LA BUENA GENTE DEL CAMPO (1955)

 

FLANNERY O’CONNOR

 

¿Es posible escribir un relato a partir de una pierna ortopédica, una biblia con un doble fondo de naipes y preservativos, y la vida aburrida de dos mujeres y una chica en una granja del sur de Estados Unidos? Se puede, sí, claro que sí, y el relato se llama La buena gente del campo. Flannery O’Connor (1925-1964) lo escribió en 1955, con el título en inglés de Good country people. Cuando lo escribió tenía 30 años. Sólo le quedaban nueve años de vida.
En un breve ensayo sobre su experiencia como autora de relatos, Writing Short Stories, Flannery O’Connor contó algunos aspectos de la composición de esta historia: «Cuando empecé a escribir el cuento, no sabía que la chica iba a acabar con una pierna de madera. Una mañana me puse a describir a dos mujeres que conocía un poco, y antes de que me diera cuenta, ya le había adjudicado a una de ellas una hija licenciada en Filosofía y con una pata de palo. A medida que la historia fue avanzando, introduje al vendedor de biblias, aunque no tenía ni idea de lo que podría hacer con él. Y no supe lo que ese hombre iba a hacer con la pierna de madera hasta que faltaban diez o doce líneas, pero una vez que descubrí que eso iba a suceder, me di cuenta de que era algo inevitable». Está claro que Flannery O’Connor no planificaba sus historias con antelación ni tenía claro su desenlace antes de empezar a escribirlas. Más bien todo lo contrario. De pronto, en mitad de un bosquejo o de un párrafo en el que no sabía muy bien lo que estaba escribiendo, aparecía una pata de madera. Y luego un vendedor de biblias. Y luego aquel encuentro se volvía inevitable, como si el disparo perdido de un cazador alcanzase de pronto a una niña de diez años y transformase para siempre su destino.
Este cuento largo (unos 35/40 folios a doble espacio) está incluido en el volumen de relatos Un buen hombre es difícil de encontrar (1955) y aparece en casi todas las antologías de los mejores cuentos americanos del siglo XX. El otro volumen de relatos que publicó Flannery O’Connor se titula Todo lo que asciende tiene que converger. Aparte de esos volúmenes de cuentos, escribió dos novelas, Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan. Como puede verse, sus títulos nunca fueron sencillos ni fáciles de recordar, y este último está sacado de una cita de San Mateo: «Y el reino de los cielos, los violentos lo arrebatan». En el mundo de Flannery O’Connor, la Biblia está tan presente como los prejuicios raciales o los campos de algodón. No hay que olvidar que pertenecía a una vieja familia católica de la aristocracia sureña y que todos los domingos iba a misa.
Flannery O’Connor murió muy joven, a los 39 años, de un lupus, una enfermedad auto-inmune que también había matado a su padre cuando ella tenía quince años. Nunca se casó, y por lo poco que se sabe de su vida sentimental, sólo tuvo un breve romance con un vendedor de libros de texto a comienzos de los años 50, aunque es difícil saber si fue una relación platónica o simplemente amistosa. Ya veremos que el personaje de Joy, que apenas se relaciona con los hombres y padece del corazón, y a la que los médicos le han pronosticado que no pasará de los 45 años, se parece mucho a la Flannery O’Connor que escribió el relato. Y también se parecen mucho en lo físico y en su peripecia vital: tanto Flannery como Joy son más bien feúchas y torponas, no sienten ningún amor por los hombres, y además llevan gafas y viven con su madre en una granja de Georgia, en el sur de los Estados Unidos. Como detalle curioso, la granja familiar de Flannery O’Connor se llamaba Andalusia, es decir, Andalucía. ¿A qué se debe ese nombre? Según parece, O’Connor se encontró en un autobús con un descendiente de los primeros propietarios de la granja, y aquel hombre le contó que el nombre que tenía la propiedad en el siglo XIX era Andalusia. Flannery O’Connor le escribió enseguida a su madre contándole aquello, y a partir de entonces la granja recuperó su nombre original. Por desgracia, no se sabe qué extraña conexión llevó el nombre de Andalucía a una granja recién fundada en lo que entonces eran las tierras fronterizas de Georgia, habitadas a medias por blancos y por indios.
