CASA TOMADA (1946)
JULIO CORTÁZAR
Lo primero que se pregunta el lector cuando
lee el famoso relato de Cortázar viene a ser algo así: «¿Qué es
esto? ¿Es un cuento fantástico? ¿O no lo es? ¿Son reales las
presencias misteriosas? ¿O no lo son?» A primera vista, todo parece
indicar que se trata de un cuento fantástico, porque el argumento
insinúa que en ese relato ocurre un hecho inexplicable. Dos
hermanos solteros que viven juntos en el viejo caserón familiar
huyen de la casa porque unas presencias casi imperceptibles «han
tomado la casa». Si damos por hecho que esas presencias misteriosas
«existen», el cuento es un relato fantástico.
El mismo Cortázar decía que Casa tomada había surgido de una pesadilla, lo que
en un principio lo emparentaría con la narrativa fantástica.
Transcribo lo que el escritor contó en una entrevista con Ornar
Prego:
Casa tomada fue
una pesadilla. Yo soñé Casa tomada. La
única diferencia entre lo soñado y el cuento es que en la pesadilla
yo estaba solo. Yo estaba en una casa que es exactamente la casa
que se describe en el cuento, se veía con muchos detalles, y en un
momento dado escuché los ruidos por el lado de la cocina y cerré la
puerta y retrocedí. Es decir, asumí la misma actitud de los
hermanos. Hasta un momento totalmente insoportable en que —como
pasa en algunas pesadillas, las peores son las que no tienen
explicaciones, son simplemente el horror en estado puro— en ese
sonido estaba el espanto total. Yo me defendía como podía, cerrando
las puertas y yendo hacia atrás. Hasta que me desperté de puro
espanto.
Es posible que Cortázar dijera la verdad. De
un modo u otro, todos hemos soñado que alguien invadía nuestra casa
o nuestro espacio vital —el dormitorio, el jardín, la salita de
estar—, pero no deberíamos fiarnos por completo de sus palabras.
Los narradores siempre tienden a engañar. Los narradores, de hecho,
se dedican a engañar. Ante todo son fabuladores. Y puede que
Cortázar soñase el chispazo inicial de este cuento, pero lo que le
salió después no fue un relato onírico, ni mucho menos un relato
fantástico, aunque la atmósfera del relato tenga algo —mucho— de
onírica. Lo que le salió fue otra cosa.
¿Y qué fue lo que le salió? Algo sobre lo
que todavía nadie se ha puesto de acuerdo. En Internet se pueden
encontrar docenas de interpretaciones distintas de este relato. Hay
quien ve Casa tomada como una alegoría
del peronismo, y es cierto que el relato se publicó en 1946, cuando
Juan Domingo Perón acababa de ganar las elecciones y amenazaba con
instalar una dictadura «nacionalista y socialista». Por lo demás,
Cortázar nunca negó su oposición al peronismo, pero yo creo que el
peronismo no tiene nada que ver con este relato. Porque si hay una
alegoría política en este relato —y la hay—, no es sobre el
peronismo, sino sobre la vida estéril y vacua de los rentistas que
pertenecen a la clase alta argentina, es decir, a la oligarquía
ganadera. Pero hay muchas interpretaciones más. Otros ven en el
relato una recreación del mito del Minotauro, cosa que me parece
bastante improbable. Y también hay, por increíble que parezca, una
interpretación del cuento como «una alusión excremental o fetal»
(esto es, ya que estamos en el tema escatológico, pura diarrea
mental). Otros, en fin, ven una alegoría del pasaje bíblico de la
expulsión de Adán y Eva del Paraíso (y aquí sí que es posible que
Cortázar tuviera en mente la historia de Adán y Eva cuando escribió
el relato, aunque ni siquiera fuera consciente de ello). Y hasta
hay críticos que dicen que los intrusos que expulsan a los hermanos
representan al lector y su actividad sigilosa frente al texto, al
que va expulsando de su sentido originario para adjudicarle otro
distinto, quizá más auténtico que el original. ¡Los intrusos como
lectores! Esta interpretación, la verdad, es realmente delirante. O
no, si bien se mira, porque todas las interpretaciones que hemos
visto hasta ahora —que más bien expulsan el sentido evidente que
tiene Casa tomada— demuestran que hay una
secta de lectores obtusos que se empeñan en buscar una especie de
clave hermética —o incluso conspirativa— en cada relato o novela
que leen, en vez de intentar descubrir lo que cualquier lectura
atenta puede revelarle a un lector curioso.
