LA VUELTA DE TUERCA (1898)
HENRY JAMES
La vuelta de
tuerca (1898) es una obra maestra de la ambigüedad. Desde que
se publicó, hace algo más de un siglo, los críticos no han logrado
ponerse de acuerdo sobre lo que cuenta Henry James en esta
historia. Dentro de otro siglo seguirán sin ponerse de acuerdo,
porque James lo dejó todo dispuesto para que cualquier
interpretación fuera posible. ¿Existen los fantasmas, o son una
invención de la institutriz? ¿Están los niños en comunicación con
las fuerzas diabólicas del criado y de la anterior institutriz,
muertos los dos en circunstancias extrañas? ¿O bien esas fuerzas
diabólicas son una invención de la institutriz, que se convierte
sin querer —o incluso queriendo— en una fuerza destructora? ¿Es
todo una invención de los niños, que hacen caer en la trampa a la
institutriz? ¿Quién corrompe a quién? ¿Y quién ha sido corrompido
por quién? En cualquier caso, hay que tener en cuenta que las
visiones son reales para la institutriz (o al menos para la mente
trastornada de la institutriz), aunque no lo sean para nadie más.
Esto es indudable, a pesar de que todo es dudoso en esta novela y el final tampoco nos aclare
nada. Y es que Henry James distribuyó la información con tanta
astucia que es imposible llegar a una conclusión definitiva, así
que cada lector puede extraer su propia interpretación de lo que
ocurre en la mansión de Bly.
Leí en las cartas de Henry James que el
escritor oyó contar la historia original de una forma muy parecida
a como la narra en el prólogo de la novela. Una noche, en una
mansión, mientras algunos amigos contaban historias, un hombre
mencionó una historia que le había oído contar, muchos años atrás,
a una mujer y que hacía referencia a dos niños que vivían en una
mansión apartada y que habían tenido que convivir con los fantasmas
de dos criados «malvados», ya muertos, que querían apoderarse de
ellos. El hombre no contó nada más, porque esto era todo lo que
sabía. Éste fue el punto de partida de Henry James. De ahí surgió
La vuelta de tuerca.
El secreto de La vuelta
de tuerca es que la trama nos llega a través de un conjunto de
cajas chinas, que contienen una información que se va modificando
cuando aparece la siguiente caja china. Y al final, cuando llegamos
a la última caja china y creemos que vamos a descubrir la solución
al enigma, nos encontramos con que la última caja, la más pequeña,
la mejor escondida porque era la que guardaba el secreto, está
vacía.
¿Cómo es esta estructura de cajas chinas?
Alguien que no sabemos quién es —la primera caja china— nos cuenta
que un tal Douglas, en una velada navideña, se dispone a contar una
historia de fantasmas «muy notable porque los fantasmas se
aparecieron a dos niños». De Douglas —la segunda caja china— sólo
sabemos que en su juventud había estado enamorado de la
institutriz, ya muerta y diez años mayor que él, que había
protagonizado los hechos. Hay que tener cuidado con este detalle,
porque este enamoramiento juvenil de Douglas puede falsear o al
menos adulterar su testimonio, ya que nos dice que la institutriz
era «una mujer agradable y llena de inteligencia y encanto», lo que
nos desmiente la impresión de locura que luego iremos percibiendo
en la novela. Y este prólogo también es importante porque de alguna
forma cuenta el final de la historia (colocar el final al principio
es una estratagema muy propia de Henry James), y ese final nos
indica que la institutriz volvió a encontrar trabajo tras dejar
Bly, cosa muy rara porque en Bly había muerto un niño que tenía a
su cargo, y eso de alguna manera debería haber tenido que
interferir en su trabajo. Pero Douglas nos da a entender que la
institutriz siguió haciendo tan tranquila su trabajo en otro sitio.
Un misterio, sin duda, que nos cuestiona algunas de las cosas que
más adelante veremos. ¿Miente Douglas? ¿Nos dice la verdad? No lo
sabemos. Pero este misterio es otro más de los cientos de misterios
que iremos encontrando a lo largo de La vuelta
de tuerca. Y todo eso, en cualquier caso, sólo demuestra el
inconmensurable trabajo de construcción de la
ambigüedad que lleva a cabo Henry James. Además —y esto es
quizá la clave de la historia— Douglas nos dice que la institutriz
había estado enamorada antes de conocerlo. «¿De quién?», pregunta
alguien con impaciencia. «La historia nos lo va a aclarar», cree el
primer narrador (la primera caja china). «No, la historia no lo
dirá» —le contradice de forma enigmática el propio Douglas; «por lo
menos, no de un modo explícito y vulgar».