Cuando tenía seis años, Flannery O’Connor salió en un noticiario de cine porque tenía una gallina que sabía caminar hacia atrás. Según dijo ella, con su humor habitual —tan amargo y raro como una gallina que caminase hacia atrás—, a partir de esa edad todo fue decadencia y fracaso en su vida. Pero hay que tomarse las cosas con cautela. Es cierto que no hubo muchos acontecimientos en la vida de Flannery O’Connor. No sé casó nunca ni tuvo amoríos con nadie. Sólo salió de su granja natal para seguir un curso de escritura creativa en la universidad de Iowa y luego vivió un año en Nueva York. Después volvió a la granja de su madre y se dedicó a criar pollos y gallinas y pavos reales. El único contacto que tuvo con la gente eran las visitas que recibía en la granja. Repito que su vida no fue apasionante, pero nunca sabemos lo que ocurre en el corazón de una persona, que es donde de verdad ocurren los sucesos más apasionantes de una vida (La buena gente del campo nos revelará uno de esos sucesos). En un momento dado, Joy dice que su pierna ortopédica es como la cola de un pavo real. Es una frase muy extraña, muy difícil de comprender, si no supiéramos que Flannery O’Connor era una experta en la cría de pavos reales. Y Joy puede sentir que su pierna es lo que la diferencia de todo el mundo, lo que la hace especial, única. El problema es que tendrá que aprender a ser única y especial y distinta de todo el mundo.
La primera vez que leemos La buena gente del campo, tenemos la impresión de que el cuento arranca de una forma un tanto imprecisa y torpe, porque sólo se nos cuentan algunas cosas intrascendentes de unos personajes que no sabemos muy bienes quiénes son ni qué diablos hacen, como si el relato avanzara a trompicones con la pierna ortopédica de Joy. Pero es un recurso deliberado, ojo. Flannery O’Connor quiere trasmitirnos la grisura y la estupidez de la vida en la granja, y para ello nos deja caer en medio de la cocina donde la estúpida señora Freeman se pasa la vida hablando de cosas estúpidas con la estúpida señora Hopewell.
Los personajes se nos presentan por orden de importancia social y personal: de menor a mayor, primero la aparcera (la señora Freeman), luego la madre y dueña de la granja (la señora Hopewell), y después su hija Joy, la despectiva Joy que tiene un doctorado en Filosofía y que se cree muy inteligente (ya veremos hasta dónde llega su inteligencia). Esta presentación, que al lector le resulta un poco difícil de asumir, da a entender el orden que ocupan estos personajes en la cárcel simbólica donde vive Joy: la señora Freeman y la señora Hopewell son como las carceleras que mantienen a Joy aprisionada en sus convencionalismos y en sus frases hechas del tipo «Cada cual es cada cual» o «Hay gente pa tó» (como se dice en la otra Andalucía que dio nombre a la granja familiar de Andalusia).