Hay algunas interpretaciones un poco más
atinadas de Casa tomada, como las que
subrayan la importancia de la relación incestuosa existente entre
los hermanos. El problema es que esa relación incestuosa
—innegable, desde luego— no aporta una clave para entender el papel
que juegan los intrusos. La relación incestuosa, por supuesto, es
patente a lo largo de todo el relato, ya que la forma en que viven
el narrador y su hermana se nos define como un «simple y silencioso
matrimonio entre hermanos». Y por si fuera poco, el narrador
innominado no parece capaz de concebir la vida —o más bien su
novida— sin su hermana Irene, a la que adora y mira embelesado, y
cuyo continuo tejer y destejer con las agujas de tricotar parece
tenerlo hechizado, aunque esa conducta de Irene tenga algo de
maniático y de obsesivo que da un poco de miedo (y mucha lástima).
De hecho, el relato se inicia con la primera persona del plural
—«Nos gustaba la casa»— porque los dos hermanos forman para el
narrador una unidad inseparable.
De todos modos, nunca hay que olvidar que
Cortázar juega con el lector. Al comienzo de la historia le hace
creer que va a leer un relato sobre unos hermanos muy raros que
viven solos en la mansión familiar, y cuando el lector se imagina
una historia de perversiones y jueguecitos morbosos, situada en una
atmósfera de terror gótico y decadente —un poco a lo Poe—, después
resulta que la historia no es exactamente ésta, sino otra mucho más
inquietante y en mi opinión mucho más terrible porque alcanza una
dimensión universal que de una forma u otra pueda afectar a
cualquier ser humano. Porque la relación incestuosa existe, claro
que sí, pero sólo tiene una función subsidiaria en la trama. Y lo
que importa, lo que de verdad sostiene el peso del relato, es la
relación que cada uno de nosotros establece con la otra mitad de su
vida, con esa vida oculta o secreta que no hemos sido capaces de
aceptar o de reconocer, porque es la vida perdida, la vida no
vivida, la vida que nos han obligado a vivir y que nos crea
insomnios pertinaces y angustiosos, o bien nos hace hablar dormidos
como si fuéramos estatuas o papagayos, tal como le ocurre a la
pobre Irene.
El secreto del relato es la forma en que
Cortázar nos va engañando. Al principio, Casa
tomada parece un cuento de fantasmas. Unas presencias casi
imperceptibles, de las que sólo tenemos constancia por los
levísimos ruidos que producen —vendrían a ser algo así como unos
espectros acústicos—, se apoderan de una parte de la casona
familiar en la que viven dos hermanos solteros, Irene y el
narrador, y les obligan a huir. Ésta podría ser la trama. Pero yo
no creo que este relato deba leerse así. Yo creo que Casa tomada parece un cuento de fantasmas, pero en
realidad es un cuento que narra una historia muy real y muy
próxima, una historia que en realidad podría ocurrimos a cualquiera
de nosotros, y peor aún, una historia que de hecho nos ha sucedido
a cualquiera de nosotros. Sólo que el relato usa engañosamente —y
magistralmente— los recursos de un relato fantástico (el caserón
gótico, los dos hermanos que llevan una vida casi incestuosa y que
representan el final de una estirpe, los ruidos misteriosos que
llegan desde la otra parte de la casa) para hacernos creer algo que
al final no va a ser lo que nosotros imaginábamos. Porque el cuento
no narra un hecho inexplicable, sino un hecho por completo
explicable si nos fijamos con atención en la vida que llevan esos
dos hermanos, esa vida vacua y estéril y absolutamente solitaria
que discurre entre los muros de un caserón que da a la plaza
Rodríguez Peña de Buenos Aires (una plaza, por cierto, donde se
levantaban muchas de las mansiones de la aristocracia
porteña).