Es necesario detenerse aquí, porque todos
creemos que La vuelta de tuerca es una
historia de fantasmas, cuando en realidad es una historia de amor.
La institutriz, se nos anuncia desde un principio, había estado
enamorada. ¿De quién había estado enamorada?, nos preguntamos con
ansiedad. Pero en seguida se nos advierte de que la historia
no nos va a contestar esta pregunta. O
por lo menos, «de un modo explícito y vulgar». O sea que estamos
ante una enigmática historia de amor que no sabemos hacia quién se
dirige. Una monstruosa, una perversa, una fantasmagórica historia
de amor. Y lo es porque el amor de la institutriz se dirigirá hacia
tres personas e irá cambiando de forma sucesiva y por así decir irá
reencarnándose y desplazándose en distintas personas, que de algún
modo irán poseyendo a la institutriz y luego desposeyéndola. Y ese
amor se dirige primero hacia el dueño de Bly, luego hacia el
fantasma de Quint, y por último —y ése es el amor más trágico de
todos, porque le va a costar la vida al niño—, al niño Miles.
Pero ahora debemos seguir con la estructura
de La vuelta de tuerca. Nos habíamos
quedado en la tercera caja china, que consiste en el manuscrito que
dejó escrito esta institutriz cuyo nombre ignoramos. ¿Por qué no
sabemos cómo se llama? Esto también es extraño. Nadie pronuncia su
nombre en la novela, nadie la llama de una forma familiar o cercana
o amistosa. He aquí otro misterio que insinúa el carácter también
en cierta forma espectral de esta institutriz. Pero esa
institutriz, poco antes de su muerte, dejó escrito un manuscrito
narrando los hechos que ocurrieron en la mansión de Bly. Ese
manuscrito es una especie de confesión y Douglas lo ha tenido
guardado bajo llave (cosa que nos despierta las sospechas: ¿por qué
ha tenido que guardarlo bajo llave?). Y una de las noches, como
había prometido, Douglas lo lee en voz alta ante sus amigos
reunidos frente al fuego. Antes de empezar, el narrador (la primera
caja china) nos dice que él a su vez había copiado el manuscrito de
la institutriz, quien lo había escrito con una letra muy bonita, lo
que nos hace sospechar, dada la inclinación de Henry James por el
engaño, que esa letra tan bonita oculta algo muy feo.
A partir de ahí, el relato en primera
persona de la institutriz —la tercera caja china, ya lo he dicho—
cuenta lo que le ocurrió cuando llegó a Bly para hacerse cargo de
dos niños huérfanos, muy inteligentes y rodeados de una extraña
aura de inocencia. Es muy importante que el relato de la
institutriz esté escrito desde el punto de vista de la primera
persona, porque así todo lo que ella nos cuenta está filtrado por
su propia visión y sus propias ideas y prejuicios y motivaciones
secretas. Por lo que sabemos, los niños se habían quedado huérfanos
dos años antes. Durante su estancia en Bly, la institutriz irá
descubriendo en ellos, poco a poco, la influencia maléfica del
antiguo criado de la casa, Peter Quint, junto con la de la señorita
Jessel, la anterior institutriz, quien era, en opinión del dueño de
Bly, una mujer de lo más respetable, lo que también nos hace pensar
que no lo era en absoluto. Quint y Jessel, por cierto, murieron los
dos en circunstancias extrañas.
La cuarta caja china es el ama de llaves de
la mansión, la señora Grose, que es una mujer analfabeta,
reticente, sumisa e influenciable. La señora Grose es la típica
mujer a la que le confiaríamos sin temor el cuidado de nuestros
hijos, aunque nunca la citaríamos como testigo en un juicio, ya que
sería capaz de decir cualquier cosa. Pero es ella la que le cuenta
a la institutriz, de forma muy elusiva y dispersa, toda la historia
anterior de lo que ha ocurrido en Bly, es decir, su versión de lo
que hicieron Quint y la señorita Jessel cuando estuvieron viviendo
con los niños en la mansión. Ahora bien, también debemos
preguntarnos qué cosas está dispuesta a revelar la impredecible
señora Grose, que está dividida entre la lealtad feudal a sus amos
y su desdén hacia las institutrices, que le quitan el poder de
regir a su antojo Bly. Lo único cierto es que la señora Grose es
indispensable, porque la institutriz depende de su información para
saber qué pasó con Jessel y Quint. De hecho, la credibilidad de las
apariciones de los fantasmas depende del testimonio de la señora
Grose. Si ella cree en lo que ve la institutriz, podemos creer que
son reales; si no cree en ellos, debemos desconfiar. Pero el
testimonio de la señora Grose es voluble y cauteloso y nunca se
pronuncia de forma categórica. No hay que olvidar que es una mujer
analfabeta y por tanto supersticiosa y asustadiza. Y tampoco hay
que olvidar que la señora Grose le debe obediencia jerárquica al
dueño de Bly y también a la institutriz, que está por encima de
ella en la jerarquía social de la mansión. O sea que su testimonio
tampoco es fiable del todo, aunque sea imprescindible.