La hija aparece primero como Joy y luego como Hulga, porque en realidad tiene dos personalidades, la personalidad ingenua y convencional e inocente de la niña que fue antes de perder la pierna, y luego la personalidad resabiada y despectiva y arrogante de la mujer que se ha quedado mutilada y ha estudiado Filosofía y se ha cambiado el nombre para molestar a su madre. Más tarde aparecerá el vendedor de biblias, que parece el personaje destinado a liberar a Joy de su encierro, aunque al final veremos que eso es imposible —al menos la liberación del encierro físico de la granja y de la compañía asfixiante de las dos mujeres—, a pesar de que el final quedará abierto y no sabremos si Hulga/Joy llegará a alcanzar alguna clase de liberación interior que le permita aceptarse como es y dejar de ser una perpetua adolescente malhumorada. Pero eso es algo que debe interpretar el lector, porque la historia termina cuando Joy/Hulga se queda encerrada en el granero sin su pierna artificial, y en ese momento, tras la desaparición del vendedor de biblias, aparecen de nuevo las dos carceleras de Joy: la madre y la señora Freeman, que cierran el bucle de la historia —y la simbologia de la vida en la granja/cárcel— con otra tirada de frases tópicas que ahora resuenan en el oído del lector con una amargura particularmente macabra. Y es que la madre dice —equivocada, como siempre— que el vendedor era un simplón, y luego añade: «Creo que el mundo sería mucho mejor si todos fuéramos así de simples». Pero nosotros sabemos ya que el vendedor es cualquier cosa menos un simplón. Y al oír esto, la entrometida y antipática señora Freeman, de forma igualmente estúpida, responde con otro lugar común: «Algunos no pueden ser así de simples —dijo—. Yo sé que nunca podría». Y esta frase también resuena de una forma muy amarga en la mente del lector. Porque la estúpida señora Freeman sólo pretende contradecir a su patrona para demostrarle que ella, a pesar de ser su subordinada, tiene ideas propias y sabe más de la vida que la dueña de la granja. Pero lo irónico —y amargo— es que la señora Freeman finaliza el relato diciendo, sin saberlo, la verdad sobre el carácter real del vendedor de biblias, con el que comparte una misma naturaleza fisgona y morbosa y mezquina. «Algunos no pueden ser así de simples —dijo—. Yo sé que nunca podría». Bien, el lector sabe que la señora Freeman si que es así de simple. Pero el vendedor de biblias no lo es en absoluto. Para nada. Y la pobre Joy lo sabe ya muy bien.
Flannery O’Connor, que era una católica devota, solía decir que la gracia divina se derramaba sobre sus personajes en forma de acciones tramadas por el mismo diablo. En este caso, Manley Pointer es el personaje diabólico que ha servido para que Hulga/Joy Hopewell descubra que ha estado viviendo una vida basada en el error de creerse superior a todos los demás por sus grandes méritos intelectuales. Si Hulga llegará a aprovecharse de esa iluminación de la gracia divina y conseguirá vivir de una forma mucho más resignada y conforme con la realidad de su vida, eso es algo que Flannery O’Connor no nos dice. Simplemente deja a Hulga en el granero, sin su pierna ortopédica —que de alguna forma simboliza todo lo artificioso y frío e intelectual que se ha apoderado de su alma—, para que nosotros mismos, como lectores, resolvamos el desenlace de la historia.
Ya he dicho que Flannery O’Connor es una escritora superlativa. Y cada personaje esconde un simbolismo en el nombre.
La señora Freeman. Es una aparcera que trabaja con su marido —quien apenas aparece en la narración— en la granja de la señora Hopewell. Los dos llevan trabajando cuatro años en la granja. Freeman significa libre, pero ella no lo es en absoluto, porque vive aprisionada por los lugares comunes, la estupidez y la hipocresía. En realidad, la señora Freeman es entrometida, terca y estúpida. Ni siquiera se da cuenta de que el novio de su hija mayor consigue acostarse con ella, en el asiento trasero del coche, con el pretexto de quitarle un orzuelo de la cara. Por lo que sabemos, la señora Freeman no sirve para nada —se pasa la vida en la cocina—, pero la señora Hopewell, que también vive atrapada por los tópicos y los convencionalismos y los engaños que se gasta a sí misma, la contrata porque la considera «buena gente del campo» (luego veremos en qué acaba todo esto), aunque en realidad la contrata porque es la única persona que se ha ofrecido a trabajar para ella. Muy lejos de ser «buena gente del campo», la señora Freeman siente un interés perverso por las deformidades físicas y las mutilaciones y la pierna artificial de Joy (en eso se parece mucho al vendedor de biblias). Flannery O’Connor la describe así: «Tenía una inclinación especial por los detalles de infecciones secretas, de deformidades escondidas, de atropellos contra niños. De las enfermedades, prefería las persistentes o las incurables». Si ésta es la buena gente del campo, quizá sea mejor convivir con la mala gente de la ciudad.