Lo repito: Casa
tomada no es un relato sobre una relación incestuosa ni sobre
unos fantasmas que invaden una casa, sino un relato sobre el peso
insoportable que adquiere el pasado —y la soledad y el vacío y la
vacuidad vital que se han ido acumulando a lo largo de ese pasado—
en el alma de dos pobres hermanos que comparten una casa. Esos dos
hermanos nunca han tenido una vida real, nunca han salido a la
calle, nunca se han tenido que enfrentar con la verdad y el riesgo
de la vida, porque han vivido encerrados y temerosos, sin necesitar
nada pero también sin disfrutar de nada. Y es esa presencia volátil
de la vida que han rechazado o que han temido o que no se han
atrevido a vivir la que se va haciendo presente de forma insidiosa
en forma de esos débiles sonidos que anuncian unas presencias
intimidatorias en la casa. Y es ese peso de lo no vivido (y de la
angustia y la frustración que se ha ido acumulando con el tiempo)
lo que se acaba transformando en una presencia tan asfixiante e
inquietante que al final acaba expulsando a los dos hermanos de la
casa.
Pero hay que tener muy claro que esas
presencias no son «criaturas» ajenas a los hermanos que proceden de
otra dimensión de la realidad, sino que son «creaciones» de los dos
hermanos porque nacen del fondo de su mente, de allá donde anidan
sus miedos y sus frustraciones y sus inquietudes más profundas, tan
profundas que ni ellos mismos son conscientes de ellas. O sea, que
esos hermanos no son expulsados por las presencias, sino que son
ellos mismos los que dan vida —consciente o inconscientemente— a
esas misteriosas presencias que al final les obligan a huir. O
dicho de otro modo, los fantasmas existen, sí, pero sólo porque son
una proyección mental de los miedos y de la soledad y de la
insoportable sensación de inutilidad que se ha adueñado de los dos
hermanos. O yendo más allá, los fantasmas son la parte escindida,
oculta, inexpresable, de la conciencia de esos hermanos, eso que
nunca se atreven a reconocer, eso que les hace dormir mal y
suspirar y hablar en sueños «como una estatua o un papagayo». Y
justo porque esos fantasmas surgen del interior de los hermanos y
son una creación inconsciente de los propios hermanos, ellos
aceptan casi de buena gana la «invasión de la casa» y huyen sin
resistirse a la invasión. Y es que en realidad ellos mismos estaban
esperando angustiados que llegara el momento de huir, sólo que eran
dos personas tan apocadas que ni siquiera eran capaces de imaginar
que deseasen huir de allí. Y además, su pasividad era tan grande
que para ellos no era posible concebir una vida cualquiera lejos de
esa casa, una casa que se había convertido en una confortable
cárcel a medida donde todo era fácil y rutinario.
Insisto en que Casa
tomada es un relato sobre la soledad. Y sobre la carcoma
incesante que consume a dos seres tan débiles y tan apocados que no
se han atrevido a vivir. Y también es un relato sobre el miedo,
sobre las múltiples ramificaciones del miedo que se alimenta del
vacío y de la soledad y que se va apoderando de la mente del
narrador —y de su hermana— igual que los sonidos de los intrusos se
van apoderando de la casa. Y por último, es un relato que cuenta
cómo las pérdidas y las renuncias que se acumulan en una vida —es
decir, el vacío espiritual, el vacío mental— se van transformando
en una especie de fuerza física invisible que crece sin cesar y que
se va adueñando del espacio real de una casa, hasta que al final
obliga a huir a las dos personas que viven allí. Eso es lo que
ocurre con la casa, que más que una vivienda, más que un espacio
habitado, es una prodigiosa acumuladora de vacío y de inutilidad y
de pérdida. Y son esas pérdidas las que después se transforman o
reencarnan en los sonidos misteriosos que oyen los dos hermanos
solitarios y neuróticos y mortalmente aburridos.