Y ahí está uno de los trucos magistrales de
James. La narración se complica porque no sabemos qué es lo que
cada uno de los narradores interpuestos vio, qué es lo que creyó
ver y qué es, por último, lo que quiere hacernos creer que vio.
Porque hay que contar con los cambios de humor de cada narrador
interpuesto, sobre todo la institutriz y la señora Grose —unos
cambios de humor que están transcritos con precisión sismográfica
por James—, además de sus intenciones veladas, y sus propósitos
claros u ocultos —porque muchas veces la institutriz no es
consciente de lo que quiere o se está engañando a sí misma de forma
descarada—, y tampoco podemos olvidar la carga asfixiante de los
prejuicios y de las aprensiones, que les obliga a expresarse de
modo sinuoso y a no desvelar nunca la verdad de lo que les ocurre.
Porque todos estos narradores interpuestos viven en un medio social
que está controlado por el temor irreprimible a decir o a hacer
algo indecoroso o impropio o inadecuado. Y al mismo tiempo,
sabiendo que a todas horas ocurren en sus vidas cosas que pueden
ser indecorosas o impropias o inadecuadas.
¿Qué sabemos de la institutriz? No mucho. He
hecho una reconstrucción de los datos que se nos dan sobre esa
mujer sin nombre y he descubierto algunas cosas. Por lo que dice
Douglas, la acción de lo que ella narra sobre los sucesos de Bly se
remonta a cuarenta años atrás. Y si suponemos que la lectura del
manuscrito ocurre en el mismo momento de la escritura y publicación
—es decir, en 1898—, la acción tuvo lugar en 1858. Y si la
institutriz tenía 20 años entonces, tuvo que nacer en 1838. También
se nos dice que murió a los 40 años. O sea que nació en 1838 y
murió en 1878. Sólo vivió 40 años. No parecen muchos, aun en una
época en que la gente moría muy joven. Esto también es
extraño.
En cuanto al relato de la institutriz, hay
que tener en cuenta dos aspectos fundamentales. Primero, escribe en
una época de circunloquios, medias verdades y una asfixiante
obsesión por la respetabilidad y el decoro, lo que hace que casi
nunca se atreva a llamar a las cosas por su nombre y se enmarañe en
un laberinto de rodeos, circunloquios y contradicciones. De hecho,
cada vez que afirma algo lo desmiente o lo contradice en una frase
posterior. En el capítulo 17, en la erótica y turbadora escena del
dormitorio con el niño Miles, la institutriz dice: «Dios sabe que
nunca había querido importunarlo con mi presencia», pero la
institutriz llevaba tres meses importunando al niño, hasta el punto
de que éste le pide, o mejor dicho, le suplica y le exige al mismo
tiempo: «Quiero que me deje solo». Y todo eso hay que tenerlo muy
presente. A la hora de contar un hecho, la institutriz siempre
escoge el aspecto de la historia más favorable para ella. Y para
disimularlo, cuenta las cosas eligiendo el camino más largo entre
dos puntos. Y así, en vez de revelar la verdad, la oculta, porque
ella misma vive en la ocultación y no puede remediarlo. Y todo esto
tendrá sus consecuencias en el relato.
La institutriz es una narradora capciosa que
se engaña a sí misma y por tanto nos engaña a nosotros. No quiere
reconocer la verdad de lo que está ocurriendo. No quiere reconocer
la verdad de sus propios impulsos y motivaciones. Y eso hace que
oscurezca el relato de forma innecesaria. La oscuridad del estilo
del libro, por tanto, es deliberada; y lo que es más importante, es
necesaria. ¿Podríamos entender esta historia sin el estilo
asfixiante en que está contada? No.