Vayamos ahora a la madre, la señora Hopewell. Su nombre significa «pozo de la esperanza», o bien «la que espera el bien», o quizá «la que desea el bien». En realidad esa mujer es muy distinta de lo que indica su nombre, porque es una mujer hipócrita, convencional y atrapada en el «qué dirán». Quiere ser amable y cortés y educada, pero es igual de chismosa que su empleada la señora Freeman. No tiene criterio propio, y se deja imponer las ideas antirreligiosas de su hija, quitando las biblias de la casa sólo porque se lo exige Joy. Sabemos que está divorciada, aunque más bien parece que el marido la dejó, o eso se imagina el lector. En realidad, la señora Hopewell, Pozo de Esperanza, es una mujer que todo lo arregla con lugares comunes y con estupideces. No entiende a su hija ni quiere entenderla. La sigue tratando como una niña. Y la esperanza que tiene en la felicidad o en el bienestar de los demás, incluyéndose a sí misma, es muy escasa. Se limita a vivir y a ir tirando, pero sin ninguna vida interior, ni juicio moral, ni interés por nada ni nadie.
Joy/Hulga es un personaje con dos personalidades (y por eso aparece primero como Joy y luego como Hulga). Su nombre significa alegría, aunque ella es un depósito de amargura, soberbia intelectual, desprecio a los demás, nihilismo y humor negro. Licenciada en filosofía, tiene 32 años. Camina con una pierna artificial por culpa de un disparo accidental recibido durante una partida de caza, cuando tenía 10 años. Ha ido a la Universidad y ha estudiado Filosofía. Allí se ha cambiado el nombre de Joy (alegría) por Hulga, el más feo que ha podido encontrar. A su madre, ese nombre le recuerda el casco de un barco de guerra. Joy es rechoncha, fea, torpona (y muy parecida físicamente a Flannery O’Connor, si miramos sus fotos). Tiene un carácter inmaduro, siempre provocativo, malhumorado y egoísta. Se encierra en el baño para llamar la atención y manifestar su malhumor (todo el cuento trata sobre el encierro y la cárcel y los intentos fallidos de Joy por escapar de ese encierro). Hace ruido a propósito con su pierna artificial. Exagera su cojera. Contesta mal a su madre, desprecia a la señora Freeman y golpea las puertas. En realidad es una adolescente que no ha crecido ni ha madurado desde que perdió la pierna.
El secreto de este relato es que Flanery O’Connor sabe hacer que sintamos algo de ternura y compasión por un personaje tan antipático como Joy. Y eso que Joy nos lo pone difícil. Es fúnebre, resentida, altanera y tiene ínfulas intelectuales. Se considera superior a todo el mundo (y se llevará un desengaño terrible con el vendedor de biblias, al que también considera inferior y al que se empeña en contagiarle su visión nihilista de la vida). Pero hay que ver que la vida de Joy no es fácil. Además de la pierna artificial, tiene problemas cardiacos («tenía el corazón débil»), y los médicos le han dicho que no pasará de los 45 años. También veremos que su conducta es una forma de proteger y ocultar su terrible fragilidad interior, porque Joy no ha asumido la pérdida de su pierna ni es capaz de enfrentarse de forma adulta a la vida (eso hace que no dé clases, por ejemplo, y viva encerrada en la granja). Es muy importante que Joy coincida en la fragilidad física con el vendedor de biblias, que también padece del corazón (o eso dice) y que demostrará tener un ojo de primera para captar la verdadera naturaleza de Hulga. Cuando se conocen, el vendedor le dice a Joy/Hulga que tienen muchas cosas en común. El lector cree que es sólo la mala salud, pero luego veremos que los dos tenían muchas más cosas en común, aunque para ello Joy haya tenido que vivir un terrible desengaño y perder su pierna artificial (que era su verdadera alma, su cola de pavo real, sólo que ella no se atrevía a lucirla y prefería mantenerla oculta). Ese descubrimiento deja a Joy horrorizada y humillada, pero puede servir para que aprenda a vivir como una adulta. Puede, insisto, porque el relato no nos dice qué pasa con Joy cuando sale del granero.
Lo importante es que Joy quería humillar y engañar al vendedor, seduciéndolo para hacerle ver a través del arrepentimiento y la culpa que la vida no tiene sentido y el cristianismo es un engaño. Pero Hulga cae en su propia trampa. Y aunque no le interesa el sexo —eso es algo evidente en el relato—, quiere darle una lección al vendedor de biblias, al que cree tonto e inocente y crédulo. Y por eso se propone seducirlo, para hacerle descubrir la Nada esencial que hay en la vida, es decir, el credo nihilista de la filósofa Hulga. Al final todo ocurre al revés. Y quien recibe la lección es ella, Hulga, que sufre una especie de martirio a manos del vendedor que le roba la pierna artificial.
