BARTLEBY EL ESCRIBIENTE (1853)
HERMAN MELVILLE
Estos días he estado releyendo Bartleby el escribiente. He leído Bartleby unas seis veces en mi vida, y cada vez que
lo he leído he descubierto más cosas en este relato. La primera vez
que lo leí, a los veintipocos años, no me di cuenta del ácido humor
negro que contiene esta historia. Tampoco vi que detrás de la
figura espectral de Bartleby hay una especie de fuerza física
irresistible, una fuerza que se manifiesta en algo que ahora me
atrevería a llamar «la ley de Bartleby». Porque Bartleby, más que
un personaje, es una corriente invisible de energía que se alimenta
de la mansedumbre y la pasividad. Y de la misma forma que los
físicos han hallado una clase de energía que llaman «energía
perdida» —la energía que no se traduce en
trabajo útil y que está en el origen del concepto de entropía—,
Hermán Melville descubrió en Bartleby a un equivalente humano de
esa energía perdida, o dicho de otro modo, una no-energía que se
convierte en una extraña forma de energía.
Y eso no lo percibí hasta que releí el
relato hace unos quince años, en un apartamento de Santiago de
Chile, en el barrio de Providencia. Era en invierno, en mitad de
una ola de frío austral, y en el patio del edificio había un
ligustro. Yo leía Bartleby en la cama,
muerto de frío, y a veces levantaba la vista y miraba a través del
ventanal la cumbre del Cerro San Cristóbal, a lo lejos. Luego me
fijaba en las ramas desnudas del ligustro, de las que colgaba un
pequeño racimo de bayas azules. El viento helado del norte sacudía
las bayas, y por la noche las temperaturas descendían casi por
debajo de cero, pero aquel pequeño racimo de bayas azules seguía en
su sitio, igual que Bartleby seguía ocupando el despacho de su jefe
a pesar de todos sus intentos por despedirlo. Al principio pensé
que la terca imperturbabilidad de Bartleby tenía que ver con la
resistencia de aquellas bayas al viento y al frío. Pero en seguida
caí en la cuenta de que Bartleby también era la fuerza que las
sacudía. En realidad era las dos cosas: una energía que surgía de
la inmovilidad. La energía perdida.
De hecho, Bartleby —el copista que
preferiría no hacerlo—, es una especie de fuerza magnética que va
desplazando a todo el mundo. Poco a poco se va apoderando de la
voluntad de su jefe, y luego del espacio físico de la oficina, y
después está a punto de apoderarse de todo el edificio, hasta
convertirse en una amenaza peligrosa para la existencia de Wall
Street. Y todo lo consigue mediante la inacción y la pasividad,
porque Bartleby es capaz de convertir la inmovilidad en una fuerza
que se va extendiendo a su alrededor y va desplazando todo cuanto
se le pone por delante.
Hermán Melville escribió Bartleby en el verano de 1853, cuando tenía 33
años. En su primera versión, el relato llevaba el subtítulo de
Una historia de Wall Street. ¿Por qué lo
escribió? Ante todo, porque Melville se sentía «al borde del
abismo» a causa de las escasas ventas de Moby
Dick y las críticas furiosas que había recibido su novela.
Desde que la publicó, Melville sabía que su carrera literaria iba a
ir a contracorriente de los gustos establecidos, pero estaba
decidido a continuar por el camino que se había trazado. En este
sentido, la incomprensible obstinación de Bartleby ya existía en el
interior de Melville. De todos modos, uno se pregunta qué fue lo
que le inspiró el personaje. Por lo que parece, el pálpito inicial
se debió a una breve noticia de prensa que Melville había recortado
diez años antes de escribir la historia y que tenía guardada en su
archivo. Aquel recorte reproducía el anticipo de un relato anónimo,
The Lawyer’s Story, que iba a ser
publicado en una revista y que incluía el siguiente párrafo
inicial: «En el verano de 1843, al tener una gran cantidad de
copias que hacer, contraté de forma temporal a un nuevo copista,
que me interesó de forma singular por su actitud modesta,
silenciosa y caballeresca, y por la intensa aplicación con que se
entregaba a su trabajo». Gracias a aquel recorte de un relato
desconocido, que Melville había guardado diez años en su
escritorio, Bartleby empezó a cobrar vida. Y una vez que Melville
encontró aquel recorte, todo fue muy fácil. Pero Melville tenía
dudas sobre la credibilidad del personaje. Por fortuna leyó un
artículo sobre la Oficina de Cartas Perdidas de Washington, y esa
idea le sirvió para su epílogo sobre el rumor que relacionaba a
Bartleby con un trabajo anterior en aquella oficina, y así encontró
una razón narrativa —por elusiva que fuera— del inexplicable
comportamiento de Bartleby.
