LA BUENA GENTE DEL CAMPO (1955)
FLANNERY O’CONNOR
¿Es posible escribir un relato a partir de
una pierna ortopédica, una biblia con un doble fondo de naipes y
preservativos, y la vida aburrida de dos mujeres y una chica en una
granja del sur de Estados Unidos? Se puede, sí, claro que sí, y el
relato se llama La buena gente del campo.
Flannery O’Connor (1925-1964) lo escribió en 1955, con el título en
inglés de Good country people. Cuando lo
escribió tenía 30 años. Sólo le quedaban nueve años de vida.
En un breve ensayo sobre su experiencia como
autora de relatos, Writing Short Stories,
Flannery O’Connor contó algunos aspectos de la composición de esta
historia: «Cuando empecé a escribir el cuento, no sabía que la
chica iba a acabar con una pierna de madera. Una mañana me puse a
describir a dos mujeres que conocía un poco, y antes de que me
diera cuenta, ya le había adjudicado a una de ellas una hija
licenciada en Filosofía y con una pata de palo. A medida que la
historia fue avanzando, introduje al vendedor de biblias, aunque no
tenía ni idea de lo que podría hacer con él. Y no supe lo que ese
hombre iba a hacer con la pierna de madera hasta que faltaban diez
o doce líneas, pero una vez que descubrí que eso iba a suceder, me
di cuenta de que era algo inevitable». Está claro que Flannery
O’Connor no planificaba sus historias con antelación ni tenía claro
su desenlace antes de empezar a escribirlas. Más bien todo lo
contrario. De pronto, en mitad de un bosquejo o de un párrafo en el
que no sabía muy bien lo que estaba escribiendo, aparecía una pata
de madera. Y luego un vendedor de biblias. Y luego aquel encuentro
se volvía inevitable, como si el disparo perdido de un cazador
alcanzase de pronto a una niña de diez años y transformase para
siempre su destino.
Este cuento largo (unos 35/40 folios a doble
espacio) está incluido en el volumen de relatos Un buen hombre es difícil de encontrar (1955) y
aparece en casi todas las antologías de los mejores cuentos
americanos del siglo XX. El otro volumen de relatos que publicó
Flannery O’Connor se titula Todo lo que
asciende tiene que converger. Aparte de esos volúmenes de
cuentos, escribió dos novelas, Sangre
sabia y Los violentos lo arrebatan.
Como puede verse, sus títulos nunca fueron sencillos ni fáciles de
recordar, y este último está sacado de una cita de San Mateo: «Y el
reino de los cielos, los violentos lo arrebatan». En el mundo de
Flannery O’Connor, la Biblia está tan presente como los prejuicios
raciales o los campos de algodón. No hay que olvidar que pertenecía
a una vieja familia católica de la aristocracia sureña y que todos
los domingos iba a misa.
Flannery O’Connor murió muy joven, a los 39
años, de un lupus, una enfermedad auto-inmune que también había
matado a su padre cuando ella tenía quince años. Nunca se casó, y
por lo poco que se sabe de su vida sentimental, sólo tuvo un breve
romance con un vendedor de libros de texto a comienzos de los años
50, aunque es difícil saber si fue una relación platónica o
simplemente amistosa. Ya veremos que el personaje de Joy, que
apenas se relaciona con los hombres y padece del corazón, y a la
que los médicos le han pronosticado que no pasará de los 45 años,
se parece mucho a la Flannery O’Connor que escribió el relato. Y
también se parecen mucho en lo físico y en su peripecia vital:
tanto Flannery como Joy son más bien feúchas y torponas, no sienten
ningún amor por los hombres, y además llevan gafas y viven con su
madre en una granja de Georgia, en el sur de los Estados Unidos.
Como detalle curioso, la granja familiar de Flannery O’Connor se
llamaba Andalusia, es decir, Andalucía. ¿A qué se debe ese nombre?
Según parece, O’Connor se encontró en un autobús con un
descendiente de los primeros propietarios de la granja, y aquel
hombre le contó que el nombre que tenía la propiedad en el siglo
XIX era Andalusia. Flannery O’Connor le escribió enseguida a su
madre contándole aquello, y a partir de entonces la granja recuperó
su nombre original. Por desgracia, no se sabe qué extraña conexión
llevó el nombre de Andalucía a una granja recién fundada en lo que
entonces eran las tierras fronterizas de Georgia, habitadas a
medias por blancos y por indios.
