando puedo jugar con mi nueva nieta, Silvia. Y Ana, la mujer que ahora me cuida, también me hace feliz, me hace reír. Estos pequeños momentos hacen que el simple existir sea soportable.

DK: Es indudable que cuando en los años cincuenta Jonas Salk descubrió la vacuna contra la poliomielitis, se produjo un acontecimiento histórico. Cuando le preguntaron si tenía intenciones de patentar su hallazgo, lo cual lo habría convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, él repuso: «No puedo patentar la luz del sol porque no es mía, y tampoco lo es esto».

Muchos pensarían: «Ah, qué gran sacrificio, qué momento tan grande. Eso es lo que esperamos de la vida. Si yo tuviera un momento como ése, una oportunidad para ser tan noble y sabio, mi vida sería plena y verdadera, una vida importante. Sería muy poderoso y feliz».

Tenemos la tendencia a esperar esos grandes momentos para «vivir» realmente la vida. Pero yo estuve junto al Dr. Salk en un grupo de trabajo en los años ochenta, y observé que él, incluso en las circunstancias más pequeñas, ponía mucho amor, gran énfasis, cuidadosa atención y un inmenso poder. Encontraba lo más grande aun en los más pequeños aspectos de la vida. Sabía encontrar lo especial en lo ordinario.

Una de las mayores paradojas con las que luchamos es nuestra propia zona oscura. A menudo tratamos de deshacernos de ella, pero la creencia de que podemos despojarnos de nuestro «lado oscuro» es irreal y falsa. Necesitamos encontrar un equilibrio entre nuestras fuerzas opuestas. Lograr el equilibrio es difícil, pero esto forma parte de la vida. Si podemos verlo como una experiencia tan natural como la noche que sigue al día, hallaremos más satisfacción que si intentamos fingir que la noche nunca llegará. La vida tiene tormentas. Las tormentas siempre pasan. Así como nunca ha habido un día que no diera paso a la noche, o una tormenta que durara eternamente, nos movemos de un lado a otro en este péndulo de la vida. Experimentamos lo bueno y lo malo, el día y la noche, el yin y el yang. Con frecuencia enseñamos precisamente aquello que necesitamos aprender.

Vivimos en estas paradojas, en este frecuente tira y afloja. Si bien es verdad que nuestra felicidad no depende de circunstancias externas, equilibramos esa verdad con la realidad de este mundo. De hecho, lo que ocurre a nuestro alrededor nos afecta. Sería irreal decirle a alguien que está pasando por una tragedia: «Esto no debe afectarte en absoluto». El impacto es inevitable. Al mismo tiempo, cuando estamos en nuestro peor momento, a veces descubrimos lo mejor que hay en nosotros. Superamos las tragedias. Seguimos adelante en la búsqueda de la felicidad. El sol se abre paso a través de la oscuridad. Y, en medio de la muerte, a veces encontramos la vida.

Algo debemos aprender -y también desaprender- en la búsqueda de la felicidad. Debemos ejercitar la mente para pensar de forma diametralmente opuesta de la que el mundo nos enseñó. Debemos desaprender los modos negativos de pensar. Debemos practicar el desaprender. No me refiero a ser feliz cuando damos un paseo en plena naturaleza en un día agradablemente fresco y luminoso. Me refiero a intentar ser feliz constantemente, sobre todo la próxima vez que las circunstancias no sean precisamente gozosas. La próxima vez que alguien te cause enojo, practica la felicidad. Permanece en el momento con ellos, escucha lo que dicen, ve si contiene una información válida. Y practica para que esto no interfiera en tu estado de ánimo.

Revisa tus pautas. Pregúntate qué conductas te causan felicidad, cuáles te llenan de aflicción. Haz cambios, interna y externamente. ¿Sentir celos o envidia te produce felicidad? ¿Qué te hace sentir mejor de una forma duradera, gritarle a alguien o darle ánimos? Cuando eres agradecido, ¿cómo te sientes? Cuando tienes un gesto bondadoso hacia alguien, ¿te sientes feliz?

Si te encuentras en un atasco de tránsito, en vez de maldecir, mira alrededor y ve que todos estáis en el mismo barco. Piensa en cómo se sienten los demás. Practica la amabilidad con los demás. Si quieres hacer un curso avanzado, practica la amabilidad de forma anónima. Haz algo compasivo hacia alguien, sin decírselo nunca a nadie.

DK: En un viaje a Egipto me hallaba frente a un antiguo templo dedicado a la sanación, cuando me di cuenta de que aún faltaba una hora para encontrarme con un amigo. Molesto y sin tener adonde ir, me senté frente al templo y observé a la gente que acudía a visitarlo. Escudriñé sus rostros cuando leían el letrero que describía el templo y sus poderes curativos, preguntándome qué tipo de sanación pediría esta gente. Luego pensé: «¿Y si en vez de estar molesto por esta hora perdida rezara por cada una de estas personas que entran?». Así que me puse a rezar, tratando de adivinar lo que podrían pedir estas personas en una sanación. Recé para que recordaran su integridad, su fuerza, su belleza innata y su carácter único, su amor, su sabiduría. Recé por la sanación del pasado, y por la esperanza de su futuro. Comprendí que deseaba para mí la sanación de esas mismas cosas. Lo siguiente que recuerdo fue que mi amigo apareció. La hora había transcurrido mágicamente, y me impactó lo maravillado y feliz que me sentía.

Todos hallamos la felicidad de muchas .maneras y gracias a diferentes lecciones. Las respuestas de la vida suelen ser sencillas. Una bondadosa mujer de más de ochenta años llamada Patricia lo expresó mejor. Parecía tan satisfecha con la vida, que era la felicidad en persona. Un día, alguien le preguntó: «¿Eres tan feliz como pareces?».

Ella sonrió y dijo: «He tenido una buena vida; eso me hace feliz. Hace años aprendí a elegir las cosas de la vida con las que puedo sentirme bien y que perdurarán. Sé que eso suena simple, pero así es la vida. Muchas situaciones se presentan solas. Si las había experimentado antes, recordaba cómo me había sentido después de vivirlas, ya sea bien o mal. Aprendí a elegir sentirme bien. Si no había experimentado antes una situación, imaginaba cómo me sentiría más tarde después de tomar una decisión. Muchas veces cuando me sentía triste, me daba cuenta de que estaba a punto de hacer una elección que posteriormente me haría sentir peor. Al final aprendí a elegir lo que me hacía sentir bien respecto a la vida. Si elegimos lo que nos produce bienestar por ser quienes somos, lo que les produce bienestar a los demás, aquello de lo que podamos sentirnos orgullosos y que es duradero, habremos elegido el amor, la vida y la felicidad. Es así de sencillo».