Bien, ya sabemos de dónde surgió Bartleby. Y
ahí está lo extraordinario de este relato: Bartleby, la historia del copista, empezó siendo
una copia de otro relato escrito por un escritor cuyo nombre se ha
perdido. O sea que Melville se inspiró en un Bartleby desconocido
que no ha dejado ninguna huella en la historia de la
literatura.
Por lo demás, Melville no tenía un gran
conocimiento del mundo de los abogados y copistas de Wall Street,
aunque en su medio social había muchos abogados y profesionales del
Derecho. Su hermano Allan era abogado y trabajaba en Wall Street, y
su suegro era juez, el juez Shaw. En la correspondencia de Melville
abundan los comentarios sobre historias que le han contado abogados
conocidos suyos. Pero la vida de Melville había discurrido hasta
entonces muy lejos de los despachos y las oficinas. A los quince
años, tras la ruina del comercio de su padre, Melville tuvo que
abandonar sus estudios y después se pasó una gran parte de su
juventud en un barco ballenero. Todas las novelas que había escrito
antes de Bartleby hablaban del mar y de los espacios abiertos. Pero
hay algunas conexiones vitales que son interesantes para entender
la súbita aparición de Bartleby. El padre de Melville había muerto
loco. Y cuando escribía Bartleby,
Melville se sentía angustiado —ya lo he dicho— por su escaso éxito
como escritor.
Todas estas cosas influyeron en su relato,
un relato claustrofóbico que tiene un regusto muy poco americano,
tal como imaginamos a la joven y próspera democracia que entonces
era la patria de Melville. He intentado averiguar si Melville podía
haber leído El abrigo, el cuento de Gógol
publicado en 1842 que también cuenta la historia de un copista,
pero ese relato no se tradujo al inglés hasta la década de 1920. En
cambio, he descubierto que una novela de Gógol, Almas muertas, había sido traducida en América en
la época en que Melville estaba escribiendo Bartleby. Almas muertas no trata de copistas, pero
su trama —la de un sinvergüenza que compra un censo de esclavos
muertos para hacerlos pasar por vivos y así poder dárselas de
terrateniente— tiene algunas extrañas concomitancias con la obra de
Melville. ¿Leyó Melville las Almas
muertas de Gógol? No lo he podido averiguar. Pero es evidente
que hay algo gogoliano en este relato de un oficinista que es una
especie de muerto en vida que decide vivir «emparedado» en Wall
Street. Además, y esto sí que es inquietante. Melville murió
olvidado por completo, después de haber trabajado casi veinte años
en una oficina de Aduanas de Nueva York. Así que Bartleby, en
cierta forma, fue una premonición de lo que iba a ser la propia
vida de Hermán Melville. Por otra parte, el desinterés absoluto de
Bartleby hacia todo lo que tenga que ver con el sexo también
refleja los problemas eróticos de Melville, de quien se sospecha
que fue un homosexual oculto y del que su amigo Hawthorne llegó a
escribir en su diario: «La ropa interior de Melville no está
demasiado limpia». Y no olvidemos que Bartleby es una historia de
fantasmas, y más aún, una historia de terror. Un terror dócil,
impávido, silencioso, inescrutable —igual que Bartleby—, pero
terror al fin y al cabo.