Y ahora llegamos al personaje del vendedor de biblias. Se llama Manley Pointer. Es un nombre muy masculino: Manley suena como «manly», varonil, viril. «Pointer» es una vara o un puntero de maestro, pero también significa «señalador» (y la conducta del vendedor le señalará algo a Hulga, algo muy importante y trascendental para ella que no sabremos qué es). El nombre del vendedor también encierra un símbolo fálico, porque es algo enhiesto, recto, prominente, que atraerá en cierta forma a la reprimida y resentida Hulga. «No era mal parecido», se nos dice, o sea que el vendedor tenía cierto atractivo físico. Desde luego es un seductor nato. Al llegar a la casa, le coge la mano a la señora Hopewell, y luego le cogerá también la mano a Hulga cuando tengan su primer encuentro. Es un engañabobos nato, un embaucador. Un tipo muy listo. Diabólicamente listo, como veremos.
Manley Pointer tiene 19 años. Dice ser el séptimo hijo de un total de doce. Su padre murió aplastado por un árbol y quedó irreconocible. En un principio no sabemos si lo que dice es cierto o si todo obedece a su táctica de embaucador que intenta despertar la compasión de la señora Hopewell. También dice que está enfermo del corazón, igual que Hulga. El lector se pregunta si Manley está enfermo o no, porque al fin y al cabo es un embaucador —y además un pervertido fetichista que está intentando camelarse a una chica con una pierna ortopédica—, pero la autora no nos da la respuesta. Lo que sí vemos en el relato es que hay indicios de que Manley está enfermo de verdad. Se nos describe su rostro como macilento y pálido y sudoroso, y tiene los ojos brillantes (y no es por la emoción ni el amor, sino por algo que no se nos explica), y además se cansa al caminar, y jadea y suda. De modo que es posible que sea cierto que está enfermo, y eso hace que también sintamos un atisbo de compasión por ese tipo despreciable que se gana la vida engañando a la buena gente del campo.
La escena del granero es una de las más eróticas y extrañas y complejas que he leído en mi vida. Cuando Manley le pide a Joy que se quite la pierna ortopédica, y ella accede, asistimos a una escena que nos hace ver la complejidad incomparable de la vida. ¿Qué ocurre en el granero? ¿Qué ocurre en el interior de Hulga? Pues ocurren mil cosas a la vez, cosas contradictorias y simultáneas y que ni ella misma sabe explicarse y de las que no es del todo consciente. Porque Flannery O’Connor sabe presentarnos todos los impulsos emotivos que se hacen presentes en nosotros cuando nos sentimos amados y de pronto descubrimos que somos capaces de trasmitir amor.
Repito que la escena del granero es extraordinaria. El vendedor es un pervertido que siente excitación sexual con los muñones y las mutilaciones y las deformidades físicas, y por eso quiere ver la juntura de la pierna ortopédica. Pero Hulga interpreta esa petición de otro modo: para ella, esa hombre la acepta por lo que es, como una mujer de 32 años que tiene una pierna artificial, y entonces se derrumba toda la coraza de malhumor y frialdad y nihilismo con que ella se había protegido de su propia incapacidad para aceptar su pierna mutilada. Y en ese instante milagroso, mientras se siente aceptada y comprendida por el vendedor, la desdeñosa y arrogante e incrédula Hulga vuelve a ser la inocente Joy que tenía 10 años y pertenecía sin problemas a la buena gente del campo que vivía tan tranquila en su comarca.
Ese instante milagroso dura sólo un segundo. Porque en seguida vemos que Manley no quiere para nada a Joy. Lo único que desea es coleccionar su pierna artificial, porque es un tipo que se dedica a engañar y humillar a las mujeres y que colecciona deformidades y ojos de cristal como quien colecciona cromos o naipes pornográficos (él tiene también una colección así).