El único momento en que el relato entra en
el terreno de lo fantástico es cuando el hermano oye un ruido que
ni siquiera era un ruido, sino tan sólo «un sonido impreciso y
sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado
susurro de conversación». Pero nada más oírlo, sin dudas de ninguna
clase, cierra la puerta de roble con llave y le comunica a su
hermana, casi con júbilo, como si fuera algo que llevaba mucho
tiempo esperando: «Han tomado la parte del fondo». Aquí, en esta
frase, se da el salto mortal de la historia que comunica el mundo
de lo racional con el mundo de lo inexplicable. O dicho en términos
de Cortázar, aquí la historia se interna en el territorio del
horror puro. El hermano no dice quiénes son esos «ellos»
innominados que hacen el ruido, pero los dos hermanos actúan como
si supieran quiénes son y les tuvieran un miedo cerval. Y así, sin
resistencia alguna, sin cuestionarse nada, los dos se encierran en
la otra parte de la casa y acomodan su vida a este nuevo encierro
hasta que descubren que se puede vivir sin pensar. Pero hay que
tener muy en cuenta que quien da el salto hacia el mundo de lo
irracional y del horror es el hermano, al atribuir un origen
preciso («ellos») a unos ruidos casi imperceptibles. Es el hermano
el que actúa como un narrador de historias de terror, pero el
cuento sigue siendo otra clase muy distinta de cuento.
Y ahora nos podemos hacer la pregunta de si
los ruidos son reales o no. Ante todo, hay que pensar que la casa
ha pertenecido a la familia durante cuatro generaciones, o sea que
fue construida hacia 1860. Cualquiera que conozca una casa antigua
—o incluso moderna— sabe que produce una gran cantidad de ruidos
inexplicables. Las vigas crujen, las tuberías gimen, el hueco de la
chimenea suelta extraños lamentos, los marcos de las ventanas
canturrean o sollozan o gritan en el momento menos pensado. O sea
que los sonidos que se oyen en la casa tomada —que además no son un
grito infantil o el aullido de un espectro ensangrentado, sino
sonidos «imprecisos y sordos» que se nos describen como «un
volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de
conversación»— pueden producirse de forma natural sin ninguna
intervención extraña. De hecho, los sonidos reproducen de forma
inquietante la propia vida de esa pareja de hermanos que hablan en
susurros ahogados y que viven en un mundo tan confortable y anodino
que el único acontecimiento reseñable de su existencia podría ser
una silla volcada sobre la alfombra. Es decir, que los sonidos de
la otra parte —la que acabará siendo tomada en primer lugar— son
muy parecidos a los sonidos de la parte donde se refugiarán los
hermanos. Y todo esto confirma el carácter especular de las
presencias, porque ya sabemos que los hermanos se inventan a los
fantasmas para poder expulsarse a sí mismos.
Una de las cosas que más me han llamado la
atención al leer comentarios de este relato es que muy pocas se han
fijado en la importancia de la puerta de roble que divide la casa.
Porque esa puerta es la clave simbólica de la historia. ¿Por qué
tiene un cerrojo y un pestillo? ¿Por qué divide la casa en dos
mitades casi idénticas? ¿Por qué ocupa el centro exacto de la
mansión? Yo creo que esa puerta es el símbolo de la escisión mental
que determina la vida de los hermanos, esa escisión que divide su
vida entre lo no-vivido y lo vivido, lo añorado o deseado y lo
aceptado, el vacío y la plenitud nunca consumada, lo real de la
calle nunca vista y lo irreal de la casa. Y esa puerta está ahí
porque los hermanos temen lo que hay al otro lado, que es lo que
ellos mismos no se atreven a reconocer sobre su propia vida.
«Nos habituamos Irene y yo a persistir solos
en la casa», nos dice el narrador en el segundo párrafo de la
historia. Reparemos en ese extraño verbo, persistir, con el que se
nos resume una vida, o más bien una no-vida. Y es que, para el
narrador y su hermana, la existencia no consiste en vivir (es
decir, en sufrir, en aprender, en equivocarse, en amar, en
recordar), sino en todo lo contrario, sólo en persistir, que es una
simple inercia biológica sin aspiraciones vitales de ninguna clase.