Las primeras veces que leí el relato se me
pasó por alto la importancia del narrador, ese abogado innominado
que un día contrata a Bartleby y nos va contando su historia. Ahora
veo que el verdadero protagonista del relato es él. Bartleby no
cambia a lo largo del relato, pero el narrador sí que vive un
cambio trascendental. Al principio, el abogado es un ser hipócrita,
egoísta, cínico e interesado. Nos dice que tiene un bufete de
abogados, pero poco a poco nos vamos dando cuenta de que su bufete
es más bien una simple gestoría, o incluso algo de mucha menor
entidad, quizá sólo el equivalente de lo que hoy sería una
copistería, que además está emparedada entre edificios mucho más
altos que le quitan la luz. Está claro que la oficina de ese
abogado no es tan próspera como nos quiere hacer creer. Y él mismo
tampoco es tan eficiente y laborioso como nos dice. Más bien
descubrimos que se trata de un holgazán que prefiere trabajar en
asuntos aburridos y nada arriesgados, una especie de administrador
de bienes ajenos (títulos, hipotecas) que hoy sería un simple
administrador de fincas o el dueño de una gestoría. Además, ese
abogado se nos hace antipático desde el primer momento. Es un
personaje taimado, pagado de sí mismo y obsesionado por la
respetabilidad y el decoro. También es cobarde, influenciable,
débil y miserable (permite cualquier cosa con tal de ganar un poco
de dinero y no ser molestado). Y ni siquiera se atreve a
desprenderse de sus dos empleados, uno alcohólico y el otro medio
loco.
Pero lo asombroso de la historia es que el
abogado irá cambiando a medida que avance la acción, y todo eso
ocurrirá gracias al simple contacto con Bartleby. Y así, el abogado
que empieza siendo un personaje mezquino e hipócrita acabará siendo
un personaje desinteresado, compasivo y preocupado por Bartleby. A
medida que Bartleby se va adentrando y al mismo tiempo se va
disolviendo en la pasividad (deja de copiar, deja de escribir, deja
de salir, deja de comer), el abogado va descubriendo más y más
cosas acerca de la vida, lo que significa que también va
descubriendo más y más cosas acerca de sí mismo. Y el punto de
inflexión se produce más o menos a la mitad del relato —lo que
demuestra la perfecta arquitectura compositiva de la historia—,
cuando Bartleby le anuncia a su jefe que se niega a escribir. «¿Por
qué?», pregunta el jefe. «¿No lo ve usted mismo?», contesta
Bartleby. En un primer momento, el abogado cree que Bartleby se
está quedando ciego a causa del trabajo y por eso lo perdona una
vez más. Pero Bartleby no está ciego, como comprueba muy pronto el
abogado, sino que sufre otra clase de mal, y este descubrimiento
llenará al abogado de inquietud e incluso de horror. Porque
Bartleby no es un indisciplinado, ni un lunático, ni un holgazán,
sino una persona que está sola en el universo y vive como un
despojo a merced del océano. Éste es el descubrimiento
trascendental que lo cambia por completo. Y entonces nos damos
cuenta de que el abogado también percibe —primero con incredulidad,
luego con asombro, luego con horror— que él también está solo en el
universo y no es más que un despojo en mitad del océano. Y a partir
de ese momento, el abogado vivirá a merced de Bartleby, y no al
revés, como debería ser según el orden jerárquico que los
unía.
Melville era un hombre obsesionado por la
religión, así que no es extraño que las parábolas evangélicas
floten sobre el relato (como también flotan sobre El abrigo de Gógol). En The
Confidence Man, la última novela publicada por Melville, Jesús
hace una breve aparición en la figura de un hombre mudo. Y en
cierta forma, Bartleby actúa como una especie de Jesús que consigue
alterar la conducta de las personas que entran en contacto con él.