Cuando tenía seis años, Flannery O’Connor
salió en un noticiario de cine porque tenía una gallina que sabía
caminar hacia atrás. Según dijo ella, con su humor habitual —tan
amargo y raro como una gallina que caminase hacia atrás—, a partir
de esa edad todo fue decadencia y fracaso en su vida. Pero hay que
tomarse las cosas con cautela. Es cierto que no hubo muchos
acontecimientos en la vida de Flannery O’Connor. No sé casó nunca
ni tuvo amoríos con nadie. Sólo salió de su granja natal para
seguir un curso de escritura creativa en la universidad de Iowa y
luego vivió un año en Nueva York. Después volvió a la granja de su
madre y se dedicó a criar pollos y gallinas y pavos reales. El
único contacto que tuvo con la gente eran las visitas que recibía
en la granja. Repito que su vida no fue apasionante, pero nunca
sabemos lo que ocurre en el corazón de una persona, que es donde de
verdad ocurren los sucesos más apasionantes de una vida (La buena gente del campo nos revelará uno de esos
sucesos). En un momento dado, Joy dice que su pierna ortopédica es
como la cola de un pavo real. Es una frase muy extraña, muy difícil
de comprender, si no supiéramos que Flannery O’Connor era una
experta en la cría de pavos reales. Y Joy puede sentir que su
pierna es lo que la diferencia de todo el mundo, lo que la hace
especial, única. El problema es que tendrá que aprender a ser única
y especial y distinta de todo el mundo.
La primera vez que leemos La buena gente del campo, tenemos la impresión de
que el cuento arranca de una forma un tanto imprecisa y torpe,
porque sólo se nos cuentan algunas cosas intrascendentes de unos
personajes que no sabemos muy bienes quiénes son ni qué diablos
hacen, como si el relato avanzara a trompicones con la pierna
ortopédica de Joy. Pero es un recurso deliberado, ojo. Flannery
O’Connor quiere trasmitirnos la grisura y la estupidez de la vida
en la granja, y para ello nos deja caer en medio de la cocina donde
la estúpida señora Freeman se pasa la vida hablando de cosas
estúpidas con la estúpida señora Hopewell.
Los personajes se nos presentan por orden de
importancia social y personal: de menor a mayor, primero la
aparcera (la señora Freeman), luego la madre y dueña de la granja
(la señora Hopewell), y después su hija Joy, la despectiva Joy que
tiene un doctorado en Filosofía y que se cree muy inteligente (ya
veremos hasta dónde llega su inteligencia). Esta presentación, que
al lector le resulta un poco difícil de asumir, da a entender el
orden que ocupan estos personajes en la cárcel simbólica donde vive
Joy: la señora Freeman y la señora Hopewell son como las carceleras
que mantienen a Joy aprisionada en sus convencionalismos y en sus
frases hechas del tipo «Cada cual es cada cual» o «Hay gente
pa tó» (como se dice en la otra Andalucía
que dio nombre a la granja familiar de Andalusia).