Por lo que respecta a la acción de la
novela, trascurre en un espacio de seis meses, desde junio a
noviembre. Empieza en un radiante día de junio y termina en un frío
y grisáceo día de noviembre, una forma muy sutil de reflejar el
cambio de la luminoso a lo tenebroso que se produce en la mente de
la institutriz a medida que vive en Bly.
Veamos ahora unas cuantas cosas más acerca
de la endiablada ambigüedad de Henry James. Para empezar, se nos
dice que es una historia de fantasmas que se aparecen a los niños,
pero los niños no los ven (es la institutriz la que cree que los
ven y que se comunican con los muertos). Por otra parte, las
visiones de los fantasmas garantizan el poder de la institutriz
sobre los niños e indirectamente sobre Bly y su dueño, porque le
permiten creer que se ha vuelto indispensable en la casa. En el
capítulo 13, la institutriz reconoce que no tiene ninguna prueba de
que los niños hayan visto a los muertos, pero ella prefiere poder
verlos para poder salvarlos. ¿Salvarlos de qué?, nos preguntamos.
Antes, la institutriz y la señora Grose han hablado de que los
niños habían sido «corrompidos», pero no tenemos pruebas. Más bien
lo que quiere la institutriz es apropiárselos para usarlos en su
provecho. Y como ejemplo de esto, un domingo de otoño se define a
sí misma como «un carcelero con el ojo avizor» que lleva a los
niños encadenados. ¡Un carcelero! ¡Y encadenados! Por eso no es
raro que los niños quieran escapar de su control y jueguen a
desobedecer a la institutriz, saltándose las normas o engañándola
como hace Miles, la noche de luna llena, cuando sale a escondidas
al jardín. Esa noche, la institutriz no tiene ninguna prueba de que
el niño esté mirando a Quint en la torre. Es ella la que cree o
siente ver a Quint. Y ya que hablamos de Quint, la institutriz lo
siente como un intruso porque es un criado que ha jugado a dominar
al dueño y a creerse el dueño de todo Bly (hay una elíptica alusión
de la señora Grose a que Quint se ponía los chalecos del dueño). Y
por eso Quint encarna la amenaza del mal absoluto por dos razones:
porque es un depravado sexual y también porque es un criado que
quiere comportarse como un amo, de modo que su corrupción es moral
pero también social, ya que pone en peligro el orden
jerárquico.
Y veamos también algunas otras cosas sobre
la institutriz sin nombre. En el prólogo, Douglas la define como
una mujer agradable, inteligente y con encanto. Pero hay que
tomarse esta afirmación con mucha cautela. Douglas, de niño, estuvo
enamorado de la institutriz. Esta relación reproduce de forma
inversa la relación erótica que la institutriz mantendrá con el
pequeño Miles en Bly —allí es ella la que se siente atraída por el
niño, aunque no quiera reconocerlo—, pero todo eso es importante
porque determina la visión positiva que Douglas tiene de la
institutriz. Y Douglas nos dice que es encantadora, pero también
nos dice que era una mujer joven, inexperta y nerviosa. «Nerviosa»,
ojo, era la palabra que se usaba en 1898 para definir la histeria,
o la conducta inexplicable, o incluso un posible trastorno mental.
En el manuscrito de la institutriz, por cierto, encontraremos
muchos indicios de un carácter que no parece tan apacible y
encantador como Douglas nos quiere hacer creer. En cierto momento,
la institutriz le dice a la señora Grose: «Hablo como si estuviera
loca; y es una maravilla que no lo esté». Después las referencias a
la locura son constantes. Y sabemos que su padre, el párroco rural,
era de «naturaleza excéntrica», lo que puede demostrar cierta
propensión a la locura. También sabemos que la institutriz no
duerme y que padece un insomnio severo. Y también sabemos que habla
sola en su habitación, ensayando lo que le dirá a Miles, y que
tiene graves accesos de furia y de rabia, tanto con la niña como
con la señora Grose. En su narración, esos arrebatos de furia están
contados de una forma en que parecen simples ataques de nervios,
pero en realidad son reacciones muy violentas que implican un
intento de agresión física. Y por último hay que pensar que su
obsesión por la radiante inocencia de los niños es muy extraña.
Además, la institutriz parece acomplejada frente a los niños. Los
ve más inteligentes que ella, con más conocimientos de aritmética,
y se siente fea en su presencia. Así que el lector puede llegar a
pensar que la institutriz no los quiere tanto como nos dice. O
incluso, yendo un poco más allá, se puede llegar a intuir que los
odia. O que los teme. O de todo un poco. Porque en algún momento
empezamos a sospechar que la institutriz odia a los niños, sobre
todo a Miles, que le parece demasiado inteligente para ella, «una
pobre institutriz, la hija de un párroco». Pero también hay que
tener en cuenta —y aquí interviene de nuevo el prodigioso sentido
de la ambigüedad de Henry James— que la institutriz odia a Miles
porque se siente monstruosamente atraída por él.