Si uno no vive, sino que tan sólo persiste, es normal que llegue un
momento en que incluso deje de pensar, como les ocurre a los
hermanos cuando clausuran la parte tomada de la casa y se trasladan
a vivir al otro lado. «Se puede vivir sin pensar», dice el narrador
casi al final del relato. Y aunque los hermanos no hayan dado
muestras de pensar mucho sobre su propia vida —ni sobre ningún otro
asunto— antes de trasladarse a vivir a la «parte no tomada» de la
casa, intuimos que esa persistencia en el no-vivir y en el
no-pensar es la que va creando el fermento mental del que acabarán
surgiendo los sonidos invasores.
¿Y por qué se han acostumbrado los hermanos
a persistir en vez de vivir? Pues por varias razones. Primero, por
una especie de esterilidad vital —esterilidad biológica, pero
también esterilidad moral— que les empuja a encerrarse en la casa y
a renunciar a cualquier clase de vida. Los dos hermanos son el
final de una estirpe que concluirá con ellos. Como no tienen hijos,
ni parecen capaces de vivir fuera de la casa, saben que su estirpe
terminará con ellos y aceptan esa maldición con la pasividad y la
falta de iniciativa que les caracteriza. Y en segundo lugar, parece
que los dos hermanos han aceptado una especie de mandamiento tácito
por parte de la casa —es decir, por parte de la tradición familiar
que perduraba en esa casa— que les ha obligado a encerrarse en la
casa y a vivir una no-vida casi incestuosa allá dentro. «A veces
llegamos a creer que era ella /la casa/ la que no nos dejó
casarnos», dice el narrador. Por tanto, la casa tiene el poder
sobrenatural de fijar los destinos de los protagonistas, ya que la
casa aparece como un personaje caprichoso y omnipotente —casi como
una divinidad— que decide la vida que deben llevar los hermanos. Y
esto también explica que los hermanos, al proyectar sus
frustraciones y sus angustias en esas extrañas presencias que
«emanan» de la casa, tengan un motivo más para huir de esa casa que
parece dominar por completo sus vidas.
Los hermanos, sin embargo, nunca parecen
oponerse de forma consciente a los designios de la casa. Hay una
frase que deja muy clara esta aceptación suicida por parte de los
dos hermanos. Al cumplir 40 años, los hermanos se dan cuenta de que
su matrimonio incestuoso era la «necesaria clausura de la
genealogía». Y en otra frase se nos hace ver que los hermanos han
aceptado ese destino de persistir hasta morir: «Nos moriríamos allí
algún día», dice el narrador, acatando el destino que la casa —y el
pasado familiar— había fijado para ellos. Pero un buen relato no
existe si de alguna manera no se produce una transformación final
de al menos uno de los personajes, que de este modo, gracias a su
transformación, se trasforma en el protagonista de la historia. La
transformación puede ser mínima, casi imperceptible, pero debe
haberse producido, aunque sólo consista en que el protagonista se
haga consciente de que en su vida nunca va a haber una mejora o una
transformación o un solo cambio. Pero ese chispazo, esa sombría
iluminación —como ocurre en las obras de Kafka—, ya ha supuesto un
cambio. El protagonista, al final del relato, ha descubierto algo
sobre la vida o sobre sí mismo que al principio no sabía, o al
menos no tenía tan claro.
Y lo bueno de Casa
tomada es que unos personajes que parecen incapaces de
cualquier cambio en relación con su vida vivirán una transformación
final. Porque al huir de la casa, los hermanos traicionarán ese
destino que les había impuesto la misma casa y que ellos mismos
habían aceptado con total pasividad. Huir, salir al exterior,
escapar hacia la calle significa incumplir ese mandamiento tácito
que los hermanos habían aceptado. Y al hacerlo, los hermanos
demuestran que son capaces de hacer algo por primera vez en su vida
que no sea lo que siempre se supone que tienen que hacer. Al
principio del relato parece evidente que los hermanos han aceptado
el destino de «morir con la casa», pero el final del cuento nos
demuestra que las cosas no ocurren así, ya que ellos dos huyen de
la casa, y por tanto evitan tener que someterse a ese destino.