La hija aparece primero como Joy y luego
como Hulga, porque en realidad tiene dos personalidades, la
personalidad ingenua y convencional e inocente de la niña que fue
antes de perder la pierna, y luego la personalidad resabiada y
despectiva y arrogante de la mujer que se ha quedado mutilada y ha
estudiado Filosofía y se ha cambiado el nombre para molestar a su
madre. Más tarde aparecerá el vendedor de biblias, que parece el
personaje destinado a liberar a Joy de su encierro, aunque al final
veremos que eso es imposible —al menos la liberación del encierro
físico de la granja y de la compañía asfixiante de las dos
mujeres—, a pesar de que el final quedará abierto y no sabremos si
Hulga/Joy llegará a alcanzar alguna clase de liberación interior
que le permita aceptarse como es y dejar de ser una perpetua
adolescente malhumorada. Pero eso es algo que debe interpretar el
lector, porque la historia termina cuando Joy/Hulga se queda
encerrada en el granero sin su pierna artificial, y en ese momento,
tras la desaparición del vendedor de biblias, aparecen de nuevo las
dos carceleras de Joy: la madre y la señora Freeman, que cierran el
bucle de la historia —y la simbologia de la vida en la
granja/cárcel— con otra tirada de frases tópicas que ahora resuenan
en el oído del lector con una amargura particularmente macabra. Y
es que la madre dice —equivocada, como siempre— que el vendedor era
un simplón, y luego añade: «Creo que el mundo sería mucho mejor si
todos fuéramos así de simples». Pero nosotros sabemos ya que el
vendedor es cualquier cosa menos un simplón. Y al oír esto, la
entrometida y antipática señora Freeman, de forma igualmente
estúpida, responde con otro lugar común: «Algunos no pueden ser así
de simples —dijo—. Yo sé que nunca podría». Y esta frase también
resuena de una forma muy amarga en la mente del lector. Porque la
estúpida señora Freeman sólo pretende contradecir a su patrona para
demostrarle que ella, a pesar de ser su subordinada, tiene ideas
propias y sabe más de la vida que la dueña de la granja. Pero lo
irónico —y amargo— es que la señora Freeman finaliza el relato
diciendo, sin saberlo, la verdad sobre el carácter real del
vendedor de biblias, con el que comparte una misma naturaleza
fisgona y morbosa y mezquina. «Algunos no pueden ser así de simples
—dijo—. Yo sé que nunca podría». Bien, el lector sabe que la señora
Freeman si que es así de simple. Pero el vendedor de biblias no lo
es en absoluto. Para nada. Y la pobre Joy lo sabe ya muy
bien.
Flannery O’Connor, que era una católica
devota, solía decir que la gracia divina se derramaba sobre sus
personajes en forma de acciones tramadas por el mismo diablo. En
este caso, Manley Pointer es el personaje diabólico que ha servido
para que Hulga/Joy Hopewell descubra que ha estado viviendo una
vida basada en el error de creerse superior a todos los demás por
sus grandes méritos intelectuales. Si Hulga llegará a aprovecharse
de esa iluminación de la gracia divina y conseguirá vivir de una
forma mucho más resignada y conforme con la realidad de su vida,
eso es algo que Flannery O’Connor no nos dice. Simplemente deja a
Hulga en el granero, sin su pierna ortopédica —que de alguna forma
simboliza todo lo artificioso y frío e intelectual que se ha
apoderado de su alma—, para que nosotros mismos, como lectores,
resolvamos el desenlace de la historia.
Ya he dicho que Flannery O’Connor es una
escritora superlativa. Y cada personaje esconde un simbolismo en el
nombre.
La señora Freeman. Es una aparcera que
trabaja con su marido —quien apenas aparece en la narración— en la
granja de la señora Hopewell. Los dos llevan trabajando cuatro años
en la granja. Freeman significa libre, pero ella no lo es en
absoluto, porque vive aprisionada por los lugares comunes, la
estupidez y la hipocresía. En realidad, la señora Freeman es
entrometida, terca y estúpida. Ni siquiera se da cuenta de que el
novio de su hija mayor consigue acostarse con ella, en el asiento
trasero del coche, con el pretexto de quitarle un orzuelo de la
cara. Por lo que sabemos, la señora Freeman no sirve para nada —se
pasa la vida en la cocina—, pero la señora Hopewell, que también
vive atrapada por los tópicos y los convencionalismos y los engaños
que se gasta a sí misma, la contrata porque la considera «buena
gente del campo» (luego veremos en qué acaba todo esto), aunque en
realidad la contrata porque es la única persona que se ha ofrecido
a trabajar para ella. Muy lejos de ser «buena gente del campo», la
señora Freeman siente un interés perverso por las deformidades
físicas y las mutilaciones y la pierna artificial de Joy (en eso se
parece mucho al vendedor de biblias). Flannery O’Connor la describe
así: «Tenía una inclinación especial por los detalles de
infecciones secretas, de deformidades escondidas, de atropellos
contra niños. De las enfermedades, prefería las persistentes o las
incurables». Si ésta es la buena gente del campo, quizá sea mejor
convivir con la mala gente de la ciudad.