Y aquí entramos en otro aspecto importante
de la institutriz, que es el impulso erótico que la arrastra
durante toda la historia, y que no puede separarse de un innegable
placer masoquista. Se mire como se mire, la institutriz es una
mujer reprimida que siente un deseo sexual mucho más violento de lo
que está dispuesta a admitir. Primero el deseo parece dirigirse al
dueño de Bly (y en ese deseo físico también hay un deseo de
encumbramiento social), pero luego parece desplazarse al fantasma
de Quint, y por último recae en el niño que ella cree poseído por
el fantasma de Quint (y que por eso mismo lo hace mucho más
atractivo para ella). Todo esto es muy raro y juega un papel
esencial en la trama. Al principio de la novela, el ama de llaves
le dice que la señorita Jessel era casi tan joven y guapa como
ella, ya que al «amo» le gustaban así. Esta alusión influye en la
institutriz, puesto que le permite concebir esperanzas de que algún
día pueda casarse con el dueño, al mismo tiempo que nos hace pensar
que quizá había alguna relación prohibida entre la señorita Jessel
y el dueño de Bly, aunque tampoco se nos aclarará nada en la
novela. Lo que sí sabemos es que la institutriz puede sentir un
arrebato de celos retrospectivos hacia la figura de la anterior
institutriz, a pesar de que ya está muerta, porque «la otra» pudo
tener alguna relación con el dueño, y eso puede impulsar a la
segunda institutriz a considerarla una mujer perdida, una mujer
condenada por el pecado y la condenación eterna.
En cuanto al papel de la institutriz, mi
idea es que Henry James nos hace creer que se está volviendo loca a
causa de la presión intolerable que ejercen sobre ella los
fantasmas de Quint y la señorita Jessel. Pero en realidad es al
revés: ella empieza a ver fantasmas porque se está volviendo loca
(o quizá ya lo estaba, eso tampoco lo sabremos nunca). Pero de
nuevo hay que andarse con pies de plomo en las afirmaciones
categóricas sobre La vuelta de tuerca. Y
es que la institutriz también ve a los fantasmas porque le interesa
verlos, ya que así cree que va a poder salvarlos, y de paso,
asegurar su poder sobre la casa y los niños (e indirectamente sobre
el tío que vive en Londres). Y de nuevo, todo es demasiado complejo
como para aventurar una única interpretación de los hechos.
¿Cuál es la trama de La
vuelta de tuerca? Intentaré resumirla. Una institutriz de
nombre desconocido llega un martes de verano a Bly. Aquella tarde,
la mansión le parece «una agradable sorpresa», pero la misma
madrugada de su llegada cree oír un grito de niño, y al día
siguiente la casa le parece ya «una casa antigua, grande y fea»,
sensación que va en aumento cuando pasa dos noches sin dormir, al
saber que Miles ha sido expulsado de la escuela, y sobre todo
cuando la señora Grose le pregunta, con malicia, si teme que el
pequeño puede «corromperla». Esta pregunta desentona con lo que
ella ha percibido en los dos niños, pues nada más conocerlos, ha
visto en ellos una «fragancia de pureza». El aura de pureza, que
parece demasiado exagerada, se debe también a que la institutriz
necesita obligarse a quererlos porque quiere apropiárselos para
luego apropiarse a través de ellos del dueño de Bly. O sea que ella
quiere, inconscientemente, convertirse en una madre ideal para esos
dos niños huérfanos y solitarios, y presentarse ante el dueño como
la mujer que puede hacerlos felices, y de paso, hacerle feliz a
él.
Al principio, la institutriz cree que el
niño, Miles, está en contacto con el fantasma del criado Quint. Por
lo que ella averigua, Peter Quint fue encontrado muerto con una
herida en la cabeza. Ella sabe —aunque no nos dice cómo lo ha
averiguado— que Quint tenía «desórdenes secretos, vicios más que
sospechados», y el lector sospecha que Quint se entendía con la
institutriz Jessel y que los niños estaban al tanto de todo, o
incluso participaban de algún modo en sus pasatiempos eróticos. En
la primera aparición, en la torre, Quint iba vestido con ropa del
dueño de la casa, lo que inaugura una larga cadena de
trasposiciones y trasferencias y desviaciones eróticas. Más tarde
hay un momento en que la institutriz tiene un encuentro con el
fantasma de Quint, en el rellano de la escalera, y hay algo muy
erótico en ese encuentro de madrugada, porque en adelante la
institutriz empieza a buscar a Quint. Lo normal es que el fantasma
busque o aceche a su víctima, pero aquí
ocurre al revés: es la víctima la que empieza a buscar al fantasma.