«Desde el día en que nací no creo absolutamente en nada», dice el vendedor cuando se despide de Hulga, llevándose la pierna artificial metida en la maleta donde guarda la petaca de alcohol y los naipes pornográficos y los condones (ahí están los tres símbolos del pecado para los americanos: el alcohol, los naipes y el sexo). Y a partir de ese momento, no sabemos qué va a ser de Hulga/Joy. ¿Seguirá siendo la amargada Hulga que conocemos y que tampoco cree en nada, como el vendedor? ¿O volverá a ser la persona que se llama Joy, porque aprenderá a aceptarse tal como es y quizá aprenda a querer a los demás si consigue aprender a quererse a sí misma? Flannery O’Connor no nos lo dice. Y nos deja allí, en los campos que rodean el granero, viendo cómo se aleja el malvado vendedor de biblias con una pierna artificial como trofeo y preguntándonos qué va a ser de la chica que se ha quedado metida allí dentro. Es difícil terminar una historia con un final mejor. José Mateos, en uno de sus aforismos recogidos en Silencios escogidos, propone esta definición fulgurante de la obra de O’Connor: «Flannery O’Connor: Jesús crucificado por los vendedores de biblias». Quizá estaba pensando en esta historia.
En los cuentos de Flannery O’Connor casi siempre se cuenta la historia de unos personajes solitarios que viven recluidos en un espacio cerrado. Por lo general se trata de una madre viuda o separada que vive con uno o varios hijos solteros, como le pasó a Flannery O’Connor. Y esa vida aburrida continúa, hasta que un buen día aparece un intruso que provocará una desgracia, pero que de algún modo hará que el protagonista pueda recibir una iluminación diferente sobre su vida, a pesar de que ha quedado a merced de la destrucción y el absurdo y el sufrimiento, como le pasa a Joy en el granero.
La buena gente del campo tiene una estructura en forma de bucle, porque se abre y se cierra —de forma un tanto misteriosa— con el personaje secundario de la señora Freeman, la empleada de la granja, que al final arranca una cebolla pestilente que en realidad representa de forma simbólica al maligno vendedor de biblias que se aleja por la colina. La imagen de la cárcel sigue presente en esa mujer que siempre está ahí, al acecho de Joy/Hulga, ya sea en la granja o ya sea en el campo, siempre entrometida y estúpida y fascinada por la pierna artificial de Hulga, igual que el vendedor. ¿Sabrá Hulga desembarazarse de la opresión de esa mujer y de todo lo que ella significa? Eso es lo que no sabemos.
Una última palabra sobre el estilo. Los símiles que usa Flannery O’Connor están siempre sacados de la experiencia corriente de los personajes. Por ejemplo, cuando se nos presenta a la señora Freeman en el arranque de la historia, se comparan sus tres tipos de expresión con las marchas de un coche, hacia adelante, hacia atrás y punto muerto (esa comparación no ha salido muy bien parada en la traducción que he usado), ya que la señora Freeman tiene una expresión que «era firme y fuerte como la lenta marcha de un camión pesado», y otra expresión que era la de la marcha atrás, cuando la señora Freeman parecía retroceder y se quedaba tan reconcentrada «como los sacos de grano apilados». Al leer esto, descubrimos que la señora Freeman —es decir, la señora Libre— vive aprisionada por los engranajes de un cambio de marchas y por una pila de sacos que de algún modo le impiden moverse con libertad. Es decir, que Flannery O’Connor consigue trasmitir una información esencial sobre sus personajes usando imágenes sacadas de la vida doméstica de esos mismos personajes, con lo cual logra que veamos a esos personajes como mucha más nitidez y más credibilidad. Una mujer que tiene una expresión como la lenta marcha de un camión pesado ha de ser una mujer con la que resulte muy difícil conversar o convivir. Pero ésa es la mujer que acaba arrancando una cebolla pestilente, mientras el falso predicador se aleja por la colina con una pierna ortopédica en la maleta, tal vez caminando de un modo muy similar a como camina una gallina hacia atrás: una gallina, por cierto, que caminando hacia atrás (hacia la perdición y el mal) puede hacer caminar a Hulga hacia delante.