Sólo que Bartleby es más bien el reverso de Jesús, o su antítesis,
porque el Jesús del Evangelio usaba la mansedumbre —y la
inteligencia— para hacer que los demás descubrieran en su interior
un fondo de piedad universal que nunca habían imaginado poseer,
mientras que Bartleby usa la mansedumbre y la inacción —llevada a
todos sus extremos— para hacer que los demás descubran en sí mismos
un pozo negro de oscuridad y de disolución que nunca antes habían
imaginado. En vez de anunciar la verdad del amor universal,
Bartleby se limita a renunciar a ocupar el sitio que tiene asignado
en el mundo —«Preferiría no hacerlo»—, y así anuncia la verdad del
absurdo universal. Y lo que hace de Bartleby un personaje tan
inquietante y tan incómodo es que su renuncia tiene una dimensión
laboral, social, religiosa y metafísica. O sea que Bartleby obra
una curiosa inversión del modelo evangélico. Y el relato podría
representar un extraño evangelio contemporáneo, en el que la
historia de Jesús fuera sustituida por la historia de Lázaro —otro
muerto en vida que hubiera presentido la disolución inexorable que
nos espera a todos—, sólo que su historia no sería narrada por un
San Juan o un San Mateo, sino por Poncio Pilatos. Repito que el
protagonista real de la historia no es Bartleby, sino el abogado,
de modo que el relato podría haberse titulado William J. Peabody, Secretario de Apelaciones en
vez de Bartleby el escribiente. Y si no
fue así, supongo que se debió a que Melville vio en seguida que
Bartleby era un personaje mucho más llamativo que el pomposo y
abúlico abogado.
Es innegable que hay una dimensión religiosa
en Bartleby, pero también hay una dimensión metafísica. Y una
dimensión psiquiátrica. Y otra social. Y otra que constituye una
parábola sobre la condición humana. ¿Quién es Bartleby? Su
comportamiento tiene algo de autista que es incapaz de relacionarse
con los demás, y de rebelde que se niega a hacer su trabajo, y de
réprobo que al negarse a aceptar su lugar en la sociedad desafía
también la autoridad de Dios y el orden que éste le ha impuesto al
mundo, y de asceta que se propone vivir una vida de sacrificios y
renuncias, pero Bartleby no es un autista, ni un rebelde, ni un
réprobo, ni un desobediente, ni un vagabundo, ni un apóstata, ni un
anarquista, ni tampoco un asceta —aunque tenga rasgos de todas
estas categorías humanas—, sino otra cosa muy distinta que sólo
podemos llamar Bartleby y que quizá sólo se pueda definir con esta
fórmula física que antes he llamado la ley de Bartleby:
inmovilidad + imperturbabilidad =
destrucción.
¿Por qué actúa Bartleby? Eso es difícil de
saber. Bartleby es una parábola, es
decir, una narración con un gran contenido simbólico.
¿Pero qué símbolo encierra esta historia?
Muchos. Mi idea es que Bartleby ha descubierto algo que no sabemos
con exactitud qué es, aunque podemos suponer que se trata de la
certeza devastadora de la esterilidad de la vida. Un día, no
sabemos cómo ni cuándo, Bartleby vio el abismo inútil de la
existencia. Y desde ese día en que descubrió que la vida no podía
ser entendida ni explicada, Bartleby fue renunciando gradualmente a
comunicarse, a trabajar, a comer y por último a vivir. Bartleby
había llegado a la conclusión de que la vida es una equivocación, y
desde entonces se enterró en un rincón oscuro que estaba en el
fondo de un pozo, porque sabía que ése es el final que nos espera a
todos. En vista de que ya conocía su final, él se adelantó a lo que
iba a ser su destino. Y como sabía que estaba predestinado a la
nada, se creó su propia nada y se habituó a residir en ella. Dejó
de hablar porque las palabras no eran necesarias en el mundo de la
oscuridad. Y al rodearse de nada y vivir en la nada, él también se
volvió nada, es decir, un fantasma, o mejor dicho, alguien que
sabía que dentro de sí llevaba un agujero negro, o acaso que él
mismo no era más que un agujero negro. Y al final, cuando se dejó
morir de inanición, Bartleby alcanzó su paradójico triunfo sobre
los demás (y también sobre la nada, y también sobre sí mismo),
porque los demás tuvieron que seguir viviendo esclavizados por lo
que no querían hacer, pero él se atrevió a hacer lo que en verdad
quería hacer, y como lo que quería hacer era no vivir una vida que no comprendía («preferiría no
hacerlo»), entonces eligió dejarse morir, es decir, vivir libre,
vivir la verdad, no-vivir.