Vayamos ahora a la madre, la señora
Hopewell. Su nombre significa «pozo de la esperanza», o bien «la
que espera el bien», o quizá «la que desea el bien». En realidad
esa mujer es muy distinta de lo que indica su nombre, porque es una
mujer hipócrita, convencional y atrapada en el «qué dirán». Quiere
ser amable y cortés y educada, pero es igual de chismosa que su
empleada la señora Freeman. No tiene criterio propio, y se deja
imponer las ideas antirreligiosas de su hija, quitando las biblias
de la casa sólo porque se lo exige Joy. Sabemos que está
divorciada, aunque más bien parece que el marido la dejó, o eso se
imagina el lector. En realidad, la señora Hopewell, Pozo de
Esperanza, es una mujer que todo lo arregla con lugares comunes y
con estupideces. No entiende a su hija ni quiere entenderla. La
sigue tratando como una niña. Y la esperanza que tiene en la
felicidad o en el bienestar de los demás, incluyéndose a sí misma,
es muy escasa. Se limita a vivir y a ir tirando, pero sin ninguna
vida interior, ni juicio moral, ni interés por nada ni nadie.
Joy/Hulga es un personaje con dos
personalidades (y por eso aparece primero como Joy y luego como
Hulga). Su nombre significa alegría, aunque ella es un depósito de
amargura, soberbia intelectual, desprecio a los demás, nihilismo y
humor negro. Licenciada en filosofía, tiene 32 años. Camina con una
pierna artificial por culpa de un disparo accidental recibido
durante una partida de caza, cuando tenía 10 años. Ha ido a la
Universidad y ha estudiado Filosofía. Allí se ha cambiado el nombre
de Joy (alegría) por Hulga, el más feo que ha podido encontrar. A
su madre, ese nombre le recuerda el casco de un barco de guerra.
Joy es rechoncha, fea, torpona (y muy parecida físicamente a
Flannery O’Connor, si miramos sus fotos). Tiene un carácter
inmaduro, siempre provocativo, malhumorado y egoísta. Se encierra
en el baño para llamar la atención y manifestar su malhumor (todo
el cuento trata sobre el encierro y la cárcel y los intentos
fallidos de Joy por escapar de ese encierro). Hace ruido a
propósito con su pierna artificial. Exagera su cojera. Contesta mal
a su madre, desprecia a la señora Freeman y golpea las puertas. En
realidad es una adolescente que no ha crecido ni ha madurado desde
que perdió la pierna.
El secreto de este relato es que Flanery
O’Connor sabe hacer que sintamos algo de ternura y compasión por un
personaje tan antipático como Joy. Y eso que Joy nos lo pone
difícil. Es fúnebre, resentida, altanera y tiene ínfulas
intelectuales. Se considera superior a todo el mundo (y se llevará
un desengaño terrible con el vendedor de biblias, al que también
considera inferior y al que se empeña en contagiarle su visión
nihilista de la vida). Pero hay que ver que la vida de Joy no es
fácil. Además de la pierna artificial, tiene problemas cardiacos
(«tenía el corazón débil»), y los médicos le han dicho que no
pasará de los 45 años. También veremos que su conducta es una forma
de proteger y ocultar su terrible fragilidad interior, porque Joy
no ha asumido la pérdida de su pierna ni es capaz de enfrentarse de
forma adulta a la vida (eso hace que no dé clases, por ejemplo, y
viva encerrada en la granja). Es muy importante que Joy coincida en
la fragilidad física con el vendedor de biblias, que también padece
del corazón (o eso dice) y que demostrará tener un ojo de primera
para captar la verdadera naturaleza de Hulga. Cuando se conocen, el
vendedor le dice a Joy/Hulga que tienen muchas cosas en común. El
lector cree que es sólo la mala salud, pero luego veremos que los
dos tenían muchas más cosas en común, aunque para ello Joy haya
tenido que vivir un terrible desengaño y perder su pierna
artificial (que era su verdadera alma, su cola de pavo real, sólo
que ella no se atrevía a lucirla y prefería mantenerla oculta). Ese
descubrimiento deja a Joy horrorizada y humillada, pero puede
servir para que aprenda a vivir como una adulta. Puede, insisto,
porque el relato no nos dice qué pasa con Joy cuando sale del
granero.
Lo importante es que Joy quería humillar y
engañar al vendedor, seduciéndolo para hacerle ver a través del
arrepentimiento y la culpa que la vida no tiene sentido y el
cristianismo es un engaño. Pero Hulga cae en su propia trampa. Y
aunque no le interesa el sexo —eso es algo evidente en el relato—,
quiere darle una lección al vendedor de biblias, al que cree tonto
e inocente y crédulo. Y por eso se propone seducirlo, para hacerle
descubrir la Nada esencial que hay en la vida, es decir, el credo
nihilista de la filósofa Hulga. Al final todo ocurre al revés. Y
quien recibe la lección es ella, Hulga, que sufre una especie de
martirio a manos del vendedor que le roba la pierna
artificial.