Y más tarde, a medida que avanza la novela, la institutriz parece
transferir su interés erótico, que pasa del dueño de Bly a Quint, y
luego hacia el niño, desde que el niño sale al jardín la noche de
luna para desafiarla y le confiesa que ha sido malo. Y justamente
el niño se vuelve atractivo para la institutriz cuando empieza a
demostrar que está poseído por el espíritu de Quint, ese espíritu
que le lleva a comportarse como un adulto que sabe más de la vida
de lo que debería saber un niño (y en este sentido, para la
institutriz resulta innegable que el niño está «poseído» por el
espíritu de Quint). La tragedia es que el niño empieza a jugar con
fuego cuando imita la conducta desinhibida de Quint, así que
empieza a coquetear con la institutriz y se hace el adulto e
insinúa que sabe cosas que no debería saber. Y al jugar con fuego,
por influencia de lo que ha conocido cuando vivió en compañía de
Quint, el niño Miles acabará abrasándose.
A partir de la escena del jardín y la torre,
justo en mitad de la novela, tanto Miles como Flora desafían a la
institutriz. A partir de ese momento, la institutriz se obsesiona
con la idea de que están poseídos, y los niños, que se sienten
espiados y vigilados, empiezan a manifestarle su rechazo, disgusto
e incluso miedo. De hecho, en la erótica y morbosa escena del
dormitorio, la institutriz dice que quería poseer a Miles, lo que indica que está actuando
igual que los fantasmas de Quint y Jessel, incluso con el violento
trasfondo sexual de su conducta. Y como resultado, es normal que el
niño quiera apartarse de una mujer que tiene esas inclinaciones tan
raras.
En cuanto a los encuentros de la institutriz
con los fantasmas, creo que las apariciones son de dos tipos. La
señorita Jessel es una proyección de la soledad y del desamparo que
siente la institutriz. Es ella tal como se ve en el momento
presente, durante su estancia en Bly, y peor aún, tal como teme
verse en el futuro si su vida sigue siendo igual de solitaria. La
aparición de Peter Quint pertenece a otro orden emocional, porque
es una presencia en la que se funden el deseo erótico y el terror
que le suscita ese mismo deseo. Y es que Quint forma parte de la
cadena de desplazamientos eróticos (y jerárquicos) que se producen
en el corazón de la institutriz y que van desde el dueño de Bly
hasta el niño Miles. Quint es el eslabón intermedio, el pivote que
sirve de enganche entre los dos. Al comunicar su carga de rebeldía
y de conducta prohibida al niño, le hace comportarse como un adulto
rebelde y seductor. Y esa conducta tendrá un final trágico para el
niño.
Sobre la naturaleza de las apariciones,
existen todas estas posibilidades:
● Las apariciones de los «intrusos»/los
«otros» son ciertas y la institutriz dice la verdad. La prueba
sería que ella se las describe con los rasgos físicos a la señora
Grose y que ésta los reconoce. Pero esta hipótesis podría ser
desmentida por el hecho de que la institutriz hubiera hecho
averiguaciones furtivas preguntando a otros criados, o que fuera la
misma niña, Flora, la que se lo contara el primer día que pasearon
juntas por el jardín de Bly. En el capítulo primero, la institutriz
reconoce lo siguiente: «La niña me mostró la casa escalón por
escalón y cuarto por cuarto, secreto por secreto». Cuidado con esta
última frase, casi escondida —«secreto por secreto»—, que puede
encerrar una de las claves de la novela. Porque esos secretos
podrían incluir muy bien una descripción física de Quint y de
Jessel (y quizá algo más). Por lo demás, hay otro hecho que nos
demuestra que la institutriz tiene sus propias fuentes de
información, ya que también ha averiguado cómo ocurrió la muerte de
Quint sin que nos diga cómo lo supo.