Ahora bien, hay que tener en cuenta que el final de la estirpe
parece ineludible tanto dentro como fuera de la casa. Porque el
lector tiene la impresión de que los dos hermanos tampoco podrán
sobrevivir lejos de su cárcel/casa, ya que son demasiado viejos e
inútiles y están incapacitados para sobrevivir en una nueva vida en
libertad. Pero al menos los hermanos habrán sido capaces de
invertir el destino que los obligaba a morir en la casa como si ese
caserón fuera la tumba anticipada en la que se pudrían sus vidas. Y
eso hace que el cuento sea particularmente triste, aunque contenga
un rayo final de ilusoria esperanza.
Hablemos ahora un poco más de esos dos
hermanos, Irene y su hermano sin nombre. Esos hermanos son gente
con dinero, ya que se nos dice que viven muy bien de las rentas que
les dan sus fincas: «Todos los meses llegaba la plata de los
campos». Y sabemos que tienen 15.000 pesos guardados en un armario.
Pertenecen, por tanto, a la aristocracia terrateniente, a las
viejas familias porteñas de la oligarquía, y de ahí que la metáfora
política no sea sobre el peronismo, sino sobre esta aristocracia
decadente y estéril.
El hermano que cuenta la historia tiene una
personalidad débil, pasiva, pero no exenta de cierto candor y
cierta bondad. «Yo no tengo importancia», dice, y es cierto, aunque
también nos podemos preguntar hasta qué punto este narrador se
engaña a sí mismo. ¿Podemos creerle a pies juntillas? ¿Realmente
está tan a gusto con su vida inerte y abúlica en la casa? No
podemos estar muy seguros. Repite con demasiada insistencia que le
gusta ver tejer a su hermana («era hermoso»), o que la labor de
punto de su hermana es muy necesaria, cuando lo que él mismo cuenta
en otros momentos desmiente todas esas afirmaciones. Sabemos, eso
sí, que su único —vago— interés es la literatura francesa, pero la
literatura dejó de interesarle a partir de 1939. Más tarde su única
afición conocida es repasar la colección de sellos de su padre, lo
que acentúa sus rasgos infantiles. Por lo demás, es más activo que
su hermana: los sábados va al centro a comprar lana, y sabemos que
le gusta cocinar, cosa que en su época podría suponer una especie
de afrenta para un hombre de su posición. En 1946, un hombre que
cocina es un hombre débil, enfermizo, inútil y en cierta forma
despreciable. Pero ese hombre no es tonto. El hecho de que
reconozca que él y su hermana hayan aprendido a vivir sin pensar
demuestra que todavía, paradójicamente, conserva un resquicio de
pensamiento útil. También sabemos que parece amar de una forma algo
extraña —o incluso perversa— a su hermana, ya que se pasa el día
observando arrobado (o eso nos dice él) los ovillos que ella teje y
desteje de forma compulsiva. El lector siente que esos ovillos le
parecen al hermano casi sus propios hijos —que no ha tenido—, pero
cuando repite que le gustan las cosas que teje su hermana, él mismo
se contradice cuando asegura que esas cosas no sirven de nada y son
más bien un engorro que no para de crecer.
Y ahora pasemos a Irene, que se nos define
como «una chica nacida para no molestar a nadie». Aparte de limpiar
la casa por la mañana, Irene se pasa el día tejiendo cosas inútiles
que van a parar a las cómodas y los armarios. Teje chalecos,
mañanitas, tapetes y calcetines. Hay algo obsesivo y maniático en
su tejer incesante —algo que la emparenta con la Penélope de la
Odisea que teje y teje un manto mientras espera el regreso de su
marido—, pero también dice el narrador que eso podría ser un
pretexto para no hacer nada. En cualquier caso, Irene es una mujer
pasiva, más pasiva que su hermano, ya que siempre le va a la zaga y
le sigue a todas partes y parece tener con él una comunicación
telepática. Irene acepta todo lo que dice el hermano, y cuando éste
dictamina que «han tomado la parte del fondo», ella lo acepta sin
una sola duda, como si también ella lo hubiera estado esperando
desde hacía mucho tiempo.