Y ahora llegamos al personaje del vendedor
de biblias. Se llama Manley Pointer. Es un nombre muy masculino:
Manley suena como «manly», varonil, viril. «Pointer» es una vara o
un puntero de maestro, pero también significa «señalador» (y la
conducta del vendedor le señalará algo a Hulga, algo muy importante
y trascendental para ella que no sabremos qué es). El nombre del
vendedor también encierra un símbolo fálico, porque es algo
enhiesto, recto, prominente, que atraerá en cierta forma a la
reprimida y resentida Hulga. «No era mal parecido», se nos dice, o
sea que el vendedor tenía cierto atractivo físico. Desde luego es
un seductor nato. Al llegar a la casa, le coge la mano a la señora
Hopewell, y luego le cogerá también la mano a Hulga cuando tengan
su primer encuentro. Es un engañabobos nato, un embaucador. Un tipo
muy listo. Diabólicamente listo, como veremos.
Manley Pointer tiene 19 años. Dice ser el
séptimo hijo de un total de doce. Su padre murió aplastado por un
árbol y quedó irreconocible. En un principio no sabemos si lo que
dice es cierto o si todo obedece a su táctica de embaucador que
intenta despertar la compasión de la señora Hopewell. También dice
que está enfermo del corazón, igual que Hulga. El lector se
pregunta si Manley está enfermo o no, porque al fin y al cabo es un
embaucador —y además un pervertido fetichista que está intentando
camelarse a una chica con una pierna ortopédica—, pero la autora no
nos da la respuesta. Lo que sí vemos en el relato es que hay
indicios de que Manley está enfermo de verdad. Se nos describe su
rostro como macilento y pálido y sudoroso, y tiene los ojos
brillantes (y no es por la emoción ni el amor, sino por algo que no
se nos explica), y además se cansa al caminar, y jadea y suda. De
modo que es posible que sea cierto que está enfermo, y eso hace que
también sintamos un atisbo de compasión por ese tipo despreciable
que se gana la vida engañando a la buena gente del campo.
La escena del granero es una de las más
eróticas y extrañas y complejas que he leído en mi vida. Cuando
Manley le pide a Joy que se quite la pierna ortopédica, y ella
accede, asistimos a una escena que nos hace ver la complejidad
incomparable de la vida. ¿Qué ocurre en el granero? ¿Qué ocurre en
el interior de Hulga? Pues ocurren mil cosas a la vez, cosas
contradictorias y simultáneas y que ni ella misma sabe explicarse y
de las que no es del todo consciente. Porque Flannery O’Connor sabe
presentarnos todos los impulsos emotivos que se hacen presentes en
nosotros cuando nos sentimos amados y de pronto descubrimos que
somos capaces de trasmitir amor.
Repito que la escena del granero es
extraordinaria. El vendedor es un pervertido que siente excitación
sexual con los muñones y las mutilaciones y las deformidades
físicas, y por eso quiere ver la juntura de la pierna ortopédica.
Pero Hulga interpreta esa petición de otro modo: para ella, esa
hombre la acepta por lo que es, como una mujer de 32 años que tiene
una pierna artificial, y entonces se derrumba toda la coraza de
malhumor y frialdad y nihilismo con que ella se había protegido de
su propia incapacidad para aceptar su pierna mutilada. Y en ese
instante milagroso, mientras se siente aceptada y comprendida por
el vendedor, la desdeñosa y arrogante e incrédula Hulga vuelve a
ser la inocente Joy que tenía 10 años y pertenecía sin problemas a
la buena gente del campo que vivía tan tranquila en su
comarca.
Ese instante milagroso dura sólo un segundo.
Porque en seguida vemos que Manley no quiere para nada a Joy. Lo
único que desea es coleccionar su pierna artificial, porque es un
tipo que se dedica a engañar y humillar a las mujeres y que
colecciona deformidades y ojos de cristal como quien colecciona
cromos o naipes pornográficos (él tiene también una colección
así).