● Las apariciones son un invento de la
imaginación febril y morbosa —y patológica— de la institutriz,
porque la historia de Quint con la señorita Jessel («hacía lo que
quería con ella») puede ser un reflejo de lo que la institutriz
querría que el dueño de Bly hiciera con ella misma, ya que siente
una atracción violenta por él. La obsesión de la institutriz por
proteger a los niños, al mismo tiempo que una forma de demostrarle
al amo que podría ser una madre excelente —y de paso, una manera de
ejercer su autoridad en la mansión—, es también una excusa para
adentrarse más en el mundo de las apariciones, es decir, del deseo
prohibido. La institutriz interpreta lo que le dice el ama de
llaves a su conveniencia, y por eso asegura que ella tiene la
audacia mental de la que carece la vieja. La institutriz, por lo
demás, percibe hostilidad hacia ella por parte de Quint y la
señorita Jessel, como si los antiguos ocupantes de la mansión
quisieran arrebatarle a los dos niños. Y la aflicción que la nueva
institutriz percibe en la señorita Jessel sería su propia aflicción
por su soledad y por su amor imposible hacia el dueño de Bly.
Cuando la ve en la sala de clases, escribiendo una carta —la carta
que la institutriz no se atreve a mandar a su amado dueño de Bly—,
ella tiene «la extraordinaria sensación de que la intrusa era yo»,
y no el fantasma de su predecesora.
● Los niños son malvados. Y como son muy
inteligentes y astutos, pero también solitarios y huérfanos, han
adoptado a Quint y a Jessel como padres supletorios y odian a la
institutriz porque usurpa su lugar. Por eso juegan con la
institutriz para tenerla dominada, igual que dominaron a Quint y a
la señorita Jessel (en vez de ser dominados por ellos), provocando
la muerte tanto del criado como de la anterior institutriz. En el
capítulo décimo, la institutriz ve que la niña, de madrugada, no
está en su cama (la niña duerme en su misma habitación); entonces
la espía y descubre que está en una ventana observando el jardín.
En mitad del jardín está su hermano, quien a su vez tiene la vista
fija en la torre. De modo que la institutriz espía a la niña, que a
su vez espía a su hermano, que a su vez espía a Quint (quien,
sospechamos, espía a la institutriz desde el más allá).
● La relación erótica y casi sexual que se
insinúa entre la institutriz y Miles (de sólo diez años) podría ser
un reflejo, tal vez premeditadamente buscado por parte del niño, de
la relación que hubo entre Quint y la señorita Jessel. O yendo más
allá, incluso entre Quint y el niño Miles, si es que hubo una
posible pedofilia (que Henry James nunca desvelará). Miles quiere
que su tío acuda a Bly para que «descubra» lo que está pasando
(cosa que, como es típico de James, nunca sabremos muy bien qué es
ni qué fue). En el capítulo 22, la institutriz come sola con Miles
en el comedor y se siente igual que una pareja en viaje de novios
importunada por un camarero. El niño le dice: «Al fin estamos
solos», y sabemos que la atmósfera tensa del comedor está
impregnada de contenido erótico.
● Por último, se puede concluir que las
apariciones han sido provocadas por un delirio psicótico de la
institutriz, que está loca o sufre un grave trastorno
alucinatorio.
¿Cuál es la explicación más concluyente? Mi
idea es que los fantasmas no existen —al menos de una forma
«explícita y vulgar», como diría Henry James—, aunque todas las
posibilidades que he enumerado actúan de forma conjunta y ejercen
su influjo en la institutriz, ahora bien, sin que ninguna de ellas
sea la determinante. Para empezar, la institutriz ve a los
fantasmas, ya que para ella no hay diferencia entre el delirio y la
verdad, o entre el deseo violento y la realidad. En segundo lugar,
los niños están poseídos por los fantasmas porque han convivido de
forma muy estrecha con Quint y Jessel y han conocido unas
experiencias «prohibidas» para cualquier niño de un medio
respetable. En este sentido, los fantasmas —que sólo son los hechos
que ocurrieron en el pasado, cuando Quint y Jessel actuaban como
padres sustitutivos de los niños— siguen ejerciendo su poder sobre
Flora y Miles.
Un punto que ha suscitado cientos de
discusiones y debates es el final de la novela. ¿Qué pasa al final
de la historia con Miles? ¿De qué muere el niño? ¿Qué le pasa en
realidad?
A mi juicio, hay tres posibilidades, y las
tres son compatibles:
● El niño muere porque no consigue ponerse
en contacto con el espíritu de Quint, a quien quiere, y que lo
abandona gracias a la «salvación» —o el exorcismo, podríamos decir—
que pone en práctica la institutriz. Por eso se dice al final que
su pequeño corazón, «desposeído» (de Quint, se entiende), había
dejado de latir.