¿Qué edad tienen estos dos hermanos
protagonistas? Pueden tener unos 60 años, quizá menos (aunque sin
duda más de cuarenta), pero parecen ya muy ancianos, muy
desgastados, tanto que en cierta forma se podría decir que son
fantasmas de otra época (el carácter fantasmagórico de los dos
hermanos también es muy importante). En este sentido, el fragmento
cuarto del relato, que está narrado entre paréntesis, trata de la
vida interior, no visible, fantasmagórica de los protagonistas, esa
vida que de hecho acabará expulsando a los hermanos de la casa (ya
los ha expulsado del lado norte, la parte tomada antes de la
segunda irrupción de los sonidos invasores). Y lo que se cuenta en
este fragmento contradice todo lo que se nos ha dicho en los
capítulos anteriores sobre la aparente satisfacción de la vida en
la casa. Porque ahora sabemos que hay algo muy inquietante en la
vida de los hermanos, ya que no todo es amor y afecto y tejer de
calcetines y de chalecos. De hecho, aquí el relato entra de lleno
en el espacio de lo perturbador. Y ahora vemos que les da miedo el
silencio, cuando justo ahora el silencio se va apoderando de la
casa (lo que nos indica que los intrusos son justamente el vacío y
el silencio y la soledad). Y sabemos además que los hermanos sufren
insomnios pertinaces. Y para ahuyentar a los intrusos que han
tomado la otra parte de la casa, Irene canta canciones de cuna en
la cocina (¡eso sí que es terrorífico!). Y cuando hablan, los dos
gritan para no oír nada que pueda indicar la presencia de los
extraños ocupantes de la otra parte. Y todo esto se hace más
terrible cuando el lector siente que los dos hermanos sólo están
intentando protegerse de sí mismos, o mejor dicho, de la parte de
su propia vida que ellos se han empeñado en negar o en ignorar.
Porque al final, cuando los hermanos huyen de la casa, lo único que
están haciendo es huir de sí mismos.
La casa es el tercer personaje del relato.
Es muy grande, como para ocho personas. Tiene cinco dormitorios,
una biblioteca, un salón con tapices y un comedor que no se usa. La
puerta de roble que separa las dos partes de la casa es fundamental
porque representa —ya lo he dicho— la escisión que hay en las vidas
de los hermanos entre lo que sienten y lo que no se atreven a
reconocer, entre lo que aceptan y lo que rechazan sin ser
conscientes de ello, entre lo que dicen y lo que sueñan (las
pesadillas, los silencios angustiosos). Cada hermano esconde una
parte de sí mismo, igual que la casa esconde una parte tomada o que
los hermanos sienten que va a ser tomada.
Al final del relato se produce una ambigua
liberación de los personajes. Cuando huyen, por primera vez se
enfrentan a la calle que simboliza la vida. Y cuando cierran a toda
prisa la puerta cancel, Irene se deja un ovillo prendido. En vez de
cogerlo, lo abandona, lo que simboliza que corta para siempre con
su vida pasada de tejedora obsesiva. Después el hermano arroja la
llave de la casa a la alcantarilla, lo que también simboliza que él
se libera de la casa y de la novida que esa casa le ha impuesto. El
problema es que sospechamos que ninguno de los dos hermanos podrá
sobrevivir mucho tiempo en la vida frenética y despiadada de la
calle. Los dos salen sin más posesiones que un reloj de pulsera,
casi desnudos —y aquí sí es pertinente la imagen de Adán y Eva
expulsados del Paraíso—, porque ahora tendrán que ser conscientes
del paso real del tiempo, ya que en la casa habían vivido
encerrados en una burbuja atemporal, como el paraíso de Adán y Eva
que en su caso era más bien un asfixiante y monótono purgatorio.
Pero ¿de qué les servirá ese reloj en la calle? ¿Y qué harán ahora?
Quizá sea mejor no pensarlo, porque lo único que tiene claro el
lector es que la hora de la liberación de esos dos hermanos será
también la hora de su caída.