SEIS

LA BARBA de terrorista, su primera nevera, la cuota de entrada, las herramientas en el garaje, los vecinos lavando el coche con la manguera.

Mi buen Alex: este recuerdo te lo dedico.

Tengo dieciocho años y ahí llegan, dos personas del Partido Comunista en Cincinnati. El calor está cargado de polvo, la hierba, áspera y seca como paja, y las raíces secas de las flores marchitas jadean. Así son las cosas. Es domingo. Alrededor de la mesa del comedor de mi casa hay más gente que en el Partido Comunista del Estado de Kentucky.

Ellos, los dos, han llegado en un coche de morro gris, un maltrecho caballo de carga atiborrado de periódicos y de unos panfletos más ajados que hojas de col vieja.

La joven y el hombre, algo mayor que ella, no son atractivos. Se sientan en el balancín del porche, que se mueve adelante y atrás colgado de viejas cadenas. En fin, son las cosas de la movilización en el sur, parece decir su peculiar mirada cansada.

Me entregaron un panfleto que había escrito Browder. De la época del frente Popular. El comunismo es el americanismo del siglo XX. Una idea interesante, dice ella.

Yo le dije: ya lo tengo arriba, en el dormitorio.

Me alegro.

Suspiraron, perdidos en la oprimida atmósfera del domingo. En Lexington, ¿hay alguien que esté bien? preguntan. Vuelven a suspirar, escuchan los gruñidos y las toses reprobadoras de la mesa dominical y no tardan en marcharse para proseguir su polvoriento viaje.

¿Alguien que esté bien? Alguno habrá en High Street. Una vieja avenida cada vez más degradada que discurre de este a oeste y cuya historia está llena de altibajos. Cerca de allí están las asociaciones de estudiantes: whiskey, jóvenes depredadores de expresión ausente con su insignia y su sello y cuya mala memoria les impide recordar sus canciones de borracho y sus manos de borracho en mis pechos borrachos.

En High Street vivía una familia de trascendentalistas. Eran igual de pobres que sus antepasados: el ala de la comodidad y los ahorros nunca llegó a rozarlos; nunca conocieron la clase media ni el esperanzado temblor que se apodera de quien, tambaleándose, logra subir algunos peldaños. Ellos vivían en un mundo de ideas que había llegado hasta ellos como si de una carta con la dirección mal escrita se tratara, como uno de esos mensajes dentro de una botella que viajan entre continentes llevados por la corriente. La familia había tenido noticias del comunismo y se había visto sacudida por los múltiples temblores de la conversión.

La casa, ¿quién sabe a quién había pertenecido y a quién pertenecía entonces? En ella se apreciaban pocos de los remiendos de la propiedad y ninguna de las extremidades que terminan creciéndoles con el paso de los años. Estaba pintada en los dos tristes tonos en boga en la época, habana y marrón. El invierno exponía el porche de madera cuarteada y podrida en el que se apoyaban las tumbonas de lona. Ésa no era su casa, pero entonces todos vivían en ella: tres generaciones, los ancianos padres, los hijos y las hijas, y los nietos. Eran gente de las montañas, descendientes de campesinos del norte de Irlanda, quizá.

El padre era alto y delgado, y tenía el pelo, liso y abundante, del color de la arena. La madre, de aire amable y avergonzado, tenía una mandíbula huesuda, anglosajona, sin un solo diente. Su mirada solemne y su sonrisa frustrada lanzaba un mensaje: los montes Apalaches.

El héroe de la casa era un hijo enfermo, delgadísimo y febril, cuya agitada convalecencia sólo lograba iluminar una apasionada ideología. Se diría que aquel gélido febrero, en la casa, la cálida y soporífera atmósfera de las estufas de gas calentaba más el cerebro que los huesos.

El hijo yacía bajo un montón de mantas gastadas; su cráneo vivaz y atento y sus grandes orejas tiraban hacia arriba luchando contra un cuerpo enfermo que lo arrastraba hacia abajo. Yacía bajo las mantas y bajo un cubrecamas de periódicos, como si los viejos Daily Workers, cual harapos, pudieran transmitir calor a su cuerpo. Lo rodeaban panfletos y cajas y textos sagrados, una acumulación de lo que él, con su cantinela rural, definía como «comunismo internacional».