● El niño muere porque la institutriz, al
poner en práctica su ritual de «exorcismo» (y debo pedir que se use
esta palabra con mucho cuidado), al obligarle a que se enfrente al
fantasma del criado, lo somete a una presión psicológica que le
resulta intolerable y acaba causándole la muerte por un
infarto.
● El niño muere porque lo mata la
institutriz, ahogándolo o asfixiándolo de alguna manera en medio de
la violenta tensión —que también tiene un alto componente erótico—
de esa última escena en el comedor. Ya tenemos el antecedente del
ataque a Flora en el lago, interrumpido por la señora Grose y la
aparición del fantasma de la señorita Jessel. Y ya antes, en el
capítulo 6, se nos dice: «Sacudí a la pequeña con tal violencia,
que fue asombroso que ella lo resistiera sin un grito o una señal
de dolor». O sea, que la institutriz también podría haber sacudido
a Miles con tal violencia que podría haberlo estrangulado. Y no hay
que olvidar el hecho de que Douglas, el narrador que tiene el
manuscrito, lo tuviera guardado bajo llave como si contuviera un
secreto que no quería que se conociera, porque en realidad este
manuscrito contiene una confesión —elíptica— de un crimen.
Mi hipótesis es que actúan a la vez las tres
razones. La institutriz asusta de tal modo a Miles, al mismo tiempo
que lo agarra y lo zarandea y le grita y le hace creer que hay un
fantasma que quiere atraparlo, que el niño empieza a sudar y a
tener fiebre de puro miedo y al final sufre un síncope. Y busca a
Quint, aunque sabe que está muerto, porque ese hombre fue para él
una persona que le hizo sentirse protegido y en cierta forma
querido, por muy inapropiada que fuera su conducta y por muy
diabólica que fuera su influencia. Y la angustia y la tensión que
sufre es tanta que su pequeño corazón, «desposeído» (de Quint, pero
también de la vida), había dejado de latir.
No quiero terminar sin hablar un poco más de
Miles, el niño, que para mí es un personaje extraordinario. Las
primeras veces que leí la novela me cayó mal, luego le cogí una
inmensa simpatía. El niño está solo, es inteligente y no tiene a
nadie que lo comprenda. Es evidente que ha aprendido mucho de
Quint, cosas feas y sucias, y que esas cosas son las que han
ocasionado su expulsión del colegio. Pero es un niño que ha sido
obligado a crecer muy deprisa. Y en un momento dado, ante la
llegada de la institutriz, le gusta jugar a hacerse el mayor ante
ella. Y es normal que sea así. Si lo han expulsado del colegio, y
si él ha visto y quizá también ha hecho cosas feas con Quint —lo
que es evidente—, es normal que no quiera ser considerado un niño
obediente y sumiso y normal. Quiere ser mayor. Y ser mayor
significa ser malo y demostrarlo. Y como el niño capta en seguida
la atracción que siente por él la institutriz, se dedica a
explotarla, al igual que explota su superioridad social e
intelectual. En el capítulo 22, la institutriz reconoce que Miles
sabe mucho más que ella y que ya no podía ejercer de profesora de
ese niño (lo cual indica su inferioridad intelectual y social).
Cuando se van la señora Grose y Flora, la institutriz, para salvar
a Miles, cree vivir con él como si fueran una pareja de recién
casados.
Y ahora si que hemos llegado al final de
La vuelta de tuerca. ¿Qué podemos
concluir después de recorrer ese laberinto de cajas chinas que ha
construido Henry James? Yo creo que no debemos pensar en los
fantasmas, ni en los niños inocentes o poseídos, ni en el delirio
de la institutriz reprimida y ambiciosa y perversa y cruel, pero
también valiente e insegura y solitaria y desdichada. Lo que hay en
el fondo del laberinto de La vuelta de
tuerca es una sutil, una elusiva, una fantasmagórica reflexión
sobre la imaginación y la creación literaria, esa peligrosa fábrica
de fantasmas que nos atormentan y pueden llegar a destruirnos, o al
menos destruir a las personas que queremos (o deseamos poseer),
pero que también puede salvarnos cuando creemos estar a punto de
volvernos locos, o incluso cuando sospechamos que hemos caído sin
remedio en la locura, ya que si no fuera por esos fantasmas, por
esos delirios, por esas criaturas que recorren los torreones y los
estanques y las estancias desoladas de nuestra imaginación, nuestra
vida sería tan solitaria, tan triste y tan desvalida como la de los
habitantes de Bly.