«Desde el día en que nací no creo
absolutamente en nada», dice el vendedor cuando se despide de
Hulga, llevándose la pierna artificial metida en la maleta donde
guarda la petaca de alcohol y los naipes pornográficos y los
condones (ahí están los tres símbolos del pecado para los
americanos: el alcohol, los naipes y el sexo). Y a partir de ese
momento, no sabemos qué va a ser de Hulga/Joy. ¿Seguirá siendo la
amargada Hulga que conocemos y que tampoco cree en nada, como el
vendedor? ¿O volverá a ser la persona que se llama Joy, porque
aprenderá a aceptarse tal como es y quizá aprenda a querer a los
demás si consigue aprender a quererse a sí misma? Flannery O’Connor
no nos lo dice. Y nos deja allí, en los campos que rodean el
granero, viendo cómo se aleja el malvado vendedor de biblias con
una pierna artificial como trofeo y preguntándonos qué va a ser de
la chica que se ha quedado metida allí dentro. Es difícil terminar
una historia con un final mejor. José Mateos, en uno de sus
aforismos recogidos en Silencios
escogidos, propone esta definición fulgurante de la obra de
O’Connor: «Flannery O’Connor: Jesús crucificado por los vendedores
de biblias». Quizá estaba pensando en esta historia.
En los cuentos de Flannery O’Connor casi
siempre se cuenta la historia de unos personajes solitarios que
viven recluidos en un espacio cerrado. Por lo general se trata de
una madre viuda o separada que vive con uno o varios hijos
solteros, como le pasó a Flannery O’Connor. Y esa vida aburrida
continúa, hasta que un buen día aparece un intruso que provocará
una desgracia, pero que de algún modo hará que el protagonista
pueda recibir una iluminación diferente sobre su vida, a pesar de
que ha quedado a merced de la destrucción y el absurdo y el
sufrimiento, como le pasa a Joy en el granero.
La buena gente del
campo tiene una estructura en forma de bucle, porque se abre y
se cierra —de forma un tanto misteriosa— con el personaje
secundario de la señora Freeman, la empleada de la granja, que al
final arranca una cebolla pestilente que en realidad representa de
forma simbólica al maligno vendedor de biblias que se aleja por la
colina. La imagen de la cárcel sigue presente en esa mujer que
siempre está ahí, al acecho de Joy/Hulga, ya sea en la granja o ya
sea en el campo, siempre entrometida y estúpida y fascinada por la
pierna artificial de Hulga, igual que el vendedor. ¿Sabrá Hulga
desembarazarse de la opresión de esa mujer y de todo lo que ella
significa? Eso es lo que no sabemos.
Una última palabra sobre el estilo. Los
símiles que usa Flannery O’Connor están siempre sacados de la
experiencia corriente de los personajes. Por ejemplo, cuando se nos
presenta a la señora Freeman en el arranque de la historia, se
comparan sus tres tipos de expresión con las marchas de un coche,
hacia adelante, hacia atrás y punto muerto (esa comparación no ha
salido muy bien parada en la traducción que he usado), ya que la
señora Freeman tiene una expresión que «era firme y fuerte como la
lenta marcha de un camión pesado», y otra expresión que era la de
la marcha atrás, cuando la señora Freeman parecía retroceder y se
quedaba tan reconcentrada «como los sacos de grano apilados». Al
leer esto, descubrimos que la señora Freeman —es decir, la señora
Libre— vive aprisionada por los engranajes de un cambio de marchas
y por una pila de sacos que de algún modo le impiden moverse con
libertad. Es decir, que Flannery O’Connor consigue trasmitir una
información esencial sobre sus personajes usando imágenes sacadas
de la vida doméstica de esos mismos personajes, con lo cual logra
que veamos a esos personajes como mucha más nitidez y más
credibilidad. Una mujer que tiene una expresión como la lenta
marcha de un camión pesado ha de ser una mujer con la que resulte
muy difícil conversar o convivir. Pero ésa es la mujer que acaba
arrancando una cebolla pestilente, mientras el falso predicador se
aleja por la colina con una pierna ortopédica en la maleta, tal vez
caminando de un modo muy similar a como camina una gallina hacia
atrás: una gallina, por cierto, que caminando hacia atrás (hacia la
perdición y el mal) puede hacer caminar a Hulga hacia
delante.