El hijo parecía mayor, sin duda. Tendría veintiuno o veintidós años. Se había entregado a un compromiso total, a una batalla estrafalaria y remota que había estallado en un arsenal de sonidos extraños: los lemas del marxismo-leninismo, los dogmas del Partido, difíciles de pronunciar pero fáciles de entender. De la cabeza que asomaba bajo las mantas manaba un oratorio extraordinario, notas agudas y graves: los nombres de comunistas europeos, de Togliatti y Thorez, las figuras consagradas del país como Ella Reeve Bloor, los críticos, los escritores y los propagandistas de The New Masses. La dictadura del proletariado, las masas, las clases dirigentes, el lumpen, la vanguardia.

A veces, cuando su salud mejoraba, podías verlo renqueando desde High Street a Main Street, corriendo hacia la gran catedral, la oficina de correos, dadora y receptora de vida. Cartas, periódicos, informes, refutaciones, acusaciones y contraacusaciones, denuncias y afirmaciones: aquél era el torbellino en el que él nadaba.

El hijo, que se llamaba Lyle, leía las malas noticias —las confesiones, las ejecuciones y los juicios— en letra pequeña. Los grandes titulares eran otros; sus noticias bien podrían ser extensas tablas numéricas al final de una tesis o de notas a pie para un especialista. Él era un acólito de provincia, y los acontecimientos que tenían lugar en aquella tierra vaga y transfigurada le llegaban como murmullos, distorsiones malintencionadas, informes tendenciosos del enemigo. Pálido y con el cuello convertido en una soga temblequeante, con el ánimo abatido pero con la esperanza intacta, el hijo luchaba por mantener la cordura. Pobre chico. Nadie lo conocía a él y él no conocía a nadie, a nadie que saliera en el periódico, a ninguno de los hombres que tan cerca de sus pensamientos sentía. La policía no lo buscaba, sólo despertaba el interés del cartero.

El frenesí de la política en aquella casa desvencijada, las crípticas discusiones con ese acento de las montañas, la verdad en los periódicos amarillentos, la plusvalía, la superestructura. En el lugar que deberían haber ocupado el amor y la ambición, la envidia y la vanidad, había crecido la más devoradora de las pasiones, la política, dispuesta a ocupar todas las células de su ser.

Por lo que sé, la familia ya no vive ahí. ¿Cómo saberlo, cuando se trata de gente que nunca ha salido en la guía telefónica? A veces desaparecen como si se los hubiera tragado el pozo de una mina. Rumbo a algún sitio, de regreso a algún sitio. A la casa habana y marrón se mudó una familia negra. Temas nuevos que se mezclarían con el polvo de los antiguos.

Lyle era amigo de otro «rojo» del lugar que parecía un pavo astuto. Este amigo suyo, un gnóstico desgarbado y solitario que se pasaba el día liando cigarrillos, enfermo del pecho aunque lleno de energía, era un misterio. Aunque no solía pelear, su carácter tenía algo de pendenciero; quizá diera la impresión de andar siempre inmerso en una disputa mental silenciosa. Con su largo cuello de pavo, su bigotito y sus párpados colgantes, parecía un detective de pueblo. Y sin embargo, nada más lejos de la realidad. Si alguien, alguna vez, podría sentir una mano agarrándole la muñeca y oír la voz de un agente diciendo: acompáñame, ése era él. Hablaba poco, pero con su peculiar sonrisa impregnada de nicotina solía decir que había nacido en octubre de 1917. Bajo el signo de la Revolución, decía. Había nacido en Ohio, justo al otro lado de la frontera.

Durante un tiempo tuvo una pequeña oficina, una casucha al lado de la antigua estación de ferrocarril en la que sacaba copias con un ciclostil, panfletos que anunciaban reuniones a las que no asistía casi nadie, tan sólo algún alborotador que otro, algún estudiante de extrema izquierda socialista o trotskista. Atacaban a Mason sin piedad —ése era su nombre, o su apellido, tal vez—, y la bruma de sus ojos de fumador se espesaba tanto que casi llegaba a la ceguera.

Mason, al menos, llegó a conocer una dicha pura y perfecta: el día de las elecciones se acercaba a la oficina electoral que quedaba cerca del tribunal para inscribir el nombre de los candidatos del Partido Comunista.

Marie, Marie, en tus ojos empañados veo esa vaga defensa contra la apostasía que tanto me recuerda a Mason y a las persistentes nubes de humo que lo envolvían. Marie apareció mucho más tarde; era una muchacha rica que, con su voz arrolladora, hablaba de la construcción del socialismo. Socialismo le parecía una palabra mucho más agradable que comunismo, aunque tal vez la prudencia tuviera algo que ver en su elección.

Marie era tímida y reservada. Había estudiado en los mejores colegios, pero no era demasiado culta: casi todo lo que leía eran combativas revistas de izquierda, panfletos y colectas. Esos harapos la calentaban en el frío, como también calentaron la delgada cama de Lyle. Un estructuralismo discreto une a ese ideólogo al que recuerdo de los míseros callejones de mi ciudad, oscuro, flaco y demacrado, y a la hija del industrial que, durante un tiempo, vivió en Central Park West.

Marie adoraba a sus padres, y esas gentes afortunadas y convencionales parecían acompañar los díscolos pensamientos de su hija como amables carabinas, cada uno agarrándola de un brazo. En la mesita de café de su apartamento desnudo reposaban, entre tapas de cuero, panegíricos al fundador de la fortuna familiar. Conocía al detalle todos y cada uno de los pasos, hábiles y repentinos, que aseguraron la prosperidad de su familia; le interesaban sus viajes, sus casas de campo en las Islas Británicas, donde tal vez naciera algún desconocido antepasado suyo, en algún pueblo donde su apellido lo llevarían gentes sencillas.

En su habitación blanca, al lado de la cama de blanco inmaculado que parecía prometer un descanso bajo un manto de copos de nieve, estaba el retrato de bodas de sus padres, sonrientes en su marco de plata incrustado de amatistas. Marie vivía, sobre todo, en compañía de sus privaciones, unas privaciones extrañamente impuestas, como un contemplativo que careciera del vigor atlético requerido para el disfrute de coches, flores y cuadros, de casas para el verano y casas para el invierno, de platos y manteles, cestos y batik, de las cosas pequeñas, con sus milagrosas incrustaciones microscópicas, o de las grandes maravillas, atrevidas y casi espantosas.

Los baches y las brechas, los huecos y los espacios en blanco, mortificaban a Marie como podría haberlo hecho un tartamudeo. Donaba grandes cantidades de dinero, pero en sus encuentros con la clase trabajadora se mostraba meticulosa e incluso tacaña. Una mano abierta suscitaba en ella la peor de las reprimendas. Los camareros, los taxistas y los chicos de los recados veían sus monedas —de cinco, de diez…— y luego la veían a ella desaparecer como un fantasma.

En su vida había irrumpido un talismán. Debió de aparecérsele en sueños, ese talismán. Era una palabra: Rusia.

Durante una temporada tuvo un amante, Bernie. Era feísimo. Era muy bajo, y aunque no estaba gordo, tenía demasiados músculos y bultos. Bernie parecía una calabaza, o dos, una encima de la otra. La de arriba era la calabaza de Halloween, con sus dientes rotos.

Bernie comentaba las malas noticias con voz jovial y ronca, vaticinando alegremente la caída de cosas o la ascensión de otras cosas si esa caída no se producía. Calumnias, falsedades que publicaba la prensa, prejuicios arraigados en la historia, como las zanahorias: todo eso bullía en su interior y rebosaba como el canto de un barquero:

Placer celestial

enfrentarse al temporal

con un pecho viril.

Mientras entonaba sus augurios militantes, Bernie solía fumarse un puro o picar cacahuetes de un paquete que llevaba en el bolsillo. Bernie tenía la respuesta a todas las preguntas, excepto a la de Marie. Había recibido tantos besos y tantos cumplidos de pequeña, que en sus finas muñecas y sus dedos largos y esbeltos, y en sus uñas pintadas de color marfil, residía una fuerza, una fuerza presente incluso en sus exigentes apetitos, tan distintos de las ansias que asaltaban a Bernie.

Ver a Bernie saliendo del dormitorio y tirando de los cordones de los zapatos era impactante. La cama era tan pequeña y tan blanca; y ni los frascos ni los lápices ni los pálidos objetos de cristal azul alineados al lado de la ventana parecían recibir de buen grado la presencia de un hombre. Las toscas camisas azules de Bernie, sus manos enormes y el júbilo de sus gruñidos llenaban el apartamento como si hubiera traído consigo un montón de troncos viejos.

¿En qué está pensando Marie? ¿En golpes de Estado, en muchedumbres asaltando las calles puño en alto, en pancartas clamando por pan y tierra, en desordenados ejércitos del norte, en guerrilleros en las montañas?

Quizá sus sueños sean de un cariz más doméstico. Piensa en peticiones, en contribuciones, en colegiales revolucionarios de cara redonda y bien alimentada que cantan canciones, en tablas de gimnasia en las plazas, en las granjas colectivas, en las asambleas obreras, en los complejos residenciales, en mujeres que estudian para médico y en el control de la natalidad.

Inmóvil, con una estabilidad semejante a la del pájaro que revolotea por las inmediaciones del nido que cobija a sus polluelos, mantuvo el equilibrio en sus primeros vuelos. Los países lejanos cayeron en los brazos de su aprobación eterna.

Marie, no comprendo tu miedo al desencanto. ¿No te das cuenta de que la revisión puede irrumpir en tu corazón como un nuevo amor?

Después de aquellas discusiones, me mandaba un recorte de algún periódico comunista que explicaba las críticas o las denunciaba. En el artículo, arriba, escrito con su elegante letra: Pensé que te interesaría, querida amiga. Un beso, Marie.

A Bernie su unión con Marie nunca lo satisfizo, y al final ella descubrió que tenía una amante, una camarada combativa, sexy y habladora. Marie, sorprendida y dolida, recordó que incluso su padre había admirado la inteligencia de Bernie. Y se quedó sola con su fervor solemne e inamovible.

En los años sesenta vimos a Marie en Florencia, donde había viajado de adolescente para encontrarse con el pasado sin dolor y para florecer como una fucsia o una gardenia en medio de cuadros e iglesias. Pero Marie no tenía interés alguno en los cuadros ni en la estructura de las iglesias ni en las auténticas dificultades de la música y la poesía. Como la habían educado bien, ella no sabía nada de eso. Profundamente arraigado en su espíritu se ocultaba un materialismo tranquilo, cortés y poco dado a la polémica, en el que radicaba la clave —o parte de la clave— de la dolorosa perplejidad que en ella suscitaban las reivindicaciones de todos aquellos escritores, poetas y pintores de nombre raro que habían terminado presos o ejecutados. No se trataba de insensibilidad, sino de vacuidad, de esa vacuidad sin pizca de maldad que a veces descubrimos en los sacerdotes y en las monjas.

En su apartamento de Florencia solía verse a un joven italiano. Tenía un cabello ondulado y abundante, y los dientes mal cuidados; era muy poco atento, unas veces se mostraba solemne y otras, ausente. Se llamaba Benito y tenía una hermana que se llamaba Edda.

Benito trabajaba en una zapatería que quedaba detrás del Amo, y allí fue donde se conocieron. A veces, en los días de poco movimiento, se queda al lado de la ventana y su rostro imperturbable llama la atención. Puede que viva lejos del centro, pero cuesta imaginarlo volviendo a casa por la tarde para cenar o acostarse. Es más probable que pase el rato dándole patadas a un balón en el parque.

Benito no iba a ninguna parte sin su enorme compañero, un pastor alemán. En casa de Marie, casi toda su atención la dedicaba al perro, a darle instrucciones con voz aguda y a mirar fijamente los ojos nerviosos del animal. Mientras nosotras hablábamos en inglés él le hablaba al perro.

Marie, sin novedad. En el histórico solar, el dinero se mantiene e incluso crece. Las revelaciones de sus días de universidad, y de eso hace más de veinte años, sobreviven. Aunque algo apagadas, siguen centelleando. Resulta relajante y desconcertante a la vez. Parece que no pase nada. Los ejércitos se reúnen con sus noticias desagradables; y a pesar de la actividad que reina omnipresente, todo se osifica. A veces Marie parece creer que en el universo político se ha producido un error de cálculo. Dragones con siete cabezas y diez cuernos; ¿no los han visto este año? Un leopardo emergió del mar y volvió a hundirse. Pero paciencia, paciencia.